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Taller de Vinos

y Creación
literaria

Agosto 2010
Jesús Nieves Montero

Primer Tiempo
Poesía y vinos
espumosos
El poeta busca una verdad estética y no sólo
representar el mundo con palabras sino modelarlo,
crearlo
Ítaca, Konstantínos Kaváfis.
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca

debes rogar que el viaje sea largo,

lleno de peripecias, lleno de experiencias.

No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,

ni la cólera del airado Posidón.

Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta

si tu pensamiento es elevado, si una exquisita

emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.

Los lestrigones y los cíclopes

y el feroz Posidón no podrán encontrarte

si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,

si tu alma no los conjura ante ti.

Debes rogar que el viaje sea largo,

que sean muchos los días de verano;

que te vean arribar con gozo, alegremente,

a puertos que tú antes ignorabas.

Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,

y comprar unas bellas mercancías:

madreperlas, coral, ébano, y ámbar,

y perfumes placenteros de mil clases.

Acude a muchas ciudades del Egipto


para aprender, y aprender de quienes saben.

Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:

llegar allí, he aquí tu destino.

Mas no hagas con prisas tu camino;

mejor será que dure muchos años,

y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,

rico de cuanto habrás ganado en el camino.

No has de esperar que Ítaca te enriquezca:

Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.

Sin ellas, jamás habrías partido;

mas no tiene otra cosa que ofrecerte.

Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.

Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,

sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.


Soneto al vino, Jorge Luis Borges
¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa

conjunción de los astros, en qué secreto día

que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa

y singular idea de inventar la alegría?

Con otoños de oro la inventaron. El vino

fluye rojo a lo largo de las generaciones

como el río del tiempo y en el arduo camino

nos prodiga su música, su fuego y sus leones.

En la noche del júbilo o en la jornada adversa

exalta la alegría o mitiga el espanto

y el ditirambo nuevo que este día le canto

otrora lo cantaron el árabe y el persa.

Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia

como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.


Segundo
Tiempo
Ensayo y vinos
blancos
“El ensayo es la fiesta conceptual de la subjetividad”

Armando Rojas Guardia


De Demócrito y Heráclito, Michel de Montaigne
Es el juicio un instrumento necesario en el examen toda clase de
asuntos, por eso yo lo ejercito en toda ocasión en estos Ensayos. Si se
trata de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo en ella
mi discernimiento, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo
encuentro demasiado profundo para mi estatura, me detengo en la
orilla. El convencimiento de no poder ir más allá es un signo del valor del
juicio, y de los de mayor consideración. A veces imagino dar cuerpo a un
asunto baladí o insignificante, buscando en qué apoyarlo y consolidarlo;
otras, mis reflexiones pasan de un asunto noble y discutido en que nada
nuevo puede hallarse, puesto que el camino está tan trillado, que no hay
más recurso que seguir la pista que otros recorrieron. En los primeros el
juicio se encuentra como a sus anchas, escoge el camino que mejor se le
antoja, y entre mil senderos delibera que éste o aquél son los más
convenientes. Elijo de preferencia el primer argumento; todos para mí
son igualmente buenos, y nunca formo el designio de agotar los asuntos,
pues ninguno se ofrece por entero a mi consideración: no declaran otro
tanto los que nos prometen tratar todos los aspectos de las cosas. De
cien carices que cada una ofrece, escojo uno, ya para acariciarlo
solamente, ya para desflorarlo, a veces para penetrar hasta la médula;
reflexiono sobre las cosas, no con amplitud, sino con toda la profundidad
de que soy capaz, y las más de las veces tiendo a examinarlas por el
lado más inusitado que ofrecen. Aventuraríame a tratar a fondo de
alguna materia si me conociera menos y tuviera una idea errónea de mi
valer. Desparramando aquí una frase, allá otra, como partes separadas
del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no estoy obligado a ser
perfecto ni a concentrarme en una sola materia; varío cuando bien me
place, entregándome a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera
habitual, que es la ignorancia.

Todo movimiento de nuestra alma nos denuncia; la de César, que se


deja ver cuando dirige y ordena la batalla de Farsalia, muéstrase
también cuando a ocupan sus recreos y sus amores. Júzgase del valer de
un caballo, no sólo al verle correr sobre la pista, sino también cuando
marcha al paso y hasta cuando reposa en la caballeriza.

