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Capítulo Uno:

El demonio sacudió su cabeza, pensativo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última
vez que dirigió a las Legiones al glorioso combate? ¿Cuántos milenios habrían
transcurrido desde aquella era de épicas gestas en la que su nombre era pronunciado con
terror y odio por incontables miles de seres? Nada de eso importaba: estaba de vuelta, y
la Creación volvería a sentir la ira del Segador. Había sido engañado. Su lugarteniente,
aquel al que llamaban Muerte en el Viento, le había clavado su propia espada en la
espalda, desvaneciendo de tal forma su presencia física, que esta tardaría miles de años en
regresar de los infiernos.

Por desgracia, el liderazgo de Muerte en el Viento no era tan grande como su habilidad
en combate, y no logró unificar a las Siete Grandes Legiones bajo su mando. El caos se
cernió sobre la Creación: los distintos ejércitos, cada uno de ellos al mando de un Gran
Demonio, antaño dedicado a servir al Segador, comenzaron a separarse y a pelear entre
ellas. Al principio, estas discusiones no pasaban de palabras fuertes que se calmaban con
una sola mirada del nuevo Señor de Demonios, pero pronto se hizo patente que este no
podría mantener tal autoridad indefinidamente. Así, los desórdenes comenzaron
rápidamente a expandirse y las hostilidades se volvieron cada vez más manifiestas hasta
que, un día, Muerte en el Viento reunió a las fuerzas bajo su mando e intentó acabar con
la insubordinación en forma definitiva.

El choque resultante dejó a la Creación en su punto más bajo, transformando densos


bosques llenos de vida en ciénagas putrefactas. Las orgullosas Ciudades Fortaleza de los
Siete Señores quedaron reducidas a un montón de ruinas, donde lo único que permanecía
apilado en cantidades significativas eran los cadáveres de los combatientes. Los Fae y los
Nordheim eran dos de las muchas razas que en ese tiempo estaban sometidas al yugo
demoníaco, y las únicas que se encontraban suficientemente alejadas como para no ser
una preocupación a los ojos de los demonios. Al ver que sus señores se encontraban
demasiado atareados combatiendo entre sí como para ocuparse de ellos, comenzaron a
organizarse, planeando la revuelta que finalmente habría de liberarlos. Con tal fin,

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procedieron en secreto a la creación de artefactos de gran poder, auxiliados por deidades
antiguas y terribles. El pago que debieron hacer, sin embargo, resultó ser tremendamente
alto.

Fue con estas armas que ambas razas, unidas por primera y última vez, se reunieron en
su totalidad en el Gran Norte. Pese a estar formado por esclavos, el ejército que formaron
era de unas dimensiones y poderío tan tremendos que incluso las Grandes Legiones bajo
el mando del Segador habrían tenido problemas para hacerle frente.

Pero el Segador había sido traicionado, y en su lugar solo había un montón de


reyezuelos luchando por controlar las migajas de un Imperio. Así, los demonios no
prestaron atención a los rumores del gigantesco ejército que se dirigía contra ellos hasta
que fue demasiado tarde: aunque las terribles Bestias Pesadilla que montaban los Fae
podían ser vistas desde una gran distancia, y el canto de guerra de los Nordheim podía
sentirse desde más lejos aún, no había nada que pudieran hacer. Pese a su innegable
poderío fueron derrotados y sus tropas destruidas como el árbol es destruido por el paso
de un furioso elefante. Sin posibilidad de vencer, tanto los Grandes Señores como Muerte
en el Viento huyeron y utilizaron sus poderes para ocultarse de la vista de las razas más
jóvenes, sumiéndose en un sueño más profundo que el causado por la muerte, a la espera
del regreso del único que podía devolver a su raza el poder y la gloria de antaño: el
Segador.

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Capítulo Dos:

Pero ya era suficiente de recordar tiempos pasados, de un imperio que jamás volvería.
Con desgana, abrió los ojos a la oscuridad reinante, de momento impenetrable para sus
sentidos. Extrañado, movió lentamente sus brazos, encontrándolos aletargados y
cansados, como si no los hubiera movido jamás. Con un escalofrío comprendió que, en
cierto modo, así era, ya que no se trataba de su anterior cuerpo, sino que de uno nuevo,
creado por las energías liberadas al momento de regresar a este mundo.

Tras un gran esfuerzo logró incorporarse, notando cómo el dolor recorría sus crujientes
articulaciones. Constató con satisfacción que sus ojos se acostumbraban rápidamente al
entorno que lo rodeaba. Se encontraba en el fondo de una caverna bastante estrecha,
totalmente desnudo, y con un pasillo que seguía delante de él, en cuyo final podía
distinguirse una tenue luz, tal vez una salida. Torpemente comenzó a caminar,
descubriendo otro aspecto de su nuevo cuerpo. No se trataba de la forma de alguno de los
demonios de antaño. No estaba dotado de la agilidad y fuerza que lo habían convertido en
el más temido entre los suyos. Sus ojos no brillaban con el resplandor rojizo que delataba
su auténtica naturaleza, y sus manos no se encontraban rematadas por garras capaces de
destrozar un árbol de un solo golpe.

Maldiciendo por lo bajo a aquel que lo había traicionado, continuó su andar hacia la luz,
tropezando cada vez menos, a medida que dominaba su torpe y débil cuerpo. Finalmente,
llegó a la salida de la cueva, y se encontró con que en el exterior reinaba una noche
plagada de estrellas. La luz que había visto resultó ser una fogata encendida varios metros
más allá, donde se veía a un grupo formado por tal vez una docena de humanos ebrios,
ataviados con extraños uniformes. La mayoría de ellos bebían y reían estúpidamente,
mientras otros dos sujetaban a una joven perteneciente a la antes esclavizada raza de los
Fae. Al mismo tiempo, un tercero comenzaba a rasgar sus ropas con la ayuda de un
cuchillo, abofeteándole el rostro salvajemente cada vez que intentaba resistirse.

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Al ver semejante muestra de brutalidad, la sangre subió al rostro del recientemente
encarnado demonio. A los débiles siempre les gustaba abusar de quienes estaban aún más
indefensos que ellos, tal vez sería un buen ejercicio darles una lección. A medida que la
sed de batalla volvía a invadirlo, se irguió cuan alto era y, llenando sus pulmones, soltó
un desgarrador grito de guerra al tiempo que se lanzaba contra los soldados. Su aullido
causó un efecto devastador sobre los hombres. Al darse vuelta con el rostro lívido de
terror, lograron divisar cómo aquel horrendo salvaje se lanzaba contra ellos, su cabello
negro ondeando al viento, la espuma aflorando a sus largos colmillos, y el odio y la
locura brillando en sus ojos.

Más por instinto que por auténtico valor, seis de los soldados desenvainaron sus
espadas, mientras el resto se incorporaba. El que intentaba forzar a la joven le propinó un
brutal golpe con el canto de su daga en la cabeza, haciéndola caer desvanecida. Inmune a
toda vacilación, el Segador se lanzó contra el primero de ellos, que intentó clavarle su
lanza en el torso. Grave error, que terminó siendo el último: veloz como el relámpago, el
demonio se hizo a un lado, al tiempo que daba un giro con su puño en alto, impactando al
pobre incauto en la sien. El cráneo del soldado reventó por la fuerza del golpe, sus sesos
regando abundantemente a todos los que se encontraban cerca.

Con un bufido de desprecio, el Segador tomó la lanza del caído y enfrentó al resto de los
atacantes. Una sonrisa feroz adornaba su rostro, decidido a no dejar a ninguno con vida.
Se lanzó contra ellos en un torbellino de golpes y estocadas que rápidamente redujo a los
hombres a un montón de cadáveres mutilados. Poseído por el frenesí del combate, largó
otro aullido, aún más terrorífico que el anterior, y observó cómo los guardias comenzaban
a huir... ¿Acaso esperaban que les perdonase la vida? Les haría ver la extensión de su
estupidez. Sin apenas pensarlo, corrió contra los indefensos hombres, matando a cinco de
ellos con cinco brutales lanzazos.

En ese momento, sintió un ruido a su espalda. Al darse vuelta, vio que el último de los
soldados, aquel que estaba dispuesto a forzar a la joven y que parecía ser el líder, se
encontraba de pie y la sujetaba, con un cuchillo apuntando a su esbelta garganta. Mirando

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con ojos desorbitados por el miedo al responsable de aquella carnicería, le dijo: "No te
atrevas a dar un paso más, bastardo, o la mato... ¡Lo digo en serio!" La lengua que
hablaba era la misma que los demonios habían enseñado a sus esclavos hacía tanto
tiempo, pero la forma en que la pronunciaba resultaba sumamente extraña. El Segador,
saciada su sed de sangre, se irguió en toda su estatura y, mirando al osado hombre, lanzó
una sonora carcajada, que retumbó de forma peculiar en las montañas cercanas.

Intentando dar a sus palabras la misma aberrante entonación del idioma hablado por
aquel imprudente, le contestó: "¿Qué te hace pensar que me importa su destino? Ya he
matado a tus compañeros, y pronto te mataré a ti. Te arrancaré la piel y luego beberé tu
sangre, sin importar lo que suceda con la muchacha." El hombre, espantado, dio un paso
hacia atrás, aflojando la presa que mantenía sujeta a la doncella... Aquello era más de lo
que necesitaba el salvaje cazador, que se abalanzó de inmediato sobre él. Con su mano
libre aferró el brazo que llevaba la daga, mientras atravesaba su cuello con la lanza. Tal
fue la fuerza del golpe que la cabeza se separó de inmediato del cuerpo, cayendo al suelo
con un ruido sordo.

Ya eliminada la amenaza, centró su atención en la joven Fae. Era más alta de lo que
habían sido los cadáveres que ahora la rodeaban y, al igual que la mayoría de los
miembros de su raza, era tremendamente delgada. Sus rasgos eran delicados, casi etéreos,
rematados por unos grandes ojos de un claro color azul cielo. Ella lo observaba con un
extraño gesto, entre de agradecimiento y fascinación, y en el que no se adivinaba miedo
alguno.

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Capítulo Tres:

"¿¡Qué!? ¡Yo no tolero que nadie hable así de mi madre, infeliz!"

Así comenzaba una nueva pelea de taberna en El Cerdo Rampante, uno de los tugurios
más sucios y peligrosos de toda la ciudad de Scheibeloch, que no era precisamente
conocida por lo amistoso de sus gentes o lo seguro de sus calles.

Esta pelea en particular tenía por principal protagonista a un extraño viajero. Se trataba
de un hombre corpulento pese a estar bastante entrado en años, de blanca cabellera, que
no parecía afectado en lo más mínimo por el crudísimo frío que hacía fuera del edificio.
De hecho, actuaba como si estuviera completamente a sus anchas, pese a estar provisto
tan solo de una delgada capa color café oscuro, pantalones de pana, una camisa de lino,
un discreto morral que solo parecía estar ahí para guardar alimentos, y una bolsa bien
provista colgada al cinto.

Evidentemente, al ver a un espécimen tan viejo, y una bolsa tan llena y resonante, los
parroquianos (asesinos, proxenetas y ladrones en su mayoría), decidieron lanzarse a por
tan suculento botín, utilizando la ya clásica artimaña de la intimidación y las amenazas
encubiertas. Lamentablemente, el tiro les salió por la culata, pues el forastero resultó ser
bastante más duro de lo que su aspecto daba a entender. Indignado por cierta alusión a su
progenitora, profirió el grito de guerra que abre el presente relato, estrellando su jarra de
cerveza aguada contra la cabeza del imprudente más cercano y desencadenando el
Pandemónium.

Representa un extraño fenómeno el hecho de que en cualquier posada, a la más mínima


señal de violencia, y al pronunciar algún listillo las mágicas palabras "¡Pelea de taberna!",
las multitudes enloquezcan, los propietarios desesperen y, obviamente, el mobiliario sea
brutalmente hecho pedazos. No fue esta la excepción, y en tan solo unos segundos las
sillas eran destrozadas sobre las espaldas de los incautos, las dagas abandonaban sus
fundas, y el extraño desconocido se escabullía por la puerta del local, maldiciendo por lo

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bajo.

Tendría que haber sido más cuidadoso, se repetía a sí mismo el anciano Nordheim. Ya
había logrado recorrer gran parte del trecho que lo separaba de su destino, y no era
cuestión de que un grupo de humanos codiciosos frustrara su misión.

