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Los últimos nómadas de las cuevas

Existía el rumor de que un pueblo nómada de Papúa y Nueva Guinea vivía en unas cuevas
remotas en el bosque. Cuando lo encontramos, nos transmitió un mensaje sorprendente para el
mundo moderno.

Yace en el interior de una cueva agonizando. Con las piernas y los brazos como ramitas
nudosas, Lidia Maiyu está acurrucada junto al fuego. Tiene los ojos muy abiertos, como
contemplando la muerte. Cuando tose, su cuerpo se convulsiona, y grita de dolor. Tiene unos
15 años, no lo sabe con certeza. Dio a luz hace tres meses, y el bebé murió; el grupo dejó el
cadáver en una cueva y siguió adelante. Pasu Aiyo, el marido de Lidia, me dice que así son las
cosas: «Cuando enfermas, o sanas o mueres».

Salvo por el resplandor del fuego, la oscuridad es total, impenetrable. Sería demasiado pedir
que se vieran las estrellas. En lugar de eso, más allá de la cornisa rocosa llueve a cántaros, y la
cortina de agua golpea las frondas gigantescas de la jungla. Aquí, en las montañas de Papúa y
Nueva Guinea, parece que siempre llueve por la noche. Por eso Lidia y los que quedan de su
pueblo, los meakambut, buscan refugio en las cuevas: están secas. Situadas en lo alto de los
riscos, en lugares cuyo acceso a veces requiere una difícil escalada por plantas trepadoras, las
cuevas también son fortalezas naturales que en otro tiempo protegían a los meakambut de sus
enemigos: cazadores de cabezas, caníbales y ladrones de mujeres. Pero eso fue hace
generaciones. Ahora los enemigos son menos violentos, pero igual de letales: la malaria y la
tuberculosis.

Pasu ahuyenta a Biyi, su perro de caza, y se sienta junto al fuego. Se alisa el taparrabos de
hojas y acomoda la cabeza de Lidia en su regazo. Ella lo mira con ojos vidriosos. Con gesto
grave, Pasu le pide a su hermano John que nos pregunte si podemos hacer algo.

Nosotros (un equipo de National Geographic) hemos llegado sin saberlo en un momento crítico.
Nuestro plan, acompañar a los meakambut, uno de los últimos pueblos cavernícolas
seminómadas de Papúa y Nueva Guinea, a través de su montañoso territorio, ha quedado
eclipsado por la presente emergencia. Un miembro de nuestro equipo, con formación de auxiliar
médico de urgencias, examina a Lidia y observa que tiene los pulmones encharcados, 140
pulsaciones por minuto y 40 grados de temperatura. Determina que probablemente Lidia
padece un caso grave de neumonía y le administra dosis dobles de antibióticos y paracetamol.
Le hacemos beber un vaso de agua esterilizada con azúcar y sal; aconsejamos que pase la
noche sentada, sostenida por su marido, para que respire mejor, y sugerimos que a primera
hora de la mañana la bajen de las montañas y la lleven río abajo, hasta la clínica de la aldea de
Amboin. Otros dos meakambut, Michael Wakinjua y su hijo pequeño, también están gravemente
enfermos.

Un miembro de nuestro equipo, el etnógrafo Sebastian Haraha, participa en la expedición con el


fin de determinar con GPS la localización exacta de las cuevas de los meakambut. Confía en
poder registrarlas en el marco de la Ley de la Propiedad Cultural Nacional, para que el territorio
de los meakambut quede protegido de las actividades maderera y minera. Ahora, en este
momento difícil, se ofrece para acompañar a los enfermos hasta el pueblo.
Al alba, Lidia respira con dificultad. Le administramos más medicinas y entregamos a su marido
pastillas para una semana. Pasu envuelve el cuerpo laxo de Lidia en un bilum, o bolsa de red, y
se lo echa a la espalda. Sebastian ayuda a Michael, mientras la mujer de este carga a la
espalda al desfalleciente bebé. El pequeño grupo parte en fila india por el sendero resbaladizo.
Les llevará seis horas abrirse paso a machetazos hasta el río Manbungnam, donde tenemos
una piragua equipada con motor fuera borda. Desde allí hay otras seis horas de trayecto
corriente abajo hasta llegar a la clínica. Tenemos pocas esperanzas de que Lidia sobreviva.

