Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Gobernantes mexicanos, II: 1911-2000
Gobernantes mexicanos, II: 1911-2000
Gobernantes mexicanos, II: 1911-2000
Ebook951 pages13 hours

Gobernantes mexicanos, II: 1911-2000

Rating: 3 out of 5 stars

3/5

()

Read preview

About this ebook

El investigador reunió a un grupo de especialistas para estudiar la naturaleza del presidencialismo en México y comparar las políticas de quienes gobernaron el país a lo largo de los siglos XIX y XX, con hincapié en su relación con el Poder Legislativo. Este segundo tomo está dedicado a quienes gobernaron México en el siglo XX y toca a personajes tan contradictorios como fascinantes: Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines, Gustavo Díaz Ordaz y aun Carlos Salinas de Gortari. Al estudiarlos es ineludible analizar a la nación que los colocó en el poder.
LanguageEspañol
Release dateSep 25, 2015
ISBN9786071632708
Gobernantes mexicanos, II: 1911-2000

Related to Gobernantes mexicanos, II

Related ebooks

Latin America History For You

View More

Related articles

Reviews for Gobernantes mexicanos, II

Rating: 3 out of 5 stars
3/5

2 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Gobernantes mexicanos, II - Will Fowler

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    GOBERNANTES MEXICANOS
    II: 1911-2000

    GOBERNANTES

    MEXICANOS

    II: 1911-2000

    WILL FOWLER

    Coordinador

    Primera edición (INEHRM), 2004

    Primera edición (FCE), 2008

    Primera edición electrónica, 2015

    Diseño de portada: Laura Esponda / Bernardo Recámier

    En la portada: Palacio Nacional. Reproducción autorizada por el Instituto

    Nacional de Antropología e Historia. Fotografía de Laura Esponda Aguilar

    D. R. © 2008, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-3270-8 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    Presentación, Will Fowler

    Introducción: El presidencialismo en México, Will Fowler

    Presidencia de Madero: fracaso de una democracia liberal, Javier Garciadiego

    Victoriano Huerta: un militar de carrera en la institución presidencial, Josefina Mac Gregor

    Carranza y el inicio de los gobiernos revolucionarios, Javier Garciadiego

    Adolfo de la Huerta, Pedro Castro

    Álvaro Obregón y la tradición autoritaria en la política mexicana (1912-1928), Abdiel Oñate

    Los claroscuros de la presidencia de Plutarco Elías Calles: ¿el hombre fuerte de los años veinte?, Georgette José Valenzuela

    Pascual Ortiz Rubio: ¿un presidente a la medida del Jefe Máximo?, Verónica Oikión Solano

    Lázaro Cárdenas, Alan Knight

    Manuel Ávila Camacho: el preámbulo del constructivismo revolucionario, Rafael Loyola Díaz

    El modelo económico de la presidencia de Miguel Alemán, Ma. Antonia Martínez

    Los años maravillosos: Adolfo Ruiz Cortines, Ariel Rodríguez Kuri

    Gustavo Díaz Ordaz: las insuficiencias de la presidencia autoritaria, Soledad Loaeza

    Las mujeres detrás de la silla presidencial mexicana en el siglo XX, Sara Sefchovich

    José López Portillo: la ruptura del pacto revolucionario, Germán Pérez Fernández del Castillo

    Renovación moral y cambio estructural. La persistencia de la crisis en la presidencia de Miguel de la Madrid, José Francisco Parra

    Carlos Salinas de Gortari, Rob Aitken

    Ernesto Zedillo: la presidencia contenida, Rogelio Hernández Rodríguez

    Bibliografía

    Índice onomástico y temático

    CRÉDITOS ICONOGRÁFICOS

    La reproducción de las imágenes que aparecen en esta obra ha sido autorizada por el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y las personas que se mencionan, de acuerdo con la relación que sigue:

    Francisco I. Madero (p. 27), INEHRM

    Victoriano Huerta (p. 47), INAH

    Venustiano Carranza p. 65), INEHRM

    Adolfo de la Huerta (p. 85), INEHRM

    Álvaro Obregón, ca. 1920 (p. 105), INAH

    Plutarco Elías Calles (p. 133), INEHRM

    Pascual Ortiz Rubio (p. 161), INEHRM

    Lázaro Cárdenas (p. 179), INEHRM

    Manuel Ávila Camacho (p. 210), INEHRM

    Miguel Alemán (p. 227), INEHRM

    Adolfo Ruiz Cortines (p. 263), cortesía de la familia Cervantes Laing

    Gustavo Díaz Ordaz (p. 287), INEHRM

    Francisco Madero y esposa (p. 337), INEHRM

    José López Portillo (p. 365), INEHRM

    Miguel de la Madrid (p. 391), INEHRM

    Ernesto Zedillo (p. 457), INEHRM

    Carlos Salinas de Gortari (p. 423), Archivo Héctor Herrera

    Silla presidencial (portada), Archivo Héctor Herrera

    PRESENTACIÓN

    La idea de unir a un grupo de especialistas para indagar la naturaleza del presidencialismo en México surgió en el otoño de 2000. Me pareció que podría ser provechoso comparar las políticas adoptadas por una selección de presidentes a lo largo de los siglos XIX y XX, haciendo hincapié en su relación con el poder legislativo. En aquel momento las expectativas y esperanzas puestas en la victoria electoral de Vicente Fox Quesada parecían confirmar la noción de que, a pesar de casi 200 años de historia constitucional, se seguía viendo la figura del presidente en términos casi mesiánicos, como si la solución a todos los problemas del país pudiera depender de la voluntad o el talento de un solo individuo.

    Las constituciones de México plantean claramente, desde la carta magna de Apatzingán de 1814 a la vigente de 1917, una visión política que resalta la importancia y el poder de los ramos legislativos y que busca definir y limitar los que pertenecen al ejecutivo. Según las constituciones fundamentales de México, el presidente es quien promulga y ejecuta las leyes; el Congreso de la Unión las expide. Sin embargo, con sólo echar un vistazo superficial a la experiencia del fenómeno del presidencialismo en México se hace sobradamente evidente que la realidad ha sido otra. Desde Guadalupe Victoria hasta ahora, los presidentes de México han encontrado maneras de liderar, dirigir y gobernar el país con un carácter marcado y distintivo, basado en gran medida en acciones y resoluciones que han ido más allá de esa limitada función promulgadora y ejecutora. No cabe duda de que una mayoría (quizá inquietante) de electores ha votado, una y otra vez, a favor o en contra de candidatos presidenciales como si éstos existieran fuera o más allá del contexto político en que han estado y están forzados a lidiar con partidos, leyes y presiones tanto externas como internas. Esta dicotomía, dualidad, ambigüedad o paradoja en un país donde se prohíbe la reelección del presidente al mismo tiempo que se esperan milagros de él, encuentra múltiples expresiones en las diferentes presidencias estudiadas aquí.

    Respondiendo a mi interés en el tema, pude reunir a un grupo de historiadores en una mesa sobre presidentes mexicanos, organizada como parte del Congreso Anual de la Society for Latin American Studies del Reino Unido, efectuado en la Universidad de Birmingham del 6 al 8 de abril de 2001. En aquel simposio, como reflejo de mis propias obsesiones, dominó por completo el siglo XIX con conferencias sobre Antonio López de Santa Anna, Anastasio Bustamante, Benito Juárez, Porfirio Díaz y las mujeres que participaron en la vida privada de estos máximos dirigentes. La calidad de las conferencias y el nivel del debate que suscitaron nos convencieron a quienes tuvimos el privilegio de participar en el encuentro de que era necesario ampliar los parámetros temáticos de nuestra indagación, incorporando trabajos que abarcaran un número más nutrido y representativo de presidentes y que incluyeran las últimas propuestas revisionistas que han tomado casi por asalto la historiografía en la última década. Fue entonces cuando Javier Garciadiego tuvo la visión y la iniciativa de organizar una serie de actos en México que complementaran los hallazgos de Birmingham, incorporando la investigación de un excelente grupo de académicos al proyecto que se había iniciado en 2000.

