la estampida de los contertulios le dejo solo, íngrimo solo, en donde como una
espiga segada por filosa hoz, se desplomó lentamente sobre sí mismo, llevándose
en el recorrido estrepitoso la silla en que estaba sentado y la mesa que tenía al
frente con botellas vacías. Al caer sobre las baldosas ordenadas que formaban
estrellas combinadas de colores, su cuerpo quedó a lo largo, algo encogido sobre
el lado derecho semejando una oruga y con las manos trataba en vano de
garfañear pedazos de vidrios partidos a medio cubrir con espumas y cerveza
derramada. Boqueó tratando de librarse de algo que trancaba su garganta y una
bocanada de sangre a borbollones, espumosa, manchó de tinte rojo dos baldosas
y media del piso.
Abajo entre el reguero de sillas, botellas y líquido, yacía entre los estertores de
la muerte el cuerpo que me acompañara siempre.
Una dimensión incomprensible se apoderó de mí y ya no me detuvo nada y el
tiempo y el espacio se fundieron en uno.
Una mancha de rojas corocoras que vienen en esta dirección pasan a través de
mí sin que pueda hacer algo, apenas siento el aleteo sanguíneo en esta
inmensidad.
Quiero mirarme y no me encuentro. ¿Quién soy yo? ¿Qué hago aquí? ¡Esto está
hermoso, hermosísimo! ¡Qué ambiente tan agradable; qué bien me siento!
-Somos de la guerrilla -manifestaron- no debes temer; nada hay contra ti, pero
nos acompañarás.
El que iba en el puesto de atrás sacó un trapo, tal vez un pañuelo, oloroso a
sudor y humedad y me vendó. La oscuridad de la noche se volvió compacta,
pegajosa y sentí mi pobre humanidad aprisionada y limitada infinitamente por
estos tipos extraños que incomprensiblemente me llevaban no sé hacia dónde ni
por qué.
El calor del motor empezó a subir por la palanca de cambios y como hormigas
se metió por las mangas de mis pantalones, pasando por la cintura hacia arriba
hasta enredárseme en la cabeza; las ropas se me pegaron al cuerpo y la zanja del
pecho parecía quebrada de región montañosa después de la lluvia.
La oscuridad en esas condiciones me hizo sentir miserable, indefenso, poca
cosa.
Habría marchado el jeep unas dos horas, cuando entramos por una senda
difícil por donde no había camino y el campero se estremecía sobre el duro
terronal de verano; luego debió pasar por encima de arbustos que le raspaban la
transmisión y el chasis, hasta que finalmente un tronco o algo así, impidió seguir
adelante.
Rato después salimos a lugar despejado en donde la luna como una diosa
dormida sobre hilachos de nubes, nos miró silenciosa y triste, envolviéndonos en
su candorosa claridad. Era un espacio talado en medio del monte y sembrado de
maíz; así pude verlo con los destellos de la linterna y el recuerdo de momentos
vividos en la infancia campesina. Hacia un lado continuamos por el camino que
bordeaba la labranza y que debía llevarnos a donde otros hombres. No me
equivoque mucho, al escuchar ladridos. En el paradero, frente a una casita de
palma, fuimos atacados de cerca por un par de perros que estaban dispuestos a
no dejarnos seguir. El comandante persiguió con el rayo de luz a los cánidos que
gruñendo rabiosos se fueron retirando.
-Caminen con cuidado compas; cerca debe estar una serpiente comiéndose
una rana –dice alguien.
-Y bien cerca está –aclara otro-; toda esta vaina esta minada de culebras.
Siendo la llanura una sola y mil caminos distintos, enrumbamos en línea recta
por entre el pajonal sabanero. El terrón estaba duro y las macollas de pasto a
ratos me hacían trastabillar; el comandante con la metralleta terciada al hombro
continuaba a la cabeza con pisadas seguras. Pasamos un banco de sabana junto
a una silueta que sobresalía del perfil plano que hacía pensar en una mata de
monte, para entrar luego en un terreno bajo en donde el pasto iba a ras de tierra.
Recordé los años de niñez y concluí que debíamos estar cerca de un caño. Antes
de llegar a las barrancas debíamos atravesar espinerales de cachitos que obligó
al comandante Juan a encender la linterna que había tenido apagada desde que
salimos a sabana abierta. Varias de las estocadas de las púas dieron en mis
manos al tratar de protegerme la cara. Cuando llegamos a la costa del caño y el
comandante enfocó abajo, hacia la corriente, varios chigüiros desde lo alto del
barranco se lanzaron al vacío pegando un agudo chillido en plena caída que
partió la noche en mil pedazos; el chasquido del agua se escuchó a lo lejos; la
tranquilidad volvió a esos parajes. El comandante alumbró en varias direcciones,
buscando una zanja por donde bajar y poder cruzar la corriente; con el destello de
los rayos de luz vimos varias bolitas de fuego en pares que emergían de las
aguas. Volví a recordar mis primeros años y supe que eran los ojos de las babas
que ya alertadas con la algarabía de los chigüiros, estaban pendientes de
nosotros. El comandante con la linterna descubrió corriente abajo, un paso de
ganados y hacia allí nos dirigimos en silencio, bajamos dejándonos resbalar sobre
el ripial del paso hasta llegar al borde de las aguas. El subversivo llanero
chapoteó duro sobre la corriente cerca de la orilla, tratando de espantar las fieras
que sin lugar a dudas agazapadas en el fondo del caño, debían estar
esperándonos.
Para darse ánimo hablaron en voz alta entre ellos mismos sin dirigirse a mí y
como siempre, el comandante desafiando el peligro rompió el agua con su pecho;
así con ropa y todo como veníamos, lo seguimos. Por ser verano el nivel estaba
bajo, no obstante nos llegó hasta la cintura en la parte más honda; yo continuaba
en el centro de la fila, afortunadamente, pero el susto me tenía los pelos de punta
al presentir que en cualquier momento nos atacaba el caimán, la culebra de agua
o el temblador. Con un poco de seguridad íbamos llegando a la otra orilla,
cuando el jefe adelante, dejó escapar un ay de dolor y se espantó tratando de
salir rápido del agua. Todos nos desbandamos alcanzando la orilla en fracción de
segundos. Al salir el comandante seguía quejándose y echándose sobre la arena
del barranco en convulsiones lastimeras se movía de un lado para otro.
Entonces sentí que en el batuqueo me había mojado todo y tenía las ropas
pegadas al cuerpo y para completar había perdido el zapato derecho. Al palparme
la media que había quedado pelada, toqué algo liso sobre el piso en la oscuridad;
era la linterna que se le había caído al comandante Juan.
-Aquí está la linterna -les dije una vez la levanté del suelo.
Yo mismo alumbré sobre la pierna herida del jefe y entonces pudimos darnos
cuenta que efectivamente debía haber sido el ataque de una raya que al ser
pisada por el comandante lo había picado en el tobillo, una vez traspasó con la
puya la dura bota de cuero, desgarrándole parte de los tejidos encima del talón.
Mientras yo alumbraba con detenimiento, los dos compañeros le quitaron la bota
al herido que se quejaba del agudo dolor que le taladraba toda su humanidad.
Bien sabía yo, por experiencias ajenas, que la picadura de raya era uno de los
dolores mas terribles a los que podía verse abocado el llanero en su lucha diaria
con el medio.
Después del incidente del caño seguimos un rústico camino que facilitaba el
desplazamiento del comandante, que debía avanzar cojeando. A ratos los
compañeros a lado y lado le brindaban apoyo.
