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Núñez, Javier Ernesto

La risa de los pájaros. - 1a ed. - Rosario : Ciudad Gótica,


2009. 124 p. ; 20x14 cm.

ISBN 978-987-597-135-6

1. Narrativa Argentina. I. Título


CDD A863

Fecha de catalogación: 07/10/2009

© 2004 Sergio Ariel Montanari

© 2004 Editorial Ciudad Gótica


ISBN 978-987-597-135-6

Para contactarse con el autor: nunez.javier.e@gmail.com

Diseño de tapa: Florencia Garat

Impresión: Editorial Ciudad Gótica


Urquiza 2031 - Tel. 0341-445 0227- 2000 Rosario
www.goticaeditorial.com.ar / info@goticaeditorial.com.ar

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Primera edición: octubre 2009

Prohibida la reproducción total o parcial


por cualquier medio visual, gráfico o sonoro
sin la expresa autorización del autor y/o editorial.
LA RISA DE LOS PÁJAROS

JAVIER E. NUÑEZ

Reservados todos los derechos en Dirección Nacional del


Derecho de Autor.

Editorial Ciudad Gótica


A Linda, mi mayor certidumbre.
Por defender siempre la alegría

A mi familia, una y otra vez

Y a P.G.B. que a veces me leía, in memoriam


I. LOS TRISTES, LOS CRUELES
El idiota

Lo cierto es que la primera vez que lo vimos no lo notamos. Que


era idiota, quiero decir. Alguna vez Clara explicó que se trataba de
una enfermedad congénita de nombre largo y complejo. Supongo
que si un día decide escribir todo esto se puede tomar el trabajo de
buscarlo. Pero déjeme decirle una cosa, Núñez: no es una buena
historia. No es algo que a muchos les gustaría leer.
Clara, el bebé y yo acabábamos de mudarnos. Era una casa
vieja, a tres cuadras de la ruta. Tenía un terreno enorme y bien
cuidado que había enloquecido a mi mujer y una piecita que nos
venía al pelo para el taller. Por detrás de la casa pasaba el río. ¿No
suena increíble? A la mañana, cuando abríamos las ventanas para
dejar que el sol invadiera el dormitorio, lo primero que veíamos
era el río: amplio, salvaje, con los sauces de la ribera opuesta
inclinándose para acariciarlo.
Patricio vivía enfrente. El idiota, claro. Recuerde que esta
historia es sobre él: sobre Clara, el bebé, la casa, los sueños.
Pero, ante todo, sobre él. Vivía con la madre, una viuda cansada
que parecía haberse resignado a la irremediable imbecilidad de
su hijo. Lo dejaba vagar toda la tarde y hasta bien entrada la
noche, quizás con la inconfesable ilusión de que un día el río le
ahorrara tanto esfuerzo. Era común verlo asomado por encima
de la ligustrina que cercaba la casa, o espiándonos desde lo alto
de algún árbol cercano como si fuéramos una especie de
fenómeno de circo. Lo hacía con total descaro, hasta que yo le
gritaba algo y entonces se alejaba a todo correr.
—No seas cruel —me reprochaba Clara—. No se da cuenta.

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Y a mí me dolía este reproche por lo que callaba, por esa secreta
alusión al problema del bebé y al resentimiento que me embargaba
cuando sentía en la mirada de la gente algo parecido a la curiosidad
y a la pena.
Espero que no le moleste si me guardo los detalles: el
desconcierto inicial, las consultas al médico, los análisis. Y el dolor.
El dolor cuando nos confirmaron que era irreversible, que la
enfermedad de Clara durante el embarazo había afectado al bebé y
que poco a poco iba a perder por completo la visión. Y ese
preguntarle a Dios por qué a nosotros.
Nos fuimos acostumbrando a la presencia del idiota. Clara
incluso propició un acercamiento: a veces lo saludaba con la mano,
o le ofrecía una sonrisa silenciosa. Cierta tarde empezaron a
conversar, seguro a instancias de ella. Cuando salí —Clara estaba
sentada en el jardín, meciendo el cochecito— el idiota se calló de
golpe, como turbado. Clara le dijo que no tuviera miedo, y se volvió
hacia mí con una mueca para exigirme que lo tratara con decencia.
—Hola —saludé.
El idiota se asomó a medias por encima de la ligustrina. Sus ojos
saltones me observaban con fijeza, mientras un hilito de baba le
chorreaba por el mentón. Por un instante se quedó así, sin decir
nada. Después echó a correr.
—Lo asustás.
—Dejate de joder, Clara. Fui amable.
A pesar de ese recelo, el idiota siguió viniendo. Aprovechaba,
sobre todo, las horas que yo pasaba encerrado en el taller. Desde
el nacimiento del bebé había perdido la ayuda de Clara —antes
trabajaba codo a codo conmigo— y, entre la mudanza y los
problemas que siguieron al parto, se nos había acumulado un
montón de laburo. Pasaba más tiempo entre las muñecas que
con mi familia.
Sé que le parecerá raro, pero le sorprendería saber cuánto
trabajo puede tener un artesano respetado. El oficio se remonta a
cuatro generaciones en mi familia: eso es toda una tradición, ¿no le

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parece? Recibíamos encargos de todas partes. No sólo de Buenos
Aires y el resto del país: también de España, Portugal, Italia. Nuestro
apellido, por años, fue marca registrada en la fabricación y
restauración de muñecas artesanales.
A Clara le jodía que pasara tanto tiempo ahí adentro. Más de una
vez me lo dijo. Y aunque evitó mencionarlo, también sé que creía
que me estaba escapando. Que detrás de mi obstinada dedicación
había un silencioso rechazo hacia ella y el bebé. Supongo que esto
contribuyó para que Clara le abriera las puertas al idiota. A veces,
cuando yo salía del taller para buscar algo o tomar agua, los veía
conversando en el jardín: ella con un libro o un tejido en las manos,
y el idiota al otro lado de los arbustos.
Un día lo invitó a pasar. No sé cómo lo convenció porque el
idiota no había dejado de temerme, pero una tarde lo encontré
sentado en el pasto, observando maravillado cómo Clara
amamantaba al bebé.
Esa noche le mencioné el asunto, algo fastidiado. A Clara no le
cayó muy bien.
—No entiendo cómo te puede molestar lo que pase en el jardín —
contestó—, si te pasás todo el día encerrado.
A partir de entonces el idiota se instaló en mi casa. No pasaba un
día sin verlo en el jardín, conversando con su tosco balbuceo,
contemplando en silencio cómo mi mujer tejía o arrullaba al bebé,
o corriendo mariposas hasta el borde de la barranca. Y si en un
principio parecía haberse limitado a ese pequeño espacio que le
habíamos otorgado —Clara al invitarlo; yo al callar—, con los días
la frontera empezó a difuminarse y pasó a moverse sin restricciones
por la casa.
Una tarde, mientras me ocupaba de una muñeca que acababa de
recibir, noté su presencia, o más bien la intuí. Podía oír su
respiración acompasada, cerca de la puerta que estaba a mi espalda.
Me pregunté cuánto tiempo llevaría ahí.
—¿Por qué le cambiás los ojos? —dijo.

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Aunque tenía ganas de exigirle que se fuera, me contuve.
Supongo que pensé en Clara, en su vehemente defensa del idiota y
en la discusión absurda en que terminaríamos envueltos.
—Porque los otros estaban rotos —contesté sin volverme, con
la esperanza de que ese gesto pusiera fin a la conversación. Pero
en lugar de marcharse el idiota entró al taller y se paró a mi lado,
como queriendo seguir mis movimientos.
—Correte de la luz —dije.
Se movió apenas, hasta encontrar otra ubicación.
—¿Ya no servían? —preguntó, la mano estirada para tocar un
ojo de vidrio que había sobre la mesa de trabajo. Su codo rozó un
frasco de barniz. Debo haberle gritado mientras lo recogía, porque
el idiota se echó atrás y se tapó la cara con los antebrazos como
preparándose para una golpiza.
—Andate —le dije—. Estoy ocupado.
Pero no se movió. Se quedó ahí, la cara oculta detrás de los
brazos. Cuando di un paso hacia él, sin saber muy bien qué hacer,
Clara apareció en la puerta.
—Patricio —dijo, y en su tono se percibió cierta alarma— ¿qué
hacés acá?
El idiota pasó corriendo a mi lado y se refugió tras su espalda.
Clara, sin decir una palabra, cerró la puerta y se fue.
Esa noche volvimos a discutir. Le dije que era intolerable que el
idiota se moviera por la casa como si fuera su feudo; lo único que
supo responderme fue que no lo llamara así. Que no le dijera idiota.
Ese momento de tensión no bastó para alejarlo de mi taller. A
veces lo veía asomado a la ventana, espiándome. Pegaba la nariz
al vidrio, empañándolo con su respiración, y seguía con una
extraña fascinación cada uno de mis actos. No podía decirle nada
a Clara porque sólo lograba iniciar otra pelea, y las discusiones
que empezaban con el idiota terminaban siempre en acusaciones
mutuas sobre nuestro hijo: ella me echaba en cara que no podía
asumir la enfermedad del bebé; yo le decía alguna barbaridad de
la que siempre terminaba arrepentido.

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No había que ser muy perspicaz para notar que todo se desmo-
ronaba. Desde que habíamos llegado a la casa las cosas no hacían
más que empeorar. Pero nada me podría haber preparado para lo
que iba a suceder.
Una tarde, mientras estaba en el taller, miré por la ventana y vi
que caía agua del alero. Se trataba del tanque: otra vez habíamos
dejado abierta la llave de paso y volvía a rebalsar. Me asomé y le
grité a Clara, pero no me escuchó. Salí apresurado y dejé la puerta
abierta.
No recuerdo qué me entretuvo cuando cerré la llave. Una de
esas cosas fugaces cuya contemplación suele despertar un instante
de tregua con el mundo: el discurrir del río, el temblor de las
hojas en los árboles, la geometría de las nubes en el horizonte.
Alguna cosa insignificante que ya no logro recordar. Cuando
regresé, Clara salía del baño. Le pregunté por el bebé.
—Está afuera, en el coche —contestó—. Recién se duerme.
Dije que terminaba de guardar unas cosas y me iba a tomar
unos mates con ella. Después, mientras se alejaba por el pasillo,
entré al taller.
Un rápido vistazo bastó para inquietarme. Me acerqué a la mesa
y comprobé que alguien había estado hurgando en mis cosas. La
tapa apenas abierta de una caja marrón lo confirmaba.
Entonces se oyó el grito de Clara. Salí por el pasillo y llegué al
jardín a la carrera. Arrodillada en el piso y aferrada al coche del
bebé, Clara chillaba algo incomprensible mientras todo su cuerpo
se sacudía con el espasmo del llanto. A su lado, agarrándose la
cabeza, el idiota repetía una explicación inútil.
Y sabiendo lo que estaba a punto de ver me asomé al coche.
Dos ojos de vidrio estaban hundidos en las cuencas del bebé.
Estaban rotos, repetía el idiota. Los otros estaban rotos.

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Casi un crimen

Rara vez me llama mi padre cuando estoy trabajando. Para él el


trabajo es sagrado. Jamás se le ocurriría interrumpir a alguien en
su horario laboral a menos que fuera de vital importancia. De modo
que cuando levanté el auricular y reconocí su voz del otro lado no
pude evitar un sobresalto, la certeza de una catástrofe en ciernes.
—Dice tu tía que el Nando se va a morir.
Se va a morir puede ser una hipérbole: «cuando tu padre te vea
así vestida se va a morir», o «se va a morir llamando porque no lo
pienso atender». Pero no es el caso de Titina. Ella se cuida mucho
de las palabras porque conocemos esta curiosa cualidad que tienen
sus sueños, y siempre que habla lo hace en sentido literal.
Empezó después del accidente, acaso para evitarle la insopor-
table revelación de las muertes que nadie debería conocer.
Gonzalo tenía más o menos mi edad. Aunque crecimos y cada
uno tuvo su propio grupo de amigos, nos veíamos cada tanto.
Incluso en ocasiones salíamos juntos: íbamos los domingos a La
Florida, los viernes a la noche a Space o los sábados a jugar al
fútbol en el Parque Norte. Ahí lo conocí a Nando. Vivía al lado
de la casa de Gonzalo y eran amigos desde el jardín de infantes.
Un sábado, cuando andábamos por los dieciocho, me invitaron
a Pasacalle, una disco de Arroyo Seco. En ese momento no lo
sabía pero unas horas más tarde me habría de salvar la inesperada
llamada de Sabrina, una chica que había conocido poco antes en
un cumpleaños. Le avisé a Gonzalo que no iba, sin saber que era la

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última vez que hablábamos. Murió camino al hospital, después
de estrellarse contra una columna a metros de la entrada a
Rosario. Nando era el que manejaba.
Unos días después Titina apareció en casa. Desde el accidente
la cara se le había vuelto gris, transfigurada por un dolor tan
inmenso que sobrepasa cualquier intento de expresión; pero ese
día parecía reflejar algo diferente. Tomó un mate, rechazó el
ofrecimiento de un cañoncito de dulce de leche y de repente dijo:
—Puedo soñar la muerte.
Primero pensamos que se refería a Gonzalo, que hablaba de
pesadillas donde estaba obligada a presenciar el momento fatal
del accidente. Pero se trataba de algo distinto: a través del sueño
le llegaba la premonición de otras muertes que se iban a
suceder. Relató con precisión el sueño que había tenido: un
albañil caía de un andamio y se rompía el cuello al pegar contra
un volquete. Se había despertado sobresaltada, empapada de
transpiración. En ese momento lo consideró una pesadilla
común, pero lo volvió a soñar.
—Miren lo que salió en el diario de hoy —dijo a continuación,
tirando La Capital sobre la mesa. Mi padre leyó.
—Se murió un albañil. —dijo—. No quiere decir que de la
noche a la mañana tengas poderes adivinatorios, Titi.
Cuando dijo «de la noche a la mañana» —incluso en ese mo-
mento lo supe—, lo hizo con premeditación, para marcar sus fracasos
anteriores: no era la primera vez que Titina venía con algo así. Ya
había tenido delirios místicos similares, siempre con dudosos
resultados, que habían agotado la poca predisposición de mi padre.
Sobre todo desde que aseguró que leía el futuro en las miguitas de
pan y pronosticó una epidemia en la escuela que le haría perder el
año a mi hermana. A regañadientes, mi padre se había dejado
convencer: Miriam estuvo de vacaciones durante cuatro meses sin
que nadie se enfermara. Cuando al fin mi madre recapacitó y la envió
de nuevo, no logró ponerse al día y se quedó de grado. Ahora se lo
echaba en cara en cada oportunidad que tenía. Pero Titina insistió:

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—Leé los detalles, Alberto. Pegó contra el volquete y se desnucó
—golpeaba el diario con un dedo largo y flaco, amarilleado por los
cigarrillos que fumaba con tenacidad—. Es demasiada casualidad.
Aunque en ese momento nadie le creyó, Titina se encargó de
demostrarnos que tenía razón. Llamaba con regularidad,
preanunciando alguna nueva muerte que, con fatídica precisión,
leíamos luego en los diarios o escuchábamos en el noticiero. De a
poco le fuimos prestando cada vez más atención: si Titina
informaba que había soñado con un pescador ahogado en el
Paraná, mamá y yo revisábamos el diario a escondidas. Por
entonces dejé de abrir el diario en la sección de deportes y empecé
a hacerlo por los obituarios, obsesionado por los vaticinios de
Titina. Aún hoy me cuesta abandonar esa costumbre, aunque ya
no haya muertes preanunciadas sino sólo las otras, las
imprevisibles, las que no me conciernen, las cotidianas.
Un día mi padre me vio cerrar el diario y preguntó:
—¿Y?
—Nada.
—Quizá mañana —respondió, y entonces supe que la palabra
de Titina ya era indiscutible.

II

Para cuando anunció la muerte de Nando, su don era vox populi.


Había anticipado demasiadas muertes con escalofriante exactitud.
Algunos, incluso, lo comprobaron en carne propia: a veces también
soñaba la muerte de algún vecino, tragedias casi imperceptibles
que casi nunca salían en el diario pero revolucionaban el barrio. La
gente empezó a asediarla a la salida de la peluquería o dentro del
almacén. Unos querían saber cuánto les quedaba de vida para
aprovecharla mejor; otros le preguntaban si podía comunicarse
con los que ya se habían ido. La dueña de la panadería, que sufría

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un cáncer de colon, le pidió que la salvara. Otra mujer —cuyo
nombre prefiero preservar— le preguntó entre murmullos si podía
hacer algo con respecto a su marido: «usted me entiende, Titina;
a esta edad nadie se sorprendería si le pasara algo, ¿no cree?».
—Yo no doy la muerte ni la evito —dijo Titina que le contestó—.
Sólo la sueño.
Pero los vecinos no terminaron de convencerse. La trataban
con deferencia, en un burdo intento por congraciarse con ella
como si de esa forma ahuyentasen la muerte. También es cierto
que, a pesar de lo que había dicho Titina, en ocasiones la evitaba.
A veces los sueños involucraban a algún conocido y durante la
mañana persistían con la misma claridad que los recuerdos de
la tarde anterior; entonces Titina podía prevenirlos y decir por
ejemplo que no viajaran en avión los próximos días; que
tuvieran cuidado con la electricidad o incluso cosas muy
concretas como no quieras hacer la mortal en la pileta el
domingo porque te vas a romper el cuello contra el borde.
No siempre funcionaba: la muerte sabe improvisar. Un
abogado, amigo de la familia, vendió la moto cuando Titina soñó
que se partía la cabeza contra un poste. Conocedores de esa
transacción, un par de ladrones entraron a su casa esa noche y,
antes de llevarse hasta el último peso, le reventaron la cabeza a
golpes. Titina también lo soñó, acaso al mismo tiempo que en la
vida real estaba sucediendo. No tuvo posibilidad de advertirle.
Por eso no me extrañó ver a Nando salir de la casa de mi
padre: los sueños de Titina se propagaban en cuestión de horas.
Estaba pálido; los ojos irritados por el llanto. Se le podía leer
sin esfuerzo la desesperación.
—Tenés que hablarle. Decile que haga algo.
No había forma de consolarlo y no lo intenté. Sabía que era
en vano. Sin embargo me insistió y, a mi pesar, me encontré
prometiéndole que hablaría con Titina.
Al día siguiente fui a verla. Vivía en la misma esquina de siempre.
La casa de al lado, donde en otros tiempos viviera Nando, había

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sido comprada por un grupo inversor. La estaban demoliendo
para levantar un edificio; uno más entre los tantos que en los
últimos años se apoderaban gradual pero inexorablemente de la
fisonomía del barrio.
Sabía que no sería fácil. Ella nunca había perdonado a Nando.
Alguna vez le escuché una definición que me quedó grabada:
casi un crimen. Durante años me pregunté el porqué de esa
definición arbitraria y carente de lógica: si por crimen se
entiende la acción voluntaria de herir o matar, no es aplicable
un término de proximidad como el casi. O es voluntario o no;
la casi voluntad no existe. Luego comprendí que Titina, ahogada
por el dolor de esa muerte, nunca podría haber hecho un análisis
semántico de esa afirmación. Era una pura expresión de rabia
contenida, la rebelión contra una palabra tan trivial como
accidente. Accidente puede ser una caída, una mancha de tinta
en el saco, unas gotas de pis en el pantalón. Probablemente Titina
sentía que la muerte de Gonzalo debía definirse de una forma
mucho más categórica, más drástica e irreversible.
Me invitó a pasar. Hacía tiempo que no nos veíamos y pasamos
un rato conversando de todo un poco. Después de un tiempo
prudencial le hablé de Nando. No se movió un centímetro de su
discurso: no recordaba bien, podía ser cualquier cosa y no podía
ayudarlo. No le creí. Si al principio había tenido dudas, su mirada
huidiza me lo confirmó: no lo quería decir.
—Tenés que recapacitar —dije tras una larga discusión—. Date
cuenta de que si vos sabés cómo se va a morir y no se lo decís, es
prácticamente como matarlo. Es casi un crimen.
Había usado sus palabras para jugarme una última carta que
diera vuelta la situación. Titina no podía recordar si yo la había
escuchado decir eso alguna vez; acaso tampoco recordara su
propia definición, pero tenía la esperanza de que mi mención la
trajera a su memoria. Funcionó. Se quedó en silencio un largo
rato, sin levantar la mirada de la mesa, como atrapada en un
profundo examen de conciencia.

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—Está bien —dijo al fin—. Decile que venga mañana. Temprano,
a eso de las ocho. Que sea puntual porque tengo que salir.
A Nando le costó decidirse. Enfrentarse a Titina, con la sombra
de Gonzalo entre los dos, parecía intimidarlo más que la
perspectiva de la muerte. Me lo dijo esa noche, cuando lo llamé
para trasladarle las palabras de mi tía. Sólo aceptó cuando me
comprometí a acompañarlo para asegurarme de que todo iría bien.
Lo pasé a buscar antes de ir al trabajo. Se detuvo un momento
frente a la puerta de Titina. Contempló con nostalgia la casa
contigua: la excavadora trabajaba sin parar, eliminando hasta el
último vestigio de su viejo hogar. Un centenar de recuerdos lo
habrán asaltado de golpe porque sacudió la cabeza levemente,
como para espantarlos.
—Todo esto es consecuencia de ese día —murmuró—. A lo
mejor me llegó el turno de pagarla.
Entramos a la casa. Había pasado mucho tiempo. Nando trató
de decir algo; Titina se adelantó y dijo que no era momento de
tocar el tema. Él respiró aliviado.
Nos ofreció café o mate. Puso la pava al fuego y nos sentamos. Se
escuchaba una radio que venía desde el living, el traquetear de la
excavadora del otro lado de la pared y el ruido incesante de la
calle. Desde donde estaba sentado veía una parte del living, un sillón
vacío, una foto de Gonzalo en la repisa. Nando se miraba las puntas
de los zapatos. Cuando la pava empezó a silbar, Titina la sacó del
fuego y habló. Con precisión, le brindó los detalles de la muerte que
había soñado: el momento, el lugar, la forma. Los pormenores del
choque que relataba se parecían bastante a los del accidente que le
había costado la vida a Gonzalo. Nando no pudo evitar una mirada
subrepticia, como si reclamara mi ayuda. Ella lo notó.
—Sé lo que estás pensando —dijo—. Yo también lo pensé. Hay, en
esa muerte, un castigo divino. Por eso no te lo iba a decir. Pensé que
de esa forma se aliviaría mi dolor, la rabia que me ahorca desde ese
día. Pero tu muerte no me haría feliz. A lo mejor sea hora de perdonar,
Nando. A lo mejor ahí se esconda, verdaderamente, mi paz.

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De pronto miró el reloj y me dijo que me fuera, que se me
hacía tarde para ir a trabajar. «Nando y yo tenemos mucho de
qué hablar». Él asintió en silencio, sin levantar la mirada. Salí
sin decir nada.
Me enteré al mediodía. Las paredes les cayeron encima
cuando los cimientos se vinieron abajo por un error en las tareas
de excavación. Fue poco después de mi partida. Titina y Nando
quedaron enterrados bajo un centenar de escombros.
Con ellos, la verdad.
Porque aunque la gente del barrio diga otra cosa, aunque
todos insistan en que sólo se trató de una desgracia, yo no puedo
dejar de pensar en el gesto de Titina, en esa súbita atención a su
reloj. Esa última premonición fue un artificio: Titina no soñó
otra muerte que la propia. Pero se las apañó para que Nando
estuviera ahí en ese instante, en esa hora fatal en la que el mundo
se le viniera encima y le trajera por fin la oscuridad, el silencio,
la paz.

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Amantes

—Ahí están otra vez —dijo Estela.