    Se realizó entonces, el 4 de octubre de 2003, en Monterrey, la XI Reunión de Historiadores Mexicanos, Estadunidenses y Canadienses, donde 10 historiadores y politólogos expusieron sus interpretaciones en torno de un número mucho más representativo de presidentes, con especial atención en el siglo XX. Este encuentro fue sucedido por el foro La historia de México a través de sus presidentes, realizado del 7 al 9 de octubre de 2003 en el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM) y que se estructuró con base en tres sesiones: Construir la nación, 1821-1911, Revolución y posrevolución, 1911-1940 y El México contemporáneo, 1940-2000.

    Basado en una selección de los trabajos presentados en los coloquios de Birmingham, Monterrey y México, más otros ensayos que fueron escritos con este libro en mente, coordiné la obra colectiva Presidentes mexicanos, que publicó el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana en noviembre de 2004. En ella procuré ofrecer, en dos tomos, una muestra significativa y representativa de las experiencias gubernamentales de 21 presidentes mexicanos, más dos capítulos sobre las primeras damas que los acompañaron. La acogida que tuvo la obra fue gratamente positiva. No sólo la crítica y la prensa fueron generosas con nosotros —la primera edición se agotó a finales de enero de 2005—; Javier Garciadiego, entonces director del INEHRM y ahora de El Colegio de México, promovió la reimpresión de la obra, que salió en abril de 2005, y me sugirió que considerara la posibilidad de una segunda edición ampliada en la que se cubrieran las ausencias de la primera.

    Es cierto que en la edición inicial no aparecían todos los presidentes de México (siguen sin estar todos en esta nueva edición). Además, como el libro se centraba en presidentes y no en mandatarios o gobernantes, tampoco se incluían los dos emperadores: Agustín de Iturbide (1822-1823) y Maximiliano de Habsburgo (1864-1867); ahora sí están incorporados. Entonces tampoco fue posible ofrecer una historia total de los presidentes de México ni lo ha sido ahora. Sin embargo, al releer los excelentes ensayos de mis colegas, tanto los 25 capítulos originales como los 11 nuevos que se agregan a esta nueva edición, estoy convencido de que las ausencias o deficiencias no menoscaban lo que son dos tomos provocadores, intrigantes y eruditos sobre lo que ha significado ser gobernante mexicano a lo largo de dos siglos.

    A Javier Garciadiego agradezco la visión que tuvo de convertir en un proyecto de esta magnitud lo que fue una tímida indagación sobre el fenómeno del presidencialismo mexicano en el siglo XIX. También debo agradecer al subdirector de Producción Editorial del INEHRM, Ulises Martínez Flores, y a su compañera de trabajo, Sandra Luna, por el excelente cuidado con el que fue publicada la primera edición. Vuelvo a agradecer a la Arts and Humanities Research Board (AHRB) de Gran Bretaña haberme otorgado la beca que, al extender mi sabático por un año (2003-2004), me concedió el tiempo preciso para coordinar los volúmenes de la primera edición de forma satisfactoria.

    Por último, debo otro agradecimiento, esta vez a Paola Morán Leyva, editora de Humanidades en el Fondo de Cultura Económica, pues desde que tuve el placer de conocerla en la primavera de 2004 me ha ayudado a buscar maneras de difundir la investigación que se genera en el campo de la historia mexicana, de mi parte y de mis colegas, a través de la que sigue siendo una de las editoriales de mayor renombre en el mundo hispánico: el Fondo de Cultura Económica. Paola me animó a perseverar en el trabajo de coordinación de esta nueva y ampliada edición y se ha cerciorado de que los nuevos volúmenes estén tan bien cuidados. También le doy gracias a sus sucesores José Vergara y Nelly Palafox por asegurarse de que estos dos tomos hayan sido publicados sin demora, al equipo del Fondo, y en general a todas las personas que contribuyeron a que esta nueva edición resultara una obra tan interesante e inspiradora.

    WILL FOWLER

    Universidad de St. Andrews

    INTRODUCCIÓN

    El presidencialismo en México

    WILL FOWLER

    Universidad de St. Andrews

    EL PRESIDENTE MEXICANO:

    ¿HOMBRE FUERTE O SERVIDOR DE LA NACIÓN?

    Antes de ofrecer una definición de lo que es el presidencialismo y de cómo este fenómeno político vino a plantearse dentro de los múltiples y cambiantes contextos de la historia moderna de México, es esencial preguntarse qué se entiende cuando se habla de un presidente. ¿Cuáles son y fueron las funciones, responsabilidades, poderes, derechos y características que buscamos y buscaron los mexicanos en un presidente desde que se forjó la primera constitución republicana en 1814? Esta pregunta tan básica se muestra increíblemente compleja a la hora de intentar una respuesta coherente y contundente. ¿Un presidente es un líder, un portavoz o un gestor? Cuando acudimos a las urnas y emitimos nuestro voto, aun sabiendo que puede haber fraude electoral o que nuestro sufragio podría no ser efectivo, ¿qué nos motiva a escoger un candidato presidencial y no otro? (Y utilizo aquí un vocablo masculino porque en la época que nos concierne [1824-2000] no hubo presidentas.)

    Es posible que busquemos una figura paterna, un tlatoani, un déspota ilustrado, una figura benévola aunque autoritaria, que decida por nosotros, que nos guíe con su probada sabiduría y experiencia y que incluso nos haga sufrir por nuestro bien, que sepa lo que hace falta para que el país progrese, mejore, salga adelante. En tal caso, no nos preocupa que peligren ciertos valores representativo-democráticos que posiblemente sostengamos en términos teóricos. En la práctica, a la hora de la realidad, especialmente en épocas de crisis (¿cuándo no hemos estado en época de crisis?) puede ser que prefiramos un hombre fuerte, un hombre de acción, un reformador que cumpla con sus promesas, aun si ello significa otorgarle poderes extraordinarios, darle carta blanca al poder ejecutivo. El presidente, en este caso, debe ser un hombre con poder, que esté en una posición de mando desde donde pueda determinar qué camino seguir sin que le aten las manos constituciones restrictivas, con congresos pleiteadores y quejumbrosos. Votamos por el individuo y no por su partido, facción, camarilla, movimiento o logia masónica. Votamos si es época de elecciones libres, pero si no, pues aprobamos el dedazo correspondiente, el pronunciamiento exitoso, el cuartelazo o la revolución que le dan las facultades requeridas a nuestro líder para gobernarnos. Y lo apoyamos a él y le confiamos el poder para que disponga de él como mejor le parezca, porque creemos en él, en sus dotes de liderazgo, en su conocimiento profundo de las necesidades y costumbres del país, porque él y sólo él es capaz de salvar a la nación, renovarla, modernizarla, de forma casi mesiánica, milagrosa. El presidente es aquí un mago, un genio, un santo o un mal menor.

    Por otro lado, es igual de probable que no queramos a un presidente autoritario y busquemos, por el contrario, a uno que sepa escuchar. En este caso, el presidente que queremos es uno que respeta las leyes, que obedece al Congreso aunque no esté conforme con sus propuestas, porque en última instancia es en el Congreso donde se encuentran nuestros representantes, en plural, en lo que es, a fin de cuentas, una república extensa, heterogénea, multirregional y multiétnica. Al dar prioridad al poder legislativo, la función del presidente no es tanto la de guiar, sino la de ejecutar las órdenes y reformas planteadas por diputados y aprobadas por senadores. Por lo tanto, no queremos un líder mandón sino uno que sepa traducir a la realidad los deseos del Congreso. El presidente, en este caso, es transparente, es un realizador, actor, negociador, árbitro; es un ejecutor que sirve al legislativo. Es alguien que sabe escuchar, moderar y, finalmente, servir a la nación, limitándose a cumplir con lo que el Congreso mande. Es por ello que esta clase de presidente no puede tener una personalidad desbordante, ni tener ideas fijas. Al ser su función la de ejecutar, como jefe de Estado cuya máxima responsabilidad es encaminar al país por donde mejor le parezca al poder legislativo, debe ser alguien desprovisto de tendencias políticas tajantes, extremas, inflexibles; debe tratarse de una figura imparcial, un administrador-gestor eficaz, eficiente y honesto, que hace frente al mundo y a sus propios ciudadanos como el portavoz apolítico e imparcial de un gobierno verdaderamente nacional, representativo y soberano. La verdad es que es difícil hallar a este último presidente en la historia de México. Y, sin embargo, al leer las constituciones de la nación se advierte que ésta es la clase de presidente que concibieron quienes las elaboraron.