-¡Qué tal compañeros!... ¿Cómo les fue? –dijo refiriéndose a mis acompañantes.
-Bien por una parte y mal por otra –respondieron a una misma voz los tres.
-¡Comandante que le pasó! ¿Qué le pasó en esa pierna? –exclamó
alarmándose una vez se percató del herido. ¿Los atacaron en la ciudad? –insistió.
-¡No...nada de eso!... fue pasando el caño; por llegar más rápido no buscamos el
paso principal y nos tiramos al agua por una parte desconocida, con tan mala
suerte que al ir adelante me picó una maldita raya.
-¿Qué más les paso? –volvió a preguntar el centinela.
-Todo lo demás fue positivo –aclaró el comandante Juan.
Ante la conversación, los del campamento se habían levantado cada uno con el
arma terciada; entonces supe que dormían vestidos y calzados, con la metralleta
encima por si debían defenderse o atacar de improvisto. Nos rodearon y con
varias linternas encendidas simultáneamente, en forma minuciosa revisaban la
herida al compañero que en esos momentos ya se mostraba un poco calmado.
-Con esto se te terminará de pasar el dolor... ¡tómalas de una vez! –le dijo.
Hacia la derecha y al fondo sobre una planada que iba a morir sobre las
barrancas de un caño, tres hombres más cocinaban sobre una hoguera que en
esos momentos vomitaba una llama roja y abundante. Traté de incorporarme y
sentí el cuerpo molido; las piernas me dolían intensamente al menor intento de
movimiento. Al fin logré doblar la cintura y quedé sentado sobre el tronco; pude
entonces apreciar mejor el entorno; miré mis manos con algún cuidado y eran
muchos los rasguños que las surcaban en todas direcciones; mi camisa
especialmente en las mangas, estaba vuelta una coladora víctima de la estocada
de las espinas; otro tanto sucedía con los pantalones. Los pies me ardían como si
estuvieran siendo sometidos a la candela y en especial el derecho que había
tenido que transitar esos andurriales inhóspitos con calzado ajeno.
Miré hacia donde hablaban y me encontré de frente con una mujer uniformada al
igual que los demás.
Parecía que las labores cotidianas eran desarrolladas por igual, sin tener en
cuenta la condición del sexo. Iban y venían de un lado para otro. Traté de buscar
con la vista alguna choza o algo que les sirviera de protección para la época
invernal, pero no había nada; sólo los gigantes guamos con su exuberancia
abrigaban buena parte del campamento. En la época de lluvias debía ser cruel
permanecer allí sometidos a la intemperie e inclemencias del medio ambiente.
Pensé que mientras en las ciudades se disfrutaba de bienestar y comodidades,
estos guerrilleros, también colombianos como yo y como el Presidente de la
República sobrellevaran este régimen de vida, fugitivos de la ley, proscritos de la
sociedad, convictos de la jungla y la soledad, matando y haciéndose matar con
razones o sin ellas. La guerra y la lucha política los había acorralado hasta esos
montes intrincados llenos de peligros. La ilusión de lograr coronar un mundo más
justo y humano para todos, alimentaba el sueño de su abnegada brega. Estuve
tentado a acercarme a ellos y decirles que sus aspiraciones ya no eran posibles;
que inútilmente sufrirían entre esos montes y que el estado y sus instituciones,
ciertamente maltrechas a momentos, día por día se restablecía y reprimiría hasta
vencer; que ahora más que nunca el aparato democrático – capitalista era fuerte y
que les gustara o no la lucha armada estaba mandada a recoger en un país harto
de violencia y muertes. No me atreví a decirles nada y con sobrada razón; me
tomarían como enemigo de la revolución y posiblemente se me haría un juicio
revolucionarios que culminaría en asunto de minutos con veredicto final de
fusilamiento por conducta burguesa. Seguí callado y volví con mis problemas.
Pero qué boberías las mías; en una situación como ésta en que me encuentro, mi
vida en un hilo, dependiendo a plenitud de los captores y sin embargo, haciendo
meditaciones políticas de esta naturaleza; este es el colmo del absurdo. Más bien
debo ir pensando en cómo salir de este infierno verde.
Había tomado todo el caldo y apenas quedaban en el fondo del plato pedazos
de huesos carnudos y yuca; metí la mano derecha para rematar con todo.
Quien terminaba de comer, con el plato en la mano, caminaba hacia el lado del
fogón, bajaba por la zanja del camino e iba a lavarlo en la corriente del caño que
les servía de única fuente de abastecimiento de agua. Yo los veía pasar
silenciosos, con la cara agachada, meditabundos, seguramente reflexionando
sobre grandes proyectos políticos.
El fogón que antes ardiera con impetuosidad, había perdido las llamas, y del
brasero, compactas nubes de humo en espirales se elevaban, embriagando en su
paso el follaje de guamos
.
Había terminado del todo con mi ración y me disponía al igual que los demás, a
levantar el plato. Un ruido de motor a lo lejos anunció la presencia de una
aeronave; sentí algún entusiasmo al recordarme la ciudad. El tableteo en las
alturas, cada vez más cerca, identificó el veloz giro de las aspas del helicóptero.
Por algún rato más, escuché explosiones muy cerca que fueron completadas
con ráfagas de armas. No podía ver y al tratar de correr me enredé y caí; me
levanté e intenté de nuevo alejarme de allí, pero volví a dar en tierra; me arrastré a
tientas; escuché en los aires el revoloteo de otros helicópteros sobrevolando en
círculo.
-¡Tire el arma cabrón le dije! –gritó alguien en tono imperativo encima de mí,
mientras seguía empujándome por la nuca hacia abajo.
Me convencí que era conmigo. Escuché otros pasos que se acercaban.
Continuaba sin ver nada y el dolor del hombro se había generalizado a todo el
lado izquierdo.
-¡Al fin te cogimos desgraciado!... Ustedes creen que toda la vida se podrán
burlar del ejército de Colombia y están muy equivocados –escuché de una voz
arrebatada.
-¿Señores...yo soy periodista! –les interpelé desde el suelo.
-¡Escuchen soldados...ahora este carajo resultó ser periodista! –manifestaron
irónicamente.
Sentí un golpe seco en el pecho que me levantó y tiró boca arriba; recuperé la
visión a medias con el trastazo y vi que encima y alrededor tenía varios soldados
camuflados que me apuntaban con sus armas; uno se adelantó y me empujó con
la bota.
Mientras me ponía de pie, un soldado palpó todas mis ropas buscando algún
arma; ya erguido sentí que mi hombro izquierdo me pesaba y entonces lo vi
bañado en sangre; debía estar herido. Me empujaron de mala gana en una
dirección.
-Llévense esos uniformes que están colgados en esa rama y alguna de esas
hamacas; miren, aquí dejaron caer estos dos proveedores, necesitamos pruebas
-ordenó el superior a sus subalternos.
-¡Si mi cabo! –respondieron varios soldados a la vez.
-Al resto le pueden dar candela.
-¡Como ordene mi cabo! –replicaron los soldados.