La gran variación geográfica de Papúa y Nueva Guinea ha producido una enorme diversidad
biológica, que a su vez ha dado lugar a una gran diversidad cultural: más de 800 lenguas en un
país del tamaño de Suecia. Debido a esa diversidad, cuando a comienzos de la década de
1880 las potencias coloniales prohibieron la caza de cabezas, el canibalismo y las guerras
tribales, la región se convirtió en un imán para misioneros y antropólogos. Aquí se hicieron un
nombre Margaret Mead, Gregory Bateson (tercer marido de esta) y, más recientemente, Jared
Diamond.

Hoy el país sigue evocando imágenes de cazadores de cabezas con arcos y flechas, y un
hueso atravesado en la nariz. Pero eso es más o menos como imaginar el Oeste de Estados
Unidos poblado aun por indios cazadores de cabelleras. Muchas de las fotos que se ven de
aborígenes pintados y adornados con plumas se han tomado en espectáculos turísticos
similares a los festivales que se organizan en el Oeste americano.

Solo en las regiones más inaccesibles del país existen todavía enclaves de pueblos
tradicionalmente nómadas, como los meakambut. El grupo vive en dos abruptas serranías,
ocultas en el borde de la extensa vertiente norte de la cordillera Central. Los límites entre su
territorio y el de los asentamientos vecinos (los pueblos imboin, awim, andambit, kanjimei y
namata) son aproximados. Su territorio mide unos 260 kilómetros cuadrados.

Los meakambut eran desconocidos para el mundo exterior hasta la década de 1960, cuando
patrullas australianas empezaron a explorar las zonas de topografía más accidentada del país.
En 1991 el antropólogo esloveno Borut Telban pasó una semana en la región y solo encontró a
11 meakambut, que vivían en refugios precarios y cuevas. Contó que los hombres llevaban
collares de conchas de kina y taparrabos de hojas, y las mujeres, faldas de paja. Cuando
regresó en 2001, no pudo localizarlos. Pero el pueblo awim, emparentado con ellos, sabía que
todavía estaban por algún sitio. Solo tres generaciones atrás, los awim también llevaban una
vida nómada, pero ahora se han establecido a orillas del río Arafundi para tener acceso a
escuelas y clínicas.

Con la esperanza de observar esos últimos bastiones de vida seminómada, la antropóloga


Nancy Sullivan envió en 2008 una expedición en busca de los meakambut y para hacer un in-
ventario de sus cuevas. Sullivan, que dirige una consultoría en Papúa y Nueva Guinea
especializada en estudios del impacto social de los proyectos de desarrollo, está estudiando las
pinturas rupestres de la región: representaciones de manos humanas en negativo sobre las
paredes de las cuevas que constituyen un registro de generaciones de habitantes. Rubia de
ojos azules, Nancy tiene cierto parecido con Meryl Streep. Hace más de 20 años que vive en
Papúa y Nueva Guinea y ha adoptado a varios niños del país. Su equipo descubrió a 52
meakambut supervivientes, que conocían 105 cuevas por sus nombres pero solo utilizaban una
veintena como refugio. En nueve de ellas hallaron recipientes de barro, cuchillos de hueso y
pinturas de manos en las paredes, y en tres había cráneos humanos. Muchos de los
meakambut más ancianos ya habían muerto.

Para encontrar a los meakambut, nuestro equipo viaja en hidroavión hasta la cuenca del río
Sepik, la llanura de inundación que desagua al noroeste de Papúa y Nueva Guinea. Después
proseguimos el viaje en piragua con motor por tributarios cada vez más pequeños hasta que ya
no navegamos, sino que empujamos la embarcación. Finalmente continuamos a pie por las
montañas.

