Anda di halaman 1dari 81

A Fernando García Nieto, primer editor de “Alcolea”.

Y a Oihana Artetxe, por el soporte técnico.

Y a Iosu Etxezarraga y a Patricia Prieto por el diseño de la portada.


3
Prólogo
La mano todavía enguantada de Fermín Lasala se extendió delante de él.
Su voz era poco más que un susurro, como correspondía a alguien que, en realidad,
hablaba con sus propios recuerdos:
-Fue allí. En aquella ladera.
El rey, atusándose los incipientes bigotes encerados, se río entre dientes y golpeó
amistosamente la espalda de su, entre otros muchos cargos, fiel gentilhombre de
Cámara, senador vitalicio y recientísimo ex-embajador plenipotenciario ante la corte de
Inglaterra, donde, entre otras cosas útiles, le había buscado a su guapa mujer. Le habló,
a pesar de la diferencia de edad, con aquella campechanía que rozaba lo grosero y que,
cultivada a lo largo de los años, iba a acabar muy mal parada en la primavera de 1931.
-Duque, ¿a que me vas a obligar a pensar que tienes razón cuando me haces la
broma esa que te gusta tanto de que estás ya demasiado viejo y andas con la cabeza
trascordada?. ¿Pues no me acabas de decir que aquella famosa batallita tuvo lugar aquí,
en este monte San Marcial tal día como hoy en 1523?. Eso es el Jaizquibel, ¿o no?. ¿En
qué quedamos?, ¿pasó algo allí?.
Las palabras del joven rey, tan francas y brutales como sólo se las podía permitir
un hombre de su rango que, además, se las daba de “sportman” -él mismo había
conducido el Hispano Suiza de 20 caballos rojo granate hasta la cima del monte a la
vertiginosa velocidad de cincuenta kilómetros por hora- hicieron rezongar al duque de
Mandas, que se enfrentó a Alfonso XIII con una sonrisa bailándole en la comisura de
los labios y en el brillo de sus ojos de gascón astuto. La risa, finalmente, salió suave y
algo ronca del pecho amplio protegido por la chaqueta de lino a juego con los
“breeches” de excursionista y la gorra donde se apoyaban las imprescindibles gafas de
automovilista:
-No, majest... disculpa, quería decir Alfonso, (a veces olvido lo de tu incógnito).
No me refería a la batalla de San Marcial que fue, en efecto, tal día como hoy pero en
1522. Estaba recordando mis tiempos de guerrero, cuando yo también andaba con el
fusil al hombro, luchando contra la facción que quería privar a tu padre del trono que
tanto merecía. ¿Sabes que estuvieron a punto de matarnos justo unos pocos meses antes
de que acabará todo aquello?. Verás, íbamos por el monte...
-¿Por cual, por éste?.
-No hombre, no, por el Jaizquibel...
5
-Aclarado, sigue que te escucho mientras me fumo uno de estos cigarrillos
egipcios que me has conseguido. Chico, son excelentes. Voy a tener que condecorarte.
Otra vez.
Los ojos del duque relampaguearon con otra sonrisa que, prudentemente, no se
atrevió a salir para celebrar al rey la nueva broma. Prefirió, en cambio, continuar con el
relato de aquellos recuerdos que, como muchos, le habían asaltado a traición .
-Marchábamos sobre la nieve, éramos una columna larga. Había de todo en ella.
Húsares, tres o cuatro por lo menos, a la cabeza de la línea de marcha, soldados
regulares y, finalmente, nosotros. La milicia de voluntarios de San Sebastián. También
nos acompañaban unos cuantos milicianos de la de Bilbao que habían venido a echar
una mano a pesar de que ya habían hecho lo suyo, allí, durante el Sitio. Buenos
elementos. Fueron los primeros en reaccionar. Incluso antes que nuestro capitán.
Abrieron fuego en cuanto cayó la única baja que tuvimos. Precisamente uno de ellos al
que aquella canalla disparó por la espalda mientras subíamos por la ladera para
encontrar el camino a San Sebastián ...
-La guerra es así, de... ¿innoble?, ¿no? -Alfonso XIII no había sabido resistirse a
la interrupción mientras exhalaba una nueva bocanada de humo-, pero sigue. La cosa
parece interesante. Más todavía que todo eso que me has contado de Azcue y de
Ambulodi y como marcharon toda la noche atando la lengua a sus caballos para que no
relinchasen, para sorprender a esos gabachos aquí mismo y darles aquella paliza que tan
bien ganada tenían, ¿no?.
-Gracias, Alfonso. ¿Por dónde iba?. Ah sí, los disparos de los carlistas. Estaba
claro que querían provocarnos. Nos gritaron, nos insultaron y agitaron las banderas que
llevaban -hechas un guiñapo, la verdad, las más lamentables que he visto en toda mi
vida, créeme- mientras levantaban los Remingtons con las boinas clavadas en las
bayonetas caladas. Un húsar picó el anzuelo. Cargó contra ellos intentando ponerlos a
tiro de revólver y casi nos arrastró a todos al desastre al perder el caballo y estar a punto
de morir él mismo atrapado bajo la montura. La verdad es que todo fue culpa del
capitán de regulares. Montero, creo recordar que se llamaba.
Era un hombre muy de cumplir las ordenanzas pero también muy indeciso.
Menos mal que estaba con nosotros, aparte de nuestro capitán y los de la milicia de
Bilbao, el señor Alcolea. Aquel caballero -porque la verdad es que lo era o eso
demostró, al menos- sí que sabía actuar de frente cuando tocaban a rebato, como aquel
día. Primero tiró de revólver -era precioso, un “Colt” norteamericano, calibre 36- pero
6
como no tenía alcance echó mano a uno de sus rifles. Uno de palanca treinta-treinta.
Muy parecido a los que llevan los guardas ahora, pero modificado. Créeme, conté todos
los disparos y no falló ni uno... Menuda espantada dieron los carlistas aquellos en
cuanto empezó a hacer llover plomo entre ellos y...
El rey rió quedamente dejando que el humo saliera por entre sus gruesos labios
como una emanación. Era su manera de compartir el creciente entusiasmo de su
gentilhombre de Cámara.
-Bueno, duque, a ver, explícame de dónde sacaste a semejante alhaja. ¿De
alguna novela de Karl May?. Por que seguro que tú tuviste algo que ver en todo aquello.
O mucho me equivoco yo, ¿no?.
La sonrisa que había empezado a esbozarse en la comisura de la boca enmarcada
por la barba canosa se congeló en una expresión de desconcierto. Fermín Lasala se
preguntaba si el secreto de aquella historia, guardado tan sigilosamente durante treinta
años, podía ser desvelado ahora. La risa del joven rey lo sacó de aquel estupor
inconveniente.
-Aja. Lo sabía duque. Ésta es otra de tus historias. Venga, canta de plano, no me
obligues a llamar al ministro de Gobernación. ¿O prefieres tener que vértelas con los
civiles?. Mira que esos no se andan con bromas.
El duque de Mandas recuperó el aplomo a pesar de lo inconveniente de la broma
sobre los civiles que, en efecto, como bien sabía él de sus días de embajador en París,
tenían muy poco sentido del humor con los que, como decía el rey, “no cantaban de
plano”. Como había ocurrido con los anarquistas de Montjuich. Consiguió incluso que
la sangre volviera a su rostro y dibujar una nueva sonrisa que no comprometía a nada y
resultaba, incluso, encantadora.
-Vamos, maj... Alfonso, sabes que no tengo secretos para el Trono y...
-Fiuuu, venga, Fermín, no te pongas estupendo y cuéntalo todo. Te prometo que
lo que me digas lo guardaré en la carpeta de asuntos reservados. No se entera ni Silvela,
si tú quieres (1).
Los ojos vivaces del fogueado diplomático miraron con una astucia indulgente y
risueña a su rey .
-Señor, Alfonso... la ocasión lo requería. No teníamos ni idea de quién mataba a
aquellas jovencitas. Y el asesino andaba suelto por ahí, en medio de una guerra que no
terminábamos de ganar. ¿Sabes que llegó a dejar uno de los cadáveres en mi propio
jardín?. Todo aquello podía volverse en nuestra contra... un verdadero escándalo si caía
7
en manos de los carlistas. El único hombre que podía detenerlo, o eso me dijeron, era
aquel don Víctor Manuel Alcolea, que en aquellas fechas andaba por París, después de
haber dimitido de su cargo de inspector en Madrid. Lo hice venir desde allí y, fue
entonces, justo cuando debíamos cruzar el Jaizquibel, cuando nos atacó aquella
partida...
-Bueno, bueno, duque, jovencitas muertas, policías caídos en desgracia, asesinos
enmascarados... deja que encienda otro de tus cigarrillos egipcios y cate este coñac que
llevó en el bolsillo mientras me siento sobre este gato salvaje de hierro que nos ha traído
hasta aquí y me cuentas toda esa novela. ¿Hay aparecidos en esta historia?. No me
gustaría recibir la visita de un espectro mientras duermo en la habitación que tú y
Cristina nos habéis preparado a Victoria y a mí en tu palacete. ¿Este señor Alcolea
murió?...
Los ojos del duque volvieron a perderse en medio de los recuerdos proyectados
contra el monte Jaizquibel bajo aquel cielo azul, cegador. La idea de que el correoso
policía pudiera haber muerto entonces le resultó, pese a todo lo que había ocurrido,
absurda.
-No, no. Pero estuvo a punto de hacerlo en dos ocasiones (bueno... tres si
contamos la escaramuza en el Jaizquibel), antes de dar con el asesino que, por cierto, era
quien menos podía esperarse... Aquello nos sorprendió mucho a todos. En especial al
pobre Rocaverde.
Mientras el duque se apagaba un instante pensando en la muerte reciente del
viejo compañero de política y de guerra, los ojos héticos y saltones del joven rey se
abrieron de par en par al mismo tiempo que sus gruesos labios se comprimían en una
sonrisa socarrona
-Bien, bien, bien..., Fermín, esta historia se pone cada vez más interesante. Creo
que voy a pensarme seriamente lo de esa condecoración nueva para ti. ¿O te gustaría
más volver a la embajada de París?. Bueno, luego me lo dices, cuando hayas acabado.
Habla, que es tu rey quien te lo ordena. Hala, cuenta, que quiero saber cómo acabo todo
aquello ¡y no te dejes nada en el tintero!.

El duque de Mandas, una vez más, fue fiel a las órdenes de su rey. No quedó, en
efecto, nada en el tintero. El monarca no volvió a decir nada sobre concederle una nueva
condecoración, pero mientras la noche caía y ellos dos volvían -de riguroso incógnito- a
San Sebastián por la carretera de Oyarzun, Alfonso XIII tarareó toda una variedad de
8
sus cuples favoritos. Señal de que le había gustado aquella larga historia que los había
tenido entretenidos durante más de tres horas largas en la que fue desgranada entre
tragos de coñac y bocanadas de humo de cigarrillos egipcios.
Es más, se había entusiasmado tanto con aquella intriga olvidada durante tantos
años que, durante un buen rato, acarició la idea de hacer localizar a Víctor Manuel
Alcolea Unzú para concederle alguna condecoración o una pensión vitalicia por los
riesgos que había corrido, sorteando traiciones y personajes truculentos hasta dar “con
la clave de todo el misterio”, como muy novelescamente había añadido el joven rey al
sorprendente final que Fermín Lasala le había contado. El duque no quiso quitar a su
amo la ilusión por un proyecto que acabaría olvidando pronto -como bien sabía él-
añadiendo a todo lo dicho que, aún en el caso de que dieran con el ex-inspector, el
republicanismo acérrimo de éste le llevaría a rechazar cualquier recompensa que una
mano real quisiera ofrecerle. Aunque fuera con la mejor de las intenciones. Lo cual era
mucho suponer a aquel rey dandy que, mientras el Hispano-Suiza taladraba la cada vez
más oscura carretera, siguió soltando chascarrillos sobre los capitanes Azcue y
Ambulodi, sus caballos con la lengua atada y el mosen que -en sus propias palabras- “se
la había dado con queso a los gabachos con la procesión de antorchas aquella”.
Todo ello sin dejar de pisar el acelerador hasta llegar casi a unos setenta
kilómetros por hora que provocaron en Fermín Lasala un vértigo que apenas pudo
disimular. Más desagradable aún que el que sintió bajo las balas de aquel lejano
invierno de 1876.

9
Capítulo 1
Todo pasó muy deprisa. Tanto que ni siquiera dejó constancia en los libros de
Historia. Sin embargo ocurrió. Fue una mañana del invierno de 1876. El último de la
guerra contra los carlistas y, quizás, el peor de todos ellos.
Todos lo sabían ya, que aquella era una causa perdida. Sin embargo Guipúzcoa
entera estaba aún ocupada por las tropas de aquel rey que cada vez se parecía más a sus
propias caricaturas publicadas por los periódicos desde que cruzó el Bidasoa diciendo
aquello de “¡Abaco el extranquero!”, que también dio mucho trabajo a las plumas de los
dibujantes de “La Flaca” y a otros aún más sedicentes.
Únicamente una estrecha senda, que empezaba en Irún y seguía bordeando la
costa hasta San Sebastián para acabar en los blocaos y las líneas de trincheras de
Loyola, junto al Urumea, estaba libre de don Carlos de Borbón y Austria-Este.
Una circunstancia un tanto escabrosa, que daba, si no para otra cosa, sí para
especulaciones -tal vez ociosas o tal vez no- en las cancillerías de Europa, entre los
corresponsales de prensa y entre los que, emboscados en aquel estrecho campo
atrincherado de los liberales, se habían convertido en ojalateros a la inversa. Rezando
para que la guerra cambiase de signo allí mismo, ante sus ojos, sin tener que hacer ellos
ningún esfuerzo. Ésos, y los otros, se preguntaban si existía todavía la mínima
posibilidad de que don Carlos y los miles de hombres que había concentrado en
Guipúzcoa, batiéndose en retirada desde Vizcaya y desde Navarra, conseguirían lanzar
una última ofensiva que abriese brecha en las defensas liberales y les llevase -¿por qué
no?- desde un San Sebastián tomado al asalto hasta las mismas puertas de ese Madrid
que esperaban purificar y liberar de, entre otras muchas indecencias y lacras supuradas
por el Liberalismo, los locales en los que se ofrecía el espectáculo del can-can.

Tal vez fue eso lo que hizo que las muertes de aquellas neskatillas (1)
ocurrieran en el peor momento. Se trataba de unos crímenes espantosos. “Rituales”, los
adjetivó uno de los policías que discretamente se había hecho cargo del caso en espera
de una mente más capacitada. Los cadáveres habían aparecido en el campo liberal. Casi
siempre cerca del torreón de Alcolea que defendía el flanco izquierdo de los blocaos de
Loyola. Algunos de los principales jefes de la causa liberal -el duque de Mandas, el

11
marqués de Rocaverde, los Brunet y otros- conferenciaron gravemente sobre el asunto.
Los nervios afloraron durante la reunión. Aquellos sucesos, si no se atajaban de raíz, si
no se encontraba al maníaco que los perpetraba y se aclaraba todo… ¿no podrían dar
aliento a los partidarios de don Carlos?. ¿No eran todas las mocitas chicas de vida
ejemplar, católicas devotas, habitantes de caseríos cuyos propietarios no se habían
refugiado tras la línea defensiva liberal, como si los blocaos, los torreones y los
laberintos de trincheras que dividían el país carlista de la franja de la costa fueran aquel
río Leteo que separaba la tierra y los Infiernos?.
No, no era buena idea no esclarecerlo, aunque alguno de aquellos graves
caballeros sugirió que eran los propios carlistas -tal vez utilizando de nuevo al
repudiado y exiliado cura Santa Cruz- los que habían cometido esos asesinatos para
volverlos contra la causa de la Libertad, tratando de obtener por ese medio, repugnante
hasta lo enfermizo, un reconocimiento internacional de beligerancia que les había
faltado en los años anteriores y que, creían, les habría asegurado más posibilidades de
vencer.
Fue Mandas quien zanjó la cuestión. Él se encargaría de traer al hombre
apropiado para resolver todo aquello. Y cumplió su promesa. En enero, en lo más crudo
de aquel crudo invierno, acompañó personalmente al ex-inspector Víctor Manuel
Alcolea Unzú hasta San Sebastián. Juntos cruzaron la frontera del Bidasoa -Alcolea
estaba en París desde los sucesos de la Comuna de 1871. Después lo había mantenido
allí lo de la muerte de Prim y cierto asunto del que nunca habló-, juntos obtuvieron los
salvoconductos del comandante de Fuenterrabía y juntos cruzaron el Jaizquibel nevado
para llegar hasta San Sebastián, marchando en la columna formada por soldados
regulares y varios efectivos del cuerpo de voluntarios de la Libertad al que pertenecía el
duque. Todos ellos, junto con un puñado de voluntarios de la Libertad de Bilbao que
habían pedido aquel destino, debían ir desde la línea de Irún a reforzar los blocaos de las
Riberas de Loyola ante una posible contraofensiva de los rebeldes.
Fue entonces cuando les atacaron los carlistas. La partida, según se dijo,
llevaba uniformes regulares -capotes gris plomo, como los de los soldados y los
voluntarios de San Sebastián y boinas y pantalones rojos con polainas y borceguíes-;

12
incluso banderas. Una blanca con la cruz de San Andrés y un guión con la roja y gualda
española, harapienta y deslucida si se comparaba con la enseña idéntica detrás de la que
marchaba la columna de liberales.
También tenían oficiales, aunque no parecían ser gran cosa. Tan sólo un par de
aristócratas austrohungaros. Los típicos junkers tronados, aventureros vestidos, además
de con la boina roja, con las pellizas de húsar de opereta que tanto gustaban a aquella
patulea que había acudido a pescar en el río revuelto de esa guerra, donde aún era
posible luchar contra el corrosivo Liberalismo que ganaba cada vez más terreno,
destruyendo el mundo en el que ellos, todavía, eran amos y señores. Fumaban con cierta
calma, perchándose sobre las sillas de montar mientras se acariciaban unos insultantes
mostachos casi unidos a unas mullidas patillas de color jengibre, y parecían una pareja
de siniestros dioscuros, decidiendo si era conveniente o no fulminar a aquella columna
de demoníacos liberales que escalaba la ladera del Jaizquibel intentando, ingenuamente,
escapar a la Ira del Ejército de Cristo Rey. La abigarrada tropa que mandaban, sin
embargo, estaba exultante. Acababan de cortar una sección del telégrafo que mantenía
comunicadas a las plazas liberales y aquello -como de costumbre- les parecía la mayor
de las victorias.
Uno de ellos, quizás el más acalorado, disparó su Remington sin recibir
ninguna orden. Los austrohungaros respondieron con una sonrisa benévola, acodillando
sobre la cadera la mano libre de los vegueros que se estaban fumando mientras tenían
las riendas de los caballos, que se removieron asustados por la detonación. La puntería
había sido buena. Uno de los voluntarios de la Libertad de Bilbao que marchaba a
retaguardia de la columna había caído sobre la nieve con la cabeza y su gorra escocesa
destrozada. Las filas de los liberales que seguían tratando de abrirse paso en medio de la
senda nevada, bajo el viento del Norte y un cielo de plomo, empezaron a bullir
inquietas, llenas de pánico. Los caballos de los cuatro húsares que abrían la marcha y el
del capitán de regulares -Basilio Montero, que tendría mucho que ver en la
investigación de Alcolea, después- relinchaban y se encabritaban amenazando con tirar
a alguno de sus jinetes, sorprendidos, tanto como sus monturas, por aquel ataque que las

13
torres de defensa que coronaban la cumbre del monte no vieron llegar y que había hecho
caer entre sus líneas una muerte inesperada, casi fulmínea.
Los capitanes carlistas cruzaron en alemán frases risueñas y despectivas
mientras se pasaban el catalejo, calibrando la magnitud del daño. Rieron con más
desdén cuando el que había disparado se adelantó de las líneas y alzando el Remington
por encima de su cabeza lo agitó en señal de desafío, mientras gritaba a pleno pulmón
hacia las filas liberales que se rehacían:
-Oi, putaseme!!!. Azurbeltzak madarikatubak!!!. Hor gira gu!!!… hor gira
gu!!! (2).
Aquellas palabras y los relinchos y alaridos con los que los demás rebeldes las
puntearon gozosos, tuvieron el efecto de galvanizar a los liberales. La media docena de
voluntarios de Bilbao, los más ofendidos por lo que acababa de pasar, se puso rodilla en
tierra y formó línea de tiro con sus Remington. Los de San Sebastián tardaron algo más,
pero sólo el tiempo que su capitán tuvo que emplear para avisar a su corneta de que
diera la señal de combate con una voz comprimida por la tensión:
-Jozazu, Gabilondo, jozazu, jo eraso doñua, motel!!!(3).

