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El Espíritu Santo

y la Evangelización
"con poder"
Fr. Nelson Medina, O.P.,
Rector del Santuario de la
Virgen del Rosario de Chiquinquirá

La pregunta que el apóstol Pablo hizo a


algunos cristianos de Éfeso sigue vigente:
"¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando
abrazasteis la fe?" Lamentablemente, para
muchos católicos sigue también vigente la
respuesta que aquellos hombres dieron: "Pero
si nosotros no hemos oído decir siquiera que
exista el Espíritu Santo..." (véase Hechos 19,2).

Por supuesto, las palabras "Espíritu Santo" sí


que las han oído, pues al trazarnos la señal de
la cruz siempre mencionamos al Espíritu, junto
al Padre y al Hijo. Y sin embargo:
¿Comprendemos de verdad que sin el Espíritu
Santo de Dios no podemos vivir un solo
instante como cristianos y católicos? En su

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Primera Carta a los Corintios 12,3 el mismo
apóstol enseña que "nadie puede decir: ¡Jesús
es Señor! sino con el Espíritu Santo." El
reconocimiento del señorío de Cristo, en la
propia vida, en la propia familia, en la Historia
misma del mundo, depende por completo de la
acción íntima y vivificante del Espíritu. Es
bueno que veamos un poco más por qué.

Quisiera tomar un enfoque biográfico. A veces


creemos que los grandes misioneros y los
grandes apóstoles lo tenían todo claro desde el
principio. Cuando uno lee algunas vidas de
santos, los acontecimientos a menudo se
presentan como gobernados por una lógica
impecable, casi que como si estos personajes
estuviesen siguiendo un guión. La verdad es
muy otra. Su vida fue un esfuerzo continuo de
fidelidad y en ese esfuerzo tuvieron que buscar
y escudriñar los "signos de los tiempos" como
quien efectivamente escruta el querer de Dios.

Así le sucedió a San Pablo, como leemos en el


libro de los Hechos de los Apóstoles. Al final

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del capítulo 17 se nos cuenta de su aventura
misionera en Atenas; a partir del capítulo 18 lo
vemos iniciando labores en Corinto. Pero, ¿has
observado que no hay ninguna "Carta del
Apóstol San Pablo a los Atenienses"? La
verdad es que lo de Atenas fue mayormente un
fracaso. Pablo dirigió a los atenienses un
hermoso discurso, una verdadera pieza de
oratoria que de hecho ha sido citada en cursos y
seminarios para hablar bien en público. Sus
palabras tienen todos los elementos de la
oratoria clásica, empezando por esa suave
introducción, la "captación de benevolencia"
(captatio benevolentiae) que se supone que
debe servir para atraer cortésmente la atención
del auditorio: "Atenienses, veo que vosotros
sois, por todos los conceptos, los más
respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y
contemplar vuestros monumentos sagrados, he
encontrado también un altar en el que estaba
grabada esta inscripción: «Al Dios
desconocido.» Pues bien, lo que adoráis sin
conocer, eso os vengo yo a anunciar..." (Hechos
17,22-23)

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¡Qué gran estilo! Y sin embargo: ¡qué poco
fruto! Los atenienses lo oyeron con atención, es
verdad, pero sólo hasta el punto en que Pablo
mencionó la resurrección de Cristo, y presentó
ese hecho como prueba de que Dios había
encomendado a Cristo el ser juez de todos.
Toda la "benevolencia" que se había podido
conseguir con las amables palabras del
comienzo se fue al traste cuando ya hubo que
hablar de muerte, juicio y destino eterno.

Estoy convencido de una cosa: Pablo, lo mismo


que muchos de los que amamos la tarea
evangelizadora, aprendió de este fracaso. El
hecho es que su estilo cambió radicalmente
cuando empezó la faena en Corinto. Su estilo
es tan distinto que, tiempo después, llega a
decir:

Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros,


no fui con el prestigio de la palabra o de
la sabiduría a anunciaros el misterio de
Dios, pues no quise saber entre vosotros

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sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me
presenté ante vosotros débil, tímido y
tembloroso. Y mi palabra y mi
predicación no tuvieron nada de los
persuasivos discursos de la sabiduría, sino
que fueron una demostración del Espíritu
y del poder para que vuestra fe se
fundase, no en sabiduría de hombres, sino
en el poder de Dios (1 Corintios 2,1-5).

Pablo cambió su noción de "sabiduría" a partir


de la experiencia, más bien amarga, de Atenas.
Los griegos vivían fascinados por esa palabra,
que en su lengua se dice: gnosis. El discurso de
Hechos 17 había sido un intento de subrayar la
continuidad entre la búsqueda humana y la
propuesta divina, como si nuestros anhelos
pudiesen ponerse en una misma carrilera para
que el tren de Dios pase y los empuje un poco
más allá, pero en la misma línea. La verdad es
que Dios sí responde a nuestros anhelos más
profundos pero en el proceso tiene que arrancar
de nosotros lo que Santo Tomás de Aquino
llamaba "la doble oscuridad en que hemos

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nacido: el pecado y la ignorancia."