    La mejor manera de entender lo que es un presidente, en el contexto particular de México, es analizando primero cómo se han interpretado sus funciones, desde 1814, en las constituciones. Después es necesario centrarse en las acciones de los presidentes mismos y tener en cuenta esa visión popular tan difícil de determinar con exactitud —expresada por medio de la prensa, los votos, las manifestaciones y las revueltas— que pareciera contradecir u oponerse a los tenores básicos de los sistemas políticos creados. Las constituciones de 1814, 1824, 1836, 1843, 1857 y 1917 ofrecen un esquema muy particular de lo que se debería esperar de un presidente mexicano. El comportamiento de los presidentes en ciertas coyunturas, en especial los más aclamados y queridos en su momento (Benito Juárez y Lázaro Cárdenas, por ejemplo), nos plantea, paradójicamente, otra versión de sus responsabilidades. Lo que puede deducirse del comportamiento del pueblo en algunas encrucijadas específicas de la historia —tal como se expresó en las urnas, en motines o a través de panfletos y periódicos populares— ofrece un complejo, e incluso esquizofrénico, entendimiento de la función del primer mandatario de la República. Lo interesante que se debe resaltar es la tensión o dialéctica que surge desde que Agustín de Iturbide asciende al poder en 1821 hasta que Ernesto Zedillo completa su sexenio en 2000, a saber: la paradójica necesidad del pueblo mexicano de tener un gobernante fuerte y un Congreso fuerte al mismo tiempo. Dicho de otra manera, pareciera que los mexicanos quieren evitar el arribo al poder de líderes prepotentes, pero se rebelan contra los que, por acatar las órdenes del Congreso, son tildados de débiles. No queremos un tirano, pero sí queremos un presidente fuerte. Como le dice el personaje de María Luisa de Loa a Juan Jacobo Casanova en la novela Quince uñas y Casanova aventureros, de Leopoldo Zamora Plowes: En México, cuando los gobernantes son honrados pasan por tontos; cuando enérgicos, por déspotas.¹ El presidencialismo en México no es otra cosa que una expresión de esta paradoja.

    EL PRESIDENTE EN LAS CONSTITUCIONES DE MÉXICO

    Ya en la Constitución de Apatzingán de 1814 se resaltaba que el Supremo Congreso Mexicano era el cuerpo representativo de la soberanía del pueblo. Es más, si se estudia el capítulo VIII de dicha carta magna, se evidencia que correspondían al Congreso, al poder legislativo, todas las atribuciones fundamentales para gobernar al país que estaba por nacer. A manera de ejemplo, éstas incluían: elegir los individuos del Supremo Gobierno (art. 103), nombrar los ministros públicos (art. 104), elegir a los generales de división (art. 105), examinar y discutir los proyectos de ley […] [más] sancionar las leyes, interpretarlas y derogarlas en caso necesario (art. 106), declarar la guerra (art. 108), arreglar los gastos del Gobierno (art. 113), examinar y aprobar las cuentas […] de la hacienda pública (art. 114) y finalmente, ejercer todas las demás facultades que le concede expresamente este decreto (art. 122). El Supremo Gobierno estaría compuesto de tres individuos, para evitar que alguno de ellos pudiera hacerse del poder como dictador o caudillo, y ninguno podría ser reelegido (arts. 132 y 135). Por si no fuera bastante claro lo que el Congreso de Chilpancingo pensaba sobre los poderes limitados que debían atribuirse al Ejecutivo, en los artículos 170, 171 y 172 se remarcaba que se sujetará el Supremo Gobierno a las leyes y reglamentos que adoptare o sancionare el Congreso, que en lo que toca al ramo militar […] el Congreso dicta […] por lo que [el Supremo Gobierno] no podrá derogar, interpretar ni alterar ninguno de sus capítulos, de la misma manera que en lo referente a hacienda, no se le permite proponer proyectos de decreto.²

    En la Constitución de 1824 poco había cambiado al respecto. Se abandonaba el modelo del triunvirato para adoptar uno en el que había un presidente, pero se mantenía la norma de la no reelección (art. 77). El presidente podía hacer al Congreso las propuestas o reformas de ley que crea conducentes al bien general (art. 105), pero quien determinaba si se aprobaban o no era el Congreso. Los artículos 110, 111 y 112 aseguraban que el poder ejecutivo estuviera bajo las órdenes del legislativo. La función primordial del presidente era publicar, circular y hacer guardar las leyes y decretos del Congreso General. La fórmula que debía usar al publicar las leyes y decretos demostraba en sí que era el Congreso General el que dictaba las medidas que regían a la república: El Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, a los habitantes de la República, sabed: que el Congreso General ha decretado lo siguiente (aquí el texto). Por tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento. Las restricciones de las facultades del presidente venían delineadas también: El presidente no podrá mandar en persona las fuerzas de mar y tierra, sin previo consentimiento del Congreso General; no podrá […] privar a ninguno de su libertad, ni imponerle pena alguna; no podrá ocupar la propiedad de ningún particular ni corporación; ni impedir las elecciones; ni sin permiso del Congreso, salir del territorio de la República.³

    Llegados a la Constitución de 1836 (las Siete Leyes), se había creado, además del Congreso, un cuarto poder, para decirlo de alguna manera, compuesto de cinco individuos, que llevó el nombre de Supremo Poder Conservador y cuya función primordial era arbitrar sobre las diferentes ramas de gobierno e impedir que el presidente gobernara de manera despótica (Segunda Ley). De todas formas, las leyes de la administración pública emanaban exclusivamente del Congreso General (Tercera Ley) y las atribuciones del presidente volvían a limitarse. Todas sus acciones se sometían al consentimiento del Congreso o al acuerdo con el Supremo Poder Conservador. Y además de estarle prohibidas las atribuciones decretadas en la Constitución de 1824, tampoco podía enajenar, ceder o permutar, ciudad, villa, lugar o parte alguna del territorio nacional; imponer por sí […] contribuciones de ninguna especie, e impedir o turbar las reuniones del poder conservador o negar el cumplimiento a sus resoluciones. Se resaltaba, además, que todo acto que autorizara el presidente, y que de alguna manera menoscabara el poder del Supremo Poder Conservador, sería nulo (Cuarta Ley).

    La Constitución de 1843, las llamadas Bases Orgánicas, aprobadas bajo el gobierno de Antonio López de Santa Anna, sustentadas a su vez en las Bases de Tacubaya de 1841, buscó darle más poder a la figura presidencial. Ahora la iniciativa de las leyes correspondía de igual forma al Presidente de la República, a los diputados y a las Asambleas departamentales en todas materias, y a la Suprema Corte de Justicia en lo relativo a la administración de su ramo (art. 53). Se determinaba también que al presidente le atañía la preservación del orden y tranquilidad en lo interior y la seguridad en lo exterior de la República. Y podía nombrar y remover libremente a los secretarios del despacho (arts. 85 y 86). De todas maneras, como quedaba reflejado en el artículo 65, seguía correspondiendo al Congreso la facultad de dictar, derogar, interpretar y dispensar la observancia de las leyes que rigieran a la nación. La función del presidente seguía limitándose, esencialmente, a sancionar y circular las resoluciones del legislativo. Se subrayaba entre sus obligaciones la de guardar la Constitución y las leyes y hacerlas guardar por toda clase de personas sin distinción alguna (art. 86).