Las notas del metal resonaron huecas, cargadas de urgencia, bajo las nubes
preñadas otra vez de nieve y sembraron más confusión entre las líneas de los regulares
que volvían hacia el capitán Montero las cabezas cubiertas con los roses enfundados en
hule negro y encerado, mirándole mientras parecía incapaz de decidir nada. Él no era el
único que no pudo mantener la calma ante el disparo, los insultos, el ruido de las armas
al ser montadas y los irrintzis (4) de los carlistas. Uno de los húsares, un aragonés de
grandes patillas pelirrojas y espesas que le asomaban a duras penas entre el cuello de la
pelliza blanca forrada de astracán y el ros cubierto con el hule encerado, no esperó a
nada y picó espuelas desenfundando el revólver mientras se lanzaba ladera abajo,
imaginando, quizás, que iba a vengar la muerte, los insultos y la zumba y los silbidos
con los que recibieron el comienzo de su galopada en la nieve todos los carlistas. Desde
los capitanes, que aplaudieron el gesto burlonamente, apretando los vegueros entre los
dientes para liberar las manos enguantadas, hasta el último de los voluntarios que,

14
descolgando las boinas de las bayonetas en las que las habían hecho rodar
provocativamente, estaban amartillando sus Remington para fusilar al húsar liberal que
avanzaba hacía ellos soltando las riendas mientras afinaba la puntería de su Lefacheux.

Lo cierto es que, según se recordó después, el único que mantuvo algo de


serenidad fue el ex-inspector Alcolea. Primero echó hacia atrás el ala de la chistera de
color tabaco con la que cubría su cabeza y la cara hirsuta, erizada con unos grandes
bigotes a la rusa. Después apartó el faldón del extraño abrigo de piel con el que se
protegía del frío. Decían que lo había traído de Estados Unidos, donde había probado
suerte después de dejar el ejército español en el 61, cuando se alcanzó la victoria contra
El Majzen de Marruecos. Al parecer había seguido a las obras del ferrocarril
transcontinental hasta las praderas del Oeste, después de licenciarse en el ejército
federal donde -también según decían- había luchado en su Guerra Civil. El revólver al
que echó mano con un gesto rápido, fulminante, sí era americano. Como la pistolera
abierta de la que colgaba. Largo pero menos pesado que los Lefacheux, y con la guarda
del gatillo en latón dorado. El cañón estaba pavonado en un negro que tenía algo de
hiriente visto contra el blanco de la nieve. También disparó al estilo americano, sin
disciplina, flexionando algo las rodillas y moviéndose continuamente a lo largo de la
línea de tiro mientras apuntaba y accionaba el arma. Sin embargo los disparos, a pesar
de la falta de buenas formas y de escuela, podían haber resultado mortales de haber
estado las líneas de los rebeldes más próximas.
Ese fue el gran problema. Sobre todo para el húsar que había quedado atrapado
en tierra de nadie por su montura agonizante, cuando rodó por el suelo bajo los disparos
de los carlistas. Uno de los carcas, un sargento de Morella, se encorajinó con aquello y
se atrevió a lanzarse a la carrera ladera arriba para coser a bayonetazos a su paisano que,
medio aturdido y blasfemando como un condenado, intentaba sacar la pierna izquierda
de sus pantalones azules reforzados en cuero negro de debajo del caballo muerto
mientras trataba de echar mano al revólver caído a tres palmos de distancia. Algunos le
siguieron por pura inercia, viendo allí otra victoria. Mejor aún que la de haber cortado el
telégrafo de los liberales por centésima vez.

15
Quizás no se equivocaban. Es posible incluso que en ese mismo momento la
columna, y no sólo el húsar, estuviese a punto de ser aniquilada. El capitán Montero
seguía pareciendo incapaz de tomar alguna decisión -las malas lenguas decían que su
único amigo era el Libro de Ordenanzas y en ese momento parece que no le aconsejaba
nada- y el fuego de los voluntarios de la Libertad -de los de Bilbao y de los de San
Sebastián- no consiguió dispersar a la ululante vanguardia carlista que se acercaba
como si tuviera alas al húsar pelirrojo, cada vez más desesperado y sofocado, incapaz de
escapar de su caballo muerto y de alcanzar su Lefacheux o siquiera la carabina
Remington que colgaba al otro lado de la silla o el sable aplastado bajo su propio cuerpo
reptante. De haber quedado registrado en la Historia aquel incidente y todas las
circunstancias que lo rodeaban, es posible que hubiera dado pábulo a más
especulaciones -en las cancillerías, en las corresponsalías, entre los ojalateros carlistas-
acerca de un giro súbito en el curso de la guerra a favor del Pretendiente. Al fin y al
cabo, si la columna era aniquilada, el ex-inspector Alcolea caería malherido, o
prisionero o, más probablemente, muerto teniendo en cuenta el modo en el que se
expuso al fuego de los carlistas, intentando mantenerlos a raya con los disparos de su
exótico revólver.
Circunstancias todas que le hubieran impedido resolver los asesinatos, que a su
vez habrían acabado siendo utilizados -como los Brunet y otros próceres liberales
temían- en contra de la Causa de la Libertad, concediendo tiempo y algún prestigio, al
menos algo más del que habían ido perdiendo poco a poco, a la ya muy mal considerada
Cruzada carlista.
Es posible que, de no haberse tratado de un episodio oscuro, olvidado por el
secreto que lo rodeó y por ser tan similar a muchos de los que, unidos unos a otros,
constituyeron lo que en su día llamarían tercera guerra carlista, alguien, en alguna
cancillería europea, hubiera sacado a relucir la vieja historia de la herradura por la que
un rey perdió su caballo, con él una batalla, con la batalla la guerra y con la guerra su
reino.
Sin embargo, cualquiera que hubiera conocido al ex-inspector Alcolea habría
advertido que la última palabra -como a menudo decía él- no estaba dicha hasta que se

16
disparaba el último cartucho. Quizás por eso fue por lo que avanzó con tanta calma
hasta el mulo del ejército donde iba colgado su equipaje, vaciando calmosamente los
casquillos vacíos del tambor de su revólver, como si en realidad nadie estuviera
disparando contra él. Una vez allí desplegó una gruesa lona en la que se veían
asegurados con cintas cosidas a ella tres rifles de precisión de muy buena calidad. Tras
un sólo instante de duda eligió uno de palanca tipo 30-30 que, según contó después el
sargento encargado de la impedimenta, había sido fabricado especialmente para el
antiguo inspector en la fábrica de “Euscalduna”, sobre un diseño mejorado de los
Winchester yankees (5).
Si era verdad o no -aunque muchos vieron, o creyeron ver, en efecto, la marca
“Euscalduna” grabada a buril en la culata, exactamente la misma que se podía ver en la
de todos los Remington que ellos llevaban-, lo cierto es que resultó ser un arma de un
alcance y una eficacia verdaderamente aniquiladores. Para demostrarlo el ex–inspector
sólo tuvo que avanzar unos pocos pasos sobre la línea de los voluntarios que recargaba
por segunda o tercera vez, descorriendo nerviosamente con sus pulgares los pestillos de
los Remington para meter nuevos cartuchos en las recámaras y preparar una nueva
fusilada que concediera al húsar un minuto más, clavando al suelo al sargento carlista y
a los suyos.
Asombró la forma en la que el ex-inspector se adelantó de la línea aquellos
tres, cuatro, cinco, pasos, como si fuera invulnerable a los disparos de la retaguardia de
los carlistas. Sus gestos fueron medidos y precisos. Serenos. La palanca del rifle bajó y
volvió a su posición original después de cargar en la recámara el primer cartucho. En
ese mismo momento Alcolea encaró la culata, liberó el alza, la reguló y guiñó un ojo.
Después disparó. Sin necesidad de moverse del punto en el que había afianzado las
piernas calzadas con botas de montar altas. El primero en caer fue el sargento de
Morella. Su boina roja salió disparada de la cabeza, volando sobre la nieve como una
extraña ave.
Después, cada uno de los quince disparos dio en su blanco, segando las filas de
los carlistas que empezaron a sentir un pánico justificado tanto por las muertes que
hacía el rifle de Alcolea, apoyado por algunos Remington que habían avanzado

17
protegidos por su fuego, como por las dos bengalas que el torreón más próximo lanzó
para avisar a la guarnición del valle del ataque que, además, tuvieron la virtud de sacar
de su estupor al capitán Montero. Lo suficiente como para que ordenara a los húsares y
a los regulares de a pie que cargasen contra los carlistas.
No llegó a haber choque. Esas cosas suelen ocurrir cuando a los soldados les
entra el pánico. Todos los rebeldes que no fueron a hacer compañía al sargento de
Morella huyeron en desbandada, a punto incluso de abandonar sus banderas sobre el
polvo y la nieve, a pesar de que los dos austrohungaros, mostrando entonces su
verdadera naturaleza, desenvainaron sus sables y empezaron a apalearlos para evitar la
rota a la que finalmente ellos mismos se sumaron, aunque sin llegar a perder del todo
sus maneras chulescas y, al parecer, sin demasiado daño para su honor y para los
blasones de la familia que estaban cogiendo polvo en algún castillo medio arruinado de
Moravia o Carintia.
Nadie contó los disparos pero se oyó asegurar en San Sebastián, cuando el
encuentro fue comentado en las tabernas y los cafés frecuentados por los soldados y los
marineros, que la mayor mortandad, la que realmente había roto las líneas de los carcas,
había sido causada por la puntería del rifle 30-30 del ex-inspector Alcolea. Disparado
mecánicamente, con una precisión fría. Muy parecida a la de las locomotoras, los
telégrafos y las máquinas de vapor que lenta, implacablemente, ayudaban a avanzar
contra las líneas de los carlistas, prensándolas, laminándolas, apartándolas, en fin, a un
lado del camino de la Historia.
Sin duda se trataba del hombre adecuado, como había prometido el duque de
Mandas. De eso no había duda. La desbandada de los carlistas que provocó justo
cuando todo parecía perdido ya para la columna liberal era una buena prueba. Las
semanas posteriores, cuando los crímenes fueron resueltos, contra muchos pronósticos
pero sin que llegaran a trascender más allá de vagos rumores pronto acallados, también
ayudaron mucho a demostrar aquella primera impresión de eficacia.

18
Capítulo 2
Fue a la caída de la tarde cuando la columna llegó a las puertas de San Sebastián.
Parecían una compañía de espectros, arrastrados por aquel viento gélido y metálico que
removía la nieve en torbellinos sobre el campo atrincherado que defendía la entrada a la
ciudad, entre la Zurriola y la antigua puerta de Santa Catalina.
Los voluntarios de Bilbao traían las caras largas. Se veía que la muerte del
compañero en el tiroteo con los carlistas les había afectado mucho. Lo delataban las
muecas compungidas que se apoderaban de sus rostros cuando, sólo de vez en vez, se
atrevían a volverse hacia el cadáver atravesado sobre el aparejo de uno de los mulos de
la impedimenta y malamente cubierto con una lona, empapada por un extremo con su
sangre mezclada con la nieve que iba cayendo. Eran, quizás, los que tenían más aspecto
de revinientes entre todos los hombres de la columna.
Lo cierto es que los demás, los voluntarios de San Sebastián y los soldados
regulares, vistos a la luz de las lámparas de petróleo y las farolas que iluminaban al
cuerpo de guardia de la puerta aspillerada, tan sólo parecían cansados. Y ni siquiera eso
cuando sus respectivos oficiales -todavía picados entre ellos por lo que había ocurrido
en el Jaizquibel- les ordenaron romper filas.
Fue ese momento de alivio el que Fermín Lasala aprovechó para que nadie se
fijara en la breve conversación que, desde hacía por lo menos un par de horas, tenía
proyectado sostener con el ex-inspector Alcolea en cuanto llegasen a la ciudad. Todos
estaban demasiado ocupados. Unos preguntando sobre lo que había ocurrido en
Jaizquibel y otros respondiendo, calmando a esposas asustadas o quitando importancia
ante padres y amigos a lo que había sucedido durante la escaramuza de la mañana.
El antiguo diputado por el distrito de San Sebastián, por alguna razón que no
quedó recogida en los libros de Historia, no quería que se le viera demasiado cerca ni
demasiado tiempo en compañía del ex–inspector Alcolea. Quizás esa reserva se debía a
la discreción con la que él, Rocaverde, los Brunet y los demás jefes del partido liberal,
habían decidido tratar el caso. Tal vez a otros motivos. Lo único seguro es que las
palabras que mediaron entre ellos duraron apenas el tiempo en el que, de acuerdo a una
señal que ya debía estar convenida de antemano, Lasala sostuvo una cerilla para dar
lumbre a un par de cigarros que había sacado del bolsillo de su capote de miliciano.

20
Nadie supo de qué hablaron mientras prendían los habanos. Ni siquiera uno de los
lacayos de Lasala, que intentó aproximarse a su amo con una sonrisa falsa y servil para
aliviarle del peso del Remington y fue detenido con un gesto hosco, muy parecido al
gruñido de un viejo lobo.
La manera en la que se despidieron fue cordial. Alcolea, que era un republicano
convencido, se limitó a estrechar con energía, casi amistosamente, la mano que Fermín
Lasala le ofreció con una incomoda rapidez. Eso fue todo. Sin que el antiguo inspector
se preocupase, poco o mucho, por rendir más homenajes a la importancia y a las altas
influencias de las que disponía -en el Congreso, en el partido de Cánovas (el verdadero
dueño del país en esa fecha) y en muchos otros sitios- el hombre que se la ofrecía.
Después, mientras Mandas era seguido por sus criados y se abría paso hacia la
casa que ocupaba provisionalmente en la ciudad, lo saludó inclinando con la mano libre
del rifle 30-30 la chistera de color tabaco. Fue un gesto amable pero lábil, ya que el
movimiento de la mano de Alcolea había podido significar tanto un último saludo de
pura fórmula entre dos hombres a los que la guerra había unido -salvando la distancia
social que los separaba-, como uno de esos manotazos con los que se sacude la nieve de
los sombreros.
Fue desde luego esa discreción la que impidió a todos los posibles testigos -los
soldados, los milicianos, los criados de Lasala- ver la cuartilla doblada, de un excelente
papel ahuesado, que el antiguo diputado había deslizado en la palma del ex-inspector
Alcolea cuando entrechocaron las manos enguantadas bajo la luz vacilante de las farolas
y las lámparas de petróleo.
El antiguo policía sólo la desdobló y se enfrentó a ella después de alejarse de la
entrada de la ciudad donde lo había dejado Fermín Lasala, cuando llegó al Café
Imperial, en la Parte Vieja. Los años de práctica en la Policía le habían dado aquel
discutible don de saber disimular y buscar la mejor oportunidad para hacer lo que debía
hacerse de manera discreta. Así, nadie sospechó que la cuartilla no hubiese estado
doblada desde siempre en el bolsillo de Alcolea, dentro de aquel extraño abrigo de
pieles con el que se protegía del frío de aquellos primeros días del año 1876. Las únicas
miradas que repararon en él sólo se fijaron, y apenas de soslayo, en el rifle tipo 30-30 en

21
el que Alcolea apoyó su chistera después de sentarse. Sin duda los rumores de su
terrible eficacia habían corrido más deprisa que las viejas botas que habían conducido al
ex- inspector desde la puerta aspillerada de Santa Catalina hasta el Imperial.
Eso hizo que el antiguo policía sonriera satisfecho entre dientes, mientras
apuraba el habano que le había ofrecido Fermín Lasala y saboreaba el café con brandy
que le acababa de traer la camarera.
Era una pelirroja de ojos azules que miró a Alcolea de una manera sugestiva. Lo
suficiente como para remover algo la sangre del ex-inspector. La sonrisa -lo mismo que
el calor en la sangre- no duró demasiado. Se borró lentamente bajo los gruesos bigotes a
la rusa cuando Alcolea leyó el primer nombre que figuraba en las instrucciones que
Mandas le había hecho llegar en la cuartilla. La frase bailó ante sus ojos cruelmente,
repitiéndose como un eco una y otra vez: “A las 8 y media de esta tarde deberá reunirse
con el comisario Ernesto Molina Lobera en el juzgado de paz de esta ciudad. El se
encargará de poner a V. en antecedentes de todo lo relacionado con el caso”.
Alcolea miró distraídamente el reloj que guardaba en el bolsillo de su chaleco.
Eran las siete y media. Después de tomar nota del tiempo que le quedaba para aquella
entrevista, apuró el café con brandy de un solo trago malhumorado. Fue con ese mismo
gesto con el que pidió a la camarera pelirroja más de lo mismo. Esta vez más cargado.
También se le notaba bilioso cuando escribió en una hoja de papel la dirección a la que
debían trasladar su equipaje según las órdenes que le había hecho llegar Fermín Lasala
en la misma cuartilla de papel ahuesado que ahora atisbaba de soslayo, como si quisiera
fulminarla con la mirada. Después de eso, durante la media hora larga en la que no tuvo
nada mejor que hacer, Alcolea se dejó arrastrar por un remolino de recuerdos amargos y
resentidos.
El comisario Ernesto Molina Lobera era uno de los peores miserables que había
tenido la ocasión de conocer. Era un santanderino. Presuntuoso como sólo lo puede ser
un santanderino presuntuoso. El hombre carecía de principios. De hecho, había pasado
la mitad de su carrera administrando el fondo de reptiles del Ministerio de la
Gobernación, ordenando escribir en la prensa cosas en las que no creía en absoluto y, lo
que era aún peor, animando a otros a hacer lo que él jamás estaba dispuesto a hacer.

