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‘Traduccién de Rossana Reyes LA MISERIA DE NUESTRA BELLA EPOCA LESZEK KOLAKOWSKI 1 primer automévil con motor de combustién j podia alcanzar una velocidad que apenas reba- | la de un buen caballo. La locomotora a | vapor era un poco mas répida. Hace poco lefamos | que se trabaja en la construccién de un automévil | que cruzaré la barrera del sonido. Desde el nacimien- | to de la especie humana hasta la mitad del siglo XIX, la velocidad del movimiento habia permanecido es- tancada y s6lo mejoré un poco hacia el fin del siglo. Vemos una aceleracién similar en miltiples domi- nios de la civilisacién. Con inquietud antes que con | agradable excitacién, seguimos las curvas del creci- miento —algunas de ellas exponenciales— en los di- | ferentes aspectos de la vida: la poblacién humana sobre el planeta, la masa de los productos nocivos en el aire y los tfos, la criminalidad violenta 0 no vio- lenta, la velocidad, la produccién de libros, periédi- os, pel{culas, el niimero de canales de televisi6n, las metrépolis gigantes ingobernables, las universidades gigantes ingobernables, los aeropuertos enormes, y ensamos preocupados en el porvenir. Las extrapola- ciones son ciertamente féciles, pero poco titiles, por- que podemos estar seguros de que esas curvas, en su mayorfa, no pueden avanzar indefinidamente; pue- den transformarse en curvas S o bien venirse abajo de manera catastréfica. Normalmente no saberios qué solucién es més probable; de todos modos, los Pronésticos de los demégrafos y los quimicos no son tranquilizadores. Un ejemplo muy sencillo. Imaginemos que un dia la poblacién de China y de la India alcance el mismo nivel de vida que Europa del Este, y las mismas liber- tades civiles. Todos los ciudadanos de esos dos pafses —que actualmente suman cerca de dos mil millo- | nes— querrén visitar Inglaterra una vez en su vida, lo | cual no es un deseo extravagante. Y ahora calcule- mos: cudntos aeropuertos de la dimensién de Heath- row habr& que construir para que esto sea posible? Pero no, no se construirdn esos aeropuertos: es irrea- lizable. Los suefios de los chinos y los hindiies nunca se hardin realidad. Bertrand Russell dijo que sus hijos habfan nacido en el siglo XX, por lo que jams sabrian lo que es la | 22 Vusura 247 Junto pe 1997 felicidad. Nuestra primera reaccién a una observa- cién asf es responder que la felicidad quiz4 sea una palabra precisa para describir la vida de las clases su- periores en la Inglaterra victoriana, pero quién sabe si los sectores pobres de dicha sociedad recordarfan esa época con la misma nostalgia. Esta respuesta serfa natural, trivial incluso, pero si se la examina con més atencién, no es del todo convincente. Cierto que ni el dolor ni la felicidad son cuantificables —ya sea que imaginemos la felicidad como un estado positive del espiritu o simplemente, siguiendo a Schopen- hauer, como la pura ausencia de sufrimiento. Pero un rhpido vistazo a este siglo en vias de desaparicién no sugiere al sentido comiin que la masa global del sufri- miento haya disminuido en comparacién con el pre- cedente, ni siquiera si incluimos en nuestra ecuacién imaginaria todo lo que las ciencias médicas han he- cho para aliviar el dolor fisico. Podemnos decir casi sin titubeos que en ningtin siglo se habfa masacrado a tanta gente, en niimeros absolutas y relativos: por medio de las armas en las dos grandes guerras y los cientos de guerras locales, en los campos de extermi- nio o por hambre. Nuestro siglo no invent el geno- cidio pero si la palabra para nombrarlo, y con todo | derecho, puesto que las técnicas para matar han he- cho enormes progresos. Vale la pena notar que estas masacres a gran escala pueden llevarse a cabo de cualquier forma, y no necesitan de las cdmaras de gas de la Alemania nazi ni de la hambruna artificial en la Ucrania soviética; los instrumentos pueden ser muy simples, los machetes, como hemos visto reciente- mente en Africa. El arte de torturar florece, y en una escala impresionante, como vemos en los informes procedentes de las prisiones y los campos de concen- tracién chinos. 