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© autores
© ramón qu
© ed barrio

Santander, 2009

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Cuentos del Taller deNarrativa
Ramón Qu

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BINOMIO FANTASTICO I:
MALETA + ………………….

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Maleta+manzanas
E l recorrido diario desde la casa hasta su minúscu-
lo kiosco de chucherías era muy corto. Cincuenta
pasos de cemento gris. Tres portales oscuros y dos tiendas: la
mercería de toda la vida y una de ultramarinos que pusieron
hace unos diez años. José tiene casi cincuenta y se sabe de me-
moria los escaparates: las bragas de colores, las manzanas rojas
y amarillas... Camina ligeramente inclinado, con su bocadillo
envuelto en papel blanco. Los que le conocen, le saludan. Los
que no, ni le miran. Es un hombre diminuto, hecho a medida
entre sus caramelos y regalices. Desde su esquina otea las dos
calles: la suya y otra algo más ancha que la cruza.

Hace varias semanas que comenzaron las obras en el


local vacío de la esquina: alguien ha tenido la ocurrencia de
abrir en el barrio una agencia de viajes. Los ojillos de José han
seguido todo el proceso y se fijan en una pequeña maleta de
cuero marrón que alguien ha colocado en el centro del escapa-
rate junto a un gran cartel. Parece que le van a regalar una a los
diez primeros clientes.
Cualquier viaje basta. José no quiere ir a ningún lado
-donde va a ir él a estas alturas- pero le encantaría tener esa
maletita. Podría llevar su almuerzo, e incluso una botellita de
vino, desde la casa a su kiosko, cada día.

Cuenta el número de personas que van entrando en la


agencia. Imagina quién ha reservado un viaje. Observa el gesto
del empleado al atenderles. Al acabar el día, no aguanta más.
Cierra con su llavín la puertita verde de madera y abre vacilan-
te la puerta de cristal: allí está el joven interrogándole con la
mirada. José queda de pié sin saber que decir.
- Siéntese, por favor, ¿qué desea? – una ligera sonrisa,

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burlona quizá, asoma en los labios finos.

Aún de pie, el hombrecillo murmura:

- Quiero un viaje a un sitio cercano.

Y sale, José, con su maleta y un billete a Toledo para


este fin de semana. ¿Por qué no?. Al fin y al cabo, él nació en un
pueblo de La Mancha. En vez del bocadillo, el hombre llena
la maleta con dos mudas, un pijama y poco más. Contempla
su maletita marrón, con hebillas brillantes y unos agujeritos
plateados ribeteando los bordes, y la coloca sobre la silla donde
permanece los siguientes días.

El sábado, los cincuenta pasos se dirigen en dirección


contraria de la habitual. A José le late el corazón muy deprisa:
el tren sale dentro de una hora. Su mano escuálida agarra con
fuerza la maleta. Es tan liviana que casi parece que no la lleva.
Pero la mira de reojo, sí, allí está, y camina erguido. Nota que
todos le miran, envidiosos seguramente. Sentado en su asiento
reservado, mira a través de la ventanilla y ve pasar, aferrado a su
maleta sobre las rodillas, edificios grises, casas blancas, encinas
oscuras, colinas onduladas, pinos, campos de labranza, e inclu-
so, ahí abajo, un riachuelo que se quiebra hacia el horizonte,
hacia un gran lago plateado que se confunde con el cielo.

Marián

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(nube-maleta)
La vida
E speraba en el andén. Miré al cielo y me quedé absor-
ta observando una nube. Seguí su lento recorrido y
su cambio de color: del blanco algodonoso, casi infantil, al gris,
cada vez más gris, casi difunto. De pronto, la nube se esfumó.
Subí al tren y, ya en el compartimento, me di cuenta de
que había olvidado subir la maleta. El tren arrancó, yo me aso-
mé por la ventanilla: el cielo estaba despejado y el andén había
desaparecido. Entonces me acurruqué en el asiento; estaba em-
papada y tiritaba de frío. Me consoló pensar que podría pres-
cindir del equipaje al llegar a mi destino.

Mamen

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(Maleta-labrador)
Terra Nostra
Renzo Ferroli se recostó sobre el viejo olivo que su padre ha-
bía plantado cuando él nació. Contempló satisfecho los tres olivos
con los que ahora perpetuaría la memoria de sus tres nietos: Mar-
co, Pipo y su preciosa Gina. En un par de meses, cuando viniesen
desde Milán por vacaciones, “il signore Renzo”-como le llamaban
desde hacía tiempo en Castello di Marsala- les mostraría orgulloso
sus raíces sicilianas. Sólo él sabía lo duro que había sido llegar a sen-
tirse un labrador respetado, orgulloso de haber aumentado y me-
jorado las vides y olivos de sus antecesores. Solo él debía saberlo…
eran otros tiempos- pensó- mientras se liaba un cigarrillo, aunque
no era su costumbre por la mañana.
Echó una última ojeada, recogió la azada y se encaminó al
coche. A los pocos pasos se volvió y se encaminó hacia uno de los
olivos del fondo. Mientras se acercaba tuvo la necesidad de abro-
charse la chaqueta y de apoyarse con fuerza en la azada, su corazón
se fue acelerado. Aquella rama no debía estar rota, no de esa mane-
ra. Al llegar vio la tierra removida. Miró de nuevo en todas direc-
ciones, apretó con fuerza la azada y durante un instante sólo se de-
dicó a escuchar en medio del silencio. Echó de menos su “lupara”.
De pronto comenzó a cavar furiosamente la tierra removida hasta
que un sonido seco le anunció lo que temía. En el fondo del hoyo
se distinguía entre los terrones una maleta, rota ahora por la azada.
Se arrodilló, la observó unos segundos y hundió las manos hasta
arrancarla de la tierra. Se sacudió las manos y con sumo cuidado
tanteó los bordes hasta abrirla de golpe. Se incorporó como un re-
sorte y volvió a mirar el vestido de su nieta manchado de sangre.
¡Porca miseria!- gritó Renzo- al tiempo que tapaba el hoyo y
a su mente acudían imágenes que el pasado debió llevarse.
Rebuscó en su bolsillo hasta sacar su navaja. La abrió y la
clavó hasta la empuñadura en la rama rota. Escupió y se marchó
guardando bajo su chaqueta el traje manchado de su nieta.
Juanma
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Soledad
Soledad salió del portal y el viento la despeinó. El corazón le
latía con fuerza; habían dado las seis en el reloj de la plaza, y llevaba
todo el día esperando ese momento. Dejó la maleta en la acera, se
arregló el peinado como pudo, y llamó al primer taxi que pasó.
En menos de cinco minutos llegaba al lugar de la cita, una
cafetería de carretera a las afueras de la ciudad. Se dirigió a la barra,
desierta a esa hora de la tarde, y se sentó en el taburete más alejado
de la puerta.
A Soledad no le gustaba mirar a su alrededor. Afortunada-
mente, tenía el televisor encendido frente a ella.
El camarero se acercó y le preguntó que deseaba.
- ¿ Podría ser un gin-tónic, por favor? , pidió Soledad.
- No faltaba más, se lo traigo ahora mismo. Pero Soledad
creyó ver un gesto de reprobación en su cara. -Corto de ginebra, a
ser posible- , intentó disculparse. El hombre ni siquiera se volvió.
Al fondo, desde una nube de humo, se escuchaba el grite-
río de los niños correteando entre las mesas, y el murmullo de sus
padres apurando los platos combinados. Sobre la puerta del restau-
rante, el reloj marcaba las seis y cuarto. Desde luego, no podía decir-
se que Arturo fuera precisamente puntual.
Llegó el camarero con el gin-tónic y un plato de patatas fri-
tas. Después de beber un par de tragos, se sintió mucho mejor. Una
gota de gin-tónic mojó inoportunamente su chaqueta. Qué fata-
lidad, pensó, buscando con la vista una servilleta. Se secó la man-
cha con cuidado y se colocó esmeradamente el collar sobre la blusa.
Alcanzó un par de patatas del plato que tenía frente a ella, pero se
arrepintió al instante. La primera imagen es definitiva, se dijo, ir-
guiendo el cuerpo sobre el asiento y colocando las manos cruzadas
sobre la falda.
Volvió a mirar hacia el reloj. Las seis y media de la tarde.
Quizás Arturo se hubiera arrepentido en el último momento. Si
es que en realidad se llamaba Arturo, lo que parecía poco probable.
Como improbable era que fuese alto, de complexión delgada, de
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facciones agradables y clásico en el vestir. Ella tampoco había sido
demasiado sincera respecto a su edad, a decir verdad nunca lo era,
y se había definido como esbelta y rubia. Cosa no del todo incierta,
reflexionó Soledad; unos buenos tacones y una sesión de peluquería
pueden hacer milagros. Pero en un hombre es distinto, concluyó,
descartando de nuevo dar cuenta definitiva de las patatas abando-
nadas sobre la barra.
Miró otra vez el reloj; eran ya las siete menos cuarto. De-
cididamente, Arturo no era una persona formal. No se merecía a
alguien como ella. A Soledad le decía su madre que donde mejor
duerme uno es en su cama; le hizo bien recordarlo. Todavía era
buena hora para regresar a casa y cenar tranquilamente. Y al día
siguiente no tendría que madrugar.
Poco a poco, el corazón dejó de latirle con fuerza. Dejó de
avergonzarle mirar directamente hacia la puerta. Empezaban a en-
trar algunos hombres, la mayoría acompañados, muy pocos altos y
delgados, ninguno con una maleta en la mano.
Arturo ya no vendría. Tendría que olvidar a Arturo. Todavía
pensó que algo pudiera haberle ocurrido; y consideró, quizás, darle
una última oportunidad. Necesitaba urgentemente otro gin-tónic,
pero recordó la expresión de censura en los ojos del camarero.
- Póngame un café con leche, haga el favor - El camarero se
acercó - Y me trae la cuenta de paso.
Esta vez la miró solícito. Incluso se ofreció, gentil, a ayudar-
la: ¿Quiere que le vaya llamando al taxi?
- Se lo agradecería en el alma, contestó Soledad, preparando
cabizbaja el dinero de la cuenta.
A eso de las ocho, Soledad entraba en su casa. Guardó la
ropa, el cepillo de dientes y el neceser, subió la maleta al altillo y se
puso el pijama y la bata. Después, se preparó un bocadillo y un gin-
tónic largo de ginebra, y se sentó frente al televisor con las piernas
en alto.

Isabel Ordóñez

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Recuerdos de otra época
Tumbado sobre el suelo frío y húmedo, el número 13
miraba embelesado el reflejo de la luz de la luna, que se filtraba
tímidamente por el ventanuco enrejado.
Tan sólo tres días y unos cuantos pasos le separaban de
cumplir su sueño.
Allí, tumbado, recordaba cuando le entregó al policía
que le llevaba la comida, el raído papel que éste desplegó, po-
niendo cara de perplejidad y peguntando qué hacía con él.
Le miró fijamente y dijo: ¿podría guardarlo con mis per-
tenencias hasta que cumpla mi condena?
El policía hizo una mueca y sin contestar se fue .
Al ocaso del esperado día, con andar firme pero muy
despacio, y mirando al suelo como queriendo contar las baldo-
sas que le faltaban para ser libre, siguió por los pasillos
semioscuros al policía que le precedía.
Al llegar a la puerta principal un carcelero le entrega su
raída maleta azul, la coge y nota que el pulso le tiembla, la su-
jeta fuerte y se encamina a la verja de salida que se desliza des-
pacio por el carril a la vez que chirría como si hiciese mucho
tiempo que no se abre .
Bajó los escalones muy despacio como queriendo retra-
sar el momento, llenó sus pulmones de aire con una aspiración
profunda, a la vez que se sentaba en el último escalón levantan-
do la vista al cielo. La contempló durante unos segundos, la
luna se presentaba ante él redonda, brillante y muy muy her-
mosa. Muy despacio abrió su maleta sacó el papel y la comparó.
Era tal y como la recordaba 33 años atrás. Con los ojos llenos
de lágrimas se levantó y con paso firme anduvo toda la noche
en compañía de la luna.

Eva

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Maleta+sol
El sol era el metrónomo de su vida. Cada amanecer,
por las tres rendijas entreabiertas de su persiana, adivinaba el
color del día: si el sol no había sido capaz de vencer a las nubes,
si presentía tejados y aceras mojados, se quedaba en la cama
hasta la hora de comer y el resto del día pasaba con el ritmo
lento de un cortejo fúnebre; los otros días, esos en los que las
rendijas auguraban cielo azul, saltaba de la cama y el frenético
compás sólo disminuía cuando el sol se ocultaba en el horizonte.

Los astros no habían sido generosos con ella y se alinea-


ron para que naciera y viviera en un lugar donde el sol pocas
veces ganaba la batalla. Harta de que el ritmo de los días sin sol
cada vez marcase más la melodía de los días, Alicia decidió me-
ter su vida en una maleta y partir en busca de un lugar donde
siempre hiciese sol.

Encontró uno en el que le aseguraron 300 días de sol al


año. Buscó un piso con una habitación, con una persiana con
tres rendijas. Cada amanecer, su sofisticado sistema solar ponía
en marcha el metrónomo. Pero los días a ritmo de plomo con-
tinuaron siendo los más frecuentes.

Alicia se permitió un último intento. Vació su maleta y


la limpió a fondo. Con un paño de algodón blanco mojado en
agua de colonia de limón, la rastreó centímetro a centímetro.
Así, Alicia volvió a casa con el sol en la maleta.

Rosa

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Círculo- Maleta
La maleta era grande y, al abrirla al borde de la azotea
que daba a la calle principal, los billetes salieron en todas las
direcciones y el dinero cayó formando círculos y espirales so-
bre las aceras, sobre los coches, sobre la gente alborotada que
miraba hacia arriba con las manos extendidas, deteniendo el
tráfico y llenando de alegría toda la calle.
Se tiró por el otro extremo de la azotea, a una calle soli-
taria, sin que nadie contemplara su caída.

Isabel- aire

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Maleta+perro
La maleta
Bajé la maleta del altillo y la miré durante un rato, sin
atreverme a abrirla. No quería marcharme de allí. Sabía que
tenía¬¬ que hacerlo; pero estaba tan acostumbrada a viajar
contigo… A tu compañía…
Finalmente, la abrí sobre la cama. No me sorprendió ver
que ya estaba llena con todas mis lágrimas por tu muerte y to-
dos tus recuerdos. Me hice la fuerte y respiré hondo antes de
empezar a vaciarla. Fuera los paseos por la playa y la felicidad
de tu mirada. Adentro los vestidos y las chaquetas. Fuera tu
calor en el sofá. Adentro las blusas. Fuera tus besos húmedos
y tu gran sonrisa. Adentro los pantalones y las faldas. Fuera tu
amor incondicional. Adentro… el resto del equipaje.
Antes de cerrarla, con la mirada en los recuerdos que flo-
taban en el aire comprendí que ellos estaban huecos y que tu
esencia, Bono, perro querido, no me abandonaría jamás.

Carmen












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Angelito
Angelito largó a la puerta tres patadas de frente. La úl-
tima le dolió, así que se puso de espaldas y siguió pateando la
puerta en plan acémila mientras amenazaba.
-¡Voy a liarme a patadas con todo! ¡Vais a ver!
La vieja puerta no cedía a sus coces. Tampoco se oía
ninguna voz contestando a sus bravatas.
- ¡Quiero salir!, ¡Quiero mi pelota!.. Pero solo le contes-
tó el silencio.
-¡Que voy a tener cuidao! … Y el silencio comenzó a hu-
medecerle los ojos.
Fuera de sí dirigió su rabia hacia una vieja maleta arrin-
conada en una esquina del desván. Al segundo patadón la ma-
leta le reveló su interior. Cinco muñecas alineadas en el olvido
le miraban con ojos de infancia antigua.
Superada la sorpresa y el miedo inicial cogió por el pelo
la que tenía más a mano y la estampó contra la pared.
-¡No quiero muñecas!
Enganchó la segunda por la melena de pelo rubio y co-
menzó a darle patadas al tiempo que gritaba.
-¡Quiero mi pelota!, ¡Quiero jugar con mi pelota!, ¡Aho-
ra!, ¡Ahora!
Al cuarto intento de saque de puerta, el cuerpo aterrizo
a tres metros en un revoltijo de sedas y encajes mientras la
cabeza seguía colgando de su mano izquierda por el pelo.
Subió la cabeza decapitada a la altura de los ojos y rehu-
yendo su mirada tuerta la levantó un poco más para concen-
trar su atención en el hueco donde la cabeza se había unido al
cuerpo.
Su enfado había desaparecido. Metió todo el pelo de la
cabeza dentro de ella misma y lo sello con una cinta de embalar
que había en una estantería.
A continuación se dirigió a la muñeca asesinada contra
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la pared. Le arrancó la cabeza e hizo lo mismo que con la an-
terior, insensible tanto a sus ojos azules como a sus mofletes
sonrosados.
Los dos cuerpos decapitados los colocó sobre el suelo con
las piernas hacía arriba y haciendo equilibrio sobre sus cuellos
sin cabeza. Luego fue hasta la maleta. Sacó un muñeco vestido
con camiseta y pantalones cortos y lo colocó de pie entre las
dos decapitadas. Miró el conjunto y tras pensárselo un poco
aumentó el espacio entre las dos descabezadas moviendo una
de ellas. Volvió a la maleta y arrancó el vestido a las dos muñe-
cas que quedaban hasta dejarlas con la camiseta y las bragas.
Tras meditar unos segundos las situó delante del muñeco con
pantalones cortos, una a dos metros y la otra un poco más ade-
lante. Satisfecho cogió una de las cabezas preparadas y se fue al
otro extremo del amplio desván. La echó al suelo y comenzó a
correr hacia las muñecas pateando la cabeza mientras gritaba.
- Messi avanza hacia la portería . Regatea a uno… Dos
defensas… Dispara a puerta …y Gol, Gol, ...Goooooooool de
Messssssssssssi.

Cesar

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Mirlo + maleta
Burla
Antes de amanecer el mirlo se burla de él con su silbido
sardónico. Hace frío, siempre oye a ese mirlo que desde la espe-
sura del jardín se ríe cuando vuelve a casa tarde y medio borra-
cho. Su canto le suena a juerga: diversión, copas, flirteo…..todo
eso que lleva arrastrando como una especie de halo mientras
intenta meter la llave en la cerradura, entre las brumas del al-
cohol. Después cae en la cama como un saco y le sigue oyendo a
través del cristal, más lejano, y se duerme enseguida sin prestar
atención a quien junto a él llora en silencio, todavía envuelto
en sus malditos trinos irónicos, precisamente cuando ya no tie-
ne ganas de broma.
Ahora camina maleta en mano hacia el taxi, deja su jar-
dín, deja su casa, deja a su mujer… deja a este mirlo que ahora,
antes de amanecer, se sigue riendo de él, ahora que ya no será
más que un exiliado de su propia vida, de su ángel, expulsado de
su amor y su compañía, manchado con sus celos, quemado con
su ira, y este mirlo se sigue riendo de él, ahora que le pesa esta
maleta, ahora que no tiene las más mínimas ganas de broma.