    En la Constitución de 1857 se fortaleció al Congreso, haciéndolo unicamaral (ya no estaba, por lo tanto, el Senado para moderar el reformismo radical de la Cámara de Diputados). Las facultades y obligaciones del presidente, decretadas en el artículo 85, volvían a hacer hincapié en el hecho de que el ejecutivo debía promulgar y ejecutar las leyes que les pida el Congreso de la Unión, y que sus acciones estaban sujetas a ser aprobadas por el Congreso y con arreglo a las leyes.⁶ Había, sin embargo, un artículo en la Constitución de 1857 que, paradójicamente, otorgaba al ejecutivo la posibilidad de usar su discreción como ninguna de las constituciones anteriores había permitido. El artículo 29 decía: En los casos de invasión, perturbación grave de la paz pública, o cualesquiera otros que pongan a la sociedad en grande peligro o conflicto, solamente el presidente de la República, […] con aprobación del Congreso […] puede suspender las garantías otorgadas en esta Constitución.⁷ Irónicamente, fue la Constitución fraguada por la famosa generación de la Reforma la que dejó la puerta abierta para que el presidente, de manera enteramente constitucional, pudiera otorgarse poderes de emergencia, dejándolo, en momentos de crisis, dirigir al país de forma dictatorial. A decir de José Antonio Aguilar Rivera, la autoridad se había concentrado en la presidencia, a pesar de que oficialmente residía en el Congreso.⁸ Como nos lo recuerda Daniel Cosío Villegas, Juárez y Lerdo actuaron constitucionalmente para gobernar sin la Constitución.⁹

    Llegados a la Constitución vigente de 1917, el poder ejecutivo volvía a estar al servicio del poder legislativo. Al presidente se le daban seis años para ejercer su cargo y, como es bien sabido, no se le permitía la reelección, con lo que se evitaba la perpetuación en el poder de un solo individuo (art. 83). Se establecía que era atributo del Congreso nombrar a un presidente interino, sustituto o provisional, dependiendo de las circunstancias (art. 84). Sus obligaciones volvían a girar en torno a promulgar y ejecutar las leyes que expida el Congreso, nombrar secretarios, ministros y oficiales, con aprobación del Senado o con arreglo a las leyes; y se replicaba el sistema por el cual la mayoría de las acciones del presidente debía ser primero fijada, aprobada y ratificada por el Congreso.¹⁰ Ante esta realidad constitucional, no deja de sorprender que presidentes como Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas y Gustavo Díaz Ordaz hayan llegado a disponer del poder y la influencia que disfrutaron.

    EL PAPEL DEL PRESIDENCIALISMO EN MÉXICO: LAS PROPUESTAS DE ESTE LIBRO

    A pesar de que las constituciones de México han buscado limitar los poderes del presidente sometiéndolo al Congreso, el acontecer histórico del país a lo largo de casi dos siglos no se ha adecuado siempre a esta norma. De hecho, pareciera a veces que las constituciones pertenecieran a un mundo abstracto y esotérico, sin ninguna correspondencia con la realidad. Esto se deduce no sólo por la manera en que diversos presidentes (incluido al mismísimo Benito Juárez) abusaron de poderes extraordinarios y medidas extraconstitucionales para gobernar a la República, sino por la manera en que, una y otra vez, los mexicanos han condenado a aquellos magistrados que se limitaron a acatar las leyes fundamentales del país.

    El orden constitucional se ha visto repetidamente subvertido por los presidentes de México, ora porque la crisis exigía que el primer mandatario asumiera poderes de emergencia, ora porque hacía falta tomar las armas para salvar al país. Como se evidencia en los ensayos de Brian Hamnett, Georgette José Valenzuela, Alan Knight y Ariel Rodríguez Kuri sobre Benito Juárez, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas y Adolfo Ruiz Cortines, respectivamente, algunos de los presidentes mexicanos más célebres encontraron maneras sutiles (y constitucionales) de imponer su proyecto político. Otros, como ocurrió con Mariano Paredes y Arrillaga, Victoriano Huerta o Venustiano Carranza, analizados aquí por Miguel Soto, Josefina Mac Gregor y Javier Garciadiego, procuraron hacerlo, en primera instancia, mediante las armas. Sin embargo, aun en su caso, debe resaltarse su preferencia, una vez en el poder, por negociar con la clase política en lugar de seguir empleando la fuerza, y su determinación por dar legitimidad constitucional a sus gobiernos. Es ésta una paradoja que caracteriza la compleja experiencia presidencial mexicana; tanto que incluso Paredes y Arrillaga, Huerta y Carranza tuvieron que comprometer sus planes para afianzar su posición en el poder. Y es una gran ironía, si se toman en cuenta las conclusiones de los demás capítulos de este libro, el hecho de que un líder revolucionario como Carranza, un hombre fuerte en su momento, el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista que allanó el camino a la Constitución de 1917, acabara siendo visto como un presidente débil.

    La razón de lo anterior se halla, como lo muestran los ensayos de Timothy Anna, Catherine Andrews y Rogelio Hernández Rodríguez sobre Guadalupe Victoria, Anastasio Bustamante y Ernesto Zedillo, en lo siguiente: por lo general, a los presidentes que intentaron gobernar al país siguiendo políticas integracionistas (o amalgamacionistas, como se dijo en su momento), que buscaron el consenso respetando en lo posible la Constitución, se les consideró débiles e indecisos. La historia de los congresos de México demuestra que el poder legislativo, protegido por la Constitución, siempre ha sido una fuerza política importante, lo que no debe subestimarse al valorar los logros y decisiones de los presidentes de la República. Casi todos los capítulos de este libro, y en particular los de Alfredo Ávila, Josefina Zoraida Vázquez, Antonia Pi-Suñer Llorens, Felipe Ávila Espinosa y Javier Garciadiego, sobre Agustín de Iturbide, Antonio López de Santa Anna, Ignacio Comonfort, Francisco León de la Barra y Francisco I. Madero, muestran a los gobernantes enfrascados en un pleito continuo con los congresos de su época. Se podría decir que ningún presidente ganó esta batalla particular. Los que lograron imponerse fueron acusados de tiranos, déspotas, de asumir tendencias dictatoriales, de subvertir la Constitución, de carecer de legitimidad política. En contraparte, los que dejaron que el Congreso determinara que camino seguir fueron tildados de débiles, mancos de ideas, faltos de imaginación y visión, así como de títeres, necios y cobardes. El capítulo de Abdiel Oñate sobre Álvaro Obregón refleja claramente las ambigüedades, paradojas y sutilezas que caracterizan el fenómeno del presidencialismo. En el caso de Obregón, ¿fue un caudillo autoritario o un presidente constitucional que buscó la manera de gobernar el país por vías institucionales? Quizá su éxito se deba a que logró unir ambas cualidades, adaptando viejas prácticas a nuevas condiciones.