No sabía exactamente de qué se trataba, pero sí sabía que algún objeto o criatura de un
poderío inimaginable se encontraba escondido en lo más profundo de los legendarios
Páramos de Tysail, a la espera de cualquiera que fuera lo suficientemente valeroso o
estúpido como para ir en su busca. Sus hermanos de raza creían que eran solo leyendas,
pero él había visto los signos tanto en la tierra como en el cielo. Mientras esos idiotas se
concentraban en su guerra sin sentido en contra de los Fae, él encontraría los medios para
gobernar ambas razas sin oposición.

Siguió caminando por los helados senderos que lo conducirían a través de las montañas
al interior del mítico lugar: El punto de origen de toda su raza, y del que esta fue
expulsada en una era ya legendaria por intentar oponerse a los designios de los Señores
de Demonios.

A medida que continuaba su viaje a través de las heladas tundras, fue notando que
incluso sus extremidades comenzaban a perder la sensibilidad y a embotarse, debido al
viento que recorría aquellos parajes como un coloso de tiempos pretéritos bramando por
el poderío que ha perdido.

Ignorando como buenamente podía el terrible frío que invadía su cuerpo, el pobre
desdichado siguió caminando. Cada paso era una creciente agonía, a medida que se
acercaba al corazón de los hostiles Páramos. Tras una eternidad de sufrimiento, divisó a
lo lejos una extraña luz, que parecía estar llamándolo desde un lugar más allá de este
mundo. A medida que avanzaba, su fulgor parecía aumentar, como si estuviera
mostrándole el camino, guiando su paso por aquellas peligrosas tierras.

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Tras varias horas de tortura, logró distinguir el origen de la luz. Se trataba de una
extraña estatua de hielo, en la que los rayos del Sol se reflejaban como si estuviera hecha
del más puro de los cristales. Su elaboración era absolutamente perfecta, representando la
imagen de un terrible demonio, con rostro felino y larga cabellera, alto y majestuoso. El
viento que aullaba a su alrededor, así como la nieve que este acarreaba, daban la horrenda
impresión de que se trataba de un ser vivo, encerrado en un trozo de hielo hecho a su
imagen y semejanza. Pero, ¿Era esto por lo que había venido hasta aquí, desafiando la
voluntad del Senescal? No podía ser. Tenía que haber algo más en aquella estatua que la
inmaculada hechura, las perfectas proporciones que la marcaban como una criatura de
leyenda, aquellos ojos que parecían mirarlo fijamente...

Un momento, ¿Qué fue eso? ¿Era su imaginación o había un brillo en ellos que hace un
momento no estaba? No podía ser, ¡No eran ojos, eran solo parte de un maldito pedazo de
hielo! Pero entonces, ¿Por qué se veía incapaz de dejar de mirarlos? Intentó separar la
vista de aquella execrable abominación, dar media vuelta y recorrer el doloroso camino
de regreso a casa, pero simplemente no podía moverse. Era como si su cuerpo de hubiera
congelado, volviéndose incapaz de efectuar el más mínimo movimiento.

De pronto, un fulgor jamás visto en aquellos hielos eternos, el sonido del cristal al
hacerse añicos, y una carcajada conteniendo una crueldad como el mundo no había tenido
la desgracia de sentir desde hacía milenios. De pie frente a una estatua de hielo,
representación perfecta de un anciano vestido con humildes ropas, aquel a quien alguna
vez llamaron Muerte en el Viento murmuraba para sus adentros. "Así que ha llegado el
día que predijiste con tu último hálito de vida, ¿No, Segador? Pues ya veremos quién es
más fuerte".

Con un solo movimiento de su brazo, partió en pedazos la estatua que yacía frente a él, y
comenzó el largo peregrinaje en busca de sus hermanos.

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Capítulo Cuatro:

Tras escuchar las palabras de la joven Fae, el Segador asintió, sorprendido por la
sabiduría que su raza había desarrollado en su ausencia. Utilizando extraños mecanismos
astrológicos, habían conseguido averiguar el lugar exacto en el que iba a reencarnar.
Asustados, los Señores del Sueño – su casta gobernante desde la desaparición del imperio
demoníaco- enviaron un nutrido contingente de guerreros a destruirle, pues su regreso
representaba una amenaza intolerable.

Desgraciadamente, los reinos de los hombres se habían vuelto tremendamente fuertes e


insolentes en los últimos tiempos. Así, la partida fue ferozmente atacada en cuanto
comenzó a adentrarse en sus territorios. Los humanos no eran rivales para los Fae en
habilidad, fuerza o experiencia, pero tenían una enorme superioridad numérica. Así,
lentamente las fuerzas de la incursión fueron cayendo ante los hombres.

Pero ellos no iban a dejar que los patéticos humanos los detuvieran, por lo que siguieron
avanzando pese a las pérdidas sufridas. Finalmente solo ella logró sobrevivir,
ocultándose en medio de los cadáveres dejados por la oleada de atacantes que acabó con
los restos de la unidad a la que acompañaba. Desde entonces, se dedicó a avanzar
cobijada en las sombras, alejada de los ojos de los hombres. Viajaba de noche y se
alimentaba de los frutos silvestres que lograba encontrar, continuando su camino hasta el
paraje en el que había de aparecer el Segador. Por desgracia, al momento de llegar se
encontraba demasiado débil como para esconder bien sus rastros, siendo detectada por la
patrulla de la que el demonio había dado buena cuenta.

Una vez hubo terminado su historia, el Segador dio un bufido de desprecio, al tiempo
que comentaba "Veo que tu pueblo se ha vuelto fuerte y sabio con el paso de los siglos.
Sin embargo, veo que se han vuelto también temerarios e imprudentes, al punto de
creerse invencibles. Fue ese mismo error el que en su momento me costó la vida" La
muchacha guardó un silencio reverente ante las palabras del Segador, esperando que
continuara la historia. Pero este simplemente dijo "No conseguiremos nada quedándonos

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aquí, será mejor que nos pongamos en camino".

Sin pronunciar una palabra más, tomó las ropas del guardia más fornido de la malograda
patrulla, y se vistió con ellas. Hecho esto, comenzó a caminar en dirección Norte, hacia
las heladas tierras donde las razas de los Fae y los Nordheim luchaban en su guerra
eterna.

Sabiéndose incapaz de sobrevivir sola el viaje de regreso a su hogar, la joven


rápidamente corrió en pos suyo, preguntándose qué aciagos acontecimientos esperaban a
su raza ahora que el Segador había regresado.

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Capítulo Cinco:

Con un grito de furia, el demonio en forma humana descargó su puño sobre el cráneo del
último bandido, enviando su espíritu al otro mundo. Estaba realmente exasperado.
Además de lo irritante del clima que los rodeaba, era la tercera vez que eran atacados por
esos rufianes, y aún no habían recorrido siquiera la mitad del camino que atravesaba las
condenadas montañas.

La joven Fae que lo acompañaba, una vez acabada la amenaza, fijó su atención en él,
diciéndole: "Que bien, otra masacre que no deja ningún sobreviviente para ser
interrogado. Muchas gracias, Segador".

"Oh, ya cállate", fue la cortante respuesta de este "No hay nada en estos mequetrefes que
pueda resultarnos de utilidad. Además, no representan ninguna amenaza". El tono de su
voz no dejaba lugar a réplica, por lo que la joven bajó la cabeza, se arrebujó en su abrigo,
y continuó guiando el camino hacia el Norte, hacia cualquiera que fuese el destino que el
Segador tuviera planeado para su pueblo.

Habían pasado ya casi tres semanas desde que su viaje hacia el imperio de los Fae había
comenzado, y ella aún no conseguía romper su silencio, salvo respecto de comentarios
desagradables ocurridos con posterioridad a cada una de las masacres. En estos
momentos atravesaban las montañas de Kurmondar, que permitían un paso mucho más
rápido hacia el helado Norte, si bien el viaje era llevado a cabo en uno de los climas más
inhóspitos que podían encontrarse en toda la Creación, con excepción tal vez de la blanca
pureza del continente de hielo dominado por los Nordheim. Además, estaba el peligro
siempre presente de los Señores Bandidos, que aprovechaban lo desolado de las
montañas para establecer en ellas sus moradas, asesinando a todo el que osara adentrarse
en sus dominios.

Esta vez, sin embargo, aquella política no resultó ser una buena idea, pues los extraños
que atravesaban su territorio eran muchísimo mas duros de lo que se habían atrevido a

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pensar en un comienzo. Tomando esto en cuenta, decidieron dejarlos en paz después de la
tercera escaramuza. Y fue así que siguieron avanzando, sin ser molestados, pero sin
recibir ayuda alguna de los Señores que gobernaban aquellas regiones heladas.

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Capítulo Seis:

Fuego, llamas, muerte. Una legión de fanáticos que avanzan gritando su nombre,
cayendo sobre gentes indefensas cuyo único pecado había sido el de negarse a
reconocerlo como una divinidad. ¿Por qué sucedía esto? ¿Por qué se veía incapaz de
devolverlo todo a los tiempos en que gobernaba con justicia sobre la Creación?

Con un alarido, el hombre que alguna vez había sido el Segador se incorporó, jadeante y
cubierto de sudor. ¿Dónde estaba? No acertaba a recordarlo. Estaba amaneciendo, y se
encontraba en una tienda, en medio de una terrible ventisca. ¿Quién era esa mujer que
ahora lo abrazaba, susurrándole palabras tranquilizadoras al oído? De golpe recordó todo,
y con un brusco empujón separó de si a la joven Fae, al tiempo que le decía: "Ten
cuidado con lo que haces, pues muchos han muerto por mucho menos". Por toda
contestación, Erandiril guardó silencio hasta que la tormenta comenzó a amainar,
momento en el cual salió de la tienda.

La ventisca había dejado el exterior cubierto por una gruesa capa de nieve, blanca y
pura. Esto le recordó la zona más al norte de su hogar, lo que a su vez le hizo pensar en
todo lo que había pasado en los últimos días. Sus compañeros habían muerto, casi había
sido violada por una pandilla de soldados ebrios, y ahora estaba llevando a su hogar al
mismo ser que había jurado destruir.

Repentinamente, todo aquello le pareció trivial. En el fondo de su alma, podía sentir la


llamada de la Torre del Sur, la gigantesca construcción de mármol resplandeciente que
separaba en forma definitiva los dominios de los Fae de los primitivos pero bullentes
Reinos de los Hombres.

Desde hace algún tiempo, estos acostumbraban efectuar expediciones de saqueo en las
poblaciones fronterizas de los Fae. Estas incursiones, si bien eran cada vez más osadas,
jamás habían atravesado la terrible construcción, puesto que no se había visto hombre
alguno capaz de tolerar el terror que su sola visión les provocaba. De acuerdo con las

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supersticiones humanas, el día en que uno de ellos osara alzarse contra la fortaleza o
poner pie en su sagrado suelo, uno de los Siete se alzaría de su descanso inmemorial, para
volver a asolar este mundo.

Estaba absorta en aquellos pensamientos cuando el Segador finalmente salió de la


cabaña, ataviado con los ropajes arrebatados al soldado que había intentado asesinarlo.
Sin pronunciar una palabra, el gigantesco hombretón comenzó a internarse en el laberinto
helado que les rodeaba, en busca de una presa que les significara algo de alimento, pues
las raciones arrebatadas a la última partida de bandidos ya comenzaban a escasear.

Lamentablemente, no llegó a alejarse demasiado, pues de pronto cayó al suelo,


fulminado como si hubiera recibido una terrible estocada, descargada por un enemigo mil
veces más espantoso que cualquiera de los seres que deambulaban por este mundo. Y así
era en su mente, pues rememoraba el instante en que murió, atravesado por su propia
espada, Hendedora de Enemigos, que había sido forjada en los fuegos del Infierno, y
cuya hoja había sido templada en el frío odio que los muertos albergaban contra los
vivos. Y el que la enarbolaba era aquel a quien tan solo unos minutos antes se había
referido como el más leal de cuantos le servían.

Intentó moverse, contraatacar, escupir a su traidor consejero, pero sabía que era inútil. El
aguijón que lo atravesaba era demasiado terrible, y el brazo que lo empuñaba era
demasiado poderoso como para poder resistir. Le pareció que la eternidad caía ante sus
ojos, hasta que finalmente escuchó la voz de Muerte en el Viento, que le susurraba en el
oído: "Eras demasiado blando con aquella escoria, mi señor. Ahora seré yo quien tome
las decisiones y lleve a nuestra gente a la gloria". El Segador sintió cómo la hoja
abandonaba su cuerpo, esparciendo sus entrañas en el suelo. Resistir era impensable,
podía ver como las puertas del Infierno se abrían para recibir su alma, y sin embargo
alcanzó a mantener a la Muerte a raya el tiempo para decir en un débil susurro “Los
Infiernos no podrán encadenarme por siempre, traidor. Llegará el día en que volvamos a
vernos, y ese día será tu perdición”. Luego, todo se volvió negro.