1Por qué he comenzado mi reflexién con un co- mentario sobre los progresos en la velocidad de des- plazamiento? Es plausible pensar que este progreso fuera uno de los factores decisivos tanto en los cam- bios en el estilo de vida de las sociedades modernas como en su mentalidad, y que ha contribuido en gran medida a esa pérdida de la comunidad que todo el mundo deplora hoy, pérdida a la cual se atribuyen, no sin raz6n, las calamidades mayores de nuestra ci- vilizacion, asf como sus glorias, por otra parte. De to- dos modos es verdad que esas lamentaciones ya han durado mds de doscientos afios y que comenzaron en la época en que los habitantes de las regiones mas avanzadas del mundo se desplazaban al mismo paso que sus antepasados neoliticos. La nica contribu- ciGn de los dltimos decenios a esas quejas consiste en. que se les ha dado un nuevo nombre —ese comuni- tarismo que no es més que esas mismas quejas, y el sufijo “ismo", que debe sugerir vagamente (y falsa- mente) que los usuarios de esa palabra saben lo que hay que hacer para regresar al tiempo y restauras la belleza del pasado. Sf, las quejas son comprensibles y bien fundadas, pero ia pérdida parece redhibitoria, irremediable. Conocemos la anti-ciencia ficcién, ‘cuyos autores suefian con el retorno a la vida senci- la anterior a la electricidad (la secta Amish en Pensylvania, una rama radical de los menonitas ho- landeses, vive efectivamente sin electricidad, sin au- tomoviles ni tractores, trabajando sus campos con utensilios manuales y no sobreviven mal, aunque es probable que su mentalidad también se haya deteni- do en el siglo XVII). Recordamos las deliciosas pelf- culas anti-progreso de Jacques Tati, y de ellas, una ue relata las aventuras de un cartero a quien le han dicho que hay que imitar los logros de los norteame- ricanos, as{ que le da duro a los pedales de su bicicle- ta repitiendo enérgicamente: “jrapides, rapidez!” ‘Ahora bien: es la rapides la que acaba con el es- pacio mitoldgico, el espacio sagrado y estructurado; este espacio, nos repetia sin cesar el maestro Mircea Eliade, habfa sido una condicién bajo la cual el uni- verso revelaba a la gente su sentido secreto. En el es- pacio mitolégico la gente percibe las leyes, las normas fundamentales de la vida en cuanto leyes inscritas en fa constituciGn misma del ser y no libre- mente establecidas pot los hombres. Esta creencia en el derecho natural también la hemos perdido (0 destruido). Y la hemos perdido, en. gran medida, mucho antes de que el progreso técnico | nos diera esa velocidad vertiginosa de la que nos ufa- rnamos. Fue la Ilustraci6n la que destruyé esta creen- cia, y con ello nos quité la base de nuestra seguridad moral, y no tardé en quitarnos también la de la segu- ridad cognitiva: las dos fueron saboteadas por el ra- cionalismo escéptico. Entonces ;hay que condenar a la Ilustracién? Hay muchos que lo hacen, sobre todo —pero no exclusi- vamente— desde la perspectiva cristiana (Eric Vo- geline es tal ver el més conocido de ellos, el més radical y el més violento). Desde esta perspectiva, la IustraciGn se define fundamentalmente por su hos- tilidad hacia la tradici6n cristiana. Es un proyecto idélacra y semignéstico del autosaludo intramunda- no del hombre; cualquier reconciliacién de la Hlus- traciGn con el cristianismo es impensable. Fue la Iustracién la que, al elevar al hombre a la condicién del creador potencialmente omnipotente, lo degradé efectivamente al nivel animal; la distincién entre el bien y el mal fue reemplazada por criterios utilita- tos. Los vinculos fundamentales que habfan sosteni- do la comunidad humana —Ia familia la religign— fueron ridiculizados 0 rotos con violencia. En resu- men, la Ilustracign es la gran catéstrofe cultural. La reduccidn de la existencia humana a su marco natu- ral, donde las personas fueran