    Alan Knight distingue entre estas dos clases de presidente (lo que yo llamo aquí el hombre fuerte y el servidor de la nación), con los términos borbonistas o habsburgos. Los borbonistas, como Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas, Miguel Alemán, Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, fueron intervencionistas, reformistas, líderes fuertes, hombres de visión y acción, y no siempre se dejaron conducir por el poder legislativo o las normas constitucionales. Los habsburgos, como Manuel Ávila Camacho, Adolfo Ruiz Cortines y Ernesto Zedillo, prefirieron dejar que otros decidieran qué curso seguir; se limitaron a aprobar las mociones del Congreso y continuar con el proyecto impuesto por su antecesor. La influencia de los hombres fuertes ha provocado que los méritos de varios de sus sucesores pasen injustamente inadvertidos. Tal como queda demostrado en los capítulos de Reynaldo Sordo Cedeño, Antonia Pi-Suñer Llorens, Silvestre Villegas Revueltas, Pedro Castro, Verónica Oikión Solano y Rafael Loyola Díaz, sobre José Justo Corro, Sebastián Lerdo de Tejada, Manuel González, Adolfo de la Huerta, Pascual Ortiz Rubio y Manuel Ávila Camacho, a cada uno de ellos le tocó seguirle los pasos a presidentes discutiblemente borbónicos: Santa Anna, Juárez, Díaz, Carranza, Calles y Cárdenas. Sin embargo, un estudio de sus presidencias muestra que impulsaron reformas fundamentales y que, a pesar de haber quedado olvidados, en términos comparativos fueron autores de algunas de las medidas más exitosas de su época, atribuidas posteriormente a sus sucesores. El estudio de Alfredo Ávila sobre Vicente Guerrero comparte este planteamiento al refutar la vieja noción de que fue otro presidente habsburgo, es decir, manipulado y controlado por sus ministros y por un Congreso fuerte y radical. Incluso en los casos de presidentes que se han tenido como pasivos y débiles hallamos que, bajo la apariencia de la quietud y la humildad, hubo también personalidades fuertes capaces de orientar el gobierno como ellos querían. Su constitucionalismo y su actitud servicial no impidió, sin embargo, que sus contemporáneos y cierta historiografía los desacreditara por pusilánimes.

    Los trabajos de Josefina Zoraida Vázquez sobre Antonio López de Santa Anna —al referido a este último se añade mi capítulo sobre su tercera y cuarta presidencia— y de Paul Garner sobre Porfirio Díaz sirven para recordarnos que la historiografía ha tendido a culpar a ciertos presidentes de los males que acaecieron durante su gestión, cuando en realidad hubo otros responsables. También nos ayudan a ver que las personas evolucionamos y cambiamos con el tiempo, y que de la misma manera que la experiencia nos marca y puede hacernos llegar a renunciar a ciertas creencias, nos puede volver más duros, menos generosos, más cínicos, menos idealistas. Lo mismo les pasó a aquellos mandatarios que ocuparon la silla presidencial en numerosas ocasiones un largo periodo. Vázquez se centra en la primera presidencia de Santa Anna, mostrándolo como un hombre dinámico, liberal, no como el que enterró la primera reforma, ni quien impuso una república centralista. De hecho, estuvo muy poco tiempo al frente del gobierno, así que los trastornos que condujeron a la revuelta texana y el cambio de constitución no fueron propiciados por él, como se suele decir. Garner, de igual forma, demuestra lo injusta y desacertada que fue una serie de frases asociadas a Porfirio Díaz (pan o palo, poca política, mucha administración, "pax porfiriana, México, madre de extranjeros y madrastra de los mexicanos"), como si hubiera sido un presidente estático que no maduró con los años. Aunque nadie niega la brutalidad con la que el gobierno de Díaz, hacia sus últimos días, reprimió a los huelguistas de Río Blanco y Cananea, es indebida la tendencia a ver estos dos sucesos como representativos del largo periodo en que estuvo en el poder. Soledad Loaeza, Germán Pérez Fernández del Castillo y Rob Aitken comparten la visión de Garner en el sentido de que no se puede juzgar a un presidente y su gobierno con base en un solo hecho (ya sea la matanza de Tlatelolco en el caso de Díaz Ordaz, la crisis de la deuda en el de López Portillo o la rebelión zapatista de 1994 en el de Salinas).

    No debe subestimarse aquí el peso del presidencialismo en México ni el hecho de que la importancia concedida a la figura del presidente surge de una necesidad, o al menos de la percepción de una necesidad, por parte del pueblo. Sin importar las normas constitucionales que rigen al país, hay una predisposición a creer que un individuo puede gobernarlo por sí solo. Las decepciones que sobrevienen a partir de esta excesiva confianza en un solo individuo son, como sería de esperarse, mayúsculas. Las tragedias de Maximiliano y Madero sirven de ejemplos perfectos. De la misma manera se simplifican los problemas que afectan a un país: culpando al gobernante de todos los males experimentados en carne propia, como si una persona pudiera ser la causante de todo cuanto sucede en México. Los trabajos sobre Gustavo Díaz Ordaz y José López Portillo muestran con gran elocuencia que estos dos hombres no actuaron solos ni dirigieron el país dentro de una burbuja que los aislara de los gobiernos a los que pertenecieron, o bien de las influencias político-económicas tanto internas como foráneas, de sus contextos particulares. También resaltan la complicidad de las sociedades que les entregaron el poder. Aunque la máxima de que cada país tiene el gobierno que merece pudiera ser injusta, aplicada indistintamente a países con una larga tradición democrática y a otros condenados a sufrir bajo el yugo de dictaduras, no deja de tener una parte de verdad cuando vemos la manera en que el pueblo mexicano adoró a Antonio López de Santa Anna, o aceptó la legitimidad de las repetidas victorias del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Aunque pueda ser incómodo reconocerlo, presidentes como Díaz Ordaz y López Portillo subieron al poder y lograron mantenerse en él porque la indiferencia y la actitud apática de la mayoría lo permitieron. Luis Echeverría y Miguel de la Madrid sucedieron a Díaz Ordaz y a López Portillo, respectivamente, sin que cayera el gobierno o se mermara la hegemonía del PRI. No importaba que un número todavía indeterminado de estudiantes hubiera perdido la vida en la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 o que México no pudiera cumplir con el pago de la deuda externa en 1982.

    Factores internacionales también deben ser considerados. Los presidentes no actúan solos. Aparte de que está el Congreso con toda la responsabilidad política que le atañe, varios de los capítulos de este libro demuestran que ha habido siempre una correlación esencial entre el estado de la economía y el éxito, la estabilidad y la legitimidad del gobierno. Lo que también se evidencia, en ciertos casos, son las limitadas opciones que tuvieron algunos presidentes mexicanos, junto con sus gobiernos, a la hora de encontrar soluciones a las crisis económicas que tuvieron que afrontar. Los trabajos de Villegas Revueltas, Ávila Espinosa, Loyola Díaz, Ma. Antonia Martínez, Rodríguez Kuri, Pérez Fernández del Castillo, José Francisco Parra y Aitken, sobre los gobiernos de Manuel González, León de la Barra, Ávila Camacho, Alemán, Ruiz Cortines, López Portillo, Miguel de la Madrid y Salinas hacen todos hincapié en las circunstancias financieras. Es interesante resaltar que si bien en perspectiva pueden criticarse algunas de las políticas que estos mandatarios siguieron, no es imposible entender la lógica que los inspiró si se atiende al contexto en que fueron planteadas. Por ejemplo, en algunos casos las presiones externas de las grandes casas comerciales británicas, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial impidieron a los presidentes hacer siempre lo que querían.

    Así como no es conveniente analizar a los presidentes sin tomar en cuenta las circunstancias en que se movieron, tampoco lo es pasar por alto la influencia que ejercieron sobre ellos sus esposas. En los capítulos de Anne Staples y Sara Sefchovich sobre las primeras damas de México se evidencia hasta qué punto los presidentes se beneficiaron de los lazos económicos y sociales que establecieron casándose con mujeres de buena alcurnia, del apoyo emocional que recibieron de ellas en momentos de crisis y de las responsabilidades extraoficiales que cada una asumió al frente de sociedades caritativas. Sin que tengan una función constitucional, sin haber sido votadas o elegidas, sin duda se ha esperado cierta predisposición por parte de ellas a participar en la vida política del país. Esta percepción sirve para recordar una vez más, como se muestra a lo largo de este libro, que en México prevalece una larga tradición en el sentido de aceptar que existen al menos dos realidades políticas: una teórica, abstracta, basada en anhelos, sueños, deseos y conceptos constitucionalistas y otra afincada en la práctica, el empirismo, las necesidades del presente, las costumbres. En ninguna parte se estipula que la esposa del presidente tiene el deber de acompañar al mandatario en funciones estatales o de encabezar, por ejemplo, la colecta anual de la Cruz Roja Mexicana. Sin embargo, hay desasosiego cuando la primera dama no cumple con esta expectativa. En las constituciones de México se ha reiterado hasta la saciedad que la obligación primordial del presidente es promulgar y ejecutar las leyes que expida el Congreso. No obstante ha habido y continúa habiendo inquietud cuando el señor presidente se limita a hacer esto y no impone su voluntad sobre el legislativo.