Cerré el libro y la miré. Se asomaba al ventanal que da a la
calle, con una mano en la cadera para contrarrestar el peso del
vientre fértil. Espiaba por detrás de la cortina.
—Quiénes están —pregunté.
—Los amantes. Los de la bici.
Me levanté del sillón y dejé el libro sobre la mesa ratona. Al
asomarme un segundo por sobre su hombro pude ver, cerca de
la esquina, una pareja sentada en el cordón de la vereda. Las dos
bicicletas estaban apoyadas contra un árbol, muy juntas, como
si imitaran a sus dueños. De él se adivinaban unos mechones
grises en el pelo; ella parecía un poco más joven. Se notaba de
lejos que eran adultos. Llamaba la atención el contraste: eso que
tenían de adolescentes a destiempo, de turistas tardíos de la etapa
en que besarse en los cordones todavía es natural.
—¿Quiénes son?
Estela corrió la cortina y los amantes desaparecieron.
—No ves que nunca me escuchás —dijo—. Te lo conté ayer.
Abrí la boca para esgrimir alguna excusa pero me interrumpió
con un gesto impaciente. Me recordó que los había empezado a
ver unos días antes, más o menos a esa misma hora. Llegaban
por separado, uno de cada lado de la calle.
—Deben ser del barrio —dijo—. Por eso se encuentran acá.
El pasaje donde vivimos tiene apenas cien metros de largo, con
las casas apiñadas en la vereda Este. Del otro lado están los terrenos
fiscales con la vía inútil, truncada por el asfalto y las viviendas que

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se erigen en el extremo de la cuadra. El amparo del pasaje es
toda una tentación para quienes buscan rehuir miradas
indiscretas. Febriles amantes, solitarios fumadores de marihuana
y adolescentes ebrios de alcohol y libertad forman parte del
paisaje habitual del anochecer.
Pero «los de la bici», como les decía Estela, eran un caso
especial. Contagiado por la curiosidad de mi mujer, desde ese día
empecé a prestarles atención. No sucumbían al desahogo rápido
y silencioso del sexo fugaz en un auto arrimado al cordón, ni
aprovechaban la sombra escueta de un portal para un amor con
prisas. El pasaje no les significaba una oportunidad fortuita —o
forzada— de breve intimidad, sino el punto de encuentro de esa
relación que sacudía las telarañas de su rutina. Porque no los
impulsaba la sola sed del cuerpo, sino un amor contrariado y tenaz.
A veces apenas si se besaban. Pasaban, en cambio, largos minutos
de murmullos, instantes eternos de abrazos. Juraría que, en esos
encuentros, más que el deseo, buscaban saciar esa urgencia del
alma que atormenta a los enamorados cuando no están juntos.
Con el correr de los días, la presencia de los amantes en el cordón
se fue mezclando en nuestra rutina. Estela y yo nos sentábamos en
el living, cerca de la ventana, para no perdernos detalle. Mientras
ella tejía escarpines o elegía nombres en un libro prestado, nos
entreteníamos imaginando historias detrás de aquellos rostros, y
suponíamos pasados y argumentos que completaran los huecos.
Yo prefería las historias tormentosas, trabas ajenas que los
separaban y que combatían con denuedo; o una adoración que los
había encontrado como por descuido en el momento menos
indicado. Ella, en cambio, se inclinaba más por argumentos
vinculados a pasiones efímeras. Aunque nunca lo decía, sus historias
siempre insinuaban un regreso al hogar conyugal de cada uno, un
trasfondo de moralidad marital que acababa por vencer.
Una mañana en la redacción, mientras me ocupaba de
seleccionar unas fotos para la edición del domingo, me pasaron
una llamada de Estela.

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—Yo tenía razón —me dijo en tono triunfal—. Ella es
casada y vive cerca de casa.
Al principio me costó entenderle. «Ella quién», le dije, y
adiviné la respuesta antes de acabar la pregunta.
—Ella, la de la bici —dijo Estela disipando cualquier duda.
Luego me explicó todo.
Un hombre se había presentado en la delegación
municipal donde ella trabaja. Tenía que entregar un
formulario, hacer un reclamo, o las dos cosas. Lo
acompañaba una mujer con dos chicos pequeños, de cinco
o seis años. Aunque siempre la había visto de lejos la
reconoció al instante. Creo que la presencia de los chicos
fue lo que más impresión le causó. Hasta entonces, habíamos
evitado atribuirle hijos a cualquiera de los dos. Antes de
colgar me dijo que la historia ya no le parecía tan divertida.
Cuando llegué a casa, apenas tocó el tema. Creo que habrá
sentido una especie de desilusión, como si hubiese
descubierto tras bastidores que su actor favorito es
antipático y nada tiene que ver con la imagen que se había
formado de él. Esa tarde tomamos mate en la cocina y miramos
televisión. Las cortinas del living permanecieron cerradas.
Un par de días después lo volví a ver. Hacía calor y me
había sentado a fumar en el umbral. Cerca de la esquina, junto
al cordón, el tipo montaba su bicicleta. Estaba solo, demasiado
expuesto en una espera indisimulable. Miraba hacia la esquina
por donde ella debía aparecer, consultaba su reloj y volvía a
mirar. Terminé de fumar y entré. Desde la ventana lo vi
aguardar un rato más, tan interminable para él como para mí.
Después se resignó y se marchó, sabiendo que ya no llegaría.
Entonces fue cuando vi la cámara de fotos. Me pregunté
cómo habría ido a parar al living; estaba seguro de haberla
guardado en su lugar la última vez que la había usado, unos
días antes. Hice memoria: no la había tocado para nada.
Cuando la puerta se abrió y entró Estela, cargando una bolsa

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de la verdulería, me asaltó una revelación, casi una intuición
que me hizo mirarla con algo así como preocupación o espanto.
—Estela —le dije. Pensé en un sobre marrón, en dos dedos
aturdidos que sacan unas fotos inesperadas, dolorosas—. ¿Vos
usaste mi cámara?
Juraría que tuvo un leve sobresalto. Y sin mirarme dijo que
sí. Que había sacado unas fotos para un amigo, o algo por el
estilo. Como restándole importancia al asunto, como
apresurada por olvidarlo. Como queriendo cambiar de tema lo
dijo.

26
La puerta infranqueable

Siempre quise escribir. Eso lo saben todos los que me conocen.


Lo que muy pocos saben es que ese anhelo tiene una fecha exacta
de nacimiento: el 13 de noviembre del ‘83. La fecha la guardo
con exactitud porque era el cumpleaños de mi padre. Mamá me
había dejado al cuidado del abuelo Rodolfo mientras iba con la
abuela al cementerio. Afuera llovía.
Rodolfo era un hombrecito parco y ensimismado que se pasaba
todo el día en su cuartito de escribir, detrás de una puerta
infranqueable a la que ni siquiera podíamos llamar. Para quitarse el
lastre que suponía mi presencia, revoloteando inquieto alrededor,
me entregó un puñado de hojas y me sugirió que escribiera un
cuento. Le contesté que no sabía. «Es fácil» mintió. Tomó tres libros
al azar; me pidió que los abriera en diferentes páginas y le dictara la
primera palabra que viese. Después me pasó un papel con la
incomprensible frase que había surgido y me explicó que se trataba
de un cadáver exquisito, algo que sólo comprendí muchos años
después pero que, en ese momento, sonó aterrador y fantástico.
—En esa frase se esconde tu cuento —me dijo—. Leéla hasta
encontrar su sentido oculto; una vez que lo tengas solo tenés
que ponerte a escribir.
Dos horas más tarde había escrito mi primer cuento, claramente
inspirado en una historieta que había leído unos días antes en la
revista Fierro. Una adulteración berreta, en realidad, a la que para
colmo —acaso con cierto prurito— había decido cambiarle el final
por lo que terminó siendo no sólo una mala copia sino un pésimo
cuento. Cuando Rodolfo salió de su cuartito, apenas si lo leyó. Pero

27
no me enojé. Le estaba —le sigo estando— enormemente agradecido:
ese día me enseñó que escribir es una de las cosas más hermosas
del mundo. Desde entonces, a contramano de todos los chicos de
mi edad que elegían ser futbolistas, actores de cine o cantantes,
descarté cualquier otra opción y comencé a contestar, a cualquiera
que me lo preguntara, que quería ser escritor como mi abuelo.
Rodolfo había publicado dos libros de cuentos y una primera novela
que pasaron casi desapercibidos, hasta que una novela breve le valió,
a mediados de los ‘60, un fulgurante reconocimiento en el ámbito
cultural. La abuela guardaba un centenar de recortes que habían salido
en los diarios, algunos con desmesurados elogios a la frescura de su
prosa y que preanunciaban una nueva vertiente del boom
latinoamericano que nunca llegó a cumplirse. Incluso empezaron a
ensalzar la obra anterior, que no sólo no había tenido el mismo éxito
sino que además carecía de la calidad de su último trabajo. Vale aclarar,
en favor de los críticos que a partir de esa novela auguraron una
revolución estilística y editorial, que Rodolfo hizo lo posible por
evitarlo. Un día cualquiera se levantó, se quedó en la cocina más de lo
acostumbrado y, después de varias tandas de mate que parecían no
tener más objeto que retrasar el momento de encaminarse hacia el
cuarto donde cada día se encerraba a escribir, anunció:
—No voy a publicar más.
Nadie supo el motivo. Pero a partir de ese día, como una
especie de Salinger autóctono, imitó con fidelidad su
determinación y empezó a escribir en unos cuadernos azules de
tapa dura que estaban destinados a no ser vistos por otros ojos
que no fueran los de él.
El tiempo no hizo más que acrecentar la leyenda en torno a la
figura de mi abuelo. Aunque Rosario haya brindado un montón de
grandes escritores, ninguno alcanzó la magnitud de Rodolfo en la
consideración de críticos y pares. Hay —lo supe siempre— una
abierta injusticia en ello, que nadie parece reconocer. Ese puñado
de excelentes páginas que había publicado lo hacían acreedor de
cierto grado de reconocimiento, pero era el misterio en torno a su

28
aislamiento, y no su obra, lo que lo había elevado al podio.
Hubo decenas de versiones sobre aquella decisión. Había
quienes imaginaban una escandalosa y estudiada maniobra de
marketing: uno de esos días, aseguraban, entregaría un puñado
de manuscritos que iban a venderse como pan caliente. Otros
creían que el temor a los comentarios adversos, después de su
romance con la crítica, lo había disuadido de volver a publicar.
Que prefería guardar para sí sus obras posteriores, a cambio de
no menoscabar su reputación. Pero mi abuela —a la sazón, la
persona que mejor lo conocía— tenía su propia versión:
—No publica más porque tu abuelo es así. Escribe como vive:
para nadie más que él—decía, con una sonrisa que no alcanzaba
a ocultar lo que había de verdad detrás del chiste.
Me gustaría decir que, con el tiempo, Rodolfo me enseñó
mucho más que aquel cadáver exquisito cuyo objetivo principal
no había sido otro que librarse de mí. Sobre decálogos y
esfericidades, sobre efecto e intensidad, sobre diálogos y
silencios. Que me habló de Poe, de Maupassant, de Carver y
Quiroga, de Hemingway, Borges o Cortázar. Pero lo cierto es que
no. No, al menos, de la forma tradicional. Sólo muchos años
después cuando, ya adolescente, publiqué un par de cuentos en
algunas revistas literarias, volvió a prestarme atención. Un día
fuimos a su casa y me pidió que lo acompañara al living. Sobre la
mesa había una revista abierta en la que parecía que habían estado
probando todas las biromes del barrio. Después comprendí que
eran tachones, y que debajo de todos ellos sobrevivía algo de mi
cuento. Había tachado adverbios, varios sustantivos y casi todos
los adjetivos del texto. También dos párrafos completos.
—Lo que se puede decir con tres palabras nunca lo digas con
cuatro; menos con diez. Las piedras en el camino del lector te
hunden el cuento —dijo mientras me entregaba la revista—. De
todos modos, sigue fallando el final: es previsible.
No me dio tiempo a contestar, y mientras se me llenaban los
ojos de lágrimas de bronca dio media vuelta y subió las escaleras

29
para refugiarse en su escritorio. Yo no tenía más de catorce
años: era mi primera crítica y me parecía descarnada —habré
pensado «dura», o «cruel»— e injusta. Tal vez, si hubiese
aprendido entonces a dominar mi ego, si no hubiese roto en
pedazos la revista, podría haber aprendido cosas que sólo
comprendí después de mucha lectura, algunos años y unas
cuantas decepciones similares a la de esa primera vez.
No volví a mostrarle mis cuentos a Rodolfo. Sé que la abuela lo
hacía, pero él habrá entrevisto mi terquedad y optó por no volver
a corregirlos sino sugerirle las modificaciones a mi abuela, quien
luego me las trasladaba como propias. A veces me daba cuenta: la
abuela —que no leía más que esos novelones románticos de tapas
ilustradas con besos y atardeceres—, me señalaba cuestiones
vinculadas con el tono narrativo, descubría fisuras en mis tramas
u objetaba algunos aspectos que le restaban verosimilitud al relato.
—Me refiero a la verosimilitud del cuento —explicó, en una de
esas charlas, cuando yo me atajé a su crítica aduciendo que se
trataba de un cuento fantástico. Estábamos en la cocina tomando
mate y el abuelo leía en el living—. Podés creer que un tipo hable
con los pies, pero podés no creer en la forma de hablar del tipo si
toda la narración es en primera persona y el diálogo no se condice
con el tono discursivo del resto del cuento. ¿Entendés? Se trata de
coherencia narrativa.
Miré de reojo a Rodolfo, que simulaba leer pero sacudía la cabeza
en forma apenas perceptible, como si la abuela hubiese omitido algo
o hubiera alterado el consejo que, con seguridad, él le había
transmitido la noche anterior. Me callé y, desde entonces, presté
mayor atención a las críticas de la abuela. No sólo para aprender de
esos consejos indirectos, sino tratando de entrever si los elogios
eran su contribución para moderar el mensaje o si, detrás de alguno,
se escondía el inesperado reconocimiento del abuelo.
Con el tiempo me empezó a resultar cada vez más difícil escribir.
A veces tenía alguna idea que me parecía extraordinaria, entonces
me pasaba horas en silencio armando y desarmando la trama en mi

30
cabeza. Diseccionaba la historia en busca de puntos débiles como
si se tratara de un animal muerto por una enfermedad desconocida.
Todo me resultaba trillado o muy traído de los pelos, demasiado
endeble para sostener la trama de un cuento. Ninguna idea parecía
satisfacerme. Si eran demasiado simplistas y trataba de enredarlas,
las llevaba a un extremo tal que me estancaba al comprender que
sería imposible desarrollarlas en menos de cuarenta o cincuenta
páginas. Esquivaba los temas infantiles o inmaduros, pero cuando
se me ocurría alguna idea más profunda me aterraba la posibilidad
de que se notara, en el tratamiento del tema, mi propia inmadurez.
Muy pocas ideas sobrevivían lo suficiente como para justificar
que me sentara a escribirlas.
Entonces comenzaba un nuevo desafío. ¿Cómo contarla? Trataba
de encontrar, en esa historia que tenía atragantada, el tono. En
plena búsqueda de un estilo propio, me descubrí permeable a los
estilos de los autores que leía en el momento. A la mitad de la primera
carilla releía el texto y, para mi asombro, no me reconocía en
ninguna de las frases. Y de algún lugar incierto, entre el pecho y la
garganta, surgió una voz que me recordó a la de Rodolfo:
—Si vas a escribir como, pensá en dedicarte a otra cosa. ¿Para
qué compraría alguien un libro de un tipo que escribe como
Cortázar, cuando puede comprar uno de Cortázar?
Nunca Rodolfo me había dicho eso, ni nada parecido. No
obstante, algo en esa voz me hizo pensar de inmediato en él.
Comprendí en ese instante que esa voz no era nueva, que era la
misma que en todo ese tiempo había estado marcando los errores
de mis tramas y descartando mis ideas. Su voz había logrado
proyectarse hasta mí para convertirse en mi crítico más feroz, e
impedirme cometer los mismos errores que en los cuentos
anteriores. Acepté que, sin dudas, esta vez tenía razón. La voz, el
estilo, hace al escritor. No importa qué es lo que quiera contar si
no puedo contarlo con mi voz. Fui en busca de la carpeta donde
guardaba mis cuentos y los desparramé sobre la mesa de la cocina.
Empecé a leer el primer párrafo de cada uno para reconocer mi

31
propio estilo y, con espanto, descubrí que todas las voces
anteriores eran imposturas: Cortázar, Borges, Quiroga, García
Márquez, Castillo. Estilos variados se habían conjugado en mis
cuentos, a tal punto de que había algunos que eran
irreconciliables entre sí: solo mi nombre junto al título los unía.
Parecían escritos por dos personas diferentes.
Ese día —a diferencia del principio, no guardo el recuerdo
exacto del final— dejé de escribir. Durante los años siguientes
hubo temporadas de sosiego, donde la rutina del trabajo y mis
obligaciones actuaban como un sedante de la bestia interior
que, tanto tiempo atrás, mi abuelo había despertado. Pero no
siempre. A veces leía un cuento o una novela que tenían ese
maravilloso efecto de contagio; esa necesidad de sentarse a
escribir que se parece tanto al hambre o a la sed. Una o dos
veces claudiqué: encendí la computadora, abrí el Word y me
quedé allí, inmóvil ante la pantalla, la cabeza a mil y la voz
rugiendo en el pecho. Pero los dedos se mantenían impasibles.
Y entonces sobrevenían esas ganas de llorar como huérfano;
esa íntima desolación de mudo en el momento de un gol.
A veces, después de esas frustraciones, pensaba en Rodolfo.
En su rutina inalterable de mates, un cigarrillo y el encierro en
su cuartito para empezar a escribir. Todos los días, durante
años. Quería preguntarle cómo hacía. Cómo nunca, en todos
estos años que pasaron desde que decidió dejar de publicar
hasta hoy, dejó de escribir. ¿Cuántos cuadernos se
amontonarían en ese cuarto, llenos de su letra prolija, llenos
de ideas, cuentos o novelas que nunca verían la luz?
Murió hace tres días. Tenía setenta y siete años y ni un solo
día había dejado de subir a su cuartito para refugiarse detrás de
esa puerta infranqueable que dividía el mundo real de ese otro
mundo íntimo, infinito e inabarcable que salía de su pluma. A
pesar de su edad estaba saludable y su muerte fue toda una
sorpresa: esa mañana, después del desayuno, se había empezado
a sentir mal. Le faltó el aire y, al cabo de un rato, dejó de respirar.

32
Esta mañana fui a su casa y le pedí a la abuela que me dejara
entrar al cuarto donde escribía. Al principio dudó. Acaso ella
lo sospechaba, no porque Rodolfo lo hubiese dicho alguna vez
sino por su intuición de esposa, porque al cabo de tantos años
sabía leer en sus ojos cada pensamiento y cada desolación.
Finalmente me dejó pasar y me miró en silencio mientras
revisaba, estupefacto, los infinitos cuadernos azules con hojas
en blanco que Rodolfo había acumulado a lo largo de más de
treinta años. Cientos de cuadernos que compraba cada semana
para sostener un simulacro que continuó hasta el día de su
muerte.
Cuando llegué a mi casa me senté a escribir. «Siempre quise
escribir», puse, sin hacerle caso a esa voz que me cuestionaba
desde el pecho con esa voz que se parecía tanto a la de Rodolfo
pero que, sin margen de dudas, reconocí como mía. Y seguí
escribiendo con la certeza de que nunca sabría por qué Rodolfo
había entrado en ese bloqueo eterno, pero convencido de que
yo tenía que evitarlo a toda costa, que tenía que escribir lo que
fuera pero escribir; soltar a la bestia y dejarla hablar antes de
que me cerrase los pulmones a mí también.

33
La verdad sobre Carlitos

Imagino que querrá saber lo que pasó esa tarde en el café;


es natural porque después se armó un revuelo que ni le cuento
y vinieron de la tele y de la radio, y la gente que no hacía más
que hablar y hablar de eso. Para colmo, con un tipo como el
Chino de por medio, al que todo el barrio ya miraba de reojo
porque se decía que era así, cornudo y cabrón. Aunque nos
decíamos pero quién, porque hay que tenerlas bien puestas o
ser muy inconsciente para gorrearlo al Chino. Usted ya sabe
lo que decían, o lo habrá leído en los diarios: que movía la
falopa, andaba en el desguace de autos, metido en la barra
brava de Ñubel y qué sé yo qué más. Lo del fierro era verdad.
Que andaba siempre calzado, quiero decir. Una tarde lo vi
jugando un picado en el parque Italia con el chumbo en la
cintura. Una cosa increíble.
Ojo, no se deje engañar por esto: usted me escucha describirlo así y
se imaginará a uno de esos muñecos que se ven por la tele, colgados de
un paravalanchas, con dos o tres dientes nomás y la nariz achatada a
piñas. Pero no. Claro, qué digo si ya vio las fotos. Así como en las fotos,
era. Un tipo con buenas pilchas, que se movía en un descapotable —
manejaba algunos jugadores de las inferiores de Ñuls y de ahí le venía la
guita— y fumaba unos cigarrillos finitos y largos con gusto a menta que
compraba en El Clásico de Córdoba y Paraguay. Esto dicen que lo sacó
de una película, igual que lo de los anillos de oro con letras que formaban
su nombre. Un asco, mire. Y lo otro, lo de los mentolados, de maricón.
Claro que esto lo digo ahora, porque si el Chino me llegaba a escuchar
me cortaba las bolas. En fin. Lo que usted quiere

35
saber es lo que pasó esa tarde. Claro, como no. Usted y todo el
mundo.
Carlitos no era mal tipo: era medio boludo nomás. Mire que ir
a meterse con la mina del Chino, habiendo tantas en el barrio.
Tenía un trabajo decente y un Peugeot 504 del ‘83 que cuidaba
como a una Ferrari; un terciario incompleto en algo que no me
acuerdo pero que seguro era una boludez, cuatro camisas gastadas
y casi nada más. Los muchachos lo cargaban porque se la tiraba
de intelectual: venía al bar, pedía un cortado o un agua mineral y
leía a Bucay. Por ahí en alguna charla le quedaba picando y metía
alguna frase que había leído y se inflaba así, con aires de
superioridad. Pero a las minas les encantaba, mire lo que le digo;
a lo mejor por eso le importaba un huevo que se le cagaran todos
de risa. Porque con esas boludeces se levantó a más de una.
Llegó a eso de las tres. Era jueves y hacía frío; no había casi
nadie porque el lugar se empieza a llenar después de las cinco o
seis, cuando los muchachos salen de laburar o se levantan de la
siesta. En cuanto lo vi me entró como una desesperación, la
convicción de que todo se iba a pudrir de un momento a otro.
Llevaba cuatro o cinco días sin aparecer porque la Moni, en un
rapto de locura o de rabia, había batido todo: que hacía meses
que se encamaba con Carlitos, que lo quería porque no la
trataba como a un animal, que era más educado y atento y que
el tema de los orgasmos era nomás con él —con el Chino—,
porque con Carliltos tenía y tenía de a tres. Se lo juro:
pregúnteselo a la Fátima que vive al lado y escuchó todo. Así
que imaginesé. Para cuando la Mónica llegó a la parte en que lo
dejaba, el Chino ya andaba por la calle, chumbo en mano. Habrá
sido el destino o el azar lo que hizo que Carlitos esa noche no
estuviera en su casa. La cosa es que se salvó porque los vecinos
le avisaron que ni se le ocurriera volver, y aunque el Chino se
pasó toda la noche en la puerta, Carlitos ni apareció.
Así que, esa tarde cuando lo vi entrar, pensé que estaba loco.
Se lo dije:

36
—Estás loco.
—Está todo bien, gallego —contestó.
Se lo veía tranquilo, como esos que saben o simulan saber
algo que los demás no. Pero qué sé yo, ya le dije que él era así,
con aires de superado. En ese momento pensé en el Chino: si lo
encontraba ahí sentado y este boludo le salía con Bucay, le iba
a sacar los dientes por el culo. Me pidió un cortado y se puso a
mandar mensajitos con el celular. Me acerqué a la máquina y
él, sin levantar la vista, me gritó:
—No lo quemés, gallego.
Lo mandé a la puta que lo parió. Imaginesé, querer enseñarme
a mí a hacer un café. El tipo se rió. Hasta parecía contento, como
si tuviera la seguridad de que a partir de ese día algo iba a cambiar.
Creo que fue entonces cuando entró el petiso. No parecía
del barrio. Mejor dicho: supuse que no era del barrio porque
yo los tengo junados a casi todos, aunque había algo en él que
se me hacía conocido, pero como si lo hubiera visto de lejos o
en fotos. Era morrudito y tenía una de esas cabezas que parecen
nacer de los hombros. No le puedo decir mucho más porque no
me acuerdo: todo eso de los ojos así y la nariz asá me parece
invento de los escritores o los policías. ¿En serio hay gente que
se fija en esas cosas? Mire si yo le voy a prestar atención a las
orejas de la gente o al grosor de los labios. Además, cuando yo
leo por ahí que alguien tiene un perfil romano, qué quiere que
le diga, yo me acuerdo de Gerardo, el actor.
El tipo se sentó y me pidió una cerveza. El petiso. De golpe lo
empezó a mirar a Carlitos. Primero de reojo, como con cierta
curiosidad, después de una forma descarada que era para darle
una piña, mire. Por ahí desviaba la vista y arrugaba la cara así,
como haciendo fuerza, y lo miraba otra vez. Y Carlitos nada, en
Babia, meta boludear con los mensajitos. Parecía que algo no le
estaba saliendo bien porque ahora le había cambiado la cara;
apretaba las teclas con ansiedad y se quedaba esperando la
respuesta sin quitarle los ojos al celular.