Me llevaron por delante empujándome con los cañones de las armas; arriba el
tableteo de las hélices de los helicópteros seguía impresionando. A unos
trescientos metros, en un claro entre el monte, esperaba un pelotón de soldados
rodeando otra aeronave que como una libélula y con el motor en marcha, estaba
lista para despegar en caso de emergencia. Me indicaron que debía acercarme al
aparato, agachándome para evitar la acción de las aspas que seguían girando
con todo poder. Los soldados colocados a lado y lado de la puerta, como en fila,
seguían apuntándome. El brazo con la sangría, me había bañado de rojo todo el
lado izquierdo. Con la mano derecha me agarré del borde de la puerta, pisé la
escalerilla y subí al helicóptero. El pájaro de acero se encumbró por los aires
verticalmente y ya en las alturas pude mirar los estragos causados por las bombas
lanzadas contra la inocente naturaleza.
-Te advierto que más te conviene decirnos la verdad; con nosotros no tendrás
problemas; te protegeremos si es el caso.
Ella me miró con tristeza y quise en ese momento haberme apropiado de sus
pensamientos, conocer los sentimientos que había albergado ese corazón
insondable y silencioso en los últimos días y gritar para que todo el mundo oyera
que era imposible que un amor como el nuestro llegara a donde había llegado.
Esa misma tarde sacamos las cuentas de las cuotas que teníamos pendientes
con la financiadora de la vivienda, hicimos los cálculos de los ingresos que
percibiríamos durante los próximos tres años y dejándonos llevar por el deseo,
concluimos que después de ese tiempo, habiendo pagado lo pendiente, bien
podíamos acumular parte de las modestas entradas y ahí si, en jet hasta España y
en tren y buses recorreríamos el ansiado y remoto continente europeo. Hasta
nos atrevimos a hacer conjeturas sobre la tradición histórica de Grecia, sobre los
monumentos romanos de los tiempos de gloria y sobre las bellezas paradisíacas
de los Alpes Suizos y nosotros allá disfrutando de todo. Desde la salita asistimos
emocionados a una competencia de esquí sobre las algodonosas montañas
Suizas, donde nosotros agarrados de las manos, haciendo salpicar la nieve a lado
y lado, rodábamos en subidas y caídas sobre esos parajes hechos sólo para la
diversión y el placer.
Lucero como toda mujer era práctica, en cambio yo era más idealista. Gracias a
su iniciativa y perseverancia nos habíamos hecho a la casita. Ella siempre me
decía que había que conseguir algo propio en donde hacer la vida a nuestra
manera, sin estorbar a los demás y vernos en la obligación permanente de vivir
con los gustos ajenos. Por eso mismo nos separamos de la casa de los suegros;
también hubo problemas desde el comienzo porque no nos quisimos casar por lo
católico. La mayoría de las parejas viven pendientes de la conveniencia y del qué
dirán. Pero nosotros decidimos casarnos ante el juez al estar convencidos que
para vivir juntos y amarnos no era necesaria la amenaza del sacerdote, hasta que
la muerte los separe. Por eso los suegros nos toleraron y nosotros a ellos hasta
cierto punto, pero no estaban muy contentos y sostenían que el matrimonio civil
era para los irresponsables y libertinos. Para completar no estaba en nuestro
proyecto de vida tener hijos, al menos a corto plazo, hecho este que debía
confirmar sus conjeturas. Cuando nos vinimos de allá, descansaron; al menos les
desocupamos parte de la casa que bien pudieron ocupar con otras cosas más
suyas.
Recuerdo cuando conocí a Lucero. Fue en una algarabía de gentes, eso que
llaman baile. Ella danzaba con quien la invitaba y de ese anonimato, sin darme
cuenta, aparecí yo. Bailamos como cualquier pareja; al terminar la primera pieza
musical, interesado en conservar mi diversión, le hablé de cualquier cosa, tal vez
le pregunté el nombre y la actividad que ocupaba su vida. Uno nunca sabe que
esas palabras, quizás torpes e insignificantes con la que se inicia una
conversación, servirán de anzuelo con el que se pesca una amistad que puede
durar toda una vida.
Ella era una chica espontánea, pero seria. Yo que a veces he creído ser
tomapelo, al analizarme un poco, he sabido que tengo más de adusto que de
libertino y supe aproximarme a ese mundo extraño y agradable que era Lucero.
Bailamos juntos desde entonces y en silencio prometimos ser el uno para el otro,
al menos por esa noche de disipación. Las arremetidas de los otros jóvenes no
dieron en ella y al final de la fiesta, agarrados de la mano fuimos a sentarnos
afuera sobre el andén de una casa vecina. Entonces me enteré que Lucero igual
que yo estaba terminando el bachillerato. Así comenzó todo.
Luego seguimos viéndonos y muchas tareas del colegio las compartíamos; por
ella hasta llegué a interesarme por las matemáticas para ayudarle a resolver los
ejercicios que le dejaban de tarea; si antes el cálculo me parecía horrible, ahora
hasta se había vuelto interesante. Qué cierto es que el amor hace maravillas.
Nunca más volvimos a bailes, sino hasta la fiesta de su grado, pero nos
habíamos seguido viendo con frecuencia.
Como cualquier joven, no había pensado con cabeza fría sobre mi futuro, pero la
amistad con Lucero y las expectativas de que al finalizar la secundaria cada quien
debía ocuparse de sus propias cosas y tener que separarnos, me hizo decidir
sobre el rumbo que debía irle dando a mi vida. El factor dinero decisivo en estos
asuntos me limitaba y fui haciéndome a la idea de estudiar algo corto que me
permitiera trabajar pronto. Pensé en hacer un curso de pilotaje pata conducir
aviones ya que me fascinaba la altura, pero los recursos familiares no alcanzaron
y me vi forzado a desechar esta idea.
Lucero por su parte, buscando por sí misma, se había colocado como profesora
de primaria y estaba trabajando en una escuela rural cercana a la ciudad.
Seguí viéndome con Lucero todos los días en las tardes cuando ella terminaba
las clases y yo iba a esperarla para acompañarla hasta la casa. En una bicicleta
nos veníamos montados los dos y ella me contaba sus primeras experiencias en el
campo de la docencia y yo la escuchaba con atención, mientras pedaleando por
entre el camino lleno de curvas y huecos nos acercábamos a la ciudad. En este
trajín compartimos la amistad por varios meses y a la par con este noviazgo
informal, yo había seguido escribiendo con todo ánimo y aunque no percibí al
comienzo ningún salario por ello, me agradaba ver mi nombre y mis ideas en el
periódico; quise hacer de ese trabajo el oficio de mi vida y me involucré más en él.
Lucero se enamoraba cada vez más de su labor pedagógica y el trato con los
niños la hacía feliz; siempre me contaba con satisfacción como le iban
progresando intelectualmente los párvulos.
Todo comenzó con esas malditas llamadas telefónicas; no fueron sino tres o
cuatro, pero mi malicia de indio que llevo por dentro, me hizo poner al acecho. De
las charlas telefónicas que Lucero sostenía con una voz femenina, intuí, que
debían ser mensajes en clave enviados por una tercera persona. Al momentito
surgía la imperiosa necesidad de ausentarse de la casa, aludiendo motivos que
nunca me convencieron. El demonio de los celos como una fiera de poderosas
garras me destrozó por dentro, anuló mi entendimiento y la obsesión de
encontrarla en brazos de otro me martirizaba hasta hacerme enloquecer y perder
el control. Comencé a seguirla a escondidas. Para entonces ella había sido
trasladada de la escuela en virtud de sus méritos y alguna palanca que logramos
conseguirnos en la secretaría de educación; la habían ubicado en la zona
urbana, en pleno corazón de la ciudad. Hasta allí, impaciente, antes de que
terminaran sus clases, iba y me sentaba en un café estratégico desde donde
espiaba sus movimientos una vez soltaban a los niños y ella debía salir hacia la
casa. Nunca vi nada extraño y agarrada de la mano de un chico vecino caminaba
las veinte cuadras que la separaban de donde vivíamos. Yo detrás, ocultándome
entre el tumulto de la gente que iba y venía, la seguía, desesperado, ansioso,
pendiente a ver si se encontraba con alguien. Pero ella que sabía de mi estado de
depresión, debía cuidarse.
