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EL CAUDILLISMO EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA

La literatura del populismo


La democracia en América Latina no ha logrado eliminar la figura de los caudillos, esos gobernantes
interminables que infestan la historia del subcontinente. Hoy, como siempre, la literatura se ocupa de
ellos. ¿Cuál es la tradición literaria sobre el populismo a propósito de la visita de Alberto Barrera
Tyszka, quien presentará su novela Patria o muerte en el Hay Festival?

2016/01/27

Por Mauricio Sáenz* Bogotá

Las luces que brillan a la madrugada en las ventanas del despacho presidencial indican que algo muy
grave está pasando. En los últimos meses la situación viene deteriorándose, sobre todo desde que se vio
salir furioso al embajador de Estados Unidos. La agitación en la plaza mayor no ha hecho más que
crecer y los militares decidieron declararse en asamblea permanente. Los ministros, angustiados, se
debaten entre dirigirse en sus Cadillacs negros a palacio o hacia el aeropuerto. Nadie duerme, pues los
hechos se desencadenan rápidamente. Mañana el país podría ser otro: el señor presidente está a punto
de caer.
Muchos de sus conciudadanos, los más jóvenes, no lo pueden creer. Nacieron, crecieron y aprendieron
a vivir con esa mirada omnipresente. Los mayores, más conscientes, se preguntan preocupados qué
vendrá después. No saben si alguno de los colaboradores del dictador sabrá mover sus fichas para
tomar su lugar sin problemas, o si la pugna por el poder se convertirá en más violencia, abierta o
soterrada. Saben que alguno, tal vez otro militar, se enquistará en sus destinos por otros 30 años con
una nueva revolución, esta sí capaz de salvar la democracia. Una que recomience ese ciclo infernal de
represión, personalismos y excentricidades que atenaza a ese territorio de palmeras y montañas bañadas
por el mar.
Al comienzo adoraban a ese caudillo joven y entusiasta que llegó cargado de buenos augurios a salvar
la patria, poner orden y encaminarla hacia el progreso. Y en efecto, con su legitimidad más o menos
convincente, reorganizó el país y trajo adelantos y progreso. Era el hombre imprescindible, en parte por
su comunión con las masas cimentada en un populismo desmedido, y en parte porque había borrado
cualquier asomo de oposición o crítica, a veces con sangre.
Pero, como muchos en sus circunstancias, se intoxicó con el poder y decidió quedarse con él
indefinidamente. Para ello recurrió a la fórmula clásica de modificar la Constitución, porque “todavía
hay mucho por hacer”, y se quedó por años, como tantos, hasta que la salud, o el cansancio popular, o
sus aliados de negocios, o la embajada de Estados Unidos, o una bala asesina, le dieran por la espalda.
Material interminable
Palabras más, palabras menos, y guardadas las complejidades propias de un continente tan diverso, el
anterior patrón se ha repetido en la historia de América Latina desde los albores mismos de la
independencia, a medio camino entre la tragedia y la comedia.
El fenómeno del caudillismo ha sido tan fuerte, y ha dejado una impronta tal en la conciencia colectiva
de estos países, que no es raro que haya surgido una corriente literaria dedicada a recrear su universo
delirante que, al fin y al cabo, parece sacado de la ficción. Ya se preguntaba Carlos Fuentes: “¿Cómo
inventar personajes más poderosos, más locos o más imaginativos que los que han aparecido en nuestra
historia?”.
En efecto, los propios dictadores proporcionaron, con sus acciones, un material interminable. El
general Antonio López de Santa Anna, (1794-1876) once veces presidente de México entre 1833 y
1847, hizo enterrar con funerales de Estado una pierna que perdió en la llamada guerra de los pasteles.
El doctor en Teología José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840), quien rigió con mano de hierro
los destinos de Paraguay por 27 años, prohibía a sus conciudadanos mirarlo en sus paseos a caballo
por las calles de Asunción.
El argentino Juan Manuel de Rosas (1793-1877) tenía tres locos callejeros viviendo en palacio para que