37
—Disculpáme —dijo el petiso, y nos sorprendimos los dos,
Carlitos y yo: él compenetrado en su espera; yo mirándolo
esperar—: ¿vos no sos el Zurdo?
—¿Qué? —respondió Carlitos, como si el otro hubiera hablado
en mandarín.
—Digo que si vos sos el Zurdo.
Carlitos lo miró raro, no sabría decir cómo. Entre extrañado
y molesto. El petiso seguía ahí, imperturbable, esperando una
respuesta.
—Sí —dijo al fin.
—Ya sabía yo —dijo el petiso—. Vos sabés que te vi ahí
sentado y enseguida pensé: «yo a este lo tengo de algún lado».
Me costó sacarte porque pasó una bocha de años, pero después
de un rato me acordé. Mi hermana decía que yo tenía algo, que
por eso me acordaba de las caras…
—¿Memoria fotográfica? —tanteó Carlitos, por decir algo.
Todavía no entendía qué hacía ese petiso ahí.
—No, otra cosa era. No importa. Decía que por eso yo me
acordaba de todo aunque hubiera pasado mucho tiempo; había
algo en mi cabeza como un fichero donde yo guardaba las
caripelas que había visto, con un resumen cortito que me servía
para acordarme de quién era —el petiso hablaba rápido y movía
las manos todo el tiempo: cuando dijo lo del fichero agitó el
índice frente a su cara como si pasara papeles en busca de algo—
. Así que pasé un rato ahí, revolviendo en mi memoria para ver
de dónde te junaba…
—Fisonomista —dije yo de pronto, porque había estado
buscando la palabra todo ese rato. Carlitos me miró sin entender
pero el petiso golpeó la mesa con la palma.
—Fisonomista, eso decía mi hermana —me señaló con un
dedo cortito y ancho—. Carajo, qué memoria de mierda tengo
para las palabras. En cambio las caras sí me quedan.
—Y qué dice mi ficha —preguntó Carlitos como para ser
educado, pero no lo miraba al petiso sino que miraba su celular.

38
Al otro se le dibujó una sonrisa que le llenó los ojos de arrugas.
Sin pedir permiso —anote lo que le digo: eso de «permiso dijo un
petiso» es puro verso nomás— se sentó frente a Carlitos y le sacudió
frente a los ojos el mismo dedito con el que antes me había señalado:
—El Zurdo. Volante de El Torito.
Carlitos asintió, reconociendo la memoria del otro. Yo miré
la hora. Pensé que ojalá la hicieran corta y se fueran a la mierda
antes de que viniera el Chino a convertirme el boliche en un
queso gruyer. Porque eso iba a pasar, indefectiblemente, si
Carlitos no se las tomaba a tiempo.
—No, qué sé yo —dijo el petiso, como si le restara importancia
a su pequeño logro—. A lo mejor si fueras otro ni me hubiera
acordado. Pero en cambio vos, justo vos y ese partido. Decime…
¿vos no te acordás de mí?
—¿Cómo? —dijo Carlitos, incómodo. Se había puesto a escribir
otro mensaje en su celular. Parecía indeciso entre prestarle
atención al petiso o terminar de escribir el mensaje—. No, qué sé
yo. Fue hace un tocazo.
—Claro. Fue hace un montón… —el petiso no parecía muy
convencido. Carlitos aprovechó el momento de duda para
terminar su mensaje—. Pero de ese partido te tenés que acordar.
Yo jugaba para Coronel Aguirre.
—Vamos Aguirre, que tenemos que ganar… —entoné, sin poder
evitarlo. El petiso me mostró el pulgar. En su sonrisa volví a entrever
esa familiaridad que había detectado en él cuando entró, más notoria
ahora o quizás fuera su mención del equipo lo que me hizo acordar:
lo vi más joven, con la camiseta puesta y el grito de gol en la boca. El
petiso Fioretti. Un exquisito, de esos que ya no hay. La gente iba a los
partidos de la rosarina nomás para verlo a él. Cuando metían dos o
tres goles y el técnico lo sacaba, se iba la mitad del público. Así como
se lo cuento. La pegada del Tata Martino, tenía. Y si no llegó fue por
lo de las operaciones, y esa rodilla de mierda. Ya sabe cómo son esas
cosas. Pero en Aguirre, viejo, la rompía. Yo no podía creer que se
tratara de él, ahí sentado, hablando con Carlitos.

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—La camiseta era verde y roja —le dijo.
—Así —agregué, y con las manos dibujé los bastones.
Carlitos ya miraba la puerta. Tendría que haberme dado
cuenta entonces, después del nerviosismo de esos últimos
mensajes y ese vistazo fugaz como si temiera que, de repente,
alguien apareciera en la puerta. Pero la mención del equipo de
mi infancia y el reconocimiento del petiso Fioretti me habían
obnubilado por completo. En ese momento me olvidé de la
Mónica, del Chino y de todo lo demás.
—Fue la final por el ascenso a primera —siguió Fioretti—. La
jugamos un domingo a la mañana; hacía un calor de locos.
—Sí —concedió Carlitos—, me acuerdo.
—Claro, viejo; cómo no te vas a acordar si al final se armó un
batuque infernal.
—Hubo piñas.
—Y cómo no va a haber. Decime, cómo no va a haber. Ganaban
ustedes tres a dos ¿te acordás? —Fioretti gesticulaba sin sentido—.
Los dos goles nuestros los metí yo: uno de rebote y otro de tiro
libre.
Se paró e hizo el movimiento con la derecha, el pie bien
abierto. Sus ojos siguieron la comba de una pelota imaginaria.
Se mordió el labio inferior y se sentó.
—Un golazo, el segundo —dijo—. El empate parcial. Después nos
embocaron en un córner, de atropellada. No importa. El tema es
que perdíamos tres a dos y nos fuimos con todo al ataque; a la carga
Barracas. El dos nuestro, un negro enorme al que le decían Titán, se
fue a jugar de nueve. Se nos iba el partido y no lo podíamos empatar.
Sonó un mensaje en el celular de Carlitos: casi lo tira al suelo
en el apuro por leerlo. Noté que perdía el color, como si la sangre
le hubiese bajado de golpe a los pies. Pero Fioretti ni se dio cuenta.
Su mano izquierda trazaba un pelotazo invisible sobre la mesa.
—Le llega la bocha al tres, el flaco Manrique. Era de madera
balsa, el flaco. Pero justo esa la hace bien: la baja con el muslo y
mete el centro de sobrepique, antes del cierre del defensor —Carlitos

40
medio que amagó con pararse, o algo debe haber hecho porque
Fioretti le puso una mano en el antebrazo mientras seguía—.
Escuchá, escuchá. Se terminaba el partido. El arquero de ustedes
sale, tratando de meterle un puñetazo. La deja corta, el boludo:
me cae acá, en el pecho. Unos metros afuera del área.
—Sí, bueno… —dijo Carlitos. La palidez era tan evidente que
hasta Fioretti se dio cuenta. Pero no se calló.
—La acomodé en el aire —dijo—. Con el pecho. Y le pegué de
volea, por arriba del arquero. Era gol. Golazo, era. Y en la línea
la sacás vos, con el brazo.
Carlitos ya estaba de pie, la mano en el bolsillo en busca de unas
monedas para pagar el café. No sé qué decía ese mensaje, pero de
golpe le había entrado el apuro. Negó con la cabeza, sin sonreír.
—Me pega en el pecho —contestó, y se tocó la zona que está sobre
el pectoral derecho, casi en el hombro—. Me pega acá y se va al córner.
—Y el hijo de puta del referí no lo cobra —dijo Fioretti, como
si Carlitos no hubiese hablado en absoluto—. Espósito, se llamaba
el turro. No me olvido más. Señala el córner y la gente que se lo
quería comer crudo.
—Me pega en el pecho —repitió Carlitos—. Te digo que no fue
penal.
Fioretti se quedó mudo un instante, como si recién entonces
escuchara lo que Carlitos estaba diciendo. No sé si esperaba que lo
reconociese, que después de todos esos años le diera la razón o
qué. El tema es que abrió los ojos así grandes, como cuando uno
abre un ropero y en vez de las pilchas se encuentra un tipo en bolas
que, para colmo, se limpia la nariz con nuestra corbata preferida.
—Dejáte de joder —le dijo, mientras se acercaba al mostrador.
Carlitos me tiró las monedas y se despidió con un murmullo—.
Qué no va a ser penal.
—Tomatelás, petiso —le dijo Carlitos, hinchado las pelotas—.
Te digo que no fue.
—Penalazo, fue —gritó Fioretti, abriendo los brazos como si
buscara dimensionar el error del árbitro—. Por eso el quilombo

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después; por eso las trompadas y los palazos, la gente que saltaba
el alambrado y la cana que nos daba sin asco porque era la única
forma de que no rompiéramos todo. Y todo por ese penal. Todo
ese despelote, y lo que vino después.
Carlitos lo miraba desde la puerta, la mano en el pomo. Pareció
a punto de decir algo, pero sacudió la cabeza como si hubiese llegado
a la conclusión de que no valía la pena. Abrió la puerta para salir y
entonces dio un paso atrás, como empujado por el viento.
Ahí fue cuando entró el Chino.
La historia podría terminar acá, Núñez. Usted ya lo leyó en el
diario, lo vio en los noticieros. Todo el mundo sabía lo de Carlitos
y la Moni, así que todo cierra a la perfección: el hombre violento,
de escabrosos antecedentes, la locura temporal que dan los
celos… ¿Qué más se puede decir? La versión del Chino. Claro, esa
versión. Por supuesto que la policía no le creyó: yo atestigüé en
su contra. Fui, ¿cómo se dice? Testigo ocular, eso.
Pero a usted no le alcanza, usted quiere la verdad. Usted quiere
que le diga que el Chino se plantó frente a Carlitos y le dijo andáte;
andáte que la Moni recapacitó y se queda conmigo, y si no te mato es
nomás porque de esa forma seguro que la perdería para siempre
porque no me lo va a perdonar, pero si te veo por el barrio otra vez
te hago cagar de verdad. Y que el Chino se fue mientras Carlitos se
miraba la punta de los zapatos, sin atreverse a levantar la vista ni a
decir ni mu. Y mientras tanto Fioretti, como un loco, seguía
murmurando, ahora entre lágrimas, que en la pelea que se armó por
ese puto penal le rompieron la pierna en tres; y que las operaciones,
y que el tipo de Boca que lo venía siguiendo, y que la carrera al tacho
cuando todo el mundo le decía que tenía destino de primera.
Usted quiere que le diga que, en realidad, fue Fioretti el que
sacó un revólver y lo quemó de atrás.
Pero, ¿sabe qué pasa, Núñez? Yo era fanático de Coronel
Aguirre. Y ese día, en la cancha, lloré como una criatura. Porque
Fioretti tenía razón. ¿Quiere saber la verdad sobre Carlitos? Era
un mentiroso: esa es la verdad. Qué no va a ser penal.

42
Por el bien de mamá

Unos días antes del primer aniversario de la muerte del viejo,


Mamá quiso publicar un recordatorio en el diario. Eligió el
domingo, quizá por ser el día de mayor tirada. Creo que la
empujaba la necesidad de mostrarle al mundo que, a un año de
su muerte, continuábamos viviendo nuestro duelo cotidiano.
Le encargamos la tarea a José Luis, el mayor de mis hermanos:
un amigo suyo trabajaba en la recepción de clasificados de La
Capital y esto nos ahorraba tiempo.
El domingo compramos el diario y leímos el aviso mientas
Mamá aún dormía. Bajo la foto del viejo, un breve mensaje
mencionaba a una tal María y dos hijas que lo recordaban con
dolor. Estábamos en la cocina; José Luis con el diario abierto
frente a él y el resto asomados por encima de su hombro.
—¿Y estas tres de dónde salieron? —murmuró José Luis.
Parecía ser el único capaz de decir algo: Armando y Estela, al
igual que yo, se habían quedado sin palabras. Al cabo de un rato,
repuesto en parte de la sorpresa, Armando dijo:
—¿No te das cuenta? Papá tenía otra familia.
Aunque yo también lo había pensado, me apresuré a negarlo:
—Es imposible.
—Cómo va a ser imposible. Pasaba más tiempo en la ruta que en
casa. O al menos eso decía. A veces no lo veíamos durante semanas.
—Armando tiene razón —dijo Estela. Tenía el codo apoyado en
la mesa y la cara oculta detrás de la mano—. Una vez, cuando era
chica, corrí hasta el auto para saludarlo: llevaba dos paquetes en
el asiento de atrás. Siempre pensé en regalos, y me pregunté para

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quién. O quiénes. Ahora entiendo que fingía volver de viaje, como
hacía con nosotros.
—No seas ridícula —intervino José Luis—. Ni siquiera estás
segura de que fueran regalos. ¿Por qué no pensamos un poquito?
A ver, díganme una cosa: si papá tenía otra mujer y otras hijas,
¿dónde estaban cuando murió?
Estela, que un momento antes había arañado la certidumbre,
ahora parecía predispuesta a la duda. Viendo que ganaba terreno,
José Luis continuó:
—¿Por qué no se presentaron en su funeral? ¿Y por qué no
aparecieron la noche…?
—¿Y cómo sabés? —interrumpió Armando—. ¿Cómo sabés que
no fueron al hospital? A ver, decime. Decime cómo podés estar
tan seguro de que ellas no llegaron detrás nuestro, y al vernos
llorando en el pasillo prefirieron irse con el dolor y el espanto a
otra parte. O cómo sabés que esa mujer, como se llame, no estaba
en el pasillo del hospital aquella noche. Sí, no pongás esa cara
porque perfectamente pudo haber estado ahí. Fue un triple
choque en la ruta, José: dos autos y un colectivo. Ya sé que te
acordás. Por eso sabés que el hospital era una locura de gente.
¿Cómo sabés que ninguna de esas mujeres lloraba por papá?
José Luis encendió un cigarrillo, nervioso. Buscaba algún
argumento convincente, pero ni siquiera él parecía seguro de lo
que había afirmado un momento antes.
—No sé, Armando. Son muchas conjeturas.
—Y todo cuanto podamos suponer sobre por qué no
estuvieron la noche de la muerte o el día del funeral, también.
Nuestra única certeza —dijo Armando, mientras ponía el diario
en el centro de la mesa y señalaba el aviso con un dedo nervioso—
es que cuando Mamá lea esto, se va querer morir.
Nos miramos unos a otros. Armando tenía razón. Casi sin darnos
cuenta, empezamos a tejer una farsa que mantuviera en secreto
aquella otra que sospechábamos. El primer paso fue evitar que
Mamá leyera el diario. Tras discutir algunas alternativas, optamos

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por ocultar sus anteojos. El plan era simple pero efectivo: sin sus
lentes, Mamá era incapaz de leer un pasacalle.
Cuando se levantó empezó a buscar sus lentes. Durante un
rato simulamos ayudarla. Al fin se resignó y se sentó a desayunar
con el diario inútil en las manos.
—No importa, Mamá. Ya lo vas a leer después —la consoló Estela.
Pero no podíamos permitir ese después. El asado de esa noche
fue una excusa para quemarlo, y aunque me costó una furiosa
discusión con Mamá, eliminamos para siempre la evidencia que
estaba más al alcance de su mano. Ella no terminó de comer: se
marchó a su cuarto, furiosa. Nos quedamos envueltos en un silencio
áspero, mirando los platos sucios, hasta que José Luis habló:
—Mañana va a querer ir al cementerio.
—Y qué tiene —dijo Estela.
—Que van a estar los otros también.
Estela comprendió. No había forma de impedir que la otra familia
fuera al cementerio, ni de saber en qué momento lo haría. Me
imaginé la escena: Mamá de pie junto a la tumba, un ramo de fresias,
un puñado de lágrimas atragantadas —ella es de las que combaten
el llanto—. Entonces, de improviso, llegan esas tres desconocidas,
tal vez con las mismas flores o, lo que es peor —al menos para
Mamá—, con un ramo mejor. Y ahí, frente a la tumba del viejo,
donde yacen sus cansados y traidores huesos, enfrentarse a una
vida de farsas y engaños. No, no podíamos correr el riesgo.
Discutimos un buen rato. Si bien coincidimos en señalar que
el encuentro estaba ligado a una posibilidad remota y fortuita,
acordamos eliminar el azar de nuestros planes. José Luis sugirió
ubicar a la otra familia para establecer distintos horarios de
visita, pero Armando se negó.
—Creo que ese aviso es una clara demostración de que les
importa un huevo cómo le caiga la noticia a Mamá —dijo—. Yo
no contaría con ellos.
Debo admitir que su razonamiento no carecía de lógica. En ese
aviso no solo se adivinaba una declaración de pertenencia postrera,

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sino quizás hasta un rencor absurdo. Supongo que representábamos
una especie de sombra que se interponía entre ellos y el recuerdo
de papá. En esas condiciones, propiciar el encuentro podía
significar un grave error. Tal vez, esa tal María, la esposa clandestina,
intentase una ilógica búsqueda de respuestas y apareciese un día
ante la puerta de casa. Incluso, contrariando nuestros planes, podría
aparecerse en el cementerio a la hora indebida sólo para ver a Mamá
y saber cómo es ella, cómo es la otra. En cuestión de segundos,
Armando demostró que nuestro intento de evitar un conflicto podía
ocasionar uno mayor. La madrugada nos sorprendió estirando la
sobremesa, entre cigarrillos y café. La única alternativa que nos
quedaba, la única posibilidad cierta que teníamos para evitar el
desastre, era asegurarnos de que no fuera.
Por la mañana, bien temprano, comenzamos los preparativos.
Esteban se encargó de trepar a la terraza y preparar el diluvio que
habría de convertir el cuarto de Mamá en una suerte de arca familiar.
Pusimos dos mangueras que caían por el techo inclinado para
simular una lluvia más o menos uniforme sobre la ventana del
cuarto. Alrededor de las siete de la mañana abrimos las canillas y
dejamos correr el agua. Parecía real. El agua discurría por las tejas,
se abría en todas direcciones y caía sin cesar frente a la ventana.
Mamá se sintió tan desconsolada que no quiso levantarse en
todo el día. Sólo se asomó a la ventana de a ratos, como
albergando la esperanza de que escampara en cualquier
momento. Por fortuna, su mala vista y nuestro buen arte se
conjugaron para disipar cualquier duda.
Al día siguiente, a pesar del mal tiempo, pareció dispuesta a
salir. José Luis tuvo que intervenir en forma enérgica para hacerla
cambiar de idea, pero ese momento de tensión sirvió para
demostrar que no lograríamos retenerla para siempre. Además,
ese constante simulacro empezó a causarnos inconvenientes que
no habíamos previsto: poca presión de agua en el resto de la casa,
filtraciones por todas partes y hasta dos cortocircuitos provocados
por las goteras. Sin embargo, fue esto último lo que nos brindó la

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oportunidad de cambiar de estrategia. Tras comprobar que en el
último apagón habíamos perdido el televisor y la radio, Armando
volvió a inspirarse y se le ocurrió aquello del bombardeo.
Aprove- chando que estábamos incomunicados del resto del
mundo, inmunes al rumor de noticias que nos tenía subyugados
a la realidad, fuimos libres de tejer un entorno que se adecuara
más a las necesidades de la familia. Y nos inventamos una guerra.
Mamá no lo podía creer. No creo que desconfiara del ataque
chileno, ni del problema de soberanía en algún lugar de la
Patagonia, pero lo de los bombardeos le parecía demasiado.
Levantó el teléfono para llamar a algún lado —no sabría decir a
dónde, quizá ni ella misma lo supiera entonces— y sólo encontró
la línea muerta: yo ya me había encargado de desconectarla. No
tuvo más alternativa que confiar en nuestra versión del mundo.
Armando era el encargado de las noticias generales: causas
políticas, declaraciones gubernamentales, mediaciones y repercu-
siones en el resto del mundo. José Luis se ocupaba de los partes
de guerra, detallando bajas y horrores. Se reveló como un gran
actor: el caradura se puso a llorar mientras le contaba a Mamá
cómo habían reducido a escombros el Monumento a la Bandera.
La guerra duró dos semanas. A veces, durante la noche, José
Luis y yo fraguábamos un ataque tirando bombas de estruendo
en el baldío de la esquina. Mamá, espantada, tenía que salir
corriendo en las penumbras, envuelta en su vieja bata y
arrastrando las chinelas hasta el búnker improvisado en el sótano.
Nos apenaba hacerla pasar por eso, pero era necesario que no
albergara la más mínima duda. Salió bastante bien, aunque a
veces los vecinos, hartos del estruendo de petardos, llamaban a
la policía y entonces nos veíamos obligados a huir para no
terminar la noche en la seccional más cercana.
Con los días, Mamá se fue sumiendo en un abatimiento constante
que empezó a preocuparnos. Ya no salía de la cama; no hablaba del
viejo ni de la visita pendiente a su tumba; casi no miraba por la
ventana y, a veces, pasaba horas con los ojos cerrados pero sin

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dormir, como si se hubiese resignado a esperar una muerte que
no fuera a tardar. Una noche, hartos de aquella guerra simulada,
decidimos ponerle fin. José Luis, Armando y yo nos encargamos
de hacerlo. Creo que fue un martes, o pudo haber sido incluso un
viernes: la falta de referencias habituales (programas de televisión,
fechas, obligaciones) nos había hecho perder toda noción. Salimos
durante la madrugada, amparados en la penumbra de la noche.
Nos costó más de lo previsto pero, tras unas horas de esfuerzo, lo
logramos. Y dejando atrás el cementerio y la tumba profanada,
volvimos a casa con el cuerpo de papá.
Lo enterramos en el patio, debajo del paraíso. No le pusimos
lápida, ni cruces, ni nada que despertara las sospechas de los
vecinos. A Estela le pareció demasiado austero e insistió con ponerle
algo. Al final nos convenció y tallamos su nombre en el árbol. A
Mamá le pareció algo raro. Después se sentó junto a la tumba sin
decir una palabra. Creo que la idea había empezado a gustarle.
En ese momento sonó el timbre. Atendí yo. Era el amigo de José
Luis, el del diario: venía para pedir mil disculpas. Explicó que cuando
debía salir el recordatorio se le habían traspapelado algunos
mensajes y recién los había encontrado a última hora. Y que ya nos
imaginaríamos, y que el cierre, y que el apuro. No podía creer que
se le hubieran mezclado así. Después dijo que llamó durante días,
desde que la otra familia se había quejado. Preguntó si el teléfono
andaba bien. Con mis hermanos nos miramos en silencio, algo
avergonzados. En los ojos de José Luis se leía una satisfacción tardía,
una especie de «se los dije» que resonaba en toda la casa.
A Mamá no se lo contamos nunca. A veces lo recordamos en
voz baja, cuando estamos solos o seguros de que no nos escucha.
Incluso a veces nos reímos. Siempre terminamos afirmando que,
a fin de cuentas, fue una suerte que los mensajes se hubieran
cruzado así. Ahora tenemos la tumba en el patio de casa y Mamá
ya no tiene que salir. Después de todo, la calle es un peligro.
Afuera no se puede confiar en nadie. En cambio, en casa, Mamá
siempre estará segura.