Durante todos esos días, percibí en sus gestos, aun en los más sutiles, los
signos de la traición.
En mi arrebato de celos, hasta concebí la idea de hacerla retirar del trabajo para
que estando siempre a mi lado, no pudiese pertenecerle a otro. En las noches
tormentosas eso decidía, pero la claridad del día que ilumina el entendimiento y
hace posible lo posible, me demostraba que por necesidad ella debía seguir
trabajando.
Una noche, recuerdo que a las once y media, después de un apretado encuentro
de caricias y besos, tocamos el tema del matrimonio. Yo tomé la iniciativa y
ardiendo de deseos le dije: -¡casémonos Lucero... ya no aguanto más esta
situación a medias¡. Ella se quedó callada por algunos segundos y me
respondió: -he pensado mucho en eso, pero debemos esperar un poco; tú debes
conseguirte un trabajo que sea mejor remunerado y fijo.
-No sea tan pragmática; no sólo de pan vive el hombre -le dije.
Día por día ese amor, platónico al comienzo, fue volviéndose una caldera de
pasión en donde se cocinaba a altas temperaturas los deseos de nosotros. Por
eso ni más volví a insistir en asuntos de matrimonio, al estar seguro que Lucero
era mía y seguiría siéndolo por mucho tiempo más. Lo nuestro era algo que ya
había sido decidido por la vida y las circunstancias.
Nos casamos ante el juez, sin más ni más. Fuimos los dos solos y en presencia
de algunos testigos firmamos nuestro compromiso de querernos, ayudarnos en
las buenas y en las malas y criar responsablemente los hijos cuando llegaran.
Los suegros y mis padres que no compartieron esta decisión, no nos
acompañaron a la boda; tampoco nos importó esto; al fin y al cabo la
responsabilidad nos la echábamos encima nosotros y no ellos.
Lucero consiguió que nos permitieran vivir en su casa y los suegros así lo
habían hecho, naturalmente de mala gana.
Vivimos algún tiempo donde los suegros y mal que bien ellos nos colaboraron
brindándonos albergue. Eso si, nos tocó, especialmente a mí que era el extraño,
habituarnos a sus gustos y costumbres. Como ellos eran comerciantes de ropa,
permanecían desde temprano en el almacén y cuando regresaban por la tarde a
casa querían tener calma y les fastidiaba cualquier ruido que se hiciera. Al
principio para mí fue incómodo ya que me gustaba escuchar música, pero de
acuerdo con el refrán, a donde fueres haz lo que vieres, supe acoplarme a esta
exigencia; además ellos tenían la razón al estar en su casa y desear tener
tranquilidad, al menos durante la noche.
Hubo otro inconveniente más traumático que era el ocasionado por el ruido que
hacía la máquina de escribir cuando me tocaba estar hasta tarde la noche
dándole a las teclas, redactando noticias y comentarios que debía entregar a la
redacción a la mañana siguiente. Mi suegro indispuesto, se paraba, caminaba de
un lado para otro, iba hasta la sala, bostezaba y estornudaba duro para que lo
oyera, llegaba hasta la nevera y la abría y aunque la vasija estuviera llena,
maldecía a todo grito, preguntando que por qué no habían puesto a enfriar agua.
Hubo veces que me tocó dejar un comentario periodístico para el siguiente día,
por no seguir contrariándolo. Entonces apagaba hasta la última bombilla de la
casa y dándose por bien servido, se acostaba tranquilo. Pensándolo ahora, si yo
llegara a ser suegro, sería más jodido e intransigente.
Las madres tienen un tacto y un olfato muy fino y por los hijos son capaces de
cualquier cosa. Cuando tuvimos los problemas originados en mis celos, ya nos
habíamos ido de donde los suegros y aunque Lucero trató por todos los medios
de impedir que los comentarios trascendieran, algo debieron enterarse y la suegra
estuvo seria conmigo por algunos días. El viejo no se dio por aludido; creo que él
quiere muy poco a los hijos y ni le van ni le vienen sus problemas; seguramente
pensará que con haberlos ayudado a criar ha cumplido y le basta.
Cuanto he querido y sigo queriendo a Lucero. Considero que aún con las
privaciones que nos han acompañado hemos sido felices. Y no es que yo sea tan
conformista, pero engañoso es pedirle a la vida mejores cosas, pues en últimas
no hemos venido a este mundo a gozar, sino a sufrir.
Sin que fuera nuestro deseo ella quedó embarazada algunos meses después de
casados. Habíamos hecho todo lo posible planificando para evitar echarnos
encima esa responsabilidad, conscientes que traer hijos al mundo así por así, no
era provechosos para nadie. Sin quererlo nos vimos con ese tremendo lío y qué
más íbamos a hacer: frentearlo.
Lucero nunca supo de este flirteo, estoy seguro, y sus celos e impulsos eran
provocados por el espejo y como las mujeres son tan vanidosas, casi más que
nosotros los hombres, no era rara su conducta.
Los asuntos de su embarazo no quedaron aquí. Estaba bien gordita y con las
batas se veía doble, cuando por cosas de la vida, una tarde lluviosa al regresar de
la escuela, resbaló de un andén y cayó. Aquellos momentos fueron terribles y de
urgencia tuvo que ser hospitalizada. Cuando yo llegué al centro médico se
desangraba en medio de quejidos, víctima de una hemorragia violenta. Me sentí
infinitamente triste, como nunca antes, cuando la vi ensangrentada y con las
piernas colgadas de un soporte y era tanta la manchadera que la enfermera
asistente no alcanzaba a cambiar las sábanas cuando ya habían sido empapadas
de rojo. Hablando con el médico interno dijo que Lucero estaba muy delicada al
haber sido afectado el feto en la caída y era muy probable que contra la voluntad
de todo se produjera el aborto, pero que de todas maneras haría todo lo posible
por salvar esa vida.
Aunque ya nos habíamos hecho a la idea de ser padres, en esos momentos sólo
deseaba la salud de Lucero y sin pensarlo dos veces le dije al doctor que si el
aborto favorecía la recuperación de ella, sacándola del peligro, podía
practicársele. El médico se disgustó conmigo alegando que su obligación era la
de salvar ambas vidas.
El galeno era un aprendiz de los que generalmente atienden a los pobres en los
hospitales, y estoy seguro que sólo pensaba en la oportunidad para experimentar,
lo demás no le importaba un bledo.
A las doce de esa misma noche fue preciso llevar a Lucero a la sala de cirugía y
aunque traté por todos los medios de convencer al cirujano de que me permitiera
estar al lado de ella, fue imposible. Cuando la enfermera se llevó la camilla con
Lucero y ella se despidió con una sonrisa amarga de resignación, lloré en silencio
y la impotencia me hizo sentir miserable. Mi amor querido sometido a las manos
de extraños que decidirían por su vida y yo sin poder hacer nada para ayudarla.
