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Algunos comentarios al pensamiento de John Stuart

Mill a partir de On Liberty

César D. Baena

En el presente ensayo señalaré los argumentos más importantes expuestos por


John. S. Mill en la primera parte de On Liberty,1 obra que bien puede ser considerada una
de las más influyentes en el pensamiento liberal y democrático contemporáneo. Como
podrá apreciarse, On Liberty contiene una serie de tesis que resultan verdaderamente
interpelativas en la hora actual respecto de lo que el sistema democrático debe significar
para la vida social, lo cual no obsta a que esas mismas tesis puedan ser ampliamente
controvertidas.

1.- Libertad del individuo y libertad de la sociedad


En el capítulo primero, el autor explica cómo ha evolucionado la concepción de
la libertad, en tanto lucha contra la tiranía, desde la Grecia y la Roma Clásica, hasta la
sociedad occidental decimonónica, especialmente en Inglaterra. Sostiene que ha operado
un reconocimiento de nuevos mecanismos políticos, como la creación de inmunidades y
frenos constitucionales frente al poder político, mientras el pensamiento democrático ha
logrado afianzarse, en el sentido de que los gobernantes han pasado a representar los
intereses de sus gobernados.
No obstante, la nueva concepción política dominante, i. e., la de la “voluntad del
pueblo”, implica un nuevo problema. A la par de la opresión legal −la que podríamos
identificar con la tradicional “tiranía gubernamental o política”− se halla la tiranía social,
es decir la ejercida por la opinión pública. Mill advierte que la llamada “voluntad popular”
es, en realidad, la voluntad de la mayoría, la que puede ser tan tirana como los tiranos
predecesores.2 Esto significa una verdadera amenaza para la libertad del individuo quien,

1
Mill, John S., Sobre la libertad. Ed. Claridad. Buenos Aires, 2014.
2
Como señala Hart: “El mayor de los peligros [tanto para Mill, como para Tocqueville] no era
que de hecho la mayoría podría usar su poder para oprimir a la minoría, sino que, con la expansión
de las ideas democráticas, podría llegar a considerarse como algo indiscutible que la mayoría
debería hacer”. Hart, H. L. A., Derecho, libertad y moralidad. Las conferencias Harry Camp en
la Universidad de Stanford (1962). Dykinson. Madrid, 2006. p. 161.
frente a la comunidad, es el verdadero soberano sobre sí mismo, sobre su cuerpo y sobre
su espíritu.3
De acuerdo a este problema planteado, uno de los aportes teóricos y políticos
más importantes efectuados por Mill está en este primer capítulo y es la formulación del
“principio de daño”. Dicho principio sostiene que el único propósito que autoriza a las
personas, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus
semejantes, es la propia defensa. La fuerza puede ser usada contra un miembro de la
comunidad sólo a los fines de impedirle perjudicar a otros.4 Por su parte, el propio bien
del sujeto cuestionado no puede constituir un argumento suficiente.5
Como se sabe, Mill es un utilitarista, y en la utilidad, como valor rector de la
ética, funda su principio de daño. La acción estatal y la opinión colectiva están limitadas
−y, en igual sentido, autorizadas a actuar− en la medida de esa utilidad.
La esfera de la libertad humana establece los límites de la imposición social.
Conforme al principio de daño, entonces, la legitimidad de la imposición social no alcanza
los intereses indirectos de la comunidad, i. e., los que son, a su vez, intereses directos e
inmediatos del individuo.
Es a partir de esta esfera que Mill enuncia como las principales libertades del
individuo −y, por lo tanto, inviolables− los derechos de libre pensamiento y de expresión.
En segundo lugar, reconoce las libertades de gustos e inclinaciones en la proyección del
propio plan de vida; por supuesto, siempre de conformidad con el principio de daño ya
señalado. Finalmente, Mill reconoce las libertades de asociación con fines lícitos,
nuevamente, en tanto ellos no sean perjudiciales a los intereses directos de terceros.
La libertad individual respetada en este marco, según entiendo, tiene un
verdadero fundamento utilitarista en el sentido de que si aquella es respetada, no sólo el
individuo es libre sino que también la propia sociedad lo será. En particular, Mill previene
que no hay libertad allí donde los gobernantes y, sobre todo, los propios ciudadanos tienen
la disposición de imponer a sus pares sus opiniones y sus gustos. En definitiva, la libertad
requiere de una fuerte barrera de convicción moral que promueve la actitud contraria, es
decir, la disminución de esta disposición de los individuos de imponerse sobre los demás.