Entre las distintas funciones del alma, las hay bajas y mezquinas; quien
en el ejercicio de ellas no la considera y examina, dejará de conocerla
por entero. A veces mejor se la profundiza en sus acciones simples,
porque el ímpetu de las pasiones la agita y lleva a sus más elevados
movimientos; únase a esto que nuestra alma se emplea por entero en
cada una de nuestras acciones y que nunca la ocupa más de una sola
cosa a la vez y en ella pone todo el ser de cada individuo. Consideradas
las cosas en sí mismas, acaso tengan su peso, medida y condición, pero
desde el instante en que se relacionan con nosotros, el alma las
acomoda a su manera de ser. La muerte, que a Cicerón estremece,
Catón la desea, y es indiferente para Sócrates. La salud, la conciencia,
la autoridad, la ciencia, las riquezas, la belleza y sus contrarios, se
despojan, recibiendo del alma, al entrar en ella, nueva vestidura, y
adoptando el matiz que la place: moreno, claro, verde, obscuro, agrio,
dulce, profundo, superficial, el que más en armonía está con las distintas
almas, pues éstas no pusieron de acuerdo sus estilos, reglas y formas;
cada una es en su estado soberana. ¿Por qué no nos fundamentamos
más en nuestros juicios, en las cualidades externas de las cosas? En
nosotros estriba darnos cuenta de ellas. Nuestro bien y nuestro mal no
dependen sino de nosotros. Hagámonos donación a nosotros mismos de
nuestras ofrendas y deseos, en manera alguna a la fortuna; ésta es
impotente contra el poderío de nuestra vida moral, pues la arrastra
consigo la moldea a su forma. ¿Por qué no he de juzgar yo de Alejandro
cuando se encuentra en la mesa, conversando y bebiendo a saciedad, o
cuando juega a las damas? ¿Qué cuerda de su espíritu deja de poner en
actividad este juego necio y pueril? yo le odio y le huyo porque no es tal
juego, porque nos preocupa de un modo demasiado serio, y porque me
avergüenzo de fijar en él la atención, que, empleada de otro modo,
bastaría a hacer algo para que valiera la pena. No se tomó mayor
trabajo para organizar su expedición gloriosa a las Indias; ni ningún otro
que se propone resolver una cuestión de la cual depende la salvación
del género humano. Ved cómo nuestra alma abulta y engrandece
aquella diversión ridícula; ved cómo absorbe todas sus facultades; con
cuánta amplitud proporciona a cada uno los medios de conocerse y de
juzgar rectamente de sí mismo. Yo no me veo ni me examino nunca de
una manera más cabal que cuando juego a las damas: ¿qué pasión no
saca a la superficie ese juego?, la cólera, el despecho, el odio, la
impaciencia; una ambición vehemente de salir victorioso, allí donde
sería más natural salir vencido, pues la primacía singular por cima del
común de las gentes no dice bien en un hombre de honor tratándose de
cosas frívolas. Y lo que digo en este ejemplo puede amplificarse a todos
los demás; cada ocupación en que el hombre se emplea, acusa y
descubre sus cualidades por entero.

Demócrito y Heráclito eran dos filósofos, de los cuales el primero,


encantando vana y ridícula la humana naturaleza, se presentaba ante el
público con rostro burlón y risueño. Heráclito, sintiendo compasión y
piedad por nuestra misma naturaleza, estaba constantemente triste y
tenía sus ojos bañados de lágrimas:

“Desde el momento en que había puesto el pie fuera de casa, uno reía y
otro lloraba”. Juvenal

Yo me inclino mejor a la actitud del primer filósofo, no porque sea más


agradable reír que llorar, sino porque lo primero supone mayor
menosprecio que lo segundo; y creo que dado lo poco de nuestro valer,
jamás el desdén igualara lo desdeñado. La conmiseración y la queja
implican alguna estimación de la cosa que se lamenta; al contrario
acontece con aquello de que nos burlamos, a lo cual no concedemos
valor ni importancia alguna. En el hombre hay menos maldad que
vanidad; menos malicia que estupidez: no estamos tan afligidos por el
mal como provistos de nulidad; no somos tan dignos de lástima como de
desdén. Así Diógenes, que bromeaba consigo mismo dentro de su tonel,
y que se burlaba hasta del gran Alejandro, como nos tenía en el
concepto de moscas o de vejigas infladas, era juez más desabrido e
implacable, y por consiguiente más diestro a mi manera de ver, que
Timón, el que recibió por sobrenombre el aborrecedor del género
humano, pues aquello que odiamos es porque nos interesa todavía.
Timón nos deseaba el mal, se apasionaba con ansia por nuestra ruina, y
oía nuestra conversación como cosa dañosa, por creernos depravados y
perversos. Demócrito considerábanos tan poca cosa, que jamás
podríamos ni ponerle de mal humor ni modificarle con nuestro contagio;
abandonaba nuestra compañía, no por temor, sino por desdén hacia
nuestro trato. Ni siquiera nos creía capaces de practicar el bien ni de
perpetrar el mal.