En esos momentos le eché la culpa a Dios, quien pudiendo meter su mano no lo
hacía, siendo Lucero una mujer tan buena. Llegué hasta a pensar que el mundo
estaba regido no por el orden y la justicia divina como se nos decía, sino por el
caos y el fracaso.
Recordé en esos momentos que éramos del mismo tipo de sangre y aunque
soy bastante nervioso para estos asuntos, le indiqué a la auxiliar que yo la donaba
y que si quería me fuera preparando desde ya, a lo que respondió que había que
esperar la orden del doctor.
Lucero es una mujer muy valiente y en pocos días se recuperó, pero su alma
quedó lastimada con la pérdida del hijo. No sé por qué empezó a quererlo tanto
y esto que no alcanzó a nacer. En fin mamá es mamá y yo sólo iba a ser papá;
son dos cosas muy diferentes.
Las cosas volvieron a su lugar. Lucero a seguir dando clases a los niños, yo a mi
periódico, los suegros a las ventas de telas y la ciudad continuó siendo ciudad en
la rutina de los hombres.
. . .
Una algarabía en la calle, frente a nuestra casa, tal vez como de un accidente
de tránsito me ha traído de nuevo a esta sala. Lucero al igual que el equipo y los
parlantes, las porcelanas despedazadas y los raídos muebles, está silenciosa. Yo
insisto en que me diga algo, lo que sea, pero ella permanece muda y ahora
esquiva mi mirada. Alcanzo a ver que está llorando; algo grave debe estar
pasando en su interior.
-Dime qué tienes mi amor -le digo con suavidad tratando de ganarme su
confianza.
Con los ojos cerrados pensé que la vida era un beso y nada más que un beso.
Creo que debí dormir algunos instantes encima de Lucero y cuando volví a ser
hombre, es decir cuando recogí con mi conciencia las cosas, sentí algún temor al
ver que estábamos completamente desnudos en aquella playa y podíamos ser
vistos por la tripulación de cualquier embarcación que pasara por allí. Con los
ojos a medio abrir palpé cerca buscando las ropas, encontré las mías y la blusa
de Lucero.
...
El encanto del recuerdo se va; la algarabía en la calle ha pasado y el mutismo
de Lucero sigue acompañado del lloriqueo; yo la beso en la frente y con cariño
aspiro el aroma de su cabello cálido que sería capaz de distinguir entre veinte mil
mujeres más.
-¿Qué te pasa mi amor? Estás tan triste hoy -le digo- apretujando su cabecita.
Me responde el silencio.
-¿Qué te dijo el médico?... !Por favor habla¡ -le digo con ansiedad.
Con infinita tristeza se aparta de mí, suavemente, como sin querer esconde el
rostro bañado en lágrimas entre sus manos y va a recostarse contra la pared de la
sala, dándome la espalda. Así permanece algunos minutos; ahora se vuelve
decidida a hablarme.
Desde joven, reflexioné sobre el dilema de vivir o no vivir. Antes pensé que
era mejor vivir, pero de todas maneras la muerte llegaría algún día para todos; lo
mismo para el más humilde de los hombres como para el presidente o el papa.
¡Qué carajo... si hemos de morir ahora o dentro de diez o más años, qué vamos a
hacer¡ Antes de nacer no se nos consultó nuestra voluntad de querer ser o no
ser; con la muerte sucederá lo mismo, gústenos o no. La existencia es impositiva
y la muerte también lo es.
Lucero, mi pobre Lucero, cómo habrá sufrido en todos estos días; ahora si la
comprendo aunque nada gane con eso. Ha sido tan enamorada de la vida; yo al
menos he sido un estoico sin aspiraciones, y fuera de ella y el periodismo, pocas
cosas me han interesado.
Siempre he creído que la vida es una carrera sin meta definida, en donde hay
toda clase de competidores; unos se quedan por débiles o porque tienen mal tino
y son derribados por las zancadillas y los otros siguen unos pasos o unos
kilómetros adelante, pero al final caerán también.
Lucero está muy triste y su tristeza me pone triste, y esta maldita enfermedad la
matará antes, perdiendo vigencia el dicho de que nadie se muere la víspera. Y yo
no sé aún que pensar; bueno, ya habrá una solución; todo tiene solución, hasta la
misma muerte con la muerte.
Soy levantado del lado de Lucero. Pero, ¿qué es esto? ¿Quién soy yo?
¡Oh... lo he olvidado! ¡El vértigo... el vértigo! ¡Qué velocidad tan terrible esta!
¡Me he desintegrado! ¡Dios mío, ese cuerpo lo conozco! ¡Es el mío...soy yo!
¿Estaré en la eternidad?
4
Últimamente las cosas han estado muy regulares y de seguir así llegará el
colapso que acabará con el sacrificio de tantos años. –insistió.
-Es muy cierto lo que dice el señor Convenencia -ratifica el gerente- Los
asuntos financieros del periódico van de mal en peor; la publicidad oficial ha sido
retirada en un setenta por ciento.
-El meollo del problema está por ese lado -interviene de nuevo el director- sin
financiación no se puede continuar.
-El periódico tiene que seguir adelante –enfatiza el gerente en un tono entusiasta
y adulador.
-Este mundo es de los vivos y hay que ayudarle a quien le ayude a uno –dijo
con toda naturalidad esa vez.
Pero le brindó apoyo porque de antemano sabía que el político contaba con la
maquinaria y el triunfo estaba asegurado, de lo contrario no lo respalda, porque
eso si, este tipo tiene el tacto del venado y la sagacidad de las águilas. A lo mejor
en esta vida hay que ser así, pero yo si no sirvo para estas cosas y estas farsas.
Pero día por día he ido perdiendo interés por el periodismo y siento que este
trabajo es para gente que sepan guardar las apariencias, que sean católicos de
palabras aunque no de corazón. Yo siento que soy una ficha que recibe
determinado impulso monetario para que genere palabras con la que formo
artículos para el consumo de la gente.
Siento que con el correr de los años, tiendo a volverme igual a los demás. Ojalá
y nunca vaya a terminar siendo como Ángel Malabares. Sería algo horrible; de
sólo pensar que eso pueda sucederme siento asco; pero la vida es la vida. Tal
vez mi manera de ser no me deje llegar a ser tan rastrero y tan pirata del
periodismo, manejando la información sin criterio verás y como medio de presión
para provecho personal, mimetizándose como los camaleones, igual a las
prostitutas que por dinero son capaces de todo.
Siendo la prensa uno de los grandes poderes con los que cuenta la sociedad
contemporánea, desafortunadamente, al igual que las otras empresas supeditada
al dinero. Lo comprendía pero no lo compartía, al ser consciente que en esas
condiciones el periodista renunciaba a la comprensión e interpretación crítica de la
realidad para convertirse en perro de presa de determinada información
tendenciosa, de espaldas a la verdad. De pronto mis suegros tengan razón y yo
no deba trabajar más de periodista si es que a esto se le puede llamar
periodismo. Claro que si yo fuera como Ángel los tendría muy satisfecho y me
verían como un buen yerno, pero él es él y yo soy yo; su visión de mundo es suya
y la mía es mía. Al fin y al cabo yo no sirvo para sacamicas de políticos.
Con Ángel hemos sido compañeros, no quiero decir que compartamos los
mismos ideales. Creo que sus intenciones son las de conseguirse algún dinero y
largarse de Arauca. Sé que en el fondo odia esta tierra, aunque haga elogios de
ella; así me lo ha dejado entrever. También he llegado a creer que no le gusta su
trabajo de periodista o más bien de charlatán, pero hasta en esto ha aprendido a
representar el drama que significa vivir, aunque en el interior debe sentirse
miserable y poca cosa, algo así como lo que a ratos siento yo; pero en fin, él es
tan humano como cualquiera.