Mar

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Soledad+ maleta
Retrato de familia
Don Pepone esperó detrás del escenario a que la plaza
que los niños de todas las edades habían llenado con sus risas
se quedase en silencio.
-Piccolo, tiene razón Renata, debes ser más cuidadoso
con la espada –dijo Don Pepone- Sí, ya sé que la gente se ríe
mucho, pero tienes que pensar en Renata, pero ¿Les ha gustado
mucho, verdad? preguntó con cierto orgullo.
Después asomó un poco la cabeza para comprobar que
no quedaba nadie. ¡No podría soportar que algún pequeñuelo
descubriese que el Gran D. Pepone era en realidad un hombre
enjuto, con el traje viejo y descolorido y la cara demacrada y
sin afeitar.
Rápidamente salió, recogió la boina donde la gente había
echado sus monedas y, tras el escenario, se sentó a contarlas.
- Sí, parece que pesa, que hoy la gente ha sido generosa…
Ya voy, ya lo cuento, tranquilos, no seáis impacientes. 32 euros
y 17 céntimos en total .Bueno, no está mal, por lo menos tene-
mos para una pensión y para comer algo.
Antes de marcharse colocó cuidadosamente todo lo que
había utilizado para la función en la vieja maleta de cartón y
antes de cerrarla comprobó repetidamente que todo estuviese
perfectamente ordenado.
Caminaba muy lentamente, cada pocos pasos tenía que
parar y posar en el suelo la pesada maleta. Se limpiaba el sudor
y continuaba. Llevaba puesta la vieja chaqueta, pero no pensó
ni un momento en quitársela, Anneta se hubiese llevado un
gran disgusto si hubiese visto su camisa arrugada y los cuellos
desgastados.
-¿Y ahora qué pasa? ¿Se puede saber por qué lloras Rena-
ta….? ¿Otra vez Píccolo?
Como no dejes de pinchar con la espada te vas a quedar sin
ella… y ¡a callar! No hay peros que valgan -les regañó suavemente-
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Cada vez más agotado siguió caminando, pero no por
ello perdía la paciencia con Renata y Piccolo, al fin y al cabo
sabía que no lo hacían con mala intención, ellos también esta-
ban agotados.
La habitación de la pensión estaba únicamente ilumina-
da por una triste y polvorienta bombilla, las ventanas no abrían
y la puerta del único armario no cerraba, las paredes habían
olvidado el color y un intenso olor a humedad lo impregnaba
todo.
D. Pepone colocó la maleta encima de la cama, la abrió
como si fuese un cofre con un valiosísimo tesoro y sacó una
foto con un marco de plata profusamente adornado.
-Hola cariño –su voz sonó profundamente triste- Pasó
suavemente el dedo por el retrato y le dio un beso. Si no fuera
por estos dos… no sé que sería de mí.
Después limpió el marco con la manga de la chaqueta y
lo colocó encima de la mesilla, se quitó la chaqueta y cuidado-
samente la colocó en el respaldo de una silla desvencijada.
-Venga no seáis impacientes, dejadme descansar un
poco…. Sí claro, ya sé que vosotros también estáis muy cansa-
dos, ahora voy.
Con paso lento, se acercó a la maleta y con todo cuida-
do, como quien coge un bebé, sacó lo que parecía un trapillo
arrugado, pero cuando D. Pepone metió su mano en él como
si fuese un guante, aquello que aparentemente era un trapo, se
convirtió en un niño de carita pícara y pelo rubio rizado.
-¡Hola papá! -saludó el niño con voz aguda y un poco
chillona – al tiempo que acercaba su boquita a Pepone.
-¡Hola Piccolo, granujilla! ¡Vaya lata me has dado con la
espada! – dijo el titiritero con una sonrisa disimulada- ¡Ay no
me tires de la nariz!
Pepone cogió la espada y la guardó en la maleta.
….
-No llores Piccolo, te prometo que en la próxima obra
irás montado en un caballo.
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- ¡Vale, pero que sea un caballo blanco con una mancha
marrón… y …! La voz sonaba emocionada y mientras hablaba
los labios de D. Pepone apenas se movían
Le peinó el penacho de plumas rojas que llevaba en el
sombrerillo, le dio un beso en la frente y cuidadosamente lo
metió en la cama.
Después sacó de la maleta una muñeca, que al sentir
la mano del titiritero se transformó en una niña de naricilla
redonda, ojos azules, trenzas rubias con lazos rojos y vestido
arrugado que había dejado de ser blanco hacía mucho tiempo.
El hombrecillo de la camisa raída la miró con cara apenada.
-¿Qué te pasa Renata? Preguntó al tiempo que la pasa-
ba un pañuelo por los ojos.
- Es que no me gusta mi voz, ahora es ronca y ya no pue-
do cantar como antes –replicó la muñeca lloriqueando.
-Ya lo sé pequeña, pero mi voz no es tan bonita como la
Anneta… y ella ya no está - respondió con la voz tem-
blorosa- pero te prometo que en la próxima obra vas a ser un
hada que llevarás un gran varita mágica con una estrella…… Así
me gusta que sonrías.
Y luego, con un peinecillo peinó sus trenzas rubias, la
colocó bien los lazos, la dio un beso en la frente y cogiéndola
en brazos la tumbó al lado de Piccolo.
Pepone a punto de llorar miró la foto, en ella junto a
las 2 marionetas aparecía él con un enorme sombrero de copa,
cara redonda y un enorme bigote de puntas retorcidas y a su
lado una joven mujer que con su sonrisa iluminaba llenaba la
escena y detrás un teatrillo con letras brillantes:
D. Pepone y Anneta y su teatro de marionetas.
El titiritero, dio un beso a Anneta, se tumbó al lado de
Piccolo y Renata y con la foto entre las manos apagó la luz.

Ana

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BINOMIO FANTASTICO II:
SUSTANTIVO + ADJETIVO

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nubes+frío
E l hombre se agarraba a las rocas jadeando. Las arru-
gas del rostro enrojecido se contraían y apenas le
dejaban ver la cima. Allí arriba, en uno de los huecos, se escon-
día la alimaña. El había visto, desde el pie de la peña, cómo se
escabullía. Cuando la atrapase, la retorcería el pescuezo, para
que nunca más volviese a pisotear su huerta. O destrozaría esos
ojos saltones en la cabeza puntiaguda contra el granito. Apenas
sentía el escozor de sus dedos agrietados. Tampoco percibió
las nubes que flotaban sobre su cabeza, ni la suave brisa que
se había levantado durante la mañana. Toda esa mañana que
llevaba persiguiendo al bichejo que se había atrevido a romper
su alambrada, o quizás había conseguido invadirle aplastando
su asqueroso cuerpo contra el suelo, donde la puerta de la valla
no encaja bien.
Al amanecer el hombre escuchó unos ruidos chirriantes
y se levantó dando alaridos, sabía lo que iba a encontrar: las
lechugas roídas y esas huellas diminutas cubriendo toda su tie-
rra. Ahora esto iba a acabarse de una vez. En ese hueco oscuro
oculto tras la maleza, seguro que si metía el brazo hasta el fon-
do podría agarrarla. Esto iba a terminar para siempre.
Se tumbó en el suelo ignorando los pinchazos de las
zarzas, hizo de su mano un puño para agrandar el agujero y lo
introdujo hasta que su hombro golpeó con la piedra. Ahí, al
fondo, los dedos encontraron un lodo blando que tanteo fre-
néticamente. Ahora te pillo, ya vas a ver. La mano se cerró so-
bre un cuerpo sedoso y frío. Demasiado frío y demasiado liso.
Cuando sintió el dolor, no se percató de lo que había pasado.
Cuando el brazo emergió pudo ver dos puntos con sangre so-
bre el codo, pero no imaginó nada. Sólo al intentar levantarse,
se dio cuenta de que su cabeza era una losa, pegada a la tierra.

Marian
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Serpiente+atractivo
El veneno de tus ojos

E n mi último viaje a la India conocí a un encantador


de serpientes. Me embrujó lo atractivo de sus ojos.
Comprobé cómo, sin ningún temor, fijaba sus pupilas en las
pupilas de las serpientes hasta dominarlas. Mi fascinación por
Rasik hizo que reptase de una ciudad a otra; de Jaipur a Cal-
cuta y de allí a Madras, le ayudé recogiendo las monedas que le
ofrecían por exhibir su habilidad hipnótica.
Una noche que dormía, me atreví a destapar la cesta don-
de las guardaba, quise comprobar si podía imitarle. No pude,
parecía que solo tuviesen un dueño. Me sentí como ciega:
los ojos sin párpados, las pupilas casi quietas, la visión
nublada. Un tremendo sopor me invadió. Me desperté con
frío y aprisionada entre serpientes.
Al día siguiente, en la función de tarde, Rasik abrió la
cesta; me deslicé al exterior y vi que otra mujer le ayudaba
mientras él me sometía con sus ojos atractivos y, sin poder
resistirme, hizo que tragase mi veneno. La función acabó, la
mujer recogió las monedas y Rasik salió de su mano olvidando
cerrar la cesta, de esa forma me devolvió la libertad.
Ha pasado un año de aquello; estoy a punto de mudar la
piel, pero aún siento el efecto del veneno en mis ojos.

Mamen

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Piedra+bueno
Los años cristalizados
E speranza palpaba sin cesar aquella piedra, de un co-
lor pardo, contornos angulos y no mayor que una
perla. La miraba sin cesar, toda la tarde buscando una explica-
ción, horas y horas intentando comprender cómo su vesícula
había producido aquella fuente de dolores que la atormenta-
ron durante días. Apenas habían pasado dos meses desde que
había conseguido separarse de él y hasta que aquel cirujano le
dio una explicación y se la extirpó, vivió minuto a minuto la
sensación de persecución, de no poder escapar de él. De que su
distancia en aquella casa al lado del mar, en aquel pueblo del
Sur, no había servido de nada.
El rumor del mar fue inundando en oleadas sucesivas su
atormentada cabeza hasta arrastrarla al porche de la casa. Los
tonos malvas de aquel atardecer le anunciaron todo lo bueno
que puede traer un ocaso. Dejó que su cuerpo desnudo sintiese
aquella calida brisa. Sonrió y con un gesto relajado, como en
un descuido, dejó caer la piedra. Veintisiete años, ocho meses y
once días de sufrimiento se habían cristalizado en aquella pie-
dra que se había perdido para siempre entre la arena.

Juanma

30
Hombre-Pesado.
Verano
C uando todo acabó, el hombre se sentó en el suelo
del pajar, apoyado en el rincón más oscuro. Se cu-
brió la cara con las manos extendidas, y esperó pacientemente
hasta que fue noche cerrada.
Vio la luna asomando por una esquina del ventanuco.
Entonces, sacó la camioneta del garaje y la acercó todo lo que
pudo. Fue a buscar un saco vacío al cobertizo, lo extendió ner-
vioso sobre el suelo y comenzó su tarea. Empezó metiendo la
cabeza, la parte más estrecha; después consiguió ir deslizando
con mucho esfuerzo los bordes del saco por debajo de su cuer-
po; primero los hombros y el pecho, luego la delgada cintura, las
piernas finas, sus pies diminutos. Por fin, ató el extremo abierto
con una soga gruesa, lo arrastró hacia la puerta, lo tomó con las
dos manos y con un impulso, logró echárselo a la espalda.
Había dejado los faros encendidos. Atravesó penosa-
mente el corto trecho que lo separaba de la camioneta con
aquella carga, la más pesada que había soportado nunca. La
depositó con cuidado sobre el asiento de atrás. Cerró la casa y
ocupó el suyo sin hacer ruido.
Mientras avanzaba por la carretera polvorienta la fue
recordando como había sido, como era todavía, con su vestido
de flores y su pelo castaño. Comiendo cerezas y cogiéndole la
mano, riendo los dos, camino de la playa.
Las colinas quedaron atrás. Por la ventanilla abierta, olió
a salitre y escuchó el romper de las olas. Llegó hasta el borde
del acantilado, donde se quisieron tantas noches como aque-
lla. La luz de la luna era suficiente, apagó los faros. Bajó de la
camioneta y la cogió en brazos, como si estuviera enferma y
necesitara ayuda, cubierta con su saco. Se acercó a la punta de
la roca todo lo que pudo. La lanzó muy lejos, intentando que
no se golpeara con los salientes al caer.
Isabel Ordóñez.
31
Bosque + repulsivo
El bosque mancillado
E lena sentía aquel bosque como algo suyo, se pasaba
horas en él pisando las hojas secas ,escuchando el
canto de las aves, viendo volar los insectos y observando cómo
crecían las plantas , a veces hasta le parecía apreciarlo desde su
lugar preferido (el tocón de un roble seco).
Siempre llevaba un libro aunque pocas veces lo abría.
Aquel día lo abrió, se acomodó en el tronco y se dispuso
a leer.
De pronto una sombra se posó en su lectura, levantó la
cabeza y se encontró con la figura de un hombre, de aspecto
sucio, de tez tostada, cabello claro y cuerpo desproporcionado,
que sin darla tiempo a moverse, la sujetó fuertemente por los
brazos y la hizo levantarse, a la vez que acercaba su repulsiva
cara intentando besarla ,Elena forcejeó para escapar pero era
imposible, la sujetaba con tal fuerza que no sentía los brazos,
le escupió, pero no se inmutó, la empujó tirándola al suelo,
le arrancó la ropa haciéndola jirones mientras le separaba las
piernas.
Las fuerzas le fallaron y el dolor martirizó su cerebro, a la
vez que su dignidad era pisoteada.
Oyó el crujir de las hojas, el canto de las aves, vio volar los
insectos, creyó ver crecer las plantas pero tan sólo podía llorar.

Eva

32
puñal + caliente
Tomar medidas

L a arena caliente le hacía bien en los huesos. Después


del largo baño, tumbado boca arriba, con los brazos
bajo la nuca, tomaba medidas al acantilado. Vio el hueco para
la mano derecha y aquel pequeño saliente que le serviría para
hacer el paso del pie izquierdo. Se fió de él; pequeño pero con-
tundente. Era una vía fácil: un quinto; tal vez un sexto. Ade-
más, sus nuevos pies de gato se agarraban a todo.

Por ese día la dosis de playa era suficiente, pensó. Levan-


tó ambas piernas para impulsarse y sintió el puñal atravesando
su rodilla de parte a parte. Apretó los dientes; los ojos ya esta-
ban cerrados, fuerte, muy fuerte. Tres respiraciones, cuatro…
diez. Deslizaba suavemente la mano por la cicatriz palpando el
tornillo de acero en su interior. Sin abrir los ojos giró sobre si
mismo dejando el acantilado a su espalda.

Rosa

33
Lobo- extraño
U n extraño olor salía por la boca, por la nariz, por
los ojos, por todos los poros de la piel de aquel
hombre. Un extraño olor que se había extendido con la suave
brisa de la noche y había llegado lejos, hasta la nariz de un lobo
al que el hambre no dejaba dormir.
El lobo siguió el olor amargo hasta encontrar al hombre
abandonado, desfallecido, muerto al pie de la enorme encina.
Los botones de su camisa habían estallado dejando al aire su
abultado y apetitoso vientre.
De un certero bocado le arrancó los intestinos y huyó
con ellos en la boca para devorarlos tranquilamente junto a
una mata de espliego.
El hambre iba desapareciendo, iba desapareciendo el
suelo, la mata de espliego, la luna, el aire, la vida.
Las lombrices, los gusanos, las orugas, las larvas, las hor-
migas, todos los insectos que se comieron el cuerpo del lobo
fueron dejando a su alrededor sus cuerpos muertos.
Los pájaros que comieron los insectos muertos, cayeron
desde lo alto regando el bosque con sus cuerpos.
Y el bosque se secó.

Isabel aire

34
Puñal+grande
El puñal de la virgen
T eresa acarició el puñal de la Virgen que llevaba col-
gado al cuello mientras miraba a la gente arremoli-
narse en la plaza de la Catedral desde el otro lado de las rejas
de la ventana. Tenía cincuenta y ocho años y sabía que tal vez
se hubiera perdido algo en la vida; pero cuando muriera iría al
Cielo y nada era comparable a pasar la eternidad junto a Dios.
–¡Tía! –la niña entró en la habitación envuelta en el
roce del tul blanco de su vestido–. ¿Estoy guapa? –preguntó
mirando su reflejo en el gran espejo que presidía el salón.
Teresa asintió.
La niña jugó con sus tirabuzones sin apartar los ojos de
su imagen.
–Cuando sea mayor seré cantante y después me casaré
con este vestido.
En ese momento comenzaron a sonar las campanas.
–¿Nos vamos ya? –preguntó mientras se giraba hacia su tía.
–Espera –respondió Teresa y caminó hacia ella–. Ten-
go un regalo para ti –se sacó el puñal que le colgaba sobre el
pecho–. Mi madrina me lo regaló el día de mi comunión para
que siempre tuviera presente el dolor de la Virgen. Ahora es
para ti.
La niña acercó la cabeza.
–Él te ayudará a mantenerte pura –susurró mientras le
colgaba la cadena al cuello.
Mientras la niña miraba el puñal y lo acariciaba como
tantas veces le había visto hacer a ella, Teresa fue consciente
de una sensación nueva que nacía en su pecho y se expandía
rápidamente. Cuando se giró hacia el espejo, ya sabía que se iba
a mirar como no lo había hecho en cincuenta años.