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La risa de los pájaros

Estaba enamorado de vos. Aunque no teníamos más de catorce


o quince años, no hay otra forma de definirlo. Sé que ahora, mientras
leés esto, pensarás que se trata de una exageración, una forma de
amoldar aquellos sentimientos a una expresión que, aunque no sea
la más adecuada, sirva para describirlo. Puede que yo también lo
crea. Que ahora, desde la distancia, la palabra amor me resulte
abismal, demasiado enorme y significante para reducirla a eso que,
acaso, no fuera más que un simple encandilamiento. Que ahora
crea que el amor es una geografía inmensa y que eso no era más que
una región ínfima de ese universo. Pero entonces todo era definido
desde la arrogancia de la juventud, como si ya hubiésemos vivido
lo suficiente para saberlo todo. Escuchábamos la mejor música del
mundo, sufríamos los peores desencantos de nuestra vida, teníamos
los mejores amigos que podríamos conseguir y amábamos como
nunca volveríamos a hacerlo.
En eso, tal vez, consiste la juventud. No en la edad biológica de
un individuo, sino en la capacidad de creer que uno ya aprendió
todo lo que tenía para aprender cuando la vida, afuera, espera
agazapada. Pero cuando no lo sabía, cuando no sospechaba lo que
nos esperaba a la vuelta de la esquina ni que el resto de mi vida se
parecería tanto a un callejón oscuro y al dolor, creía que te amaba.
Había empezado a quererte desde el primer día en que te vi.
Probablemente no lo recuerdes, o tal vez ni te hayas dado cuenta
aunque salí dos veces a la vereda con la pelota y mientras pateaba
contra el portón del garaje te miraba de reojo. Pero ustedes —vos
y tu familia— estaban todos ocupados con el tema de la mudanza.

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Hacía calor: tenías unas bermudas o un pescador de jean, y
una remera clara de Kitty o algún otro motivo infantil que
contrastaba con las incipientes montañitas que se advertían en
tu escote. Entonces andarías por los doce. Terminaron de bajar
las cajas del camión, y antes de desaparecer por la puerta de tu
nueva casa, tu papá hizo un chiste que no alcancé a escuchar y
vos le pegaste en un brazo para luego treparte a su espalda de
un salto. Todavía tenías esa ortodoncia que te avergonzó
durante los siguientes dos años y te reías como un pájaro.
Desde ese día empecé a salir a la calle con cualquier excusa.
Me ofrecía para hacer los mandados o sacar la basura, peloteaba
solo en la vereda o me sentaba a leer historietas en la puerta.
Incluso, durante un tiempo, me costaba alejarme de casa y
cuando los chicos me venían a buscar para ir a jugar a la plaza
Santos Dumont o para bajar hasta el río en bicicleta, me iba con
algo de fastidio porque ese tiempo de diversión con mis amigos
implicaba perder la posibilidad de verte otra vez, aunque más
no fuera asomada a tu ventana.
Por suerte después llegó la época de clases otra vez, y el primer
día de escuela trajo la respuesta a todas mis súplicas: te habían
anotado en la misma secundaria que a mí. Desde entonces ya no
hizo falta forzar encuentros en la panadería o en el kiosco porque
empecé a verte todas las mañanas en el aula. Para mediados de
mayo volvíamos juntos del colegio. No duró mucho. Sobre el final
de ese invierno empezaste a salir con Andrés, y muchas veces se
demoraban a la salida o él te acompañaba hasta la esquina de
Perdriel y ahí se despedían para evitar que los viera tu mamá que a
veces te esperaba en la puerta. Me tuve que conformar con recorrer
juntos el mismo camino pero en veredas opuestas. A veces, si Andrés
faltaba o habían tenido un mal día, salías rápido de la escuela y
volvías conmigo; entonces me contabas con esa risa de pájaro que
él se ponía celoso cuando andábamos juntos. A vos te parecía tan
tonto e infantil; no entendías que él podía ver con claridad lo que
todos, excepto vos, sabían: que me moría de amor.

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Cuando empezamos segundo año Andrés era solo un recuerdo;
otra vez desandábamos juntos el camino que nos separaba de la
escuela. Por entonces me empezaste a hablar de Micaela, que
siempre te preguntaba por mí y quería saber si había algo entre
nosotros. A vos te parecía tan divertido, y yo me callaba y ponía
una sonrisa estúpida o apoyaba tus afirmaciones diciendo «claro»
o «mirá lo que se le ocurre» porque me daba miedo decirte la
verdad y perder incluso eso, ese recorrido diario que a mí me
parecía el cielo. Sobre todo desde esa vez que insinué algo que te
hizo sospechar, y acaso en forma inconsciente empezaste a poner
cierta distancia, como marcando un límite que no me convenía
atravesar. Tal vez por eso, para despejar esas sospechas, empecé
a prestarle atención a lo que decías de Micaela y al tiempo le pedí
que saliera conmigo. Creí que esa sería la solución, que así dejarías
de mostrarte distante y recelosa porque pensarías que me gustaba
otra o, incluso, que yo podría dejar de quererte.
No funcionó como esperaba. Te mostraste mucho más lejana:
ya no volvías conmigo y un día cuando te pedí que me esperes
me contestaste con una ironía sobre Micaela. Incluso algunos
chicos decían que entre ustedes se habían peleado. Con ella las
cosas tampoco iban bien, y cuando empezó a hablar mal de vos
nos peleamos porque cometí la imprudencia de defenderte.
Acaso porque te enteraste, o porque mi relación con Micaela
había cambiado algo en la forma que tenías de verme, empezaste a
tratarme diferente. Te volviste más amable; agradecías los gestos
que yo tenía desde siempre con vos —abrirte una puerta, llevarte
los libros en el camino a casa o regalarte el poster de tu banda
favorita que había salido en una revista, fingiendo que la había
comprado por alguna otra cuestión que no fuera esa— y les
empezaste a prestar atención, al punto de sonrojarte y agradecerme
si te cortabas el pelo y yo, tratando de sonar natural, te decía que
estabas linda. Ese verano, cuando terminaron las clases, empezamos
a pasar tiempo juntos. Antes de eso apenas nos veíamos; aunque
vivíamos uno frente al otro solamente nos cruzábamos de

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casualidad y cada uno tenía su propio grupo de amigos. Pero
ese verano empezamos a ir juntos a Remeros, a la plaza o al río.
Por eso empecé a creer que había una posibilidad de que
hubiera algo entre nosotros. Y creía —y aún lo creo— que vos
también lo pensabas. Al menos, hasta esa noche del Pata Pata.
Habíamos quedado en ir con Martín y Pamela. Ellos llevaban
un mes de novios y esa salida conjunta implicaba algo, la
posibilidad de que esa noche se concretase lo que insinuábamos
desde hacía tiempo. El baile se hacía en la playa de Remeros,
frente al río. Como era en la arena, había que vestirse en forma
cómoda: los varones teníamos jeans cortados a la altura de los
muslos, remeras mangas cortas y ojotas. Pamela tenía una
minifalda, top rosa y una blusa; vos usabas una pollera tipo
hindú y musculosa negra. Te habías delineado los ojos y pintado
los labios. Dije que estabas hermosa y era la más pura verdad.
Tu papá nos acompañó hasta la mitad de la bajada Puccio.
Por fin sucumbió al ruego de los cuatro y nos dejó que
siguiéramos solos para que no nos vieran llegar con él. Quería
esperarnos a la salida, pero le dijiste que ni se le ocurriera.
Estábamos a pocas cuadras.
Bailamos toda la noche. Al principio Martín y Pamela
estaban con nosotros, pero después se fueron a sentar frente al
río y se pasaron el resto de la noche besándose como si quisieran
comerse el uno al otro. No hacía falta verlos, pero igual en un
momento dejamos de bailar y fuimos a espiarlos. Primero nos
reímos en voz baja; después empecé a sentir algo entre el pecho
y el estómago. Alguna vez había leído que era como un aleteo
de mariposas, pero se parecía a los pájaros de tu risa. Y después
esa urgencia en los labios y en las manos que vos también debés
haber sentido, porque los ojos te resplandecían como el reflejo
de la luna en el río. Nos besamos sin decir nada: tu boca era
húmeda, tibia y con gusto a chicle de menta.
Martín y Pamela vinieron un rato antes del final y nos fuimos.
No dijimos nada pero se reían y nos miraban porque íbamos de la

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mano. Subimos por la Puccio y doblamos en Álvarez Thomas.
Pasó un auto con la música al palo; una voz turbia gritó alguna
obscenidad. Doblamos otra vez en Freyre, para el lado de Maza.
Desde el río subía el bullicio de la costanera, pero arriba todo
estaba más silencioso y oscuro.
Los dos tipos aparecieron de la nada. Salieron de las sombras
del jardín de una casa que estaba en construcción o a medio arreglar:
en la vereda había escombros. Olían a vino y a transpiración. No
hubo tiempo ni de gritar. De repente los teníamos encima, uno
apuntándonos con una pistola y el otro con un cuchillo en el cuello
de Pamela. Nos guiaron a los cuatro por una galería lateral y nos
llevaron al fondo de la casa. El patio estaba sucio y en penumbras,
la luz que llegaba de la calle teñía todo de un gris tenue. Entre los
ladrillos sueltos y las bolsas de cal crecía un pasto desprolijo.
A Martín y a mí nos hicieron tirar boca abajo, uno frente al otro,
contra la pared. El más petiso, que tenía el revólver, me pateó en
las costillas y a Martín le pegó un culatazo en la cabeza. Dijo que al
primer movimiento o ruido nos hacía cagar. Martín sollozaba: del
cuero cabelludo le empezó a brotar un hilito de sangre que le
chorreaba por la frente, pero se tapó la boca con una mano mientras
con la otra se protegía la cabeza. Yo me acurruqué contra la pared.
Pamela lloraba y vos también. De pronto sentí como si todo
el mundo se me hubiese venido encima, como si miles de kilos
me aplastaran contra la tierra y el pasto húmedo. Tardé en
comprender que eso era el miedo, un terror desconocido que no
me permitía siquiera gritar. Me di cuenta de que lloraba porque
empecé a ver nublado, como a través de un vidrio empañado. Y
cerré los ojos porque no quería ver más, pero te oía llorar y
rogar, oía lo que decían los tipos, y el ruido de los cuerpos
forcejeando. Y no sé por qué, pero abrí los ojos de nuevo.
Pamela estaba más atrás, con el petiso mordiéndole el cuello y
luchando por abrirle las piernas. Eran apenas dos sombras confusas,
casi sin cara. Vos, en cambio, estabas más cerca y la luz de la luna te
bañaba las piernas desnudas y la piel debajo de la musculosa rota

53
que colgaba inútil de los hombros. La cabeza del tipo se movía
por tu pecho como la de un perro hambriento; junto a su oreja
asomaba, tieso, un pezón rosado. Vi cómo te abría las piernas,
cómo te aplastaba contra el piso para mantenerte quieta
mientras se bajaba los pantalones hasta las rodillas, cómo se
sacudía y se le contraían las nalgas en cada embate. Vi tu cara:
te mordías el labio para no gritar pero no podías. Él te tapó la
boca y vos trataste de morderlo, hasta que te pegó con el puño
enorme y pesado. Entonces te quedaste quieta, llorando
despacito, y lo dejaste hacer.
Me acerqué a vos cuando se fueron: estabas hecha un ovillo,
acurrucada en el suelo. Quería taparte con algo, pero cuando te
toqué el brazo lanzaste un grito y te alejaste de mí. Te susurré
alguna idiotez para calmarte, como si yo pudiera entender tanto
espanto. Pero te alejaste mientras decías no me toques, no me
toques por favor. Me saqué la remera y la puse a tu lado, en el
suelo. Después me senté en el rincón a esperar y a llorar.
Te vi por última vez como la primera: con un camión de
mudanzas en la puerta, tu familia yendo y viniendo de la casa al
camión. No tuve el coraje de salir y espié todo desde la ventana.
No te parecías en nada a la chica que había entrado por esa
misma puerta años atrás, montada en la espalda de tu papá.
Tenías la mirada gris y me pregunté qué sería de tu risa de
pájaro, si alguna vez en la vida volverías a reír así.

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Beautiful boy

Llueve. Primero son tres, cinco, siete gotas en el parabrisas.


Después el cielo se desmorona sobre el techo y el capó del auto
como si hoy fuera uno de esos días de furia bíblica. Subo la
ventanilla para no mojarme pero la dejo entreabierta para largar
el humo afuera. En la calle no hay un alma: la oscuridad y la
lluvia son mis aliadas. Apenas cuatro o cinco ventanas tienen
luz: una es la de ella. La noche es perfecta.

Close your eyes


Have no fear
The monster’s gone
He’s on the run
and your daddy’s here.

Si tuviese un arma encima, el estéreo del auto estaría en


silencio y con un tremendo hueco en el medio. Arrojo el cigarrillo
por el espacio abierto de la ventanilla; después la subo del todo.
Supongo que ahora, sin la brasa que delate mi presencia, el auto
debe parecer vacío. Hay otros tres en la misma cuadra: dos
estacionados junto al cordón, uno sobre la vereda, frente a una
casa de tejas verdes. Suficiente para pasar desapercibido.
En la vereda opuesta se apaga una luz. No es la de ella.
—Tenemos que esperar —le digo a Barney. En el asiento del
acompañante el peluche está tumbado, las piernas abiertas
como una prostituta apurada y esa cara de pelotudo que me
enferma. Por suerte se queda en silencio, mira para otro lado y
no se le ocurre ponerse a cantar.

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«Te quiero yo / y tú a mí» canta Martín, mientras sacude al
muñeco de lado a lado, con caja y todo. Para colmo el vendedor
mete presión: le muestra un botón que, cuando los deditos de mi
hijo lo presionan, hace hablar al odioso juguete. Martín lo abraza
con tanto entusiasmo que de sólo pensar en decirle que no me siento
indigno, miserable. Me pide que lo toque por el espacio abierto de
la caja. Quiere que compruebe qué suavecito es. Yo le digo que se
lo compro si promete irse a dormir con Barney y quedarse en su
cama. Martín sacude la cabeza con una energía envidiable. «No»,
dice. «Vos dormís con Barney; yo con mamá». El vendedor se ríe;
yo le pago el muñeco, no muy convencido con el trato.
Enciendo otro cigarrillo. Una nube de humo enturbia el
interior del auto. Bajo otra vez la ventanilla para que el humo
busque una forma de escapar, se escurra por el hueco abierto y
trepe al cielo para deshacerse, desgarrado por las gotas. El
locutor de la radio comenta que es una noche excelente para
quedarse en casa escuchando la ciento tres punto cinco. Y que a
las diez llega una nueva media hora con los pedidos de los
oyentes. Miro el reloj y veo que, en efecto, ya son las diez. Hoy
tarda más que de costumbre.
Hoy otra vez lo mismo, pero peor. De un tiempo a esta parte a
Martín le dan estos ataques antes de ir al jardín: llora, patalea, se
tira al piso. Cada vez cuesta más convencerlo. Mi mujer me mira,
entre enojada y confundida. Me pide que haga algo. Lo sacudo
del brazo y lo levanto del piso: que se deje de joder de una buena
vez, carajo. Ya me cansaron esos berrinches. Martín corre en
busca del amparo materno, se aferra a las piernas de mi mujer.
Ella le acaricia el pelo, seca sus lágrimas con la destreza que sólo
la mano materna puede tener. «No llores, Martín», dice. Le da el
muñeco. «Llevate a Barney, así jugás con él». Eso parece
convencerlo. Desde el refugio de las piernas de su madre, por
sobre la cabeza del muñeco, me larga una mirada que nunca voy
a olvidar. Una lágrima que le había quedado prendida en el
mentón se balancea, como si quisiera resistirse al abismo.

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La gota cae. La vi nacer del hilo de agua que se desliza por el
espejo lateral del auto, ensancharse en la parte baja del espejo y
saltar con vocación suicida. El locutor de la radio dice que la
lluvia amaina pero la noche sigue con la mejor música. Tiro el
cigarrillo y entonces, como si hubiera estado esperando eso, la
luz de la ventana se apaga. Mis ojos se clavan en la puerta del
edificio. La ansiedad hace que cada minuto dure una eternidad.
Pongo el auto en marcha antes de que salga, para evitar que el
ruido del motor la sobresalte. Dejo las luces apagadas. La puerta
tarda en abrirse pero ya anticipo el empujón, su cuerpo saliendo,
sus pies pisando el charco de agua que se acumuló en el cordón.
Sus piernas tiemblan en el charco que se formó a sus pies. Mi
mujer me mira asustada. Martín sigue llorando: los pantalones
empapados de orina, el uniforme del jardín sacudiéndose al
compás de su pecho. El muñeco que acaba de arrojar con furia al
piso parece mirarme con esa sonrisa estúpida que no se le borra
nunca. Esta reacción nos golpea como una cachetada ardiente,
dolorosa; nos obliga a abrir los ojos y ver las señales que siempre
estuvieron ahí. Ella lo abraza y le dice que no llore más, que si no
quiere seguir yendo al jardín ya no lo vamos a obligar. Pero le
pide por favor que le cuente por qué no quiere ir, que mamá se
asusta cuando te ve así, decime por favor qué te pasa chiquito
mío de mi alma corazón, decime qué te pasa por favor.
Y entonces lo indecible, el espanto que nos desgarra mientras
Martín larga todo desde su confusión, su pudor vulnerado, su
infancia profanada. En ese momento es como si quisiera no
escuchar y no saber, volver el tiempo atrás, al calor de febrero,
al principio del año, al momento en que no tejíamos sospechas
ni teníamos que enfrentar esa realidad.
La puerta se abre y ella sale. Lleva algo bajo el brazo: parecen
ser carpetas, libros o papeles. Y, plegado bajo el brazo, el delantal
a cuadrillé como una ofensa. Cruza la calle sin mirar; todo está
tan silencioso y apagado que baja al asfalto como si estuviera
sola en el mundo. Como si nada le pudiera pasar.

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Barney se ríe con perfidia, Martín grita que no quiere ir. El
conductor de la radio dice que Lennon se equivocó, que el
monstruo no se fue y papi no hace nada. Ella cruza la calle sin
verme. Abre la puerta de su auto y Barney me empieza a gritar
que todavía estoy a tiempo. La veo subir al auto, ponerlo en
marcha, perderse más allá de una esquina oscura.
Recién entonces me doy cuenta de mis manos lívidas contra
el volante, haciendo tanta fuerza que duele. Lo suelto y tiemblo.
En el cuero quedan las huellas del rencor, una marca leve donde
mis dedos hicieron mayor presión. Enciendo un cigarrillo y el
auto se llena de un humo ocre, espeso, mientras me digo que a
lo mejor uno de estos días, uno de estos putos días.

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Después del temporal

El temporal se había llevado hasta los colores. Todo tenía un


tono uniforme, teñido por el agua fangosa del Paraná: la casa —
lo que quedaba de ella—, algunos árboles que se mantenían en
pie, la tierra anegada, los pastizales, la huerta hecha pedazos,
el chiquero. Incluso a la Margarita, pensó el viejo, se la había
llevado el lodazal. Después de tanta destrucción y de la vida
arrasada se había cansado y se mandó a mudar. O, para ser más
exactos, no había querido volver. Él, en cambio, se pegó la
vuelta apenas bajó el agua. Ese era su lugar, carajo. Ahí había
crecido. Ahí pensaba morir.
Paseaba por las ruinas de lo que había sido su hogar y los ojos se
le enturbiaban. No era la primera vez que lidiaba contra las crecidas
del Paraná: la vida en la isla lo había ayudado a aceptarlo como una
circunstancia previsible. Pero nunca antes había sido así. Algunos
años —los más bravos hasta entonces— el agua se le metía como
medio metro, y había que andar levantando el pobre mueblerío y las
pocas cosas de valor. La peor parte se la llevaban las tierras y los
animales. Pero siempre se podía volver a empezar. Se rescataban los
animales que habían sobrevivido al agua y a las víboras, se reparaba
la casa, el establo, el gallinero y el chiquero; la tierra, al tiempo, se
volvía a sembrar. Para prevenir nuevas inundaciones se abrían
zanjones y se levantaban toscas empalizadas. En general contenían
la crecida, pero cuando venía muy fuerte se le metía algo de agua por
debajo de la puerta y vuelta a empezar.

59
Pero nada se podía comparar con el último temporal. El agua
empezó a subir y a subir y les llegaba a las rodillas cuando la
Margarita dijo vamonós, vamonós y no volvamos más pero el
viejo no, el viejo dijo nos quedamos que siempre bajó y ahora
también va a bajar. Cuando el agua se les metió por la ventana
tuvieron que refugiarse en el techo de la casa, y gracias al cielo
que no siguió creciendo porque si no se los llevaba también a
ellos dos. Desde el techo agujereado vieron un brazo del río nacer
a su alrededor, vieron pasar las vacas del rengo Onadía arrastradas
por la corriente, vieron que todo era agua y pensaron acá se
terminó lo que se daba y nos ahogamos como perros.
Lo peor era la lluvia. Cuando pensaban ya va a bajar, ya se va
a ir y va a quedar nomás el barro y el destrozo y el dolor, se
largaba a llover otra vez y cada gota era una cuchillada fría. Y la
noche. La noche era jodida porque no se veía nada; se abrazaban
en ese techo minúsculo y trataban de dormir pero no podían por
el miedo y el frío, y el murmullo continuo del agua que no dejaba
de venir. No sabía cuánto tiempo habían estado así. Tres días, tal
vez cuatro. Muertos de hambre y de sed, sin comer otra cosa que
las frutas del naranjo que estaba detrás de la casa; sin atreverse
a intentar nada más porque la correntada era tan fuerte que aun
cuando se agarrara de las ramas para nadar hasta el árbol,
amenazaba con llevárselo. Un tiempo que parecía no tener fin, y
en el que se encontró hablándole de nuevo a Dios después de
media vida de ignorancia mutua.
Y a lo mejor Dios lo había escuchado porque paró de llover.
El agua empezó a perder fuerza y a retroceder. Dos días después
de la última lluvia llegó un bote con el rengo Onadía y dos tipos
de prefectura que andaban en busca de sobrevivientes. Alguno
dijo que hallarlos era un milagro. El rengo no decía nada: estaba
acurrucado en un rincón del bote, abrazándose las rodillas y
con la mirada perdida en el agua. Más tarde supieron que
buscaba al Hugo, su hijo menor, que estaba pescando cuando
se vino el temporal y todavía no había aparecido.

60
Los cruzaron hasta Rosario: la Margarita tenía parientes de ese
lado y tuvieron que pedirles alojamiento por un tiempo. «Hasta
que baje el agua y podamos empezar otra vez», dijo el viejo, y ahí
empezó a pensar que la Margarita no volvía porque no dijo nada
pero lo miró con esos ojos tristes y vacíos como cuando al gurí lo
había picado la víbora y se dieron cuenta que ya no había nada
que hacer. El viejo la miró y vio la misma determinación de aquella
vez; sólo que entonces la pudo convencer porque todavía eran
jóvenes. Supo en ese momento que ahora sería inútil intentarlo.
Él, en cambio, estaba más decidido que nunca. Sobre todo por lo
del gurí: lo habían enterrado al pie del ecualipto que se alzaba a
espaldas de la casa. Tenía que volver y arreglar un poco; levantar
otra vez el cerco, rehacer la tosca cruz de madera y ponerle las
flores que le gustaban.
Recordaba todo eso mientras recorría la devastación que
había dejado el temporal. Tenía mucho trabajo por delante. Alzó
los ojos al cielo y dejó que se le llenaran de azul porque era el
único pedazo del mundo que tenía otro color que no fuera el
marrón pardo del Paraná.