Durante dos noches seguidas intentamos comunicarnos con los meakambut mediante el
«teléfono de la jungla»: tres hombres golpean con garrotes de madera el tronco de un árbol
enorme, dejando que el ruido grave de los garrotazos reverbere a través del dosel del bosque.
Al no obtener respuesta, emprendemos una agotadora marcha hasta el último paradero
conocido del grupo: Tembakapa, un conjunto de chozas provisionales levantadas en una
neblinosa cresta de las montañas. El poblado está vacío. En medio de las chozas hay una cruz
de madera rodeada de piedras.

Al día siguiente, a mediodía, dos hombres meakambut entran a grandes zancadas en nuestro
campamento. Han oído el teléfono de la jungla. Enseguida reconocen a Joshua Meraveka, de
26 años, que forma parte del equipo de Sullivan. Lo saludan con alegría, estrechándole la mano
vigorosamente. Nuestro compañero nos presenta a los visitantes: son John y Mark Aiyo,
hermanos, de unos 20 años, esbeltos y musculosos. John, uno de los líderes de los
meakambut, viste camiseta azul de los Lakers, taparrabos de hojas y una diadema de cuentas
adornada con plumas amarillas. Mark tiene la cara pintada con carbón y arcilla roja y se ha
puesto helechos en el pelo y pétalos de flores amarillas en la barba negra.

Dejan sus arcos, flechas y machetes junto al fuego y se ponen a liar hojas de tabaco para fu-
mar. Como venimos con Joshua, nuestra presencia no parece incomodarlos. Joshua nos
explica que tienen nombres cristianos porque algunos de su pueblo vivieron un tiempo en
aldeas. Uno de ellos había ido a una escuela religiosa y los bautizó al regresar. John y Mark
pertenecen al grupo embarakal, de 12 miembros, uno de los cuatro grupos que se cree
componen el total de los meakambut. Los otros tres grupos han tenido que marcharse para
llevar a sus enfermos a la clínica que está al otro lado de las montañas (en lugar de llevarlos río
abajo). «Hay demasiados enfermos», dice John. El resto de los embarakal, algunos de los
cuales también están muy enfermos, añade, vendrán al día siguiente a una cueva llamada
Ulapunguna para vernos.

A la mañana siguiente, a las nueve, salimos para la cueva Ulapunguna, con Mark a la cabeza.
El sendero es una maraña de enredaderas, pero Mark se desliza como un espectro sobre las
plantas. Con los pies en punta, como una bailarina, tantea el terreno y pisa confiado las raíces,
las piedras o el barro. Hay sanguijuelas por todas partes, y de vez en cuando Mark se detiene
para quitárselas de las piernas con el machete.
Por fin llegamos a Ulapunguna, una cueva en la roca a 12 metros de altura con hoyos para las
hogueras y unas cuantas flechas alineadas sobre la pared. Las flechas no están emplumadas y
miden más de un metro de largo. Cada una tiene la punta especialmente fabricada para una
presa diferente: tres para peces, dos para aves y dos para cerdos salvajes. Cuando pregunto
con qué frecuencia cazan un cerdo, John responde que una vez a la semana. Es evidente que
se siente orgulloso de ser cazador. «Llevamos la vida nómada en la sangre», dice Mark. ¿A qué
presa está destinada la flecha con punta labrada en madera dura y 30 centímetros de afiladas
muescas orientadas hacia atrás? Mark sonríe, se golpea el pecho con el puño y finge una
teatral caída.