22
Alcolea, entre trago y trago de café con brandy, recordó algunas escenas de la guerra
contra El Majzen. Una en la que él se había alistado, entre otras cosas, para perder de
vista a gente como el comisario Molina. Muchos habían dejado la vida allí.
Probablemente tragándose las soflamas que Molina hacía escribir a sus chupatintas para
remitirlas a la poca prensa que no caía directamente bajo el control del ministerio. Todo
ello mientras la peor incomodidad que tenían que soportar él y sus fieles era algún que
otro salpicón de café con leche en el chaleco, cuando acudían asiduamente a vigilar a
escritores y otros forzados de la pluma que al Poder no le convenía perder de vista.
Molina había empezado precozmente su carrera de sicario. Debió ser en 1848
cuando vendió a aquella célula de comunistas que pretendía incendiar la villa y corte
con los fuegos de esa revolución que había estallado ya en París y en varias capitales
alemanas. No le importó demasiado que muchos de ellos fueran amigos suyos de la
Universidad a la que su padre -un labrador enriquecido- le había enviado con mejores
previsiones. Al parecer el sentido práctico del comisario Molina -uno muy poco
comprensivo con las causas perdidas- le había ayudado a sobreponerse a esa clase de
consideraciones. En ese momento y en las demás ocasiones en las que se le planteó el
dilema de elegir entre comportarse como una persona decente o, simplemente, no
hacerlo. Y es que el comisario Molina no tenía ninguna clase de escrúpulos. Su único
objetivo en la vida era sobrevivir a todo y a todos a medida que él se las iba arreglando
para ascender peldaños. Uno tras otro. Todo valía con tal de lograr ese último fin. Desde
congraciarse con el poder de turno hasta fabricar falsas denuncias. Fue por culpa de una
de ellas por lo que Alcolea pidió la baja en el cuerpo por segunda vez, después de volver
de América en el 68, cuando la revolución pareció que iba a cambiarlo todo.
Alcolea se desengañó de esa idea pronto. Le bastó con ver a Molina instalado en
un despacho del Ministerio de Gobernación del Gobierno Provisional, convertido así en
el mayor y más feroz revolucionario progresista de cuantos había en España cuando a
Alcolea le constaba -perfectamente- que, tan sólo veinticuatro horas antes de que las
tropas de Serrano y Prim entrasen en Madrid, el comisario Molina había estado
deteniendo -y ordenando apalear- a muchos de los que habían conspirado -
arriesgándolo todo- para derrocar el trono infame de Isabel II. Lo demás, la petición de

23
baja -de hecho casi una dimisión-, vino sin dificultad. Fue hacia mediados del año 1870,
cuando Molina quiso agregar una más a la ya larga lista de sus falsas denuncias. Esta
vez la quería entramoyar contra un oscuro conspirador de un grupo de republicanos,
culpable -únicamente- de poseer toda la información que podía hacer tambalear la frágil
estructura de amistades y connivencias que habían permitido a Ernesto Molina Lobera
sobrevivir -una vez más- al triunfo de una nueva revolución.
Aquellas fueron unas sucias horcas caudinas por las que Alcolea se negó a pasar,
prefiriendo la baja voluntaria -ya que otra cosa no podía hacer- y un exilio, también
voluntario, en el París que ardía en una nueva revolución donde, tal vez, esperaba poder
reavivar las ascuas de la esperanza perdida. Lo que descubrió allí, acerca de la
implicación del comisario Molina en la trama que había provocado la muerte del
general Prim en el atentado en la calle del Turco, y la forma en la que en Francia habían
resuelto de modo parecido la amenaza de un cambio radical de las cosas, habían curado
a Alcolea de aquellas últimas ilusiones acerca de un mundo mejor, pero eso no le había
impedido olvidar todo lo que sabía del comisario Molina. Y que ahora, aunque sólo
fuera por su propia seguridad, volvía a tener muy presente.

Alcolea estuvo a punto de reírse con una carcajada franca y abierta cuando, tal y
como había supuesto, Ernesto Molina Lobera se le apareció detrás de una mesa de
despacho con su cara de ratón ordenancista y leguleyo adornada por unos bigotes que
eran una replica exacta, hasta el mínimo detalle, de los que utilizaba el nuevo rey,
Alfonso XII. El hijo de aquella Isabel II de la que el comisario Molina, por sus
conveniencias, había abominado desde el momento en el que la partida estuvo ganada -
de momento- por los revolucionarios del 68. La voz y las maneras de Ernesto Molina
Lobera continuaban tal y como Alcolea las recordaba. Es decir, intentando parecer
educadas cuando no pasaban de ser absolutamente soeces. No mucho mejores, pensó el
ex-inspector, que las del esbirro municipal -un pequeño canalla gallego con gafas de
plata y rostro apergaminado- que había intentado cerrarle el paso al despacho para
después, al reparar en su salvoconducto y en el rifle 30-30, deshacerse en obsequiosas

24
reverencias. El tono de voz de Molina Lobera, como era habitual, resultó agrio, aún sin
pretenderlo:
-Inspector… quiero decir, ex-inspector, pase, pase, si me hace usted el favor y…
Alcolea no permitió que la frase fuera acabada. Ya había decidido que no había
ninguna razón para dejar de tratar a aquel personaje con todo el desprecio que sentía por
él desde hacía años:
-Gracias, Molina, pensaba sentarme justamente en ese sillón que tiene aquí.
Parece muy cómodo. No le molesta que siga fumando ¿verdad?.
La cara de ratón cebado del comisario Molina se contrajo con algo parecido a la
ira, mientras la mano que sujetaba las carpetas con los informes sobre los tres asesinatos
transpiró de manera casi imperceptible. La boca, guarnecida bajo los mostachos
alfonsinos, intentó protestar cuando Alcolea se repantingó en el asiento, extendiendo las
piernas al mismo tiempo que se dejaba la chistera puesta y sacaba un nuevo habano de
la cigarrera después de arrojar la colilla del otro a la impoluta escupidera que hacia
guardia cerca de la mesa de Ernesto Molina Lobera. La respuesta del funcionario sonó
algo colérica pero, como de costumbre, rodeada de un acento cobarde:
-A decir verdad…
Alcolea, firme en sus propósitos, tampoco dejó que esa nueva frase fuera
acabada.
-Gracias, comisario. Sabía que lo comprendería. Bien, si no tiene inconveniente
me gustaría estudiar esos expedientes cuanto antes. Así que le rogaría brevedad en todo
cuanto tenga que decirme. Oh, disculpe, creo que la punta del cigarro ha caído fuera de
su escupidera.

La sonrisa de Alcolea, hasta ese momento apenas perceptible bajo los bigotes a
la rusa, se volvió pétreamente satisfecha mientras el ex-inspector vigilaba con un
regocijo beatífico el conato de apoplejía que el comisario Molina Lobera parecía estar
intentado disimular. No se alteró lo más mínimo durante los interminables diez minutos
en los que el santanderino, mirando de soslayo a un Alcolea con el rifle cruzado sobre
las piernas y la chistera insultantemente echada sobre la nuca, se rehizo algo de aquellos

25
desplantes y engoló la voz para ofrecer una interpretación sui-generis de los tres
asesinatos y sus porqués. Una que, como no se olvidó de subrayar dos o tres veces, el
ex–inspector debería estudiar con atención en un informe de diez páginas que él había
agregado a aquellas tres carpetas en las que, ayudado por los agentes Hernández y
Maturana -venidos desde Madrid para suplir la falta de medios de la ciudad sitiada-,
había recopilado por orden de los jefes liberales todo lo averiguado -de un modo u otro-
sobre las muertes. La cara de Alcolea sólo se alteró algo, para ensombrecerse, cuando
dedujo que el comisario iba a soltar una nueva avalancha de impertinencias
aprovechando la falta de interrupciones. Algo que, naturalmente, el ex–inspector no
estaba dispuesto a soportar:
-Gracias, comisario. Es suficiente. Es más que suficiente. Estudiaré sus
conclusiones con la atención que se merecen. Ahora, si no le importa, me retiro a mi
domicilio para meditar sobre este extraño asunto…

Mientras se levantaba del sillón para acercarse a la puerta, Alcolea intuyó con
un extraño latigazo en la columna vertebral que Molina Lobera no iba a darse por
vencido todavía. La sonrisa confiada, que le espetó a pesar del humo de tabaco con el
que lo había rociado a él y a su nuevo despacho, fue una señal inequívoca de que el
retorcido funcionario guardaba algún triunfo -o lo que él consideraba así- en la manga.
Su voz se clavó insoportablemente untuosa en los oídos del ex-inspector:
-¿Y ya tiene usted idea de quién puede ser el asesino?…
La respuesta de Alcolea llegó mientras giraba sobre sus talones para volverse
hacia el grueso comisario, que pareció empequeñecerse detrás del escritorio. Las
palabras escaparon por entre una bocanada de humo del cigarro que aún colgaba entre
los dientes del ex-inspector.
-Mire, Molina, en este momento estoy seguro de una sola cosa. Que ha podido
hacerlo cualquiera… Incluido usted mismo. Vigile esas plegaderas que tanto le gusta
tener en la mesa de sus despachos. Alguien podría robárselas y hacerlas aparecer en un
lugar poco oportuno. Quizás junto a una próxima víctima que, por desgracia, podría no
tardar mucho en llegar. Buenas noches.

26
En contra de lo que el ex–inspector esperaba la sonrisa -verdaderamente
mefítica- del comisario Molina no se quebró bajo el impacto de aquella frase aguda y
malévola. Era evidente que aparte de aquella despectiva pregunta había algo más que,
después de todo, iba a permitir a Ernesto Molina Lobera hacer triunfar, una vez más, su
bien acreditada mala baba. Lo que no esperaba Alcolea es que aquel algo viniera
avalado por un papel sellado con el membrete del Comandante en Jefe del Ejército del
Norte, tal y como se delataba en la hoja que Molina Lobera le enseñaba ahora, alzado en
triunfo desde su pequeño trono funcionarial.
-Por cierto, no sé si los caballeros que han requerido sus servicios en esta, er…,
investigación se lo han dicho, pero el general Moriones quiere que dos de sus hombres
estén presentes durante sus, er, … pesquisas. Se trata del capitán Montero, al que creo
ya conoce, y de un tal sargento mayor Grau, que, a decir verdad, no sé que pinta en todo
esto. Mírelo usted mismo.

Alcolea recogió la hoja de entre los dedos mantecosos y perfumados con un


gesto brusco. Después de leer entre dientes el contenido de la breve nota, mientras
echaba parte del humo de su nuevo habano a la cara del comisario Molina, decidió
recuperar el terreno aparentemente perdido:
-Claro. No dudé en mandármelos a mi domicilio. Supongo que el señor Lasala
ya le habrá informado de la dirección. Al fin y al cabo está en uno de sus edificios.
Creo que es el mismo que Cánovas quiere pedirle prestado para el próximo veraneo.

Las gotas de sudor que perlaron la engominada frente de Molina Lobera fueron
recibidas por Alcolea como un triunfo. Las balbuceantes palabras del comisario,
intentando demostrar que estaba al tanto de esas intimidades con el hombre más
poderoso de España, sólo merecieron un ligero papirotazo en el ala de la chistera color
tabaco por toda despedida.

Alcolea no tuvo demasiado tiempo para reírse de la cara de pasmo del comisario
Molina. Las ganas se le pasaron apenas se sentó en la mesa de las habitaciones que

27
Mandas le había destinado en un edificio de la calle Puerto. El contenido de las carpetas
era verdaderamente atroz. Las tres chicas habían sido tratadas de un modo salvaje por la
mano que había ejecutado los asesinatos.
Alguien, quizás alguno de los lechuginos que acompañaban a Molina como si
opositaran a convertirse en su sombra, había sacado fotografías de dos de ellas. Alcolea
se sintió conmovido. Las caras eran dulces y suaves a pesar de las atrocidades a las que
las habían sometido y el rigor mortis. A través de la imagen de la primera asesinada,
Alcolea se retrotrajo a la escena que debía haber tenido lugar entre las once y las doce
de la víspera de Todos los Santos. Se llamaba Magdalena Macazaga Urgoitia. Delgada y
de pómulos redondeados, con una larga melena que la foto permitía adivinar como de
color castaño claro y el informe del forense definía como “trigueño”. Tenía dieciocho
años recién cumplidos y alguien -o tal vez algunos- había decidido que aquella noche de
un otoño bastante gélido dejase de respirar. El cadáver presentaba numerosas señales de
violencia. Las muñecas y los tobillos -que habían sido desnudados de las medias y los
botines- presentaban señales de cuerdas apretadas fuertemente. Los brazos, las piernas,
los muslos, las palmas de la mano, la planta de los pies, los senos y otras zonas no
vitales presentaban cortes sistemáticos que, según el cirujano, revelaban un pulso muy
firme y una voluntad deliberada: la de matarla haciendo que se desangrase lentamente.
A Alcolea, usando el extraño don que le permitía observar la escena como si estuviera
ocurriendo de nuevo ante sus ojos, le parecieron, sin embargo, más las pinceladas de un
pintor que los tajos de un asesino.
El cirujano vacilaba ante la pregunta de si la muchacha había sido violada. El
examen de los órganos no revelaba fuerza alguna sobre ellos. Pero tampoco podía
decirse que no la hubiera habido. Al menos en un sentido moral. De hecho, era posible
que Magdalena fuera consciente del dolor que le causaron las incisiones pero no de nada
de lo que debió ocurrir un par de horas antes, cuando alguien -¿su asesino?, ¿o tal vez
otra persona?- había mantenido relaciones sexuales con ella dos veces consecutivas. En
esos momentos el efecto del láudano que habían encontrado en su sangre debía ser
todavía lo bastante fuerte como para que no sintiera apenas nada. Ni siquiera si un
desconocido la estaba forzando.

28
Las otras dos -Elena Echeverria y Bernarda Alza- habían sufrido un tratamiento
igual de singular y cruel. La primera había muerto la víspera de Navidad. La segunda
una semana después. Durante la Nochevieja del año 1875. La foto de Bernarda Alza,
también una joven delgada y de facciones delicadas, mostraba los mismos cortes, las
mismas magulladuras y moratones producidos por golpes casuales y por las ataduras en
torno a las muñecas y los tobillos.
Las imágenes sobre el papel desazonaron a Alcolea mientras las miraba con
cuidado una segunda vez. Había algo perverso en ellas. Era una sensación indefinible,
pero estaba allí, imposible de ignorar. Repasando los informes y las fotografías Alcolea
se dio cuenta de que lo que la producía eran algunos detalles accesorios que-
incomprensiblemente- Molina Lobera y sus esbirros no habían pasado por alto. Por
ejemplo las tres tenían una flor marchita entrelazada entre los dedos. Magdalena una
azucena, Bernarda una rosa y Elena, según el informe pericial, una siempreviva. Todas
ellas eran, lógicamente, flores de invernadero. Bajo las manos se descubría, siempre y
en los tres casos, una incisión profunda y feroz en la que se había depositado y
apelmazado tierra -sin que se supiese con qué fin-, tanto dentro como en los bordes del
corte.
Además las bocas sonreían con una mueca de satisfacción extraña que, según el
cirujano, había sido forzada un poco antes de la llegada del rigor mortis. Tampoco
faltaba junto a cada una de ellas una pequeña nota, garabateada con una letra bastante
pulcra pero del todo impersonal, en la que se leían palabras enigmáticas pero, sin
embargo, extrañamente familiares para Alcolea. En la de Magdalena sólo decía
“¡Tedio!”. En la de Bernarda se aludía a “Siete cuchillos”. La de Elena Echeverria
parecía -pero sólo lo parecía- algo más explícita en tanto que aludía a cierto “reinar por
el terror”. Algo completamente adecuado para definir aquella masacre que ahora él tenía
ante los ojos.
Todo, en conjunto, era sencillamente repugnante. Y bastaba para convencerle de
que Molina Lobera -como era de esperar- estaba a muchos kilómetros de haber resuelto
el caso, como se atrevía a sostener en su maldito informe de diez páginas agregado a las
fotografías y a los documentos periciales. Si de algo estaba seguro Alcolea es que

29
aquello no podía ser, ni remotamente, obra del jefe carlista “Ochavo”. Ni siquiera de
Manuel Santa Cruz, al que, según le había advertido Lasala en el trayecto Biarritz-
Hendaya, algunos creían vuelto del exilio para perpetrar aquellas monstruosidades. La
idea era sencillamente absurda. Tanto como la teoría del comisario Molina acerca de
que “Siete cuchillos” fuera el apodo de uno de los hombres de la partida de “Ochavo”
que había tenido el descaro de firmar esas atrocidades.
No. Imposible. Había algo detrás de todo lo que le había visto que le decía que
“Ochavo” y su canalla no tenían nada que ver en aquel asunto. Todo era demasiado…
retorcido. Enfermizo. Alcolea prendió un nuevo cigarro y meditó mientras atisbaba a
través del pequeño resquicio de la ventana libre de los sacos y las cajas de tierra con las
que se intentaba proteger aquel cuarto piso de las granadas disparadas desde las baterías
de asedio carlistas.
Su reloj de bolsillo marcó las once y media de la noche. Todo había quedado en
silencio gracias al toque de queda, que prohibía la apertura, incluso, de los burdeles que
habían florecido en la ciudad con la guerra. Arropado por él, Alcolea siguió
reflexionando sobre lo que había oído, visto y leído en las últimas cuatro horas,
intentando encajar piezas sueltas que, de momento, sólo tenían sentido por separado y
no conseguían formar una imagen única. No al menos una que tuviera sentido.
El revólver no estaba demasiado lejos del vaso en el que se había servido
brandy. Con un gesto instintivo echó la mano sobre él, agarrandolo entre el tambor y la
protección de latón del gatillo. Lo hizo incluso antes de oír el primer crujido en la
escalera. La sensación de peligro, como siempre, le había llegado mucho antes. Al
principio creyó que los carlistas de las baterías de Arratsain estaban preparando otro
bombardeo nocturno contra los que también le había advertido Fermín Lasala en el
trayecto de tren entre Biarritz y Hendaya. Después, mientras se situaba frente a la puerta
después de bajar la luz del quinqué, se dio cuenta de que sencillamente era alguien que
subía las escaleras con precaución e intentando no hacer ningún ruido. Eran los pasos de
hombres armados. De eso no había duda. Con rifles o, por lo menos, con carabinas.
Alcolea contuvo la respiración y se preparó para disparar en cuanto se acercasen
a la puerta. La situación le trajo recuerdos de viejas correrías. Cuando se había enrolado

30
en la policía del ferrocarril transcontinental en América. Dispararía, como entonces, en
cuanto abrieran la puerta. El primero caería. Seguro. Era el segundo el que le inquietaba
más. Solían emboscarse tras la jamba de la puerta y allí era muy difícil hacer puntería.
La voz al otro lado de la puerta, llamándole por su nombre, en un susurro, le sorprendió:
-¿Don Víctor Manuel?.