insultaran a sus contertulios mientras él reía a carcajadas. Gabriel García Moreno, el dictador
absolutista católico de Ecuador (1821-1875), hizo velar su cadáver sentado en su solio y cubierto por
sus condecoraciones. El mexicano Porfirio Díaz (1830-1915) no tenía problemas en ejecutar
sumariamente a centenares de supuestos delincuentes, aún a riesgo de incluir algún inocente. “No
importa, en la otra vida, Dios premiará a los buenos”, explicaba. Mariano Melgarejo, sátrapa boliviano
(1818-1871), escribía cartas a dios, a quien llamaba “querido primo”, y realizaba permanentes orgías en
el palacio presidencial, en las que participaba su caballo con rango de ministro.
Manuel Estrada Cabrera, dictador guatemalteco (1857-1924), cambió por decreto el lugar de ocurrencia
de un terremoto para negar que había ocurrido en su país y de ese modo evitar suspender las fiestas
minervalias, las más solemnes de ese hombre obsesionado con la mitología griega. Gerardo Machado
(1871-1939), recién derrocado de la presidencia de Cuba, se quejó por haber cometido “el error de no
haber eliminado más gente de lo que hice” para conservar el poder. El sanguinario dominicano Rafael
Leonidas Trujillo (1891-1961), famoso por echar a sus opositores a fosos con tiburones y por haber
asesinado a más de 30.000 haitianos a machete, para no gastar municiones, se atribuía entre sus 80
títulos los de Paladín de la Democracia, Primer Médico de la República, Supremo Coloso, Salvador de
la Patria, Protector de todos los Obreros, Héroe del Trabajo, Primer Periodista de la República, etcétera.
Anastasio Somoza Debayle, padre de la funesta dinastía nicaragüense, tenía entre sus negocios una
empresa que exportaba plasma sanguíneo que les compraba por monedas a los más pobres de sus
conciudadanos.
Letras y poder
Sobre el tema de los dictadores han corrido ríos de tinta, no solo por cuenta de los novelistas, sino de
los analistas políticos, que han tratado de explicar el origen y la razón de un fenómeno que ha afectado
a lo largo de la historia a prácticamente todos los países latinoamericanos. Desde que el doctor Francia
accedió por primera vez al poder en 1811, el fenómeno sigue hasta el día de hoy, pues algunos
presidentes de este siglo muestran síntomas preocupantes de que esa enfermedad no ha desaparecido en
nuestras tierras.
En el campo de la ficción, nuestro foco exclusivo, la primera novela del subgénero es Amalia,
publicada en forma de folletines por José Mármol en 1851 para denunciar la dictadura de Rosas, si bien
le preceden dos textos importantes como Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, y El matadero, de
Esteban Echavarría. De entonces, hasta la reciente publicación de Patria o muerte, del venezolano
Alberto Barrera Tyszka (ver entrevista), más de 100 novelas han tenido como tema central o como
telón de fondo la presencia opresiva del tirano.
Jorge Castellanos y Miguel A. Martínez, en su ensayo El dictador como personaje literario, afirman que
algunas obras, sobre todo las más tempranas, deben catalogarse como “de dictadura”, en las que los
autores le dan prioridad al efecto político del texto que a su estética. O sea que son medios para
combatir al régimen más que intentos de alcanzar la perfección formal. En esa categoría estarían El
hombre de hierro (1907) del venezolano Rufino Blanco Fombona, sobre la época de Cipriano Castro;
El puño del amo (1938), del ecuatoriano Gerardo Gallegos, sobre Juan Vicente Gómez, y Cementerio
sin cruces (1949), del dominicano Andrés Requena, quien murió a manos de esbirros de Trujillo.
Como transicionales pueden ser consideradas Tirano Banderas, de Ramón del Valle-Inclán (1926), y El
señor presidente (1933), del premio nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias. La primera,
considerada por algunos pieza fundamental en el surgimiento del subgénero, fue el resultado de los
viajes del escritor gallego en América Latina e inauguró la práctica de crear un tirano ficticio a partir de
la suma de varios reales, aunque no le faltan críticas por usar un lenguaje pretendidamente americano
que suena falso. Tirano Banderas se caracteriza por describir un mundo esperpéntico, grotesco y