Mientras esperamos la llegada del resto de los embarakal, John cambia la cuerda de su arco y,
a través de Joshua, me explica la vida en las cuevas. Los meakambut permanecen entre varios
días y varias semanas en precarias chozas o en sus refugios rocosos antes de emprender la
marcha. Las mujeres y los niños siembran taro, calabazas, pepinos, mandioca, plátanos y
tabaco, para cosecharlos la siguiente vez que pasen por el lugar. Los hombres cazan o ayudan
a las mujeres a hacer sagú, un alimento obtenido a partir de la médula de una cica. John
asegura que a su pueblo le gusta la vida de cazadores-recolectores y no tiene intención de
cambiarla.

Cada una de sus cuevas tiene nombre y dueño, y la propiedad pasa de padre a hijo. Mark y
John son los dueños de la cueva Ulapunguna. Algunas cuevas tienen sus leyendas, que son
estrictamente privadas. Solo el propietario de la misma puede difundir sus secretos.

Con su remozado arco de bambú en la mano, John me indica que lo siga. Caminamos por la
selva hasta un claro, donde me señala una extensa pared de piedra caliza. «Kopao», dice.

Kopao es la cueva más sagrada de los meakambut. Es su cueva de la creación, el lugar donde
creen que se originó su pueblo, y John asegura que él también es dueño de esa cueva. Me dice
que me llevará al día siguiente. Cuando volvemos a Ulapunguna, el resto del grupo ya ha
llegado. Entonces se produce nuestro primer encuentro con Lidia, que está acurrucada junto al
fuego, tosiendo terriblemente.

Al día siguiente, mientras los enfermos inician el largo viaje hacia la clínica, yo me dirijo a la
cueva Kopao con John y Joshua. La senda sube por un barranco excavado por las
inundaciones y termina abruptamente en una pared vertical. Sin dudarlo un momento, John
empieza a escalar por la piedra lisa y oscura, aprovechando las oquedades de la caliza para
meter los dedos de los pies. Al cabo de un rato encuentra un arbolito que sobresale
perpendicular a la pared, anuda una enredadera al tronco y me arroja el otro extremo. Trepo
agarrándome a la enredadera, con los pies apoyados contra la pared mojada. Seguimos
trepando como los monos otros dos estratos de roca fangosa utilizando enredaderas
resbaladizas, hasta que insisto en que usemos una cuerda. Tardamos más de dos horas en
ascender 300 metros. La prueba final es una travesía de puntillas por una cornisa lisa como un
cristal, sin nada debajo excepto un abismo de niebla.

Al otro lado está la cueva Kopao. Nos agachamos para pasar por debajo de una roca que so-
bresale y encontramos una hilera de cráneos. Son cráneos humanos. Están alineados como si
se estuvieran susurrando entre ellos alguna cosa. Las bóvedas craneanas se han vuelto verdes
y las órbitas vacías miran fijamente a los intrusos. John calla y se guarda el machete en el
cinturón de corteza de árbol. Son los cráneos de sus antepasados. Aunque tengan nombres
cristianos, los meakambut siguen practicando el culto a los ancestros. Como si estuviera
invadiendo una propiedad ajena, John pasa furtivamente junto al osario.

Nos adentramos en la cueva y hallamos las pinturas: manos humanas en negativo, de los
antepasados de John, pintadas en rojo y negro. No sabe qué antigüedad tienen (los meakambut
no llevan ningún cómputo del tiempo), pero muchas de las huellas prácticamente han
desaparecido. Como los cráneos, esas manos parecen advertirnos que nos detengamos, que
volvamos sobre nuestros pasos y nos marchemos.

John me guía más allá de las pinturas hasta una grieta de 20 centímetros en el techo. Se sitúa
debajo y anuncia solemnemente que va a contar la historia de Kopao, pero añade que en
cuanto termine, tendremos que irnos de inmediato, rápidamente y en silencio.

En el comienzo, Api, el espíritu de la Tierra, llegó a este lugar y encontró los ríos repletos de
peces y la selva llena de cerdos salvajes y grandes palmeras; pero no había gente. Pensó que
sería un buen lugar para los humanos y entonces abrió una grieta en la cueva. Los primeros en
salir fueron los awim; después, los imboin y otros grupos, y finalmente, los meakambut. Iban
desnudos y con gran esfuerzo salieron a la luz. Dentro había más gente, pero cuando los
meakambut hubieron salido, Api cerró la grieta, y los demás tuvieron que quedarse dentro, en la
oscuridad.