De igual parecer fue Statilio contestando a Bruto, que le invitaba tomar


arte en la conspiración contra César. Bien que creyera la empresa justa,
entendía que no valía la pena molestarse por los hombres; que éstos no
eran dignos de tanto, conforme a la doctrina de Hegesias, el cual decía:
«El filósofo no debe hacer nada por los demás, sólo por sí mismo debe
interesarse; solo él es digno de que hagan algo por él.» Aquella
respuesta está también de acuerdo con la opinión de Teodoro, quien
estimaba injusto que el hombre perfecto corriera ningún riesgo por bien
de su país, puesto que de correrlo se expone a perder la filosofía en
beneficio de la locura. Nuestra propia y peculiar condición es tan risible
como ridícula.

Apuntes sobre literatura, vino y erotismo, Jesús


Nieves Montero
Cada vez que me siento a conversar con un especialista del mundo del
vino, en algún momento me refiere su carácter “social”: ‘el vino
convoca’, me dijo una vez Hugo Sabogal de Wines of Argentina, y es la
forma como resume ese conjunto de repeticiones que no llegan a ser
redundantes.

Pero en esas conversaciones, en la formalidad de los eventos y las


catas, parece escapar el otro lado del vino, el que más lo vincula con los
sentidos. Por eso celebro lo que le dijo alguna vez Juliette Gréco, la
llamada “Musa de los existencialistas” a Le Figaro: “catar un vino es
como abrazar. La emoción del vino es comparable al amor carnal. El vino
tiene un efecto erótico en las personas. Es un objeto de sensualidad, de
reencuentro”. Son frases que, sin el peso absoluto de las leyes
científicas, ya confirman lo que cualquiera que bebe vinos y lee libros
sabe: que ambos son un placer sensual.

Ni se lee sólo con los ojos ni se degusta sólo con nariz y boca porque,
cuando Gatsby se queda mirando la luz verde en las noches, alejado de
las fiestas de las cuales era anfitrión, leemos también con el corazón y
con los poros que se erizan de emoción y envidia a la idolatría que
sentía por Daisy. Y cuando probamos un sorbo de una botella de hace
diez, quince, veinte o más años, también degustamos con la memoria
que acaricia las impresiones asociadas a esos años, recuerdos vividos,
imaginados —leídos acaso— de las jornadas de vendimia y del reposo
arrobador de la madera y luego la severidad y solemnidad del corcho y
el vidrio.

Vino es placer, vino es descubrimiento. Porque las botellas, como los


libros, ya contienen en sí todo lo que pueden ser pero el éxito al
descifrar sus complejidades depende, y no puede ser de otra forma, de
quien se acerca a ellas. La botella y el libro se dejan cortejar en los
primeros sorbos, las primeras páginas. La botella y el libro tienen un
atractivo contenido o provocador, delicado o voluptuoso. La botella y el
libro desean ser desnudados, a veces invitan a hacerlo, a veces esperan
por una osadía. La botella y el libro quieren ser revelados pero no de
cualquier manera sino siguiendo los rituales que son, a la vez,
ancestrales y profundamente vigentes. La botella y el libro cederán ante
quien persevera y se abrirán a una entrega tan total que sólo un
resumen somero puede registrarse con palabras. El resto forma parte de
esas vaguedades etéreas y fundamentales que van conservándose en la
memoria y se perderán después de nuestro último instante cuando
dejemos de respirar.