retorcido, único ambiente posible en un país dominado por semejante personaje. El señor presidente se
basa, sin nombrarlo, en la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, y transcurre en un universo alucinado,
de lugar y época ambiguos, en el que nace el hombre-mito que pesará mucho en la concepción literaria
del caudillo o dictador en las siguientes décadas.
A la obra del guatemalteco se sumó la del colombiano Jorge Zalamea, con La metamorfosis de Su
Excelencia (1949) y El gran Burundún-Burundá ha muerto (1952) como precursores de la corriente que
le daría fama mundial a la novela de dictadores latinoamericanos: la del famoso boom de los años
setenta. Existe una famosa anécdota según la cual en 1967 Carlos Fuentes se reunió con Mario Vargas
Llosa en un café de París y de la conversación salió un proyecto para invitar a los miembros del boom a
escribir la biografía novelada de alguno de los tiranos del subcontinente. La idea no fructificó del todo,
pero en menos de dos años, entre 1974 y 1975, salieron a la luz tres novelas que consolidarían en
definitiva el subgénero: El recurso del método, de Alejo Carpentier, Yo el supremo, de Augusto Roa
Bastos, y El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez.
Estas obras, que con el tiempo han alcanzado el título de maestras, introducen una importante
innovación: por primera vez el protagonista es el dictador mismo, y aún más allá, el lector mira el
mundo a través de los ojos del tirano. Puede ver, por lo tanto, la soledad del poder que atenaza al
personaje, arrinconado por la desconfianza de todos y la paranoia permanente que atormentan su vida,
que se muestra en todo su patetismo.
Carpentier, quien ya había tratado el tema en El reino de este mundo, sobre Christophe, el fallido rey de
Haití, esta vez decidió no centrarse en un personaje histórico ni en un país determinado, y ser ambiguo
en el tiempo en que transcurre la novela, para describir al dictador con ínfulas de cultura y humanismo
racionalista, cuyas referencias cartesianas apenas son una ficción para justificar una política de
dominación absoluta. A pesar de todo, Carpentier alguna vez reconoció que la figura de Gerardo
Machado había sido la más importante influencia en la novela.
A diferencia del cubano, Roa Bastos, con una aproximación tipo collage, en parte una relatoría de
documentos de toda clase y en parte los diálogos del dictador con su amanuense Policarpo Patiño,
relata la vida del doctor Francia, ese hombre extraño y huraño que dominó a sangre y fuego a Paraguay,
cerró al país a toda influencia extranjera y creó un régimen exitoso de tinte socialista muchos años
antes del nacimiento de Marx.
En El otoño del patriarca, Gabriel García Márquez, con una estructura compleja, concentra en su
protagonista todos los rasgos esenciales de los dictadores del Caribe. Alrededor de la perspectiva de ese
patriarca aparentemente omnipotente gira toda la narración, pero esa mirada interior lo muestra en
realidad como un personaje intrínsecamente débil, siempre temeroso de perder el poder, incapaz de
sentir placer. Bestial y humano a la vez, pero en todo caso un infeliz en toda la línea.
Terminando ya el siglo xx, Vargas Llosa cerró ese ciclo con broche de oro, al publicar La fiesta del
Chivo (2000), una novela histórica en un sentido muy estricto, puesto que el peruano combina con su
maestría habitual una rigurosa investigación de los hechos y las licencias literarias connaturales con el
género. El resultado es un fresco narrado desde varias perspectivas personales y temporales, de la vida
en la República Dominicana cuando estaba bajo la férula de ese demonio tropical que fue Rafael
Leonidas Trujillo. Y, por supuesto, también es un thriller apasionante sobre las circunstancias de su
asesinato.
Finalmente, la novela de Barrera Tyszka parece demostrar que el subgénero sigue vivo, lo cual es una
buena noticia, habida cuenta de la dura realidad de que ese “Bestiario tropical”, como lo llamó Alfredo
Iriarte en su novela del mismo título, no parece en camino de desaparecer del todo del subcontinente
latinoamericano.

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