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Hielo eterno, inacabable, hasta donde abarca la vista e incluso más allá, arañado por los
vientos más terribles de toda la Creación y mucho más bello que cualquiera de los
palacios que alguna vez se hubieran construido en ella. Y en medio de esta vorágine
helada, la estatua con la forma del más aborrecido de sus enemigos. Reía a carcajadas,
burlándose de él y desafiándolo a encontrarlo para decidir de una vez y para siempre cual
de los dos merecía el nombre de “Señor de Demonios”. Después le daba la espalda y
comenzaba a caminar, en busca de aquellos que se le unieron tras haber traicionado a su
legítimo soberano. Al ver esto, la ira comenzó a desbordar en el pecho del Segador,
formando un torrente que amenazaba con ahogarlo todo. Incapaz de contenerse, sintió
cómo su garganta lanzaba un horrendo grito, estremecedor hasta lo indecible.

Cuando volvió a tomar consciencia de su cuerpo, se encontró con que estaba de pie,
observando el cuerpo inerte de un gigantesco oso, y respirando trabajosamente debido a
heridas que no recordaba haber recibido, pero que apenas sentía. A su lado, Erandiril
tenía el rostro torcido en una mueca de espanto como jamás le había visto, pese a los
peligros que habían sorteado juntos. Lentamente, hizo acopio de las escasas fuerzas que
le quedaban y, mirando a la joven Fae, le preguntó: "¿Qué te ha pasado, muchacha? No
sabía que en este mundo hubiera algo capaz de hacerte sentir miedo".

Por toda respuesta, la aludida desvió a mirada hacia el oso que yacía a los pies del
Segador. Solo entonces reparó este en que el cuerpo parecía haber sido rajado y hendido
por terribles garras. Incrédulo, el demonio bajó la mirada hacia sus brazos, encontrándose
con que las manos que los remataban ya no eran humanas. Se trataba de los terribles
instrumentos de destrucción que llevaba al momento de su muerte, las garras que habían
segado la vida de miles de incautos que le habían plantado cara en combate.

El demonio en cuerpo de hombre se quedó como petrificado al ver esto. Estuvo así
varios minutos, hasta que Erandiril rompió el silencio: "El oso acudió ante tu aullido de
odio. Al verlo llegar, te incorporaste y te lanzaste sobre él, llevando la peor parte en la
lucha. Sin embargo, cuando la bestia levantaba su zarpa para darte el golpe de gracia,
sucedió algo extraordinario: Lanzaste otro aullido, y una luz enceguecedora te rodeó. Al

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mirar nuevamente, ya no estabas tú ahí, sino que aquel que alguna vez fuiste. Juro que vi
la majestad del Señor de los Demonios, así como la crueldad de que era capaz,
ensañándose con la ahora indefensa bestia que lo había atacado, desgarrando su piel y su
carne incluso después de que hubiera muerto. Hecho esto, permaneciste de pie frente a tu
presa, con respiración entrecortada, y lentamente comenzaste a cambiar de vuelta a tu
nuevo cuerpo".

Al terminar el relato, el sorprendido Segador se preguntó qué lo había afectado más, si la


narración en sí o el tono absolutamente desapasionado con el que esta había sido hecha.
Pero no importaba: Por un momento había recuperado su antiguo esplendor, y era posible
que con el tiempo este volviera completamente.

"Ya es suficiente" dijo al tiempo que se ponía en movimiento "No conseguiremos nada
quedándonos parados como idiotas". Acto seguido, comenzó a arrancar grandes trozos de
carne del oso con ayuda de sus garras "Con esto debiera sernos suficiente", comentó. Aún
lívida de terror, la joven Fae tomó lo que el Segador le entregó y se dispuso a cocinarlo.

Al día siguiente, con el sol ya alto en el horizonte, los dos caminantes proseguían su
andar hacia el extremo norte del mundo.

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Capítulo Siete:

La delgada y enjuta figura se irguió, apoyada en un nudoso bastón. Sus añosas


facciones, semejantes a una máscara tallada en granito, traicionaban su origen
demoníaco, en tanto sus ojos revelaban la sabiduría que le había granjeado el respeto de
sus iguales. Con una majestad que tan solo los siglos podían entregar, se dirigió a quien
lo interpelaba: "Realmente debes tenerme por alguien muy ingenuo, mi querido traidor, si
crees que he olvidado las consecuencias de tu espantoso reinado".

"Te revelas a ti mismo como un ingenuo, hermano, si crees que de no haber muerto ese
idiota pusilánime nuestro destino habría sido distinto", fue la airada respuesta de Muerte
en el Viento "Su caída era inevitable, y tú lo sabes perfectamente. Lo que ahora estará en
manos de los Siete será determinar quién es más digno de reinar en este nuevo mundo, si
yo o ese bastardo de corazón blando".

"Pese a tu fuerza y poderío, la ambición te impide ver la realidad. Hay muchos asuntos
que deben ser considerados antes de empezar una lucha a muerte por un mundo que ya no
nos pertenece" dijo el anciano y encorvado demonio "No sólo los Nordheim y los Fae se
han hecho poderosos, sino que incluso los humanos tienen ahora pujantes reinos, que
serían terribles si no dedicaran su tiempo a enfrentarse entre sí".

"Bah", respondió, cortante, su interlocutor "Esas razas de esclavos no eran rivales para
nuestras legiones unidas. Si en vez de luchar como unos niños ustedes hubieran
obedecido mis órdenes, yo seguiría reinando sobre un imperio glorioso, como me
corresponde por derecho".

"¡Pamplinas!", tronó el Sabio, encolerizado "Nada de esto hubiera pasado si tú no


hubieras asesinado a quien con justicia nos gobernaba. Por tu culpa, nuestras legiones han
sido reducidas a menos que polvo, quedando solo nueve para luchar por sobrevivir. ¿Así
pretendes construir un nuevo Imperio? ¡Insensato! Ni siquiera sabes donde está
Hendedora de Enemigos, el símbolo del auténtico Señor de Demonios, que huyó de ti tras

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tu traición..." El demonio golpeó enérgicamente con su bastón el suelo de la caverna que
le había servido de refugio durante incontables siglos, antes de proseguir "No sirves para
nada, falso Señor. En este momento contaminas con tu presencia mi sepulcro, y me
arrancas del descanso eterno para invitarme a participar en una guerra que se basa en tu
estúpida arrogancia. ¡Fuera de aquí, antes de que mi paciencia se agote!"

Muerte en el Viento gruñó amenazadoramente, haciendo el ademán de atacar al delgado


anciano. La bola de energía que tomó forma sobre los dedos de su supuesta víctima, así
como la mirada que esta le dedicó, le hicieron reconsiderar. Comprendido el mensaje el
Gran Demonio se dio media vuelta y, erguido cuan alto era, abandonó la estancia.

"Veo que aún queda algo de inteligencia en esa cabeza llena de aire", dijo a las paredes
de la estancia el anciano demonio, al tiempo que con sus manos trazaba signos
cabalísticos en el aire "Esta charla me ha dejado demasiado trabajo por hacer. Será mejor
que me ponga a ello inmediatamente". El ritual sería difícil, aún cuando había escogido
un lugar de poder para que fuera su tumba, y sin duda agotaría gran parte de su energía,
pero el tiempo apremiaba. Se arrodilló en el centro exacto de la habitación y,
murmurando en voz baja, comenzó a concentrar su voluntad lentamente. Habían pasado
largos siglos desde la última vez que lo había intentado, y cualquier prisa podría resultar
catastrófica. Lentamente, fue alzando la voz, y exteriorizando su poder sobre la realidad,
hasta finalmente concluir con un corto grito y un destello cegador. El aire se llenó con el
olor del ozono, mientras el poderoso hechicero se encontraba ya en algún otro lugar, a
miles de kilómetros de distancia.

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Capítulo Ocho:

"Digan su nombre y los asuntos que los traen a estas tierras", dijo, amenazante, el curtido
guerrero a cargo de la patrulla. "Baja tus armas, capitán", fue la rápida respuesta de la
joven Fae, al tiempo que de sus ropas sacaba un medallón de madera con un extraño
símbolo tallado "Mi nombre es Erandiril Viento del Bosque y, como puedes ver, mi
asunto es una misión encomendada por los Señores del Sueño. ¿Me dejarás pasar, o
prefieres ir a discutir el asunto directamente con ellos?".

Un escalofrío recorrió al capitán al reconocer a una enviada de los antiguos amos de su


raza. Con las manos temblando por el nerviosismo, hizo el gesto que permitió a los
viajeros adentrarse en las tierras ancestrales de los Fae.

"Veo que sabes cómo tratar a tus inferiores", dijo el demonio mientras atravesaban el
puesto de guardia.

"Esos mequetrefes saben que no es una buena idea cuestionar las órdenes de los Señores,
o entorpecer el camino de sus heraldos”, replicó Erandiril, mientras prendía el amuleto a
su pecho, dejándolo bien a la vista “Dentro de pocos días llegaremos a la Ciudad de la
Torre del Sur, Segador, y desde ahí continuaremos hasta la presencia de los Señores".
Como si no le importara, el fornido hombretón simplemente se encogió de hombros y
siguió caminando.

Ya en el interior del territorio de los Fae, el Segador se percató de que su presencia


causaba un gran revuelo, puesto que toda la gente que la que se cruzaban lo miraba con
gran atención, como si se tratara de una rareza. De golpe, se dio cuenta de que así debía
de ser. Después de todo, ellos no debían ver humanos muy seguido. Mucho menos
humanos caminando libremente, y menos aún provistos de garras capaces de despedazar
a un oso. Sin embargo, al distinguir el amuleto que Erandiril portaba, los curiosos
agachaban la cabeza y seguían caminando silenciosamente. Esto llamó poderosamente la
atención al Segador. Por la forma como se movían y las reverencias cargadas de temor

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que dedicaban a su acompañante, habría dicho que más que alcanzar la libertad tras la
caída de los demonios, habían cambiado un amo cruel por otro aún peor.

Cuando ya el Sol estaba ocultándose, decidieron pasar la noche en una de las posadas
que poblaban los lados del camino. Al entrar, como ya era costumbre, todos los ojos se
posaron en el Segador, para posteriormente reparar en el amuleto de Erandiril, y
finalmente centrarse en el crepitar del fuego o en el fondo de los vasos. Indiferente a todo
esto, la joven Fae se adelantó y demandó dos habitaciones, así como comida para ambos.
El posadero, temblando, se apresuró a cumplir las órdenes.

Pocos minutos después ambos viajeros comían una reconstituyente cena. De pronto la
puerta del establecimiento se abrió, empujada por un gigantesco guerrero embozado en
una armadura exquisitamente forjada, con imágenes de seres que no se parecían a
ninguna criatura que caminara sobre la faz de la tierra. De inmediato entraron varios
soldados ataviados igual que el primero, con la excepción de que en sus manos llevaban
sendas ballestas. En silencio apuntaron al Segador, al tiempo que lo rodeaban con
extrema cautela.

Cerraba la marcha un Fae con vestimentas similares, exceptuando el hecho de que no


llevaba casco y su armadura mostraba diseños aún más elaborados, si cabe, que las de los
soldados anteriores. Sus rasgos, finos y delicados, mostraban la arrogancia de quien debía
ser obedecido y la crueldad de quien no teme ser castigado por sus acciones. Los galones
y medallas que llevaba lo identificaban como un personaje de gran jerarquía. Con ademán
solemne levantó su mano derecha y la dejó caer bruscamente, dando la señal de disparo a
sus hombres.

Era prodigiosa la fuerza y velocidad que tenía el Segador aún en su forma humana,
guerrero colosal venido de una era que no podía compararse a ninguna de las que le
siguieron. Pero su velocidad no era rival para los crueles dardos de los Guerreros Sombra,
potenciados por oscuros y poderosos encantamientos.

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Los proyectiles se clavaron en el pecho, los brazos, el rostro... Y el Segador no cayó.
Comenzó a avanzar hacia sus atacantes. Otra carga se depositó en su cuerpo,
atravesándolo de parte a parte... y el Segador seguía sin caer. Los hábiles saeteros
cargaban nuevamente sus armas mientras el gigantesco hombretón avanzaba un paso,
dos... Y se desplomaba en un charco formado por su propia sangre.