A decir verdad, era la primera vez que daba con asesinos tan educados. Decidió
corresponderles después de situarse en un ángulo muerto.
-Sí, pasen por favor. Está abierto.
El picaporte de latón giró con una lentitud exasperante y casi al mismo tiempo
en el que lo hizo el tambor del revólver de Alcolea, mientras el ex-inspector lo
amartillaba para disparar. No soltó la presión sobre el gatillo hasta que la cara
sorprendida del capitán Montero se hizo visible a la luz vacilante del quinqué con la
llama rebajada. Alcolea bajó la pistola disimuladamente y los recibió abriendo la espita
del quinqué al máximo para encender el cigarro que había apagado precipitadamente.
Dadas las circunstancias los dos militares le resultaron incluso simpáticos.
Especialmente el sargento Grau. Un joven de patillas abultadas y negras que todavía no
había debido pasar de los veinticinco. Tenía una mirada observadora y muy decidida
que gustó a Alcolea. El capitán Montero, tal y como había ocurrido a la mañana durante
el combate en Jaizquibel, seguía mostrándose indeciso y vacilante. Su mirada voló
perdida por la habitación, fijándose en el equipaje de Alcolea dispersado en un metódico
desorden. Se clavó finalmente en la mesa sobre la que estaban las fotografías y los
informes extendidos como una baraja abierta. Fue en ese estado casi hipnótico, sin mirar
a Alcolea a la cara, cuando decidió trasladarle la noticia que el ex-policía había temido
pero que, sin embargo, no esperaba oír tan pronto:
-Acaba de hacerlo… Otra vez…

El sargento Grau, con los brazos cruzados sobre el pecho, no se resistió a quedar
al margen de la conversación. Quizás molesto por los balbuceos de su superior.

31
-Que sepamos han sido dos muertes. Otras dos jovencitas… señor. A una la ha
dejado justo aquí mismo, en uno de los pretiles de la calle-puente. La otra está en el
jardín de la finca del señor Lasala, en las afueras.
Alcolea dio una larga calada al cigarro y se agarró con fuerza al quicio de la
mesa donde se había sentado. No tardó en sobreponerse a la especie de vahído que le
había proporcionado aquella nueva información, vaga, inconexa, pero que, unida a las
que ya tenía reunidas, acababa de cincelar dentro de su cabeza un nuevo rasgo del
rostro, todavía sin forma, que le habían encargado buscar.

32
Capítulo 3
-Ze demontre pasa da? (1).
El significado de las palabras en euskera inundó la mente del ex–inspector junto
con los recuerdos de su niñez en Pamplona, entre los primeros años de la década de los
treinta, cuando Fernando VII -como todos- vestía paletó y ajusticiaba a placer a los
enemigos de su poder absoluto -de verdadero zar de todas las Españas-, y los que
después verían el paso de la primera guerra para sentar en el trono a su hermano Carlos,
aún más reaccionario. Casi la misma que ahora, más de cuarenta años después, aún se
estaba ventilando tras una larga e inquieta tregua de otros treinta.
La señora Alcolea, quizás por su afición a las novelas de Walter Scott, así como
a las fábulas de Vicenta Moguel y a la poesía de Iztueta -compartida, por cierto, con su,
en otras ocasiones, prosaico marido-, había insistido en que el preceptor que se debía
hacer cargo de Víctor Manuel y de los otros cuatro vástagos supervivientes del
matrimonio Alcolea-Unzú, poseyera además del francés y el inglés -imprescindible para
una saga de comerciantes como la que aspiraba a constituir Joaquín Alcolea-, la lengua
ancestral que Eugenia Unzú consideraba, según expresión propia ampliamente repetida,
“tres romantique”. El ex–inspector se sintió infinitamente agradecido a esas aficiones
literarias de su madre, que ahora le permitían responder con soltura a la pregunta que
aquella mujer, convertida en testigo inoportuno, acababa de formular:
-Ez da ezer. Karlisten granadak, berriro. Zoaz loea, madam (2).

La vieja se retiró con horror de la ventana a la que se había asomado atraída por
el moderado tumulto que habían formado en la calle-puente el puñado de militares,
guardias civiles y policías que circundaban el cadáver degollado y abandonado sobre
uno de los pretiles. Mientras buscaba refugio contra el frío y la escena inhóspita, la
mujer se hizo cruces y maldijo el nombre de Carlos VII y toda la sangre que habían
vertido él y su cáfila de malhechores, a los que dedicó -entre otros epítetos pintorescos-
los de “deabruren gizotsoak” (3) y, por lo que sabía Alcolea, el peor de todos, el de
“borreruak” (4).
El cabo de los guardias civiles, un burgalés con muchos años de servicio en
Guipúzcoa, amoscado tal vez por aquel exceso de rencor contra un superior jerárquico -

34
y para él un rey, o un pretendiente a serlo, lo era, por mucho que se encontrase en el
lado equivocado-, se sintió obligado a decir algo a fin de dejar bien sentado el principio
de autoridad. En abstracto, como lo recogían las Ordenanzas del Cuerpo. Sin distinguir
la emanada del rey legitimo de la del que mandaba a los rebeldes. Su voz se elevó en
medio del frío glacial de aquel 8 de enero de 1876 con una nota estridente, desagradable
y conminatoria:
-Ixil egon zaitez, andrea, edo bestela Epaitegian ikusiko gera!!.(5)

Alcolea, mientras se ponía a la altura del cabo, se sintió satisfecho -quizás por
primera vez en su vida- de poder utilizar el vago pero arrollador poder que le habían
concedido en aquel caso para aplastar aquella arrogancia tan propia del Benemérito
Instituto. Una que, por cierto, jamás había podido soportar.
-Kaporala jauna, Epaitegian, mementoz, zuk eta zure goardiak egon behar
duzue soilik, edo hobeto, frontean…Hemen deus egiten ari zarete.(6)
El guardia tanteó durante unos instantes la posibilidad de engallarse también
con aquel desconocido recién llegado. Después, otra vez el principio de autoridad, y la
sumisión a las jerarquías en la que le habían adiestrado con el Catecismo del Cuerpo, le
obligaron a tragarse la furia y el ruido que bullían dentro de la espesa cabeza que
guarecía debajo de su ajado bicornio, mal protegido por la funda de hule reglamentaria.
Ni siquiera la risa cloqueante de la vieja, que se deslizó como un rayo de Zeus por entre
las contraventanas cerradas a medias, consiguió sacarlo de su estado servil. A pesar de
que sus mostachos entrecanos parecían a punto de arder como estopa seca en medio de
la cara enrojecida por el frío y la vergüenza.
Mientras el cabo se retiraba con un “Bai, inspektore jauna”(7) apenas susurrado,
Alcolea se sirvió del todavía vacilante capitán Montero para conseguir que también
desalojasen la escena los soldados que un receloso teniente había reunido allí, creyendo,
por inercia, que sus servicios eran necesarios ya que había un cadáver -por lo menos- de
por medio.
Lo que siguió a la forzosa retirada de los guardias civiles y de los soldados fue
muy desagradable para Alcolea. A pesar del frío y de que la chica no podía llevar

35
muerta más de una hora, el ex–inspector creyó sentir el ácido aroma de los comienzos
de la descomposición. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para conseguir ocultar
esas poderosas sugestiones tras una nube de humo, exhalada en pacientes pero continuas
bocanadas de su cigarro.
Otra vez estaba todo allí. Como en los informes y las fotografías. Pero ahora era
real, no algo descrito en un simple papel, y, por tanto, resultaba doblemente
nauseabundo: la flor -una rosa blanca- sujeta entre los dedos cerúleos y apelmazada con
tierra dentro de un corte profundo en el tórax. Las otras heridas sobre la carne desnuda y
amoratada por el frío y la muerte. Las señales de las ligaduras. La sonrisa forzada en el
momento del rigor mortis y también una nota que le alcanzó uno de los celadores
municipales que, bajo sus instrucciones, fueron reconociendo el cadáver para ayudar al
ex-inspector a encontrar el eslabón que condujese al demonio encadenado al otro
extremo de aquel crimen. En principio era como las demás. El papel de color hueso,
vulgar y barato, tenía escrita sobre él, con aquella misma letra impersonal, otra frase que
sonaba, vagamente, a alguna clase de poesía -¿o se trataba de una extraña liturgia
pagana?- que Alcolea no terminaba de situar entre los recuerdos de sus cuarenta y
cuatro años de vida: “grandes cubos con sangre y llanto de muertos”. Era algo que, en
cualquier caso, sólo contribuyo a aumentar la repugnancia del antiguo policía por aquel
asunto que, además, desde ese mismo instante, comenzó a convertirse, en contra de sus
arraigadas costumbres, en algo personal.
No había ninguna duda a ese respecto. Allí, bajo el fragmento de lo que parecía
poesía, aparecía una inquietante novedad. Eran unas pocas líneas más. Pero hicieron que
Alcolea sintiera, de un modo algo más que metafórico, que su corazón se detenía al
saber que el monstruo que había despedazado a las cinco muchachas se dirigía a él de
un modo casi familiar. Como si fueran viejos amigos. El tono era poco tranquilizador y
cordial. El ex-inspector, después de la primera sorpresa, leyó y releyó la nota. Echada
por la borda la retórica a la que parecía ser tan aficionado el autor de los crímenes, todo
se reducía a que le invitaba a encontrarse con él más o menos en tierra de nadie, en las
lomas que caían a pico sobre el mar entre las baterías carlistas de Mendizorrotz, bajo el
camino que conducía a Orio, y las últimas posiciones liberales que defendían el barrio

36
de Igueldo. La cita se fijaba para dentro de una semana, el día 15 de enero. Alcolea,
todavía aturdido, deslizó la nota en el bolsillo de su abrigo en el momento en el que se
aproximaba a él el comisario Molina acompañado, cosa extraña, por sólo uno de sus
esbirros. El ex-inspector pasó junto a él sin detenerse siquiera. Tampoco le saludó. Todo
lo que le dijo se redujo a una frase lacónica.
-Tranquilícese, Molina. No hemos encontrado ninguna de sus plegaderas junto al
cuerpo.
El capitán Montero y el sargento Grau apenas pudieron disimular una extraña
sonrisa de complicidad mientras seguían los pasos de Alcolea y dejaban atrás a Ernesto
Molina Lobera, preso de una desazón que, todavía vagamente, buscaba alguna clase de
venganza por aquella nueva afrenta de su antiguo subordinado, devenido por las
circunstancias en una especie de mando supremo contra el que, de momento, nada
podía. El silencio que guardaron los dos militares, tanto por lo que se refería a saludar al
comisario, como con respecto a la nota, confortó a Alcolea. Casi tanto como el peso del
revólver que ahora, mecido en su cartuchera, junto al mismo bolsillo en que guardaba
aquel pedazo de papel que parecía quemar, sentía más necesario que nunca.

Los siete días que siguieron a aquella noche inquietante fueron también
inquietantes. Alcolea durmió poco y vagó mucho encerrado dentro de la ciudad,
sintiéndose un naufrago, un extraño extranjero, abandonado entre los bombardeos
carlistas, ocasionales pero muy puntuales, y aquellas masas de hombres de guerrera azul
que marchaban hacia el frente o volvían de él en compactas formaciones, desplazándose
pesadamente bajo sus equipos y armas, pasando y repasando con las suelas de sus botas
claveteadas las calles húmedas, embarradas y, en ocasiones, cubiertas de una viscosa
capa de hielo o nieve convertida pronto en un helado limo de color grisáceo.
Fueron inquietantes muchas de las noticias que llegaron hasta él mientras
buscaba la clave que le permitiera descubrir al asesino antes de ponerse a su merced el
día 15 de enero. Lo era, desde luego, la de la cólera -casi irrefrenable- que Mandas
sentía al saber que habían encontrado bajo el otro cadáver, el que el asesino abandonó
en su jardín, un mensaje muy parecido al que Alcolea repasaba todos los días,

37
aguardando a que llegase el 15 de enero. En él se decía a Lasala que las cuentas y el
balance de los hechos se ajustarían pronto, muy pronto, y, cómo no, se citaba otro
fragmento de aquella extraña poesía que tanto parecía gustar al monstruo: “Acuérdate
que el tiempo es jugador ávido que sin trampas gana siempre, así es la ley”.
El asesino decía también que no podía olvidar que era él, Lasala, quien había
puesto tras sus pasos a aquel nuevo sabueso de largos y espesos bigotes. Aunque el ex–
diputado no le dijo nada directamente, Alcolea fue enterado, de modo más o menos
oficioso, de que debía hacer algo y hacerlo pronto. No sólo para poner a salvo la
reputación de Fermín Lasala o su propia vida sino para evitar que todo aquel siniestro
tinglado, cada vez más difícil de ocultar, quedase expuesto a la vista del público en
general y del público carlista en particular.
Alcolea compartía, desde luego, la opinión del futuro duque, pero hacer “algo”
al respecto era más fácil de decir que de poner en práctica. No había un camino claro a
seguir, excepto, naturalmente, el que conducía a la tierra de nadie entre Igueldo y
Mendizorrotz. A eso había que añadir que el comisario Molina Lobera, acechaba todos
sus pasos, relamiéndose, como un ratón monstruoso impaciente por devorar su cadáver -
real o metafórico-, detrás de cada esquina, de cada conversación, de cada mirada
inquisitiva y de soslayo que el ex–inspector recibía cuando intentaba indagar “algo”
acerca de aquellos asesinatos que oficialmente jamás habían ocurrido.
Inquietante había sido también la actitud del capitán Montero. El ex-inspector lo
llevaba pegado a sus talones como una sombra, como una esfinge muda y enigmática
detrás de unos ojos huidizos y casi siempre perplejos, pero no había hecho nada -en
absoluto- por ayudarle a esclarecer lo que había ocurrido, lo que quizás ya estaba
ocurriendo y lo que más que probablemente iba a ocurrir.
Tampoco había tranquilizado mucho a Alcolea descubrir que la mujer con la que
había empezado a acostarse inesperada y discretamente estaba casada, que aún así le
resultaba imposible renunciar a ella a causa de un sentimiento intenso pero al que le
costaba dar nombre -sobre todo por los recuerdos dolorosos que despertaba en él- y que
ella -o al menos la misteriosa amiga que les había cedido la casa en la que habían tenido
sus secretos y cálidos escarceos- cultivaba toda clase de plantas y flores en un

38
invernadero. Algo sobre lo que Alcolea, abrumado otra vez por aquel sentimiento que se
había apoderado de él a pesar de no querer darle nombre, no se había atrevido todavía a
hacer averiguaciones. De ninguna clase.
También era inquietante para el ex–policía la supervisión del trabajo que había
encargado a uno de los herreros de la ciudad, y que, irremisiblemente, debía entregarle
para la noche del día 14. Cada vez que pasaba por la fragua para interesarse por el
encargo, salía de allí con frío en la médula y en el estomago. Un frío que no tenía nada
que ver con el que seguía apoderado de la ciudad -hasta dejar heladas las fuentes de la
ciudad y las márgenes del Urumea- y al que, naturalmente, no podía combatir ni
siquiera el sofocante calor que salía de las forjas.
Las noticias buenas eran escasas y, además, llegaron tarde. El día 14, a la
mañana, el sargento Grau -que había adoptado justo la actitud contraria a la del capitán
Montero- le había traído una primera pista que era algo más que una mera y vaga
sospecha. Se trataba de dos nombres que el suboficial había sonsacado discretamente a
dos soldados del regimiento de Infantería de Marina. Tal y como le había dicho Grau -
que, en contra de lo que opinaba Molina Lobera, pintaba mucho en todo aquello, en
primer lugar por haber sido policía durante la República y en segundo por su
perspicacia- eran sólo los clásicos rumores de guarnición, pero detrás de ello podía
haber algo verdaderamente sólido. Precisamente aquello que Mandas le exigía encontrar
de manera tan perentoria. Eran dos nombres, Lorenz Von Molitor y Mehmet Al
Musafir. El primero correspondía a un cirujano alemán que había recalado en la ciudad
después de haber huido por media Europa y otra media América con la policía prusiana
pisándole los talones después de la fallida revolución de 1848. El segundo era el de un
inseparable criado árabe que seguía a herr Von Molitor a todas partes y, especialmente,
a las operaciones que, unas veces gratuitamente y otras cobrando precios desorbitados -
todo dependía del rango del herido-, realizaba incluso en el mismo frente. Con una
destreza y un gesto absorto que ni siquiera el fuego enemigo podía quebrantar. Parecía,
de hecho, disfrutar de una extraña manera con cada incisión de su lanceta en cada nuevo
horror que la guerra conducía a la mesa de operaciones.

39
La segunda pista de algún valor superior al de la mera sospecha había llegado
hasta Alcolea esa misma tarde. Parecía ser casi tan sólida como la de Grau, pero
tampoco alivió mucho las incertidumbres que padecía el ex-inspector. Sólo para
empezar la fuente de la que procedía era un capellán del Ejército bastante estrafalario.
Alcolea ya sabía de oídas de él. Vestía siempre con una extraña mezcla de prendas
militares y civiles, y estaba empeñado en seguir a las tropas más por capricho que por
necesidad. ya que la mayor parte de éstas, después de seis años de revolución, eran, en
el mejor de los casos, agnósticas. Además bebía demasiado, como lo demostraron, una
vez más, las maneras con las que se le acercó aquella tarde del día 14.
Todo ocurrió de forma bastante accidentada, incluso sorpresiva. Alcolea,
después de averiguar que Lorenz Von Molitor y su criado andaban, al parecer, por el
frente de Hernani, estaba sentado en una de las mesas del Café Imperial jugando a póker
con Montero y uno de sus amigos, el capitán Luis Oría.
Oría era un militar dicharachero y simpático, especialmente con la camarera
pelirroja y de grandes ojos azules, que no parecía en absoluto ser indiferente a la buena
planta y el cabello espeso, ondulado y rubio que el oficial lucía en las patillas, en el
bigote y en un bien cuidado tupe. Alcolea era incapaz de comprender cómo aquel
hombre jovial y expansivo podía ser amigo del gris, ralo y apocado Basilio Montero.
Fue entonces cuando el cura se le acercó, mientras intentaba resolver por enésima vez
aquel otro misterio.
El pater, sólo medianamente borracho, le echó una mirada vacilante y recelosa,
como si quisiera comprobar que, en efecto, el ex-inspector se había quedado solo.
Alcolea también se dio cuenta de que el sacerdote se había decidido a dirigirse a él
únicamente cuando los dos capitanes dejaron la partida de manera bastante precipitada
para ir a separar a dos sargentos que, azuzados por el coñac que habían trasegado en la
barra del café, acababan de echar mano primero de sus puños y después de los
revólveres Lefacheux. Éstos, al salir de sus cartucheras, habían servido de señal al
capitán Oría para levantarse y arrastrar con otra de sus francas sonrisas a Basilio
Montero -como siempre renuente- a la misión de, como dijo Oría con uno de sus

40
estallidos joviales, “evitar que los hombres se matasen entre ellos antes de poder
llevarlos a ese menester al frente, como mandaban las Ordenanzas”.
Las alusiones del cura fueron bastante oscuras, incluso erráticas, y podían
pasar, muy bien, tan sólo por fantasías de borracho. Sin embargo el instinto de Alcolea
le avisó de que el sacerdote podía estar llevándole tras de una pista fiable. El cura decía
que sabía lo que estaba pasando y que la clave de todo estaba en el santoral de los días
en los que había actuado el asesino y, lo que era más importante, en los que iba a volver
a actuar. Después el ex-inspector no consiguió sacarle nada más. El sacerdote se retiró
precipitadamente, tal como había llegado, cuando vio volver de la calle a los dos
capitanes, que regresaban al tapete después de parar en seco el tiroteo entre los
sargentos. En apariencia sólo quería tomar otro coñac, que exigió con un aullido
informe al dueño del café. Para Alcolea estaba claro que el hombre huía de algo. Real o
imaginado. Tan real o imaginado como podían serlo las advertencias finales que le hizo
acerca de que tuviera mucho cuidado con los que le iban a guardar las espaldas el día
15, cuando saliera de la ciudad.