perfectamente inter- cambiables como los ladrillos en una pared, se convirtié finalmente en la base de la esclavirud tora- litaria en el siglo XX. ‘Aungue se ha difundido bastante la costumbre de buscar en la Ilustracién el origen de todas las mise- rias y horrores de nuestro siglo, no es en absoluto universal, ni siquiera en la literatura cristiana. En ocasiones se subraya que aun cuando, en efecto, las ideas rectoras de la llustracién hayan sido pronun- ciadas o preconizadas en un contexto no-cristiano, incluso anticristiano, su origen historico fue eristia- no —as{ la idea de los derechos del hombre y de la igualdad de los sexos, pero no la libertad religiosa, no la libertad de palabra. Puede imaginarse entre ambas tuna confrontacidn que no serfa amistosa, desde lve- 0, aunque sf libre de odio. {Se puede? Todavia no es seguro, ni contando con bastante buena voluntad. Si se reduce la definicisn de la Ilustraci6n a su m{nimo kantiano, en aparien- cia inocente —sapere aude—*; vemos un nicleo in- tratable del conflicto permanente. Ese lema, una vez desarrollado en toda su plenitud, implica no s6lo que la razén tiene el derecho de penetrar donde lo dese, sino que ademas tiene el monopolio de decidir sobre la legitimidad de todas las preguntas y todas las res- puestas que puedan aparecer en nuestro pensamien- to, y que los eriterios de legitimidad se establecen a partir del corpus de las ciencias tal y como existen en tun momento dado. Es verdad que esta doctrina cien- tista (no cientifica) fue necesaria para la expansién de los conocimientos cientificos, pero era evidence que se enfrentaba al cristianismo, a toda religisn, pues toda religin extrae su fuerza y su legitimidad de la tradici6n heredada y de la revelacién divina. No hay religiGn racional, y si hay una religiOn racionalis- ‘aes la llustracion. La autonombrada secularizacién 0, més exacta- mente, la difusién de la indiferencia con respecto a la fe no se explica, creo, por el choque entre el con- tenido de la ciencia y el de la fe. Es cierto, claro est, que tales fricciones —que hoy la Iglesia lamenta mu- * En el valor de usar tu propta raxén Junio pe 1997 VurtTa 24723 chfsimo— se manifestaron draméticamente en el pa- sado; pero, por lo que toca a la mayorfa, no somos es- pfritus imbuidos del rigor cientifico en nuestra forma de pensar; somos supersticiosos, las creencias absur- das u horribles se expanden sin obstéculos en todo el mundo, inclusive entre las clases educadas. Por otro | lado, leemos muchos libros producidos por los hom- | bres de ciencia, los verdaderos fisicos, que nos expli- | can que la fisica y la cosmologia modernas, lejos de | refutar la creencia en Dios, proporcionan argumen- tos fuertes en su favor. Quizé se trata entonces de otra cosa, y més sencilla. Es la jerarqufa de las necesi- dades y de las satisfacciones la que ha cambiado. Las iencias nos entregan bienes visibles y mesurables; la | fe, los beneficios espirituales, invisibles, la confianza en la vida, la certeza de estar bajo la tutela de la Pro- videncia, pero no nos hace mds ricos en los benefi- ios terrestres. Y aunque esta mutacin mental no | estd, desde luego, libre de costos, estamos dispuestos a pagarlos. Pero resulta que vemos a la Ilustracién volverse contra sf misma. Retrospectivamente, podemos ras- trear esta pulsin suicida hasta el siglo XVIII, hasta David Hume: las reglas del empirismo, tal y como las construy6, se convirtieron finalmente en el funda- mento del nihilismo epistemolégico que no ve ningu- na razon para proteger o preservar el concepto mismo de verdad en la acepcién recibida. Si s6lo por razones | précticas se permite formular sobre el mundo juicios | que se aventuren més alld de las percepciones singu- lares, la idea de la verdad, en efecto, no sirve para ns- da, los criterios utilitarios son perfectamente suficientes tanto en la ciencia como en la vida coti- diana. Pero la Ilustraci6n, segdin su percepciGn de sf | misma, era la bisqueda valerosa y