El cruel Fae que había ordenado esta masacre exhibía en su rostro una sonrisa
despectiva. Sus esbirros ya habían cargado las armas una vez más, pero esta vez
apuntaban a la joven Erandiril.

"¿Qué significa esto?" Preguntó, indignada "¿Es que acaso has perdido el juicio? ¡Ese
hombre puede ser la gran oportunidad de nuestra raza para ganar la guerra!".

"Veo que sigues siendo igual de idealista, querida hermana" Apuntó el líder, ignorando
los estertores de su caído enemigo "Sin embargo, me obligaste a cumplir la misión que te
fue encomendada en un comienzo: eliminar al Segador. Y, de paso, los Amos me han
ordenado ejecutarte bajo cargo de alta traición". Erandiril se apresuraba a replicar cuando
las manos del oficial volvieron a ejecutar el fatídico gesto.

Todos los dardos llegaron a destino.

Lamentablemente, no se trataba del lugar en el que debían impactar inicialmente.


Delante de donde se encontraba Erandiril encogida de terror se hallaba una enorme
figura. Ella irradiaba el hedor del azufre, y sus ojos brillaban con un odio que el mundo
no había sentido en milenios. Su cabeza, con expresión ceñuda, se alzaba más de tres
metros por sobre el suelo, coronada por una ardiente melena de fuego. Su cuerpo, fornido
y macizo, se hallaba protegido por una monstruosa armadura, hecha de un acero más
oscuro que la noche. A la cambiante luz de las antorchas, las placas parecían reflejar los
desesperados rostros de los condenados al Infierno.

En la espalda del demonio, envainada, yacía una espada casi tan alta como él mismo.

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¿De qué material estaba hecha? Nadie podría decirlo. Sin embargo, vibraba y latía como
si tuviera vida propia. En su pomo, un enorme rubí parecía contemplar la escena desde
insondables profundidades. Un hombre fornido habría tenido problemas para levantarla
del suelo, y sin embargo su peso apenas parecía molestar a este coloso de otro tiempo.

En el suelo, desperdigados, se encontraban los restos de los dardos disparados contra


Erandiril, habiendo rebotado inofensivamente contra la horrenda armadura.

Con la furia pintada en los ojos, el Segador sonrió sarcásticamente "No es una buena
idea meterse con mis acompañantes, querido amigo. Pero, ¿Qué te sucede?" Preguntó con
fingida preocupación al ver cómo la arrogante sonrisa se evaporaba del rostro del capitán
"Ah, ya veo. Tú y tus lacayos no son tan valientes cuando se trata de luchar contra un
enemigo en condiciones de defenderse, ¿Verdad? Es una lástima", dijo, mostrando sus
afilados colmillos y lanzándose contra los estupefactos soldados.

Estos apenas alcanzaron a desenvainar sus armas cuando el Segador se encontraba sobre
ellos, repartiendo zarpazos a diestra y siniestra. Sus adversarios observaban espantados
cómo el demonio se retorcía, hendiendo y desgarrando todo cuanto se encontraba a su
alcance. Los siglos no parecían haber pasado para el cuerpo que su esencia inmortal había
abandonado hacía ya tanto tiempo.

La refriega fue bastante breve. La férrea disciplina de los Guerreros Sombra no podía
compararse a la salvaje ira del demonio, liberada tras eones de espera. Con una sonrisa,
dejó que uno de ellos se situara a su costado y le enviara una estocada. En el último
momento, se giró sobre si mismo, tomó su mano y, retorciéndola, hizo que el desgraciado
cayera atravesado por su propio acero. Con una carcajada, el demonio levantó el cuerpo
sin vida de su víctima y lo lanzó contra los escasos guerreros que quedaban en pie.

Estos no tardaron en incorporarse nuevamente, rodeando cautelosamente al demonio.


Lentamente comenzaron a moverse en torno suyo, con el objeto de confundirle. De
pronto, a su lado, uno de ellos lanzó un corte hacia la cabeza del Segador. Este, veloz

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como el rayo, tomó la espada, arrancándola de las manos de su portador, al tiempo que le
desgarraba el cuello con sus formidables garras.

Espantados, los Guerreros Sombra solo atinaron a lanzarse al unísono contra aquel que
con tal facilidad había eliminado a sus compañeros. Harto de juegos, el antiguo Señor de
Demonios aferró al primer atacante, rompiéndole el cuello cubierto de metal con un
espantoso crujido. Se giró para presentar el cuerpo a la estocada del siguiente, disfrutando
de su espanto al ver como el acero se hacía añicos al contacto de la antinatural armadura,
para luego atravesarle el pecho de un brutal zarpazo, como si la armadura que lo cubría
apenas fuera más resistente que el papel.

Ya solo quedaban tres enemigos. Detuvo con su mano el ataque que enviaba el primero,
utilizando su propio impulso para lanzarlo de cabeza contra el segundo, cayendo ambos
inconscientes al suelo. El tercero y último, jugándose el todo por el todo, se lanzó en un
fondo contra el Segador. Este, divertido, también se lanzó hacia adelante. El soldado no
vio el puño que se dirigía hacia su rostro hasta que fue demasiado tarde, cayendo en el
mismo lugar en el que se encontraba, con el cuello roto.

"Deberías entrenar mejor a tus tropas, amigo mío" afirmó el demonio distraídamente,
mientras se lamía la sangre que le manchaba sus garras y la comisura de los labios "Solo
dos de tus sirvientes vivirán para contar esta historia, y eso solo debido a mi
misericordia".

El capitán se encontraba paralizado por el terror, incapaz de ordenar a su cuerpo dar la


media vuelta y huir, cuando el Segador volvió a hablar "Bueno, habiendo demostrado mi
punto, creo que te preguntarás por qué es que no he usado mi espada. ¿Fue acaso una
burla hacia tu patética raza de esclavos? ¿Quizá una burda demostración de poderío?
Nada de eso. Verás" dijo, mientras desenvainaba a Hendedora de Enemigos. Complacido,
vio como el guerrero se encogía de miedo "Se ha dicho que mi espada se vuelve más
fuerte con cada enemigo que mata, alimentándose de su alma para ello. Si bien esta
versión es parcialmente cierta, la verdad completa resulta mucho más... Perturbadora. Las

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almas de quienes mata Hendedora de Enemigos no son absorbidas por esta, sino que se
ven arrastradas a las más oscuras profundidades del averno, padeciendo sus tormentos
por toda la eternidad".

Llegado este punto, el Segador se giró para enfrentar directamente a su enemigo.


"Evidentemente, tus hombres no merecían semejante destino: Se trataba de guerreros
curtidos y bien entrenados, capaces incluso de asesinar a hombres inocentes o mujeres
indefensas si su comandante se lo ordenaba. Probablemente estaban convencidos de que
hacían lo correcto, de que estaban protegiendo su reino de una gran amenaza. Tú, en
cambio, eres harina de otro costal. ¿Qué clase de ser es lo suficientemente vil como para
dar la orden de matar a su propia hermana? La respuesta es simple" Al momento de decir
esto, el Demonio lo señaló con su espada "Un condenado al infierno". Ni bien hubo
acabado de decir esto, se lanzó sobre el estupefacto Fae, avanzando a velocidad
imposible hacia su objetivo.

"¡Detente!" Atinó a decir Erandiril, desesperada. La inexorable sentencia de muerte


interrumpió su avance cuando ya casi rozaba el rostro del condenado. El Segador,
inmóvil, simplemente escuchaba. "Por favor, no lo hagas", continuó la joven "Sé que
merece la muerte, por esto y por mucho más, pero no soporto la idea de ver a mi hermano
asesinado a sangre fría".

El demonio dedicó una cruel sonrisa a su enemigo. Este, creyéndose a salvo, dio media
vuelta y comenzó a correr, sintiendo de inmediato cómo garras enormes se cerraban sobre
su cuello y lo levantaba en vilo, causándole profundos cortes "Aún no he terminado
contigo, compañero", dijo el Segador, su voz fría como el hielo y dura como la roca, al
tiempo que envainaba su terrible espada "No morirás el día de hoy, pero aprenderás las
consecuencias de enfrentarse al Señor de Demonios".

Ignorando los agónicos esfuerzos de su presa por liberarse, el demonio se acercó a una
de las paredes del lugar, golpeando brutalmente el rostro de su víctima contra ella. Una y
otra vez lo azotó, hasta que la sangre que brotaba lo manchó hasta los codos, indiferente a

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los cada vez más débiles gemidos de agonía. Solo entonces el Segador lo soltó. Ahora
que su adversario se encontraba totalmente vencido y humillado, volvió a levantarlo del
suelo, para susurrarle al oído "Vuelve con tus Señores, lacayo, y diles que voy a
encontrarme con ellos. Diles también que la próxima vez que envíen a alguien a
eliminarme se aseguren de que se trata de adversarios dignos de mi esfuerzo. Ahora huye.
Tus dioses te han sonreído esta vez, pero la próxima vez no tendrás tanta suerte,
¿Entendido?".

Una casi imperceptible inclinación de cabeza dio a entender al Segador que el mensaje
había sido comprendido. Deseando dejar un mensaje a cualquier otro lo suficientemente
estúpido como para desafiarlo, le propinó un salvaje garrazo en el rostro, arrancándole
grandes trozos de piel y desfigurándolo horriblemente. Luego, con un distraído
movimiento de su descomunal brazo, lo lanzó a la calle a través de una ventana.

Eliminada toda amenaza, el terrible demonio agachó la cabeza y, lentamente, comenzó a


cambiar. Primero desapareció su espada, disuelta en el aire como si jamás hubiera estado
ahí. Luego se desvaneció la corona de fuego que orlaba su cráneo, para paulatinamente ir
disminuyendo de tamaño y corpulencia hasta volver a sus dimensiones humanas.
Finalmente, la armadura que lo cubría comenzó a mermar, a fundirse, revelando los
lugares donde los dardos enemigos habían hendido su carne. Sin embargo, sus ojos
seguían poseyendo aquella escalofriante profundidad, oscuros como la noche y rojos
como la sangre.

Incapaz de soportar las heridas que volvían a torturarlo, el corpulento hombre cayó
inconsciente sobre el suelo.

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Capítulo Nueve:

El sol asomaba tímidamente sus rayos cuando el último habitante de la aldea rindió el
alma a la maldición que había caído sobre los suyos.

Las ratas llegaron en medio de la noche. Silenciosamente se deslizaron al interior de las


casas de los aldeanos. Estos, que se encontraban durmiendo el sueño de quien ha tenido
una extenuante jornada, no se percataron de nada hasta que fue demasiado tarde.

El ataque fue tan feroz como inesperado. Los labriegos estaban acostumbrados a vérselas
con lobos, gatos salvajes o criaturas más grandes. En cambio, se vieron indefensos frente
a la crepitante marea que se abalanzó sobre ellos, royendo todo lo que se ponía al alcance
de sus fauces. Los más afortunados consiguieron otorgar el eterno descanso a sus mujeres
e hijos antes de sucumbir a la invasión, pero la gran mayoría ni siquiera tuvo ese
consuelo.

Cuando el Sol finalmente se alzó en el firmamento, iluminó una escena escalofriante: las
ratas seguían mordisqueando los cadáveres de sus víctimas, arrancando sus ojos,
bebiendo su sangre y royendo sus huesos.

A la entrada del desdichado pueblo dos figuras se miraban fijamente, con desconfianza,
como dos enemigos que vuelven a encontrarse después de un largo tiempo, buscando
alguna debilidad de la cual aprovecharse para destruir al otro. Tras varios minutos de
tensa expectación, Muerte en el Viento desvió la mirada “Veo que no has perdido tus
capacidades, Señor de las Alimañas”.

La otra figura era incluso más alta que su interlocutor. A través de sus ropajes se
adivinaba la delgadez cadavérica de quienes jugaban con la frontera entre la vida y la
muerte como si estas no fueran más que herramientas que pudieran manipular a su antojo.
El hedor de la putrefacción parecía acompañarlo dondequiera que fuese, y las plantas se
convertían en polvo a su paso, dejando el suelo seco y agrietado. Sus huesudas manos

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aferraban un báculo hecho de madera carcomida y cubierta de hongos, y los símbolos
bordados en la lujosa túnica que vestía lo revelaban como alguna especie de sacerdote.

