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Monoteísmo constitucional.

Parafraseando el célebre comienzo de Ana Karenina, de Tolstoi, podríamos aventurarnos a decir que todas
las constituciones son iguales en su promesa de felicidad, pero diferentes en su capacidad para provocar
infelicidad. Más allá de la paráfrasis literaria, hoy nadie cuestionaría la afirmación de que todos los textos
constitucionales se parecen en sus fines, pero acaban siendo realmente diferentes en sus resultados.

En buena medida, las constituciones han ido llegando e instalándose al albur de un fuerte vínculo entre
modernidad y democracia. Largo viaje en el que se ha establecido un consenso general sobre la
oportunidad y necesidad de dejar atrás regímenes donde apenas existían libertades y derechos de
ciudadanía. En este preciso sentido, las constituciones han sido -y siguen siendo- las herramientas que
materializan una promesa de convivencia entre diferentes. Sin ir más lejos, el Preámbulo de nuestra propia
Constitución puede leerse como la voluntad popular de garantizar la democracia y los derechos humanos,
las libertades políticas y civiles o la seguridad de todas y todos los españoles.

En lo relativo a la convivencia y los consensos cabe, no obstante, hacer una puntualización. Nunca los
encontraremos en el origen de ningún proceso social o político. Son, contrariamente, el resultado de
prácticas de diálogo y negociación que aspiran a solucionar temporalmente problemas previos. Tal es el
principio y el objetivo de la política constitucional: encontrar marcos de solución para los conflictos
existentes en el seno de toda sociedad. Tanto los conflictos racionalizados, como las medidas propuestas
para mitigarlos, constituyen la base de los marcos de convivencia, de un contrato social que, como todo
contrato, debe contener una cláusula de revisión. Y con más razón en nuestras sociedades abiertas, donde
las amenazas a la democracia se multiplican en proporción a la extensión de sus logros. La historia reciente
nos demuestra que cuanto mayor grado de democratización social se conquista más riesgo existe de
reacción antidemocrática por parte de las élites privilegiadas, aquellas que no aceptan los términos de ese
contrato social equitativo.

En consecuencia, si aceptamos que la negociación y el acuerdo entre partes -enfrentadas por conflictos de
intereses más o menos persistentes- son el fundamento de cualquier texto constitucional realmente vivo; si
aceptamos -como señaló Max Weber- la permanente “guerra de los dioses”, el choque entre concepciones
en un mundo necesariamente plural; y si aceptamos que ninguna norma o ley humana –a diferencia de las
leyes divinas- está dictada por un ser superior o esculpida en piedra para la eternidad, no dejan de resultar
paradójicas las actitudes sectarias e inmovilistas entre las filas de quienes se autodefinen como
“constitucionalistas”. Quienes pretenden erigirse en guardianes de la ortodoxia constitucional del 78, más
allá incluso de la voluntad popular; quienes intentan imponer una interpretación única de su texto y lo
utilizan como parapeto y trinchera ideológica, hurtan el derecho constitucional a su verdadero dueño: el
pueblo. Ese robo de la soberanía popular, esa usurpación de la legitimidad constitucional, además de un
insulto a la inteligencia colectiva es una amenaza para la democracia.

En los neo-constitucionalistas de hoy se cumple aquella regla del fanatismo que anuncia que los conversos
llegan a ser siempre los más fanáticos. Los herederos políticos de quienes se enfrentaron a la actual
Constitución del 78, se presentan en estos días como ortodoxos vigilantes de un texto al que antaño
combatieron con la misma vehemencia que hoy defienden. Su sacralización –ya lo hemos visto en otras
ocasiones- obedece más al interesado oportunismo partidista que a firmes y profundas convicciones
democráticas. Desconfiemos, pues, de quienes hoy utilizan argumentos calcados para defender posiciones
antagónicas: ni unos ni otros tienen legitimidad para dar lecciones de democracia; ni unos ni otros pueden
decirle al pueblo lo que es o quiere ser. Sólo el pueblo tiene derecho a decidir.
Las lecciones aprendidas de Tolstoi o de Weber muestran que los monoteístas constitucionales son la peor
versión posible del constitucionalismo. La modernidad, la democracia y las constituciones son politeístas en
creencias y valores. No debiéramos olvidarlo si no queremos abismarnos en la repetición de la dictadura del
más fuerte. Garantizar la democracia implica garantizar la libertad para expresar el desacuerdo bajo las
formas que marcan los límites del respeto a los derechos fundamentales. Del mismo modo que las
dictaduras no suelen sobrevivir al tirano, ninguna constitución impuesta durará demasiado tiempo. La
libertad siempre se ha acabado abriendo paso a través de la Historia.

Para que la Constitución del 78 siga siendo una herramienta de convivencia fundamental debe ser algo más
que un texto heredado. Ya nos lo advirtió Goethe en su Fausto: “Lo que por herencia tienes de tus padres,
adquiérelo tú para poseerlo”. Para que la Constitución Española sea la constitución de todos y todas las
españolas, debe constituirse como la libre expresión de la voluntad popular en una sociedad plenamente
democrática. La sociedad española se merece una Constitución que miré al futuro y no una Constitución
atrapada por su pasado. Una Constitución para ser felices de formas diferentes, no una Constitución que
nos iguale en nuestra infelicidad.

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