Carmen G Valderas

35
Casa+Normal
A sus sesentaitantos años Celestino Barbero ya no espe-
raba nada de la vida. Al menos nada bueno.
Ya había hecho caja y conectado la alarma de la librería,
pero prefirió esperar con el abrigo y la bufanda puestos a que
sonaran las campanadas del reloj antes de salir a la calle. Co-
menzó a andar por la acera siguiendo el camino de siempre. Se
paró delante del pequeño escaparate de la zapatería del barrio
mientras esperaba el semáforo. Los zapatos expuestos eran los
mismos desde hacía mes y medio, pero los miró como todos
los días.
Cruzó el semáforo y enfiló el último tramo de calle hacia
su casa. Al verla aparecer tras un recodo, un sentimiento de
alivio le embargó el pecho. Respiró profundamente y aceleró
un poco el paso mientras disfrutaba anticipadamente de la no-
vela que había elegido antes de salir: “La aldea del alemán” de
Boualem Sansal.
Entró en casa, cerró la puerta y dejó la novela sobre su
butaca favorita. Tras ponerse ropa cómoda, volvió al salón y
encendió la lámpara de lectura con la intención de abandonar-
se al placer de la novela. No obstante, una ligera sensación de
hambre le decidió a prepararse antes una tortilla francesa.
Fue hasta la cocina en el otro extremo del piso y tras ver-
ter un chorro de aceite en la sartén la puso al fuego. Cuando
iba a batir los huevos sonó el timbre de la puerta. Contrariado
dejó los huevos sobre la mesa y después de dudar un momento
se limitó a poner el fuego al mínimo para dirigirse lo más rápi-
do que pudo a ver quién era y qué quería.
Era Rodolfo Abad, el jefe de escalera. Quería hablar con
él para convencerle de lo imprescindible de colocar la TDT
en la colectiva de la comunidad. Sin entender muy bien lo que
le decía le dijo que bien, que bueno. Luego le llegó el turno a
la conveniencia de arreglar el portal que parecía una pocilga.
36
Volvió a dar su asentimiento y Rodolfo Abad pasó a hacerle
partícipe de la lista de los vecinos morosos del arreglo de la fa-
chada. El del cuarto izquierda, sí hombre sí, ese que presume
de Mercedes pero ya ve usted, aquí no suelta un euro. Y debe
mil trescientos cincuenta y siete con veintidós céntimos. Otro
caso muy diferente, pero que muy diferente es el del primero
centro. Dª. Rosa María Pérez Vega. Divorciada y con dos ni-
ños pequeños, y además el sinvergüenza de su ex marido seguro
que le pasa la pensión tarde mal y nunca. Y eso suponiendo
que se la pase. Así que como la voy a decir nada. Pobre mujer.
Bastante tiene ya. Uno no tiene el corazón de piedra. Si es que
llevar la escalera no es nada fácil, no señor. Menos mal que se
puede contar con gente razonable como usted...
Después de decirle que sí a todo consiguió cerrar la puer-
ta. Se apoyó de espaldas en ella y lanzó un suspiro de alivio mi-
rando al techo. Al bajar la vista vio a través del vano de la puerta
del salón la novela sobre la butaca, iluminada por la lámpara de
lectura.
Se acercó, tomó el libro y después de acomodarse empe-
zó a leer. Disfrutó muchísimo de las tres primeras páginas. A la
cuarta estaba completamente sumergido en la novela. Cuando
comenzó el segundo capitulo los párpados se le fueron cerran-
do poco a poco y se quedó plácidamente dormido.
No volvió a despertar. El forense certificó muerte por
asfixia producida por humo. Al parecer había olvidado una sar-
tén al fuego y esta terminó ardiendo. Las llamas se extendieron
y cuando los vecinos dieron la alarma y llegaron los bomberos,
consiguieron rescatarlo del incendio, pero ni ellos ni los médi-
cos pudieron reanimarlo.

Cesar

37
Corazón / ligero
El extranjero
A quel extranjero solía decir que había dejado su país por-
que sus compatriotas tenían “la cabeza de plomo y el co-
razón de piedra”. Llegó a un mundo luminoso y cálido donde las ideas
y las voluntades fluían con facilidad, resbalaban, cambiaban…..
Los primeros años se sintió feliz, se divertía, reía, hizo muchos
amigos. Participaba de la alegría y volubilidad de ese universo nuevo
con un entusiasmo ingenuo. Se sintió revivir, y llegó a no comprender
cómo se podía estar en el oscuro y rígido mundo que había dejado
atrás. Utilizaba anécdotas de su vida pasada para hacer reír a sus ami-
gos, ironizaba sobre las convenciones de su antigua patria, renegaba
de sus viejas costumbres, de aquellos estirados personajes.
Paseaba por las orillas de las playas y solía hacer razonamientos
como éstos: “Este aire tan fresco y ligero sólo puede existir aquí”, o
“gracias a la ligereza de este aire, de esta gente, me puedo mover mejor,
como si saliera del agua y dejara de notar su densidad”.
Un día, sin embargo, se dio cuenta de que al respirar esa at-
mósfera se sentía de pronto insatisfecho, no lograba colmar sus pul-
mones con ese aire que, por otra parte, parecía invadir otras zonas de
su cuerpo. Se le colaba por los ojos, el pelo, el esófago, las yemas de
los dedos… Otro día notó que las miradas y las palabras de sus con-
tertulios parecían reptar fugazmente sobre él y después alejarse, una y
otra vez, una y otra vez, sin que pudiera retener una de ellas para de-
jarla reposar en su corazón. Se sintió vacío, torpe, quería atrapar con
sus manos y su mente algo excesivamente inaprensible. Su corazón se
hundía entre tanta ligereza. Se llenó de añoranza por esas cabezas de
plomo nada saltarinas, por esos corazones de piedra, hieráticos y nada
sugerentes, que le negaban desde el principio las falsas ilusiones.
Tardó unos años en comprender que una cabeza de plomo y
un corazón de piedra eran un seguro contra el dolor.

Mar
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39
40
PASAME LA SAL, POR FAVOR

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Carlos
- Pásame la sal, por favor –dijo él, con voz impersonal. Ella,
detrás de su burka, le contesto con el silencio.
- Dije que me pasases la sal.
Ella apretó los amoratados labios y permaneció quieta y
muda.
- ¿¡Me has oído!? Pásame la sal –grito. Ella, cubierta entera pa-
reció no alterarse, como una percha de tela negra. Pero detrás de la
gruesa capa de tejido, su cuerpo tembló.
- ¡Puta zorra! –Grito él y cayó encima de ella en forma de pu-
ñetazos y patadas.
- ¡Puta zorra!- Repitió, rasgando el burka de ella, agarrándolo
por abajo y dejando a la vista unas pálidas piernas de muchacha.
- Haras lo que yo diga, cuando yo lo diga-Grito. La abofeteo
y rasgo de abajo a arriba el burka. Ella quedo de rodillas, desnuda, el
vientre blanco y los pechos pequeños expuestos; llena de moratones
–marcada- “es mía” decían. Mantenía la cabeza baja, rendida.
El cabello negro largo y suave le caía hasta la cintura, suelto.
Su rostro comenzó a dibujarse entre los mechones, según subía la ca-
beza hasta que sus ojos quedaron mirando los de el. Ojos verdes como
océanos. Los clavo como lanzas en los de el, con el rostro afilado y
delgado hecho mascara.
Aquello le volvió loco. Cogió el salero y echándose la sal en la
mano con los dedos se acerco a la muchacha y se la comenzó a meter
por las heridas. Ella grito… Grito.
- Te pedí la sal por favor –Dijo al final el, cuando salía de la
cocina dejándola tirada desnuda sobre el frio suelo de la cocina.
Aquella había sido su segunda comida juntos desde que sus
padres la casaron con aquel hombre. Su tercera paliza. El final de la
resistencia y del orgullo de Sarah; el comienzo del fin de su humani-
dad. Sarah la mujer de ojos verdes como océanos ya no existe, solo un
burka negro. Como un perchero cubierto en seda.
Carlos
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Pásame la sal, por favor
- Perdiste tu oportunidad y, ya ves, ahora de nada te val-
drá invitarme a comer – algo en la voz aguda de la mujer me
obligó a mirar a través de la puerta entreabierta, pero sólo pude
ver una melena negra inclinada hacia un mantel amarillo – y
para colmo, la sopa está medio fría y totalmente sosa.
En la barra del bar del hotel, yo era el único cliente;
tampoco el comedor parecía muy animado… De hecho, era la
primera vez en los tres días en el “congreso de psiquiatría expe-
rimental” que algo llamaba mi atención.
- Pásame la sal, por favor ¿tanto te cuesta?. Claro, nunca
se te ha ocurrido alargar la mano, demasiado esfuerza ¿no? – la
última palabra se perdió en un suave gemido– Total, no se de
qué me sorprendo, inútil e incapaz del más mínimo detalle….
Pero se acabó, ¿sabes?, es la última vez que acudo a tu llamada.
- Disculpe, señora, ¿podría hablar un poco mas bajo?, los
demás clientes se están quejando La voz cohibida del camarero
del hotel me sorprendió, pero aún mas la airada respuesta.
- ¿Qué no chille? ¿Eso pretenden uds, que me calle? ¿Ves
lo que has conseguido?. Cállate, cállate, y yo sin atreverme a
abrir la boca durante años, pero eso se acabó, ya te lo advertí.
Deje de mirarme con esa cara de bobo y tráigame el pan. Y
procure que el siguiente plato esté mas caliente.
- Pero, pero , señora, yo…. ¿le ocurre algo malo?
-¡A mí que me va a ocurrir!. Este que no me escucha, y
usted que no me trae el pan – la voz aguda era ya claramente
chillona, y no pude contener mas mi curiosidad. Dejando mi
copa en la barra, entré en el comedor.
El camarero huía hacia la cocina y la mujer levantó sus
ojos crispados hacia mí. Las sillas que rodeaban su mesa es-
taban todas vacías. Sin pedirle permiso, me senté en una de
ellas.
Marian
44
Demasiada sal da sed
- Pásame la sal, por favor –le pidió malhumorado. Últi-
mamente parece que olvidas poner sal en las comidas.
Ella le acercaba el salero al tiempo que él alargaba la
mano. Un choque inevitable hacía que se abriera y la sal cayese
esparcida sobre la mesa.
- ¡La impaciencia te pierde! –exclamó ella.
- ¡Quizá tengas tú algo que ver! –replicó, vaciando toda
la sal que restaba en el plato.
Mientras la mujer intentaba reagrupar los granos de sal
con el borde de la mano, le dijo:
- Con tanta sal dudo que aprecies lo que comes.
- ¿Y...?
- ¿Sabes?, empiezo a comprender la cocina de Ferran
Adriá: el mismo plato, el mismo sabor, pero distintas textu-
ras... Comer con los cinco sentidos...
- ¿De qué me hablas? -preguntó perdido.
Había conseguido formar una montañita con la sal re-
cogida, ahora hundía el dedo en la cumbre deshaciéndola al
contestarle:
- Hablo de sal... y de amor...
- ¡¡¡Mujeres!!! -farfulló al servirse un gran vaso de agua.

Mamen

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El destino del cuarto de invitados
U n par de timbrazos levantó a Maru del sofá. Apagó
el televisor y miró el reloj de la pared. Las nueve y
diez de la noche.
- ¡Hola!, saludó Maru mecánicamente mientras abría la
puerta.
- ¡Humm!, farfulló Paco.
- Te has retrasado un poco ¿no?
- ¡Ya, ya!, el “Timbas” que se empeñó en una ronda más
por lo del Atlhetic.
Maru puso en marcha el microondas. La mesa ya estaba
puesta. El pequeño televisor también, aunque sin voz.
- ¡Ya está la cena!, dijo Maru con esa voz nasal que aho-
rra esfuerzos.
Paco llegó, al minuto, arrastrando las babuchas. Se sen-
tó y empezó a comer media tortilla de patatas en un plato de
Dúralex. Echó un trago de vino y miró distraídamente al tele-
visor.
- ¿Te la caliento más?, le preguntó Maru mientras acla-
raba un vaso.
- No, está sosa, ¡Joder!.
- Es que los congelados de oferta tienen lo que tienen, le
espetó Maru.
- ¿Viene alguien de tu familia?, le preguntó con la mira-
da en el televisor.
- No, ¿por?, sin dejar de mirarle fijamente.
- Como he visto la cama abierta en el cuarto de invita-
dos…pues por eso, añadió sin dejar de mirar el televisor.
Maru se vuelve a trastear en uno de los armarios de la
cocina. Paco se echa otro trago de vino y se lo bebe de una vez,
tras un trozo de tortilla.
- Tengo sucios los puños de la camisa, ¿te la echo a la-

46
var?, pregunta Paco, como cambiando de tercio.
- Todavía aguanta, le contesta Maru sin volverse.
Paco se lleva dos trozos seguidos de tortilla a la boca, se
queda un rato enredando con el tenedor el trozo que le queda
y de pronto se levanta para dejar la cocina.
- Paco…
- No tengo más ganas, Maru, le contesta deteniéndose
en la puerta.
- Paco, escucha, el cuarto lo he preparado para mí.
- ¿Te ocurre algo?, le pregunta al tiempo que se sienta y
come cabizbajo lo que le queda de tortilla.
- Nada, le contesta Maru con los brazos cruzados apoya-
da en el fregadero, mientras le mira fijamente.
- Pásame la sal, por favor, a ver si me trago esta mierda
de tortilla.
Maru le deja el salero en la mesa y sale de la cocina. Se
oye el pestillo del cuarto de invitados. Paco sigue con su tortilla
viendo las imágenes del televisor.

Juanma

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Pásame la sal
L a niña jugaba con su muñeca en el jardín, sentada
sobre una manta, muy cerca de ellos.
- Pásame la sal, por favor, pidió el hombre conten-
to, con la boca llena, haciendo ademán de levantarse él mismo
para alcanzar el salero.
Sara se lo acercó sin hablar.
- ¿Qué te pasa hoy? No has dicho ni cuatro palabras des-
de que llegué esta mañana.
- Le doy muchas vueltas a la cabeza, contestó ella levan-
tando la vista hacia él. Paso demasiado tiempo sola.
- ¿ Y la niña? Preguntó el hombre, abandonando el te-
nedor junto a su plato.
- Ella es la que más me preocupa. Su futuro, y también el
nuestro. Ya llevamos así diez años, Antonio.
Él le cogió la mano.
- Para mí han pasado muy deprisa, nunca en mi vida he
estado tan contento. Ya verás como pronto se soluciona todo,
ten paciencia.
Ella miró hacia la niña sin decir nada. El hombre aprove-
chó aquel silencio para encender un cigarrillo, nervioso.
-Ya no puedo más, Antonio. Empiezo a sentirme muy
mayor. Y yo nunca estoy tan contenta como tú.
- Está bien, se decidió él cuando terminó el cigarrillo.
El mes que viene traigo mis cosas y me quedo definitivamente
con vosotras.
Sara suspiró.
- Pero antes tendremos que dejar de vernos durante un
tiempo, añadió él sin mirarla mientras se servía un poco más
de vino.
Sara le interrogó con los ojos.
- No me queda más remedio, contestó él. Antes tendré
que hablar con ella, explicárselo. Es lo mínimo que puedo ha-
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cer, y no va a ser cuestión de un día.
- ¿Cuándo vas a volver?, preguntó Sara al cabo de un rato.
- Ella sí que se quedará sola, contestó el hombre ensi-
mismado.
Sara se rodeo el cuerpo con los brazos y miró hacia el
mar. Unas
nubes muy negras se acercaban desde la playa. Se levan-
tó, se aproximó a su hija y le puso la chaqueta.
Antonio apuró el vaso de vino y fue hacia ellas. Cogió en
brazos a la niña y la abrazó.
- ¿A qué hora sale el avión? preguntó Sara.
- Dentro de un par de horas. Habrá mucho tráfico. Me
voy, ya tengo las maletas en el coche. Recógelo mañana.
Ella le abrazó y le besó en los labios. Él la respondió sin
mucha convicción.
- Cuídate, Sara, y cuida de la niña. Yo te llamaré en
cuanto pueda. Te he dejado el dinero en la mesa de la cocina.
Cuídate, repitió con la mirada húmeda.
Sara no intentó detenerle. Le vio desaparecer entre las
sombras del jardín, ya casi anochecía. Poco después oyó el mo-
tor del coche. Cogió a la niña de la mano y se dirigió hacia el
interior de la casa.

Isabel Ordóñez

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Necesidad de sentir
Adriana, removía la sopa absorta en sus pensamientos,
sabiendo que su marido la observaba desde el otro lado de la
mesa de madera.
Harta de soportarle bebiendo y fumando tirado en el
sofá, salió a pasear arropada por el manto de la noche, sus pasos
resonaban en la calle casi desierta buscando algo nuevo para
sentir. Se sentó en un banco en el parque en semipenumbra y
se dejó llevar por sus pensamientos. Distraída intentó librar-
se de la tensión en la que se desarrollaba su vida, poco a poco
sintió como su cuerpo se relajaba. ¡Hola!, ¿qué haces aquí tan
sola? . Le dijo una voz que la sobresaltó, levantó la cabeza y sus
ojos se posaron en los de un hombre que la miraba pícaramen-
te, sostuvieron las miradas unos segundos. ¿Te apetece dar un
paseo? .
-¿Por qué no?, se levantó, le ofreció su mano y se aproxi-
mó a aquél cuerpo extraño sintiendo el peso de su mirada so-
bre ella y el calor de su cuerpo fuerte y seguro que la infundía
tranquilidad.
-¿En qué piensas?, la preguntó Armando.
-En cómo sería mi vida a tu lado, contestó muy serena,
tanto, que ni ella misma lo comprendió.
La soltó la mano, la sujetó por la cintura y siguieron pa-
seando.
-¡Pásame la sal por favor!, le vociferó su marido desde el
otro lado de la mesa cubierta por el mantel de rafia devolvién-
dola a la realidad.
¿Qué me pases la sal?, ¿es que no me oyes?
Los gritos la hicieron volver a la realidad.
Estiró el brazo sin levantar la vista y le acercó el salero
derramando parte de la sal
Eva
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La sal de la vida
- ¿Qué ponemos?
- Hoy es el quinto día que no está.
- Volverá-contestó el camarero al tiempo que abría la
tapa deslizante de la nevera.
- La sexta noche que duermo sólo. No soporto dormir
solo.
- Volverá, siempre vuelven ¿Cerveza?-el botellín de San
Miguel golpeó la barra.
- Hoy es viernes…no sé…
- ¿Algo más fuerte?
- Sí, algo mucho más fuerte - la tapa deslizante se abrió y
se cerró- pero deja también la cerveza.
- Sí que estamos indecisos…
En el aire quedó el sonido de la chapa doblada abando-
nando el botellín. Un plato con rodajas de limón y la botella
del Cuervo subieron a la barra.
- ¡Pásame la sal, por favor!
- La sal la tiene la rubia-contestó señalando el lugar con
los ojos sin dejar de secar vasos de tubo. El paño se retorcía y
reducía dentro de cada cilindro.
Desde el otro extremo de la barra un escote le ofrecía sal.