rigurosa de la ver- dad —la verdad hasta el final, segtin el mismo David Hume—, verdad opuesta a las supersticiones religio- $25, a los mitos cristianos, ala tradicion o la historia | como una fuente de la certeza. Hoy vemos que esa lu- | cha por la verdad en la cultura laica ha llegado a un | impasse cultural en donde, con las manos vactas, so- mos confrontados con la ausencia de la verdad, con su degradacién, en las corrientes pragmatistas, con una vieja supersticiGn. Pero esta misma filosoffa que hha matado a la verdad, preconiza la tolerancia ilimi- tada ante todo tipo de “juegos lingatsticos” (es decir creencias, opiniones, sentimientos, doctrinas) que parecen ttiles a la gente. El resultado se encuentra en. la sentencia de Karl Kraus: Alles ist wahr und auch das Gegentel, todo es verdad y también lo contrario. Esta muerta la verdad? No nos apresuremos a un veredicto asf. Tantos componentes de nuestra civili- zacién han estado no s6lo condenados a muerte, sino efectivamente guillotinados, y luego los vemos bien viivos y rebosando salud. ¢Cuéntas veces no se nos ha 24 VuetTa 247 Junto DE 1997 anunciado, con trigico gesto, que la novela ha muer- to! Ahora, no hay nada de eso; no s6lo aparecen nue- vas novelas después de la ejecucién, sino que hay entre ellas obras muy buenas. ;Desde cufndo hemos afirmado que la pincura figurativa habfa expirado de muerte violenta, apufialada por la fotografia? Para nada, antes bien fue la fotografia la que desarroll6 un nuevo dominio del arte. 7Y la filosoffa, la metafisica? Devastada, aniquilada un dfa tras otro, por razones muy variadas: por los empiristas del siglo XVIII, por Hegel, por Marx, por los positivistas de todos los co- lores, por Wittgenstein, y tantos otros que no men- ciono. Y luego la pobre jovencita masacrada se levanta, despreocupada, sin darse cuenta de que aca ba de morir, y camina (no sabe hacia dénde, de acuerdo, ni nadie lo sabe, pero ése es otro problema) Y eso no es todo. Nos han dicho, esta vez con el gesto sabi, erudito, cientifico (por supuesto) que el hombre ya no existe, que no hay més que estructuras. O bien que la palabra “yo” no se refiere a nada, no tiene objeto. El fin de la historia, del amor, de la ide- ologia... cadaveres por doquier, necr6polis por do- | quier. Ni siquiera Dios, asesinado por Zaratustra hace mds de un siglo —y ademas derribado mil veces antes y después de Nietzsche—, da la impresién de un ca- ver enterrado desde hace mucho tiempo: al contra- to, en ocasiones se vale de los mismos seres humanos para exterminar a sus enemigos. ‘A veces nos explican: decir que la novela esté muerta o que la pintura figurativa esté muerta no quiere decir forzosamente que nadie volveré a publi- car novelas y que nadie volvers a pintar cuadros, sino que ya no habré un Flaubert, un Tolstoi, un Proust, como tampoco habré ya un Velasquez ni un Rem- brand. Y bien, que Flaubere, Proust y Rembrandt ya no estdin vivos, en eso estamos de acuerdo. Pero que no hay y ya nunca més habr4 obras de arte compara- bles en la fuerza de la imaginacién es algo que no est probado ni es comprobable. No se puede imitar a Flaubert o a Rembrandt, pues por definicién no re- sultarfan més que cosas mediocres dado que todo gran artista es tinico; pero la imaginacién artistica es- 1 en obra, aun si los grandes talentos se encuentran ‘con mis dificultades para abrirse camino en la infini- dad de mediocridades. En pocas palabras, nuestra vida cultural es inten sa, vigorosa, interesante. ;De donde, pues, viene nuestra ansiedad, nuestra tristeza, nuestro descon- cierto, nuestro malestar? Las iglesias nos dicen: es porque han olvidado a Dios. Pero no es en absoluto claro dénde estén las causas, dénde estén los efectos. “Han olvidado a Dios porque les molesta. Es incémo- do. Les impone deberes que les parecen pesados aun cuando no sean nada pesados.” “Pero no —podemos responder—, Dios no es incsmodo, al contrario. Nos dda la paz espiritual, la certeza, el sentimiento de vivir en un