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Por todo ello, la investigación más fecunda acerca del Nacionalismo es la que se esboza
en las páginas de Mater Dolorosa referentes a Una Identidad en busca de objetivos,
¿Para qué sirve la nación?, La “política de prestigio” de O'Donell, ¿Estado opresor o
Estado débil?. Estos son los temas que le dan auténtico nervio a la cuestión. De hecho,
un “desastre” como el 98 provoca un desánimo en las masas del sentimiento nacional
porque éste debe ser, por su misma razón de sentimiento, orgullo patrio que los
gobernantes dotaron, en previsión de las crisis, de educación, servicio militar, símbolos y
monumentos.
A este desprestigio había que encontrarle un remedo y los nacionalismos periféricos, que
poco antes habían comenzado a surgir, por razones diversas, comenzaron a tener
pujanza. Pero vuelvo a mi tesis inicial, al nacionalismo, el amor a la patria, no es más que
una situación de conveniencia que acrisola en un sentimiento justificador de aquella
conveniencia. Así, el entonces balbuciente nacionalismo vasco tenía sus orígenes en un
proyecto común, mas o menos enraizado en la sociedad vasca, de valores carlistas, es
decir, opuestos al progreso material y añorantes de la vuelta a pequeñas comunidades, a
la tribu, a una melancolía añorante de la política del avestruz. En todo caso, un proyecto
común distinto del resto de la sociedad española. El caso catalán, en cambio, hunde sus
raíces en el desarrollo industrial diferencial con el resto de España. Su situación
geográfica privilegiada con respecto a Europa le hace ser casi lugar de tránsito obligado
para todo el librecambio mercantil exportador e importador. Los réditos que le devienen
por su insolidaridad están en el meollo de su nacionalismo. La lengua, el “seny”, el folclore
y ciertas costumbres no son más que apoyos artificiales para justificar que forman una
nación distinta aunque la historia lo desmienta. Por ello insisto en habla de sentimiento
nacional en lugar de nacionalismo.
Y, por eso es tan importante la cohesión social si queremos hacer nación. La cohesión
social es el fruto, muchas veces coercitivo, de aplicar el proyecto común. Este proyecto
común es inexistente desde la óptica del relativismo. No tiene otro sentido que la
profundización de las libertades cívicas y su mantenimiento. En nuestro caso, es lo que
denominamos la civilización occidental de raigambres judeo-cristianas y, aún dentro de
ésta, ciertas tradiciones diferentes según los países las acrisolan como naciones. Y esa
civilización es la que nos ha traído el nivel de libertad que ahora disfrutamos.
Hay, pues, dos peligros en mantener ese nivel de libertad que debe ser, según mi criterio,
la única base para defender la nación: uno interno y otro externo. El interno proviene de
todos aquellos que hacen mofa de las conquistas en pro de la dignidad humana e incurren
en el relativismo moral y, como consecuencia necesaria, en la igualdad de las
civilizaciones; y, el segundo, exterior, proveniente del flujo migratorio que, asombrados de
la actitud relativista de los gobernantes y de parte de los gobernados, antes aludida, ya
no hacen esfuerzo alguno en integrarse en el país de acogida (al tiempo de preguntarse
por su superioridad económica) sino que intentan, y consiguen poco a poco, enraizar sus
instituciones importadas desmembrando la cohesión social. Por duro que parezca
Hutchington tiene razón, tanto cuando habla de El choque de las civilizaciones como de la
inmigración hispana en Estados Unidos en ¿Quienes somos?. Y es que la identidad en
tanto una cierta cohesión de cultura y valores es necesaria para la construcción de la
nación.
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