    CONCLUSIÓN: REFLEXIONES INCONCLUSAS

    Un libro como éste, cuyo título resalta de por sí la importancia del individuo, anunciando que los estudios que contiene se centrarán en la figura del gobernante, podría haber ofrecido una serie de análisis personalistas, en la tradición del historiador decimonónico escocés Thomas Carlyle. Es cierto que la mayoría de los capítulos plantea interpretaciones políticas con importantes rasgos biográficos. Por ejemplo, Miguel Soto y Antonia Pi-Suñer Llorens nos obsequian un análisis de los cargos y las posturas políticas de Mariano Paredes y Arrillaga y Sebastián Lerdo de Tejada, respectivamente, antes de analizar sus gestiones. Josefina Mac Gregor hace lo mismo con el general Victoriano Huerta. Es un hecho que estudiar a los dirigentes de México sin tomar en cuenta sus contextos políticos es un ejercicio inútil. Por ello cada uno de los trabajos presta la debida atención a las coyunturas económicas que tuvieron que afrontar los presidentes mexicanos analizados. Las presiones internas y externas con las que lidiaron, las limitaciones constitucionales a las que estuvieron sometidos y las divisiones políticas que debieron superar merecen también un examen riguroso.

    En la obra se hace igualmente evidente la importancia de varios temas que, por ser recurrentes, entrelazan y unen los hallazgos de los diferentes trabajos. Las elecciones presidenciales, en la gestión de Mariano Arista, aspecto al que se enfoca el trabajo de Michael P. Costeloe, aparecen de forma seguida como tema de análisis a lo largo del libro. Entrados en la etapa propiamente presidencialista del periodo 1934-2000, lo relativo a las elecciones y la sucesión cobra una importancia imposible de desdeñar. De forma similar, en estos dos tomos reaparecen, una y otra vez, preguntas sobre la relación entre el presidencialismo y el autoritarismo, y entre el régimen y el sistema político mexicanos. La compleja dinámica que durante casi dos siglos ha caracterizado la relación entre el presidente o el gobernante y representantes de las regiones, del ejército, de la Iglesia, del empresariado, de los sindicatos y de las élites económicas se estudia de manera insistente en la mayoría de los capítulos.

    Sin embargo, las reflexiones de este libro siguen siendo inconclusas. Si hay algo que se puede sacar en claro es que el presidencialismo ha sido y es un fenómeno contradictorio y complejo. Mientras que la historia constitucional de México muestra un país obstinado en evitar la llegada al poder de caudillos prepotentes, limitando las atribuciones del presidente para resaltar la importancia del brazo legislativo, la historia de los presidentes demuestra que, en otro nivel, los mexicanos han buscado en sus mandatarios hombres fuertes, dispuestos a salvar, modernizar o hacer progresar al país, sin importar los medios.

    La larga permanencia del PRI en el poder no puede descartarse como una aberración. La aceptación pasiva del dedazo durante tantos años debe entenderse sobre la base de que se otorgue a cada quien la responsabilidad que tuvo en permitir la prolongación de este fenómeno. Debió haber una predisposición a tolerar y aceptar su legitimidad política. Si admitimos con Érika Pani que Maximiliano de Habsburgo fracasó porque no pudo fundar las bases de un poder estable o, dicho de otra manera, construir la legitimidad necesaria para contar con el apoyo del país, es posible decir que en aquellos casos en los cuales los gobernantes lograron sobrevivir en el poder fue porque sí supieron cómo legitimarse. El hecho de que, en algunos casos, pudiera argüirse que fue ni más ni menos la ilegitimidad la que fue legitimada, no debe distraernos de lo importante: tratar de entender cómo ocurrió esto. Los presidentes mexicanos fueron, gústenos aceptarlo o no, un reflejo bastante representativo de las sociedades que gobernaron. Al estudiarlos no nos limitamos a analizar las carreras de un grupo selecto de individuos; abarcamos a la nación mexicana (o naciones mexicanas) que les ayudó o les permitió alcanzar el poder y que los defendió o atacó por obedecer o subvertir la Constitución. Pareciera no del todo injusto concluir diciendo que esta dialéctica está todavía por resolverse. El pueblo mexicano sigue dividido entre querer dar prioridad a los hombres sobre las ideas, y a los individuos sobre las instituciones.

    ¹ Zamora, 1984, t. I, p. 371.

    ² Tena, 2002, pp. 36, 42-45, 49.

    ³ Tena, pp. 179, 182-184.

    Ibidem, pp. 222-230.

    ⁵ Tena, pp. 413-414, 417-418.

    Ibidem, pp. 616-622.

    Ibidem, pp. 610.

    ⁸ Aguilar Rivera, 2001, p. 250.

    ⁹ Cosío, 1957, p. 171.

    ¹⁰ Tena, 2002, pp. 852-856.

    PRESIDENCIA DE MADERO:

    FRACASO DE UNA DEMOCRACIA LIBERAL

    JAVIER GARCIADIEGO

    El Colegio de México

    LA PRESIDENCIA de Madero fue breve, de apenas 15 meses (noviembre de 1911 a febrero de 1913), y llena de claroscuros. Además, sirvió para concluir un proceso histórico, el Porfiriato, y para dar inicio a otro, el de los gobiernos revolucionarios. Con Madero comenzó México su siglo XX y su vida moderna. Sus antecedentes no facilitaban prever la importancia histórico-política que tendría, y su popularidad al asumir la presidencia no permitía imaginar la forma tan dramática como habría de terminar.

    Madero era miembro de una de las familias más acaudaladas del noreste del país y, hacia 1904, ante la sorpresa y el enojo de sus familiares mayores, comenzó a desarrollar actividades políticas opositoras, primero en los ámbitos local y regional, y luego, a partir de 1909, en el plano nacional. Para 1910, luego de un proceso de maduración política de casi siete años y en un contexto caracterizado por el envejecimiento de Porfirio Díaz, la escisión de la élite política entre científicos y reyistas, el alejamiento de los principales caudillos opositores —como Bernardo Reyes o Ricardo Flores Magón— y la repolitización de la sociedad, Madero pudo encabezar una inédita movilización social, la cual concluyó con la fundación del Partido Nacional Antirreeleccionista, que compitió en las elecciones con él como rival de don Porfirio.¹

    Luego de que los antirreeleccionistas alegaron haber padecido un obvio fraude electoral y graves represiones, Madero modificó radicalmente su estrategia, convocando a la rebelión armada como única posibilidad para derrocar a Porfirio Díaz. Tras una lucha que se prolongó de finales de noviembre de 1910 a finales de mayo de 1911, restringida básicamente a la zona rural del noroeste del país, y más incruenta que intensa,² renunció don Porfirio a la presidencia, dando inicio al gobierno interino de Francisco León de la Barra,³ según se acordó en los Tratados de Ciudad Juárez, por medio de los cuales se dio término a la victoriosa rebelión antiporfirista. El establecimiento del interinato de León de la Barra tenía tres objetivos: convocar y organizar nuevas elecciones presidenciales, desmovilizar a los rebeldes y legitimar la llegada de Madero a la presidencia.