Rosa

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Pásame la sal, por favor
-¡Pásame la sal, por favor!
- Si me vas a pedir algo más, dímelo ahora. Es la cuarta
vez que me levanto a traerle algo al señor marqués-
- Tampoco creo que te cueste tanto.
- Lo mismo que a ti, hay la misma distancia hasta el ca-
jón de los cubiertos o hasta el salero.
- Pero si no haces nada en todo el día.
- ¡Ya! Ahora no vendrás con que acabas deslomado de
estar ocho horas con el culo pegado a la silla en tu oficina. Pues
por eso mismo, un poco de ejercicio no te vendría mal, así no
tendrías ese buche que pareces un pavo.
- ¿Tú te has mirado?
- ¿Qué me tengo que mirar?- dijo ella acercándose al es-
pejo de cuerpo entero de la entrada.- ¿Mi sedoso pelo?- dijo
acariciándose la maraña de sus greñas-. ¿Mis mejillas sonrosa-
das?- preguntó recorriendo con las yemas de los dedos las veni-
llas que el alcohol había dibujado.
Fue a la habitación y llenó una maleta con cuatro trapos
que arrancó del armario y sacó a puñados de los cajones.
- Me voy con Carlota. Nuestra hija es la única que me
entiende –dijo pasándole la sal.
Y salió dando un sonoro portazo.

Isabel aire

52
Pásame la sal
F lashback

-Pásame la sal…..
La frase sonaba sugerente y pícara.
-Sólo si estiras el brazo hasta aquí.
-Quieres que se me abra el escote…. Anda, pásame la sal.
-Quiero atraparte la mano e inmovilizarte, así, sí, ¿ves?
desde aquí puedo ver casi todo lo que me interesa.
-¿Casi todo? ¿Qué más te interesa?
-No te lo voy a decir por ahora, te voy a soltar pero sólo
para que vengas a sentarte aquí a mi lado.
-¿Es para ver mejor eso que te interesa tanto? Entonces
no me sueltes….Pero pásame ya la sal, pesado.
-¿Es que no me lo quieres enseñar?
-Tendrás que obligarme de alguna manera, si no saldré
huyendo.
-No podrás ir muy lejos.
-Eso ya lo veremos…
Como un destello fugaz viajando desde el pasado esta
escena iluminó el opaco fondo de sus ojos, mientras que ahora,
en el descarnado presente, la veía seria, implacable, mirándole
con dura impaciencia mientras repetía amargamente:
-Que me pases la sal.

Mar

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Ley de la gravedad
P or la ventana abierta entra el Sol y los ruidos del
tráfico de media tarde.
Nuria y Richard cocinan su primera tortilla de recién
casarse.
Nuria, ojos verdes, pechos y caderas firmes e insinuan-
tes, intenta cortar las patatas mientras Richard se acerca a ella
y recorre su cuello con suaves besos.
-¡Ten cuidado con el cuchillo princesa! No quiero que
esos lindos deditos se lastimen -dice Richard- mientras invade
el espacio corporal de Nuria con sus bíceps, tríceps y el resto de
los músculos de su atlético cuerpo.
-¡Quita, que soy un peligro con un cuchillo en la mano!
-responde ella melosa-
Anda, ocupa tus manos y pásame la sal.
Entre besos, caricias, arrumacos y promesas de eterna fe-
licidad se sientan a la mesa que han adornado con 2 rosas, una
vela olorosa y un vino Gran Reserva.
Richard, haciendo los honores, parte ceremoniosamen-
te una tortilla requemada y de aspecto no muy recomendable.
Se miran a los ojos y al sentir en la boca el primer trozo del
suculento manjar, lo saborean lentamente y, aunque intentan
disimular, son incapaces de tragarlo.
Miran al plato, se miran entre ellos y al unísono y entre
risas coinciden:
¡Está dulce!
-Está asquerosa –indica Nuria-
-Está incomible, pero muy dulce -matiza Richard- pero
como no va a ser habiendo sido cocinada con unas manos tan
dulces como las tuyas.
Los 2 ríen animadamente, mientras el azucarero perma-
nece en la encimera.

54
- Cariño -pregunta zalamero Richard- ¿A ti nunca te va
a doler la cabeza, verdad mi amor?
-Nunca vida mía
- Ya lo sé, cielín. ¿Te apetece que mi Pitufín te haga una
visitita antes de hacer las maletas?
-¡Claro, una, dos o mil! -responde Nuri con mirada pi-
caruela-
25 años más tarde, los músculos de Richard han sido
sustituidos por una incipiente barriga y el pelo de su antaño
espesa melena tiene fecha de caducidad.
Los ojos verdes de Nuri se ven acompañados por patas
de gallos y la ley de la gravedad ha empezado a hacer efecto en
sus nalgas y en sus pechos.
Richard, con una camiseta de tirantes y unos pantalones
de pijama de rayas, intenta resolver un crucigrama.
-Nuria ¿qué vamos a cenar? -interroga levantando los
ojos sobre las gafas-
-Tortilla de patatas.
-¿Otra vez? Siempre lo mismo, si al menos te saliesen
como las de mi madre…
Nuria le mira, prefiere callarse, tener la fiesta en paz, le
duele la cabeza.
-¡Venga, por lo menos levántate y pásame la sal! -le or-
dena agriamente-
Por cierto, cariño ¿Recuerdas que día es hoy?
-No sé martes creo, -responde Richard sin levantar la
vista del crucigrama-
-¿Nada más, mi cielo?
Richard esta vez sí levanta los ojos del crucigrama …
-¿Tu cumpleaños? ¿Tu santo?
- Frío, frío. Te doy una pista. Tiene once letras.
- No sé, no caigo… ¡Ah,ya, nuestro aniversario! ¡Qué ca-
beza! Me había acordado esta mañana, 23 años ¿no? ¡Cómo
pasa el tiempo! -contesta intentando salir airosamente-
- 25 años, las Bodas de Plata, -dice Nuri con una mezcla
55
entre el lamento y mala leche-
Richard parte una tortilla requemada y de aspecto poco
recomendable, mientras siente la mirada acerada de Nuri en
su calva.
Al sentir en la boca el primer trozo del “suculento” man-
jar, lo saborean lentamente pero, aunque intentan disimular,
son incapaces de tragarlo.
Miran al plato, se miran entre ellos y al unísono y coinciden:
¡Está dulce!
-Está incomible –indica Nuria-
-Está asquerosa– matiza Richard- ¡En 25 años no has
sido capaz de aprender a hacer ni una tortilla por mucho que
lo haya intentado mi madre!
-¡Y tú en 25 años no has sido capaz de distinguir el azu-
carero del salero!
La discusión continúa con reproches mutuos…
-Venga tontita, perdóname, si yo te quiero igual -inten-
ta conciliar Richard- Anda, dame un besito…. ¿Qué te parece
si mi Pitufín te hace una visitita para celebrar el aniversario y
hacemos las paces?
Nuria le mira fijamente incrédula, y mientras se levanta
le dice:
- Frase de 4 palabras para tu crucigrama: ¡VETE – A –
LA - MIERDA!
Richard, confuso, mira hacia la puerta por donde ella ha
salido.
Seguro que está con la menopausia –piensa- y sigue con
su crucigrama.

Ana

56
Desamor
-Hola Julieta ¿Qué tal has pasado estos días?- . Y le dio
un beso en cada mejilla cuando ella esquivo su boca.
-Normal.
-Ha hecho un día muy bonito. ¿No has ido a pasear por
el parque?
-Sólo he bajado a la compra.
-¿No me digas que has preparado esa doradita al horno
que te sale tan bien?
-No me apetecía cocinar. Te he calentado una lata de
fabada y de segundo unos huevos fritos. Yo no tengo hambre.
Pedro se sentó a la mesa y procuró tragarse la fabada sin
que se le notara la frustración. Al probar los huevos su decep-
ción se tiñó de cabreo, pero logró contenerse antes de decir.
-Pásame la sal por favor, estos huevos están sosos.
-Ahí tienes el salero.
Después de terminar los huevos se quedó un momento
pensativo. A continuación dijo
-Julieta, tenemos que hablar
- ¿De qué?
-De nosotros Julieta. Esto no puede seguir así. Te estas
enterrando en vida. No sales. No te cuidas. Ha dejado de im-
portarte todo, incluso el trabajo. Me tratas como a un extraño.
Llego después de tres días de viaje y parece que me recibiera el
fantasma de la que fue mi mujer-
Y se le quedo mirando esperando una contestación. Al
no obtenerla prosiguió.
-Ya lo sé Julieta, lo que te ha pasado es una cosa muy
dura, y más sin nadie al lado. Maldita sea, tenía que ocurrir
estando yo de viaje. Pero somos jóvenes Julieta. Podemos in-
tentarlo otra vez.
-¿Por qué tuviste que engañarme Pedro? ¡Y precisamen-
te con Andrea!, ¡Mi mejor amiga!. Y no una vez ni dos, no.
57
¡Durante todo un año, cuatro meses y doce días!. Traicionada.
Engañada. ¡Como una imbecil!.
-Lo siento mucho Julieta. Ya te he pedido perdón una y
mil veces. Fue una estupidez y te he jurado de todas las formas
posibles y con el corazón en la mano que no volverá a suceder.
No sabes los remordimientos que siento cuando pienso que
quizá el disgusto al enterarte... Provocara ... Pero quiero poder
olvidar todo esto y que todo vuelva a ser como antes. Yo te
quiero sólo a ti Julieta. Y además quiero quererte. Y volver a ser
feliz contigo y con los hijos que tengamos.
Julieta fijo sus ojos en Pedro y se hizo un silencio espe-
so. Casi podían oírse sus emociones y pensamientos dándose
patadas y codazos antes de organizarse. Por fin brotaron por
su boca.
-Eso no va a poder ser Pedro- Y su voz era como un pu-
ñal goteando amargura.
-¿Por qué Julieta? Preguntó este con un susurro.
-Porque ya no te quiero. Ni podré volver a hacerlo. Lo
que yo quiero es que nos separemos y no saber nunca más de ti.
Ya hace veintidós días que pedí el traslado.
-¿Pero qué dices Julieta? Tu eres lo más importante para
mi, y aunque ahora me digas esto, estoy seguro de que tu tam-
bién…
-No entiendes nada Pedro. Escúchame bien. El aborto
no fue natural. Fue provocado. Lo preparé todo aprovechando
uno de tus viajes. No quiero tener nada en común contigo, y
menos un hijo que me recuerde toda la vida tu traición y mi
vergüenza.

Cesar

58
TEMA

59
60
El tiempo
L a criatura camina despacio entre la niebla. Nunca la había
sentido tan espesa a su alrededor; sabe que aunque pudiese
correr seis días seguidos, no saldría de ella. Si pudiese… Pero tiene los
tobillos amoratados y las manos despellejadas. Se ha herido cuando
tuvo que trepar por las rocas húmedas que le llevaron hasta aquí.
Ahora, al llegar a la planicie, parece que a sus pies se abre un
camino de tierra, bordeado por sombras de brezos. Deja de andar y
mira hacia atrás: todo es blanco. Ya no es. Se gira y entorna los ojos
intentando penetrar más allá, hacia delante, en lo oculto. En ese lu-
gar empapado de gris y blanco. Nada. Cuando la mirada se precipita
mas allá, adelantándose a las piernas, el pecho tiembla oprimido como
un bloque de granito y los ojos quedan tambaleándose al borde del
abismo. No existe aire dentro de la niebla allí donde aún no se ha
llegado.
Es necesario moverse de nuevo. Consigue que sus piernas entu-
mecidas obedezcan la orden. Todo es blanco excepto el trozo amarillo
que alfombra sus pasos. Inclina los hombros y empuja hacia delante.
De pronto, aparece una silueta gris a lo lejos y va cobrando forma al
acercarse, aunque no llega a ser del todo verde, ni siquiera cuando está
al alcance de su mano. Entonces, la criatura puede percibir claramen-
te sus hojas finas salpicadas de gotitas diminutas. Se detiene. Agarra la
rama con sus dos manos y la acaricia, como peinándola; después sopla
sobre sus dedos agrietados, los chupa y los desliza por los labios. Besa
las yemas de sus dedos, todas juntas, y abarca el rostro con las manos
mojadas, recorre la frente y se masajea las cejas. Pestañea con fuerza y
sus ojos vuelven a escudriñar el fondo gris a dónde se dirige. Sacude la
cabeza y vuelve a susurrarle a las piernas: tú primero, ahora tú.
Retamas que no existían van surgiendo una tras otra, borrosas
al principio, casi nítidas cuando pasan a su lado.

Marián

61
Soledad
V ivo en una tierra habitada por la ausencia. Mi casa
la ocupa la melancolía en compás de tres por ocho1.
A lo largo del día me acompañan los colores del cielo, el canto
de algún pájaro extraviado y el bastidor y los hilos con los que
bordo el mapa del tiempo. De noche, el roce de las sábanas con
la piel y el latido del corazón.
Oigo y veo la vida, pero no la siento.

Mamen

1
.-Referido a “la soleá”: tonada andaluza de carácter melancólico, en compás de
tres por ocho.

62
triunfo
Aquel día a finales de junio
E staba cambiando de emisora, parado en el semáforo y lo vi. Ha-
bía cambiado mucho, tanto como todo el tiempo que había pa-
sado, tal vez más de treinta años. Un concierto de bocinazos me devolvió al
presente. Aparqué en el primer lugar que pude. Busqué un lugar tranquilo
para celebrar con una Guinnes el recuerdo de D. Senén.
Después de la segunda Guinnes ya era capaz de ver los maizales
altos, la sensación del cuerpo sudoroso, como ahora, en aquel día a finales
de Junio. Aquel nuevo maestro nos sacó al prado de al lado de la escuela.
Con D. Abdón, que estaba enfermo, nunca había ocurrido, ni eso ni nada
agradable para mí. Sólo nos pidió que dibujásemos lo que quisiéramos. Re-
cuerdo que no me lo tomé en serio hasta que vi a todos mis compañeros
con la cabeza sobre el cuaderno. Era lo que hacía en casi todas las clases y
siempre me castigaban por ello. Yo terminé pronto en dibujar a María, que
era lo que más ensayado tenía.
Don Senén revisó uno por uno los dibujos, casi siempre con el
ceño fruncido y pasándose los dedos por su bigote. Cuando sacó el mío, al
tiempo que se levantaba y nos miraba, yo sentí la punzada de siempre en la
tripa, ahora ya es un recuerdo. Lo siguiente que recuerdo son sus zapatos
delante de mí. Y las risas y burlas de mis compañeros… ¡cabrones!, ¡pueblo
de mierda!
- ¡A callar!, bramó D. Senén… ¡come terrones ignorantes!, menos
mal que me fui pronto.
- ¿Es tuyo?, me preguntó en un tono amable.
- Sí, si señor, le respondí apenas, rojo como un tomate y temiéndo-
me lo peor.
- ¿Cómo te llamas chaval?
- Oscar Sanz, señor…he hecho lo que usted mandó, acerté a decir.
- ¡Eres todo un artista, Oscar!; tómatelo en serio, eres muy bueno.
Nadie se rió, y por primera vez les miré de frente sintiendo la mano
de D. Senén sobre mi hombro.

Juanma
63
La derrota.
El encuentro
E staba sentado en un banco de piedra, en la avenida
flanqueada de chopos, esperándola,
pensando en ella. Era otoño, las hojas amarillentas cu-
brían el césped mojado. Hacía mucho tiempo que no la veía,
por lo menos dos años, y la echaba de menos. No había sido
él quien la había abandonado, pero los dos sabían que ella se
había visto obligada a hacerlo. Cualquiera con un mínimo de
dignidad hubiera acabado haciéndolo.
Él lo había intentado, pero no había podido enamorarse.
Mientras estuvieron juntos, siempre pensó que aquello no sig-
nificaría gran cosa. Desde luego, físicamente no era su tipo en
absoluto; realmente aquella mujer no podía ser el tipo de casi
nadie. Sin embargo, le atraía. Tenían opiniones opuestas acerca
de casi todo, y veían la vida de forma muy diferente. Pero quien
sabe por qué, se encontraba a gusto a su lado, se reían juntos, y
tenían cosas de que hablar. Y sobre todo, sentía que junto a ella
podía ser él mismo. Y eso era, y es, algo que le ocurre con muy
pocas mujeres. Y casi con ningún hombre.
Había dudado mucho antes de llamarla. La echaba de
menos. Había buscado compañía en otras, tan inteligentes
como ella, mucho más atractivas, menos anticuadas. Había
intentado vivir en solitario una existencia provechosa. Pero
seguía echándola de menos. O seguía sintiéndose solo sin ella.
Por eso aquel día la llamó, después de haberse comido la tortilla
de patatas que ella le había enseñado a preparar, y de haber ter-
minado con la botella de vino que guardaba para las ocasiones.
Su voz sonó incrédula al otro lado del teléfono, indeci-
sa, casi asustada. Al principio se resistió, no tenía sentido que
se vieran a esas alturas, aunque bueno, si realmente necesita-
ba hablar con ella haría un esfuerzo y podrían encontrarse esa
misma tarde. En el banco de siempre, en la avenida de siempre
del parque de siempre. Al anochecer.
64
Se recuerda a sí mismo tiritando, preocupado por ella,
temeroso. Era extraño que tardase tanto, siempre había sido
una mujer muy puntual. Pero no había nada por lo que pre-
ocuparse. Simplemente llegó tarde, más de veinte minutos tar-
de, y no consideró necesario dar ninguna explicación al respec-
to. Tampoco él preguntó. Y allí, sentada a su lado en el banco,
bajo la luz de la farola, oculta casi su cara, su boca y parte de
su nariz por la bufanda y el cuello del abrigo, escuchó lo que
tenía que decirle. Seguía estando sola, sí, pero no volvería con
él ni por todo el oro del mundo. Ya no le quería, y en sus ojos
pudo comprobar que decía la verdad. Empezó a lloviznar y él
propuso ir a tomar un café al lugar de siempre, pero ella no qui-
so. Tenía mucha prisa, dijo, y se marchó como había venido.
Su única amiga, la que siempre estaba disponible, la que tantas
veces le dijo que le quería de verdad. Sentada frente a él en la
mesa de la cocina, mirándole a los ojos, tranquilamente, con
toda la seguridad del mundo. En la que él tanto confiaba, con
quien llevaba soñando casi dos años. Ya no le quería.
Recuerda aquella tarde y nunca podrá olvidarla. Se que-
dó sentado bajo la lluvia durante bastante tiempo. Por enton-
ces ya debía de andar por los cincuenta y tantos, pero hasta
ese momento ni se le había pasado por la cabeza que pudiera
haber empezado a perder parte de su atractivo. Estaba muy mal
acostumbrado. Quizá sea pura casualidad, pero lo cierto es que
no ha vuelto a quedar con ninguna otra mujer. Aquel triste
encuentro fue, de momento, su última cita. Aquella tarde supo
que sus tiempos de gloria habían terminado. Vio con claridad
que lo mejor de su vida había pasado, que estaba solo, que sus
días se irían sucediendo uno igual a otro, que viviría intentan-
do sin demasiado éxito ocuparlos en algo provechoso. Cosas
como leer, ver películas, o escribir de vez en cuando tonterías
como ésta.