Creo que aprecio algo a Ángel. Es un pobre diablo igual a mí que sin saber
cómo, terminó metido en esto. Estoy seguro que su vuelo no será alto como el de
las águilas, sino rastrero como el de algunos patos; ahí seguirá de actor por unos
años más, pero a la larga terminará aburrido de tantas payasadas y la careta
rodará por el suelo y entonces tendrá que afrontar a piel pelada la vida, la
verdadera vida.
Don Germán se ha hecho ilusiones con Ángel, pero está equivocado. Si supiera
lo que ha estado tramando el tipo este en los últimos días se iría de espalda.
Hasta se ha atrevido a hablar mal de él y a echarle la culpa del fracaso del
periódico diciendo que este medio ya no sirve, y de seguir así llegará a la quiebra,
y que él, Ángel Malabares, no está para acompañar a nadie en el fracaso, sino
para codearse con quienes logran éxito y que en conclusión era momento de ir
pensando en otro periódico en donde los asuntos estuviesen mejor. Si el director
lo supiera cambiaría de concepto sobre él; de mi parte no lo sabrá, porque no me
interesa ni lo del uno ni lo del otro; allá ellos.
De pronto Ángel tenga razón al pensar así de don Germán; el viejo es dueño y
bastante plata ha ganado con el trabajo de nosotros. A mí me ha explotado y yo lo
he sabido y nunca me ha importado su dinero, ni el poder, ni el prestigio y si no
me he retirado de este trabajo es por ayudarle en algo a Lucero que ha tenido que
reventar con casi todos los gastos domésticos y ahora más cuando estamos
pagando la casa. De no ser así, creo que hace tiempo me hubiera largado lejos a
cualquier parte a vivir; al fin y al cabo los hombres navegamos en el río de la
nada, sobre un barco que es este mismo caparazón llamado cuerpo, hacia ningún
destino.
Malabares pretende ser zorro, pero tiene pellejo de gallina. El año pasado quiso
echárselas de macho y se puso a hablar toda clase de cosas en contra de la
guerrilla, claro esa vez estaba recién llegado y no sabía como era el asunto con
esa gente; cuando le escribieron la primer carta, se silenció su crítica y no era para
menos, esos no se andan con chanzas.
Tal vez soy de las personas que más conoce a Ángel Malabares y si no he
podido ser su amigo franco es porque somos muy distintos. Su vida afectiva ha
sido un caos. La otra vez nos tomamos unos tragos, se emborrachó y me lo contó
todo; vive con su mujer por guardar las apariencias, pero en el fondo es
infinitamente amargado. Me decía que la había encontrado varias veces con
hombres en su propio cuarto. La primera vez, del intenso dolor, quiso matarla y
matarse, pero no fue capaz. Desde entonces ella le vio la debilidad y siguió
haciéndolo sin dársele nada. Años antes le hizo interrumpir sus estudios de
derecho que llevaba bien avanzados, porque le daba miedo quedarse sola en la
casa por las noches, mientras él asistía a la universidad.
Malabares es un pobre resentido de la vida y quizás por eso es así como es. No
se puede pedir ni esperar bondades de alguien que ha sido tratado de esa
manera; él destila el veneno que lo ha corroído, a través de sus escritos. Esa es
una manera de vengarse de la sociedad. Pero hay que entender que los demás
no somos culpables de sus problemas y sus frustraciones y en este caso debiera
cobrárselas a quienes se las han hecho. Pero no ha tenido decisión ni coraje para
arrancar del corazón a la mujer que dejó de pertenecerle. Claro que una cosa es
decirlo yo a quien nada me importa y otra es vivirlo como le ha tocado a él.
Además no debemos estar tan seguros de nosotros y nada tendría de raro que a
cualquiera le pase lo que a Malabares pues todo puede suceder en este escenario
que se llama vida y una cosa es criticar y ver los toros desde la barrera y otra es
salir al ruedo y sacar lances.
-Debemos repartir de una vez los cubrimientos de las noticias -dice el director-
regresándome al presente.
-Tú podrías encargarte del señor alcalde -le dice el gerente a la compañera
redactora que tengo a mi izquierda.
No recordaba a esta buena amiga. Como son las cosas de la vida y vivimos para
olvidar. Y pensar que hace algún tiempo salíamos a discotequear, a echar una
canita al aire, como dicen los viejitos. Esta Lolita es buena chica y le gusta
divertirse y fue por su iniciativa que no nos seguimos viendo. Ella tenía razón y
por eso no me iba a disgustar; sabiendo que era casado qué diablos podía
esperar de mí. Lo que me gusta recordar de ella son los buenos ratos que me
permitió pasar a su lado; será por eso que hemos seguido siendo buenos
compañeros y como periodista la admiro porque es una mujer activa que entra a
cualquier parte a hacer su trabajo y lo hace bien.
-Si señor, mañana mismo lo visito a primera hora -responde Lola al gerente.
-Me gustaría que entrevistaras al director de la electrificadota –dice don
Germán refiriéndose a Ángel-. Esa empresa que especula tanto con el servicio
que presta a la comunidad, cuenta con un rubro gordo para publicidad.
-Deje eso por mi cuenta don Germán que a mí nadie me dice que no –manifiesta
con total convencimiento Malabares. Y en caso que no se porte bien con el
periódico, el director ese va a tener problemas con nosotros y le ponemos en
contra a toda la comunidad; no se nos olvide que la semana pasada le subió
exageradamente a la tarifa del servicio, alegando implementar medidas
financieras que supuestamente han dado buenos resultados en otras regiones del
país; para favorecer a la empresa ha perjudicado a toda la ciudadanía y esto es
algo que nos conviene en estos momentos para presionarlo y lograr una buena
pauta publicitaria.
-Tú debes viajar a Ciudad del Llano a entrevistar a los senadores ponentes del
Proyecto de Departamentalización de Arauca; recoges el máximo de información
sobre la reglamentación y ojalá te hagas a material fotográfico reciente de los
congresistas; será importante para el periódico.
Con seguridad don Germán me asigna este trabajo porque sabe que yo no sirvo
para adular ni elogiar a personajes inmerecidos; no es éste mi fuerte y de pronto
perjudico al periódico que quiere seguir viviendo de las mentiras. Con lo de la
departamentalización que es tema de gran actualidad, no hay problemas. Él sabe
que puedo hacer un buen reportaje sin comprometer a nadie.
-¡A trabajar colegas, a trabajar bien¡ Y que todo sea por el bien del periódico y
del periodismo nacional. Por algo se ha dicho que este oficio es el más hermoso
del mundo y aunque no hace rico a nadie, en sí deja muchas gratificaciones que
compensan los sacrificios y desasosiegos -concluye diciendo don Germán en su
oficina desde donde se dirigían las operaciones del periódico.
Salimos a la calle cada quien con su vida. Una bocanada de aire fresco me
pega suave en la cara como una caricia. Camino en cualquier dirección; me da lo
mismo llegar a casa en media hora o en la madrugada; si no fuera por Lucero,
creo que nunca regresaría. Pensándolo bien, da lo mismo morir aquí, en Bogotá,
en el Amazonas o en París. El encuentro definitivo con la madre tierra se dará en
algún lugar.