El pecado debería ser siempre un extraño, un


entrometido indeseable, un inquilino asqueroso
del alma, el cual uno debería sentir siempre
fastidio. Pero el pecado trae ventajas, que
siendo falsas no dejan de ser pegajosamente
atractivas, y por eso uno se aferra a sus
idolatrías, a sus mentiras, a sus resentimientos
y a todo lo demás que envenena el corazón.
Para aceptar la propuesta de Dios uno tiene que
romper las alianzas falsas pero seductoras con
el pecado, y ello equivale a arrancar un pedazo
de algo que uno ya considera suyo, como parte
de la propia manera de ser.

Por eso San Pablo y los demás apóstoles


insisten en que la evangelización tiene que ser
"con poder" (en dynamei). Un pasaje típico es:

Conocemos, hermanos queridos de Dios,


vuestra elección; ya que os fue predicado
nuestro Evangelio no sólo con palabras
sino también con poder y con el Espíritu

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Santo, con plena persuasión. Sabéis cómo
nos portamos entre vosotros en atención a
vosotros (1 Tesalonicenses 1,4-5).

Textos parecidos son Marcos 3,15; Hechos


10,38 y Romanos 1,4. En todos ellos uno ve
que la obra de Cristo, y la obra de la
predicación cristiana, son sencillamente
imposibles sin el Espíritu que da ese "poder."
La sola persuasión humana funciona por un
tiempo pero no va muy lejos. Los atenienses
oyeron con interés pero pronto pasaron a la
burla y al final dejaron a Pablo hablando solo.
Sólo el Espíritu tiene la fuerza para arrancar al
corazón de sus idolatrías, a saber, toda esa
basura a la que vivimos apegados y del que a
veces somos esclavos atontados y sonrientes.

Una consecuencia importante de este análisis


es darnos cuenta de cuánto se equivocan los
que creen que presentando a un Jesús "más
juvenil", "más simpático" o "más
condescendiente" es el camino para evangelizar
hoy. Hay gente que piensa que, si le quitamos

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al mensaje de la Iglesia las palabras "duras"
sobre anticoncepción artificial, práctica de la
homosexualidad o aborto voluntario, las masas
se volcarán hacia Cristo y el Evangelio
avanzará en marcha victoriosa. Mas la realidad
es otra.

Un Evangelio diluido y endulzado no funciona.


De una parte, ya no es el Evangelio de Cristo,
sino pura palabrería humana; de otra parte, por
más que mutiles a Jesús, tus oyentes siempre te
pedirán más y más concesiones. Les parecerá
demasiado eso de que ha nacido de una virgen.
Tú intentarás componer las cosas diciendo que
ese es un "recurso literario." Entonces les
parecerá demasiado que haya fundado una
Iglesia. Tú traicionarás otra vez la Escritura y
dirás que no fue así, y que la Iglesia nació
porque sí, aunque algo tiene que ver con el
Reino de Dios. Entonces otros oyentes te dirán
que no pueden digerir el tema de la
resurrección. Y tú dirás que fue un símbolo.
Ellos te dirán que no creen en milagros, y tú
quitarás los milagros y dirás que la gente

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alucinaba fácilmente en aquella época que
carecía del método y las herramientas de la
ciencia moderna. Después dirán que tanto
moralismo aleja de la religión. Y tú dirás que el
el fondo eso no es importante, y les jurarás que
Jesús era simplemente un tipo bonachón y
generoso que se la pasaba dando palmaditas en
la espalda y que sólo quería que todos
fuéramos buena gente. Cuando ya hayas
mutilado del todo a tu Jesús ellos te dirán que
ese monstruo mutilado e inocuo da lo mismo
que Buda y que Mahoma... y de todas maneras
se irán de tu lado, sin fe ellos y sin fe tú mismo.

La evangelización no es una venta de garaje.


Predicar a Cristo no es imaginarse qué
promociones hay que hacer para que "el
producto" resulte aceptable. Todo el encanto de
Cristo, todo su perfume, todo su increíble poder
de atracción está en la unción que él recibió y
que se llama: el Espíritu Santo. De la misma
forma, toda la fuerza del predicador está en ese
regalo del Espíritu, que hace irresistibles sus
palabras y profundamente convincentes sus

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propuestas, incluso cuando ellas implican
romper las ataduras de antiguos pecados y
malas costumbres.

Venga sobre la Iglesia el rocío bienhechor del


Espíritu, y por la intercesión de la Virgen María
caiga un pentecostés de gracia y de poder
renovador sobre todo el pueblo. Y quien lo
reciba diga: Amén.

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