Eso fue algo en lo que el ex-inspector no podía dejar de pensar a la mañana


siguiente, mientras avanzaba a lomos de caballo por las escarpaduras a la sombra de
Mendizorrotz. Cuando sonó el disparo que le alcanzó y lo derribó de la montura se
preguntó, todavía confuso por el impacto brutal en la mitad de su cuerpo, si en efecto el
tiro había llegado desde el frente, desde las líneas carlistas, o por la espalda. Tuvo
tiempo de meditar sobre ello en un estado de seminconsciencia mientras oía los pasos
de botas que se acercaban crujiendo sobre la nieve, detrás de la barda de piedra junto a
la que había caído. Al intentar sacar fuerzas de algún sitio para echar mano a su revólver
le pareció que el asesino canturreaba un himno religioso. Aunque tal vez tan sólo era
alguno de aquellos extraños poemas con los que firmaba sus obras atroces

41
Capítulo 4
Alcolea encontró sorprendente la presencia de las bandas de música recorriendo
las calles de la ciudad. Lo había visto en América, también durante la guerra. Pero allí
era distinto. Sólo sonaba cuando las tropas salían rumbo al frente, desfilando en
hermosas y disciplinadas líneas que, en cuestión de horas, o, a lo sumo, de días, se
convertirían en algo muy distinto a aquellas refulgentes hileras de hebillas, distintivos
regimentales y botones de latón sobre los quepis y las guerreras de un impoluto color
azul. Cuando el barro, la sangre y las balas y la metralla de los rebeldes hacían su
verdaderamente sucio trabajo.
También las había visto sonar, estruendosamente, en las calles de Nueva York
por encima de Five Points cuando llegó la noticia de la rendición del general Lee en
aquel pueblecillo de nombre impronunciable.
Pero lo que ahora veía era completamente distinto. No comprendía cómo podía
hacerse sonar una música tan alegre dentro de aquel estrecho y asediado recinto sólo
para celebrar la fiesta del patrón de la ciudad. Aquel joven legionario romano llamado
Sebastián, al que se atribuían milagrosos poderes para sanar la peste.
El ex–inspector hizo un verdadero esfuerzo para compartir la alegría de aquellos
hombres y mujeres que, pese a las penurias, a las noticias de parientes, amigos o
vecinos muertos en el frente o alcanzados -a veces de la manera más inopinada- por una
granada carlista, celebraban los acordes bien acompasados de las bandas de música de
los voluntarios o de la de alguno de los regimientos acantonados tras aquella inmensa
línea de trincheras en la que se había convertido la ciudad.
Una tarea inútil, ya que incluso fue incapaz de sentir simpatía por ese valor a
toda prueba. Con algo de indulgencia se disculpó a sí mismo por aquella falta mientras
cebaba un cigarro, sintiendo el aroma acre del habano revoloteando entre las hebras de
aire helado de aquel invierno particularmente cruel que había decidido acompañar al
que sería el último año de aquella guerra también cruel. Todo estaba resultando
demasiado difícil. Tanto como para impedirle siquiera simular que compartía las
expansiones de aquella gente a la que, aunque no fuera por otra razón, era preciso
admirar por ese temple con el que disimulaban el miedo y el desaliento que, de seguro,
se habían hecho un cómodo hueco entre ellos desde hacía casi un año.

43
Alcolea repasó, una vez más, la maraña de dificultades que, como un asedio
dentro de otro, lo cercaba. Era cierto que el día quince había logrado escapar en las
alturas de Igueldo a aquella maldita bala que, como solía decirse, llevaba su nombre
escrito. La coraza de flejes de acero y relleno de corambre que había encargado fabricar
a partir de unas ilustraciones aparecidas en una revista profesional -firmadas por unos
desconocidos inspectores Eastwood y Leone, de la Policía de Chicago-, había cumplido
perfectamente con su misión, oculta bajo la camisa y el chaleco. El impacto del
proyectil, disparado a todas luces por un rifle de caza mayor -probablemente algo
parecido a un Sharp-, le había alcanzado a quinientos metros y tan sólo consiguió
abollar el metal, dejándole únicamente una pequeña contusión en el centro del pecho
que, además, no había tardado en desaparecer y apenas le molestaba ya.
Sin embargo el asesino había logrado escapar. Alcolea sólo había visto su rostro.
O más exactamente la máscara con la que lo ocultaba. Había algo grotesco en ella, a
pesar de que los elementos que la formaban eran todos ellos muy comunes -demasiado
como para ofrecer alguna pista-... unas gafas ahumadas montadas sobre un armazón de
cuero, como las que se utilizaban para proteger los ojos del resplandor de la nieve y de
los vientos extremos, una bufada de fieltro de color negro que cubría la boca hasta
juntarse con los anteojos y un sombrero de ala ancha y copa redonda como el que solían
usar muchos civiles e incluso sacerdotes a tono con el Siglo que iban arrinconando la
comprometida y reaccionaria teja en detrimento de aquella prenda más seglar que
religiosa. Por debajo de esa superficie el antiguo policía había percibido la malignidad,
verdaderamente irresponsable, que irradiaba el que se ocultaba detrás de esa máscara
que, precisamente, escondía lo que él debía buscar. Alcolea le había oído reírse al
menos en dos ocasiones mientras se acercaba entre jadeos que el ex–inspector no sabía
aún si atribuir, en exclusiva, al esfuerzo de haber corrido por una ladera nevada para
llegar hasta el muro detrás del que él había caído.
El antiguo policía se estremeció al recordar lo cerca que había estado de capturar
a aquella alimaña.
El lazo que tan cuidadosamente había preparado se había cerrado sobre el
asesino, que, tal y como esperaba el ex-inspector, había salido de su escondrijo para

44
rematar su obra a cuchilladas después de dispararle deliberadamente al pecho y no a la
cabeza. Sin embargo, justo en el momento en el que el monstruo se inclinaba sobre él,
con el rifle aún humeante colgado culata arriba en su espalda y con un cuchillo de caza
en la mano derecha, un ataque absolutamente inoportuno, lanzado desde la izquierda de
las posiciones liberales sobre la batería carlista más próxima a las líneas de defensa de
Igueldo, había espantado a aquel gigantesco cuervo.
Alcolea, todavía tirado sobre la nieve y con su revólver ya empuñado para
disparar a quemarropa sobre el asesino, se había sorprendido al pensar de un modo algo
incongruente en la habilidad de los contrabandistas de armas ingleses que proveían a las
agonizantes filas del pretendiente carlista. Por el ruido y la velocidad con la que caían
los soldados liberales estaba claro que incluso les habían conseguido una ametralladora
-al menos una- con la que defender el flanco de sus baterías de los ataques de la
infantería “negra”.
Había sido precisamente el tableteo de la Gatling lo que espantó al hasta
entonces ensimismado asesino. Cuando la primera ráfaga había barrido el frente de la
columna liberal, se había sobresaltado. Fuera quien fuese el que se escondía detrás de
aquella tosca máscara, Alcolea tuvo que reconocer que se trataba de alguien ágil y de
rápidos reflejos. Había salido de su estado absorto inmediatamente después de oír los
disparos concatenados y el estampido de los rifles punteando el aire helado sobre el que
resonaban los ecos metálicos de las cornetas de órdenes. No le había costado demasiado
-apenas un pestañeo- decidir que aquel no era el mejor momento para ajustar cuentas
con el ex-inspector.
Sin duda se trataba también de alguien verdaderamente previsor. Todo un
estratega. Lo suficiente como para haber cubierto su retirada frente a cualquier
eventualidad.
Alcolea le había visto huir decididamente en dirección contraria al punto en el
que, por la situación de las posiciones de los carlistas y los liberales, se podrían esperar
toda clase de problemas y complicaciones. En la costa cerca de los acantilados le
esperaba algún medio de transporte -¿un caballo rápido?, ¿un pequeño bote?- que le
permitiría ponerse a salvo. Tanto del antiguo policía como de los combates. El ex-

45
inspector se maldijo por no haber previsto aquella circunstancia mientras contemplaba
la carrera del asesino agazapado en paralelo a la cerca.
Era apenas una mancha negra que a duras penas se distinguía contra el gris de la
piedra, salvo por sus movimientos frenéticos.
Alcolea había intentado alcanzarle con varios tiros de su Colt Navy calibre 36,
pero sus disparos sólo lograron atraer la indeseada atención de los artilleros carlistas
sobre él, obligándole a esconderse tras el muro de piedras sueltas después de dirigir
contra el ex-inspector dos deshilvanadas ráfagas de la ametralladora Gatling al
confundirlo con un combatiente más.
Lo único que había quedado claro después de aquello era que las piernas del
maníaco eran más fiables que la puntería del sargento mayor Grau, al que Alcolea había
apostado con uno de sus rifles de precisión a un centenar de metros del punto en el que
se debía verificar el encuentro con el asesino. Ni uno sólo de los cinco disparos que
consiguió hacer dio en el blanco. Tres impactaron sobre la valla y dos se perdieron en el
vacío, pasando muy cerca del asesino fugitivo.

Era así, por una serie de casualidades tan simples, por lo que el caso volvía a
estar estancado, a pesar de los riesgos que el antiguo policía no había tenido
impedimento en afrontar desplazándose hasta la tierra de nadie aquel quince de
diciembre.
Cuando regresaba a la ciudad, una vez que el inesperado tiroteo entre los
artilleros carlistas y las diezmadas filas liberales había alcanzado cierto punto de
estabilidad -justo aquel en el que los preocupados oficiales que mandaban a éstas habían
visto que eran demasiados hombres muertos para tomar una sola batería-, su cabeza
bullía con ideas que en ese momento parecían certezas.
Alcolea estaba casi seguro -por la envergadura, por las ropas, por la actitud...-
que quien había disparado contra él después de darle cita en aquel lugar, era el mismo
sacerdote dipsómano que le había advertido la víspera sobre su más que posible muerte
en las alturas de Mendizorrotz y acerca de una supuesta relación entre los asesinatos y el
santoral que revelaría los próximos pasos de la presa que perseguía. Aquel clérigo

46
extravagante sabia demasiado. Mucho más de lo que hubiera precisado para pasar por
inocente. Para cuando había llegado a las avanzadas del barrio del Antiguo, Alcolea
había decidido ya que el comisario Molina Lobera y sus hombres se ganasen su sueldo
buscando y deteniendo al pater como más que presunto asesino de las cinco chicas y
homicida en grado de tentativa de un maduro y contusionado ex–inspector.
Alcolea no sabía qué le había herido más cuando descubrió que se había
equivocado de medio a medio. Aquella pequeña pero desagradable revelación se le
había manifestado en toda su deprimente plenitud de forma bastante cruel ya que,
inmediatamente después de haber tomado aquella decisión de un modo casi entusiasta,
él y el sargento Grau, que no paraba de acariciar su patilla derecha sumido en una
absorta meditación, habían descubierto una cierta muchedumbre reunida en torno al
foso que defendía el torreón del Antiguo. Dentro de ella sus ojos destacaron
rápidamente al capitán Montero, gris y abúlico como de costumbre, o incluso más aún
al estar en compañía de un, como siempre, radiante capitán Oría. No demasiado lejos de
ellos estaban observando el interior del foso los dos esbirros del comisario Molina y
varios celadores municipales que trataban de ponerse de acuerdo acerca del modo en el
que podían sacar de aquella honda trinchera un cuerpo estrellado contra su fondo. Una
tarea en absoluto sencilla teniendo en cuenta que el encargado de dirigir la operación era
un infatuado Ernesto Molina Lobera que, con el pecho abombado y la inestimable ayuda
de su pretencioso bastón con empuñadura de ámbar, indicaba a sus dos fieles sicarios el
mejor modo de lanzar las cuerdas para levantar el cadáver degollado del sacerdote.
Cinco días después Alcolea aún no había podido olvidar la sonrisa
estúpidamente satisfecha con la que el craso comisario se había dirigido a él y las
palabras con las que había saludado su llegada: “ya ve, Víctor Manuel, otro muerto. Y
este no trae ninguna nota”.
Grau había impedido lo peor al entrometerse entre él y Molina Lobera cuando le
había visto desmontar precipitadamente. El choque físico no había llegado a darse
gracias al buen criterio del sargento mayor, que había simulado agarrar a Alcolea para
evitar que resbalase con una placa de hielo cercana al foso, pero eso no había impedido
que el antiguo inspector se desfogase verbalmente con Ernesto Molina.

47
Lo había hecho en voz muy baja, casi en un susurro, acercándose al obeso rostro
del comisario hasta que apenas hubo distancia entre los dos. Alcolea no se había
reservado nada y había hecho una vez más uso de la vaga pero terrible autoridad que le
habían conferido, entre otros jefes liberales, el marqués de Rocaverde y, sobre todo,
Fermín Lasala y Collado. Así, tal y como pudo oír un sargento Grau que apenas
consiguió sofocar una carcajada, había recordado a Molina Lobera que la cuestión de las
notas, como él la llamaba, era un asunto enteramente secreto que no debía airearse en
público al menos de momento.
Tampoco se ahorró recordarle que él estaba al frente de esa investigación, le
gustase o no, y que, sólo para empezar, debía dirigirse a él con el respeto debido, lo cual
excluía muestras de confianza tales como aquel “ya ve, Víctor Manuel” por demás
inoportuno, además de entregarle por la vía más rápida y discreta posible un informe
completo sobre la muerte del sacerdote y su aparición con el cuello seccionado en el
interior de aquel foso. Unos hechos que quizás, aunque él no fuera capaz de percibirlo
por falta de los medios intelectuales precisos, podían tener mucho que aclarar sobre los
otros cinco asesinatos. Especialmente si él y sus dos incalificables adláteres no destruían
las pocas huellas que hubieran podido sobrevivir a sus torpes evoluciones.
Aquella desolada situación producida por la muerte del principal sospechoso,
no había hecho sino agravarse en los días sucesivos. Así, a pesar de todo, de la prisa por
evitar otro asesinato y de la creciente impaciencia de quienes le habían contratado para
resolver aquel problema del modo más discreto y rápido posible -incluyendo por
supuesto al más que temible Fermín Lasala, brazo derecho del no menos ominoso
Canovas del Castillo-, Víctor Manuel Alcolea Unzú debía reconocer que casi dos
semanas después de que tomase entre sus manos aquel caso que nadie parecía capaz de
resolver no tenía una idea, ni siquiera remota, de cuál podía ser la solución a aquel
enigma macabro que se complicaba más y más.
Mientras pasaba y repasaba las calles llenas de animación y música, derivando
sin rumbo fijo, dejándose arrastrar por el humo azulado de su cigarro, recapituló una vez
más el estado de sus conocimientos. Después de juzgar su propia capacidad como

48
policía con dureza, se concedió que al menos no podía considerarse culpable de no
haber observado con atención todos los indicios que habían llegado hasta sus manos.
Estaban las fotografías y los informes sobre las tres primeras asesinadas. ¿Había
en ellas algo que pudiera contener la clave de sus muertes?. Sin duda. A pesar de la
inevitable torpeza del comisario Molina Lobera al instruir los tres primeros casos,
Alcolea no dudaba ni por un instante que el asesino, el hombre que se ocultaba tras la
máscara entrevista en Mendizorrotz, había querido revelarse por medio de una clave, de
un acertijo siniestro escrito en aquella carne joven, inocente e indefensa. Las flores y la
forma en la que disponía sobre los cuerpos, las rimas, canciones, extractos de himnos
religiosos o lo que quiera que fuesen aquellas frases que aparecían escritas junto a los
cadáveres, eran mensajes cifrados con los que el monstruo “hablaba”, tratando de decir
algo a alguien.
Sin embargo Alcolea tuvo que reconocer que era incapaz de sacar alguna
deducción de esa observación de los hechos atenta y verdaderamente profesional.
Seguía, por ejemplo, sin tener forma de saber cómo había conseguido producir el
maníaco la sonrisa momificada que se veía en las caras lívidas de las cinco asesinadas.
¿Era sólo fruto del rigor mortis o había sido producido tras la inyección de alguna
sustancia alcaloide, aparte del laúdano, que había rigidificado aún más los músculos de
la cara?. La ciencia de los forenses, mucho menos la del comisario Molina Lobera y sus
hombres, no daba para sacar nada en claro de ese punto. Por lo tanto el ex–inspector
seguía sin saber si se enfrentaba a alguien con conocimientos más que rudimentarios de
Química o, por el contrario, sólo debía buscar a una mente enferma asistida por unas
manos habilidosas.
Tampoco había podido deducir nada de los cortes sistemáticos sobre los cuerpos,
en especial de las incisiones en el tórax dónde el asesino había plantado las flores -sí,
eso sí era evidente, el deseo de plantar, de arraigar las flores- en el cadáver de sus cinco
víctimas. Desde el principio había tenido la vaga impresión de que eran sistemáticos y
habían sido realizados con la intención de parecer, a su escalofriante manera, artísticos.
Considerado todo en conjunto lo único que sabía con certeza era que las cinco
chicas estaban muertas y que eran muchachas de dieciocho años, vírgenes y