Sin alterar un ápice su expresión ceñuda, el nigromante contestó “Adulándome no harás


que olvide el resultado de tu infinita estupidez ¿Qué es lo que haces aquí, y por qué
interrumpes mi descanso?” Con su mano muerta apuntó hacia el pueblo, sus habitantes
devorados por las ratas “Mira a tu alrededor, insensato. Esto es lo que sucedió con el
Imperio que regíamos. Nuestra raza no es más que un mito para los habitantes de estas
tierras, y fueron ríos de nuestra sangre los que corrieron luego de que aceptáramos
seguirte. ¿Quieres repetirlo todo? ¿Quieres que volvamos a unirnos bajo tu estandarte?
Eso no sucederá, hermano. Nunca”.

“El mundo ha cambiado mientras nosotros dormíamos” respondió Muerte en el Viento


“Aquellos que osaron alzarse contra nosotros en el pasado están ahora enfrascados en una
lucha sin sentido por el control de una minúscula parte de lo que eran nuestros dominios”
Dio un paso hacia adelante y señaló a lo que solo un día antes había sido un próspero
poblado y en el que ahora solo vivían las ratas “Observa cuidadosamente. No necesitaste
más que un pensamiento para barrer con esta escoria” Dio otro paso hacia el Señor de las
Alimañas “Y, sin embargo, es esta misma basura la que hace que los malditos Fae
retrocedan asustados, aprovechándose de sus supersticiones y miedos para evitar la
aniquilación”.

El hechicero pareció recogerse sobre si mismo, meditando cuidadosamente el asunto.


Luego de unos segundos, alzó la mirada y contestó “Supongo que quieres mi ayuda para
que interceda ante el Cónclave, y que los ejércitos del Infierno vuelvan a entrar en la
Creación, arrasando con los enemigos de nuestra raza a sangre y fuego. Así será
entonces. Sin embargo...” De pronto, su voz adquirió un timbre amenazador “Odio ser
tratado como un estúpido. Así que dime qué es lo que intentas ocultarme y deja tus
juegos, o no permanecerás en esta tierra el tiempo suficiente como para arrepentirte”.

Muerte en el Viento retrocedió un paso, intimidado. Sin embargo, de inmediato recuperó

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la compostura y contestó “El Segador ha regresado” Esta vez fue el Señor de las
Alimañas quien perdió el aplomo, cediendo a un involuntario escalofrío “Y ahora quiere
venganza. Desperté de su sueño al Sabio, pero no quiso seguirme. Estoy seguro de que
nuestro antiguo Señor intentará despertar a los otros y convencerlos de que se unan a él.
Sabes que no podemos permitir otro Imperio bajo el yugo del Segador. Es demasiado
blando con nuestros esclavos y servidores. No está dispuesto a hacer lo necesario para
conseguir que nuestros dominios no se vean amenazados por rebeliones”.

“Será como digas, Muerte en el Viento. Recurriremos a aquellos de nuestros hermanos


que compartan nuestra visión, y llevaremos el terror y el olvido a aquellos que osen
oponerse a nuestros designios” El Señor de las Alimañas sonrió malignamente, levantó su
báculo y lo clavó profundamente en la tierra, al tiempo que decía “Si queremos que las
puertas del infierno se abran para dejar pasar a nuestras huestes, debemos hacer un
sacrificio adecuado ¡Levántense, víctimas de mi ira! ¡En pie, esclavos de mi voluntad!”

Al escuchar la irresistible voz que los llamaba, los muertos comenzaron a incorporarse
lentamente. Hombres, mujeres, niños, todos respondían al capricho de su nuevo amo,
levantándose y caminando a pesar de las ratas que aún devoraban sus entrañas y colgaban
de sus rostros y entrañas.

Aquellos que poblaban el cementerio aledaño a la villa también respondieron al llamado,


pese a estar enterrados en tierra supuestamente sagrada. La podredumbre campeó en el
pequeño valle al levantarse los muertos, cubiertos de gusanos y colgajos de piel algunos,
otros con huesos color blanco amarillento, totalmente desprovistos de carne, caminando
en medio de crujidos. Sin que se pronunciase una sola palabra, el pequeño ejército
comenzó a moverse hacia el este, donde se encontraba la ciudad más cercana, en busca de
sangre fresca para saciar la inhumana sed que ahora los atormentaba.

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Capítulo diez:

El extraño anciano dio una calada a su cigarro, paladeando el delicioso humo liberado por
el tabaco. Aquel al que estaba esperando llevaba un excesivo retraso. Su silueta
ciertamente resaltaba en medio de tal desolación. Se trataba de un humano bastante
entrado en años, que pese a todo parecía mantener el vigor de la juventud. Un poco más
alto de lo que era común en su raza, llevaba el rostro pulcramente afeitado, y una larga
cabellera blanca le llegaba hasta la cintura. Las ropas que vestía tenían cientos de años de
existencia… Y ya al momento de ser bordadas estaban sumamente pasadas de moda y
anticuadas. Hacía horas que debería haber aparecido, y aún nada. Algo molesto, siguió
fumando y meditando respecto de su situación. Por el bien de la Creación, debía esperar
en la abandonada fortaleza en medio de las montañas de Kurmondar, para evitar que esta
se viera destruida por las acciones de un grupo de imprudentes...

De pronto, una repentina ráfaga de aire caliente, la realidad desdibujándose, y una nueva
figura se encontraba en el lugar. El viejo tiró al suelo su ya consumido cigarro, lo aplastó
con el tacón de su bota, y saludó en tono festivo al recién llegado: “¡Al fin! Llega usted
con una tardanza como pocas veces he visto, caballero. Creí que se había perdido en el
camino”.

Por desgracia para el amable anciano, el demonio no se encontraba precisamente en su


mejor momento. Su descanso de siglos había sido interrumpido, los dos seres más
terribles que alguna vez hubiera conocido volvían a dejar sus huellas en la Creación, y lo
único que había en la mente de cada uno era la muerte del otro: El primero la deseaba por
venganza, el segundo para gobernar un imperio. Así las cosas, no es de extrañar que su
primera reacción fuera decir, en un tono que habría atemorizado incluso a una de las
terribles Bestias Pesadilla “Dame una razón por la cual no matarte ahora mismo, abuelo”.

Sin que se adivinara la menor preocupación en su rostro, el anciano sacó de sus ropas una
cajita de madera, de la que extrajo otro cigarro. Con un gesto, de su dedo salió una
chispa, que encendió el tabaco. Tras dar una larga calada, contestó, con la misma

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amabilidad “Bueno, haré algo incluso mejor: te daré tres. En primer lugar, tanto tú como
el Segador han sacado una provechosa lección de los errores que cometieron en el
pasado: que un Imperio no se puede sostener sobre las bases del asesinato de aquellos que
no quieran ser esclavizados y tratados como animales” El anciano se interrumpió un
momento para dar una calada a su cigarro, tras lo cual continuó “En segundo lugar,
porque tanto tú como tu antiguo señor quieren detener a ese bastardo megalómano
llamado Muerte en el Viento, y yo puedo ayudarlos a conseguirlo. Finalmente, si me
matas te preguntarás a ti mismo qué más podría haberte dicho. Te conozco lo suficiente
como para saber que te precias de conocer mucho, "Sabio", por lo que creo que me
dejarás vivir al menos durante algún tiempo”.

El demonio estaba petrificado por la sorpresa: Esta escoria senil no solo sabía quién era,
sino que además conocía su propósito, y por si fuera poco estaba enterado del regreso de
los dos Señores de Demonios. “¿Quién eres, anciano?” Tronó el demonio “Es imposible
que alguno de la raza de los hombres sepa tanto de nuestro tiempo, puesto que en aquel
entonces no eran más que un montón de bárbaros incivilizados”.

“Vamos, vamos” Replicó alegremente el aludido, tras aspirar una vez más el dulce humo
“Si contestara todo aquello que deseas saber, ¿Qué razón podrías tener para dejarme
vivir? Solo te diré que, de momento, mi trabajo consiste en acompañarte y asegurarme de
que no tengas demasiados inconvenientes en tu camino. Después de todo, ya tendrás
problemas de sobra dentro de muy poco tiempo.”

Una sonrisa afloró a los labios del demonio, al tiempo que dejaba escapar un suspiro de
resignación “Está bien, acompáñame. Pero quiero que sepas que si llegas a obstaculizar
mis planes, aunque sea mínimamente, te arrancaré la piel a tiras y devoraré tus entrañas
mientras aún estás vivo y suplicando la llegada de la muerte, ¿Entendido?” Al ver que el
anciano no contestaba, asintió satisfecho “Ahora sígueme. Otro de los míos descansa en
estos hielos eternos, y es hora de que abandone su ensueño y se una a la guerra que está
por comenzar”.

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Concentrándose ahora en las puertas de la fortaleza, el Sabio alzó sus manos, pronunció
una sola palabra, y estas se abrieron de par en par. Con una sonrisa de satisfacción, se
adentró en la antiquísima construcción a paso lento, reverente. Seguido de cerca por el
extravagante anciano, comenzó a recorrer los laberínticos pasillos, sintiendo cada vez con
mayor intensidad la energía de aquel que había optado por encerrarse en una tumba
helada tras la derrota de sus huestes.

Tras largos minutos de caminata a través del helado laberinto llegaron a una titánica
puerta hecha de obsidiana, surcada por gran cantidad de símbolos arcanos. El demonio
los reconoció inmediatamente como glifos de advertencia, anunciando el terrible destino
que le correspondía a aquel que intentase abrir el portal. A ambos costados de la
estructura, dos estatuas de piedra magistralmente esculpidas representaban a dos leones a
punto de lanzarse sobre su presa. El anciano se acercaba a la puerta, dispuesto a examinar
los extraños símbolos en ella, cuando las estatuas cobraron vida, lanzándose sobre él...

No llegaron a tocarlo. Con una mueca de desprecio, el demonio tejió las energías mágicas
a su alrededor, haciendo que ambas criaturas detuvieran su avance a medio camino,
quedando suspendidas en el aire. Al ver la expresión de absoluta tranquilidad en el rostro
del anciano, dio un bufido de desprecio “Supongo que tú también tienes algunos trucos
bajo la manga, anciano” Un gesto de su mano derecha y ambas estatuas cayeron al suelo,
haciéndose añicos. Por toda reacción, el viejo dio otra calada a su cigarro, y dedicó una
sonrisa a su salvador.

Ya pasado el peligro, el demonio se plantó frente a la puerta, examinando los símbolos


con mayor detención. Luego de casi un minuto, retrocedió un paso, alzó sus manos y
comenzó a canturrear en un lenguaje que era viejo cuando el mundo aún era joven. A
medida que el monótono cántico incrementaba su velocidad, los glifos comenzaron a
brillar con mayor intensidad, pasando rápidamente de dar una luz pálida como la de las
estrellas, a brillar con una intensidad enceguecedora.

De improviso el Sabio interrumpió su cántico, y las runas dejaron de brillar casi

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inmediatamente. El demonio levantó sus manos, y ahora en ellas había una esfera hecha
de pura luz. Cerró los ojos y se concentró, susurrando a medida que el resplandor que esta
emitía se volvía cada vez más penetrante. Pasados unos momentos, los abrió y arrojó la
bola contra la puerta. A medida que se acercaba, la luz se dividió en varias estelas más
pequeñas, que se adhirieron a los glifos que cubrían la puerta, adoptando su forma. Una
palabra pronunciada en tono imperativo, y estos comenzaron a brillar con una luz rojiza,
al tiempo que la puerta se abría de par en par, revelando una escalera cuyos peldaños se
perdían en las entrañas de la tierra.

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Capítulo Once:

La noche estaba completamente despejada, con las estrellas dando su tenue luz sobre las
desiertas calles.

Erandiril no podía creer lo que le estaba pasando: hasta hace un par de semanas su vida
era casi apacible, todo lo sosegada que podía ser si se tenía en cuenta que formaba parte
de un grupo temido incluso por los feroces Nordheim. Lamentablemente, jamás había
tenido aptitudes para el combate, en ninguna de sus formas. Sin embargo, su falta de
poderío en el aspecto físico se veía compensada por una capacidad estratégica a toda
prueba, principalmente en el ámbito militar. Fue gracias a esas impresionantes dotes que
escaló rápidamente los escalafones de los mandos entre los suyos, culminando su carrera
con aquella fatídica misión en la que se le encomendó acompañar al ejército que debía
eliminar al Segador.