II

Los dos hombres llegaron por la mañana. Lo primero que pensó


es que andarían perdidos porque nunca antes había visto esas ca-
ras. No tenían pinta de pescadores. El viejo alambraba el gallinero
cuando Batuque los vio subir desde el Oeste y empezó a ladrar. Lo
había encontrado en los terrenos de Onadía y se lo llevó con él
hasta que el rengo volviera, si es que volvía. Dejó las herramientas
y se empezó a sacar los guantes. Los tipos relojeaban el terreno.
Aunque había avanzado bastante todavía se notaban los estragos
de la inundación. La casa con barro endurecido en las paredes; el
chiquero enorme para los dos chanchos que había conseguido; el

61
gallinero a medio terminar y la huerta —el pedazo de tierra
labrada sin un solo brote— eran señales visibles de que aún estaba
en pleno proceso de reconstrucción.
—Buen día —dijo uno. Tenía cara de ardilla: cejas espesas
sobre los ojos inquietos y unos dientes enormes. El otro en
cambio tenía pinta de boxeador fracasado, la mirada algo perdida
o desinteresada, como si todo le tuviera sin cuidado. Pero en
lugar de manos tenía melones, y parecían de piedra.
—Buenas —contestó el viejo, mientras se sacudía las manos
en los pantalones.
Los estudió sin apuro. El que tenía cara de ardilla comentó
algo del temporal y elogió los trabajos del viejo. El otro miraba
comer a los chanchos. Después la ardilla abandonó las
formalidades y fue al grano. Le habló sobre un proyecto millonario
para hacer una reserva de pesca, con un complejo de cabañas a
todo culo, canchas de tenis y de golf. Incluso tendría acceso directo
desde el puente Rosario-Victoria, un restaurante especializado
en pescados de río y varias cosas más que el viejo no le dejó contar.
—Y a mí qué— les dijo—. No creo que me dé el cuero para ir.
El boxeador lo miró por primera vez, alerta. La ardilla dejó
escapar una risa estudiada, falsa como moneda de tres pesos.
—Que atrás de esto hay gente interesada en sus terrenos —le
dijo—. Quieren saber si está dispuesto a vender.
Así que era eso, pensó; y se preguntó cómo se le podía ocurrir a
alguien levantar un complejo turístico en esa zona de mierda. «Será
uno de esos tipos tan cagados en guita que no saben en qué gastarla».
—Digalé —el viejo usó el singular a pesar de que la ardilla había
hablado de varios, porque ya en su cabeza se había formado una
silueta desconocida pero bien definida— que no está en venta.
—Todo tiene un precio —dijo la ardilla, que parecía el único
autorizado a hablar.
—Eso piensan siempre los que tienen guita. Que todo tiene un
precio. Que todo se puede con plata.
—Es que así funciona el mundo, mi amigo.

62
El viejo rió despacito, cansado, y abrió los brazos como si
quisiera abarcarlo todo en ese gesto.
—Mire a su alrededor. El mundo no llega hasta acá.
La ardilla se encogió de hombros y escupió a un costado. Miró
al boxeador un instante antes de continuar.
—Esa no es la respuesta que esperan. Si quiere les digo eso,
pero no les va a gustar.
Ahora el que se encogió de hombros fue el viejo; no era su
problema. Se volvió a poner los guantes. No tenía más que decir.
Algo destelló en los ojos del boxeador: un pensamiento, se dijo
el viejo. «Debe tener tan pocos que, cuando le llega alguno, da
esa sensación de que algo le brilla adentro». La ardilla puso una
mano en el antebrazo de su compañero. Un roce mínimo, apenas
perceptible, que bastó para contenerlo. Después dijo que lo
pensara tranquilo, como si en la respuesta del viejo hubiese
quedado algún margen de duda.
Los primeros dos o tres días transcurrieron sin novedades. El
viejo siguió con su metódica reconstrucción, tratando de hacer un
hogar de aquel montón de ruinas. Se levantaba antes del alba, con
la noche apenas desgarrada por la promesa de luz, y se paraba en la
parte más alta del terreno para mirar el cielo en silencio, como un
desafío a la naturaleza: «acá estoy, carajo, todavía no me fui. Tirá
con lo que tengas, que me voy a levantar». A veces, cuando paraba
a comer algo a la sombra de un roble viejo, se preguntaba si tenía
sentido. Después volvía al trabajo con renovado vigor, como si
esas dudas no hicieran más que reafirmar su convicción. Trabajaba
hasta que no tenía más luz y después de comer algo a los apurones
se derrumbaba en el montón de mantas que hacía las veces de cama.
Al cuarto día volvieron. Batuque les ladró un par de veces;
después se fue a echar a la sombra sin mucho interés. Se rascó la
oreja con una pata y se acomodó, alzando apenas la cabeza en
una o dos oportunidades para mostrarse alerta.
La ardilla venía con una carpeta bajo el sobaco. Traía los dos
pulgares en los bolsillos del jean y el resto de los dedos asomados,

63
como colgando. El viejo pensó qué lindo sería un tropezón ahora,
con las dos manos guardadas y nada que te ataje salvo la jeta. No
tuvo el gusto. La ardilla llegó sin problemas hasta él. Unos pasos
más atrás venía el boxeador.
—Buenas.
—Qué hay.
—Ya sabe. Venimos a ver qué decidió.
El viejo hizo una mueca, una especie de sonrisa triste. Como
queriendo decir que no hacía falta todo el circo. El sol pegaba fuerte
y se limpió el sudor de la frente, aunque tal vez no fuera el calor.
—Sigue pensando igual —dijo la ardilla, y no era una pregunta—.
Quiere que le diga la verdad: yo me lo imaginaba. Les dije que no
iba a cambiar de idea. Se le nota en la cara, ¿sabe? Que es un viejo
jodido y testarudo. Así que esta gente nos mandó con una
contrapropuesta.
Lo sorprendieron dos cosas: la velocidad del boxeador y cómo
cobraron vida sus ojos. Se dio cuenta, en ese segundo previo al
ataque, que el fulgor repentino en las pupilas del boxeador no
era producto de un pensamiento inesperado: era una furia fría,
un predador salvaje que vivía en el pecho de aquel hombre. Una
explosión de violencia contenida que le permitía, en esos breves
instantes de libertad, descargar su rencor contra el mundo.
La primera piña lo alcanzó en el costado de la cara, entre la
oreja y la sien. Después, al recordarlo, pensaría que así se deben
sentir los árboles ante el hachazo final: el dolor expansivo, el
ruido de algo que se rompe, un temblor que te sacude entero y
ese desplomarse lento, pesado, hasta rebotar en el suelo.
—Te dijimos que no les iba a gustar —oyó el viejo que alguien
decía, y le costó entender que esa voz de contrabajo era del
boxeador. Era la primera vez que lo oía hablar. En su tono
asomaba una satisfacción perversa.
Una mano enorme lo levantó a medias del cuello de la camiseta.
Trató de cubrirse, pero no pudo detener esa otra mano que golpeaba
como un percutor automático, que subía y bajaba hasta estallar en

64
su cara. El boxeador parecía lejano, turbio. El sudor, la sangre
y el dolor le entorpecían la vista: todo el mundo parecía haberse
condensado en esa mano que lo atacaba como una cobra furiosa.
Muy lejos, la ardilla hablaba, decía algo de los papeles, de la
casa, algo sobre firmar. El viejo no lo escuchaba porque cada
palabra era tapada por el paf del melón que tenía el boxeador al
final del brazo.
Este animal me va a matar, pensó. Y probablemente lo
hubiese hecho.
Al viejo le costó un rato entender lo que había pasado, por qué
la mano había dejado de atacarlo. Oyó un grito, el ruido de uno o
dos cuerpos por el suelo. Y ese otro sonido que tardó un instante
en distinguir, ese gruñido que crecía, desafiante y feroz. Se
incorporó a medias, apoyado en un codo y con una mano en la cara
como si quisiera sostenerla antes de que se le cayera a pedazos.
Frente a él, el boxeador y Batuque rodaban por el suelo: el perro se
le había prendido de un brazo; los colmillos desgarraban la ropa y
la carne. La ardilla lo pateaba pero el perro aguantaba firme.
El viejo se paró como pudo y corrió hacia la casa. Las piernas
pesaban una tonelada; se movían torpes, a destiempo. Cayó dos
veces. Se levantó y volvió a correr. Atrás oyó las voces, los
ladridos, una puteada. Abrió de un empujón y se tambaleó hasta
el mueble medio podrido que estaba en la pared del fondo. Sacó
la escopeta y una caja de cartuchos que le tembló en las manos.
Afuera el perro lanzó un aullido.
Salió. El peso de la escopeta en sus manos desvaneció
cualquier rastro de dolor y de miedo.
—Dejen a ese perro, carajo —gritó.
El boxeador y la ardilla vieron el caño enorme y oscuro.
Empezaron a correr. El viejo alzó la escopeta, pero dudó:
Batuque corría tras ellos, lanzando tarascones y ladridos
salvajes. Tuvo miedo de herirlo y apuntó al cielo, esa mancha
celeste que contrastaba con el marrón pardo que teñía todo.
Los vio perderse entre los árboles.

65
III

Que volvieran era cuestión de tiempo. El viejo lo sabía tan


bien como que, cuando lo hicieran, no se andarían con chiquitas.
Andaba siempre con la escopeta a mano. No le iba a servir de
mucho ahora que estaban prevenidos, pero tampoco les
pensaba dejar las cosas fáciles.
El primer día pasó sin noticias. Fue una suerte, porque apenas
si podía moverse: le dolía todo el cuerpo y tenía la cara desfigurada.
No conseguía abrir del todo el ojo izquierdo, la nariz rota le
molestaba hasta para respirar y el más mínimo gesto le provocaba
una oleada de dolor. Se lavó despacio y revisó el bolsito que la
Margarita le había entregado cuando se separaron. Encontró un
poco de Pervinox y gasas. Hizo lo que pudo y se ocupó del perro.
Batuque arrastraba una pata y tenía una oreja caída, como
quebrada. Tenía algunas marcas en el lomo pero la había sacado
barata.
—No te quejés, macho —dijo el viejo entre caricias—. Mirá lo
que parezco yo.
Le entablilló la pata con una madera y unas tiras de trapo.
Le dio de comer y llenó de agua un cuenco viejo. Tomó la
escopeta y salió. Miró hacia todas partes y escuchó con
atención. Nada fuera de lo normal: el murmullo del río a lo lejos,
el canto de un pájaro y el rumor del viento entre los árboles.
Rodeó la casa y caminó hasta el eucalipto.
Al regresar no había encontrado la cruz; se había encargado de
hacer una nueva con la misma sensación ambigua de la primera
vez. Por un lado la necesidad de señalar ese pedazo de tierra que
significaba tanto. Un símbolo que diferenciara ese pequeño espacio
del resto del mundo. Por otro, la contradicción de adoptar un

66
emblema de ese dios con el que se había enemistado; ese que se
había olvidado de él y de su familia en aquel rincón tan alejado
del cielo.
—Uno es de donde entierra a sus muertos, gurí —le murmuró
a la cruz—. Eso es lo que no entienden éstos.
Pasó la noche sin sobresaltos. Sabía que no lo atacarían en la
oscuridad: él conocía mejor la zona. A la mañana se levantó
temprano y preparó agua para el mate. Afuera se oían los pájaros
y un gallo que cantaba. Se asomó a la puerta y vio el cuenco
vacío. Le puso agua limpia y llamó a Batuque con un chiflido.
Debía estar lejos, porque no apareció. Perro vagabundo.
Sacó la pava del fuego y preparó el mate: tapó la boca con la
mano, lo volcó dos veces para quitarle el polvo y se sacudió para
borrar el círculo verde que le había quedado estampado en la palma.
Echó un chorrito uniforme de agua, no directo sobre la yerba sino en
la bombilla. La yerba seca en el lado contrario se elevó, mientras en
la mitad húmeda se formaba una superficie espumosa.
Primero oyó el ruido de las ramas, la maleza apartada
bruscamente, en una carrera loca: pensó que se trataba de un
chancho suelto que corría asustado. Pero en lugar del chillido
agudo, otro sonido precedía la aparición de la bestia: un quejido
apagado, un aullido contenido.
Supo que era Batuque aunque era imposible reconocerlo: lo
que salió de entre los árboles era una masa negruzca y llameante,
un cuerpo incendiado que aullaba de dolor y espanto. Le habrían
atado el hocico con un cinto, o una soga: algo que se lo
mantuviera cerrado el tiempo suficiente para evitar que mordiera
o ladrara. El fuego ahora lo había quemado, dejándole libre el
hocico, y el aullido era un llanto desgarrador, agónico.
El viejo corrió hacia la bomba de agua mientras el perro se
revolcaba en un intento inútil por apagarse. El olor del pelo y
la carne quemada lo asaltó de golpe. Sacudió con fuerza la
bomba, desesperado, viendo cómo el balde se llenaba. Era inútil
y lo sabía. Pero qué otra cosa podía hacer.

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El perro se revolcó un rato más mientras el viejo le echaba
agua. Después se quedó quieto, llorando despacito. Casi todo
su pelaje había desaparecido; en la carne chamuscada se veían
tajos profundos. El agua se mezcló con la tierra y la sangre y
formó un charco oscuro bajo el cuerpo de Batuque.
—Hijos de puta —gimió el viejo. Tenía la cara sucia de tierra
y las lágrimas le dibujaban una grieta que le abría las mejillas
hasta el mentón—. Hijos de remil puta, mirá lo que te hicieron.
El viejo fue a buscar la escopeta, tambaleándose. Le
temblaron las rodillas antes de disparar. Después siguió el
silencio. Cayó de rodillas junto al perro y se tapó la cara con las
manos para llorar como no lo había hecho en muchos años.

IV

Los esperó parapetado en la ventana. Tenía una buena visión


panorámica del lugar por donde podían llegar. Sabía que esta
vez vendrían precavidos, pero la única forma de entrar a la
casa era por el frente o abriendo una agujero en la pared del
fondo. No creía posible esta última opción.
No tuvo que aguardar mucho: algo después del mediodía, en
medio del calor sofocante de la siesta, pudo ver unas siluetas
furtivas más allá del gallinero. Las aves empezaron a cloquear
intranquilas. Una se elevó en el aire, como en un salto, y se
alejó presurosa hacia la otra punta.
La ardilla se asomó por detrás de la línea de los árboles. Se
quedó pegadito al tronco, listo para refugiarse si empezaban
los tiros. Alzó las manos para mostrar que no tenía nada. El
boxeador no estaba junto a él.
—Salga, don —gritó—. Terminemos con esto. Nadie tiene que
salir lastimado.
—Y qué hay del perro.

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—Se la buscó. No haga lo mismo, don.
Se asomó a medias por la ventana y sostuvo en alto la escopeta.
La ardilla estaba lejos, pero no era difícil adivinar qué era lo que
le mostraban.
—Vení a sacarme.
La ardilla sacudió la cabeza, como desencantado. Retrocedió
sin dejar de mirarlo y desapareció detrás del árbol. Pasaron unos
segundos lentos, morosos. Hasta el viento parecía callado, como
aguantando la respiración. Sonó el primer disparo y una bala se
clavó en el alféizar de la ventana desprendiendo polvo y
argamasa. El viejo no se agachó: giró hacia el lugar de donde
había venido el disparo sin preocuparse por apuntar y tiró a
ciegas. Los perdigones resonaron contra un barril oxidado,
levantaron tierra seca y desprendieron parte de la corteza del
árbol donde estaba escondido el tirador.
El viejo se agachó a tiempo: arriba, por la ventana, pasaron cuatro
o cinco balas que fueron a incrustarse en la pared del fondo. Le costaba
discernir de dónde venían los tiros, parecía que le tiraban desde
todas partes. De una sola cosa estaba seguro: un estampido provino
del lado del chiquero, hacia la derecha de la casa. Gateó hasta la
puerta, se incorporó y la abrió de una patada, el arma a la altura de
sus caderas. Tomó de sorpresa al atacante, un morocho de cara
aindiada. Estaba a unos diez metros; los perdigones no alcanzaron a
abrirse demasiado: el cuerpo salió despedido hacia atrás como
embestido por un elefante y cayó levantando una nube de polvo.
Más disparos sonaron cerca, algunas balas pegaron en la
puerta de madera. El viejo corrió hasta la ventana y apuntó hacia
el árbol. Alguien asomaba medio cuerpo. El disparo bajo levantó
tierra, arrancó corteza y le destrozó un pie. Cuando lo vio caer
supo que se trataba del boxeador: su figura era inconfundible.
Levantó la escopeta para rematarlo, entonces sintió el dolor en
el hombro izquierdo, un clavo ardiendo en la carne.
Se tambaleó hacia atrás y se miró el brazo herido. En la ventana
pegaron otros dos balazos: tiraban a tontas y a locas, sin importar

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si tenían un blanco o no. El viejo puteó bajito y probó a levantar
la escopeta: el brazo le dolía, pero podía levantar el caño. Se
asomó de nuevo y tiró sin mirar. Fue un disparo afortunado: los
agarró al descubierto, avanzando hacia la casa, convencidos de
que la herida lo tendría ocupado. Eran dos desconocidos que
había traído la ardilla. A uno lo alcanzaron los perdigones en el
vientre y cayó de rodillas chillando como un chancho. El otro
tuvo menos suerte: venía agachado y lo agarró de lleno en la
cara. Cayó de boca al suelo sin emitir ni un grito.
Otro disparo lo alcanzó, esta vez entre las costillas. Se dobló
en dos mientras retrocedía y se palpó la herida. La sangre le tiñó
los dedos. Mientras recargaba la escopeta supo que estaba
cagado, que esta no la iba a contar.
El viejo salió por la puerta, encorvado por el dolor y el peso de la
escopeta que apenas podía sostener. Un disparo levantó polvo junto
a sus pies. Giró y encontró al boxeador que, desde el piso, trataba de
enfocarlo. El viejo tiró: tres dedos volaron junto con la pistola que
sostenían y la cara del boxeador estalló en una nube de sangre.
Quedaba nomás la ardilla; lo supo cuando lo vio correr a
esconderse detrás del gallinero, tirando sin mirar. Disparó de
lejos. La ardilla se tambaleó en la carrera, cayó al suelo y se
empezó a arrastrar en busca de un refugio. El viejo se acercó
lento, torpe. Una bala le pasó cerca de la pierna pero no se detuvo.
La ardilla volvió a apuntar; el arma le temblaba. El miedo y el
dolor hacían que fuera imposible enfocar al viejo que avanzaba
hacia él sin apuro. El arma le sacudió el brazo hasta el hombro,
despertando el dolor de su pecho herido. Vio la sangre saltar de la
rodilla del viejo. Lo vio tambalear y caer. Ya está, pensó, ya está
este viejo puto. Entonces levantó la cabeza y lo miró. En sus ojos
vio la muerte. Le apuntó al bulto y gatilló otra vez: el arma hizo un
sonido seco, inesperado. El viejo se arrastró por el suelo un metro.
Después se incorporó a medias y se sentó, estirando la pierna herida.
Un brazo le colgaba al costado del cuerpo. Con el otro le apuntó
con la escopeta apretada contra la cadera. El caño oscuro temblaba.

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—No tire, don. Lo podemos arreglar —murmuró la ardilla—.
Me puedo ir por donde vine.
El viejo dudó un instante. El caño le pesaba y estaba cansado.
Pensó en el perro y disparó.
Se dejó caer de espaldas en el piso. Respiraba con dificultad;
un cansancio remoto le invadía el cuerpo. Se concentró en el
canto de los pájaros, en el escándalo de gallinas, en el siseo del
viento entre las hojas. Uno a uno los sonidos habituales volvían
a su lugar y acallaban el eco de los disparos.
Su respiración se fue haciendo más lenta. Los párpados le
pesaban pero todavía veía el pedazo de cielo azul, las copas
verdes de los árboles, manchones de colores de las flores en las
ramas. Colores que lentamente empezaban a volver para
desterrar el marrón uniforme que lo teñía todo.
Se empezaba a parecer más a lo que había sido su hogar. De
a poco. No era el lugar más lindo del mundo. Pero era suyo. El
único que podía considerar como suyo.

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II. MUNDOS POSIBLES
Cualquier semejanza

Existe gente que cree en el destino. Considera que todo


movimiento, decisión o suceso está preestablecido, forma parte de
un enorme tapiz perpetuo que ya está tejido, determinando el rumbo
que habrá de tomar nuestra vida. El azar no es una posibilidad en su
concepción del mundo. Todo fue definido de antemano por una
fuerza superior de infinita sabiduría, y cada uno de nuestros actos
cotidianos no son más que movimientos de ajedrez en el tablero
del cosmos. El chicle que pisa él y que atrae su mirada, y el llamado
que recibe ella en ese mismo instante en su celular, son simples
eslabones de una larga cadena de acciones y causas que, en el origen
del mundo, ya habían determinado este encuentro, el topetazo que
los obligará a mirarse a los ojos por primera vez. Algunos años
atrás conocí a un hombre que pensaba así. Se llamaba Alcides y
escribía cuentos. Y, según aseguraba, se volvían realidad.
Fue en la presentación de un libro de poemas en la Sala de la
Cooperación. Por ese entonces yo todavía escribía con cierta
esperanza, y a veces me mezclaba en actividades de este tipo. Al
autor lo conocía de la revista Ciudad Gótica, donde un par de
veces publiqué algún cuento o ilustré los de otros. Como en toda
presentación de ese tipo, había un grupo de músicos amigos del
autor, vino berreta en vasos de plástico y un montón de pelotudos
jactanciosos que hacían alarde de su poesía indescifrable.
Los músicos ya habían tocado y el vino escaseaba. Me fui
abriendo paso hacia la salida; saludaba a alguno con una inclinación
de cabeza o una mínima elevación del vaso, estrechaba alguna mano
al pasar o agitaba el brazo de lejos sin detenerme. Probablemente

75
mi fuga hubiese tenido éxito de no haber sido por Petrich. Pero el
tipo me caía bien: era simpático y humilde, características que esa
noche, en ese lugar, no abundaban. Me entretuve conversando con
él, a pocos metros de la puerta, y la ocasión de marcharme se
esfumó. Esa demora, producto del azar, me llevó a conocer al
hombre que creía en el destino.
Se acercó a saludar a Petrich, aunque por la cara del poeta no
estoy seguro de que lo recordara. Alcides evocó un par de nombres
que sí fueron reconocidos, uno o dos acontecimientos puntuales —
la presentación de un libro de Jorge Isaías; el Festival de Poesía del
año anterior—, pero así y todo mi compañero asentía con tibieza,
como si no lograra asociar esos recuerdos con la persona que tenía
enfrente. Yo intuí su turbación y aproveché un respiro para cambiar
de tema. No recuerdo qué dije pero lo hice de forma tal que, aunque
no incluyera expresamente al recién llegado, tampoco lo exceptuara.
Una de esas frases que dan pie a una observación sin ser dirigidas a
nadie en particular. Aunque probablemente haya dicho «qué buena
está la morocha», porque una de las cosas que más recuerdo de
aquella noche es la presencia constante de una pendeja que estudiaba
Comunicación Social y acaparaba todas las miradas.
Alcides permaneció a nuestro lado como un perro temeroso a
la orilla del mar: prestaba atención a la conversación, asentía de
vez en cuando, pero retrocedía de inmediato si la ola se acercaba
en forma de pregunta o como una mirada que buscase su opinión.
Daba la impresión de que no quería estar ahí, que se sentía
incómodo o fuera de lugar; no con nosotros —o acaso también
pero menos— sino en todo aquel salón, rodeado por aquella gente.
Después de un rato Petrich se excusó para atender el llamado
que con señas le hacían desde la otra punta. Alcides y yo nos
quedamos solos, indefensos ante la mutua incomodidad. Tomé
un trago para llenar ese bache, para mantener la boca ocupada y
disimular la falta de conversación, pero era consciente de que
no tenía suficiente vino en el vaso para alargar mucho ese gesto.
Entonces le pregunté lo único que se me ocurrió en ese momento:

76
si también escribía. Tenía una probabilidad muy alta de acertar:
la mitad de los asistentes a la presentación de un libro editado
por el autor son escritores amigos. La otra mitad son familiares.
Se tomó un momento en responder. Cuando lo hizo miró más
allá de mi hombro, con la vista perdida en algún punto
indescifrable. La voz parecía otra, no la misma con la que se
acercó a saludar a Petrich sino una más grave, profunda, que
parecía nacer del medio de su estómago.
—Solía hacerlo —me dijo—. Después no me lo pude bancar.
Me imaginé que se refería a otra cosa, a cualquier otra: al
ambiente, a la frustración de no poder publicar nada, a la deses-
peración de saberse mediocre. Lo único que no se me ocurrió,
en ningún momento, fue lo que me contó después: que se cum-
plían las cosas que escribía en sus cuentos. A veces alguna frase
suelta, un párrafo intrascendente, situaciones que poco tenían
que ver con el nudo de la historia.
—Creí que se trataba de simples coincidencias. A menudo eran
cosas tan insignificantes que ni siquiera les prestaba atención: sólo
después, cuando se me fue de las manos y empecé a mirar atrás, me
di cuenta. O por ahí las notaba pero me parecía lo más natural del
mundo. En uno de mis cuentos operaban al tío de un personaje, y al
tiempo operaban a mi tío. Otro cuento era sobre una mujer infiel; a
un amigo le metían los cuernos. Yo no me podía imaginar… —se
encogió de hombros y miró al suelo—. Esas cosas pasan siempre.
Parecen trascendentales cuando le pasan a uno, o a los que lo
rodean. Pero el mundo está lleno de minas que gorrean; todos los
días operan a alguien, cada día se muere un perro, qué sé yo.
Se quedó callado un momento, mientras buscaba algo en sus
bolsillos. Sacó una pipa y la empezó a cargar, mientras yo miraba
incómodo alrededor. Me gusta el olor a tabaco de una pipa, es
infinitamente más agradable que el de mis cigarrillos, pero es un
faro para todas las miradas. Desconfío de la gente menor de
cuarenta que la fuma en público. Creo que tiene algo de
exhibicionismo, de hacerse notar.