49
pertenecientes a familias de campesinos distinguidos por una fe religiosa dura y firme
como roca. Tanto que, según había averiguado, las partidas de carlistas, incluso la de
“Ochavo”, no se atrevían a molestar a sus caseríos situados en la tierra de nadie, más
allá de las líneas defensivas de los liberales, considerándolos fieles prosélitos que
resistían heroicamente los cantos envenenados de la repulsiva Babilonia liberal ante sus
mismas puertas.
Más allá de lo que era evidente, incluso para alguien tan obtuso como el
comisario Molina Lobera, Alcolea sólo contemplaba un árido y silencioso vacío que
coincidía con la mente del asesino que había visto, siquiera enmascarado, en las
estribaciones de Mendizorrotz cinco días atrás. Siendo sincero consigo mismo, y
descartado el sacerdote alcohólico, devenido en más que probable sexta víctima, no
sabía ni quién ni por qué había cometido aquellos asesinatos. La observación, en
definitiva, a pesar de ser atenta, no había producido ninguna deducción.
Todos los sospechosos que había reunido una y otra vez en su pensamiento
desde hacía cinco días, continuaban siendo estatuas mudas.
Lorenz Von Molitor había resultado ser un simpático vejete con un singular
parecido con el hermano Jonathan y el Tío Sam que Alcolea había visto pintados tantas
veces en las revistas y periódicos yankees. Republicano hasta la médula -no había nada
que odiase más que a un príncipe Hohenzollern salvo otro príncipe Hohenzollern-, no
vaciló en responder todas las preguntas con las que Alcolea le sondeó discretamente. De
ahí el ex-policía sólo sacó en conclusión que no había en él nada que permitiera
sospechar que era capaz de utilizar unos conocimientos enciclopédicos de cirugía para
otros fines salvo el de enriquecerse o ejercer esa filantropía masónica de la que había
hablado durante horas al ex-inspector sin que éste pudiera convencer al prusiano de que,
pese a todo, él, Víctor Manuel Alcolea Unzú, no era uno más de los numerosos hijos de
la Viuda.
Sin embargo el ex-inspector sabía, incluso por amarga experiencia propia, que
todo se podía simular. Tanto aquella bonhomía como las maneras pausadas, algo
artítricas, de las que había hecho gala -¿quizás exageradamente?- aquel idealista doctor
prusiano que desde 1848 se había dedicado a recorrer el mapa de Europa y América con

50
la sombra de la Policía de los Hohenzollern pegada a sus talones y aún así era capaz de
sonreír como si el mundo que le rodeaba tuviera, en efecto, algo por lo que mereciera la
pena derrochar aquel gesto con la generosidad con la que él lo hacía.
Otro tanto podía decirse de sidi Mehmet Al Musafir, al que erróneamente habían
tomado, tanto él como Grau y los soldados que les habían informado, por el criado del
prusiano. En realidad era más un amigo, un socio comercial del cirujano, o un
“honorable colega del País del Islam”. Como insistía en precisar herr Von Molitor en
cuanto se le daba oportunidad de soltar aquella alabanza pomposa con una de sus
sonrisas burlonas.
Alcolea no había tardado en deducir, más por sus silencios que por sus palabras,
que se trataba de un sufí. Eso, en cierto modo, por lo poco que él había logrado aprender
en sus vagabundeos por Marruecos durante 1861, una vez que se licenció del ejército
expedicionario enviado a conquistar El Majzen, significaba que el hombre era un
místico. Casi una especie de ermitaño aunque mucho más cosmopolita y educado,
iniciado en saberes esotéricos que lo situaban más allá de las reacciones normales en
otros seres humanos. Tanto musulmanes como de cualquier otra religión. Los pocos
fragmentos de los tratados de esa secta que Alcolea se había hecho traducir por boca de
effendi Rafá Ibn Mutasim Al Kaireshi, el hombre que lo había guiado en el laberinto
marroquí hasta que había decidido poner proa a otros puertos, hablaban de una doctrina
que, pese a sus meandros, transmitía una extraña sensación de paz ya que aseguraban
que nada se debía esperar, desear o temer puesto que todo lo existente era parte de Alá
y, por tanto, era perfecto y eterno como el propio Alá.
Eso, sin embargo, tampoco libraba al musulmán a ojos de Alcolea de ser el
culpable de todo lo que había ocurrido. Detrás de aquella pía fachada se podía ocultar
tanto un santo que sólo aspiraba a estar en paz con Alá o con el Todo Universal, como
un perfecto canalla. Alcolea había visto demasiadas veces ese triste espectáculo -el de
los acólitos pisoteando con sus acciones los libros santos a los que decían venerar y
seguir fielmente- como para confiarse en el gesto sereno de sidi Mehmet, apellidado, si
sus nociones de árabe no fallaban, “El viajero”.

51
Dejando aparte a aquella remarcable pareja de médicos, Alcolea tuvo que
reconocer, una vez más, que cualquiera de los que conocía podía perfectamente ser el
asesino. ¿Por qué no Fermín Lasala?, ¿no habían aparecido todos los cadáveres menos
uno cerca de su casa de campo?. Había tantas buenas razones para creer en su
culpabilidad como las había para creer que eso era imposible. ¿Y qué decir del capitán
Montero, con aquella expresión sombría, sus gestos nerviosos, como si esperara algo al
mismo tiempo que temía su llegada?. Había que reconocer que el militar era un
candidato tan bueno como cualquier otro con el que se cruzará por la calle en ese mismo
instante. Tanto como un oficial carlista al que se le hubiera ordenado, por la vía más
reservada, sacrificar a aquellas más que fieles correligionarias en el altar de la Santa
Causa. Esa que aspiraba a lograr la ansiada entronización de aquel rey de opereta que
se hacía llamar a sí mismo Carlos VII de Borbón y Austria-Este y así poder erradicar de
España vicios y maldades tales como los cabarets en los que se bailaba can-can o el
Parlamento de Madrid.
Mientras apuraba su habano Alcolea reconoció con desaliento que, en efecto,
mirara hacia donde mirase, carecía por completo de certezas. Cualquiera podía ser
inocente y cualquiera podía ser culpable. Hasta el comisario Molina, de haber sido algo
menos estólido. Y él no sabía qué podía hacer antes de que el maníaco volviera a actuar,
aparte de seguir de cerca a Von Molitor y al sufí más por precaución que por verdadera
convicción. Algo que había ordenado hacer con toda la discreción posible al sargento
Grau. Principalmente para evitar que Molina Lobera o alguno de sus esbirros molestase
a cualquiera de ambos buenos doctores, creando así, para complicar aún más las cosas,
un conflicto con Prusia que, a la hora de buscar excusas, como solía ser habitual en los
canallas que encuentran su último refugio en el patriotismo, no iban a tener remilgos en
considerar como propia cualquier ofensa, por leve que fuera, que se infligiera a un
ciudadano prusiano o a alguno de sus allegados. Sin importar que éste fuera un exiliado
perseguido con ferocidad por esas mismas autoridades o, como ocurría en el caso de
Mehmet Al Musafir, un árabe al que el canciller Bismarck no hubiera dudado en utilizar
como blanco para alguno de sus fusiles de caza.

52
Esas envejecidas reflexiones que no conducían a ninguna parte dejaron una
molesta sensación en Alcolea que se acrecentó cuando percibió que alguien le
observaba insistentemente. No se trataba únicamente de los ojos de Ignacio Hernández,
uno de los dos fieles lacayos del comisario Molina Lobera, clavados en su nuca desde
días atrás, encargados, naturalmente, de apuntar cualquier paso en falso del ex–inspector
para que el comisario pudiera ver cumplido su sueño de destruir, tan completamente
como fuera posible, a Víctor Manuel Alcolea Unzú. La sensación era inefable pero, sin
duda, estaba allí.
Dejándose llevar por el vértigo y por el peso del revólver que sentía balancear
como un tranquilizador lastre en la cartuchera fijada sobre su cadera izquierda, Alcolea
empezó a dirigir sus pasos hacia las calles más remotas y peor iluminadas, las más
alejadas de las voces y la música. Mientras ascendía por la que circundaba la base de las
murallas del castillo de la Mota, muy bien conocida para él, pensó con una mezcla de
miedo y satisfacción que el método resultaba tosco pero tal vez era el único medio para
conseguir ver al monstruo cara a cara, despojado de aquella máscara repulsiva con la
que se había enfrentado a él en las laderas de Mendizorrotz, y, por supuesto, matarlo
antes de que volviera a matar.
Se sintió muy sorprendido cuando la mano que lo atrajo hacia el zaguán de la
casa resultó ser inesperadamente familiar. Se trataba de los dedos finos y pequeños de
su amante. A pesar de la preocupación y del miedo y los recelos que le habían
acompañado durante los últimos días, Alcolea se dejó llevar por el impulso que había
empezado a agitarse en él apenas la mano completamente desnuda de Hortensia Zárate
se había cerrado sobre la suya. En medio de la penumbra por la que lo guió hasta las
habitaciones en las que habían tenido lugar todos sus encuentros anteriores el ex–
inspector se dio cuenta de que la mujer, aunque venía de la calle, no llevaba velo ni
sombrero alguno. Aquel descaro, que vulneraba al menos tres o cuatro preceptos de las
“Reglas de urbanidad para señoritas”, lo excitó aún más y facilitó la nueva unión de los
dos cuerpos. Como en un sueño, sin apenas palabras, Hortensia le rogó, sucesivamente,
ser completamente desnudada, besada y abrazada de la manera más íntima posible.
Alcolea, narcotizado por el perfume de las flores de invernadero -sobre las que seguía

53
sin querer hacer ninguna averiguación- y por el aroma a jabón de París que exhalaba la
piel blanca, perfectamente marfileña, de la mujer, dejó que todo ocurriera lentamente,
deteniéndose durante algunos instantes para contemplar a Hortensia Zárate, disfrutando
con la visión de la mujer desnuda antes de tomarla.
El antiguo policía se asombró, una vez más, de la perfección que encontraba en
su amante. Una que procedía de la normalidad, casi de la mediocridad, con la que
estaban dotados todos sus atributos. Los ojos eran de color castaño claro, los había visto
antes a centenares en otras mujeres. Lo mismo ocurría con sus caderas, sus piernas, sus
pechos... resultaba flaca para los cánones de la época, pero, sin embargo, había algo en
todo el conjunto que la había hecho irresistible para él, desde el principio, cuando sus
miradas se habían cruzado en la calle por primera vez, dando la señal para que todo
empezará sin necesidad siquiera de palabras. Ahora volvió a acoplarse a ella y
experimentó pronto la sensación de unidad que creía haber perdido para siempre
después de París.
La voz de su amante susurró cálidamente en sus oídos mientras las
granadas caían sobre la ciudad nuevamente, atronando e inflamando el aire cuando
alcanzaban las defensas de sacos y cajas de tierra.
-Dios mío. ¿No acabará nunca?, ¿cuántos más tienen que morir?, ¿les da
igual disparar sobre niños?.

Los ojos color miel de la mujer se clavaron en los del ex-inspector


mientras sus manos se aferraban a sus brazos. Alcolea sintió con más intensidad el
desesperante vacío que inesperadamente había seguido al final de la unión. Fue tal vez
eso lo que le llevó a retirarse de entre las piernas de su amante con una incómoda
sensación de desapego, como si le molestase mantener por más tiempo el abrazo. Se
odió a sí mismo cuando oyó la respuesta a aquellas preguntas que, a su pesar, le habían
parecido manoseadamente piadosas, indignas de aquella boca a la que había llegado a
reverenciar en un tiempo extrañamente breve. Lo que decía a su amante sonaba como
un castigo. O, incluso, como una venganza que en esos momentos el ex-inspector no
sabía con exactitud contra quién iba dirigida.

54
-Querida, en las guerras mueren incluso los poetas. Si no hoy quizás
mañana.
Se arrepintió casi inmediatamente de aquellas palabras, cuando cruzó el
umbral de la puerta arrebujándose en su abrigo y calando la chistera sobre su frente.
Mientras ascendía por la calle encaminándose hacia El Imperial también se sintió
molesto por la manera blanda, casi desdeñosa, con la que había devuelto el apretón de
manos con el que una desconcertada Hortensia Zárate había querido despedirse. Una
parte de él deseó volver sobre sus pasos para compensar lo dicho y lo hecho de algún
modo que pareciera incluso convincente. Sin embargo, una mezcla de amor propio mal
entendido y de precaución supersticiosa, lo disuadió. Seguía sin saber quién era
realmente Hortensia Zárate y, lo que era aún peor, no se atrevía a preguntárselo, quizás
por temor a que todo se derrumbase con la respuesta. Mucho más de lo que Víctor
Manuel Alcolea Unzú estaba dispuesto a soportar otra vez. Ya tenía bastante con haber
descubierto que era la mujer de un marido que la miraba, desde hacía años, con
indiferencia y del que apenas le había hablado, y que estaba relacionada, de algún
modo, con aquel pequeño invernadero doméstico que el ex–inspector prefería mantener
alejado tanto de sus observaciones como, sobre todo, de sus deducciones policiales.
Alcolea se sintió más disgustado aún con el primer trago de coñac que
había solicitado a la camarera nada más entrar a la densa atmósfera de humo, voces y
música que aguardaba tras la puerta acristalada del Café Imperial. No le gustaba beber
sólo.
Fue por eso por lo que la llegada del capitán Oría, afortunadamente sin la
compañía de Montero, le pareció tan oportuna. Casi providencial teniendo en cuenta la
conversación que sostuvieron mientras se fumaban dos panatelas que Luis Oría extrajo
de uno de los bolsillos de su capote con un guiño de complicidad. Al final había
resultado lo bastante entretenida como para que el ex-inspector dejase de sentir la
intensa mordedura de todos sus problemáticos dilemas.
Algo que, por cierto, el militar había insistido en conseguir desde el
momento en el que entró y se acercó a la mesa en la que Alcolea bebía. Con su humor
expansivo el capitán le había dicho que no había problema para el que no hubiese

55
solución y que debía estar seguro de que el que les ocupaba a él y a Montero -y sobre el
que no quiso entrar en detalles del modo más caballeroso- tendría la suya a su debido
tiempo.
Después, mientras bebían, fumaban y jugaban a las cartas, habían
hablado de Dumas y de otros libros.
El capitán Oría se había declarado, con los ojos brillando con una
intensidad divertida, un ferviente admirador del D´Artagnan que el novelista francés
había creado y al menos durante quince minutos se dedicó, medio en broma medio en
serio, a ponderar sus virtudes sobre Aramis, Porthos y Athos, recordando lo que a
Alcolea le parecieron todos y cada uno de los episodios de “Los Tres Mosqueteros”,
“Veinte años después” y “El vizconde de Bragelonne”. “Un gran tipo” había sido la
sonriente conclusión a la que había llegado el capitán Oría antes de pasar a glosar los
defectos y virtudes de la literatura francesa más reciente. Un escolio desde el cual el
militar saltó a pasar revista a otros escritores de otros países, incluyendo a españoles
como Bécquer, o ingleses y americanos como Edgar Allan Poe, al que parecía admirar
tanto como a monsieur D´Artagnan
Para cuando la tertulia terminó, Alcolea se sintió completamente
confortado por aquella chachara jovial. A pesar del humo y del alcohol, así como de la
catastrófica pérdida de seis de las diez manos de póker jugadas con el capitán Oría -que
se había sabido mostrar un aventajado alumno-, estaba seguro de haber dado con la
clave de todo el enigma. La solución, como suele ocurrir en casos tan complicados,
había estado ante sus ojos prácticamente desde el comienzo. Las palabras del capitán
Oría se habían limitado a despertar en su mente hasta entonces embotada -como lo están
los ojos de los que contemplan un bosque sin ver los árboles- el eco de lo que su razón
le estaba avisando desde hacía tiempo. Sólo para empezar, gracias a la charla del militar
había reconocido por fin el origen de los poemas -pues eso es lo que eran- aparecidos
junto a las cinco víctimas.
Se trataba de fragmentos de “Las flores del mal” de Charles Baudelaire.
Más que suficiente para que el resto de la trama que había pasado, por así decir, entre

56
sus dedos pero no ante sus ojos, cobrase todo su significado y revelase, al fin, todos sus
secretos.

57
Capítulo 5
El asesino se sintió complacido por los rayos de luna que se filtraban entre las
nubes nocturnas de un gris plomizo. La luz blanca, cálida incluso en medio del frío
acerado de aquellos primeros días del mes de febrero del crudo invierno del año 1876, le
hizo sentirse confortado. Lo necesitaba. Apenas un instante antes de que los rayos
deshilachasen las nubes, había sentido deseo mientras levantaba el cuerpo desmayado
de la muchacha. Eso le había hecho sentirse sucio y vulgar. Como si hubiese arrojado al
suelo la más delicada pintura que se pudiera imaginar para orinar sobre ella desde
dentro de sus pantalones.
Mientras subía por la ladera, esquivando como tantas otras veces la disposición
más que previsible de los centinelas carlistas, se sintió enardecido, de nuevo, por la
sensación de Ira que le sobrevenía cada vez que reflexionaba sobre lo que hacía. ¿No
había nadie capaz de percibir la Belleza de sus Obras?, ¿el regalo que hacía al mundo
entero para que contemplase todos y cada uno de los detalles de aquellos Actos
Sublimes?. El sabueso que le habían puesto tras sus talones Lasala y Rocaverde, junto
con los Brunet, le había defraudado. Esperaba más de aquel hombre que había recorrido
el Mundo de una punta a otra, que había leído y vívido, tan íntegro como para renunciar
a su propio empleo antes que permitirse transigir con ciertas cosas. Sí, Alcolea le había
desilusionado más allá de toda medida.
La sensación de haber sido traicionado por el que parecía ser el único capaz de
comprender lo que hacía, se acrecentó mientras contemplaba a la chica desmayada en
sus brazos. Aquel movimiento reflejo provocó que el deseo se despertase en él una vez
más. Sin embargo, esta vez el calor que empezó a agolparse en el bajo vientre no le hizo
sentirse vulgar y sucio como había ocurrido un momento antes, mientras subía con
cuidado la ladera y buscaba entre los árboles el pequeño refugio en el que Todo Había
Ocurrido. Ahora incluso la irrigación desenfrenada en su propio sexo le parecía sublime,
en tanto que esa reacción mecánica de su cuerpo era imprescindible para culminar la
Nueva Obra que se disponía a iniciar esa misma noche.
Satisfecho con aquel nuevo equilibrio mental, se autorizó a mirar a la Nueva
Elegida. La decisión no había sido fácil. Durante algunos días había vacilado entre ella
y una compañera suya con la que cuidaba el ganado cerca de aquel caserío. La