No puedo creer lo estúpidos que fuimos, pensó la joven Fae mientras luchaba por
arrastrar el cuerpo inmóvil del gigantesco hombretón hacia las caballerizas Deberíamos
haber enviado una sola unidad, ágil y silenciosa, para que se encargara del problema. Los
reinos humanos se han vuelto demasiado osados y poderosos, y el tamaño de nuestra
fuerza nos impidió cumplir con la misión. Sintiendo su espalda a punto de partirse por el
esfuerzo, logró subir el enorme peso muerto a uno de los caballos, amarrándolo como
buenamente pudo a la silla.

Sí, definitivamente habría sido mucho más sencillo de esa manera: en estos momentos el
demonio ya no existiría, y ella habría sido cubierta de honores por el exitoso
cumplimiento de su misión. Pero no había sucedido así, y ahora se veía obligada a
acompañar a aquel que hacía tanto tiempo había esclavizado a su raza y que, peor aún, le
había salvado la vida en repetidas ocasiones. Podría matarlo sin ninguna dificultad ahora,
pero eso no solucionaría nada: desde que se tenía memoria, jamás los Señores habían
dado marcha atrás en la persecución de aquellos a quienes consideraban traidores. La
muerte del Segador serviría a los intereses de los Señores, de eso no cabía duda, pero

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Erandiril no estaba dispuesta a esperar que se le mostrara una compasión que no había
sido vista en miles de años. Así las cosas, su única esperanza de supervivencia yacía en
acompañar al Segador.

Salió galopando del lugar, sujetando la brida del caballo que transportaba a su salvador.
En estos momentos, las vidas de ambos dependían de que ella pudiera encontrar un
refugio seguro. Maldijo para sus adentros, sabiendo que a más tardar en dos días tal cosa
sería imposible, cuando los Señores del Sueño fueran informados del fracaso de su
hermano y pusieran en movimiento sus recursos para encontrarlos. Eso significaría el fin
de sus vidas, pues el Segador, debido a sus heridas, no estaba en condiciones de
enfrentarse a nadie.

De pronto, su rostro se iluminó con la sorpresa del recuerdo. Sí, tendrían posibilidades de
salvarse si lograban alcanzar la Torre del Sur antes de que los Señores del Sueño hicieran
pública su sentencia de muerte. Con un grito azuzó a los caballos, pasando de un flojo
galope a una desenfrenada carrera por su existencia.

El cielo comenzaba a clarear cuando los exhaustos animales subieron la última colina
que los separaba de su destino. Ya podía verse la incólume Torre del Sur, la más antigua
de las edificaciones sobrevivientes a la dorada época entre la derrota de los ejércitos de
los Demonios y la terrible guerra que seguía enfrentando a los Fae y Nordheim por el
dominio del antiguo imperio de estos, en la que tantas maravillas se habían perdido.

Ahí estaba, indiferente al paso de las edades, alzándose como un recordatorio de la


majestad que alguna vez había tenido su raza. Sus gruesas murallas de mármol
conservaban el mismo lustre inmaculado a pesar del paso de los siglos, y las gigantescas
gárgolas que vigilaban el horizonte aún resultaban terribles de contemplar. Bastaba con
que los hombres les echaran un vistazo siquiera para que los invadiera un terror indecible,
que los hacía huir de inmediato. Aquellos bárbaros creían que si alguno de los de su raza
ponía pie en aquel lugar sagrado, una de las Siete Plagas que aquejaron al mundo en otros
tiempos volvería a dejarse sentir.

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Sonriendo para sus adentros por la superstición de aquella primitiva raza, Erandiril
contempló la próspera ciudad que se había ido formando a los pies de la enorme
estructura. Ahí estaban las mansiones de los barrios más acomodados, de varios pisos de
altura, con techos ornados, muros hechos de una madera más resistente que el granito y
jardines primorosamente cuidados. En las vacías y bien iluminadas calles podía
distinguirse con claridad la perfección del adoquinado, como nuevo a pesar del tiempo
que había pasado desde su construcción. También podía ver el distrito de los
comerciantes, expandiéndose desde el centro de la ciudad, con grandes edificios de
piedra, en cuyo interior los señores de los Gremios transaban cualquier producto o
servicio que les ofreciera ganancias, sin importar si estaba de acuerdo o no con las leyes
que supuestamente los regían.

Sintiendo en su interior la esperanza de sobrevivir, se lanzó a toda carrera a la ciudad.


Disminuyó la velocidad solo lo suficiente para que el soldado en el puesto de guardia
alcanzara a ver el amuleto que colgaba de su cuello y le abriera las puertas a toda prisa.

El Sol arrojaba sus primeros rayos sobre la ciudad cuando Erandiril llegó a la discreta
edificación que, oficialmente, albergaba a un próspero y hábil joyero. Sin tiempo para
obrar con delicadeza, cortó las cuerdas que amarraban al Segador a su montura,
dejándolo caer pesadamente al suelo. Luego espantó a los caballos, pues ya no le
resultaban necesarios. Hecho esto se acercó a la puerta, llamando de una forma bastante
particular: dio dos golpes rápidos, esperó un momento y luego le propinó un puntapié. De
inmediato escuchó el ruido de apagados pasos en el interior, así como el de los cerrojos al
ser descorridos. Abrió la puerta un jovencísimo muchacho con el irritado aspecto de
aquel a quien han separado bruscamente de un buen sueño. Estaba a punto de romper en
imprecaciones contra quien lo había despertado, cuando reparó en el símbolo de los
enviados de los Señores.

La gente comenzaba a salir a las calles, y el rostro del joven comenzaba a adoptar el
lívido color del marfil cuando la Fae en tono amenazador le dijo: “Si quieres vivir para

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ver el mediodía, dile a Barol que Erandiril necesita hablar con él. Ahora”.

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Capítulo Doce:

“Así que este es el demonio que alguna vez subyugó a nuestra raza...” El despectivo
comentario venía de parte de un obeso Fae vestido con opulentas ropas, que miraba al
inconsciente Segador. El espectáculo que presentaba era lamentable: su piel, rasgada en
innumerables sitios, revelaba los huesos rotos y músculos perforados. A pesar del escaso
valor que por sus palabras parecía dar al enorme coloso, en su interior Barol no podía
sino maravillarse. Si lo que Erandiril le contaba era cierto, no solo sobrevivió a los dardos
de los Sombras, sino que además asesinó al menos a una docena de ellos. Sin embargo, lo
que más le espantaba era el saber que, después de todo, existía en la Creación un ser
capaz de humillar al invencible Aeldros, Azote de los Nordheim.

Acostumbrado a no permitir que sus emociones se reflejaran en sus modales, se dio


vuelta y se dirigió a Erandiril con una serenidad y aplomo que estaba lejos de sentir “Está
bien, muchacha, haré lo que me pides, pero no creas que podré darte muchas
comodidades: la búsqueda será terrible. Nadie puede hacer lo que tu amigo le hizo al
animal que tienes por hermano y esperar salir indemne. Hace poco me enteré de que la
guardia ha estado haciendo preguntas respecto de una joven bien parecida y un
gigantesco humano que iba con ella”.

Erandiril simplemente sonrió, tranquilizada por las palabras de su amigo. Hacía ya


algunos años lo salvó de morir a manos de un grupo de guardias borrachos, forjándose
una asociación que resultó en extremo útil para ambas partes. Desde entonces, cada vez
que ella necesitaba datos confidenciales o que se relacionaran con los bajos fondos, podía
contar con acceso a una increíblemente bien organizada red de espías e informadores. Por
otro lado, ella no tenía ningún problema en utilizar de cuando en cuando sus influencias
para ayudar a su amigo, ya fuera consiguiendo información respecto de cargamentos de
oro, averiguando los detalles de vigilancia alrededor de ciertos edificios, o cualquier otro
dato sensible que pudiera estar al alcance de una incorruptible elegida de los Señores.

“Solo abusaré de tu hospitalidad durante unos días, hasta que el Segador esté totalmente

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recuperado” dijo, una cruel sonrisa atravesando su rostro “Y, cuando lo haga, los Señores
lamentarán haber traicionado a una de sus leales servidoras” Con un encogimiento de
hombros, su amigo se dio media vuelta “Dos veces al día vendrá un sirviente con comida,
y mañana haré que un galeno trate a tu compañero”. Dicho esto salió de la sala, dejando a
Erandiril sola con sus pensamientos.

Los primeros cinco días pasaron con una lentitud desesperante: se encontraban en una
oscura bodega cuyas únicas comodidades eran dos duros camastros de madera y unos
cuantos libros con los que Erandiril hacía apenas más llevaderas sus largas horas de ocio.
Su escaso entretenimiento consistía en conversar con el muchacho que le traía la comida
respecto de lo que acontecía en la ciudad. Fue así que averiguó que sus perseguidores ya
sabían que se encontraban en la ciudad pero, al no poder encontrarlos utilizando la fuerza
y la intimidación, habían empezado a indagar en forma más sutil, sin lograr dar con pista
alguna que pudiera llevarlos a su escondite.

El galeno que examinó al demonio se mostró absolutamente incrédulo al ver que, pese a
haber recibido heridas que habrían tumbado incluso a una Bestia Pesadilla, el gigante se
recuperaba a una velocidad increíble: a menos de una semana de haber sido impactado
por los terribles dardos, sus heridas ya casi habían cerrado del todo, y parecía respirar sin
dificultad. Desgraciadamente, aún no recuperaba la consciencia.

Se encontraba tendida, leyendo sin interés una aburrida crónica de la guerra contra los
Nordheim, cuando escuchó un apagado gemido detrás de ella: el Segador había
comenzado a murmurar en voz baja, como si estuviera conversando con alguien. De
pronto, el Señor de Demonios calló y abrió desmesuradamente los ojos, adivinándose en
sus profundidades un terror imposible, recuerdo de un reino que estaba mucho más allá
de la Creación.

Permaneció así, inmóvil y silencioso, durante varios minutos. Luego, un parpadeo, su


rostro recuperando el habitual gesto ceñudo, una mirada a su salvadora, y una pregunta
hecha en tono imperioso “¿Qué ha pasado? ¿Cuánto tiempo he dormido?” Intentó

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incorporarse, pero el dolor causado por sus numerosas heridas se lo impidió. Atónito,
agregó “No puedo recordar... ¿Cómo es que fui herido de esta forma?”

La joven Fae tardó mucho rato en explicarle lo sucedido, siendo atosigada a preguntas
por el demonio, que no lograba recordar nada desde el momento en que llegaron a la
posada, antes de que entraran los guardias. Ante la descripción que le fue dada de la torre
en cuya proximidad se encontraban, un esquivo recuerdo comenzó a acecharlo, una
inquietante familiaridad que no acertaba a concretar. Desconcertado, siguió haciendo
preguntas y conjeturas respecto de ella, sus dimensiones, etcétera, sorprendiendo a
Erandiril ante la exactitud de sus descripciones.

“No puedo creerlo” dijo la joven Fae “La Torre fue construida varios siglos después de
tu caída, durante la Era de Maravillas que hubo antes de que los Nordheim nos
traicionaran, ¿Cómo puedes saber tanto de ella?”.

“Verás” respondió el Segador, incapaz de reprimir una sonrisa burlona “Los ancestros de
tu raza, por enormes que hayan sido sus logros, habrían sido incapaces de construir
semejante portento” A medida que iba hablando, su gesto se iba volviendo cada vez más
duro y ceñudo, hasta llegar a parecer que la historia estaba siendo contada por una estatua
esculpida en piedra “En un tiempo que los tuyos no pueden recordar, esa misma
edificación fue la guarida de uno de los seres más temidos y odiados de la Creación.
Incontables miembros tanto de tu raza como de la de los Nordheim y otras que ya han
desaparecido cayeron en fallidas rebeliones ante su espada o la de sus seguidores. Incluso
los generales de las Siete Legiones aprendieron con el tiempo a pronunciar con temor y
reverencia el nombre del Merodeador Nocturno”.

La repentina palidez en el rostro de la joven mostró al Segador que aquel nombre seguía
vivo en la memoria de su raza “Muchos entre los míos intentaron rebelarse y derrocarme,
e invariablemente él se enteraba. Dejaba que sus planes maduraran y se sintieran seguros
de su victoria. Cuando ya estaban todos listos y confiados, a veces horas antes de la
ejecución definitiva de sus designios, él y los suyos caían sobre los traidores. Los más

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afortunados morían de inmediato. Aquellos que no lo eran podían tardar semanas en
recibir el dulce beso de la Parca” Se interrumpió para volver a intentar incorporarse, pero
sus heridas nuevamente se lo impidieron. Irritado, continuó “Sus ejércitos eran muy
disminuidos, pero, después de mi guardia personal capitaneada por Muerte en el Vien-”
El solo recuerdo de aquel que lo había traicionado le provocó un acceso de ira que tardó
un momento en controlar “Después de mi guardia personal, eran sus legiones las más
temidas en todo mi vasto Imperio”.