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—Pero después empeoró —dijo, mientras la encendía. Lo que
contó después es difícil de repetir. No sé cómo interpretar cada
inflexión de su voz. Ya en ese momento, envuelto por el
aromático tabaco y con un par de vasos encima, me pareció
producto de una mente trastornada. Ahora, cuando trato de
rearmar la conversación para escribirlo, me resulta imposible;
no encuentro la manera de que suene medianamente creíble.
«La realidad me devolvía una imitación deformada de mis
cuentos», dijo en algún momento. Un remedo sistemático de los
destinos que, sin proponérselo, trazaba su literatura. A su alrededor
se sucedieron fenómenos naturales, desapariciones y accidentes;
encuentros furtivos entre antiguos amantes, diálogos imposibles y
traiciones. Incluso una discusión en un funeral que terminó a las
trompadas. Todas situaciones que habían sido imaginadas por él, y
se repitieron ante sus ojos como un déjà vu absurdo.
—Todo esto pasaba desapercibido para los demás —explicó—
. Yo era el único que notaba esa dualidad, ese nexo que había
entre mis cuentos y la vida. Pero no me causaba más que una
leve perplejidad, una vacilación que me duraba hasta que lo
atribuía todo al azar. Creía que esa era la respuesta y, sin más, lo
desechaba de mis preocupaciones. Así que seguí escribiendo,
moldeando la vida de quienes me rodeaban. O de quienes no.
Prefiero ni pensar en cuántas cosas pueden haber pasado sin que
yo siquiera haya sospechado la responsabilidad que me cabía.
Después dijo que lo sacó de su ignorancia aquella apocalíptica
lluvia que se desató en el norte de Santa Fe y provocó el desborde
del río San Javier. Se había enterado por el noticiero. Las aguas
llegaron al cementerio de un pueblo cercano y una decena de
ataúdes flotaron por las calles anegadas, como en una funesta
procesión de huérfanos que aguardasen la llegada de un Raquel que
los rescatara del naufragio. Dejó de escribir desde ese día, porque
cada frase que ideaba, cada mísera palabra, suponía una amenaza.
Cuando terminó de contarme esto se quedó callado, chupando
la pipa. Por el costado de la boca echaba breves nubes de humo que

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parecían escalar con dificultad el aire denso de la sala. Se alejó
un instante la pipa de los labios, sosteniéndola entre el índice y
el pulgar. Pareció a punto de agregar algo pero se puso a mirar
alrededor como buscando hacia dónde ir. Un rato después, sin
decir nada más, se despidió.
Lo miré mientras se abría paso entre la gente hasta que lo
perdí de vista. El autor del libro que se presentaba esa noche
había terminado de firmar ejemplares y se acercó con dos vasos
llenos. Me ofreció uno.
—¿Quién era ese? — preguntó.
—Qué sé yo. Un amigo de Petrich. Creo. Dice que era escritor,
pero no sé su apellido.
Miró hacia la gente, como si lo buscara. Después sacudió la
cabeza. Sus labios amagaban una sonrisa.
—Mirá vos qué curioso. Te vas a reír, pero el tipo me hizo
acordar a un personaje de un cuento mío. ¿Viste que a veces
escribís algo y te imaginás físicamente al personaje? Por ahí ni lo
describís pero lo armás en tu cabeza, le das una apariencia
definida para no estar pensando en una cara gris o en una silueta
en sombras. Bueno, al personaje me lo había imaginado así,
parecido a éste. Me acordé por la pipa. Eso fue lo que me hizo
como un clic. Mi personaje fumaba pipa también.
Tomé un sorbo de vino. No le prestaba demasiada atención: la
morocha de Comunicación Social otra vez estaba cerca; traté de
imaginarla desnuda. Le pregunté por compromiso, o para instarlo
a que siguiera hablando mientras yo perfeccionaba mi técnica.
—Y de qué se trataba.
—Qué cosa —me dijo, y siguió mi mirada. Cambió de posición
para verla mejor.
—El cuento. De qué se trataba el cuento.
—Ah. Una boludez. Era un tipo que escribía y todo se volvía
realidad.
Supongo que en la cara se me habrá dibujado un gesto indefinido,
a mitad de camino entre la incredulidad y la diversión. Por un

79
momento hasta me espanté pensando que tal vez mi vida, la
suya y la de todos, podía estar siendo escrita en ese instante
por alguien más. Que acaso todos fuéramos personajes de una
novela inacabable, y que todo lo que hacíamos y dejábamos de
hacer ya había sido determinado por la pluma de alguien más.
—Cuando se daba cuenta, abandonaba la literatura porque
se sentía culpable —continuó, ajeno a mi conmoción—. Pero
nunca supe cómo terminarlo.
—Qué lástima —dije, y tomé un sorbo de vino. Pensé en
confesarle las similitudes entre su personaje y el amigo de
Petrich, y así darle una retorcida vuelta a su cuento. O en aliviar
las penas de Alcides: ir en su búsqueda y plantearle la
posibilidad de que sus textos y sus cargos de conciencia no
fueran más que piezas del engranaje maestro que determinaba
una mano macabra.
Pero yo no creo ni en lo uno ni en lo otro. Prefiero atribuirle
esos hechos al azar y, de esa forma, sentirme libre de hacer y
deshacer mi destino y mis cuentos. Así que me callé. Tal vez,
pensé, algún día escriba un cuento de estos dos.
Después de todo, a mí me encantan las casualidades.

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Consecuencias de la exposición al sol

Los lunes tienen siempre ese principio de hastío que recién se


disipa sobre el viernes; eso que estira las horas como chicle y las
hace largas, tediosas, tan de lunes en la oficina. Pero éste es peor:
está atrapado en Rosario con 37° en la calle, y a pesar del aire
acondicionado con su ambiente de abril artificial, no puede
disimular las ganas de mandarse a mudar; aunque afuera aguarde
ese sol de desierto con su bochorno de sudor, con su promesa de
camisa pegoteada. Es peor porque ahí, sobre el escritorio, hay
doce legajos apilados que esperan por su firma; dos proyectos
por presentar y ocho reclamos que atender. Peor porque marca
su regreso al trabajo después de dos semanas de licencia; dos
semanas de río, sierras, aroma a pino fresco. Este lunes más lunes
que nunca le pesa el olor a peperina que perdura en su memoria,
la corbata lo asfixia con su opresión de condena, le duele
adaptarse otra vez a esta rutina olvidada, incómoda como el
cambio de las ojotas por los mocasines que le aplastan los dedos
del pie. Pero no le queda otra que aceptar las cosas como son;
firma legajos, responde mails, lee circulares.
A media mañana se sirve café. Cierra la puerta del despacho y
refugiado en la intimidad se quita los zapatos para acariciarse los
pies doloridos. Nunca antes le pasó, a pesar del hastío de lunes, del
desacople del regreso, de esa nostalgia de bermudas y de ojotas,
nunca tuvo que sacarse los zapatos. Bebe café y fuma sin prisas antes
de retomar su labor. Mientras lo hace se rasca la nariz y siente la piel
como granulada, áspera. Se acaricia con la yema del dedo; tiene la
piel rota, consecuencia de la larga exposición al sol. Casi

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como al descuido, toma un pellejito y tira hasta arrancarlo: lo
mira sin interés, sacude los dedos y lo deja caer sobre la alfombra.
El timbre del teléfono lo saca de su concentración y levanta el
tubo: Hola, bien, gracias; sí, por suerte la pasamos muy bien.
Cambia de mano el tubo para aplacar la comezón que le afecta la
aleta derecha de la nariz. Otra vez la piel se resquebraja y se abre;
queda un pliegue del cual tirar para arrancar el pedazo seco. Es un
impulso insensato pero irresistible, como las ganas de rasgar un
empapelado, como las ganas de despegar las etiquetas de las
botellas cuando una punta se nos muestra sugerente, tentadora.
Cuelga el teléfono y se da cuenta de lo que hace pero ya no puede
detenerse, ahora la comezón se traslada a su frente y se rasca con
frenesí. «Menos mal que cerré la puerta —piensa— para que nadie
me vea hacer esto, rascarme como sarnoso, como infectado».
Usa las dos manos hasta que la piel seca se empieza a
despeluchar, pasa sus dedos como para quitarse un flequillo
inexistente y la siente caer. Busca con las uñas como pinzas hasta
encontrar un pliegue y tira; primero saca un pedazo informe que se
le pega en el pulgar, después otro más grande. A medida que saca,
perfecciona su técnica. Al rato ya obtiene largas tiras de piel de su
frente, tiras angostas y prolongadas que cuando las corta se
enroscan, dibujan tirabuzones en el aire y caen hasta la alfombra.
La comezón crece. Se rasca detrás de las orejas, las mejillas, las
cejas, los hombros. Sabe que tiene que detenerse pero no puede.
Afloja el nudo de la corbata y siente un gran alivio, como si entrara
más aire a los pulmones; desabrocha el primer botón de la camisa y
es una caricia de brisa crepuscular. Con el segundo, un rumor de
arroyo le invade el pecho. Piensa que debe parecer uno de esos
oficinistas de publicidades de agua mineral. Qué carajo, al fin y al
cabo se siente así y hace falta aflojar esa opresión que ahoga.
Después de todo, está solo en la oficina, a salvo de las miradas
indiscretas de sus subordinados que no entenderían ese vínculo
con la naturaleza porque ellos no salieron todavía de vacaciones.
Están ahí, con los sentidos inmunes al olor del río, contentos con

82
ese aire fresco de cotillón, el verde en el tapizado de las sillas
reclinables, la luz de fluorescente. Qué van a entender.
Pero tiene que sacarse la camisa porque lo asalta esa comezón
en todo el cuerpo; el rito de arrancarse la piel a tiras es
irresistible. Se pela los hombros y la espalda hasta que le duelen
los brazos por la torsión. Y se quita toda la ropa para sacarse la
piel a pedazos, hasta que no queda más que este pellejo verde y
escamoso, esta lengua bífida que asoma entre los colmillos.
Repta para alejarse del montón de ropas tirado en el piso, pasa
por debajo de los escritorios de los demás oficinistas que lo
miran espantados y sale a la calle y al sol de desierto que le
hace tan bien.

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En el fondo

En el fondo, Flaca, todavía pienso en vos. Ya no te quiero, es


cierto, pero por ahí me sorprende la nostalgia y es como si el tiempo
se enroscara y volviera atrás, a esos días en que el mundo giraba en
torno a tu recuerdo. Quizá recuerdo no sea la palabra precisa para
definir lo que eras pero cómo definirte, cómo amoldar esa amalgama
de sensaciones a los límites de una palabra que logre abarcarlo
todo. Eras un sueño y un desvelo; una evocación de momentos no
vividos; un anhelo vano. Eras el ansia de unos besos que no alcancé
a dar, de caricias malogradas y perdidas en el abismo que se abría
entre mis ganas y tu distancia. Eras una ausencia en mi cama y en
cada momento en que te necesitaba. Una ausencia dolorosa porque
no se iba, presente en cada instante. Cómo te quería, carajo.
Pero ya no, Flaca, ya no. Alguna vez te dije que el tiempo se
encarga de cerrar las heridas. Y ya ves, aunque a veces piense en
vos y me muerda este dolor de ayer, sé que no es más que el
residuo de ese amor, como el vestigio de un sueño al despertar,
como un miembro amputado en un día de humedad.
Aunque no lo creas, ahora soy otro. Supongo que me parezco
más a quien era antes de todo eso, antes de los repentinos cambios
de humor, de la obsesiva necesidad de vos que me consumía, de
esos pozos de angustia en los que solía caer. No fue de un día para
otro, claro. Me llevó mi tiempo desprenderte de mis ansias, pero
ahora tiempo es lo que me sobra. Acá el tiempo es como una cosa
blanda y gomosa, algo que se estira hasta el hastío y del hastío pasa
a una suerte de indiferencia premeditada en la ya no importa qué
día es, qué año, qué siglo. Esta (cómo decirte, cómo explicarte esta

85
realidad tan incomprensible para vos que seguís tu vida con la
tranquilidad de saber que todo es como debe ser, que los relojes
miden el tiempo atados a los parámetros habituales, que los
saludos de los vecinos te recuerdan que nada cambió, que el
cielo sigue siendo azul y el Paraná un destello marrón del
horizonte), esta laxitud del tiempo ayuda, Flaca. Uno se sienta y
piensa, y pasar tanto tiempo solo lo obliga a uno a pensar en sí
mismo: en lo que hizo, los porqués, lo que logró y lo que perdió.
Y fui cambiando, Flaca, poco a poco fui cambiando. Ya ni
siquiera fumo. Te acordás cómo fumaba. Sí, claro, aunque
quisiera tampoco podría fumar, mirá lo que digo. Pero creéme
que tampoco lo haría porque ya no me consume esa desazón,
ese desapego por la vida que me hacía fumar un pucho tras otro
aun sabiendo que me mataba de a poquito. Bah, dije aun
sabiendo, pero mi propensión a fumar como un condenado no
era cuestión de negligencia. Era más bien un perjuicio deliberado.
Un suicidio paulatino y constante, una forma de ir matándome
día tras día sin asumir la responsabilidad de la bala en el paladar,
de la soga al cuello, del salto al río.
Ese puede que sea el cambio más evidente. Podrá parecerte
un detalle trivial, pero engloba un conjunto de transformaciones
mínimas que me distancian del que fui. Porque, así como el
olvido y la regresión a un estado de ánimo sereno y constante
no se dieron de un día para el otro, tampoco se había dado así la
desesperación que me fue llevando a ese quiebre, a esa explosión
final de pegar un grito mudo y mandar todo a la mierda.
Tal vez a los demás los tomó de sorpresa, en general es así, aunque
después uno empieza a pensar y se da cuenta que si no vio fue porque
no quiso ver. Puede haber sido una sorpresa, pero aunque yo
minimizaba la cuestión me la veía venir desde hacía rato. Y a veces
pienso que esos silencios en los que me refugiaba imprevistamente
fueron los más desesperados gritos de auxilio que pude dar.
Pero no lo hice bien, o no supieron escuchar. Ni vos, ni nadie.
Ni yo mismo. Y el grito contenido fue un llanto postrero, una

86
resignación. Y el abatimiento fue un dolor que me quemaba
por dentro, que me obligó a esa escapatoria absurda, a esa
necesidad de oscuridad, de espantar todos los sentidos para
desterrarlos y condenarlos a un exilio inmediato y definitivo;
y olvidar, porque matarse es la huida rápida para olvidar y no
sentir y no ser y no.
Pero, te decía, el tiempo ayuda; acá el tiempo sobra y es
laxo y blando. Supongo que así fui aprendiendo a no quererte
más. Porque no hay mentira más absurda que el olvido: uno no
olvida a una mujer, sino que aprende a que su recuerdo deje de
doler.
Aunque a veces, cuando me acerco a la ribera y veo un tobillo
o unas piernas que me recuerdan a las tuyas, me agarre una
especie de nostalgia o un afán, y estire estos dedos grises y
anillados de plantas como si quisiera tocarte otra vez. Pero me
contengo. Dejo que la corriente me lleve de regreso río arriba
sin saber si eras vos. Porque le temo a tu recuerdo implacable,
a ese anhelo que ya me consumió una vez. Y me pierdo otra vez
en el sosiego del río, en este tiempo blando y calmo sabiendo
que, en el fondo, todavía no me libré del todo de vos.

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El lado incierto

Todo en él y fuera de él le dice que no, pero cómo eludir ese


mandato anónimo y casi místico. Sabe —tanta teoría lo dice;
una precaria experiencia lo confirma— que antes de empezar
un cuento debe tener previsto adonde va; cada pieza debe
engranarse en el relato para apuntar a un único final posible.
Pero la esfericidad pregonada por Cortázar, el decálogo de
Quiroga y la unidad de efecto de Poe se pierden apabullados
por esa necesidad de escribir, de liberar sus monstruos internos,
de abrir la puerta al lado incierto. Hace tres días que el salvaje
está atrapado en su cabeza; aunque aún no sepa dónde habrá de
llevarlo ese cuento, tiene que abrirle la puerta y dejarlo ser.
Le llegó, como tantas otras imágenes o ideas, en medio de su
rutina. Cree recordar que iba en colectivo —probablemente
volvía del trabajo— cuando lo vio: la cabeza rapada, los hombros
anchos de guerrero, la mirada fiera. Empuñaba el hacha de
piedra con un gesto confuso; acaso decidido, acaso con temor.
Lo vio adentrarse en el laberinto.
Durante esos últimos tres días trató de completar la historia
en su cabeza. Quién es el salvaje, de dónde viene, adónde lleva
el laberinto, qué busca, para qué. Pero no podía dar un paso
más, estancado junto al guerrero en ese momento eterno,
cíclico, de ingreso al laberinto. Lo veía entrar una y otra vez,
hasta que lo vencía el desasosiego y se sumergía en la lectura o
en el sueño para escapar. Al fin comprendió que no tenía otra
alternativa que seguirle los pasos, adentrarse en el laberinto
con él.

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Por eso ahora está frente a la computadora. La casa está en
silencio y apenas se oye el murmullo del viento más allá de la
ventana. Por un instante cierra los ojos: el salvaje está ahí, como
expectante. Con los ojos cerrados empieza a teclear la primera
línea.
Afuera, la noche en ciernes se empieza a presentir. Un grillo
canta, como una advertencia.
Abre los ojos y mira la pantalla sin dejar de escribir. Hace
descender al salvaje sin nombre por unas ruinas antiquísimas, hasta
la entrada del laberinto. Se cuida de no decir mucho pero de sugerir.
En pocas líneas cree que logró plasmar la tensión, la necesidad de
atravesar ese laberinto aun sin haber puesto una sola palabra que
indique cuál es el objetivo. Tiene la secreta convicción de que el
texto habrá de decírselo antes del final, que el mismo cuento le
revelará la frase indicada que le dé cierre. Hace avanzar al salvaje
por un intrincado laberinto de paredes de piedra. Camina lento,
alerta; la mano izquierda acariciando los bloques de piedra y el musgo
de las junturas; la mano derecha empuñando el hacha. Una penumbra
húmeda y opresiva lo aguarda al final del pasillo, pero el salvaje
avanza con la convicción que el narrador impone a sus pasos. Al
llegar, el corredor se bifurca; el salvaje no duda y toma a la derecha.
Avanza durante un tiempo incierto. A veces los pasillos desembocan
en dos o más salidas; el salvaje siempre escoge una con la decisión de
quien conoce el camino. A medida que se adentra en el laberinto, la
penumbra va creciendo: apenas puede ver sus manos estiradas frente
a él, tanteando el camino. Esto no lo detiene ni lo desmoraliza. Aferra
el hacha con fuerza y aprieta el paso.
Cuando ya empezaba a dudar, cuando creía que a fin de cuentas
el texto no le reservaba ninguna respuesta, que el salvaje iba a
quedar atrapado ahí para siempre, extraviado en las tinieblas de
esa laberíntica incertidumbre, ve la puerta. Como antes al salvaje,
con la misma precisión y clarividencia. Se deja llevar por el frenesí
de la narración y sigue; guía al salvaje hasta el final del pasillo y lo
hace detenerse frente a la puerta para cavilar sobre lo que

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encontrará tras ella. Acaso una respuesta, acaso una
perplejidad; seguro un final. Escribe:
El salvaje estira su mano izquierda; la otra acecha,
dispuesta al ataque.
Entonces, una aprensión o una súbita agudeza detiene sus
dedos sobre el teclado. Acaba de comprender que el laberinto
es uno de esos incomprensibles caminos donde literatura y
realidad convergen; donde los senderos de ambas existencias
se cruzan de forma ineludible. Y repentinamente sabe, con
inefable certeza, que si continúa la frase y el salvaje atraviesa
la puerta, aparecerá a su espalda.
Titubea un instante. Los dedos, detenidos sobre el teclado,
no se atreven a culminar el relato. Sabe que no debe seguir, no
debe abrir la puerta, pero cómo eludir de nuevo ese mandato
anónimo y casi místico. Cómo eludirlo ahora, tan cerca.

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Unos peldaños de piedra

Apenas puse un pie en la casa empecé a dudar. Quizá se


debiera al aura de irrealidad que cobró la cocina cuando la luz
del atardecer tiñó el piso y las paredes. Pero hubo algo en ese
momento, como una callada advertencia, que casi me hace
echarme atrás. De golpe se abrió la puerta de lo que parecía ser
un altillo, del hueco oscuro surgió una brisa fría.
—Esta puerta hay que arreglarla —dijo el casero mientras
avanzaba para cerrarla—. A veces se abre sola.
Después me acompañó a la habitación donde iba a pasar la
noche. Junto a la cama dejó un par de cosas que podían serme
útiles: una linterna, una colcha raída y fósforos para encender la
estufa. Antes de irse, me recordó las leyendas que contaba la gente
del campo y preguntó si estaba seguro de querer quedarme. Le
contesté que no creía en fantasmas ni maldiciones, y que apuestas
eran apuestas. Él se encogió de hombros y me dejó solo.
Por la madrugada me despertaron los ruidos, como un
murmullo que surgía del centro mismo de la tierra; un apagado
redoble de tambores que atravesaba milenios de olvidos y
silencios para llegar hasta mí. Voy a ignorarlo, me dije. Pero
aquellas paredes parecían susurrar a mis espaldas palabras quedas
en una lengua muerta, como un canto ceremonial. No pude
despegarme de esa sensación de no estar solo y de ser observado.
Entonces, siguiendo un impulso insensato, me levanté y moví
la cama hacia un costado. En el piso apareció una puerta vieja,
larga como toda la cama. Del lado de afuera la cerraba un pestillo
tan oxidado que parecía no haber sido tocado en siglos. Por unos

93
instantes no hice más que contemplar la puerta de la que
escapaban aquellos ruidos, conjeturando sobre los misterios
que se esconderían detrás.
Empujado por una fuerza superior a mi prudencia alcé la puerta.
Los goznes chirriaron como si gritaran. Alcancé a divisar los primeros
peldaños de piedra de una escalera que descendía al corazón de una
penumbra densa, casi espesa. Tomé la linterna que había dejado el
casero y avancé con cautela hacia las sombras. La luz hendía la
oscuridad sin llegar a despejarla del todo, pero bastaba para
mostrarme un pasadizo estrecho de piedra por el que avancé una
breve eternidad. Al mirar por sobre mi hombro descubrí que ya no
podía ver la luz de la habitación por la que había descendido. Delante
y detrás todo era oscuridad. Decidí seguir.
El camino torció hacia la derecha, no sé por cuánto tiempo.
Luego empezó a ascender en algún punto pero ya no le prestaba
atención. Avanzaba detrás de aquel sonido que me llenaba los
oídos y que crecía con cada paso. Llegué a una pared donde una
escala de hierro ascendía durante un trecho angosto como una
chimenea. Cuando puse una mano en la escalera el ruido cesó
por completo. La linterna se apagó súbitamente, como si las
tinieblas hubiesen vencido su débil oposición. Miré hacia arriba:
aquel agujero frío, oscuro y silencioso pareció llamarme. Subí.
Entré a una habitación donde una luz delgada me permitía
entrever apenas el entorno. Miré alrededor. Sentía que no
estaba solo.
Entonces escuché la primera voz. Fue más bien un suspiro, o
una exhalación. Luego otra más, y otra. Y pasos en todas
direcciones. Aunque giraba hacia todos lados no podía ver a
nadie; estiraba mis manos y solo arañaba el aire frío y húmedo
de la habitación. La oscuridad encierra terrores indecibles: yo
los conocí. Nunca somos tan vulnerables como cuando estamos
ciegos; y nunca nos sentimos más expuestos.
Quise huir, volver sobre mis pasos. Pero el hueco por donde
había entrado se perdía en la penumbra. El rumor de voces disipó

94
cualquier intento de buscarlo: corrí hacia la puerta. Los jadeos
se hicieron gritos y los pasos retumbaron por todo el piso. El
trecho que me separaba de la puerta se hizo interminable, como
si el piso perdiera consistencia y mis pies se hundieran a cada
paso. Me di cuenta de que yo también gritaba. Cuando mis dedos
rozaron la puerta reconocí llantos entre las miles de voces.
Quería rezar, quería creer. Llegué a la puerta y la empujé. La
luz del sol inundó la habitación y me lastimó los ojos. Todos los
sonidos se habían ahogado, incluso mis gritos.
El casero estaba de pie en la cocina, con otro hombre. Por la
puerta del frente, abierta, se filtraba el sol. Parados allí, ambos
miraban hacia el lugar donde yo estaba. Miraban más allá, a
través de mí, sin oír mis gritos sordos.
—Esta puerta hay que arreglarla —dijo el casero—. A veces
se abre sola.
Y tras cerrar la puerta del desván, me sumió de nuevo en la
oscuridad.