La noche está tranquila o aparenta estarlo; deben ser las ocho y media y sin
embargo, no se ve gente como de costumbre; de pronto sea más tarde y se me
haya pasado el tiempo sin darme cuenta. En la calle solitaria sólo veo esa pareja
que viene en sentido contrario al mío y por el mismo andén; deben ser borrachos
pues a medida que se acercan y aunque vienen abrazados, batuquean de lado a
lado; si, deben ser un par de beodos.
-¡Eh!...¿Qué es esto?
-¡Quieto o lo bajamos! -me dice una voz que ha salido de la oscuridad, mientras
un brazo fuerte y mal oliente me echa un gancho desde atrás por entre el cuello,
inmovilizándome.
-¡No se mueva si quiere seguir vivo! -escucho de otro tipo que está al frente y
que se ha interpuesto entre el haz de luz del carro que se acerca y mi humanidad.
-¡Viejo, danos todo lo que cargas y no te pongas con carajadas porque te puede
costar la vida! -escucho a mis espaldas, mientras siento que me esculcan con
toda brusquedad,
En esta oscuridad, me voltean de un lado para otro, sin que el tipo que me
atenaza desde atrás se digne medio soltarme. Me arañan el cuello y el pecho.
Parece que buscaran algo; ahora palpan mi muñeca izquierda y me tocan los
dedos.
Esto parece un ventarrón, pero no cualquier ventarrón, sino uno que puede
segar mi vida en cualquier momento y por eso a pesar de todo es bueno conservar
la calma hasta donde sea posible.
El hombre del carro que nos alumbró no paró a auxiliarme. En este país de
acoso cada quien vive a su manera sin importarle para nada la suerte de los
demás; el individualismo y la indiferencia han generado esta anarquía que lo
envuelve todo y hace más difícil esta vida monótona e irremediable.
Aquella que se ve allí debe ser la iglesia de la resignación; si, por la cúpula la
conozco. Qué nombre tan apropiado éste. Resignación, precisamente, es lo
que tiene el hombre para sobrellevar esta existencia que viene de la nada,
camino de la nada.
Lucero ha debido llorar hoy. Con el reflejo de la luz del patio veo su rostro
hinchado y aunque sonríe cuando me mira, sé que está triste a cada momento.
Ella es una mujer de temple y no ha querido ser compadecida por nadie; ni
siquiera a mi suegra le ha dicho algo. Es lo mejor. Este problema es de los dos y
nadie se muere por otro; cada quien afronta la vida y la muerte por sí mismo.
Lucero se ha callado y ahora veo que está buscando entre el ropero. Coloca
sobre la cama varias mudas de ropa y sin decir nada, mostrándome, indica que
cuáles debo llevar para el viaje. Yo le señalo dos mudas que considero serias por
ser unicolores y las camisas de cuello duro; hasta en esto nos toca disfrazarnos
los periodistas. A cada una le pone un par de medias, pañuelo e interior que
combinen en color y una a una las va colocando en la maleta de cuero marrón que
tengo para estos casos. En los bolsillos laterales de la misma maleta mete el
jabón de baño y el cepillo de dientes con un tubito de crema dental, separados y
envueltos en plástico para evitar que el olor de uno impregne a los otros. Al otro
lado echa el talco mexana y un poco de papel higiénico que trajo del rollo que está
en el baño. Ella es precavida y tierna conmigo y no deja pasar por alto algo que yo
pueda necesitar.
Creo que éste será el último viaje que haga solo; de ahora en adelante a donde
vaya la pienso llevar para que pasemos juntos estos meses trágicos por venir.
También le voy a plantear la posibilidad de vender la casita que es lo único que
tenemos, hacer el viaje a Europa y quedarnos definitivamente por allá, esperando
el zarpazo final que nos borre para siempre de la vida.
Mi pobre Lucero, cuánto daría por ayudarla en estos lúgubres momentos, pero
por ella nada puedo hacer; yo también soy otro condenado que dentro de poco
debo regresar a la tierra de donde salí.
Después de apagar la luz se acuesta a mi izquierda, a lo largo de la cama. En la
oscuridad rozo su mano derecha, cálida, suave. Pero ella está callada, como
ausente, parece que su ser ya no le pertenece.
Con la tristeza de la enfermedad ha perdido todo apetito. Antes era tan distinta
y llena de entusiasmo para todo; en otros tiempos a esta hora estaría jugueteando
conmigo hasta terminar haciendo el amor.
Pienso que mañana tengo que madrugar y debo dormirme ya, por eso cierro
los ojos y miro con mi mente que todo está oscuro, muy oscuro, oscurísimo y hay
nada.
Ya son las seis me dice Lucero, dándome golpecitos sobre el hombro. Abro los
ojos de una vez y la claridad del nuevo día que se entra por la ventana, me
encandila momentáneamente, pero ya el cerebro ha dado la orden a todo el
cuerpo para que se ponga en movimiento y recoja las preocupaciones del día.
Lucero prepara algo de desayuno. He aproximado una de las sillas del comedor
hasta la cocina para hablar mejor con ella. Mientras dialogamos de cualquier cosa,
la miro debajo de la rosada bata de dormir cuando pasa junto a mí buscando en la
despensa y me da la fragancia de ese cuerpo de mujer plena que ha sido tan mío
y que no confundiría con otro.
Ahora ha terminado de freír los dos huevos y los pone en el plato para luego
picar varios trozos de pan de sal y colocarlos alrededor. Antes de llevar todo hasta
la mesa del comedor, con el pulgar y el índice derecho, con cuidado, aprieta una
pizca de sal que saca de un pote y desde lejos lanza con tino sobre las yemas
amarillentas.
-Si deseas venirte rápido, debes confirmar hoy mismo tu pasaje de regreso
-me dice.
-En eso estaba pensando -le respondo quedo.
-Le llevo las maletas, señor -me dice un muchachito mal vestido cuando estoy
bajando del carro.
-No traigo maletas niño -le respondo con alguna compasión- apenas llevo esta
pequeña y se la muestro.
Un ruido de turbinas, intenso, indica la llegada del avión que me llevará lejos de
Lucero.
El altoparlante, con voz chillona, como de pájaro anuncia que los pasajeros con
destino a Ciudad del Llano deben abordar el avión.
Atrás entre la confusión del ruido, ha quedado Lucero con sus problemas y
preocupaciones que también son las mías, pero a ella por ser una persona llena
de esperanza y con deseos de vivir, la golpean más duro.
El niño que trae la señora que ocupa el asiento vecino, ha dejado de hurgarse
las narices y extiende los brazos hacia la azafata y en el intento de agarrar
primero, ha regado sobre la maleta que llevo en las piernas, buena parte de la
coca-cola que le dieron. La madre, en gesto fingido de pena, se disculpa conmigo,
ofreciéndome un pañal para que me seque. El ponqué que el infante le arrebata a
la mamá, se lo echa encima en mil migajas. Incómodo en el asiento me deshago
del cinturón de seguridad; la señora vuelve a hacer gesto de vergüenza, pero de
ahí no pasa y el niño sigue moviéndose de un lado para otro, como pez en el
agua.
Una voz que sale y vuela por todo el avión anuncia que vamos sobrevolando no
sé que ciudad. Haciendo algún esfuerzo miro por la ventanilla hacia abajo y
aprecio un montón de casitas y cubitos como de cartón, regados allá en la
inmensidad del llano, perdidos en la verdura.