Isabel Ordóñez
La muerte
65
El frío de la muerte
O ía cómo un coche hacía saltar la grava de la ca-
rretera al acercarse a la casa, era un coche fúnebre
y venía a buscarla. Ya no tenía fuerzas ni para abrir los ojos,
sentía su cuerpo muy pesado y tenía un frío insoportable.
¡Ay! Ese frío, suspiró para sus adentros. Qué fría es la
muerte. Siempre lo había oído, pero ahora lo estaba sintiendo
mientras su vida se apagaba. El frío la hizo recordar la muerte
de su abuelo, era un día lluvioso de otoño en el que don Am-
brosio, el cura del pueblo y don Damián, el médico, no de-
jaban de estrechar manos y de decir: que en paz descanse. La
casa de los abuelos era un ir y venir de gente hasta que a media
tarde don Ambrosio se agarró la sotana con una mano y con la
otra cogió el Misal y comenzó a rezar mientras descendía por
el camino de barro hacia el cementerio seguido del ataúd que
era llevado por el tío Manuel y tres vecinos más a los que seguía
el resto del pueblo. A los niños no les dejaron ir, pero Adela se
escapó y desde lo alto de la pared del cementerio vio como el
ataúd era metido en un agujero y cubierto con tierra húmeda
en forma de montón. ¡Qué frío va a pasar el abuelo! , dentro
de esa caja y cubierto de tierra, pensó. Esa noche durmió muy
intranquila y soñó que el abuelo volvía a casa gritando y pi-
diendo una manta a la abuela.
Ninguno de los presentes lo apreció pero los labios de
Adela formaron una sonrisa mientras el frío de la muerte la
hizo expirar.

Eva

66
Ilusiones
M añana le vería de nuevo, se lo repetía mil veces a
lo largo del día y, cada vez, la chispa de la ilusión
había alegrado sus ojos y puesto una gran sonrisa en su boca.
Le miraría a los ojos, le abrazaría, le besaría, le arrancaría
la ropa sin decir una sola palabra, no haría falta.
Se durmió abrazada a sí misma, acariciándose, sintiendo
sobre su cuerpo aquellas manos que no eran las suyas.
Llegó a la hora convenida al lugar convenido, el banco
del parque donde se habían conocido.
Cuando la vio llegar, él se levantó y la esperó de pie. Ella
avanzó hacia él con la mirada baja y, al encontrarse, le tendió la
mano como saludo y él oprimió ligeramente con las puntas de
sus dedos las puntas de los dedos de ella.
Echaron a andar por el sendero de tierra, ella mirando
sus pies, él procurando no rozarla. Hablaron de lo caluroso
del tiempo, se preguntaron por sus respectivos padres, por sus
respectivos trabajos. A falta de otros temas de conversación,
pasearon en silencio hasta el final del sendero.
Allí él oprimió ligeramente con las puntas de los dedos
las puntas de los dedos que ella le tendía con la mirada baja y se
separaron con un “hasta mañana” casi inaudible.

Isabel aire

67
Deseo
sin titulo
E sta mañana, mi vecino vino a preguntarme si a mí
también me habían cortado el agua. Venía con el
torso desnudo por el calor y, aunque siempre lo había encon-
trado atractivo, su olor me pilló totalmente desprevenida. Me
siguió hasta la cocina y mientras abría el grifo del fregadero,
se me pegó al cuello, a los brazos, a las piernas. Había agua y
mi vecino se marchó; pero él se quedó. Desde entonces, ha
ido arrastrándose por mi piel, adentrándoseme por el vestido,
alborotándome el pulso y el pelo. A penas logro ya respirar y
temo que lo único que puedo hacer es ir a devolverle a mi veci-
no lo que es suyo. Antes de que llegue mi marido.

Carmen G

68
Soledad
T erminó de cenar y metió los platos en el lavavajillas.
Luego se dirigió al salón, se tumbó en el sofá y en-
cendió la televisión.
Informe Semanal estaba terminando. Después empezó
con el zapin. Película en blanco y negro de las de pensar mu-
cho. Cotilleo. Una película que ya había visto. Más cotilleo.
Siguió apretando el botoncito de forma mecánica mien-
tras pasaba mentalmente revista a los libros que tenía por si
había alguno apetecible. No había nada. Apago el televisor y
cerro los ojos.
A los pocos segundos el silencio le obligó a abrirlos.
Miró a su alrededor y se sintió extraño. Llevaba poco tiempo
en el piso y aún no se había hecho a él.
Se acercó a la ventana y se quedó ensimismado mirando
las luces de la noche.
Tras un largo rato ausente reaccionó.
Llegó a la zona de copas y entró en el primer pub. Re-
corrió con la vista a la clientela, pero ya no conocía a nadie.
Aunque en el fondo lo esperaba no pudo evitar una sorda frus-
tración. Salió y repitió la operación en tres pubs más con el
mismo resultado. En el quinto decidió quedarse y pedir un gin
tonic de larios. Se sentó en un taburete con un codo apoyado
en la barra y mirando hacia la puerta. Intentaba aparentar in-
diferencia pero sentía su ansiedad agazapada tras la máscara de
seguridad.
La gente entraba y salía sin pena ni gloria. Entró una más
y se le quedó mirando. No la conocía, pero vio sorprendido
como se le iluminaba la cara y avanzaba hacia él haciéndole
gestos. Cuando estaba a punto de saltar del taburete e ir a su
encuentro ella grito
-¡Manuel!. ¡Manuel!
El no se llamaba Manuel así que se quedo envarado por
69
la sorpresa.
La explicación le llegó en forma de empujón por parte
del mocetón que tenía al lado. Debía ser el tal Manuel, porque
la abrazó, la levantó en el aire mientras la estrechaba con evi-
dente peligro de sus costillas, para después fundirse con ella en
un beso en el que parecían buscarse las entrañas.
Intentando no sentirse demasiado gilipollas se dio la
vuelta y apoyó ambos codos en la barra. Luego intentó sabo-
rear el gin tonic mientras buscaba respuestas a su estado de áni-
mo en su propia imagen devuelta por el espejo de la barra.
Otro empujón le derramó buena parte del gin tonic.
Eran Manuel y su novia que se hacían sitio mientras seguían
besándose.
Riéndose de sí mismo y de la situación dio un último
trago al gin tonic y enfiló la salida.
Una vez fuera respiro profundamente el aire fresco de la
noche y se quedo mirando a la luna llena. Después se encaminó
hacia el piso acompañado por el sonido de sus pasos sobre la
acera.

Cesar

70
Celos
El salto
E staban sentados en el borde de piedra de la cuesta,
Toño, Cecilia y ella, Sonia, a la salida del colegio.
Toño, balanceando los pies, golpeaba la pared con el borde de
la suela de sus playeras rojas. Era un gesto que hacía a menudo,
y a Sonia le hacía soñar el tensarse y soltarse de esos muslos
medio ocultos por los pantalones cortos. Él miraba fijamente
el suelo de asfalto, aproximadamente a una altura y media de
cualquiera de ellos, y en la expresión de su cara aparecía esa espe-
cie de maldad que jugaba a tener: el dulce martirio de Sonia.
-¿A que no os atrevéis a saltar?
Cecilia se encogió de hombros, tranquila.
-No sé…
Sonia la miró tratando de adivinar sus intenciones, y
también odiándola, cada día más. Ese flequillo sedoso, tan en-
vidado por ella, caía sobre los ojos transparentes que miraban
en la misma dirección que los de Toño. Él, muy serio, empezó
a observarla de reojo. En su cara morena se reflejó el sol desde
el pelo brillante de Cecilia, mientras Sonia sentía cómo la de-
solación crecía en su interior.
-Cecilia podría hacerlo. –dijo Toño.
Se quedó callado un momento, volviendo a mirar hacia
el suelo de la calle que estaba debajo de ellos.
-Pero no creo que se atreva.
Sonia le dio la razón y rió llena de entusiasmo. Esta última
frase le había gustado. Pero Toño le replicó con voz cortante:
-¿Tú qué sabes?
Mientras tanto Cecilia se había puesto de pie. En el bor-
de de la cuesta calibraba la distancia que había hasta el suelo.
Su cuerpo estilizado se encorvaba un poco preparándose para
el salto, y Sonia contó mentalmente “Uno…, dos… ¡cuánto
tarda!” La empujó antes de llegar a tres, quizá para ayudarla,
quizá para poner fin a la mirada de admiración de Toño, des-
71
equilibrando su impulso. Al caer, Cecilia dio un grito corto,
ahogado. Se levantó en seguida con las palmas de las manos
heridas, y al ponerse en pie encogió rápidamente la pierna y se
agarró el tobillo, con cara de dolor. Sonia empezó a reírse con
un ademán burlón, pero cuando Toño la miró con unos ojos
sin fondo llenos de desprecio, entendió de pronto lo que era
estar en el infierno.
En ese infierno se quedó sola cuando él corrió junto a
Cecilia y se la llevó de allí rodeándola con su brazo.

Mar

72
Triunfo
Desnudez
E s azul, mi banco es azul. No tiene nada de especial, la
pintura del respaldo desgastada y las patas oxidadas
como cualquier otro banco, pero es mi banco, yo lo elegí o
igual él me eligió a mí.
Sentada en él leo, pienso o simplemente dejo vagar mi
mente sin destino. Sin embargo, desde hace un tiempo, las
letras no componen palabras, la música es ruido, las olas no
mecen los barcos y siento como si una sombra negra se hubiese
pegado a mí.

Como todos los días el señor del pelo blanco se sienta


en el banco vecino y con un leve movimiento de cabeza y una
sonrisa me saluda. Yo intento responder con mi sonrisa, pero
de mi boca hoy sólo sale una mueca.
¿Dónde está mi sonrisa? La busco en el espejo, en la cara
de la gente con la que me cruzo, pero cada uno tiene la suya. Es
normal, mi sonrisa es normal, tímida a veces, abierta, silenciosa o
sonora otras y la sombra negra me la ha robado para reírse de mí.

Es una sombra fuerte que me empuja y me empuja hasta


llegar a un tobogán largo, empinado y tortuoso. Yo me agarro
a los bordes con todas mis fuerzas, no quiero caer y pido ayuda.
Hay gente que mira hacia otro lado, otros me acusan de débil,
pero algunos me ofrecen su mano sincera que intenta sujetar-
me, pero la sombra negra se muestra cada vez más poderosa y
tira y tira. Me agarro, me aferro… hasta que mi cabeza y mis
manos están demasiado destrozadas, entonces dejo de pelear
y me dejo caer
No sé quien o qué es esa sombra negra, sólo sé que me ha
robado mi sonrisa, la ilusión y hasta el placer de dar o recibir
una caricia, pero también a su manera es generosa ya que me
ha regalado vacío, soledad, culpa o miedo.
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Magullada y dolorida llego al final del tobogán.
¿Dónde estoy? No lo sé, está oscuro, negro, silencioso,
tengo frío y me siento desnuda.
Intento gritar, pero de mi boca no sale ni un sonido.
Sé que ella está ahí, conmigo, vigilándome, y aunque la
pregunto quién es, qué quiere, no me responde, pero está ahí,
la huelo, la oigo respirar. Entonces es difícil contener el llanto,
no pensar y soportar la soledad
Ella vigila, pero finjo estar adormecida para recuperar
fuerzas y escapar de mi jaula.
Intento trepar por el tobogán, pero resbalo, todavía estoy
débil y la sombra respira y se ríe. Lo intento una, dos… cien ve-
ces, y una, dos….y cien veces me caigo y me vuelvo a levantar.
Por fin, un día doy un pasito muy corto, las piernas me
tiemblan, pero mis manos se sienten fuertes y, aunque el tobo-
gán resbale y la sombra tire de mí, esta vez no puede conmigo.
Sigo dando pasitos, me siento como un arbolillo recién plan-
tado, y aunque la sombra intenta talar mi tronco, me defiendo
y peleo.
Al fin, al mirar hacia arriba, veo un rayito de luz y el final
del tobogán y hacia allí me dirijo. Por el camino recojo mi ilu-
sión y dejo atrás mis miedos y mi vacío.
Empiezo a escuchar las voces que había perdido y que
me reciben con una caricia o con un beso que mi piel no había
olvidado y esa mano fuerte, pero tierna a la vez y tantas veces
añorada sujeta la mía. En ese momento la soledad desaparece.
Después de mucho tiempo, entre la bruma diviso mi
banco, mi banco azul. Me voy acercando paso a paso, de vez en
cuando me tengo que parar a descansar, pero el olor de la brisa
marina y el sonido de las olas meciendo los barcos han vuelto.
Por fin, me siento, cierro los ojos, repaso con mis ma-
nos mi banco azul y saludo con mi sonrisa al hombre del pelo
blanco.

Ana
74
EFECTO

75
76
Cómico
La caja (rota) de cuentos cómicos
Cuando estoy desesperada buscando algo, voy mirando
al suelo a ver si lo encuentro. Así es como me topé ayer con una
maquina de hacer cuentos. Es una cajita con aspecto inofen-
sivo, pero yo la reconocí al instante, a pesar de esa mezcla de
cuadraditos y flores multicolores que adornan su tapa. Miré a
mi alrededor con disimulo antes de guardármela en el bolsillo
y me escondí en un rincón del parque para abrirla. En seguida
empezó a chillar, insultándome por no haberla encontrado an-
tes. Intenté disculparme –mas que nada para que empezase a
contar cuentos de una vez, que ya llevaba varios días de retraso
en la entrega- pero nada, la muy desconsiderada no se callaba:
que qué me creía yo, que si no me había dado cuenta de que lle-
vaba tirada en la calle toda la noche, que tenía frío, que quería
un té calentito… Yo la arropé con mi chaqueta, la prometí que
si se callaba un ratito iríamos a un bar. Pero nada, no sólo no se
calló, si no que empezó a estornudar para hacerme sentir cul-
pable. Un estornudito diminuto, ridículo, cómo solo las cajas
saben emitirlos. Justo en el cuarto estornudo se acercó una se-
ñora arrugadísima y se nos quedó mirando con los ojos entor-
nados. Tuve que toser con todas mis fuerzas, intentando que la
vocecita que me gritaba “salud” “salud” no se oyese. La señora
salió corriendo despavorida y yo apreté la cajita con las dos ma-
nos. Ahora se reía con ganas, no paraba de reírse. La agité como
si fuera una maraca, y no pude evitar un alarido: Cuéntame
un cuento. Empieza ¡ya! . A punto estuve de estrellarla contra
un bordillo, pero me di cuenta de que estaba berreando cual
becerro malherido. Le froté los bordes con delicadeza e intenté
que se calmara, cambiando de tema: qué cuantas cosas habría
visto desde su estado de caja, que por favor me contase alguna
interesante con la cual yo pudiese acudir a mi cita en el taller y
sorprender a mis compañeros… Pero nada, no paraba de llo-
rar. Al cabo de dos horas gimoteando, empecé a sospechar que
77
esa caja no tenía ningunas ganas de contarme un cuento, de
que era un fraude auténtico. Pensaba en abandonarla cuando
empezó a hablarme, muy despacio y con una nueva voz suave:
- ¿Cómo pretendes que te cuente un cuento si aún esta-
ba humedecida con el rocío de esta noche y ahora casi me des-
hago por culpa de tus gritos?. No sabes cuantas noches llevaba
aguardándote en el callejón de tu casa, y no sólo pasabas de lar-
go sin verme, si no que incluso hace poco me diste un patadón
que casi me escanchiflo contra una cáscara de plátano.
No quise interrumpirle para advertirle que una caja de
cuentos no debe inventarse vocablos, pero sonreí ante la ima-
gen de tal cáscara abrazándola. “¿sonríes, pues? – continuó con
voz mas alegre - ¿me meterás en el bolsillo de tu camisa y deja-
rás de exigirme y zarandearme?”.
“¿Y tú? –pensé yo- me contarás cuentos en las noches
oscuras y evitarás las quejas y censuras inútiles?”.
- ¡Trato hecho!
Hice bien en confiar en ella, pues ha estado toda esta
noche contándome un cuento. Ahora la he dejado dormir un
poco: no conviene abusar.

Marian… efecto ¿cómico?