59
Rechazada era como la estrofa de un viejo poema que había leído en alguna parte, con
la piel blanca como la nieve, una melena negra como el ala de cuervo y los labios rojos
como la sangre. Sin embargo había observado que sus ojos eran de un extraño azul
oscuro. Una circunstancia que él quiso interpretar como un mal presagio.
Eso había hecho más fácil la elección de la que ahora descansaba en sus brazos.
El cabello de la muchacha, del color del trigo, se había derramado después de que en el
forcejeo cayese la curbicheta con la que lo llevaba recogido y ahora brillaba, incitador, a
la luz de los escasos rayos de luna que se habían filtrado de nuevo entre las nubes de
aquella noche oscuramente propicia. Sintió que su respiración se hacía más entrecortada
a medida que se acercaba a la entrada, disimulada con abrojos, del refugio -tan protector
como un útero materno- excavado en la tierra meses atrás, aprovechando tanto los
descuidos de la línea carlista que él tan bien conocía como los restos de una antigua
madriguera abandonada.
Fue gozosamente consciente de que la opresión en el pecho que ahora sentía no
se debía sólo al esfuerzo de cargar con el cuerpo desmayado hasta allí. Era el Placer. El
mismo que acudía a él, intenso y pungente, siempre que otra de Ellas caía en sus manos.
Sólo faltaban un par de pasos para llegar a la entrada oculta del Refugio, sin embargo no
pudo resistir la tentación de contemplar otra vez a la chica. Nuevamente se fijó en cómo
su pelo rubio y sedoso refulgía bajo los rayos de luna ocasionales. De él su mirada se
deslizó, untuosa y pesada como aceite viejo y usado, hasta el rostro. Se delectó en cada
rasgo. La cara todavía tenía un resto de una mueca sensual y placida a pesar del sueño
turbio que le había proporcionado el laúdano. La misma que le había atraído hacia ella
antes de que la seleccionara para convertirse en otra de sus Obras. Mientras sentía que
sus ojos derivaban hacia el resto del cuerpo, intentó resistir la tentación de imaginar lo
que iba a ocurrir cuando estuvieran juntos en el Refugio. No quería que Aquello
sucediera ahora, en la Intemperie, lejos de la Intimidad. Sin embargo no pudo evitarlo.
Ella había perdido uno de los zuecos que calzaba cuando la había anestesiado
con el láudano y su pie y su pierna se insinuaban con claridad dentro de la media de
lana. Eso le obligó a imaginarse la sensación, verdaderamente deliciosa, que iban a
experimentar sus manos cuando la despojase de esa y de las demás prendas para iniciar

60
el Proceso. Casi pudo sentir el calor y la suavidad de la piel que se le había insinuado
cuando la tocó por primera vez, en el momento en el que la había obligado a respirar los
Vapores. La tensión que experimentaba en el bajo vientre arreció hasta hacerse
placenteramente dolorosa. No pudo evitar jadear con un rugido mientras se volvía hacia
el valle sobre el Oria para evitar el Sacrificio que en ese momento le parecía casi
inminente, a punto de volverse incontrolable, y que sólo podía sobrevenir dentro del
Refugio, cuando el Proceso fuera iniciado, en el momento en el que Ella estuviera
retornando de la Inconsciencia. Se sintió orgulloso cuando logró sobreponerse a
Aquello que parecía a punto de explotar en su mente y en su cuerpo. La pesada tarea de
retirar las ramas y los abrojos de la entrada le ayudó a recuperar una calma casi total.
Sin embargo, después de que encendiese la lámpara de petróleo, cuando volvió a tomar
el cuerpo de Ella inerte entre los brazos, el Viejo Fuego volvió a quemarle, con
intensidad. Apenas pudo volver a cerrar la entrada desde dentro.
Al sentirse a salvo, con la puerta del Refugio otra vez sellada herméticamente,
todo fue peor. Ella, aún vestida, lo miraba sobre el lecho en el que habían yacido las
Otras. El mismo que había ido aumentando de volumen a medida que se acumulaban
sobre él las ropas de las demás Sacrificadas. Casi podía oírla, incitándole, suplicándole
que la Transformase, despojándola de aquella vestimenta vulgar -ropas ajadas en el
trabajo del campo, una falda y una blusa de un azul oscuro, desteñido hasta volverse
índigo- y la convirtiese en Sublime. La Ira que sintió ante aquel ofrecimiento
inconveniente, Completamente Inadecuado, le ayudó a contenerse durante un instante,
el tiempo suficiente para que se despojase de su traje, aunque no de la máscara, y
evitase que el Sacrificio se derramase, como otras veces de las que prefería no
acordarse, dentro de sus ropas. Se sintió exultante cuando Todo fue a caer sobre el
suelo, aunque no lejos de Ella. Ahora la podía desnudar sin riesgo de que ocurriera nada
Verdaderamente Irreparable. Ahora, en efecto, podía reservarla hasta que los Testigos
fueran convocados para ver su Transformación. Sonriendo bajo la máscara, desnudo,
acometió la tarea diligentemente, sintiéndose fresco y renovado durante un instante,
sabiendo que por fin Ellos Iban a Saber, Iban a Ser Obligados a Comprender lo que
había estado haciendo. Sin embargo, cuando la liberó de la falda y las enaguas, después

61
de haberle sacado las medias, y empezó a desabrochar la blusa, sintió que Todo volvía a
empezar. Aún así se prometió que resistiría la tentación de iniciar la Transformación. Al
menos unos cuantos días, hasta que los Testigos pudieran ser reunidos para
Comprender. No le ayudó mucho a cumplir con esa determinación la presión de sus
manos sobre la piel tibia de Ella, cerca del pecho, abundante, redondo y maduro como
alguna clase de fruta nueva, mientras la despojaba de la camisa.
Tampoco lo hizo el jadeo que Ella exhaló, revelando que volvía de la
Inconsciencia y estaba a punto de abrir los párpados para mirarle con sus ojos pardos
terriblemente desnudos. Aún así evito lo Irreparable. Alcolea debía ver, comprender
antes de morir. Era necesario, en contra de lo Habitual, dormir a Ella con una nueva y
cuidadosamente medida dosis de láudano. Hasta que llegase el Momento.

Víctor Manuel Alcolea sonrió mientras limpiaba minuciosamente las cámaras


del tambor de su otro Colt Navy calibre 36. Los recuerdos acudieron a él casi con
violencia, mientras su mente lo devolvía a viejos nombres y lugares donde aquella arma
le había salvado la vida. Antietam, Manasas, Baltimore, Atlanta... Cada detalle de
aquellos campos de batalla volvió a aparecer ante sus ojos. Las ramas de los árboles
detrás de los que se había protegido mientras dirigía el fuego contra la confusa masa de
uniformes grises -cada vez más harapientos y desiguales según avanzaban hacia el Sur-,
las hojas, el agua de los arroyos, las piedras contra las que se habían incrustado los
disparos de los rifles Cook de los confederados... Después aquellos retazos de la
Memoria desfilaron con orden y de América pasaron de vuelta, otra vez, a Europa
porque ese Colt también le había acompañado durante los días de las revoluciones de
Madrid y de París.
Afortunadamente, antes de que la melancolía por lo ocurrido en esa última
ciudad se apoderase de él, recordó que los restos de pólvora que acababa de limpiar no
eran el recuerdo de viejas batallas en las calles del París sitiado por la reacción. Los
últimos disparos de aquella arma se habían hecho pocos días antes allí, en San
Sebastián, durante la noche del 24 de enero, justo antes de la víspera de la batalla de
Mendizorrotz. La mayor parte de las descargas, se perdieron en el aire, pero habían

62
resultado tan útiles como las que en Antietam o en Atlanta, o incluso en París, durante
la jornada en el campo polaco y en los días que siguieron, habían apuntado
deliberadamente contra cuerpos humanos vestidos con diferentes uniformes que iban
desde el gris de los confederados hasta el azul, casi negro, que vestían los soldados a
sueldo de aquel cagón reaccionario de Thiers, azuzados por el látigo de su amo para
despedazar la Comuna de 1871.
Mientras miraba con un ojo entrecerrado por el agujero de la recamara limpia y
reluciente sonrió pensando que la noche del 24 hubiera tenido muchos menos
escrúpulos a la hora de haber enterrado en carne humana las seis balas del tambor.
Estaba seguro, desde luego, de que habría experimentado muy pocos remordimientos si,
en medio del tumulto formado frente a los calabozos del Juzgado, uno de los proyectiles
se hubiese incrustado entre las cejas de la espesa cabeza de Ernesto Molina Lobera. Al
fin y al cabo habría sido tan sólo estricta Justicia.
Ni los más enconados defensores del obtuso comisario -que empezaban a
abundar a medida que el asunto de los asesinatos no se resolvía- hubieran podido decir
que no la merecía. Para empezar había sido él el que había conseguido encarcelar
preventivamente a Mehmet Al Musafir en aquellos calabozos y también, más que
probablemente, eran él, y sus inseparables esbirros, los que habían jaleado a aquellos
soldados borrachos que se habían acercado hasta la cárcel para linchar al doctor. Hasta
el más imbécil podía darse cuenta del objetivo que Molina Lobera perseguía con aquella
maniobra tan grosera y de que el pago más adecuado para ella hubiera sido ese balazo.
El médico sufí era un árabe, un extranjero, un "moro" como habían dicho los soldados
calentados por el alcohol generosamente distribuido entre ellos para hacerles aún más
real la supuesta culpabilidad de Mehmet Al Musafir. Quizás el más extranjero de todos
y cada uno de los extranjeros que pululaban por la ciudad atraídos por la guerra. Era
fácil culparlo de todo. Todavía más si aquellos soldados, que debían ejercer a la vez de
jueces, abogados y verdugos, lo sacaban de la cárcel y lo linchaban en la calle sobre la
nieve sucia que, una vez más, había caído sobre San Sebastián.
Después de silenciar para siempre al árabe por medio de ese expediente abrupto,
a Molina Lobera no le resultaría difícil demostrar que el linchado y no otro era el

63
asesino de las muchachas y de alguna víctima más, como aquel sacerdote dipsómano
que había aparecido degollado en los fosos del torreón del Antiguo, quizás por saber
demasiado sobre todo aquel asunto. El ex-inspector tuvo que reconocer, una vez más,
que esa zafia resolución de los cinco asesinatos urdida por la obtusa mente del
comisario Molina, tenía desgraciadamente muchas posibilidades de triunfar. Era muy
fácil que el maníaco, por lo que sabía Alcolea, muriese durante los combates que la
ofensiva del general Moriones iba a desatar desde Guetaria hasta Arratsain en los días
siguientes a esa noche del 24 de enero. Lo demás era sencillo para un arribista experto
como el comisario Molina Lobera: a los pocos días, cuando el verdadero asesino no se
manifestase otra vez, podría presentar un informe en el que aprovecharía para reclamar
como propia la resolución de aquel embrollo que había traído en jaque a los jefes
liberales desde hacía meses y desacreditar a cualquier otro investigador involucrado en
la resolución del caso definitivamente. Así, como tenía por costumbre, se dejaría varias
puertas abiertas en el camino a nuevas recompensas que lo situasen más cerca de sus
últimas ambiciones. Fueran éstas las que fuesen y que, eso era evidente, se elevaban por
encima de muchos cadáveres. Reales y metafóricos.
Afortunadamente el valor del sargento Grau había evitado que sucediera lo peor
y ahora, mientras Alcolea terminaba de revisar todas sus armas, ese mismo cinco de
febrero de 1876, Mehmet Al Musafir no sólo seguía en el mundo de los vivos sino que
además estaba a punto de ser excarcelado por el juez de primera instancia que había
aceptado la palabra del ex-inspector como garantía de que aquel médico árabe, paciente
y calmoso, no era ni podía ser el asesino de las cinco chicas.
Grau se había encarado con los soldados poniéndose delante de la puerta de la
prisión ante la que Alcolea había merodeado, en la soledad más absoluta, aquella noche
del 24 de enero, recelando lo que iba a ocurrir desde el momento en el que el comisario
Molina había exigido en el Juzgado una orden de prisión para el sufí. El sargento sabía
cómo hablar con los soldados. Había llamado a algunos de ellos por su nombre, incluso
había bromeado con ellos diciéndoles que no se lo tendría en cuenta si se iban a
dormirla en ese mismo instante. Sonreía mientras lo decía y casi parecía que no sujetaba
en la mano izquierda una carabina Remington de Caballería. La misma que se vio

64
obligado a disparar al aire cuando los más envalentonados de la turba, azuzados por el
alcohol y por las consignas del comisario Molina, se abalanzaron sobre la puerta.
Alcolea recordaba bien los dos o tres puñetazos que tuvo que repartir y cómo
habían rodado por las escaleras un par de soldados más decididos que el resto. Ahora,
mientras levantaba contra la luz del quinqué el Colt, para observar de nuevo las cámaras
limpias, casi volvió a sentir la sensación de estar a punto de caer bajo la presión de los
cuerpos embrutecidos y cubiertos por los desgastados uniformes azules que olían a
viejo, a sudor y a humo de pólvora. También recordó cómo después de zafarse de ellos,
había apuntado esa arma contra los rostros abotagados por el alcohol de aquellos
hombres que llevaban escritas en sus caras mal afeitadas decenas de combates. Se había
sentido tentado a disparar. Era relativamente sencillo cuando uno estaba acostumbrado.
Entre el 65 y el 68 lo había hecho muchas veces, mientras trabajaba con los
Pinkerton, antes de que se hartase de todo aquello. Ahora se alegraba de no haber
apuntado el Colt a quemarropa. No sólo porque eso hubiera perjudicado la discreción
con la que finalmente se había resuelto aquel incidente, una que hubiera comprometido
innecesariamente algún que otro soldado muerto a destiempo, antes de que el general
Moriones tuviese la oportunidad de ejercer esa prerrogativa del mando, sino porque, a
pesar de todo, se había visto reflejado, con verdadera exactitud, casi como si se
estuviera mirando en un espejo, en el rostro de aquellos hombres que intentaban asaltar
la prisión.
Abrumado por aquella sensación, extraña y pesada, el ex-inspector suspiró
mientras dejaba el revólver limpio sobre la mesa y sacaba de su estuche otro seis tiros
de calibre y tamaño menor que los dos Colt Navy. En contra de su costumbre rezó
silenciosamente para que nada, y en especial aquel mecanismo que ahora limpiaba y
aceitaba, fallase esa misma noche en la que todo debía resolverse.
Tenía que darse prisa. No faltaba mucho para que Grau, Montero y Oría, que
había insistido en ser parte de la expedición "como el cuarto de los mosqueteros" según
sus propias palabras, llegasen hasta su casa y le acompañasen hasta el vado cercano a
Usurbil donde el asesino quería volver a encontrarse con él para, como decía en la nota
que le había enviado con otra estrofa de "Las Flores del Mal" de Baudelaire, admitirlo a

65
contemplar y comprender "el negro misterio de las risas desenfrenadas mezcladas con
los sombríos llantos".
Después de revisar las tres armas tuvo todavía unos minutos, demasiado largos,
parecidos a horas, para pensar en las razones por las que no había vuelto a ver a
Hortensia y si aún estaría a tiempo para despedirse de ella antes de salir. Cuando se dio
cuenta de que ni siquiera estaba seguro de tener fuerzas para hablar con ella en caso de
que volviera vivo del frente, hizo todo lo posible para olvidar aquellas ideas, y la
desazón que le habían producido, hasta que el capitán Montero le avisó tímidamente
desde el otro lado de la puerta de que estaban listos para salir de la ciudad.

Todo ocurrió tal y como Alcolea lo había imaginado desde el 20 de enero.


Después de que dejaron atrás las últimas avanzadas que defendían la línea liberal sobre
el río, no lejos de Usurbil, el capitán Oría se había vuelto en su silla de montar cuando
frenaron la velocidad de los caballos apenas se internaron en el terreno boscoso cerca
del vado, frente a la orilla en la que lentamente las líneas carlistas se iban desintegrando
desde la dudosa batalla de Mendizorrotz. Sonreía de manera espléndida bajo la sombra
del ros cubierto con la tela encerada. Tal y como esperaba el ex-inspector, la mano del
capitán se dirigió rápidamente hacia la cartuchera del revólver Lefacheux de reglamento
que llevaba ceñido en un cinturón junto con el talabarte del sable sobre el capote azul
plomo. A Alcolea sólo le sorprendió que el primer disparo fuera dirigido contra el
capitán Montero, que cayó del caballo con una expresión de desconcierto. El antiguo
policía lo dio por muerto cuando vio la mirada vidriada y el gesto desmayado con el que
escaparon de sus manos enguantadas las riendas mientras resbalaba como un saco vacío
desde la silla, sin apenas un quejido, sin haber conseguido siquiera abrir la cartuchera
para sacar su propio Lefacheux.
Después de eso Oría no perdió el tiempo. Con un gesto sombrío se volvió contra
Grau que, avisado de antemano por Alcolea, había desenfundado rápidamente su
carabina Remington de Caballería en cuanto el capitán había echado mano al revólver.
El tiro del sargento falló por poco, incrustando la bala en el árbol más próximo a la
cabeza de Oría. El segundo y el tercer disparo del capitán, sin embargo, fueron más

66
acertados. Los dos fulminaron al caballo de Grau, que se derrumbó sobre sus patas
haciendo que el sargento rodase por tierra en una caída aparatosa que le hizo perder el
conocimiento.
El fuego que había abierto el capitán Oría contra Montero y Grau fue rápido,
fulminante como el disparo de un cañón Krupp, pero Alcolea, seguro desde hacía días
de lo que iba a pasar, había conseguido desmontar y refugiarse detrás de un árbol con un
Colt en cada mano antes de que Oría pudiese siquiera dirigir su revólver para efectuar
un cuarto disparo. El antiguo policía resistió la tentación de vaciar al menos uno de los
dos Colt sobre Oría y esperó agazapado detrás del pino mientras los ecos de las tres
detonaciones del Lefacheux se disipaban junto con el humo de la pólvora, que corrió,
blanco y rápido como un espectro, ladera abajo.
Oría, seguro de que el policía no iba a disparar contra él de momento, desmontó
sin demasiadas prisas y se parapetó detrás de otro árbol manteniendo en todo momento
el Lefacheux apuntando en dirección a Alcolea. Cuando se terminó de acomodar
empezó a hablar.
Durante cerca de diez minutos el antiguo policía tuvo que oír, sin poder evitarlo,
todo lo que el capitán deseaba contar. Algunas partes de aquella confesión no revelaron
gran cosa a Alcolea. Ni siquiera le resultaron sorprendentes. Desde la conversación que
había mantenido con Luis Oría en El Imperial durante la noche del 20 de enero ya sabía
que, de poder hablar con el capitán una vez que se hubiese desenmascarado, serían
cosas como aquellas las que, poco más o menos, el militar sacaría a relucir desde una
oscura profundidad. No era la primera vez que el ex-inspector se había topado con un
caso así y gracias a los libros y a las revistas médicas que se había empeñado en leer,
tratando de hacer encajar dos piezas que de otro modo no podían encajar, sabía que un
asesinato, un robo, un suicidio... podían ser, simplemente, el resultado último de una
poderosa enajenación de la mente.
Por supuesto había "Algo" que el capitán no podía definir bien y que, sin
embargo, le había obligado a hacer lo que había hecho. Durante unos instantes el
antiguo policía casi sintió lástima por aquella inteligencia brillante y enloquecida.
Después, antes de que Alcolea pudiera decidir qué hacer para detener al capitán sin

67
matarlo para que, al menos, le revelase donde estaba su última prisionera, las palabras
del militar paralizaron al antiguo policía.
Alcolea nunca supo las razones que habían llevado a Luis Oría a mencionar
desde detrás de su parapeto la circunstancia, verdaderamente perturbadora, de ser el
legítimo esposo de Hortensia Zárate y estar perfectamente al tanto de la relación que
mantenía con Alcolea, un hecho que, por otra parte, le era absolutamente indiferente.
Tanto como, en sus propias palabras, su propia mujer, que, sencillamente, se había
limitado a darle el sí de las niñas seis años atrás y que, por suerte para ella y por razones
bastante confusas para el propio Oría, jamás le había atraído lo más mínimo. Lo único
que el antiguo policía pudo hacer desde ese momento fue sucumbir a la pesada
sensación de haber recibido un golpe en mitad del pecho dado con una maza de
matarife, a la imposibilidad de replicar a lo que acababa de oír y a cierta debilidad que
se apoderó de sus manos, impidiéndole incluso sujetar con fuerza los dos revólveres
desenfundados.
El silencio forzado de Alcolea no pareció molestar mucho a Oría, que aprovechó
el estupor del ex-inspector para volver a justificarse. Su voz, que ahora lo tuteaba con
absoluto descaro, resonó exultante en los oídos de Alcolea cuando volvió a elevarse
rasgando aquel aire nocturno, gélido y pesado.
-Quiero decírtelo, ¿me oyes?. Es Arte, Víctor Manuel, Arte con mayúsculas.
Aspiro al Reconocimiento Al que Aspira Todo Artista y creo que me lo merezco, ¿no?.