    ¿Cuál fue la naturaleza del gobierno maderista? ¿Es cierto que con la salida de Díaz, la llegada de Madero se redujo a un cambio en la silla presidencial? ¿Era posible, acaso, que este cambio no produjera otras transformaciones en un sistema político en el que la figura personal de don Porfirio era decisiva? De aceptarse que necesariamente hubo otros cambios en la esfera política, puede suponerse que éstos produjeron, a su vez, transformaciones en los ámbitos económico, social y cultural. De hecho, es incuestionable que los cambios traídos por Madero al proceso histórico nacional han sido erróneamente menospreciados. Se puede resumir de manera escueta: con la política de Madero se inició la política moderna en México. El principal cambio consistió en el declive de la oligarquía porfirista y en el aumento del valor político de las clases subordinadas. A partir de entonces comenzaron a existir políticamente; es más, desde ese momento pasarían a formar parte del aparato gubernamental, que mudó abruptamente de naturaleza.

    REVOLUCIÓN POLÍTICA

    Diversas corrientes historiográficas y varios grupos político-ideológicos afirman que Madero sólo hizo cambios en la esfera política; es más, sostienen que dichos cambios se limitaron a la punta de la pirámide. Sin embargo, pocas veces se ha considerado que la salida de don Porfirio fue acompañada de la de Ramón Corral,⁴ uno de los líderes del grupo de los científicos, a quien Díaz pretendía heredar el puesto; no suele considerarse que también fueron sustituidos los miembros del gabinete y casi todos los gobernadores, lo que, en consecuencia, provocó el cambio de la totalidad de las jefaturas políticas o de las otras formas de poder ejecutivo local.⁵ Por último, a los pocos meses se renovaron los poderes legislativos, tanto el nacional como los regionales. En resumen, debe aceptarse que con Madero se dio una transformación casi total del aparato gubernamental, quedando conformado, precisamente, por quienes antes habían sido marginados del mismo, muchos de los cuales se opusieron al Porfiriato entre 1910 y 1911. Incluso cuando la libertad electoral y la inexperiencia de los nuevos políticos permitieron la supervivencia de algunos porfiristas, éstos dejaron de ser los mayores beneficiarios del poder y pasaron a formar parte de la oposición institucional.⁶

    Es indiscutible que con Madero se constituyó una nueva clase política a partir de los marginados del aparato político porfiriano. Los nuevos políticos representaban a otra generación y, sobre todo, tenían orígenes sociales muy distintos a los de sus predecesores. Tómese como ejemplo el estado de Chihuahua, primero gobernado por algún miembro del oligárquico clan de los Terrazas y luego por Abraham González, enemigo suyo. Agréguese el ejemplo de Morelos, gobernado en las postrimerías del Porfiriato por el hacendado Pablo Rincón Gallardo, pero desplazado por miembros de la clase media local a mediados de 1911.⁷ Aunque debe aceptarse que hubo varios casos de continuidad en los equipos gobernantes, como por ejemplo el mismo Madero, miembro de la élite porfiriana, o José María Maytorena, líder del antirreeleccionismo en Sonora y perteneciente a la oligarquía local,⁸ lo cierto es que fueron más los cambios que las supervivencias.

    Obviamente, las nuevas autoridades traían consigo distintas ideas y posturas sobre el quehacer político y los problemas socioeconómicos del país. Respecto a lo primero, resulta innegable que la presidencia de Madero trajo grandes cambios en las prácticas políticas, al grado de que es común la afirmación de que aquél es el momento de nuestra historia más cercano al ideal democrático.⁹ El argumento se funda en que durante ese periodo hubo libertad electoral, de asociación y de prensa, y en que el poder ejecutivo no sojuzgó los poderes legislativo y judicial, ni el centro a las regiones. Esta visión, correcta en términos generales, requiere ser matizada. En efecto, la desintegración de las agrupaciones porfirio-científicas, reyistas y magonistas, y el clima de libertad imperante dieron lugar a la creación de diversas asociaciones políticas, como el Partido Evolucionista, el Partido Liberal y, sobre todo, el Partido Católico Nacional,¹⁰ todos ellos con participación y triunfos electorales gracias a su capacidad y experiencia y a la inédita libertad electoral concedida, sin imposiciones flagrantes ni intervenciones ostentosas de las autoridades. Sin embargo, también es cierto que Madero fue abiertamente acusado de entorpecer las campañas de los políticos contrarios a él, tanto en el nivel presidencial —como Bernardo Reyes— como en el de las gubernaturas y el congreso. Más aún, sus propios correligionarios le reclamaron haber disuelto autoritariamente el Partido Nacional Antirreeleccionista para sustituirlo con el Partido Constitucional Progresista. Razones formales aparte —en 1911 ya no estaba don Porfirio en el país y la reelección había vuelto a ser prohibida en la Constitución—, lo cierto es que el Constitucional Progresista fue un partido gubernamental, vertical y sin carisma. Para colmo, Madero también fue acusado de haber impuesto a José María Pino Suárez como su compañero en la mancuerna electoral, en sustitución de Francisco Vázquez Gómez.¹¹

    La relación con los otros poderes fue muy diferente a la que se acostumbró durante el Porfiriato. Respecto al judicial, si bien no fue objeto de reformas legales, sí gozó de cambios reales: a pesar de que la Suprema Corte de Justicia estaba presidida por un miembro destacado del antiguo régimen, ahora ya no sufría intervenciones abiertas del poder ejecutivo.¹² Por otra parte, uno de los elementos que han permitido caracterizar la presidencia de Madero como democrática fue la naturaleza y el comportamiento de la XXVI Legislatura.¹³ Electa a principios de abril de 1912, en el primer proceso de comicios directos y considerablemente libres —aunque afeados por la gran abstención—, su conformación fue plural, pues en dicha cámara tuvieron cabida diputados de varios partidos y de diversas posiciones políticas. Si bien la mayoría pertenecía al gubernamental Partido Constitucional Progresista, los hubo del Partido Católico Nacional, del Liberal, del Nacional Antirreeleccionista —dominado por los vazquezgomistas— y del Evolucionista, entre otros.¹⁴ En otras palabras, había diputados maderistas, porfiristas, reyistas, católicos, liberales, amén de otras filiaciones políticas e ideológicas. Además de plural, la XXVI Legislatura fue independiente del poder ejecutivo. En parte por la creencia de Madero en la autonomía de los poderes, pero también por su inexperiencia e incapacidad, lo cierto es que nunca hubo la conexión necesaria entre el presidente y los diputados de su partido, quienes además carecían de experiencia, personalidad, disciplina y liderazgo, lo que dificultó el avance de sus preferencias legislativas. En general, aquella legislatura fue muy polémica y protagónica, escenario de grandes debates políticos y de notorias críticas a Madero, con una oposición muy eficaz.¹⁵ Sin embargo, su labor estrictamente legislativa fue magra.

    Por lo que se refiere al clima de libertades traído por Madero, acaso lo más novedoso fue la libertad de prensa. La imagen que domina en la historiografía es la de un Madero víctima del desprestigio que le provocaron, a su persona, su familia y su gobierno, las desmedidas críticas de la prensa libre. Sin embargo, lo cierto es que el coahuilense no se limitó a conceder la libertad absoluta a la prensa. Madero sabía, desde que en 1904 comenzó su labor oposicionista regional, de la importancia de contar con órganos periodísticos amigos para su promoción y defensa. Así se explica que decidiera la creación del periódico El Antireeleccionista durante la contienda contra Díaz.¹⁶ Al llegar al poder, Madero padeció la animadversión de la prensa porfirista, enriquecida con la incorporación de varios políticos e intelectuales porfiristas que no encontraron acomodo en la administración maderista.¹⁷ Además, fue severamente criticado por la influyente prensa católica, antes de oposición moderada, por la prensa marginal y por los caricaturistas de varios periódicos.¹⁸ Para contrarrestar su imagen de demócrata irrestricto y de político ingenuo, Madero intentó construir, en rigor, un bloque de periódicos amigos con Nueva Era como eje; intentó también nulificar publicaciones enemigas, como El Imparcial, lo que logró parcial y tardíamente, a pocas semanas de ser derrocado.¹⁹ Por último, alegando que varios periódicos alentaban las luchas de los grupos rebeldes a su gobierno y generaban miedo y desconfianza entre la población, decidió aplicar medidas extremas contra los periodistas que tuvieran un malsano deseo de escándalo, encarcelándolos, amparado en las sanciones que el código penal del Distrito Federal imponía a quienes alarmaran a la población.²⁰ Es más, en una ocasión varios diputados promaderistas discutieron con algunos miembros del gabinete la conveniencia de reformar el artículo 7° constitucional, que garantizaba la libertad de prensa, y a finales de 1912 se propuso una ley reglamentaria de la prensa, misma que fue retirada por las protestas que provocó. Más que ingenua o respetuosa y liberal, la política de prensa del presidente Madero fue ambigua, cambiante y reactiva; sobre todo, fue débil e ineficiente.