78
miedo
La cura de reposo
A John le había prescrito su médico personal lo que
dio en llamar “una cura de reposo”. Para ello, le ha-
bía recomendado un lugar y dado una dirección.
Hacía sólo unas horas que estaba en aquel lugar, cuando
sus compañeros le propusieron asistir a lo que ellos llamaban
“un juicio rápido”, con el fin de solventar un pequeño roce de
convivencia. John, de buena voluntad, accedió.
- Se abre la sesión. Levántense acusado y no acusado.
Puede exponer el acusado el delito del que se le acusa –ordenó
el Juez.
- Asesinato.
- ¿Con resultado de muerte?
- No lo podría asegurar, señor Juez.
- Que suba al estrado el forense.
Un hombre subió a la silla que hacía de estrado.
- ¡Conclusiones! – le exigió el Juez.
- En principio, sólo puedo asegurar que el cadáver, a
simple vista, parece que sufría de parálisis ocular y puede que
también, a simple vista, de parálisis general...
- ¿Y...?
- Me miraba tan fijamente con esos ojos saltones que
no me he atrevido a sacarle las tripas.
- ¿Atenuantes para el acusado?
- Gordura y cansancio.
- En qué grado.
- Tirando a severo.
- Filiación del cuerpo del delito.
- Anfibio anuro de la familia Ranidae.
- Y qué pide la familia.
- Consideración y respeto, señor Juez.
- Bien, bien... Antes de emitir el veredicto permitamos
que el testigo ocular relate los hechos.
79
Otro hombre subió a la silla que hacía de estrado. Co-
menzó a hablar:
- Vi como la rana daba un salto desde el bolsillo del no
acusado que dormía en una silla, a la silla contigua que en ese
instante estaba vacía; pero que el dueño real de la silla, el acu-
sado, en ese mismo instante llegaba y bajaba su orondo trasero
para sentarse de espaldas al anfibio.
- ¿Agravantes para el no acusado?
- ¡Irresponsabilidad y abandono de tutela! – chillaron
todos los presentes.
El juez gritó: “orden, orden” al tiempo que daba golpes
en el aire con un imaginario martillo. Tras unos segundos de
silencio, dijo:
- Oídas las partes, declaro: “Basándome en el artículo
segundo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, apartado pri-
mero, que dice: “El que fue a Sevilla perdió su silla”, declaro
culpable de aplastamiento indebido al acusado. Pero tomando
en cuenta que en su apartado segundo especifica: “Y el que lle-
gó de Jerez la volvió a coger”. Me veo en la obligación de pre-
guntarle al mismo: ¿Adónde fue usted y de dónde vino?”
- Yo fui a Sevilla y volví de Jerez, señor Juez.
- Oído esto, me retracto y declaro inocente al acusado.
Y al no acusado le condeno a morir de aplastamiento debido
por un delito de dejamiento propiamente dicho.
- ¡Que se ejecute la sentencia! – volvieron a chillar todos
los presentes.
- ¡Orden! ¡orden! – gritó de nuevo el juez al tiempo
que golpeaba el aire con el martillo imaginario. Restablecido el
silencio, añadió: – Quiero y ordeno que en el próximo juicio el
que haga de forense no pertenezca a la “AYADADYAPGSE”
(Asociación y Ayuda de Anfibios Desamparados y Aplastados
por Gente sin Escrúpulos).
- ¡Así se hará!, ¡así se hará! – prometieron a voz en cue-
llo los presentes.
El juez, dando un definitivo golpe en el aire con el mar-
80
tillo imaginario, sentenció: “Ya podéis proceder”
John contempló estupefacto cómo el no acusado aca-
taba la sentencia, se levantaba obediente y se tumbaba en el
suelo. Acto seguido, comandados por el acusado, todos los pre-
sentes cogieron impulso y se dejaron caer, uno tras otro, sobre
la barriga del no acusado hasta que lograron reventarlo y que
su estómago e intestinos se desparramasen por el exterior. Lue-
go, con las manos, dedos y uñas ensangrentados terminaron
de sacarle las pocas vísceras que, todavía calientes, se resistían
a abandonar el vientre abierto de par en par. Con gritos de
júbilo, arrojaban al aire y tras de sí corazón, hígado, páncreas
y riñones. Mientras tanto, el forense, entusiasmado, iba reco-
giendo los órganos del suelo y los metía en una bolsa, tras el
visto bueno del juez…
De pronto, la puerta de la sala se abrió y una mujer en-
trada en músculos que blandía una porra en una mano y en la
otra un silbato exclamó: “¡Todos al patio! ¡Cuántas veces os he
dicho que no utilicéis la sala de terapia como sala de recreo!”.
Los presentes obedecieron de mala gana y, dejando un reguero
de sangre tras de sí, se dirigieron en tropel a la puerta. Ya esta-
ban a punto de salir de la sala cuando la mujer volvió a gritar:
“¡Alto!¡Un momento! Antes, recoged los restos y enterrad al
compañero. ¡Inmediatamente!”.
Mientras los internos recogían los restos del no acusado,
John, estremecido, se dirigió a la mujer y le suplicó que le diera
permiso para salir de allí cuanto antes. Sin embargo, la mujer
le comunicó que el encargado del recinto estaba de vacaciones
y que ella no tenía la potestad para concedérselo. Cabizbajo,
se dio media vuelta y dio un paso. El chillido de una cobaya
le hizo levantar el pie y dar un salto atrás. En ese momento,
levantó la cabeza y vio que un montón de ojos le observaban
sin pestañear.

Mamen

81
Cómico
Por razones obvias
L levaba diez meses en paro, las tripas me rugían y el
frigorífico no tenía ni luz; desesperada, agarré el bol-
so y salí a la calle: asumida mi precariedad y queriendo ponerle
remedio, dejé a un lado mi educación y no pudiendo hacer lo
mismo con mi vergüenza, dudé si plantarme en una esquina o
sentarme con cara compungida en la puerta del “Carrefour”.
Por razones obvias, decidí probar primero la segunda
opción: me creía menos reconocible camuflada de indigente
que de “chica alegre”. De momento, cuanto más encogida y ca-
llada, mejor -pensé.
Cuando a codazos -en el contenedor- me había hecho
con el cartón para sentarme y había escrito un cartel con infor-
mación precisa sobre mis desgracias con sus correspondientes
faltas de ortografía, había pasado la mano por la mitad de los
coches del aparcamiento y luego me la había restregado por la
cara y con la misma, me había enredado el pelo y por fin, vi-
sualizaba qué puerta sería la más prometedora, oigo una voz a
mi espalda que pronuncia mi nombre con una interrogación
dubitativa:
- ¿Malena...?
Y al girarme, afirma con asombro: “Eres Malena” y con-
tinuó: “ Perdona chica, pero con ese look no estaba segura de
que fueses tú”.
En ese instante, juro que no me importó haber muerto
de inanición. No podría asegurar si el rojo de mi cara ayudó a
resaltar o no, los churretes. Pero a la vez que mi mano tomaba
conciencia de la situación y se abría dejando caer el cartón con
disimulo, mi boca tuvo la habilidad, en pocos segundos, de re-
unir la saliva necesaria para articular a trompicones:
- Ya ves... lo que hace el aburrimiento... je, je...
Era Tina, mi amiga más “fashion”, que tras mostrar un
primer impulso de besarme, por razones obvias, no lo hizo.
82
Ella sabía de mis apuros económicos y tuvo la consideración de
seguir hablando como si nada:
- Te iba a llamar esta tarde, tengo un trabajo para
ti. ¿Serías capaz de aguantar toda una noche llorando por cin-
cuenta euros? –me preguntó.
Sólo recuerdo oír la palabra euro, y en plural, qué más
deseaba yo. Por razones obvias respondí:
- Ni lo dudes, no he hecho otra cosa en los últimos me-
ses... y gratis.
Tina, que tenía una empresa dedicada a organizar todo
tipo de eventos, contestó:
- Bien, preséntate a las diez de la noche en mi oficina
vestida de negro. Y, por cierto,
ese look no te favorece nada -terminó diciendo con una
sonrisa cómplice.
A las diez en punto, vestida de negro riguroso y con la
cara lavada, estaba en la oficina: Tina me dio un velo negro,
una dirección y una serie de instrucciones.
Nunca había llorado tanto, suspirado y expresado todo
tipo de registros de “Ays” sintiendo tanta alegría. Quedó tan
contenta de mi trabajo que me puso la primera en la lista de
“plañideras”. Mañana –dijo- necesito una chica tarta ¿te atre-
ves?.Por razones obvias no pude negarme.
Al cabo de dos años de trabajo ininterrumpido con
Tina, me propuso ser la encargada de una nueva sucursal, lo
que acepté agradecida, por razones obvias.
Desde entonces, cuando voy a “Carrefour” me fijo en
las personas que piden en la puerta por si las conozco. Y... no
puedo remediar deslizar un dedo por algún coche. Pienso, por
razones obvias, que me traerá suerte.

Mamen

83
Miedo
Feliz Navidad
L levaba el pelo peinado hacia atrás, una gabardina
gris y un bastón con la empuñadura de plata. Olía
intensamente a colonia de hierbas, y le tenía frente a ella, muy
cerca, su cara casi rozando la suya, apretados sus cuerpos entre
los de otros muchos.
Por fin llegó a su estación. Arrastrada por la multitud
salió del vagón, se encontró en el andén buscando con la vista
la salida que su madre le había indicado. Casi todos los pasaje-
ros se dirigieron hacia las escaleras mecánicas. Aquel hombre
también. Ella tuvo que caminar en sentido contrario, subir a
pie unos cuantos escalones, y atravesar un pasillo mal ilumina-
do y sucio que la condujo hacia el exterior.
Cuando salió era noche cerrada, hacía mucho frío y em-
pezaba a lloviznar. Una niebla espesa cubría la ciudad. Todavía
inquieta, miró hacia el interior de la boca de metro; ni un solo
viajero ascendió por los peldaños. Dejó la maleta en el suelo, y
sacó el plano de su madre del bolsillo del abrigo. Se encontraba
en medio de una plazoleta solitaria, con una farola en la esqui-
na, y un perro flaco que se le acercó y le lamió las piernas. En el
dibujo no había ninguna plazoleta. Su madre le había hablado
de una plaza más grande, con soportales, desde donde podría
ver una iglesia con las figuras de los doce apóstoles. La casa de
la abuela estaba cerca de aquella iglesia. Abrió su pequeño pa-
raguas, se tapó el cuello con la bufanda, y echó a andar por una
callejuela húmeda y oscura.
No se veía ni un alma. Ni siquiera había luna. Tampo-
co estaba segura de que aquel fuera el camino más corto para
llegar a casa de su abuela, pero siguió caminando. Las suelas de
sus botas resonaban en los adoquines mojados. Primero una,
después la otra. El perro flaco había dejado de acompañarla, le
escuchó ladrar a lo lejos. Quizá se estaba alejando demasiado,
pero tenía que encontrar a alguien a quien preguntar.
84
Al ver que había dejado de llover, cerró su paraguas y lo
guardó en la mochila. Estaba cansada, le dolían los pies y el frío
de la noche se le metía por la nariz y por los oídos, le lloraban
los ojos. Pensó en las ganas que tenía de ver a su querida abuela,
seguramente le habría preparado las torrijas que tanto le gusta-
ban. Sólo quedaban cinco días para Navidad.
Empezó a llover otra vez, pero continuó caminando
sin sacar el paraguas, un poco más rápido que antes. Pisó un
charco enorme. Sintió ganas de parar para quitarse la bota y
sacudirla, pero no lo hizo. De pronto, creyó sentir algo. Le
pareció escuchar muy de cerca unos zapatos que no eran los
suyos. No podía ser. Con la bota sucia de barro y el calcetín
empapado siguió avanzando. Pero volvió a escuchar el taconeo
de los zapatos sobre el asfalto. Y junto a los zapatos empezó
a oír otro sonido, que se repetía también acompasadamente,
más apagado, más sordo. Un escalofrío recorrió su espalda. El
perro volvió a ladrar, todavía más lejos que antes. Miró a su
alrededor en busca de ayuda, pero no había nadie que pudie-
ra ayudarla. Echó a andar mucho más deprisa, casi corriendo,
sin saber hacia dónde, con el corazón a punto de estallarle en
el pecho, temblándole las piernas, pegada a la pared. Entonces
escuchó con claridad el bastón, avanzando cada vez más depri-
sa, golpeando cada vez más cerca contra el pavimento. Intentó
gritar pero no pudo, la voz no salió de su garganta. Dobló por
el primer callejón, y se metió en otra callejuela todavía más es-
trecha, más solitaria y más oscura que la anterior. Fue capaz de
echar a correr. Pero enseguida llegó al final de su camino. Era
una calle sin salida. Desesperada, se pegó al muro de piedra,
escondiendo la cara contra la pared. El hombre la agarró por el
pelo, le arrancó la bufanda y le vendó los ojos y la boca. La hizo
girarse, la empujó contra la pared mojada y le puso la navaja en
el cuello. Volvió a sentir el olor a colonia de hierbas. El hombre
empezó a hablarle al oído.
Isabel Ordóñez

85
Placer
La revista
Me mandó callar y se sacó la revista de debajo del jersey.
La dejó encima de la mesa y la abrió por aquella página, que
estaba sucia y pegajosa de sus dedos. Se notaba que había abier-
to la revista por esa página muchas veces. Entonces, apareció
la mujer, mirándonos de frente, con aquello tan feo entre las
manos, sin nada de ropa y pegajosa también ella, como si la hu-
bieran frotado con aceite. Y en otras fotos, haciendo esas cosas
que yo ni imaginaba que a nadie se le hubiera ocurrido hacer
nunca, y un hombre al que se le veía casi todo menos la cara,
porque la llevaba tapada con una máscara de terciopelo color
granate. Y después los dos juntos y luego otra vez por separado.
Me pareció asqueroso, y se lo dije. Después, me tapé los ojos y
empecé a llorar.
Tomasín cerró la revista, volvió a esconderla debajo del
jersey y me insultó. Empezamos a coger unos higos de la hi-
guera pero sin hablarnos, y nos sentamos en el columpio sin
columpiarnos. Después, vino la abuela con el cola cao y las
rosquillas para merendar. Cuando se marchó, nos lo comimos
todo y le pedí perdón por haber llorado. Entonces, él me per-
donó y volvió a sacarse la revista del jersey, y nos sentamos en
la hierba, debajo de la higuera, y abrió la revista por la misma
página. O mas bien, casi se abrió sola. Me seguía pareciendo
asquerosa pero ya no se lo dije. Tomasín la dejó allí abierta, se
bajó los pantalones y me enseñó cómo se hacía lo que venía en
las fotos, y también me pareció un asco. Le pregunté para qué
se hacían esas tonterías, y me dijo que era porque daba mucho
gusto. Yo le dije que no me lo creía, y él se empeñó en hacermé-
lo a mí también para que viese el gusto que daba, pero dijo que
primero me tenía que quitar el vestido, y yo me lo quité.
Y entonces llegó la abuela con la bandeja de las torrijas
recién hechas para que las probáramos, y dio un grito y se le

86
cayó la bandeja. Tomasín se subió los pantalones y empezó a
recoger las torrijas, mientras yo me ponía otra vez el vestido y
la abuela lloraba y llamaba a mi madre y al padre de Tomasín,
que estaban echando la siesta. Cuando llegaron, Tomasín dijo
que la abuela se había confundido, que me había quitado el
vestido porque se me había metido una hormiga por dentro y
no me la podía sacar. Yo le miré y dije que era verdad, y que me
había picado en dos o tres sitios.
Pero ni mi madre, ni su padre, ni la abuela nos creyeron,
y al día siguiente, Tomasín y su padre se marcharon para Ma-
drid en el coche de línea, y no volvimos a verles nunca.

Isabel Ordóñez

87
Ternura
E l crepitar de celofán frotándose me hizo volver la ca-
beza. Era el sonido inconfundible de cumpleaños en
la escuela, y que chirrió en la casi vacía sala de espera de hospital
que acababa de atravesar golpeando el suelo con las muletas y
pensando únicamente en el dolor del talón de mi pie derecho.
Las luces de los viejos fluorescentes ya estaban apagadas, y ellos
se hablaban en un susurro; tal vez ni se hablaban.
Las dos manos de él en forma de cuenco la ofrecían ca-
ramelos. Inclinado, parecía que su rodilla se hincaría de un mo-
mento a otro en el gastado suelo de la sala, rindiendo pleitesía
a su dama sentada en un trono de ruedas. Ella, pequeña, frágil
y testaruda, extendió la mano y cogió uno. El ruido infantil de
los envoltorios de colores fueron trompetas que anunciaron al
caballero y la mirada de ella la única espada a la que él aspiraba
para que le tocase los hombros y le permitiese estar al servi-
cio de su reina a la que un encantamiento había paralizado las
piernas.
Durante unos breves segundos la sala se inundó de
una luz especial, de tenue verde y violeta. La luz envolvió sus
gastados cuerpos dentro de una burbuja que podía adoptar
infinitas formas; la membrana de la burbuja parecía muy frágil
pero contenía un líquido amniótico, resistente, limpio y enri-
quecido por el tiempo y los cuidados.
La puerta del ascensor se abrió y tratando de no hacer
ruido al apoyar las muletas entré en él y me volví a mirarlos por
última vez, con los ojos empañados y una sonrisa.

Rosa

88
Intriga
O yó el murmullo en la plaza mucho antes de entrar
en ella ¡Cañadio estaría llena de gente aquella ca-
lurosa tarde de domingo de agosto! ¡Y pensar que el día antes
decían que había llovido a mares! Al entrar en la plaza, miró
hacia la farola de siempre, y lo vio. Un paño negro la cubría.
El desagradable sentimiento invadió todo su cuerpo. Aceleró
el paso y, aunque lo único que deseaba era atravesar la plaza
lo más rápido posible, la miró de reojo una vez más. Apenas
pudo reprimir el grito. Una navaja clavada hasta la empuñadu-
ra atravesaba la tela negra. Esta vez la tela le pareció una chupa
de cuero. Dejó atrás la plaza casi corriendo y se metió en el
portal.
Ya en su piso algo más tranquilo pensó en sus posibili-
dades: abandonarla para siempre o acudir a la policía. No po-
día simplemente arrancar la navaja y deshacerse de ella en el
contenedor de al lado ¡¿Y si era el arma de un crimen?! ¿Quién
podía haber hecho aquella barbaridad? ¿Era algo personal? En
cualquier caso, la decisión la tomaría al amanecer, cuando la
plaza estuviese vacía. Durmió mal. En sus sueños, arrancaba la
navaja y la sostenía en su mano ensangrentada.
A las siete de la mañana salió de su portal y atravesando
la plaza en la que no había un alma se dirigió a la farola. Cuan-
do estaba a tan sólo unos pasos y reconoció lo que era la tela
negra casi se le escapó una carcajada. Su bicicleta estaba cubier-
ta por un paraguas negro que el viento y la lluvia del sábado
habían desarmado y que habían abandonado sobre la bicicleta.
La punta de madera permanecía vertical sobre el sillín con la
tela y las varillas desparramadas a los lados. Con mano firme
agarró la punta y llevó los restos del paraguas al contenedor de
basura. Descandó la bicicleta y se fue pedaleando al trabajo.

Rosa
89
Rechazo
S abía que tenía que besarle. Era la tradición y lo había
oído repetir mil veces: la princesa besa al sapo y éste
se convierte en un bello príncipe. Pero no podía, le miraba los
ojos saltones, la piel verde, casi transparente, gelatinosa, húme-
da y le daban nauseas.
Con los ojos cerrados para borrar la imagen de aquel
sapo grande, blando y viscoso, acercó sólo la cabeza para ro-
zarle levemente con los labios. En ellos quedó pegado un gusto
salado que la hizo escupir para deshacerse de él.
En posición fetal, como recién roto el huevo que le
contenía, apareció el príncipe. Levantó los brazos lentamen-
te y aún más lentamente estiró las piernas dejando en toda su
extensión a la vista un cuerpo de piel traslúcida nunca tocada
por el sol. Las venas se le veían como pintadas y una espesa
capa de mucosidad le recubría por completo. Por contagio, esa
piel transparente adquiría cierto verdor de la espesura que les
rodeaba.
Quizá fuera bello, acorde con los gustos estéticos del
momento, pero la princesa encontraba demasiado saltones sus
ojos y demasiado prominentes sus labios.
La miró y se acercó a ella envolviéndola en un abrazo
pegajoso. Ella cerró los ojos antes de ver cómo acercaba sus la-
bios para darle un apasionado beso. Conteniendo el vómito,
soñaba con que, al volver a abrir los ojos, el bello príncipe se
hubiera convertido en sapo de nuevo.