universo dotado de sentido, cuyo destino es el bien, aun cuando esto sea muy dificil de ver en la experiencia. Y en cuanto a los deberes, claro esti, todos somos pecadores, igual que nuestros antepasa- dos, pero ellos se las arreglaron bastante bien, y lo- graron un acuerdo con el cielo, y nosotros podrfamos hacer lo mismo: creer en Dios, pero no hasta el pun- to de creer que todas sus exigencias nos comprome- ten seriamente.” Por lo demés, el olvido de Dios est mucho me- | nos avanzado de lo que a menudo se nos dice. Los | socidlogos han criticado en innumerables ocasiones | la idea de un movimiento victorioso e ineluctable de autonombrada secularizacién ¢ indican que, fuera de Europa Occidental, este proceso no es observable a | gran escala, que en todas partes hay contracorrien- tes, a veces —pero no siempre— hostiles a la moder- nidad, y que usualmente son las formas tradicionales de la teligiosidad las que vencen, no las que s¢ es | fuerzan en hacer concesiones importantes a la Tlus- | traci6n. ero nuestra ansiedad espicitual, nuestros temores son bien reales. Tal vez nosotros mismos no sabemos qué tememos. Incluso si hacemos a un lado todas las calamidades, de sobra conocidas, de la ciudad con- tempordinea —el envenenamiento de la tiera, a cri- minalidad, el ruido, la pérdida de la autoridad de las politicas y de los partidos, la corrupcién en los gobiernos, las drogas— nada parece establecido en ‘nuestra vida mental, todo esté a prueba; la religion, aun si creemos, ya no es confiable, la ciencia se ha vuelto incomprensible para la enorme mayoria y copuesta a la intuicién tan arraigada en nosotros; en la historia todo parece cuestionable y sujeto a revi- sién. La velocidad vertiginosa en todas las formas de la vida nos proporciona, sin embargo, vias de fuga. Podemos preguntar: quién tiene necesidad de 70 ca- nales de televisién? La respuesta esponténea de que nadie los necesita es de inmediato impugnada: al contrario, casi todos los necesitamos, pues ésa es la manera de huir de un “no sé qué” hacia un “no sé qué", 0 quia4 del absurdo hacia el absurdo. La inseguridad es indudablemente el estigma de la época. Y hay que emplear esa palabra en sus tres acepciones al mismo tiempo: una marca distintiva, una huella vergonzosa en la frente de un criminal, tuna herida mistica. Hemos vivido las experiencias de los regtmenes totalitarios; lo que nos han ofrecido de nuevo no es el genocidio, ni siquiera el genocidio ideoldgico, sino ‘més bien la técnica eficaz de la expropiacién total de | la mente del hombre; esto no era posible, claro esté, | mis que si el poder despético lograba concentrar per- fectamente el control politico, econémico y cultural | (sistemas de informacién y de educacién, el arte, la literatura, etc.). Esa clase de tirana probablemente no fuera posible antes; la Europa medieval siempre conservé, pese a las pretensiones semi-teocriticas de la Iglesia, la distincién entre el poder civil y el ecle- sidstico, y afortunadamente no invents la planifica- cién econémica central; si hubiera hecho este descubrimiento, la época moderna, incluida la llus- tracién, probablemente nunca hubiera nacido. No hay respuesta convincente a la pregunta de ‘por qué los regimenes totalitarios surgieron en nues- tto siglo. Es plausible pensar que entre sus condicio- nes necesarias se encontraban los cambios que dieron a las masas el acceso a la participacién en los procesos politicos, que entonces el desarrollo de la democracia en el periodo precedente hizo posible el nacimiento del monstruo antidemocritico. ‘A veces nos preguntamos si la experiencia totali- taria atin puede repetirse, o si es peculiar a nuestro si- glo brutal. Por un lado, esto parece improbable, pues el control total de los sistemas de informacién —una condicin absoluta del totalitarismo— no es factible, ‘ya que todos los instrumentos de la llamada revolu- cién informatica estén dispersos, se encuentran en. manos de los individuos. Por otra parte, nos hemos