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Noche con hormigas

Descubrir las primeras hormigas me causó un súbito


desconcierto, esa sensación como de algo fuera de lugar, de
calcetines azules en el cajón de los cubiertos. Había visto
hormigas antes, claro: en un patio ajeno, trepando al tronco de
un árbol o entre las patas del banco de una plaza. Pero nunca en
mi departamento. Eran cinco o seis hormigas negras, pequeñas,
que deambulaban por la alfombra.
Eso fue el jueves. Antes de salir se lo informé al conserje. Por la
noche, cuando volví a casa, recibí su llamado. Dijo que no había
encontrado rastros de hormigas en los pasillos, ni en el ascensor,
y que ningún vecino había notado algo semejante. Incluso, con
cierto tiento, se atrevió a sugerir que tal vez el origen del problema
estuviera en mi departamento. No recuerdo qué le dije pero no lo
hice de buen modo. Me aseguró que se encargaría a primera hora.
El viernes por la mañana, antes de que me fuera a la oficina,
el conserje se presentó. Culpaba de a ratos a la lluvia, después
a los vecinos que sacaban la basura fuera de horario, más tarde
al fumigador que había venido la última vez. «No sé por qué no
mandaron al mismo de siempre, si nunca habíamos tenido
problemas. Pero ya ve, ingeniero, uno tiene que andarles atrás
como un sargento». El conserje se creyó justificado o se resignó
a mi malhumor. Me pidió ver el lugar.
—Acá mismo —dije, señalando el rincón.
Asintió un par de veces, con aires de entendido. Cuando insinuó
decir algo, una hormiga negra se asomó por detrás del zócalo.
—Ah —dijo—. Así que acá están las guachas.

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Abrió la caja de herramientas que había traído. Pude ver un
recipiente como de talco que, imaginé, contenía algún veneno;
un insecticida en aerosol y un rociador lleno de un líquido
violáceo. Se inclinó por éste último. Tras despedir al conserje
salí rumbo a la oficina.
Pasé el día enfrascado en la revisión de unos planos,
corrigiendo una serie de errores conceptuales y haciendo
algunas modificaciones. Volví pasadas las ocho. Después de la
cena me acomodé en el sillón del living con un vaso de whisky y
una novela de Faulkner que acababa de empezar. Esa hora del
día era mi pequeña porción de gloria.
Muchas páginas después me distrajo un rumor sordo, como
un murmullo de hojas secas o un roce de telas cercano. Cerré el
libro y presté atención: el rumor se perdió, aunque parecía
flotar ahí como un recuerdo reciente, con esa perdurabilidad
que tienen los sonidos acallados bruscamente. No sé por qué
pensé en una selva, en una selva muda y la amenaza del silencio.
Me levanté y recorrí el departamento. Encendí las luces y
revisé los demás cuartos y las ventanas. No encontré nada
fuera de lugar. Cuando estaba por volver a mi sillón, las vi:
una hilera de hormigas se filtraba por debajo de la puerta y se
perdía detrás del zócalo. Acerqué la punta del pie y lo empujé:
un batallón de hormigas se desparramó por la pared. Corrían
desenfrenadas, chocando, cayendo al abismo de la alfombra,
buscando el rumbo hasta vislumbrar el refugio del zócalo y
desaparecer de nuevo de mi vista.
No tenía ningún tipo de veneno para insectos: a quién se le
hubiera ocurrido en un décimo piso, en un edificio céntrico. Pero
estaba decidido a usar lo que tuviera a mano. Encontré la aspiradora
y pensé que no era mala idea. El zumbido del motor sonó como una
amenaza, como el avance de tropas feroces, de hunos clamando
por sangre. Pateé el zócalo. Cuando las hormigas salieron
desbandadas, apliqué el pico de la aspiradora contra la masa
viviente. Fui abriendo huecos en el desorden de hormigas. Algunas

98
caían sobre la alfombra, pero las pisaba de a montones. De a
ratos volvía a patear el zócalo: las que habían escapado, salían,
y continuaba el minucioso genocidio.
Terminé exhausto. Envolví la aspiradora con una bolsa de
consorcio y la cerré bien. Por la mañana iría a limpiarla; después
llamaría al fumigador. Pero esa noche podría dormir.
Me desperté de madrugada, asediado otra vez por esa confusa
sensación de alerta. Me llevó unos instantes desembarazarme
de las telarañas del sueño. Algo me había despertado, pero se
había quedado en el camino que va de las penumbras del sueño a
la nebulosa lucidez en ciernes del despertar. Encendí el velador
y caminé a la cocina para tomar un vaso de agua, creyendo —o
queriendo creer— que no era más que sed. Sin embargo, al pasar
junto a la puerta, me asaltó una súbita certeza. El sonido.
Me quedé mirando el zócalo, alerta. Nada ocurrió. Volví a la
cama. Trataba de aferrarme a esa certeza, a ese presagio que me
había desgajado las tinieblas del sueño. No recordaba haber oído
nada. Pero estaba la sensación. Como una inquietud. Como un
hormigueo.
Di vueltas en la cama un par de horas. No lograba despojarme
de ese temor insensato, y sólo pensaba en las hormigas. Veía sus
cuerpos negros y ovales, las patas múltiples, la cabeza atenta, el
andar laborioso y gallardo. Entonces volví a sentir el murmullo
quedo que parecía zumbarme en los oídos como un rumor de
ejércitos en la distancia. Me acerqué a la puerta con cautela y
pude ver cómo tres hormigas se perdían por detrás del zócalo. El
rumor venía del otro lado de la puerta, claro, constante.
Llamé al conserje. El teléfono sonó seis veces antes de que
atendiera una voz soñolienta que contestó con un gruñido. Le
expliqué mi situación. El tipo me recordó la hora y me preguntó
si estaba loco. Le dije que era urgente. Contestó que a las ocho
subía y cortó. Cuando volví a llamar estaba descolgado.
No me quedaba otra que retroceder y atrincherarme, buscar
un espacio que defender hasta las ocho. Estaba perdiendo la salida,

99
pero no pensaba abandonar mi casa. Cerré la puerta que
comunicaba el pasillo de entrada con la sala, tratando de aislar
a las hormigas del otro lado. Usé toallas y trapos embebidos en
alcohol para tapar el resquicio que quedaba debajo de la puerta.
No iba a durar mucho. Sólo me quedaba esperar.
Las horas no se consumían nunca, se estiraban como si fueran
de goma. Y en medio de esa noche estaba yo, sentado junto a la
ventana sin quitar los ojos de la puerta, como aguardando que de
un momento a otro la resistencia cediera ante el embate
enloquecido de un millón de hormigas. A veces me envolvía una
bruma y la sala se desvanecía en la penumbra. Pero entones me
acometía esa sensación de peligro y me incorporaba sobresaltado.
Daba vueltas, trataba de leer o tomaba agua. Y miraba la puerta.
En uno de esos momentos de duermevela, peleando contra
el cansancio, volví a sentir ese rumor de ejércitos en marcha
(ahora lo sentía así, al principio pudo ser cualquier cosa: un
rumor de hojas, de olas lejanas; pero ya sabía cuál era el origen
y era un sonido definido de ejércitos, de peligro inminente).
Me levanté de un salto. Por la juntura de la puerta había pasado
una hormiga. Pareció olisquear el aire, se movió dubitativa y
me miró. Entonces comenzó a bajar.
Corrí, abandonando la posición que empezaba a perder. Me
aislé en mi habitación, donde había preparado las defensas para
el resto de la noche. Volví a taponar los resquicios de la puerta,
moví la cómoda para trabarla y me refugié en el rincón opuesto.
Esta vez el rumor no había cesado. Aunque no podía verlo sabía
que la otra puerta había cedido ante la acometida de las
hormigas. Desde mi habitación las oía deambular por la sala,
escuchaba el rumor de millones de patas en las paredes, el
estrépito de cuadros que caían, su lento pero inexorable avance.
Por un instante albergué la posibilidad de que el escándalo
alertara a los vecinos, que llamaran a la policía o vinieran a golpear.
Pero pronto me di cuenta de que era inútil, no iba a tener tiempo.
Me sumí en una espera tensa, escuchando los ruidos que llegaban a

100
través de la puerta. Los primeros rayos de luz que se filtraron
por la ventana me trajeron una especie de renovada esperanza,
como de clarines en la batalla. El tenue esplendor del amanecer
fue ganando terreno, disipando las sombras que parecían pegadas
en las paredes. De a ratos miraba el reloj, pero las agujas parecían
atascadas. Y el sonido, ese murmullo creciente, había terminado
por dominarlo todo. Su rumor de patas en marcha, de búsqueda
incansable, cubría los primeros sonidos de la mañana que
llegaban desde la calle. El habitual canto de pájaros, el sonido de
un auto en marcha, los fragmentos de una voz lejana, todo había
sido doblegado por el runrún continuo de las hormigas. Era sólo
cuestión de tiempo para que entraran a la habitación, y entonces
ya no había hacia dónde retroceder, atrapado en mi propia
trampa. Para que avanzaran sobre mí, se treparan por mis
piernas, entraran por debajo de mi ropa y doblegaran mi
resistencia con su furiosa perseverancia. Hasta que todo fuera
oscuridad y dolor, y un cuerpo tendido cubierto de hormigas.
Entonces sonó el timbre.
Miré el reloj, sorprendido: el conserje había decidido venir
media hora más temprano. Detrás de la puerta, el sonido decreció.
Las imaginé, inmóviles en la sala, aguardando. Empecé a gritar,
inflando el pecho, forzando la garganta: el conserje no me
escuchaba. La acústica de mi departamento, que siempre me
había parecido un privilegio, terminó de condenarme. Al cabo
de un rato, el timbre dejó de sonar.
Eso fue hace dos minutos. Ahí se desvaneció mi última espe-
ranza, y me quedé solo ante el terror de este final absurdo, ya sin
salida, sin posibilidad de escape.
Detrás de la puerta, el ruido vuelve a crecer: hasta el piso parece
temblar. Veo, resignado, la primera hormiga que se filtra por debajo
de la puerta. Avanza con dos o tres pasos inciertos y me mira.
Después se entretiene con una pelusa como si yo no le importara,
pero sé que es la vanguardia de un ejército imparable. Por eso miro
la ventana abierta, la calle lejana y gris. Pienso si después de todo

101
no será preferible el abrazo del vacío, el vértigo de diez pisos a
toda velocidad, el consuelo de ese final sin conciencia. Y ese
manchón incierto que va a quedar en la vereda cuando mi
cuerpo desaparezca arrastrado por las hormigas.

102
Lucio al otro lado
A Elena,
a quien tanto le debemos
este cuento y yo.

Creo que tenía trece o catorce años cuando internaron al tío


Lucio. Había empezado a quejarse de una puntada en el pecho y
optó por acostarse. No pudo dormir; al rato tuvo que volver y
pedirle a mi viejo que lo llevara al hospital. Mi hermana Clara y
yo nos quedamos con la abuela, arrullados por el rumor de la
cucharita que giraba sin pausa en el café.
Lo operaron unos días después: doble by-pass. Mi viejo notó
nuestro desconcierto y nos explicó de qué se trataba con una
pedagogía que jamás le había conocido. Incluso entonces
percibí que minimizaba algunos riesgos y detalles. Una tarde
fuimos al sanatorio: no me permitieron verlo, pero cuando mi
abuela dejaba la sala de terapia intensiva se entretuvo un
momento en la puerta y pude espiar el interior. Me costó
reconocerlo en uno de aquellos cuerpos con tubos que salían
de la boca, cables por todo el pecho y esa quietud sepulcral que
espanta. Esa imagen me persiguió varias noches.
Volvió a casa un martes. Se lo veía bien. Pasado el susto, la
familia se permitía bromear con los disparates que había dicho
bajo el influjo de la anestesia. Cuando mi viejo comentó que había
pedido que le llevaran el violín al sanatorio —mi tío apenas era
capaz de tocar el timbre—, Lucio detuvo las risas con un gesto.
—Eso lo recuerdo —dijo—. Me desperté desesperado por tocar
el violín, sabiendo que si agarraba uno era capaz de hacerlo.

103
Lo miramos, sin saber qué decir.
—Eso no es todo —agregó—. También está la mujer.
Fue la primera vez que la mencionó. Había despertado con la
cara de una mujer mezclada en sus recuerdos, como si la hubiese
estado viendo en sueños o la hubiera tenido guardada en la
memoria y aflorara recién entonces. A veces era una visión
desconcertante, rasgos percibidos por el rabillo del ojo. Otras,
llegaba con la exactitud de una evocación. Entonces sentía el
cosquilleo del nombre que se le gestaba en la memoria, se abría
paso hasta la lengua y quedaba prendido ahí, en la punta. Esto
parecía anticipar una revelación, la súbita manifestación que
daría entidad a aquella imagen. Ese presentimiento lo estremecía.
La abuela se encogió de hombros con cara de esas cosas
pasan. Dijo que a veces uno se despierta de una operación o de
una siesta y recuerda ninfas o mujeres innombrables, le vienen
ganas de tocar el violín o la tuba y de pintar acuarelas de
bosques con duendes. Dimos por sentado que se le pasaría.
Cierta mañana, Lucio llegó con un violín usado. Pensamos
que era una locura. Nuestro asombro fue mayor cuando se lo
acomodó entre el hombro y la barbilla y pasó el arco con una
destreza insospechada, arrancando una melodía.
—Qué les dije —comentó, complacido—. Si tengo ganas de
tocar el violín es porque sé tocarlo.
Mi viejo se rió. Más tarde dijo que debía tratarse de una
broma, o que había estado estudiando a nuestras espaldas y
aprovechó la ocasión para darnos la sorpresa. No sonaba
convencido. Cuando llegó Clarita la miró con esa cara que pone
ante lo que escapa a su entendimiento: los ojos como monedas
y el labio inferior sobre el bigote.
—Tu tío toca el violín. El violín, ¿podés creer?
Poco a poco nos fuimos acostumbrando a esa y otras
excentricidades. Además de su flamante afición —y lo que era
más asombroso: su insólita destreza—, comenzamos a notar en él
habilidades y costumbres nuevas. Comía pescado, mostraba un

104
imprevisible conocimiento en vinos, cambió hábitos que
arrastraba desde la infancia y hasta vendió su colección
completa de El Gráfico para comprar discos de música clásica
o algo por el estilo que escuchaba como en trance. Pero cuando
empezó con lo de los recuerdos, la familia perdió lo que le
quedaba de paciencia y le sugirió visitar a un médico.
Primero había sido una ciudad: fragmentos de calles y lugares.
Aseguró haber evocado una ciudad que podía ser de Europa: un
bulevar en bajada, el agua entre los adoquines dibujando trazos
irregulares; una plaza seca con árboles esbeltos; un muelle repleto
de tablones desbordantes de pescado. Día tras día, los recuerdos se
iban haciendo más nítidos. Lucio nos describía la ciudad con tanta
precisión que creerlo un invento era imposible. A veces revisaba
fotografías viejas, o bien hojeaba enciclopedias durante horas.
Trataba de reconocer el lugar aparecido de a ratos en su mente para
evacuar esa perplejidad que se le había prendido al alma.
Un domingo, mientras terminábamos de comer, se levantó
como si acabara de golpearlo una súbita revelación.
—Son los recuerdos de otro —dijo—. Pero no es otro, soy yo:
otro yo.
La abuela soltó el tenedor y se puso a llorar. Lucio estaba
eufórico, poseído por esa excitación de enigma resuelto, de
último tramo del laberinto. Tan conmovido por esa repentina
certidumbre que ni notó el llanto de la abuela.
—¿Se dan cuenta? —continuó—. Es la memoria de otro tipo,
el reflejo distorsionado de un espejo en la otra punta del mundo.
Entonces nos explicó —o largó sus delirantes argumentos,
creyendo que nuestras bocas abiertas eran de sorpresa en lugar de
espanto— que no sabía por qué, pero todos teníamos un doble.
Acababa de darse cuenta. El nombre de la mujer le había iluminado
la memoria: Anna. Era su esposa, la esposa del doble. La ciudad era
Hamburgo; su nombre, Viktor, con ka. Violinista, obviamente. Esa
revelación había convocado los recuerdos con la fuerza habitual, y
era una experiencia única. Tenía, por ejemplo, dos recuerdos

105
diferentes e irreconciliables de un mismo día: el de la final del mundo
del ‘86. Como Lucio, recordaba haberlo gozado hasta el delirio; podía
evocar a la abuela atando pañuelos para que hiciéramos un gol, el
abrazo con mi viejo tras la corrida de Burruchaga, a Diego alzando la
copa. Todo a través del televisor Hitachi que estaba contra la pared
de la sala. Y los papelitos por toda la ciudad, las banderas argentinas
colgadas de los balcones, los bocinazos, las cacerolas abolladas. Pero,
a la vez, podía recordarlo desde la vereda opuesta: la amargura de la
derrota, la desazón en un pub de Londres en medio de una gira con la
orquesta, el abucheo de los ingleses cuando la cámara mostró a
Maradona besando el trofeo.
—No pude haber estado ahí. Y sin embargo lo recuerdo a la
perfección.
Como ese, tenía cientos de recuerdos superpuestos. Tardes
de rabona y gomera; figuritas redondas arrimadas a una pared;
vacaciones en las sierras de Córdoba; el primer pucho a
escondidas; el alambrado entre los dedos para gritar un gol de
Zanabria, Oberti o Santamaría. Y la nieve a través de la ventana;
clases de violín después de la escuela; vacaciones en Francia; los
nervios del primer concierto; aquel muro distante pero presente
en todas partes, en tantas cosas.
—Si todos tenemos un doble y desconocemos su existencia, si
nunca se cruzan nuestros destinos… ¿Por qué esta revelación?
¿Por qué esta unión de memorias en un mismo cuerpo? —
preguntó, como si buscara en nuestras caras una respuesta, una
ayuda. Nadie abrió la boca. Lucio se retiró, murmurando algo
que ninguno alcanzó a escuchar. En la mesa sobrevino un
silencio pesado, apenas interrumpido por los sollozos de la
abuela. Mi viejo se encargó de quebrarlo:
—Se le zafó un tornillo nomás.
Lucio aceptó ver a un psiquiatra, quizá creyendo que así lo
dejarían en paz. Pero el diagnóstico no fue alentador: aunque la
terminología clínica disimulaba el concepto, la conclusión no difería
mucho de la que había pronunciado mi viejo. Lucio ni se inmutó.

106
Sostenía, con argumentos cada vez más rebuscados, la idea del
doble. Solía hacer demostraciones que para sus ojos eran pruebas
contundentes: traía fotos de lugares distantes asegurando que se
trataba de ciudades que conocía, o tocaba el violín como si en el
éxtasis interpretativo se escondiera una respuesta.
Cierta tarde me pidió un cuaderno en blanco. Comenzó a llevar
una especie de diario que escribía en los momentos menos
esperados. Iba con él a todas partes. En ocasiones lo abría delante
de nosotros: veíamos renglones llenos con su letra prolija y
menuda, fotocopias de diarios pegadas debajo de las anotaciones
o diagramas indescifrables. Por ese entonces empezó a salir
seguido. Se iba temprano y no volvía hasta la hora de la cena, sin
decir una palabra de dónde había estado. Creímos que estas
salidas podían estar relacionadas con su mal —la abuela era
reticente a decir su «locura»; prefería la ambigüedad de referirse
a su «mal» como si fuese una gripe, un virus pasajero.
Una mañana, mi viejo decidió seguirlo: supo que pasaba
varias horas en la hemeroteca revisando diarios viejos. Aunque
esto confirmó nuestras sospechas, lo tomamos con cierto alivio:
la abuela había pensado en cosas peores. Yo la escuchaba y
trataba de imaginar qué cosas podía estar haciendo el tío, pero
lo único que se me ocurría era Lucio con la boca llena de espuma;
Lucio como una suerte de Mr. Hyde por callejones oscuros.
Empezó a pasar mucho tiempo fuera de casa. Apenas lo veíamos
un rato los domingos, cuando dejaba su cuaderno para almorzar,
sumido en un silencio acaso lleno de reproches. A veces su mirada
reflejaba una especie de doble desconcierto, como si de repente se
sintiera ajeno. Nos miraba con los ojos enormes, turbulentos, y
nosotros simulábamos no notarlo. O se lo veía atribulado, como si
cargara una pena insalvable que minuto a minuto lo alejaba de
nuestra mesa. Entonces se iba sin decir nada, y era como si se
hubiera ido mucho antes. Su mente estaba a miles de kilómetros;
quizás en una ciudad más vieja y fría, con calles de adoquines donde
el agua se escarcha en invierno y dibuja estrías en el piso.

107
Parecía que las cosas no podían empeorar. Hasta aquella
madrugada de invierno en que me despertaron los gritos. Salí
al pasillo envuelto en una frazada, justo cuando mi viejo y la
abuela corrían hacia la puerta. Lucio acababa de llegar:
arrodillado en la sala lloraba sin decoro. Ayudé al viejo a
levantarlo. Pesaba una tonelada: cuando quisimos sentarlo, casi
nos arrastra al sillón.
—Se murió, vieja —dijo, la voz pastosa de vino—. Se murió.
Por eso me vinieron sus recuerdos.
En el piso, junto a él, había un arrugado recorte de diario. Lo
levanté y alcancé a leer el titular antes de que mi viejo lo tomara.
Algo sobre un accidente de avión en Bélgica, algo sobre una
orquesta.
Se fue unos días después. No tratamos de detenerlo, sabíamos
que sería inútil. Aunque a veces teníamos ganas de escribirle
para ver cómo le iba, la abuela pudo disuadirnos. Sólo
guardamos un recorte de diario sobre la milagrosa reaparición
de un violinista y el reencuentro con su mujer. En la foto está
tan distinto, que apenas se nota que es él. Pero tiene ese destello
en los ojos, como de duda atravesada, de incómoda dualidad.
Como de Lucio agazapado ahí.

108
Alguien detrás

Cuando entró por primera vez al departamento de Maidana, Ris-


so pensó que la decoración se ajustaba más al azar de los hallazgos
que a un método estilístico. Una heterogénea colección de objetos
antiguos atiborraba la sala y las paredes: máscaras aztecas se mez-
claban con muebles coloniales, estatuillas persas con sables japone-
ses, discos de vinilo con lámparas de aceite. No tuvo que preguntar,
Maidana adoraba explicarlo. Aunque ganaba poco —profesor de his-
toria del arte en un terciario, ocasionalmente publicaba artículos
mal pagos—, le alcanzaba para sobrevivir y darse el único gusto que
Risso le conocía: comprar rarezas. Revolvía casas de antigüedades,
galpones de compraventa, ferias de pulgas, siempre buscando aquel
objeto que se revelara ante sus ojos con todo su potencial.
Risso comprobó que el tiempo y las visitas habían menguado
su asombro. Pero aún conservaba parte de su sensación inicial,
como si acabara de adentrarse en un cambalache donde cada
paso deparaba una sorpresa.
—Un día no vas a entrar —le dijo—. Con el departamento tan
lleno de boludeces, te vas a caer por la ventana.
Maidana miró alrededor, como si midiera las probabilidades
o calculara el espacio disponible. Se hallaba en la puerta de la
cocina, esperando el silbido de la pava. Risso, sentado en el sillón
de pana, buscaba dónde tirar la ceniza de su cigarrillo.
—Creo que todavía hay lugar —Maidana cruzó la sala hasta un
escritorio antiguo y volvió con una pequeña locomotora de vidrio.
La dejó sobre las rodillas de su vecino, que tardó unos segundos en
comprender que se trataba de un cenicero—. Tus cosas cómo van.