Isabel aire

90
Empatía
C uando llegué al colegio, en 5º de primaria, el pro-
fesor me sentó junto a Pablito, el único lugar libre
de toda la clase y desde ese momento se me pegó como una
lapa. Pablito era enclenque y todo el colegio se metía con él.
Los mayores le pegaban y le zarandeaban cada vez que se po-
nía a tiro y los pequeños le insultaban: “Cuatrojos”, “gallina”,
“mariquita”… Su casa estaba un poco más lejos que la mía, pero
en la misma dirección. Pablito me acompañaba cada día y con
un “hasta mañana” se despedía sin haber hablado apenas por
el camino.
Un día me invitó a su casa. “Te enseñaré mi colección
de insectos”, dijo. Sus padres estaban trabajando y me llevó di-
rectamente a su habitación. Tenía todas las paredes decoradas
con hojas de papel blanco llenas de manchas con un nombre
escrito debajo en una caligrafía muy pulcra.
- Es la última parte del experimento- dijo señalándolas.
Abrió la puerta de su armario y sacó un tarro de cristal
enorme, de conservas de melocotón, tenía uno pintado en la
tapa metálica. Insectos de todos los tamaños y colores subían
por las paredes pero muchos se amontonaban en el fondo lle-
nando el frasco casi hasta la mitad.
Yo imaginé que dos gigantes cogían el frasco y yo estaba
encerrado en él, trepando por encima de mis compañeros, tra-
tando de no caer al fondo, de no ser aplastado. Una gran zarpa
abría la tapa y me enganchaba sacándome a la claridad, al aire
libre. Me colocaba sobre un inmaculado papel y luego descar-
gaba sobre mí un enorme martillo. Los restos pulverizados de
mi cuerpo caían en la sepultura de la papelera y bajo la mancha
que mi cuerpo había dejado sobre el papel, las manos delicadas
de Pablito escribían con cuidadosa caligrafía el nombre de mi
especie en latín.
Esa noche no cené, no dormí. Tardé tres días en volver
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al colegio aquejado de una gripe, según el médico. Sólo yo sabía
que durante esos tres días mi única obsesión había sido imagi-
nar la mancha que mi cuerpo aplastado dejaría sobre una hoja
de papel blanco en la que unos grandes y delicados dedos ha-
brían escrito: “Homo Sapiens”.

Isabel aire



92
Comicidad
Gracias al mosquito
A mi suegro no lo oí llegar, ni siquiera me acordaba de
que hacía media hora había dicho que iba al baño;
yo pensaba que estaría en la cama. Cuando noté su presencia,
ya estaba en la puerta y su mirada mostraba una incredulidad
que iba en total sintonía con su boca abierta.
Sé que no le caigo bien porque hago yoga y afirmo que
sólo somos energía y, aunque no sé lo que le pasó por la cabeza
en aquel momento, seguro que no era nada bueno. Pero claro,
entiendo que encontrarse con la nuera de uno en paños meno-
res, subida a un sillón y blandiendo un vestido en la mano no
es una imagen muy habitual.
Todo sucedió en un instante: su mirada alucinada, mi
cara roja como la grana, meterme el vestido por la cabeza y per-
der el equilibrio.
Y allí estaba él. Nunca sabré cómo fue tan rápido a sus
casi ochenta años; pero, antes de que tocara el suelo y me abrie-
ra la crisma, apareció mi lado. Por supuesto, no pudo conmigo
y el tortazo para él fue mayor porque yo peso ochenta kilos. Y
porque él cayó debajo.
Por fin, logré sacar la cabeza por el escote justo para ver
en su rostro la viva imagen del pánico. No nos dijimos ni una
palabra. Los dos estábamos mudos. Intenté levantarme rápida-
mente, pero tenía las manos atrapadas en las mangas y volví a
caer sobre él aplastándolo un poco más.
Cuando mi suegra entró, alertada por el alboroto me
imagino, me pilló con el vestido al cuello retorciéndome para
poder incorporarme. Encima de mi suegro.
No tengo ni idea de lo llegó a pensar en aquel momento
porque siempre he sentido que me tiene por una ligera de cascos;
pero sus ojos desorbitados y la mandíbula desencajada me indi-
caban lo peor. Desde luego, yo, en aquel momento, lo único que
quería era que llegara un platillo volante y me abdujera.
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Cuando pensé que mi suegra se giraba para marcharse,
logré sacar una mano por una manga y la agarré del camisón
para impedírselo. No quería que se fuera de allí imaginando a
saber qué monstruosidad; pero cuál sería mi horror y el suyo
y el de mi suegro, que perdió el equilibrio y cayó encima de
nosotros. Para habernos matado.
Ninguno de los tres oyó la cerradura ni a mi marido. Los
tres despanzurrados en el suelo, las caras congestionadas por
los sustos y por los golpes. Semidesnudas mi suegra y yo. Des-
peinados todos. Sin resuello.
Después de aquello, al día siguiente para ser más exactos,
mis suegros se marcharon a vivir a casa de su otro hijo.
Por supuesto, mi marido, que me conoce muy bien y no
piensa de mí nada raro, fue el único que me creyó cuando le expli-
qué que lo único que había pretendido era matar un mosquito.

Carmen G.Valderas

94
Miedo
Ana María
L as bombas habían empezado a explotar hacía ya casi
tres años. Pero lo más gordo, lo definitivo ocurrió
dos meses después de empezar las bombas.
Las luces, los móviles e internet dejaron de funcionar.
Los hipermercados y la mayoría de las tiendas fueron asalta-
das y, para conseguir comida, empezó a ser más útil una joya
de oro que un fajo de billetes. También funcionaba la navaja
en una esquina, siempre que estuviera respaldada por un físico
convincente.
El Piruletas tenía físico convincente hasta en exceso.
Además, detrás del físico tenía un alma negra y esquinada
como los callejones donde trabajaba.
Aquel día se le había dado bien. Dos cadenas de oro, un
anillo con una piedra que parecía buena y siete latas de pescado
en conserva.
Iba contento camino de su madriguera cuando la oyó.
Era una voz dulce que cantaba una canción infantil acompa-
ñada por unos golpes rítmicos. Acechando entre la basura vio
una niña que botaba acompasadamente una pelota mientras
seguía cantando la misma canción. El pelo rubio lo tenía reco-
gido en dos coletas y debajo de la ropa se adivinaba un cuerpo
de piel suave y pocas carnes. El Piruletas se pasó la lengua por
los labios muy despacio y dejó que su alma oscura empezara a
trabajar.
Decidió acercarse. Lo mas importante no asustarla, así
que se quitó la gorra que le ensombrecía la cara, se alisó un
poco el pelo ensortijado y tras amarrarse una sonrisa en la cara
se fue acercando con las manos en los bolsillos del pantalón y
andar indiferente.
La niña, si lo vio llegar no le hizo caso. Siguió embelesa-
da con la pelota.
- Hola, guapa.
- Hola señor -Y siguió botando la pelota.
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- ¿Cómo te llamas? -Dijo el Piruletas mientras daba di-
simuladamente un vistazo para asegurarse de que no había na-
die en la placita.
- Ana María Fernández Martínez señor.
- ¿Quieres? – Y le mostró una piruleta.
- Bueno- dijo Ana María dejando de botar la pelota.
- Mira Ana María, yo tengo una niña que tiene más o
menos tus años, pero está malita y no puede salir a la calle a
jugar como tú. ¿Tú querrías ir a jugar con ella?
- No sé ¿Cómo se llama?
- Merceditas, y tiene muchos caramelos y una pelota de
colores más grande que esa.
- ¿Está muy lejos?
- ¡Que va!, Por esa calle aquí al lado, en la plaza junto al río.
- Vale, pero por esa calle que dices no, que hay muchas
ratas y me dan miedo. Por esta otra.
- Como quieras. Y se pasó de nuevo la lengua por los
labios muy despacio.
Ana María se cogió de su mano y se dirigieron hacia el
callejón.
Después de penetrar en la calleja oscura y solitaria, el
contacto de la mano le acabó de revolver los instintos. Estaba a
punto de empujarla a un portal y arrancarle allí mismo la ropa
cuando el mundo se abrió bajo sus pies.
Luchaba por salir de la alcantarilla en la que había caído
al pisar el cartón que la cubría, cuando adivinó una sombra a su
espalda. Luego sintió un golpe fuerte en la nuca y se desmayó.
Tres figuras más de muchachuelos aparecieron. Ningu-
no pasaba de los trece años. Uno de ellos abrió una navaja y
sujetándole la cabeza por los pelos, le dio rápidamente un tajo
profundo de oreja a oreja.
Insensibles a la sangre que manaba se dedicaron a rebus-
car en sus bolsillos para ir metiéndolo todo en una mochila.
A punto ya de marcharse, la niña que se había retirado
prudentemente se acercó para decir.
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- Mi parte Danielín.
- Toma Anita -Y alargó dos latas de conservas.
- Si os vuelvo a hacer falta me lo decís ¿Vale?
- Claro Anita. Lo haces muy bien.

César

97
Miedo
El sollozo
El sol se ponía por detrás de los montes, y el pueblo se
llenaba de luces amarillentas. No había bar en él, no había pla-
za mayor, ni casino, ni ningún lugar de reunión, sólo casas gri-
ses de ventanas pequeñas y tejados picudos separadas unas de
otras por callejones empedrados. En la última casa del pueblo,
la que limitaba con el bosque de alerces ásperos que tocaban
los cristales, mi tía Sabina cosía junto a la chimenea, muerta de
frío y ayudada de sus gruesas lentes en la penumbra. Recuerdo
que yo estaba debajo de la escalera jugando con mis muñecas
cuando sonó la aldaba del portón. Mi tía me miró por encima
de sus gafas con unos ojos alarmados. Me dijo: “Quédate ahí”,
y salió a abrir. A los pocos instantes entró otra vez en la sala. Su
expresión extraña me desconcertó, parecía estar en otro mun-
do. Sonaron pasos detrás de ella en el pasillo sin luz, y desde su
negrura surgió una silueta borrosa que poco a poco fui reco-
nociendo: era mi padre. El pelo se había caído de su cabeza, y
su barbilla parecía mucho más estrecha y larga que en la foto
que estaba en el hall, pero era él. Alargó hacia mí una mano
temblorosa y blanca que me hizo esquivarla instintivamente,
después me dominé y conseguí quedarme quieta para que me
acariciara el pelo, pero su tacto era tan leve que apenas lo sentí.
Mi tía Sabina dijo:
-Juan, sabes que no puede ir contigo.
Mi padre, al escuchar esto, rompió en un sollozo que re-
sonó tremendo por toda la casa, se cubrió la cara gris con las
manos y se desvaneció en el aire. Todo quedó impregnado de
su ausencia.

Mar

98
Comicidad
La gata
B ajaba yo por las escaleras, bien arreglada y maqui-
llada para la reunión, cuando vi a mi vecino del pri-
mero espiándome por la puerta entreabierta. Me hice la des-
pistada, como siempre, y seguí bajando para pasar por delante
de él con toda la arrogancia de que era capaz, haciendo caso
omiso de sus ojillos lúbricos. Entre la planta primera y el bajo,
cuando casi había conseguido salir de su campo de visión con
toda impunidad, la gata de la portera saltó desde el balaustre,
donde había estado dormitando, y se enredó entre mis piernas
para arrancarme una caricia, maldita gata zalamera. Hice un
quiebro para esquivarla y evitar que me llenara las medias de
seda de pelos grises, y mi tacón derecho pisó el borde del esca-
lón y se partió. Caí en picado sobre el descansillo para acabar
en una postura de lo más ignominioso, con una pierna doblada
y la otra casi vertical, enganchada por el tacón roto al tercer
escalón del tramo. Lancé un juramento rabioso, y en lo alto del
rellano apareció mi vecino, el mirón, que frotándose las manos
preguntó con voz meliflua mientras me miraba a un lugar muy
lejano a mis ojos:
-¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

Mar





99
Humor
Crisis existencial
-Explique cómo sucedieron los hechos, por favor
-Bueno, todo empezó aquella semana en la que Fede-
rico se había marchado de viaje. No sé cual fue la causa pero
durante esos días fallecieron el móvil, el video y hasta el coche
empezó a toser como si tuviese bronquitis crónica
-¿Fallecieron? Explíquese mejor.
-Perdón, quiero decir que dejaron de funcionar. Pero lo
más triste fue lo de Caruso, el pájaro, el pobre me miró con
ojos lastimeros, dijo pío y pasó a mejor vida -Qué Dios lo
tenga en su Gloria-
Cuando Federico volvió, le empecé a contar con cara de
circunstancias, como exigía la ocasión, todos los problemillas
ocurridos durante su ausencia.
El me decía “no pasa nada, cariño, eso le puede pasar a
cualquiera”, pero yo sé, porque llevamos mucho tiempo juntos,
y por esa miradita suya lo que en el fondo estaba pensando.
-¿Qué hicieron después?
- Pues empezamos a realizar una “visita médica” a
los distintos aparatos, en la que yo le explicaba los sínto-
mas y el tratamiento aplicado a los mismos antes de morir.
-¿Síntomas? ¿Tratamientos? ¿No estamos hablando del móvil
y del video, señora?
- Sí señor. Discúlpeme una vez más, es que el pobre Fe-
derico decía eso cada vez que algo se estropeaba.
- Continúe por favor.
- Comenzamos con el móvil. Yo le empecé a explicar lo
ocurrido: Le puse a cargar y después, él solo se apagó, no volvió
a respirar, ni a parpadear, ni dio ninguna prueba de vida. Yo le
hice de todo, menos el boca a boca, y el teléfono no mejoró.
Entonces Fede cogió al enfermo, perdón al móvil, le puso
a cargar enchufando el cable y…… ¡MILAGRO! ¡SE HIZO
LA LUZ! El teléfono encendió su pantallita y se recuperó. Na-
100
turalmente se puede imaginar mi de cara de perplejidad y ante
tan escabrosa situación sólo se me ocurrió empezar a gritar:
“¡MILAGRO, MILAGRO; TUS MANOS SON MA-
GICAS! Por favor toca mi cabeza con ellas y libérame de la
terrible jaqueca que me aqueja”
-¿Cómo reaccionó su marido?
-Pues como siempre, con tranquilidad, aunque claván-
dome esa miradita suya.
-Continúe con la narración de los hechos, por favor.
- Lo que más pareció preocupar a mi marido fue su co-
che. Lo noté en su ceño fruncido, en que apretaba muchos los
dientes y nuevamente en esa miradita.
Yo, con la voz temblorosa, le empecé a explicar:
“El coche empezó como a “toser” como si tuviese una
bronquitis crónica, después todas las luces del panel se empe-
zaron a encender y a apagar como si aquello fuese un árbol de
Navidad y por fin, el coche se paró”.
Fede, sudando por todos los poros de su cuerpo, y yo
también, aunque obviamente por razones distintas, empezó a
mascullar:
“El cigüeñal, la junta de la culata, la correa de la distri-
bución… y otras palabras malsonantes que por mi educación
prefiero no repetir.
Entonces, levantó su mirada del motor, clavó sus ojos en
mí, y en un tono claramente fingido me dijo:
“Gertru, cariño, ¿has echado gasolina al coche como te
dije?”
De mi boca sólo salió un “no, se me olvidó” al tiempo
que esperaba, suplicaba que el suelo se abriese a mis pies mien-
tras nuevamente esa miradita suya se clavaba en mí.
¡Ay, pobre Fede! ¡Qué mal lo debió de pasar pensando que
a su flamante automóvil le hubiese ocurrido algo irreparable!
A partir de aquellos acontecimientos mi vida ha entrado
en una profunda crisis existencial, tengo la autoestima por los
suelos, y lo peor son los remordimientos que no me dejan dor-
101
mir pensando en el pobre Caruso. ¿Y si no estaba muerto, si no
sólo en estado catatónico?
- Dice que siente remordimientos por el pájaro …. ¿Sola-
mente por la muerte del pájaro o por algo más?
- No sé que quiere decir, yo sentí muchísimo la muerte
de mi pobre Caruso.
Desde entonces, las cosas siguieron en la misma línea,
cada día dejaba de funcionar algún aparato doméstico y las
miradas de pitorreo y los comentarios cargados de ironía me
tenían un poco harta.
-Ahora céntrese, por favor, en el día de autos:
-¡No sé si seré capaz! ¡Pobre Fede! Bueno lo intentaré.
Aquel día, tras la avería correspondiente, llamé al técnico y me
explicó no se qué de la toma de tierra y que ya volvería mañana.
La verdad es que no le entendí muy bien, pero no le di mayor
importancia.
Por la tarde, mientras mi Fede se estaba duchando, de
repente se apagó luz, saltaron chispas, empezó a salir humo
del baño, a oler a carne quemada y escuché el grito agónico del
pobre Federico… ¡Pobre Fede! ¡Ay, mi Fede, tan churruscadito
que se me quedó!
-Muy bien ¿Tiene algo más que declarar?
-No Señor Juez. Le juro que todo ocurrió así y le ruego
que se apiade del dolor que aflige a esta pobre viuda, porque mi
pobre Fede, al que Dios acoja en su seno, y a pesar de esa mira-
dita suya, fue el mejor de los 4 maridos que se me han muerto.

Ana

102
LA FOTO

103
104
La foto: varios hombre antiguos en un anden, mirando
hacia el final de un tren que esta llegando a una estacion.