Sin haberse detenido del todo el avión, los pasajeros que habían estado
quietos, se revuelven en todas direcciones, buscando niños, bolsos encima en el
portamaletas y ya con sus bienes a mano caminan hacia la salida. Por mi parte,
permanezco sentado dando tiempo a que ese remolino de gente salga con su
prisa inútil a seguir esperando que les entreguen el resto del equipaje.
Las calles grises y bien asfaltadas con señalizaciones en cada cuadra me hacen
recordar las de mi ciudad, que en nada se le parecen con la huecamente, barro
en invierno y polvaredas en verano. De veras que siento alguna tristeza, al
pensar que los políticos de allá no hayan querido hacer mejor las cosas y todo por
el maldito egoísmo de ver la administración pública como un negocio que sólo
debe favorecerlos a ellos y sus roscas.
-Quería decirle que a diez cuadras de aquí hay un buen hotel y no es tan
costoso.
-Prefiero ir a donde le indiqué.
-Como usted diga –dice el chofer y calla de una vez.
Como están las cosas ya no se le puede creer a nadie y en este ambiente cada
palabra tácitamente implica un valor económico, un negocio, una comisión.
Sin decir nada busco dinero sencillo en el otro bolsillo y le doy la cantidad
precisa. La recibe y despidiéndose se va, evaporándose en fracción de minutos
entre la bullaranga del tráfico.
El Parque de los Caballos es una plazoleta en todo el corazón de la ciudad. Es
punto de encuentro nocturno en mundanal ruido de todos los placeres del cuerpo,
con sus numerosos hoteles, residencias, salas de concierto, restaurantes con
exóticas variedades que complazcan los mas refinados paladares, burdeles
saturados con putas finas y travestís exigentes, bares de meseros de corbatín,
discotecas, casinos en donde ociosos pierden fortunas en apuestas, teatros,
típicos lugares de ternera a la llanera y conjuntos de arpa, cuatro y maracas.
Mejor debo pensar en lo que vine a hacer a Ciudad del Llano. Para mañana
tengo las dos citas con los congresistas: con el senador a las ocho y media y con
el representante a las dos de la tarde. Quedaron de darme fotografías recientes,
al igual que fotocopias del Proyecto de Departamentalización; si todo esto logro,
he hecho un importante trabajo para el periódico.
¿Qué será de la vida de Lucero a estas horas? Quizás piense en mí, mientras
yo pienso en ella. Es posible también que esté leyendo la novela El Extranjero.
Ahora hasta se le ha dado por comentarme a cada momento fragmento de las
obras de Albert Camus; será la enfermedad o el desaliento que le llega.
Creo que voy a apagar este ventilador. Cómo es posible que a estas alturas la
tecnología produzca esta clase de aparatos con ese tamaño y para esa ubicación;
nada más se desprenda y caiga, descuartiza a quien esté debajo. Prefiero el calor
a esta amenaza durante toda la noche. Con el problema en el bar ni la prensa traje
para leer mientras me da sueño; la lectura es la mejor compañía en ratos de
soledad. Ya es tarde para lamentarme.
Qué lento corre el tiempo cuando estoy solo; si tuviera conmigo el afecto y la
compañía de Lucero, estos momentos serían más llevaderos y ni repararía en
ellos. Veo que apenas son las once y cuanto hace que llegué de la calle; mejor
apago la luz y procuro conciliar el sueño. Si pienso en Lucero, estoy con ella, y
me basta; en mí sólo existe Lucero, Lucero, Lucero.
El ruido de los carros en la calle y alguna claridad que pasa a través de los
cristales de la ventana me indica que deben ser algo más de las cinco. ¡Ah… me
duele la espalda! Creo que dormí en una sola posición y algo mal; cansado de
descansar; que contradictoria es la vida.
Mejor me pongo en pie de una vez para comenzar a preparar la entrevista con
el senador. Ojalá no se haya emborrachado anoche como es la costumbre y vaya
a faltar a la cita. Esperemos que no.
Deben ser algo así como las seis y media; no me equivoqué, el reloj no falla.
Ahora he llegado cerca de una esquina en donde risueño por la brisa mañanera,
sembrado por los años, como guardián del lugar hay un gigantesco samán
cubierto de musgos, testigo mudo de la historia del parque.
Cuando termine de tomarme este café con leche y estos buñuelos, me voy hacia
el lugar de la cita con el senador y como es cerca puedo caminar y llegar antes de
la hora.
El Parque de los Caballos debe distar a unas cinco cuadras de aquí y mientras
tanto voy observando en las tiendas a ver que le llevó a Lucero ¡Hey… esa cara
que viene ahí me es conocida! ¡Claro ese es…! ¿Quién es? ¡Ah…ya sé; es
Pepe! Viene a saludarme, me ha reconocido y creo que quien le acompaña
también es otro paisano de la región.
-¡Hola compa! ¿Usted por aquí! -me dice Pepe- mientras nos saludamos de
mano.
-¡Cómo le parece Pepe! Este mundo no es tan ancho y lejano como se afirma y
aquí está el mismo con el que usted jugó bastante a la pega y a las bolitas de
cristal cuando niños. ¿Y cómo le va a Toño? -le digo al otro amigo- mientras nos
abrazamos con esa confianza efusiva de llaneros.
-Caminen y nos tomamos algo; esto hay que celebrarlo -dice Pepe mientras
nos empuja amigablemente hacia algún lugar en donde poder hablar con más
calma.
¿Ustedes viven en Ciudad del Llano? -les pregunto a Pepe y Toño-.
-Claro -dice Pepe- desde que terminé la primaria llegamos aquí; la tiendita que
tenían mis padres allá en la cuadra del barrio se la trastearon y hemos seguido
viviendo de ella.
-¿Aún vives con tus padres?
-Si... todavía no me ha dado por casarme.
-¡Qué casualidad tan grande esta! -manifiesta pepe- mientras vamos llegando
al lugar elegido por él.
-Ciertamente, la vida se desenvuelve en la casualidad -les aclaro.
Pepe y Toño callan de momento; tal vez reflexionan sobre lo último que dije.
Mientras nos sentamos alrededor de una mesa, Pepe va hasta el mostrador del
negocio y luego de saludar con confianza al dueño, ordena tres cervezas frías.
-¡Hombre qué alegría encontrarnos! -insiste pepe con entusiasmo, una vez ha
regresado y tomado un abundante trago que ha servido en el vaso
¡Soliloqio es la vida!
¡Hey…! ¿Qué es esto? ¿Soy yo? ¡Si, soy yo y estoy aquí! ¡El vértigo! Me
sale de la boca la vida. ¡Ah, qué cansado estoy! Los párpados me pesan
toneladas y no los resisto, mi cuerpo se queda, se desvanece. Mi cuerpo no es
mi cuerpo. ¡Dios mío, debe ser el final y estoy solo, solo, solo! ¡Lucero, Lucero,
Lucero! ¡Qué resplandor, qué resplandor, qué res…!
Pasos Atrás, de Edmundo Díaz Colmenares, es singular muestra de narrativa
contemporánea, donde es planteado en vivencia directa de los personajes, el
problema fundamental de la existencia del hombre. ¿Merece ser vivida la vida?
El narrador protagonista dará respuesta a esta pregunta desde su interioridad
yoica en un mundo de incomprensiones, sida, violencia, insatisfacciones laborales
e imposibilidad de amor pleno merced a la condición humana, acechada por la
fatalidad del destino: desde siempre hemos estado condenados a dejar de ser en
cualquier momento... La vida es una llama encendida sólo para ser apagada...