Por la intensidad que satura los momentos, el amante, como el


entusiasta del vino, puede sin duda alguna hablar de sus placeres,
referirlos, pero con prudencia, porque ambos son artes ocultos y aunque
se quisiera compartir toda la iluminación, todo el placer que se tiene en
el encuentro íntimo, sólo quedaría una caricatura que, seguramente, es
más propia de quien nada ha vivido y se limita apenas a fantasear con
aquello que, envidioso, sabe que otros experimentan.
Por eso en vino el la Biblia y El Corán, Las mil y una noches y El Quijote,
Homero y Hemingway, Petronio y Borges. Por eso el vino en la antesala
de la cena romántica, como contrapunto de la gastronomía o como plato
fuerte, con su presencia líquida que desde el cosquilleo de las burbujas
en el paladar hasta el firme dulzor de un Porto, pasando por el tacto
sedoso y la reverberación de los buenos blancos, tintos o rosados, abre
los sentidos como quien comienza a aprender un nuevo idioma y graba
las primeras palabras que, con el tiempo, podrá utilizar en oraciones.

Entonces, erotismo, vino y literatura no es leer un par de poemas y


tomar un par de copas para desinhibirnos y ser, breves minutos, otros a
quienes no les apena la indulgencia de la carne. Erotismo, vino y
literatura, para quien se detiene a presenciar, para quien asiste, es un
viaje inevitable a nuestro centro, allí donde reposan nuestras noblezas y
vilezas, desde donde surgen los gestos destinados a tatuar nuestra
memoria.
Tercer Tiempo
Cuento y vinos tintos
jóvenes
Nuestra vida es, constantemente, una narración

El barril de amontillado, Edgar Allan Poe


Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero
cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la
naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que
pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo
sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la
misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro
por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar
impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo
perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta
deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato


motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué,
como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir
que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la
vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un


hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se
enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos
tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su
entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión
requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses
y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus
compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos
añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería
extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se
refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión
compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a


mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido
mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje
muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con
un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de
verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel
momento.

-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro


afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he
recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno
Carnaval!

-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer
la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin
consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la
ocasión.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado!

-Y he de pagarlo.

-¡Amontillado!

-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a
Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...

-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir
con el de usted.

-Vamos, vamos allá.

-¿Adónde?

-A sus bodegas.

-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que


tiene usted algún compromiso. Luchesi...

-No tengo ningún compromiso. Vamos.

-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que
tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están
materialmente cubiertas de salitre.

-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han


engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda


negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por
él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado
para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo
no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para
que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra
lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en
cuanto volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y


le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el
abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una
larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al
seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos,
uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los
Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico


resonaban a cada una de sus zancadas.

-¿Y el barril? -preguntó.

-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones
que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban


las lágrimas de la embriaguez.

-¿Salitre? -me preguntó, por fin.

-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos


minutos.

-No es nada -dijo por último.

-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa,


amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz,
como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que
mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no
quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive
Luchesi...
-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me
moriré de tos.

-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle


sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le
defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una


larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.

-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y


me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

-Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.

-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.

-He olvidado cuáles eran sus armas.

-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente
rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

-¡Muy bien! -dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó


mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por
montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a
los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo,
esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera
musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las
gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted.
Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de


medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago.
Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al
aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

-¿No comprende usted? -preguntó.

-No -le contesté.

-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

-¿Cómo?

-¿No pertenece usted a la masonería?

-Sí, sí -dije-; sí, sí.

-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

-Un masón -repliqué.

-A ver, un signo -dijo.

-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de


albañil.

-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por
el amontillado.

-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de


nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del


amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas,
bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una
profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que
brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase
otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos
humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de
nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del


mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían
esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta
altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el
desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de
unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de
seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado,
sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes
pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se
apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de


penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía
distinguir el fondo.

-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y


seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su


paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después
había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos
argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos
pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de
pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia.
Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir
el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que
regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo;
pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su


asombro.

-Cierto -repliqué-, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que


antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al
descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con
estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la
entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de
albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se
había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un
gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el
grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado
silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la
cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se
prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él,
interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se
apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé
sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba
entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la
antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la
figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del


hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia
atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé


a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión
bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de
piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté
entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los
vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por
callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a


las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad
de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar.
Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la
posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que
me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con
dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos
reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je,
je, je!

-El amontillado -dije.

-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán
esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

-Sí -dije-; vámonos ya.

-¡Por el amor de Dios, Montresor!


-Sí -dije-; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me


impacienté y llamé en alta voz:

-¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

-¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que


quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo.
Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de
las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos
esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa.
Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared.
Durante medio siglo, nadie los ha tocado. ¡En paz descanse!

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