2.- La defensa de la libertad de pensamiento y expresión


En el segundo capítulo, Mill se dedica a fundamentar los valores que constituyen
el pilar del respeto del individuo por parte de la sociedad: las libertades de pensamiento
y discusión. En favor de estas libertades esgrime los siguientes argumentos.
En primer lugar, todas las opiniones deben ser respetadas, aun las que no forman
parte de la llamada “opinión pública”, ya que incluso esta última puede estar equivocada.
No hay infalibilidad de ningún tipo, ni siquiera en favor de una parte considerable de la
3
Mill, op. cit. p. 19.
4
Ibídem.
5
Esta última afirmación implica un posicionamiento antipaternalista por parte de Mill. Véase:
Nino, Carlos S., Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación. Astrea. Buenos Aires,
1989. pp. 428-429.
sociedad, con lo que la autoridad mal puede pretender suprimir una opinión que considera
“falsa”. Frente a los que podrían aducir que es un deber, tanto el evitar caer en el error,
como el actuar conforme a la convicción consciente, Mill señala la siguiente distinción:
no es lo mismo sostener que una opinión es verdadera, luego de insistencias numerosas
por parte de otros para refutarla, que afirmar su verdad para evitar toda refutación.
Pero, incluso, no deja de constituir un mal el caso en que la autoridad tiene
seguridad acerca de la falsedad de la opinión que pretende reprimir. El cuestionamiento
de las ideas dominantes, cuando son sólidas, contribuye siempre a afianzar su solidez. Por
el contrario, la opinión que no se debate se convierte en un dogma muerto y “las palabras
que la expresan cesan de sugerir ideas o no sugieren más que una pequeña porción de las
que originalmente comunicaban.”6 Para ejemplificar esta cuestión Mill utiliza el caso del
cristianismo 7 el que, según sostiene, se encuentra en un periodo de estancamiento de
dieciocho siglos. No obstante, la virtud del movimiento cristiano, que lo llevó a ser la
religión imperial, se halla en sus orígenes, no puede separarse del hecho de que se trató
inicialmente de una “secta de despreciados hebreos”.
Por último, Mill habla de la complementariedad de las opiniones. Admite que la
opinión popular es, por lo general, verdadera; pero sólo parcialmente. Las opiniones no
dominantes casi siempre contienen partes de la verdad suprimidas, incluso cuando
adolecen de una mayor cantidad de errores. Nuevamente el autor contrapone una objeción
“religiosa” a su argumentación: ¿no podría un cristiano, por ejemplo, afirmar que su
verdad es completa, sobre todo en materia de los principios más esenciales de la moral?
Precisamente, sostiene Mill, la moral cristiana representa un supuesto real, histórico, en
el cual las verdades sucesivas debieron complementarse a través de los siglos. El
Evangelio, como fuente máxima de la moral cristiana, no es planteada como una moral
inédita; todo lo contrario, es referencial de una moral preexistente. Tampoco el Evangelio
es concebido como una moral totalmente precisa en un sentido legislativo, sino que
indefectiblemente ha requerido de la complementación de las doctrinas posteriores,
especialmente la católica romana.

3.- Conclusión
Como sugerí al inicio de este breve trabajo, la defensa de Mill de la libertad del
individuo frente a la sociedad ha ganado una notable importancia en el pensamiento
liberal y en el debate que recurrentemente se suscita en torno de la cuestión democrática.
El principio de daño, por ejemplo, ha sido introducido en cláusulas nucleares de las leyes
fundamentales hoy vigentes, como es el caso de la Constitución argentina. 8 Por su parte,
el consenso logrado por teóricos, políticos e intérpretes acerca del valor de la libertad de
expresión como pilar de la convivencia social, debe gran parte a Mill y a sus argumentos.

6
Mill, op. cit. p. 47.
7
Es interesante apreciar como Mill frecuentemente hace referencia al cristianismo moderno, en
el marco de la crítica al adoctrinamiento y a la supresión de toda disidencia posible.
8
Veáse, Constitución argentina, artículo 19.
Sin perjuicio de ello, un aprendizaje genuino de las ideas de Mill debería llevar,
precisamente, a no hacer un “dogma muerto” de sus conclusiones. Más aun en la hora
actual, en la que las libertades individuales que él defendiera −si bien no deben ser
claudicadas− requieren ser valoradas a la luz de los contextos políticos que hoy nos
atraviesan y las nuevas concepciones teóricas todo el tiempo emergentes, especialmente
las democráticas.

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