E se día me dolían más que nunca las tripas. Llevaba


varias semanas como si tuviese un ratón royéndolas
y en esa noche no me había dejado cerrar los ojos. Por eso es-
toy tan demacrado en la foto, mírame ahí. Habíamos estado
toda la mañana esperando al tren de Barcelona. “En el último
vagón –nos dijeron – estén muy atentos”. Y estuvimos. Ocho
maletas y tres baúles grandes. ¿Quién podría viajar en 1940
con tanto equipaje?. Todos pensamos que serían baúles lujo-
sos, de esos llenos de filigranas y sin un rasguño. Y al verlos
nos dijimos: vaya chasco. Esos no eran baúles, eran cajas como
de muertos. Y pesaban como muertos. Pero no, iban llenos
de libros. Que yo los ví cuando la caja mas grande se les cayó
al intentar subirla al carromato y quedaron todos los libracos
aquellos esparcidos por la tierra. El primero en agacharse a re-
cogerlos fue el dueño, un señor muy elegante. Los iba cogiendo
como si fuesen bebes. Bebés o niños muy pequeños. Se quedó
abrazado al más grande: uno marrón con dibujos dorados. Y
mirando al tren que se iba, lloró.
Lloraba sin taparse la cara ni nada. Yo estaba todavía en
el andén con unos maletines pequeños que casi no pesaban,
pero que había que transportar con mucho cuidado. “Ojito
con esto” – me susurró un mozalbete pecoso – “Es el material
que hemos utilizado en el frente con todas esas cosas para co-
ser a los heridos y pincharles con indieciones”. Eso dijo. Y que
él, el chaval, había estado allí empapando algodones en agua
caliente. Y repetía los gestos al contármelo, guiñando los ojos y
levantando un hombro a golpes rítmicos, como si bailara.
Cogí los tres maletines lo mejor que pude, algo encogido
por los retortijones que no querían parar y los llevé despaci-
to hacia el carricoche. Ahí mismo lo entendí: ese señor era el
médico, el que iba a poner la clínica cerca de la plaza real. ¡Si
hacía dos semanas que mi mujer no hablaba de otra cosa!. Y yo
105
con esta docena de cuchillos que no se desclavaban del costado
ni al dormirme. Un médico a dos palmos de mi vista y yo sin
atreverme a decirle nada.
Al llegar al carricoche, el médico se me quedó mirando.
Así, atentamente. No estaba yo acostumbrado a que un caba-
llero tan bien vestido me mirase así. Me azoré todo, a pesar de
mis canas. Como te lo digo, que me sentí como un zagal pilla-
do en falta y sólo acerté a tartamudear:
- Aquí están las maletas del frente, señor doctor.
El me cogió la muñeca sin dejar de mirarme a los ojos:
- ¿Desde cuando tiene la piel suya ese color amarillento?
Desde Navidad, eso sí lo sabía, que me lo dijo mi primo
cuando vino a la cena. Dos años hacía que no nos veíamos. Y
eso me dijo, que qué amarillo estaba.
- Venga mañana a verme. No se le olvide. Acompáñenos
en el carro y verá donde están nuestras dependencias.
Y allá fuimos, el chico y yo, sentados en el borde trasero
del carro. Fuimos comentando lo de los abrazos a los libros y
lo del llanto. Que su jefe hacía cosas así de vez en cuando. Casi
me hizo dudar si sería el médico o qué.
- Pues no me importa nada que sea un llorón – le dije yo
agarrándome las tripas – ese señor me va a curar este dolor tan
grande que tengo”.
Y así fue, ya ves, tres meses y ya estoy como un roble.

Marian

106
Carlos
Shiruku tenia dieciocho años y aquel año estaba empezando a
estudiar periodismo en la universidad de Tokio. Saco su Sonic Ericsson
rosa último modelo que casi le había costado 16.000 yens y llamo a su
amiga Itsuku.
- ¡Hola! –Exclamo- ¿Vamos al centro comercial? Hoy comienzan
las rebajas en Shinjuku, ¡Ya han sacado los nuevos modelos de invierno!
Itsuku lanzo una exclamación ahogada.
- Ahora mismo llamo a Shoe. Tenemos que ir antes de que se los
lleven todos.
- ¡Chao! –se despidió Shiruku.
Cuando las tres llegaron al centro comercial sufrieron una agrada-
ble sorpresa. Shinjuko no solo vendía nuevos modelillos si no que aquel
día les ponía a la venta después de lucirlos en un pase de modelos.
- Dios mío, mira que vestido –chillo Shoe al ver a la primera mo-
delo. Y las tres corrieron a juntarse con la multitud de muchachas que
miraban los vestidos y acuchilleaba cuando pasaba alguno que les gus-
taba.
- A sido increíble –suspiro Shiruku dirigiéndose a sus amigas cuan-
do se iban a la hora de cerrar del centro comercial. Ellas asintieron. Se ha-
bían gastado cada una cosa de 20.000 yens en ropa y estaban encantadas.
Shiruku se despidió de sus amigas y se fue a dormir. A la mañana
siguiente su profesor de estilo les mando un trabajo:
-Coged alguna revista y hacer un comentario crítico de un arti-
culo –dijo.
Shiruku compro un taco de revistas en un quiosco y las ojeo en casa.
Le llamo atención una foto en la que un montón de chicas japonesas –to-
das a la última moda- sacaban fotos de algo que no se veía. Se dijo que si un
occidental viese esa foto pensaría que todas las japonesas eran iguales, hasta
a ella le costaba distinguirlas. “Son como clones” pensó y se rio.
De pronto algo llamo su atención: Un móvil Sonic Ericsson rosa
en la mano de una de las clones.
Carlos
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Un hombre solo
É rase un hombre rico, avaro y frío en el trato, de for-
ma que cada vez eran menos las personas que se atre-
vían a visitarle. A medida que cumplía años notaba que sentía
una extraña sensación que le dificultaba conciliar el sueño. A
los hombres de su naturaleza les pasa que, con los años, los días
se hacen oscuros y en la noche negra regresa el miedo de la in-
fancia y el alma vieja, como la de un niño, se echa a temblar.
Noche tras noche, de las sábanas de seda, del almohadón
de plumas o de la misma nada, surgían fantasmas que le ponían
palabras a esas sensaciones, entonces, con los ojos abiertos de
par en par se levantaba insomne y deambulaba de un lado a
otro de la casa hasta el amanecer; desesperado y consciente ya
de su soledad. Así las cosas y para evitarlos, decidió cada noche
cambiar de aposento: de la cama pasó al sofá, luego a la butaca,
a la silla, a la alfombra del hall, al felpudo de la entrada, a la
yerba mojada del jardín... Pero de todas las almohadas surgían
fantasmas que le hacían recordar una y otra vez su condición,
y las sábanas, tejidas como de un frío invernal, terminaban de
helarle el corazón.
Una mañana arrepentido de como fue, regaló su casa,
su dinero y dispuesto a abandonar también la soledad salió a la
calle en busca de compañía.
Deambuló por el corazón de una ciudad que le pareció
abandonada. Y llegó un momento en que agotado, se acostó
acurrucado en el suelo hundiendo los huesos en el asfalto ca-
liente, como si necesitase cubrirlos de una segunda piel; cuan-
do sintió el calor en su cuerpo se sumió en un profundo sueño
del que ya no despertó.
El sol irrumpió en el cielo y alumbró al hombre. A su
alrededor, se formó un corro de curiosos que ahuyentaron a los
fantasmas y le acompañaron en su agonía.
Mamen
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Niño Torero
M i padre era torero. No estaba contento con su
vida, y no quería que yo repitiera sus errores, me
decía siempre. Mi madre nos había dejado hacía ya mucho
tiempo, según él por los putos toros. Yo no estoy tan seguro de
que fuera por eso.
Habíamos ido de vacaciones al pueblo, a casa de mis
abuelos. Aquella noche estábamos en la finca de la dehesa, mi
abuelo, mi padre y yo. Asamos unos choricillos en la parrilla
y me dejaron beber un poco de vino, pero muy poco. Mi pa-
dre estaba contento, me acuerdo porque nunca lo estaba; y mi
abuelo gastaba bromas como siempre, pero se le notaba que es-
taba deseando llegar a casa para acostarse. Aunque era verano,
hacía bastante frío y le dolían los huesos.
Todo iba muy bien hasta que yo empecé a decir que de
mayor quería ser torero, pero no por el vino; es que por enton-
ces yo casi no decía otra cosa. Entonces, mi padre se enfadó
como nunca le había visto, yo creo que él sí fue por el vino.
Puso cara de loco y se me echó encima, gritando que me ma-
taría con sus propias manos antes que verme delante del toro,
y empezó a zarandearme por el brazo y a darme bofetones. Yo
me tapé la cara con las manos y empecé a llorar, el abuelo se
puso delante de mí y le dijo a mi padre: Deja al chico, al fi-
nal será lo que Dios quiera . Mi padre me pegó todavía unas
cuantas bofetadas, aunque más flojas, algunas hasta le cayeron
al pobre abuelo, pero yo creo que lo del abuelo fue sin querer.
Lo peor fueron las cosas que dijo de Dios. Cosas feas de verdad,
y estuvo diciéndolas durante un buen rato. Después, echó a
andar por la carretera sin esperarnos.
Yo sé que es muy triste, pero éste es el último recuerdo
que tengo de mi padre, y aquellas palabras fueron las últimas
que le oí . Al día siguiente, muy temprano, mi abuela se lo en-
contró tirado en la cuadra, con la botella de vino en la mano.
110
Al principio se pensó que estaba dormido; pero no, enseguida
se dio cuenta de que estaba muerto de verdad. Desde entonces
tiene depresiones, y sólo sale de casa para ir a misa los domin-
gos, y no todos. Y para ir al cementerio, claro. A mí no me lo de-
jaron ver, y aunque entonces me enfadé, ahora casi me alegro.
Ya han pasado dos años. Yo en el fondo sigo queriendo
ser torero, pero me acuerdo de mi padre casi todos los días y se
me quitan las ganas. Mi abuelo apaga la tele cuando ponen co-
rridas de toros, y ya no me anima como antes, dice que es mejor
que siga en el instituto todo el tiempo que pueda.

Isabel Ordóñez

111
Nuevos comienzos
M elba se puso el raído abrigo de su padre, y con una
mueca entre satisfacción y tristeza en el rostro,
se sentó frente al escritorio en el que permanecía la escritura
de su nueva casa y la foto en la que se ve abandonando el edi-
ficio en ruinas, que fue su techo durante un mes después del
terremoto, portando lo poco que pudo salvar, unas alfombras
y el retrato de su padre. Distraída, recogió las cuartillas y salió
a la calle. Se abrochó el abrigo cuando el frío de la tarde le azo-
tó el rostro. Pero ni el frío hizo que saliera de sus pensamien-
tos. Con andar pausado pero firme, recorrió la calle principal
y pasó por la alameda. Siguió por la calle de la catedral hasta
llegar a una plaza con una fuente en la que siempre se sentaba a
escuchar el sonido del agua al salpicar en la piedra, pero hoy no
lo hizo. Cruzó la plaza de lado a lado, se acercó a un portal en
el que un gran rótulo anunciaba rebajas de ropa de bebé en la
primera planta, suspiró y pensó…, algún día lo seré. Empujó la
puerta y esta cedió. No cogió el ascensor, se dirigió a la tercera
planta. Sin darse cuenta había subido las escaleras deprisa, y
al llegar al rellano se sintió abatida, debido al esfuerzo y la ten-
sión que le suponía estar allí. Con la mano temblorosa pulsó el
timbre y esperó unos segundos hasta que una señora regordeta
le franqueó la entrada. Ésta le dijo, el señor Damián le espera
señorita, sin contestar la siguió por el pasillo hasta el despacho,
depositó los folios sobre el escritorio barnizado del notario,
él, la fue señalando con el dedo donde debía firmar. Lo hizo,
mientras pensaba que por fin lo que fue su refugio la pertene-
cía. Se levantó de la silla en silencio y se despidió con un simple
adiós, a continuación salió a la calle. Esta vez el frio, sí la ayudó
a aclarar sus ideas. Se dio cuenta de que la imagen del edificio
en ruinas no la abandonaría jamás.

Eva
112
La foto
L as puntas de unas zapatillas rosas eran los vértices
del triángulo que formaban sus piernas, larguilu-
chas pero fuertes, preparadas para la orden de plié que estaban
a punto de recibir. Cada día, su abuela vigilaba con gran amor,
mientras esperaba el final de la clase, para conducir por las ca-
lles de Kiev a salvo a su pequeña. Esa larga y brillante melena
rubia, onduleándose a cada movimiento, era su orgullo y su
esperanza.
Aquel francés se fijó en ella al primer golpe de vista y la
esperó cada tarde después de la función en la puerta trasera del
teatro.
-Europa caerá a tus pies, princesita rusa-decía deslizando
tres dedos tasadores, arriba y abajo, por la larga y gruesa trenza
rubia-las pasarelas y las cámaras te van a adorar.
-¡Pero yo soy bailarina!-reivindicaba ella coqueteando
con la vida.
-En París, con esas piernas, serás lo que tú quieras ser-y
soltaba por la nariz y por la boca el humo largo rato retenido
en sus pulmones.
Su abuela recibiría la primera foto como modelo: bajo
las piernas de la Tour Eiffel ella posa con abrigo y gorro de pie-
les; bajo el abrigo sólo hay lencería fina y tacones de aguja, todo
muy sexy; sus manos mantienen el abrigo abierto, exhibiendo
la lencería negra, cara, muy cara, y los tacones altos, muy altos,
que moldean sus piernas; coqueta y divertida lanza un beso
que sólo ella sabe que es para su querida abuela.
Tiene delante la foto de la niña de las zapatillas rosas y la
primera foto en París, algo diferente a la que había imaginado.
Hay lencería y tacones, pero ningún tipo de abrigo y no le re-
sulta nada sexy. También está lanzando un beso que su abuela
nunca debe recibir. Es su vergüenza y su condena.
Rosa
113
Foto
V agaba con los pies mojados dentro de sus botas agu-
jereadas, la lluvia cayendo fría sobre sus harapos,
cuando encontró la puerta. Cruzó de un salto al sol, a la arena
ardiente. Se fue despojando de sus botas, de las telas que vapo-
reaban sobre su cuerpo y se tumbó sobre la arena desnuda, con
los brazos y las piernas extendidos.
Así la encontraron, desnuda, sobre el asfalto, con los bra-
zos y las piernas extendidos sobre el suelo que se había secado a
su alrededor, con el cuerpo ardiendo, evaporando al instante la
lluvia que seguía cayendo a raudales sobre ella.
Sintió que la arrastraban por los pies y la hacían cruzar
la puerta de nuevo. La arena se convirtió en asfalto, las agujas
del frío y el agua explotaban su burbuja de calor y le entraban
hasta los huesos.
En la ambulancia, abrigada, lloraba añorando abando-
narse para siempre sobre aquella arena… ardiente…

Isabel aire

114
La foto de boda
–¡No está! –exclamó Luisa con voz temblorosa mientras
volvía a repasar el puñado de fotografías desde el principio.
Llevaba muchas noches soñando que estaba sola. Soñaba
que a él se lo encontraba por la calle y ni siquiera se saludaban.
No se conocían pero ella sentía que lo amaba y no entendía
por qué no estaban juntos. Se despertaba angustiada en medio
de la noche; pero al notarlo a su lado en la cama, se apretaba
contra él y se tranquilizaba.
Pero esa noche, él no había dormido en casa.
Volcó la caja de fotografías y las extendió por el suelo.
No estaba. La foto de su boda había desaparecido.
«Otra vez», pensó mientras sus lágrimas caían. Otra
vez desaparecía una foto y ella se perdía un poco más entre la
realidad y los sueños.

Carmen G. Valderas

115
Foto de Ágatha Christie
La amenaza
-Qué felicidad, con casi setenta años me siento cada vez
más deseable. No todas tenemos un marido arqueólogo…..
-Pero Ágatha, ¿qué dices? me muero de risa contigo.
-Tonta, ¿no sabes que el amor está sustentado en cosas
misteriosas? ¿y no sabes, además, que es el más poderoso afro-
disíaco que existe?
-Me haces sonrojar….
-Venga, venga, no me digas que no sabes nada sobre estas
cosas, tú que eres una mujer joven y atractiva…
-Algo sé, sí, pero sería absolutamente incapaz de expre-
sarlas como tú haces.
-Ah, la experiencia. He comprobado que el viejo dicho
es verdad: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
-¡Huy, pero eso suena como si el saber nos hiciera mal-
vados!
-Bueno, en realidad… ¿qué es ser malvado? ¿No depende
quizá del punto de vista? Pero es hora de que te tomes otra taza
de té ¿es que no te ha gustado? ¿quizá tiene un sabor extraño?
-Sí… sí que me ha gustado, un poquito más, gracias Aga-
tha. Ser malvados o no, ¿quieres decir que para el que sufre las
consecuencias hay maldad, y para el que recibe los beneficios,
bondad….?
-¿Ves cómo sí que sabes expresarte? Precisamente, y…. y
hablando de amor, ¿sabes que no me gusta nada cómo miras a
mi arqueólogo? Ah, ahora sí que te has sonrojado de verdad…
-No sé a qué te refieres, Agatha, yo no….
-Ya, tú no… Pero te ocupas de encontrarte con él por
los pasillos, de quedaros a solas cuando todos terminamos de
cenar, él me lo ha dicho.
-¿Cómo? Traidor….
-Desprecias el poder del verdadero amor, querida. Te
comprendo, para ti la vida es simple, no sabes lo que se escon-
116
de detrás de los años. Ven aquí, no llores, seguiremos siendo
amigas. Y recuerda, mi marido es más joven que yo, pero sabe
enamorarse de lo que no se va con el maquillaje, de lo que no
perece… ya sabes, de lo que no muere, ¿sabes a qué me refiero?
Pero ahora palideces… Debe de ser el té. Sí, enseguida proba-
blemente dejarás de respirar, poco a poco, te irás ahogando lo
quieras o no ¡Y palideces más aún! Haces mal, así le gustarás
todavía menos ¿Otra tacita de té?

Mar

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Foto: niño torero
Sueños ajenos
P ancho apunta con su espada al carretón. No lo ve. Imagina
una plaza de toros a rebosar, los abanicos intentando reme-
diar el calor del Sol que a esa hora cae implacable.
Allí está él, Panchito de Maracaibo, con un traje de grana y oro
como el que siempre deseó llevar su padre.
Se quita la montera, el silencio llena el albero y con voz todavía
infantil dedica:
-“Va por ti”
Los aplausos vuelven a inundar la plaza.
El carretón se acerca:
-Cuidado Pancho, apunta bien, nunca pierdas de vista al toro
–le indica su padre con voz autoritaria-
Panchito de Maracaibo siente que le tiemblan las piernas cuan-
do Cetrino aparece en el ruedo.
-Tranquilo –le dice su padre- parece noble.
En las gradas sólo se escuchan los ¡olés! Y los ¡torero, torero! Y
la voz de su padre:
-¡Acércate que ya es tuyo! ¡Más cerca Panchito, no me seas gallina!
El carretón se acerca, Pancho resbala, la arena se pega en su cami-
seta…. El cuerno se acerca… Tras él la voz rotunda y agria de su padre:
-¡Levanta! ¡Así no vas a llegar ni a maletilla!
Panchito de Maracaibo tropieza, se cae y por primera vez mira
a un toro a los ojos. Por su traje de grana y oro siente por primera vez
correr un líquido viscoso y caliente.
Ya no se escuchan los olés, ni las voces de torero, torero, ni los
gritos impacientes de su padre. Silencio.
Pancho, caído en el suelo, sólo escucha una palabra de su padre:
-¡Cobarde!
Y Pancho se pregunta: ¿Qué tenía de malo soñar con ser as-
tronauta?
Ana

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Santander, 21 de Diciembre de 2009
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