Los awim, los imboin y los meakambut se dispersaron por las montañas y buscaron en las rocas
un refugio donde vivir. Fabricaron hachas de piedra, arcos y flechas, y se alimentaron con la
abundante caza. Entre ellos no había odio, ni matanzas, ni enfermedades. La vida era hermosa
y tranquila, y la gente tenía el estómago lleno.

En ese tiempo hombres y mujeres vivían en cuevas separadas, me explica John. Por las no-
ches, los hombres se reunían en una cueva especial para cantar. Pero una noche, un hombre
fingió que estaba enfermo y no fue con los demás. Cuando oyó a sus compañeros cantando, se
metió furtivamente en la cueva de las mujeres y copuló con una de ellas.

Cuando los hombres regresaron, notaron que había pasado algo. De pronto uno sintió celos,
otro sintió odio, un tercero, ira, y un cuarto, tristeza. Fue en ese momento cuando los hombres
aprendieron todo lo malo. También entonces empezó la hechicería.

A la mañana siguiente, ya de regreso en Ulapunguna, John está sentado en cuclillas con las
manos cerca del fuego y la cabeza gacha. No tiene flores ni helechos en su rizado pelo negro.
Parece profundamente agitado.

Joshua dice que los espíritus de Kopao visitaron a John por la noche. Los cráneos le hablaron.
Las órbitas oscuras tenían ojos rojos como los de algunas criaturas nocturnas de la selva. Los
cráneos dijeron que habían visto a John llevar a un hombre blanco al lugar sagrado y que lo
habían oído contarle la historia secreta. Estaban enfadados. Era una historia para los
meakambut, no para los blancos.
John tiene miedo de que los espíritus lo castiguen matando a Lidia. Se siente mal. Quiere
marcharse cuanto antes, dejar atrás las montañas, buscar el río y remar hasta donde está ella.
Yo también me siento mal, soy el culpable de sus temores y siento que he traicionado a esta
gente.

La creencia en la brujería y los hechizos es corriente en Papúa y Nueva Guinea. Según


informes aparecidos en la prensa y recogidos por Amnistía Internacional, 50 personas acusadas
de hechicería fueron asesinadas en 2008; algunas de ellas fueron quemadas vivas. El escritor
británico Edward Marriott cuenta en su libro The Lost Tribe, de 1996, que lo culparon del rayo
que mató a una mujer y cuatro niños, y que tuvo que huir para salvar la vida. Si Lidia muere, es
posible que me culpen a mí.

Le explicamos a John que bajar remando por el río le llevará varios días y que esperamos el
regreso de nuestra piragua motorizada para el día siguiente, cuando podremos llevarlo a la
clínica de Amboin. Satisfecho con el plan, John nos sorprende reconociendo que su pueblo se
quedó sin comida el día anterior y que por lo tanto es preciso preparar sagú. Cuando le sugiero
que en lugar de eso vaya a cazar, niega con la cabeza.

Seguimos a Mark y a Jelin, su mujer, al campamento del sagú. Preparar sagú es una operación
trabajosa. Mark trocea la pulpa del corazón de una palmera talada y la mete en una cuba con
agua. A continuación, Jelin la tamiza a través de un filtro de cáscara de coco y obtiene una
pasta blanca ligeramente anaranjada. El grupo trabaja durante seis horas, lentamente, con las
caras bañadas en sudor. Al caer la tarde han conseguido 18 kilos de gomoso sagú (no está mal
para el trabajo de una tarde) y nos ponemos en marcha de regreso a Ulapunguna. Empieza a
llover.