acostumbrado a creer que el mercado libre y las insti- tuciones democréticas —incluidos el pluralismo po- litico y religioso— corren parejas, uno es impensable sin otro. Tenemos, es verdad, el contraejemplo de China, donde la barbarie totalitaria coexiste con el mercado, pero podemos consolamos con que es cues- tion de pocos afios y hay que esperar que el mercado finalmente obligue 2 los cambios democréticos. Tal vex. Por el momento vemos c6mo el mercado libre mundial trabaja para China: la masa enorme de los exclavos de ese pats produce todo tipo de mercanctas a cambio de casi nada; en consecuencia, esas mer- cane{as son invencibles por la competencia; as el ‘mercado libre funciona para beneficio de un régimen totalitario y de la esclavitud. Pero atin si dejamos de lado esta cuestin, la idea de que las amenazas totalitarias han quedado defini- tivamente detrds nos parece temeraria. Es verdad que las victorias recientes de la democracia en Euro- pa Central y del Este, y también en América Latina, asf como la estabilidad de las instituciones de la ¢0- cledad abierta en el mundo civilizado nos inspiran confianza: jes el camino que tomard nuestra especie! Tal ves, pero no es seguro. Todos sabemos que nues- tra época es brutal, pero igualmente hedonista; y ol- | vidamos facilmente que la libertad nunca esta garantizada para siempre, que exige una vigilancia incesante y el valor para defenderla. Sigue habiendo cen nuestras sociedades fuerzas dispuestas a destrui pueden parecer de poca importancia por el momen: Junio ve 1997 Vuetra 24725, to, pero en caso de una calamidad econémica 0 so- | nudo inocentes: no hay nada de malo en la hor y el cial son capaces de crecer instanténeamente; ya lo martllo, simples instrumentos de trabajo de campesi- ‘hemos visto. Y los cataclismos pueden tse por un sinndmero de causas. Nos hemos acostumbrado a la generosidad del welfare state, del Estado de bienes- tar, y cada ver exigimos més y més bienes y servicios del Estado. Sin embargo se nos dice que esa carga se volveré cada vez menos soportable por razones de- mogréficas, y que, por el contrario, habré que limitar considerablemente esa generosidad en el futuro pré- ximo. Nadie ha Hlegado con una idea razonable sobre lo que debe hacerse con las ciudades enormes y en expansi6n en el mundo entero, las concentracio- nes explosivas de la mise- ria extrema. La presién de Ia poblacién creciente so- bre los recursos limitados del agua y el terreno siem- pre pueden provocar gue- tras. La expansién del mercado produce iniqui- dades flagrantes y, por lo tanto, también una ma- sa peligrosa de envidia — uno de los sentimientos que engendran gran ener- fa social. Y poco importa la ideo- logta, pues depende de las circunstancias accidenta- les. Hemnos aprendido que de todo material ideolégi- co puede hacerse un garro- te para someter a la gente: Dios, el del Viejo Testa- mento, o inchiso —es diff- cil, pero factible— Jesucristo, el Cord, por supuesto, la igualdad, el radiante futuro socialista, la raza, la tribu y la nacién (sobre todo la nacién, lo ‘vemos a diario). La Razén misma no tuvo dificulta- des en servir al terror re- volucionario, tanto entre los jacobinos como entre Jos bolcheviques. La Ius- traci6n, el romanticismo, la religién —todo es bue- no. Y no importa qué sfm- bolo tomemos de los que ‘estén a mano; los simbo- Jos en sf mismos son a me- 26 Vusita 247 Junio DE 1997 ‘nos y artesanos durante siglos; pero en cierta configu- | racién, son el signo de la tiranfa soviética. Nada tiene de malo la cruz gamada, signo que se encuentra en las culturas antiguas, prehelénicas y precoloma | nas; pero para nosotros ha quedado asociada irresisti- ‘blemente con las atrocidades de los nazis. Ast que, tepito, las ideologtas y los sfmbolos no son imporrantes, la ideologia a menudo es més débil | que sus portadores, sus aspiraciones ¢ intereses. Nues- tro cielo nunca esti sin nubes, siempre esté asf. <<

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