“Un momento”, interrumpió Erandiril “Si lo que me dices es cierto, entonces...” Al


llegar a ella la súbita comprensión, sus rodillas flaquearon. Su tez, ya pálida, adquirió un
matiz ceniciento “Una de las Siete Plagas que antaño esclavizaron al mundo duerme ahí,
dicen los hombres, hasta aquel que camina como ellos pero no es como ellos holle con su
pie el sagrado recinto de la Torre... Y ese Uno no puede ser otro más que tú, Segador”.

Este, indiferente, se encogió de hombros, para luego preguntar “¿Qué tan fuerte es la
presencia de tropas en este lugar?” “Fuertísima”, contestó su compañera “Aquí se
encuentra apostada la segunda mayor guarnición del Reino, después de la que se
encuentra en el helado norte. Además, ellos saben que estamos en la ciudad, por lo que la
vigilancia es muy estrecha, sobre todo en las posibles entradas o salidas”

“Necesitaré una semana de descanso”, dijo el Demonio “Tanto para recuperar mis
fuerzas como para ver si logro convertirte en alguien un poco menos inepto en el uso de
las armas”.

Dicho y hecho: la semana siguiente la pasó entregado a la instrucción de su compañera


de viaje. Barol les llevó un par de espadas romas de entrenamiento, que fueron
ampliamente utilizadas. Erandiril, orgullosa, se esforzaba hasta desfallecer, momento en
el que el Segador la obligaba a interrumpir la práctica por el día, pasando a contarle
historias acerca del esplendoroso Imperio que su raza había forjado, cuando el mundo era
aún joven y los dragones todavía se dejaban ver a la distancia, majestuosos y lejanos
como dioses en la tierra.

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A pesar de que era la primera vez que veía a alguien tan incompetente con la espada, el
demonio en cuerpo de hombre se las arregló para inculcarle unas cuantas cosas. Las
elegantes sutilezas de la esgrima estaban absolutamente fuera de su alcance, pero logró
absorber con relativa facilidad los trucos que podían dar la ventaja en caso de necesidad:
patadas en la entrepierna, fingir tropiezos, meter dedos en los ojos del contrincante, y un
larguísimo etcétera, que podrían hacerla sobrevivir un poco más cuando él no estuviera
cerca.

Al amanecer del séptimo día, un recuperado Segador despertó a Erandiril “Es hora,
pequeña. Tenemos un compromiso que atender”. Rápidamente comenzaron los
preparativos para marchar. En eso estaban cuando Barol entró a la discreta bodega. El
demonio se adelantó y se inclinó respetuosamente frente al obeso Fae “Haz salvado mi
vida. Lo recordaré cuando recupere aquello que me pertenece”, dijo, en un tono que no
daba lugar a réplicas. El contrabandista comenzó a sudar copiosamente al verse
interpelado por aquel ser del que las leyendas tanto hablaban. Sin embargo, logró
mantener la compostura, y correspondió la reverencia.

“Podéis contar conmigo, Señor, siempre que os apetezca” Atinó a decir “Habéis salvado
la vida de una colaboradora muy querida, y esa es una deuda que jamás podré saldar. Sin
embargo” Una pícara sonrisa afloró a sus labios “Me he tomado la libertad de intentarlo”.

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Capítulo Trece:

El gigantesco sarcófago se alzaba, solitario, en la desierta caverna. Delante suyo, dos


seres de una maldad anterior al mismo tiempo observaban con deleite, sabiendo que
dentro de poco serían tres los dedicados a esclavizar a las razas inferiores de la Creación.

Afuera, al pie de la montaña en cuyo interior se encontraban, una ciudad se debatía por
su existencia. Los muertos habían llegado de noche, lanzándose directamente contra las
murallas. Afortunadamente, por ser una ciudad minera, sus habitantes estaban
acostumbrados a las incursiones de los bandidos, y pudieron contener a los atacantes el
tiempo suficiente como para que los defensores se prepararan. Ahora estos se
encontraban luchando a brazo partido contra un enemigo torpe y lento, pero que resistía
más golpes que tres hombres y que no conocía el miedo ni la confusión.

El más grande y corpulento de los dos esbirros de la oscuridad se adelantó y, tocando


con su mano la enorme urna de piedra, tronó “¡Hermano! ¡El tiempo del Sueño ha
terminado! El Segador ha regresado de su largo exilio, y vientos de cambio comienzan a
sacudir este mundo hasta sus cimientos ¡Levántate, y que la Creación se incline ante
nuestro poderío!”.

A medida que pronunciaba estas palabras, el suelo de la caverna comenzó a temblar con
una creciente intensidad, hasta que una minúscula hendidura pudo vislumbrarse en la
inmaculada hechura del sarcófago. Rápidamente empezó a crecer y extenderse por toda la
superficie del antiguo ataúd, hasta que su resquebrajada superficie finalmente colapsó
sobre si misma, revelando al demonio que descansaba en su interior.

Se trataba de una figura imposiblemente corpulenta, enorme más allá de lo alcanzable


por mortal alguno. Su piel era negra como la noche, y estaba casi completamente cubierta
por elaborados tatuajes de color gris, rememorando las grandes batallas en las que su
legión había participado. Por toda vestimenta llevaba una cota de mallas que se
encontraba en un estado lamentable, manchada de sangre, oxidada y rota en varios

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lugares, así como unos pantalones de malla igualmente desgastados. Dos gigantescos
cuernos salían directamente de su frente, y sus ojos resplandecían con el inconfundible
destello de la locura.

Con una velocidad impensable para un ser de su tamaño, se incorporó y, divertido,


observó a aquellos que lo habían arrancado de su sepulcro “Queridos amigos”, dijo en
tono burlón “Qué placer volver a verlos. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez,
¿No? Una interesante época aquella, marcada por los conflictos y las puñaladas por la
espalda”.

“Calla, estúpido”, fue la pronta respuesta del Señor de las Alimañas “La era de nuestra
decadencia ya ha pasado, es hora de que recuperemos aquello que nos fue arrebatado.
Puedo sentir en mis huesos que el reino de aquellos que nos destronaron está próximo a
su fin. Debemos prepararnos para las batallas que vendrán, y para eso necesitamos de tu
infinita fuerza, pues creemos que el Segador buscará venganza sobre aquellos que
juramos lealtad a un nuevo caudillo”.

“Vaya, vaya...” contestó el gigante, pensativo “Eso abre muchas posibilidades, todas
ellas interesantísimas ¿Pretenden entonces asesinarlo, como la última vez? Su poder no
conoce rival y es terrible en el combate, pero no es ni de lejos invencible, ¿Verdad?” Al
decir esto, su mirada se clavó en Muerte en el Viento, cuyo rostro se había convertido en
una ceñuda máscara de indignación.

“Su muerte era inevitable” Replicó el aludido “Se negaba a eliminar a aquellos que
osaban alzarse contra nosotros. En lugar de sembrar con sal sus campos y hacerlos
presenciar el asesinato de sus mujeres e hijos, una vez los ejércitos rebeldes eran
vencidos simplemente tomaba como esclavos a los escasos sobrevivientes” Con ademán
acusador, apuntó a su hermano “¡Tú lo sabías perfectamente! La traición era ineludible.
Pero solo yo podía tener éxito en esa misión. Si no lo hubiera hecho, cualquiera de los
Siete podría haberlo intentado y fallado, y las consecuencias habrían sido devastadoras”.

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“Los últimos que creyeron poder manipularme no son ahora más que polvo en el viento,
Hermano” La locura había desaparecido de los ojos del enorme demonio, reemplazada
por un absoluto desprecio “No solo tienes la soberbia de venir a mi morada y decirme lo
que tengo que hacer, sino que me crees tan estúpido como para caer en tus burdas tretas y
engaños.” Dio un paso adelante y se dirigió al Señor de las Alimañas “Además, tus
huestes invaden mis dominios, y tus hijos asesinan a aquellos que se encuentran
amparados por mi poder ¡No toleraré esa afrenta!”.

Levantó la mano derecha, y al instante su espada apareció en ella. Grito Infernal la


llamaban, pues cada vez que alguien la blandía en batalla, se veía acompañado por el
gemir de las almas condenadas al infierno, llenando de terror el corazón del enemigo.

Otro gesto, y una enorme coraza cubrió su cuerpo. Fraguada en los ardientes valles del
Averno y templada en las heladas aguas del Estigia, muchos fueron los insensatos que se
creyeron capaces de atravesar la invicta protección que ella otorgaba, cayendo bajo el filo
de Grito Infernal tras constatar lo vano de sus esfuerzos.

Al ver que Bestia se encontraba una vez más armado y preparado para la guerra, el
pánico invadió a los demonios: sabían que aún el Segador titubeaba al momento de darle
órdenes cuando se hallaba poseído por el frenesí de la batalla. El Señor de las Alimañas,
temiendo su fin, invocó a los oscuros poderes que servía, desapareciendo junto con su
amo de la vista del terrible guerrero. Sin embargo, su voz burlona podía escucharse
claramente.

“Es verdad que eres el más fuerte de entre todos nosotros, Bestia, pero tu poderío no es
ni con mucho el mayor de entre los Siete. Ya ves como tu irresistible fuerza ha resultado
inútil a la hora de evitar que mis hijos devorasen a tus protegidos, poniéndolos bajo mi
dominio” Habiendo dicho esto, simplemente se alejó mientras su risa burlona se deshacía
en los ecos de la sala, buscando un nuevo sacrificio que ofrecer a sus señores.

Al momento de desaparecer ambos demonios, un eco sordo se dejó oír en las entrañas de

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la tierra: los muertos ya habían acabado con todos los habitantes de la ciudad, bebiendo
su carne y su sangre, y haciendo a su vez que estos también se levantasen. Ahora,
saciados sus apetitos, venían a darse un festín con aquel que antes había sido su guardián
y protector.

“Excelente”, pensó Bestia antes de que la locura de la batalla lo invadiera nuevamente


“Una oportunidad de lavar con sangre mis pecados”.

Acompañado por el gemir de los condenados y clamando el nombre de su auténtico


señor, el demonio se lanzó a la matanza.

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Capítulo Catorce:

Con un gemido de agonía y las entrañas esparcidas por el suelo cayó el desdichado que
descubrió al Segador. La información y la ayuda que les había dado el contrabandista les
resultaron muy útiles, pero no contaron con el excesivo celo de los guardianes. Ocultos
en una carreta, habían ido acercándose lentamente hacia la Torre, evitando los diversos
controles a los que se sometía a los coches de paso. Por desgracia, la labia del cochero no
bastó para eliminar las suspicacias en el último de ellos, y el desdichado oficial cuya
muerte abre este episodio tuvo la mala idea de acercarse a revisar más exhaustivamente.

Al momento de caer el primer guardia, se dio la alerta, y los refuerzos comenzaron a


llegar rápidamente al lugar. Ahora, lo único que le quedaba al Segador y a Erandiril era
una desesperada carrera por llegar a su destino.

Afortunadamente, los guardias que se encontraban custodiando el área eran tropas


regulares, no parte de los despiadados asesinos a los que casi dos semanas antes había
masacrado el demonio. Así, los vencía el temor al ver acercarse al coloso, amputando
miembros y cortando cabezas, arrasando con todo a su paso con la energía de un
torbellino.

A pesar de la facilidad con que sus dos hojas se abrían paso a través de las filas
enemigas, la desazón comenzaba a invadir el corazón del demonio ¿Eran necesarias
tantas muertes? ¿Realmente debía derramarse toda esta sangre? Muchas veces había
liderado a sus ejércitos contra sus enemigos, causando gigantescas masacres. Fae,
Nordheim, Dwarough, no importaba: todos luchaban y morían, como debía ser. Pero esto
era distinto, y solo ahora había logrado comprenderlo. Aquellos contra los que alguna vez
había luchado eran seres de otro tiempo, guerreros de valor insuperable cuyo legado se
había desgastado con el devenir de las eras. Ya demasiados habían muerto por su mano.
La carnicería debía acabar, o el sueño en el que los suyos volvían a asolar la Creación se
convertiría en realidad, y los ríos correrían teñidos no por la sangre de los guerreros
vencidos, sino que de los inocentes.