Por la noche cenamos tortas de sagú fritas. El sagú es un carbohidrato prácticamente puro, sin
proteínas, grasas, vitaminas ni minerales. Aunque John ha insistido en el orgullo de ser
cazadores y en que cazaban un cerdo salvaje por semana, hasta ahora no hemos visto carne.

John, Joshua y yo nos quedamos sentados junto al fuego, masticando las tortas gomosas y sin
demasiado sabor, charlando hasta bien entrada la noche. John empieza a bajar la guardia.
Admite que su grupo lleva más de tres meses sin cazar un cerdo ni comer carne. Está muy
preocupado por su pueblo. Dice que antes había varios cientos de meakambut, y que ahora
mueren dos bebés por cada uno que sobrevive. No hay cerdos en las montañas, ni casuarios
en la selva, ni peces en los ríos. Cuando el fuego se extingue, John me susurra algo que quiere
que transmita al Gobierno de Papúa y Nueva Guinea, un mensaje.

Poco después del alba, el grupo embarakal se empieza a engalanar para emprender el viaje
más allá de las montañas. Los hombres se pintan la cara de negro y naranja, y las mujeres se
marcan la piel con pequeños círculos. En un clima donde no hace falta la ropa, así se viste uno
para las ocasiones especiales.

A mediodía llegamos al campamento Wakau, a medio camino del río. De pronto, mientras
descansamos en el bochorno de la tarde, oímos unos silbidos procedentes de las montañas. Es
el resto de los meakambut, que vuelven desde el otro lado de las montañas. El grupo
embarakal decide unirse a ellos, y John me pide que vaya a buscar a Lidia, a Michael y al bebé
y los envíe a casa cuando estén recuperados. Interiormente, siento un gran alivio de que John
no venga con nosotros. Me preocupa lo que podría pasar si Lidia hubiera muerto.

Por la tarde encontramos la piragua motorizada y navegamos río abajo hasta el anochecer.
Finalmente llegamos a la aldea ribereña de Awim. Al desembarcar, nos enteramos de que Lidia
y los demás están allí. La única clínica operativa de la región no tenía suministros para
atenderla.

Pero Lidia sigue con vida. Unos simples antibióticos fueron suficientes para salvarla. Sigue débil
y no puede andar, por lo que le ponemos un suero intravenoso durante la noche. Michael y su
hijo también se están recuperando. Al amanecer, Lidia ya sonríe y es capaz de ponerse de pie
con las piernas temblorosas, aunque sigue tosiendo.

A la hora del desayuno, me encuentro con Sebastian Haraha junto al fuego. Me ofrece café y
me invita a sentarme a su lado. Se ha visto obligado a abandonar temporalmente su plan de
inventariar las cuevas de los meakambut (con el propósito de salvar su hábitat y asegurar la
supervivencia de su cultura en el futuro), para salvar sus vidas en el presente.

«¿Proteger las cuevas? ¿Para qué, si no quedan meakambut vivos?», pregunta. Está
indignado. La enfermedad de Lidia lo ha impresionado.

«Los meakambut están al borde de la extinción. Mueren de enfermedades que tienen fácil
tratamiento. Quizás en diez años ya no existan, y entonces su lengua y su cultura habrán desa-
parecido. ¡Este es uno de los últimos pueblos nómadas de Papúa y Nueva Guinea!»

Está consternado, pero con fuerzas para luchar: «Cuando vuelva a Port Moresby, iré
directamente al despacho del primer ministro y haré algo». Asiento, y le transmito al pie de la
letra el mensaje de John:

«Nosotros, el pueblo meakambut, renunciaremos a la caza y a desplazarnos continuamente y


vivir en las cuevas de las montañas si el Gobierno nos da una clínica y una escuela, y dos palas
y dos hachas para construir casas.»

Jenkins, Mark. Los últimos nómadas de las cuevas. National Geographic España. [en línea].
Enero de 2012. [fecha de consulta: 05 de marzo 2012]. Disponible en:
<http://www.nationalgeographic.com.es/2012/01/27/los_ultimos_nomadas_las_cuevas.html >

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