    EL ÁMBITO SOCIAL: NUEVO TRATO

    El diverso origen socioeconómico de sus integrantes y las dificultades políticas y legislativas que padeció el gobierno maderista repercutieron en el destino final de su política social, en especial en las áreas más críticas y polémicas: la agraria y la obrera. Por lo que se refiere a su política agraria, debe recordarse que Madero pertenecía a una familia con extensas propiedades agrícolas en el noreste del país. Sin embargo, dada la poca densidad de población, el pequeño número de comunidades campesinas y la abundancia de tierras, en esa región el problema agrario no era grave. De ideología liberal, Madero era partidario de la propiedad privada de la tierra, por lo que como presidente deseó construir un país de propietarios rurales, ya fueran grandes, medianos o pequeños, y nunca llegó a creer, igual que la Constitución de 1857 —entonces vigente— que la explotación de la tierra con base en los usos y costumbres de las antiguas comunidades campesinas fuera conveniente. En tanto miembro de una familia moderna en términos económicos, Madero gustaba de las propiedades eficientes. Contrario —por razones filosóficas, políticas, jurídicas y morales— a cualquier proceso expropiador, Madero intentó combatir las haciendas improductivas con métodos indirectos, como aumentar los impuestos a las tierras incultas, presión que llevaría a ese tipo de hacendados a vender sus propiedades. El problema radicaba en que esta propuesta no traería una solución inmediata; requería de mucho tiempo, plazo que no estaban dispuestos a conceder los campesinos, quienes por otra parte habían visto crecer abrumadoramente su fuerza política como resultado de su participación en la lucha contra Díaz.

    En materia agraria, Madero era partidario de un cambio legal y negociado. De hecho, desde el inicio de su administración creó la Comisión Nacional Agraria, dependiente de la Secretaría de Fomento, y compuesta por hacendados, ingenieros, abogados y banqueros.²¹ Sus propuestas consistían en la restitución de las tierras usurpadas ilegalmente durante el Porfiriato a sus propietarios particulares y no a las comunidades; en poner en disponibilidad, mediante su venta a particulares, terrenos nacionales, y en comprar haciendas para luego vender lotes a campesinos que quisieran convertirse en pequeños y medianos propietarios.²² Estas propuestas estaban condenadas al fracaso, pues los terrenos nacionales se hallaban en zonas periféricas o eran poco aptas para la agricultura, y porque los hacendados intentaron vender sus haciendas en cantidades sobrevaluadas, lo que hubiera impedido que luego participaran en su parcelación los campesinos pobres.

    En realidad, hubo propuestas tanto agrícolas como agrarias. Se propuso, por ejemplo, que se reactivara la caja de préstamos para financiar a medianos y pequeños propietarios, que se mejoraran los caminos y transportes, que se iniciara la construcción de instalaciones hidráulicas, que se fomentara la educación agrícola y hasta que se mejorara la condición moral de los trabajadores agrícolas. Se pensaba en una solución integral, pero moderada y a mediano o largo plazo. Sin embargo, conforme avanzó el tiempo, Madero se fue convenciendo de la gravedad del problema y de la necesidad de enfrentarlo en forma más decidida. Hacia finales de 1912 intentó poner al frente de la Secretaría de Fomento a Luis Cabrera, pero como al ser vetado su lugar lo ocupó Manuel Bonilla, también progresista.²³ Paralelamente, Cabrera, avalado por cerca de 60 diputados, presentó al Congreso un plan para solucionar el problema agrario, propuesta que involucraba un nuevo principio, pues restituía a las comunidades campesinas la facultad de poseer tierras en común. Además, disponer de tierras ejidales no sería sólo privilegio de las comunidades usurpadas, sino que todas aquellas que necesitaran tierras las podrían obtener mediante el recurso de dotación, a partir de expropiar, con indemnización, a los hacendados vecinos.²⁴

    Resulta difícil evaluar el agrarismo del gobierno maderista por sus propios cambios graduales y por la diversidad geográfica, socioeconómica e ideológica de sus integrantes. Además, hubo varias propuestas provenientes de grupos ajenos o contrarios al gobierno,²⁵ como el Plan de Ayala, zapatista, y el Plan de la Empacadora, orozquista. Por otra parte, debido a la fuerza alcanzada por los campesinos, hubo algunas ocupaciones de tierras, sobre todo en los estados de Chihuahua, Durango, San Luis Potosí, la zona zapatista, Tlaxcala, Oaxaca y Yucatán.²⁶ Seguramente esto influyó en que el problema agrario pasara a ser prioritario. Paradójica pero previsiblemente, las moderadas reformas maderistas fueron rechazadas por todos: por los hacendados porque implicaban precedentes inaceptables; por los campesinos porque les parecieron peor que tibias.

    Por lo que se refiere a la política laboral, de entrada debe decirse que Madero era sensible a los problemas obreros desde las postrimerías del Porfiriato. Por ello, desde el inicio de su presidencia se preocupó por fomentar la organización de los trabajadores y por mejorar sus condiciones laborales, además de respetar sus derechos de asociación y expresión. Atrás habían quedado los años de las represiones, como en Cananea y Río Blanco. Al contrario, desde diciembre de 1911 se creó un Departamento de Trabajo, adscrito a la Secretaría de Fomento, cuyo objetivo era recabar información sobre la situación real de los obreros y de las empresas, y mediar en los conflictos entre los empresarios y los trabajadores.²⁷

    Como era previsible, estos últimos aprovecharon el clima de libertad, la simpatía de Madero y la falta de miedo a la represión para crear muchos sindicatos y, sobre todo, la Casa del Obrero Mundial, especie de federación de sindicatos y de institución educativa formadora de cuadros obreristas, de clara orientación anarquista.²⁸ Asimismo, 1912 fue un año caracterizado por reclamos obreros y huelgas, lo que puso al gobierno en un dilema, pues no deseaba apelar a la represión: igual que en el caso de su política agraria, sus propuestas reformistas resultaron moderadas. Por otra parte, el gobierno medió en un par de pactos entre los empresarios y los obreros del ramo textil, conjurándose varias huelgas y mejorándose considerablemente las condiciones laborales de los trabajadores.²⁹ El alto número de huelgas —fenómeno antes reprimido pero con Madero tolerado— y la multiplicación de organizaciones sindicales independientes preocuparon a los empresarios y al gobierno. Dado que la mediación no era una solución definitiva o completa, para contrarrestar la influencia de los anarquistas de la Casa del Obrero Mundial y de los líderes magonistas del movimiento obrero mexicano, Madero y sus colaboradores propiciaron la creación de organizaciones obreras no radicales, dispuestas a mantener buenas relaciones con el gobierno y a aceptar su función mediadora. Así surgió la Gran Liga Obrera Mexicana.³⁰

    Además del proyecto y la estrategia maderistas, fue decisivo el cambio general de circunstancias históricas, pues con la caída de Díaz se alteró la estructura de poder en su conjunto y llegaron nuevas autoridades, que cambiaron las reglas del juego. Los obreros percibieron la nueva actitud gubernamental, ya no favorable

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1