La voz de Oría se detuvo en una pausa expectante que removió a Alcolea. El ex-
policía presintió que la enajenación que dominaba al capitán, la misma que él había
intuido mientras charlaban de libros en El Imperial la noche del 20 de enero, se estaba
apoderando del militar y le provocaría una crisis en pocos minutos. El tono
siniestramente risueño con el que le volvió a hablar no hizo sino confirmárselo.
-Piénsalo detenidamente. Seguro que has leído ese librito del Comedor de Opio
inglés, ¿verdad?. Es una joya. Verdaderamente delicioso. Yo creo que todo lo que dice
es absolutamente verdad. Piénsalo, ¿qué ha pasado cerca de aquí hace tres o cuatro
días?. Ha habido una batalla y han muerto hombres, de los dos lados. A centenares. ¿Y

68
después?. Hemos lamentado las víctimas, las hemos enterrado y honrado y, finalmente,
se ha comentado el acierto o el desacierto de lo ocurrido. Se ha criticado a Moriones y al
general Morales por la manera en la que han ejecutado las maniobras. Los oficiales
hemos hablado hasta la saciedad de lo que se ha hecho o dejado de hacer y de la
corrección con las que se han ejecutado los asaltos, los movimientos de conversión
sobre el flanco, los retrocesos y los avances reglados... en fin, se ha hablado con
indiferencia de lo que todos llamamos Arte Militar y en realidad no es más que una
vulgar carnicería en masse, mon cher ami. Todo tal y como lo describe De Quincey en
su pequeño libro. ¿No es cierto?. ¿Por qué me dijiste que los versos de Baudelaire son
Arte?, ¿qué es entonces lo que yo he hecho?.

Durante un instante Oría esperó la respuesta de Alcolea que se limitó a callar


una vez más, en parte porque los últimos delirios del capitán le habían sumido en una
sensación de horror enmudecedora y en parte porque seguía sin saber cómo hacerse con
Oría sin llegar a matarlo. No al menos hasta que le dijera donde había escondido a su
presa. Cuando el militar volvió a hablar Alcolea intuyó que la crisis se aceleraba. Había
acentos de cólera en la voz de Oría.
-Lo que yo hice pretendía ser algo más elevado aún que todo eso, algo más allá
de las Palabras, algo que se debía admirar. Transformé a esas chicas en Algo Sublime.
¡Tú lo viste!.
Oría rió inopinadamente antes de volver a hablar con una nota oscura,
deprimida, en la voz que salía desde detrás del pino contra el que estaba recostado.
-¿Quieres saber dónde está la última de Ellas?, ¿verdad?, quieres salvar a la
pobrecita, ¿no?. Hay que servir a la Virtud. Es lo correcto, ¿verdad?. ¿No es así?,
¡responde!.
El grito del capitán pareció emerger de un lugar que Alcolea imaginó una vez
más oscuro, profundo y temible. Sin embargo, cuando el militar volvió a hablar,
mientras se incorporaba lentamente arrastrando la espalda por el tronco, reía a pesar de
la hostilidad que cargaba sus palabras.

69
-Me das asco, Víctor. Y me has defraudado. Eso merece un castigo, como el que
le administré al pater, ¿sabes?. Verás, dentro de un minuto exactamente voy a salir de
detrás de este árbol y voy a avanzar hacia ti disparando a discreción mi Lefacheux. Sólo
te quedarán dos opciones, o matarme o morir. Como en esas novelas de tres al cuarto de
las que nos hablaste al imbécil de Montero y a mí. ¿Estás listo?.

Alcolea sintió que había pasado el tiempo de pensar y había comenzado el de


actuar cuando Oría hizo girar el tambor de su revólver después de lanzar aquella
pregunta que no esperaba ya ninguna respuesta. Fue eso lo que le impulsó a salir a
campo abierto con un Colt levantado en ristre en cada mano cuando la primera bala del
Lefacheux del capitán se incrustó contra el árbol que le había servido de parapeto.
La lucha duró poco, pero el tiempo se adensó hasta parecer mayor y más largo
de lo que en realidad era. Así todo transcurrió como en un sueño. El antiguo policía oyó
su respiración entrecortada como si fuera la de otra persona mientras Oría y él
intercambiaban los primeros disparos. El ruido de sus botas sobre la tierra escarchada y
apelmazada por el frío retumbó dentro de su cabeza como si esos pasos apresurados
ladera arriba hubieran sido dados por otra persona.
Durante algunos instantes Alcolea creyó que podía ver las balas del Lefacheux
de Oría cortando el aire, incrustándose en los árboles próximos a la desenfilada por la
que él corría. Incluso le pareció sentir el calor de la que pasó sobre su abrigo justo
encima de la costura en la que se unían la manga y el hombro izquierdo. Después de
recibir aquel único impacto uno de sus disparos alcanzó al capitán. Fue en las costillas.
Oría se derrumbó como un muñeco roto y trágico. Cuando Alcolea se acercó hasta él
con uno de los Colt apuntándole al estomago, el capitán sonrió mientras vaciaba las
cámaras del tambor de su revólver y trataba de meter en ella cartuchos nuevos que
cayeron de sus dedos ensangrentados. Fue entonces cuando el ex-inspector tuvo que
matarlo, justo en el momento en el que consiguió recargar el Lefacheux y lo volvió a
disparar. El capitán Oría se llevó casi todos sus secretos a la tumba, desgraciadamente.
Alcolea, sin embargo, no tuvo que sentir mucho tiempo el peso, abrumador, de una más
que vaga responsabilidad.

70
Si la muchacha hubiera muerto en el escondrijo infecto en el que la había dejado
Oría, es posible que el ex-inspector sí se hubiera reprochado haber disparado dos tiros
mortales de necesidad contra el militar para salvar la vida del capitán Montero que,
malherido por el primer disparo de Oría y malinterpretando la verdadera naturaleza de
la situación, había intentado salvar a Alcolea disparando con un esfuerzo sobrehumano
su Lefacheux mientras Oría recargaba. Afortunadamente Alcolea había conseguido dar
con el espantoso agujero gracias al instinto, a la suerte y, sobre todo, a la deducción de
lo que la ropa y las botas del capitán Oría decían sobre él y sobre los lugares en los que
había estado las últimas veinticuatro horas.
Fue por eso por lo que dos meses después no le costó demasiado sonreír con
simpatía a Montero cuando coincidieron cerca del camino a Irún. El ex-inspector
consideró que el encuentro era, realmente, fruto de una casualidad verdaderamente
caprichosa. Desde la noche del 5 de febrero, por diferentes razones, no había vuelto a
ver a Montero después de que, ayudado por un conmocionado sargento Grau, los había
dejado a los dos en manos de los médicos que servían en las avanzadas de la línea de
Lasarte. Ahora, a finales del mes de abril, justo cuando se dirigía a la frontera para dejar
atrás todo aquello, parecía que el Destino, o alguna otra fuerza mayor dotada con un
extraño sentido del humor, había querido que la última cosa que viera antes de picar
espuelas hacia París fuera a aquel hombre gris y apagado que había estado a punto de
morir sólo para salvarle de un peligro que realmente no existía.
Montero también sonrió mientras se apartaba de la máquina de ferrocarril que lo
había traído a él y a su destacamento hasta la altura de Oyarzun y se acercaba hasta
Alcolea. Era un gesto muy tímido y se convirtió pronto en una mueca cohibida cuando
vio a Hortensia Zárate detrás del policía reteniendo las riendas de una yegua espléndida
en la que iba montada a la jineta. Estaba hermosa vestida con el traje de amazona, pero
Alcolea dedujo correctamente que lo que en realidad había turbado a Montero era la
presencia de la viuda de Oría, convertida ahora en la mujer del hombre que lo había
matado. El ex-inspector perdonó de antemano aquella nueva gazmoñería del capitán y le
ofreció un cigarro después de palmearle el hombro. Ese nuevo gesto de confianza, casi

71
de amistad, pareció aliviar un poco el ensombrecimiento de Montero, que aceptó el
habano ensayando una nueva sonrisa, pálida y débil. Sin embargo, después de dar las
primeras caladas, pareció animarse lo bastante como para iniciar la conversación sin
esperar a que lo hiciera Alcolea. Incluso se mostró extrañamente locuaz:
-¿Se nos va don Víctor Manuel?, ¿no?. Sí, ya me ha dicho Grau que no se
encuentra a gusto con la nueva situación.
Alcolea asintió mientras cebaba su cigarro y recordaba la conversación que
habían sostenido él y el sargento mayor quince días atrás, cuando, desde detrás de los
cristales de El Imperial, habían visto a Ernesto Molina Lobera paseando casi colgado
del brazo de un Fermín Lasala que se mostraba deferente pero obsequioso con el
rastrero comisario. Grau había sonreído atravesadamente mientras habían visto desfilar
aquel cortejo formado por los nuevos amos de España y por aquellos que como Molina
Lobera esperaban su favor. También había confiado a Alcolea dos o tres observaciones
sobre los perros que siempre sabían encontrar al mejor de los amos y los amos a los que
no les importaba lo sarnoso que fuera el chucho con tal de que mordiese a quienes ellos
le dijeran sin pensárselo dos veces. Unas palabras que de haber caído en otros oídos le
podían haber costado, como poco, la expulsión de un ejército ya muy distinto a aquel en
el que él se había enrolado para salvar a la naciente primera República española.
Después de evocar aquellos recuerdos algo amargos el ex-inspector respondió
mientras exhalaba el humo calmadamente.

-Sí, capitán, como le dije al sargento, después de la entronización de Alfonso, un


hombre apellidado Alcolea no tiene grandes oportunidades de prosperar en este nuevo
estado de cosas.
Montero vaciló mientras daba una tímida pitada al cigarro. Poco después sonrió
cuando logró captar el doble sentido de las palabras del ex-inspector.
-Es usted un bromista don Víctor Manuel...
-No, se lo digo en serio, créame...
El capitán río con una franqueza extraña en él ante el empeño de Alcolea en
seguir con la broma sobre su apellido y el retorno del hijo de Isabel II al trono de

72
España. El antiguo policía lo acompañó de buena gana hasta que Montero se
interrumpió bruscamente, como si la herida que le había causado el balazo del
Lefacheux de Oría se hubiera abierto otra vez. Los ojos con los que el capitán le encaró
desde detrás de la nube de humo del cigarro estaban sombríos y miraron de hito en hito
al lugar donde Hortensia Zárate esperaba.
-Todavía no lo comprendo. ¿Cómo fue posible?. Luis Oría era mi amigo.
Habíamos hecho la guerra juntos. Contra los reaccionarios. Era un liberal sin tacha, uno
de los nuestros, un hombre de ideas avanzadas y sin embargo...

Alcolea sintió lastima por Montero. Realmente debía haberle costado mucho
hilar toda aquella serie de razonamientos y exponerla, saltándose todas las
conveniencias debidas, a la vista de la viuda de Oría. Sin duda aquellas preguntas sin
respuesta le debían haber estado atormentado, como escoria en una herida a punto de
gangrenarse, desde febrero. Cuando Montero le miró fijamente a los ojos, mientras se
acercaba al estribo de su caballo para reemprender viaje, el ex-inspector se sintió
obligado a responderle.
-Capitán Montero... o, si me lo permite, Basilio, usted es un hombre joven. Sé
que es duro aceptar ese corolario a sus años pero debe aprender que ninguna buena
causa ha ayudado nunca a hacer mejor a un hombre perverso. O enfermo. Algo que en
muchas ocasiones viene a confundirse, como ocurría en el caso de Oría. Creer lo
contrario no es digno de una persona inteligente como usted.

Alcolea guardó silencio mientras Montero lo observaba sujetar las riendas para
calzar el estribo. El antiguo policía, sin saber por qué, se sintió obligado a añadir algo
más antes de retomar el camino.
-Desde los tiempos de Cicerón nuestra propia vanidad nos suele jugar muy
malas pasadas. Creemos que nada de lo que nos rodea íntimamente, esposa, hijos,
amigos... puede ser malo por el mero hecho de ser una extensión, una prolongación, de
nosotros mismos que, naturalmente, somos la persona a la que tenemos en más alta
estima, ¿no es cierto?.

73
Montero asintió con un gesto doloroso, como si le costase asimilar lo que
Alcolea decía. El policía continuó, aunque se sentía cada vez más incomodo.
-Pero las cosas no siempre son así. Olvídese de Oría. Fíjese ahora en sus propios
soldados. Usted es un hombre de excelentes cualidades, sin embargo ahí mismo hay
cinco de ellos que están maltratando, porque aún lleva su chaqueta de uniforme, a un
voluntario carlista, que supongo se habrá presentado a indulto como todos los que no
han pasado la frontera para seguir a su rey y recoger el estiércol que su caballo va
sembrando camino de Austria.

La mirada de Montero vaciló al ver como, en efecto, dos o tres de los soldados
de su destacamento estaban gritando en euskera y zarandeando delante de su mujer y
sus dos hijos pequeños a un casero que exhibía provocativamente una raída chaqueta de
voluntario carlista.
Alcolea se volvió por última vez a Montero para darle la mano antes de calzar el
estribo. Su voz sonó cálida, incluso demasiado amable para su gusto mientras daba un
último consejo al capitán.
-No les deje que conviertan a ese verdugo en víctima. Es lo peor que nos podría
pasar. Haga algo Montero. Y hágalo porque debe de hacerse. Porque es justo. No sólo
porque lo dicen las órdenes que les han hecho llegar el 19 de este mes sus superiores.
De otro modo cualquier día cualquiera de nosotros podría perderse en el mismo abismo
en el que se precipitó el capitán Oría. Tenemos que demostrar que somos mejores que
ellos. No basta con creer que lo somos.

Basilio Montero escuchó envarado aquellas últimas palabras. Después vaciló


unos instantes, pero mientras Alcolea y Hortensia Zárate dirigían sus caballos hacia la
frontera, se acercó a los soldados y al voluntario carlista.
El capitán notó una autoridad desconocida en su voz cuando ordenó ponerse
firmes a sus hombres y en el momento en el que, después de saludar a la mujer del
voluntario con el ros en la mano y pedir disculpas por las maneras de sus soldados,
informó al carlista de que ya no era necesario que un hombre libre como él siguiera

74
vistiendo la guerrera de un ejército de esclavos afortunadamente vencido, derrotado y
huido, con su capataz al frente, dos meses atrás.
Durante unos segundos el voluntario sostuvo la mirada desafiante frente al
capitán Montero. Después su rostro se distendió, rompiéndose en un gesto de
desconcierto y de duda.

75
Notas
En estas páginas se ha recogido el texto, sin ilustraciones, de la novela corta “Alcolea”
que publiqué entre el verano de 2005 y el invierno de 2006 en la revista “Bidasoan”. Es
exactamente el mismo salvo por algunas pequeñas correcciones de erratas y estilo y por
las notas que siguen, en las que he consignado alguna explicación que me parecía
necesaria o la traducción de expresiones y frases en euskera que, sin duda, también es
necesaria para el público que espero lea este relato más allá del País Vasco.

Prólogo

(1) Francisco Silvela, jefe del partido conservador al que pertenecía el duque de
Mandas, había muerto un año antes. La frase puede entenderse como una muestra más
del humor algo brusco, característico de don Alfonso.

Capítulo 1

(1) En euskera, muchachas. La forma gramaticalmente correcta sería “neskatillak”.

(2) ¡¡¡Ese hijo de puta!!!. ¡¡¡Huesos negros malditos!!!. ¡¡¡Aquí estamos nosotros!!!…
¡¡¡aquí estamos nosotros!!!.
Los carlistas daban el apelativo de “azurbeltzak” a los liberales. Literalmente esa
expresión se puede traducir como “huesos negros” o “médula negra”. A veces el
apelativo se resumía con un simple “beltzak”. Es decir, “negros”. Se ha discutido mucho
sobre el significado de ese insulto. Una de las interpretaciones es que los carlistas
querían dar a entender que el Liberalismo, como si fuera una especie de enfermedad,
había podrido hasta la médula a sus enemigos.
Por lo que respecta al grito “Hor gira gu”, que he traducido como “Aquí estamos
nosotros”, era un desafío habitual entre las bandas de jóvenes rurales para provocar

76
peleas entre ellos. El voluntario carlista que lo lanza en la novela, evidentemente, se
toma la guerra con el mismo espíritu.

(3) ¡¡¡ Toca, Gabilondo, toca, toca la señal de ataque, muchacho!!!.

(4) Literalmente “relincho”. Grito de alegría o de desafío.

(5) El calibre 30-30 de Winchester no se fabrica industrialmente hasta unos años


después pero, claro, el narrador omnisciente, además de hablar desde el futuro posterior
a 1876 conociendo aspectos tales como el nombramiento de duque de Mandas que
conseguirá Fermín Lasala y Collado también años después, trata de describir un rifle
tipo Winchester de características especiales, en absoluto uno de los del tipo estándar
habitual en 1876.

Capítulo 3

(1) ¿Qué demontres pasa?.

(2) No es nada. Los granadas carlistas de nuevo. Váyase a dormir, madam.

(3). Literalmente, “hombres-lobo del demonio”.

(4) Verdugos. Se trata de un insulto funesto en el habla popular del País Vasco. Uno de
los peores y más ofensivos.

(5) ¡¡Cállese señora, o de lo contrario nos veremos en el Juzgado!!.

(6) Señor cabo, en el Juzgado, de momento, los que deberían estar son usted y sus
guardias, o mejor en el frente... Aquí no están haciendo nada.

77
(7) Si, señor inspector.

78

Anda mungkin juga menyukai