109
«Como el culo», pensó Risso, pero no tenía ganas de explicarle
a su amigo los vaivenes del periodismo. En lugar de eso, dijo:
—No me puedo quejar.
Maidana asintió, como intuyendo la mentira. Se metió en la
cocina para sacar la pava del fuego. Se lo oyó silbar bajito
mientras cargaba el termo.
Risso aplastó el cigarrillo en el cenicero hasta que la colilla
dejó de humear. Por la ventana se veía un cielo turbio y unos
jirones de nube. Paseó la vista por la sala, sin mucho interés,
hasta que su mirada se detuvo en un óleo que estaba frente a él.
—¿Compraste un cuadro nuevo? —preguntó.
—Sí, ¿te gusta? —la voz sonó al lado cuando la esperaba lejos. El
dueño de casa sostenía el mate en una mano y el termo en la otra.
—Es una cagada.
Maidana rió. El desprecio de su vecino pareció divertirle.
—No está tan malo, che. Tenés que mirarlo con ganas.
Era un óleo sobre lienzo donde se veía la figura de un hombre de
espaldas, asomado a un balcón. La parte perceptible de la habitación
no transmitía nada, quizá para resaltar la vista exterior. Sin mueble
alguno, apenas los dibujos del suelo cortaban la monotonía. Le
recordó vagamente a una pintura de Dalí, Muchacha en la ventana.
A diferencia de aquella —además del sexo de la figura—, el paisaje
de la ventana no era un mar. En ésta se veían las casas de la vereda
opuesta, la cúpula de una vieja mansión que se recortaba más allá
de los tejados y un ancho cielo crepuscular. Los techos bajos, la
falta de edificios y el aire barroco de las construcciones más
cercanas le hicieron pensar a Risso en una ciudad europea, o acaso
Buenos Aires o Rosario a mediados de siglo. Miró los trazos
irregulares que se conjugaban para crear las formas, la combinación
de luces y sombras: nada le resultaba particularmente agradable.
—No creo que valga nada —Risso arrugó la nariz y frunció los
labios, como si oliera algo—, pero podría decir lo mismo de un
Rembrandt o un Matisse. Sabés que de pintura no sé un carajo.
De quién es.

110
Su amigo estiró el índice de la mano que sostenía el mate y le
mostró la rúbrica, en un vértice del cuadro. También estaba el
año: 1953.
—De un tal Renzi.
—¿Lo compraste en lo de Aldo? Ese viejo se va a hacer rico
vendiéndote porquerías.
—Sí —rió Maidana—. Lo hallé en una caja de cartón, junto a
un relicario roto y algunos libros mugrientos —los ojos le
brillaban al evocar el momento—. La búsqueda es lo más lindo:
en los rincones menos esperados acecha siempre una maravilla.
—No debe valer un mango.
—No importa, me gusta. Por lo que transmite, ¿te das cuenta?
—se interrumpió para dar una última chupada al mate—. Tiene
una especie de tensión, de sugestión. Como si al mirarlo te
sintieras imbuido por la atmósfera del cuadro.
—No lo noté.
—Porque no lo mirás bien. ¿Ves la sombra que aparece acá
abajo, a espaldas del tipo? —Maidana señaló un manchón más
oscuro que cortaba la luminosidad. Risso asintió sin convicción—
. Es de otra persona.
Detrás del sujeto, hacia la izquierda, asomaba una leve
sombra. Al periodista le había parecido de algún objeto, pero
ahora veía que era diferente. De cualquier modo, no llegaba a
catalogarla más que como un manchón informe.
—Es imposible —contestó, aceptando un amargo—. Si la luz viene
de la ventana, la sombra no puede proyectarse hacia ese lado.
—Precisamente. El punto de vista tiene que provenir de un
sitio que reciba iluminación posterior. Es de la persona que
contempla esta escena.
—El pintor.
—No seas ridículo. Es un detalle puesto intencionalmente
para lograr esta atmósfera, esta tensión sutil.
—En ese caso —respondió Risso—, lo logró. Es tan sutil que
no se nota.

111
—Por eso me gusta: la interpretación final depende de ese
detalle. ¿Entendés? Hay alguien detrás, y éste —señaló al
personaje con un dedo acusador, admonitorio—, éste no sabe
que alguien lo acecha.

Dos días más tarde, Maidana golpeó a su puerta. Era de


noche, algo pasadas las once.
—Tenés que ver una cosa —dijo.
Subieron en silencio. Lo guió hasta la pintura y le indicó que
la mirase mientras él servía dos whiskys con hielo. Volvió con
los vasos y le alcanzó uno. Risso lo giró, haciendo tintinear los
hielos, y bebió un sorbo.
—Qué notaste —preguntó Maidana.
—Nada.
—Mirá bien.
—No veo nada. Qué tiene.
Maidana pareció impacientarse. Llevó sus dedos índice y
pulgar hacia el cuadro, como si quisiera tomar entre ellos el
pedazo de sombra o como si quisiera medirla.
—Creció —dijo.
—Estás loco —contestó Risso—. Es un cuadro.
Lo vio sacudir la cabeza: no supo si negaba su locura o la
naturaleza de la imagen. Optó por cambiar de tema.
Pasaron dos o tres días sin que tuviera noticias de Maidana. Le
sorprendió que no apareciera por su casa, ni verlo en el bar de la
esquina como era habitual. Su ausencia empezó a inquietarlo. Pensó
que tal vez se había mostrado demasiado brusco en su última visita,
acaso descortés en su afán por ser sincero. Subió y golpeó la puerta.
Cuando Maidana abrió, lo notó desmejorado: la mirada febril,
sin afeitar y, a pesar de la hora —eran las cuatro de la tarde—,
todavía andaba con pantuflas y pijamas.
—Vine a ver cómo andás —le dijo Risso.
El profesor lo miró como si hasta entonces hubiera estado
mirando a través de él y de golpe, con las palabras, la visión se le

112
hubiese enfocado. Resurgieron sus modales, se movió a un lado
y lo invitó a pasar.
Se sentaron en la cocina. Notó que su vecino había estado
leyendo: un grueso volumen con tapas de cuero se encontraba
sobre la mesa, marcado con una tarjeta, junto a una taza vacía
de té. Maidana, contrario a sus hábitos, habló poco y se limitó a
escuchar. Risso no estaba acostumbrado a esos silencios y las
lagunas lo incomodaban. Después de un rato, buscando algo que
derrumbara esa barrera que se había alzado entre ellos, sus ojos
se toparon con la pintura. Sólo por obligar a su amigo a abandonar
aquel mutismo, le preguntó si había averiguado algo acerca del
artista. Fue como si la mirada de Maidana cobrara vida de nuevo.
—No mucho. Al menos sé que es de acá: encontré un par de
menciones sobre él en «Historia de Rosario», de Juan Álvarez, y
en la «Cronología del arte en Rosario» de Slutillel —dijo—. Se
llamaba Arturo Renzi, asistió a la academia del pintor italiano
Ferruccio Pagani, en Entre Ríos al 1000. ¿Sabés con quién
estudió? Con Manuel Musto.
—El de la escuela —respondió Risso sin mirarlo, mientras
golpeaba el filtro de un cigarrillo contra su reloj—. ¿Se llama así?
La Escuela Municipal de Artes Plásticas.
—Sí, se llama así.
—Claro —miró el cigarrillo a trasluz, para verificar que el ta-
baco había bajado. Se lo llevó a la boca y empezó a palparse los
bolsillos—. Pero tiene algo que ver con este Renzi o no.
—No. Es más, Renzi no parece haber tenido que ver con nadie:
uno de esos pintores abstraídos, casi ermitaños —Maidana se
incorporó para buscar la caja de fósforos y se lo encendió—. Su
rastro se pierde después de un salón de arte del ‘47.
Abrió el libro que estaba sobre la mesa y empezó a leer:
—«Su obra incorpora elementos fantásticos y mitológicos a la
precisión del realismo, logrando una inquietante exploración
personal. Sus últimos trabajos reflejan una profunda indagación en
la fugacidad de la vida y abordan de diversas formas la temática de

113
la muerte» —cerró el libro de golpe, como decepcionado—. En fin,
poco de su vida; nada de ésta obra.
Se paró y caminó hasta la pintura. Había colocado una lámpara
sobre la pared que resaltaba el lienzo.
—Tiene algo —dijo. Parecía hablar consigo mismo.
Se quedaron en silencio un momento, él contemplando la pintura;
Risso, desde la cocina, mirándolo a él. Tenía la mirada absorta,
clavada en el cuadro, como dominado por cierto fanatismo
incomprensible. Pasados unos minutos, dijo que no iba a creer lo
que le estaba por mostrar. Caminó hasta el escritorio, abrió uno de
los cajones y sacó una libreta de anotaciones. La arrojó por sobre la
mesa y Risso tuvo que atajarla antes de que golpeara la taza. Había
tomado las medidas cada hora durante los últimos tres días, incluso
durante la madrugada. Cada cambio —se había incrementado de seis
centímetros a once— se hallaba resaltado con una elipse.
—Qué es esto —preguntó Risso, confundido.
—La sombra. Lo comprobé.
Risso lo miró casi con reproche, como cuestionándole algo. Quizá
le recriminaba el no haber olvidado aquella locura, o le molestaba
que tratara de convencerlo, de hacerlo cómplice del delirio.
—Vení a verla —insistió Maidana.
Lo llevó casi a la rastra hasta la pintura. Estaba igual que
siempre. O no. El manchón oscuro aparentaba ser más nítido; quizá
no más grande, pero ahora le parecía claro que se trataba de la
sombra de una persona. Le llamó la atención no haberlo notado
antes. Pero confesar esta duda no hubiese hecho más que estimular
la imaginación de Maidana.
—Deberías considerar la posibilidad de que no sea más que una
simple autosugestión —le dijo.
—No es. Lo comprobé. Lo medí.
—Y mi opinión, además, dejó de ser válida —continuó, como si no
escuchara a Maidana—. Ahora mi percepción está influenciada por la
tuya. De tanto machacar, ahora los dos la vemos más grande; no porque
lo esté, sino porque estamos predispuestos a verlo de esa forma.

114
Maidana alzó las manos, resignado. Dijo que las reglas no
podían sugestionarse. Risso contestó que las sombras de los
cuadros tampoco podían crecer.
—Avanza —corrigió Maidana.
Se miraron un instante largo, que pareció un siglo. Risso
comprobó que no había rencor en los ojos de su vecino, mucho
menos algo que le hiciera suponer una broma. Sólo una profunda
tristeza que interpretó como impotencia; la desdicha de creerse
espectador de una serie de acontecimientos que ya se habían
desatado y que sólo podía mirar sin intervenir. Algo terrible,
algo que estuviera por suceder o había sucedido en otro tiempo,
y que Maidana estaba condenado a ver.
Le sugirió que se deshiciera del cuadro. Maidana no quería o
no podía: aunque dejara de verlo, sabía que esos eventos
seguirían desarrollándose. Risso se fue compartiendo la
impotencia de su vecino: aquél desolado por no poder intervenir
en un cuadro que creía ver moverse lentamente; él desahuciado
por no poder ayu- darlo a comprender que eso era imposible.
El día siguiente le brindó algunos quehaceres ineludibles que,
al menos, sirvieron para ocupar su mente con otras cosas. Pero
una alarma indescifrable se apoderó de él, y prefirió pasar por
el departamento de Maidana en cuanto se hubo desocupado.
Estaba más alterado que nunca; el desorden de la casa
reflejaba su estado de ánimo. Era como si todo lo demás hubiese
dejado de importar, relegado a segundo plano por aquel
acontecimiento que seguía a través del cuadro. La mesa de la
sala rebosaba de papeles con anotaciones. Junto al cuadro,
había pegados algunos más. Muchos tenían cálculos: concluyó
que su vecino había intentado establecer, de acuerdo al grado
de avance, el tiempo que le llevaría a la sombra llegar al sujeto.
—Falta poco —murmuró Maidana, siguiendo su mirada.
Comprendió que su vecino estaba más allá de cualquier ayuda
que pudiera brindarle. Lo vio señalar la cúpula que se alzaba
entre los tejados del cuadro.

115
—¿No se te hace familiar?
Risso miró el paisaje, sin saber qué decir. Todos los domos le
parecían más o menos iguales.
—Sí y no —contestó—. Podría ser cualquiera. ¿Miraste alguna
vez hacia arriba cuando vas caminando? Cada calle está repleta
de fachadas, balcones, ornamentos y, a veces, cúpulas que casi
nunca notamos.
—No, no hay tantas cúpulas —Maidana la golpeó tres veces con
el índice—. Sin embargo no consigo identificarla. El estilo no ayuda:
el art-nouveau era muy frecuente en la arquitectura de esa época.
El periodista entornó los ojos, pensativo. Trató de trasladar la
imagen a sus recuerdos, buscándola entre sus recorridos cotidianos.
—Es inútil —dijo al fin—; aun cuando la reconocieras no te
ayudaría a ubicar la ventana. Fijate que está a tres o cuatro cuadras.
—Pero la casa —Maidana apuntó al cuadro con el mentón;
Risso comprendió que se refería a la fachada que se veía en la
vereda opuesta—, la casa puede ayudarme. ¿Ves los balcones,
sostenidos por leones, el ornamento que enmarca la puerta? Esa
decoración es reconocible, aun contra un óleo. Si ubico el
perímetro donde buscar, sé que no será difícil.
Pensó en insistir, en tratar de convencer a su vecino de que
no tenía sentido hallar esa casa donde nada estaba ocurriendo.
Pero supo que sería en vano, ya nada podría apartar a Maidana
de esa búsqueda.
—Esto es ridículo —probó.
—No hay tiempo para discutir —Maidana se alejó del cuadro y
se puso una campera—. Tengo que salir.
—Dónde vas.
—Adonde compré este cuadro. Aldo puede saber algo más.
—Voy con vos —dijo—. Así terminamos con esto de una vez.
Fueron en el auto de Risso. La casa de antigüedades ocupaba las
dos plantas de una casona en la esquina de la bajada Sargento Cabral.
Olía a madera y moho, y era imposible abstraerse al vértigo que
suponía atravesar la puerta. Muebles, bibliotecas, respaldos de

116
hierro, sillas y estantes se desparramaban en forma caótica,
todos cubiertos de adornos, antiguallas y platería de todo tipo.
El dueño era un viejo de risa áspera, con unos enormes bigotes
manchados de nicotina, que adoraba conversar sobre el origen
de las piezas que tenía en su local. No pudo darles precisiones
sobre el cuadro: calculó que la caja donde Maidana la había
hallado podía pertenecer al último dueño; algo la habría ocultado
todo ese tiempo y por eso nunca había acomodado el contenido.
—Seguro —dijo Risso, mirando alrededor. El anticuario
continuó inmutable.
La decepción de Maidana se plasmó en su cara: contaba con
hallar esa caja para buscar algún indicio que lo ayudara. Sabía
que la posibilidad de que las demás cosas fueran de Renzi era
remota, pero no tenía nada más.
—No importa —dijo—. Voy a encontrar esos libros.
Risso suspiró, al borde del hartazgo. El viejo se encogió de
hombros.
—A las ocho cierro —advirtió.
Maidana abrió la marcha. Parecía haber desarrollado un
instinto particular, algo que le permitía moverse por aquella
maraña de objetos olvidados sin extraviarse. Una o dos veces se
detuvo, pero más parecía usar la nariz que la memoria.
—Por aquí —decía, y se adentraban en un laberinto de
muebles, libros y reliquias deterioradas.
Finalmente llegaron a un rincón donde los libros se amontonaban
sin coherencia. Maidana se volcó a la búsqueda sin titubear, como
si aquel caos respondiera a un tipo de orden secreto e
incomprensible. Al rato, una sonrisa triunfal despuntó en sus labios.
—Acá están —dijo. Le mostraba uno con la tapa abierta. En la
primera página se veían las iniciales A.R.
Risso tomó uno y sopló el polvo que lo cubría. Sobre la tapa de
cuero, tenía grabado un símbolo que se le hizo vagamente familiar.
Lo hojeó sin interés, contemplando algunas láminas y leyendo frases
sueltas al azar. Todo le sonaba absurdo, irreal: trasmigración,

117
rituales y sacrificios que posibilitaban la posesión final de un
nuevo cuerpo. Después tomó el de Maidana; un hojeo fugaz le
permitió comprobar que no difería mucho del que ya había visto.
«Genial», pensó. Si algo le faltaba a su vecino era tropezar con
los delirios de inmortalidad de un pintor chiflado.
Salieron a la calle cuando el atardecer empezaba a vetear el cielo.
Maidana había pagado una cifra excesiva por los libros, pero ni
siquiera se había molestado en regatear. Entraron al auto en silencio.
Risso subió por Urquiza y dobló a la derecha. Frenó en la
esquina para darle paso a un Renault y, antes de arrancar, miró
por el retrovisor. Se quedó así, con la boca abierta y la diestra
sobre la palanca de cambios, sin poner primera ni soltar el pedal.
—La cúpula —murmuró.
Maidana giró en el asiento para mirar hacia atrás. Sobre las
casas que se perfilaban a su espalda, se recortaba, inconfundible,
la cúpula del cuadro.
—Doblá acá —dijo Maidana, sin apartar la vista de la luneta
trasera. Tomaron por una calle vacía donde las hojas ocres del
otoño se amontonaban en el cordón.
Como Maidana había previsto, ubicar la casa fue simple.
Estacionaron frente a los balcones sostenidos por leones y tocaron
el timbre en una casa de dos plantas con una puerta de hierro.
Maidana apenas podía contener la ansiedad. De a ratos miraba
el reloj. Había advertido que no faltaba mucho, aunque su cálculo
era impreciso. Risso trató en vano de tranquilizarlo.
Atendió una mujer enorme con un lunar en el mentón. Caminaba
con cierta dificultad, como si las piernas le dolieran a cada paso.
Risso improvisó una excusa poco convincente, argumentando que
llevaban a cabo una investigación sobre los artistas de la ciudad. El
carnet de periodista cubrió los huecos de su historia.
—Creemos que uno de ellos vivió acá —terminó de explicar.
A la mujer pareció bastarle. Preguntó si era para La Capital y
si pensaban sacar fotos, en cuyo caso debía arreglarse. Luego
los hizo pasar.

118
Se sentaron ambos en un sillón de dos cuerpos, frente a una
mesita de caña; la mujer, enfrente. Les dijo que habían llegado justo
cuando estaba preparando el té y que sería un placer si la
acompañaban. Se negaron. Ella insistió tanto que Maidana acabó
por aceptar, quizá para poder abocarse al tema.
—Yo no lo conocí; mi marido, sí —contó, mientras cargaba las
tazas. Un intenso aroma a té llenó la habitación—. Él se encargó de
todos los trámites. Si la memoria no me falla, cerraron trato pocos
días antes de la muerte de Renzi.
—¿Antes? —se sorprendió Maidana.
—Sí. Debía de estar enfermo. Era como si supiera que estaba por
morir —hizo una pausa, para soplar el té—. Después nos mudamos
para acá. A pesar de lo que le digo, que parecía estar esperando esa
muerte, Renzi dejó un montón de cosas que nadie vino a reclamar.
Hasta cuadros. ¿Creen que los pueda vender?
Maidana asintió. Después le preguntó por el marido, y la mujer
se quedó un momento callada. Cuando al fin habló, su voz era un
hilo tenue.
—Murió hace unos años —dijo—. No estaba bien, ¿saben? —se
tocó la sien con el dedo, como señalando una falla—. A veces miro
para atrás y creo que esta casa lo cambió.
Los tres se quedaron en silencio. El té fue una excusa perfecta.
Después Maidana dejó su taza sobre la mesita y le pidió ver la habi-
tación de la planta alta. Ella pareció sorprenderse, pero no preguntó
por qué.
—Debe estar tal cual la dejó mi marido; yo no puedo subir las
escaleras. Apenas si puedo caminar un rato. Lo peor de la vejez es
lo que cuesta sobrellevarla con estilo —les dirigió una sonrisa
amarga. Después los acompañó hasta una puerta y la empujó.
Pudieron ver una escalera angosta que se perdía en una oscuridad
casi total—. La luz está a la izquierda.
Subieron; Risso iba detrás. Maidana apretó el paso, ansioso. La
escalera terminaba en un vano por donde se accedía a la habitación.
La luz que llegaba de la planta inferior iluminaba el primer tramo,

119
pero se perdía unos pasos más allá en una penumbra gris. El aire
era denso y húmedo, conformado por un tramado tenue y pegajoso
que se les adhería a la piel de la cara y de las manos y cedía a cada
paso, como si avanzaran arrastrando los hilos de una telaraña
sutil e invisible. Maidana se había clavado al piso y respiraba
despacio, como temiendo delatar su presencia. Probó la luz: no
funcionaba. Sólo veían unos pasos más adelante; después todo
era oscuridad. Sacó un encendedor del bolsillo. La luz frágil apenas
alcanzó para que vieran un poco más allá de sus propios pies.
—Ahí está el balcón —dijo.
Abrió las dos hojas de la ventana y empujó las celosías hacia la
calle para que la mortecina luz del crepúsculo invadiera la
habitación. Una serie de formas tenues se fueron materializando
frente a ellos como si nacieran de la oscuridad. Risso comprobó
que se trataba de la habitación del cuadro. Un atril de madera vacío,
un escritorio cubierto de polvo y unas cajas de cartón con lienzos
enrollados conformaban todo el mobiliario. En el piso, al pie de la
ventana, pudo ver unos símbolos pintados. No le sorprendió que el
del centro, justo debajo de Maidana, fuera idéntico al que ilustraba
la tapa de los libros que habían visto poco antes.
—Fue acá —dijo Maidana—. Lo que sea que haya pasado, fue acá.
Lo vio acercarse al suelo y observar con detenimiento los
símbolos. Parecía buscar algo, una huella o un indicio que le
ayudaran a dilucidar lo que había pasado. Después se incorporó
y se asomó a la ventana. Una brisa apenas perceptible le revolvió
el pelo.
—Pero qué —preguntó sin darse vuelta, o quizás no le
preguntaba a nadie sino que planteaba sus dudas en voz alta.
Entonces Risso notó que había algo distinto, algo que no
terminaba de encajar con la escena del cuadro. Le llevó un instante
detectarlo, después todo se fue acomodando y era como si en lugar
de ver a Maidana asomado viera el cuadro, el trazo grueso del pincel,
el relieve del óleo. Todo estaba igual excepto un detalle: no había
sombra detrás de Maidana, invadiendo el contorno que trazaba la

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luz crepuscular. Como si algo lo empujara, como obedeciendo
a una llamada muda, dio un paso más.
Y ahí estaba: la luz que llegaba de la planta baja la dibujaba
en el piso. La vio tan clara que fue como si sus ojos hubieran
renacido a la luz, y volvieran a ver de repente después de años
de penumbras, de años de espera. Fue entonces cuando las
voces empezaron a cantar, y una voluntad ajena lo empujaba
mientras crecía ese cántico claro que Maidana parecía no
escuchar porque seguía ahí, ajeno o complaciente. Seguía ahí
mientras las manos de Risso, sumisas y voraces, se extendían
hacia su cuello y la sombra trepaba por su espalda.

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Índice

I. LOS TRISTES, LOS CRUELES

El idiota......................................................................9
Casi un crimen..........................................................15
Amantes....................................................................23
La puerta infranqueable.............................................27
La verdad sobre Carlitos.............................................35
Por el bien de mamá...................................................43
La risa de los pájaros.................................................49
Beautiful boy............................................................55
Después del temporal..................................................59

II. MUNDOS POSIBLES

Cualquier semejanza.................................................75
Consecuencias de la exposición al sol........................81
En el fondo.................................................................85
El lado incierto...........................................................89
Unos peldaños de piedra............................................93
Noche con hormigas...................................................97
Lucio al otro lado.....................................................103
Alguien detrás........................................................109

123
Esta primera edición del libro
La risa de los pájaros
de Javier Núñez
consta de 300 ejemplares y
se terminó de imprimir el 20 de octubre de 2009
en los talleres gráficos de Editorial Ciudad Gótica

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TCF
IMPRESO EN PAPEL ECOLÓGICO
(EXENTO DE CLORO)

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