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Con un alarido capaz de helar la sangre incluso al más intrépido, soltó las espadas que
empuñaba y se lanzó a la refriega, seguido de cerca por Erandiril. Los aterrorizados
soldados intentaban detenerlo, pero su fuerza era demasiado tremenda, y pronto se vieron
arrastrados por el poderío del hercúleo Segador.

Su avance continuó durante largos minutos, encontrándose de frente con la carga de un


batallón completo, demasiados soldados como para que incluso él pudiera embestir.
Afortunadamente, no parecían ser conscientes de ello, ya que cargaron temerosos de
perder la vida a manos de aquella bestia terrible. A toda velocidad retrocedió el demonio
hasta que vio que comenzaban a perder el ímpetu de la carga, momento en el cual se
lanzó hacia adelante en un imparable contraataque. Sus manos, ahora cerradas en
formidables puños, tenían el mismo efecto que una maza en sus oponentes. Estos,
frenéticos, se lanzaban contra él espadas en alto, siendo inevitablemente rechazados por
sus poderosos golpes. Ya cansado de jugar, el Segador tomó a un desdichado soldado y lo
alzó en vilo. Cuando se preparaba a lanzarlo sobre sus compañeros, sintió el sonido de
varias ballestas al ser disparadas.

Un dardo le rozó las costillas, otro le alcanzó en el brazo derecho, y un tercero se clavó
en su pierna. A su alrededor, aquellos cuyas vidas había intentado preservar yacían en el
suelo, muertos o agonizantes, y sus gritos de dolor llegaron a conmover a aquel corazón
que se creía frío como el hielo. La misma Muerte invadió entonces los ojos del Señor de
Demonios al mirar a los responsables, una escuadra de los mortíferos Guerreros Sombra
desplegado en las calles aledañas y en los tejados de las casas, quienes rápidamente
recargaban sus armas.

No volvería a suceder. Con el mismo Infierno ardiendo en sus ojos, el Segador dio un
salto imposible, cayendo cerca de su líder, apostado en el tejado y aún sosteniendo en alto
el sable utilizado para dar las órdenes. Atónito ante la agilidad del demonio, apenas si
atinó a moverse al ver que dos dedos terminados en garras se dirigían hacia sus ojos. Una
vez su adversario hubo perdido la visión, lo tomó y lo lanzó contra el Fae más cercano,

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que ya había terminado de cargar su ballesta. El sonido de los huesos al quebrarse indicó
al demonio que su lanzamiento había tenido éxito, al tiempo que seguía avanzando al
encuentro de sus desafortunados perseguidores.

Incapaces de detener el furioso avance del demonio, los guerreros comenzaron a retirarse
rápida y organizadamente, haciendo honor a su reputación como los más formidables
guerreros de su raza. Dos estoicos soldados se quedaron combatiendo contra el Segador,
sacrificándose y dando así tiempo a sus hermanos para alcanzar un lugar seguro.
Cumplieron su propósito, si bien debieron pagar un precio terrible: al cabo de unos
minutos yacían en el suelo, con sus brazos y piernas destrozados.

Acabada la reyerta, las calles aparecían extrañamente desiertas, con los habitantes del
lugar escondidos en sus hogares, demasiado asustados como para asomarse a ver qué
estaba pasando. Agotada la excitación del combate, concentró su atención en el brazo y
pierna heridos. Las saetas por fortuna no alcanzaron ningún hueso, pero se habían,
clavado profundamente en la carne. Soportando estoicamente el dolor, el Segador arrancó
el perverso dardo, manando abundante sangre de las heridas.

Con gesto contrariado volvió a bajar, encontrándose con Erandiril, que había corrido a
ocultarse en cuanto comenzó la refriega. Su rostro, normalmente sereno e indiferente,
ahora reflejaba una genuina indignación ante la masacre que los Guerreros Sombras
habían ejecutado sobre sus propios compañeros. Acercándose al Segador, simplemente le
dijo “Volverán pronto con refuerzos, tendremos que movernos rápido”. Luego, de su
morral sacó un largo trozo de tela de su morral y vendó a toda prisa las heridas del
demonio.

Hecho esto, echaron a correr camino del enorme edificio que los Fae llamaban la Torre
del Sur, cada vez más cercana. No tardaron en ser avistados por una patrulla, que dio la
voz de alarma. Maldiciendo por lo bajo, el Segador emprendió la huida por estrechas
callejuelas, guiado ahora por su compañera. Lograron así recorrer gran parte del camino
hasta que, finalmente, tuvieron ante sí su destino, guardado por un nutrido contingente

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tanto de soldados regulares como de Guerreros Sombra. A cada lado de la puerta
principal una Bestia de Pesadilla montaba guardia, dirigida por un veterano de mil
batallas.

Un escalofrío recorrió al Segador al verlas, reconociendo la perversión de seres a los que


había creído muertos u ocultos mucho antes de la traición que significó su caída. Se
trataba de gigantescas criaturas reptiloides, provistas de amplias y membranosas alas. Su
piel correosa tenía el malsano color verde oscuro de un cenagal, y un hedor semejante
parecía desprenderse de ellas. Sus cuellos, largos y sinuosos, eran coronados por una
cabeza cornuda en la que alcanzaban a adivinarse los afilados colmillos, capaces de partir
en dos incluso a un Nordheim de un solo mordisco. Su cola, aún más larga que el cuello,
se veía rematada por terribles pinchos, como si de una enorme maza se tratara.

El demonio no cabía en sí de estupor ¿Cómo era posible que hubieran podido subyugar a
aquellos terribles seres? ¿Qué magia execrable y antinatural había sido desencadenada en
aquellas bestias, para reducirlas a tan patéticas sombras de si mismas? Aquello era
imposible, no podía estar sucediendo. Y, sin embargo, lo estaba viendo con sus propios
ojos...

Sus cavilaciones se interrumpieron bruscamente al girar una de las bestias la cabeza en


su dirección, dando un horrible gemido. Al momento, los guardianes dirigieron hacia allá
su mirada, avistándolo. Inmediatamente se dieron las voces de alerta, para luego correr
hacia él. Ya abandonada toda duda, lanzó a Erandiril a un oculto rincón, indicándole que
no se moviera hasta que todo hubiera terminado.

Si se empecinaba en acercarse a la torre moriría sin remedio, por lo que de momento lo


importante era alejarse de sus perseguidores. Haciendo gala de su sobrenatural agilidad,
trepó a toda velocidad la pared más cercana, echando a correr por los tejados.
Extrañamente, los guardianes de la torre no lo persiguieron. La intriga del Segador
desapareció en el momento en que vio los dos pares de alas que se asomaban por sobre
los tejados, revelando las formas de las Bestias Pesadilla. Murmurando terribles

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imprecaciones en el idioma de una raza ya extinta y olvidada, el demonio apretó el paso,
y casi se habría dicho que volaba sobre los edificios de la ciudad.

Pero era inútil: aquellas corruptas criaturas resultaron ser demasiado veloces, acortando
rápidamente la distancia que las separaba de su víctima. Resignado, el Segador se detuvo
y dio media vuelta, dispuesto a afrontar la que tal vez sería su última lucha. Al ver que su
presa se detenía y los enfrentaba, los jinetes saborearon anticipadamente la victoria,
azuzando a sus monturas contra la figura que aparecía inmóvil a sus pies.

El Segador esperó tranquilamente mientras las horrendas perversiones se arrojaban sobre


él. Los afilados colmillos se lanzaron contra su cuello al tiempo que él se tiraba al suelo,
evitando por poco las mortales dentelladas y las afiladísimas garras. En cuanto hubieron
pasado por encima suyo las criaturas, se incorporó y echó a correr hacia la edificación
que podría significar tanto su salvación como su pérdida.

Las Bestias Pesadilla rápidamente dieron media vuelta, persiguiéndolo. Por si esto fuera
poco, al acercarse nuevamente al edificio se encontró con que los guardianes estaban
esperándolo, apuntándole con sus ballestas. Ignorando ambas amenazas, siguió corriendo,
hasta casi sentir el fétido aliento de las Bestias en su espalda. En cuanto se encontró a
distancia de tiro, y dada la orden por un oficial, los soldados dispararon sus armas al
unísono, al tiempo que el demonio se arrojaba al suelo.

Con esta acción quedó el camino totalmente despejado entre los virotes y la piel de
aquellas disminuidas y corruptas sombras de dragones. Si bien los dardos lanzados por
las tropas regulares no lograron penetrar aquella correosa armadura, los que fueron
disparados por los Guerreros Sombras sí que lo hicieron, atravesando el pecho, alas y
cráneo de las alimañas, haciéndolas caer pesadamente al suelo, del que no volverían a
levantarse.

El Segador, eliminada la amenaza más inmediata, se incorporó. Vio a corta distancia que
Erandiril había sido descubierta y forcejeaba con un enorme Guerrero Sombra, sin lograr

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aflojar su presa. Furioso, el antiguo Señor de Demonios se lanzó a la refriega. Y he aquí
que se movía como un lobo en medio de ovejas, aplastando huesos y rasgando cuellos a
medida que avanzaba. Por desgracia, su fuerza no se comparaba a la que había esgrimido
siglos antes, por lo que lentamente los ataques de sus enemigos comenzaron a ganar
fuerza y tenacidad, a medida que las tropas regulares cedían paso a los terribles Guerreros
Sombra. Muchos mordieron el polvo al enfrentarse al gigante, alcanzando sin embargo a
herirlo antes de caer. Así, poco a poco su avance se volvía menos vigoroso, los golpes
perdían su potencia demoledora y su vista comenzaba a nublarse.

Pronto sus piernas pesaban como plomo, manando sangre a través de docenas de
pequeños cortes, último rastro del arrojo de los vencidos. A través del carmesí que teñía
su visión, logró vislumbrar la puerta de entrada a la Torre, por la que entraba el Guerrero
Sombra empujando a Erandiril. Reuniendo sus escasas fuerzas, y dando un aullido
desgarrador, siguió avanzando, destruyendo a todo el que se ponía a su alcance. Sin que
se diera cuenta, a medida que se acercaba al pórtico negras nubes se arremolinaban en el
cielo, sumiendo a la ciudad en las tinieblas. Temerosos al ver semejante portento, los
soldados se vieron incapaces de evitar que el gigantesco hombretón atravesara el umbral
de la Torre del Sur, hollándola con su pie y cumpliendo una profecía hecha en una era
que tan solo se recordaba en leyendas y cuentos que las abuelas contaban a sus nietos al
calor de la lumbre.

En cuanto el Segador penetró en el interior de la Torre, se dejó oír el retumbar de un


único trueno, y una pesada lluvia comenzó a caer. Las finas capas de mármol que
recubrían el ancestral edificio comenzaron a estallar. Lentamente se fue revelando la
construcción original, la obsidiana recortándose contra el cielo como una daga en el
corazón de un inocente.

De pronto, un rugido demoledor se dejó escuchar al interior de la Torre, helando de


espanto a quienes lo percibían, pues anunciaba el despertar de un mal que se creía
destruido hace milenios. Con indecible satisfacción, el Segador vio el horror aflorar a los
ojos del Guerrero Sombra al ser alzado por los aires y su armadura atravesada por dagas

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invisibles. Incapaces de creer lo que veían, los soldados se dejaron vencer por el pánico,
botando sus armas y echando a correr.

Una silueta casi imperceptible se alzó sobre Erandiril, al tiempo que era alzada en vilo y
un frío antinatural invadía sus miembros. Comenzaba a debatirse para poder respirar,
cuando un gesto imperativo del Segador detuvo su inminente asesinato “No,
Merodeador” Tronó “Ella viene conmigo”.

Con un pesado golpe la Fae cayó al suelo, jadeando por la falta de aire. La sombra se
acercó entonces al demonio en cuerpo de hombre y comenzó a solidificarse, hasta tomar
la forma de uno cuyo nombre había sido susurrado con temor y respeto tanto por
enemigos como por aliados: el Merodeador Nocturno.

Su estatura era la misma que la del antiguo Segador, si bien ahí donde el cuerpo del
señor de Demonios era corpulento y macizo, el de su servidor era fibroso y delgado.
Estaba cubierto por completo por una vaporosa túnica negra, que parecía fluir y cambiar
a medida que él se movía. Sus ojos permanecían ocultos tras aquella impenetrable capa
de sombras, pero su rostro revelaba una fría determinación. Su grisácea piel poseía una
textura semejante a la del granito, y en sus manos sostenía dos dagas, por cuyo filo
lentamente escurría la sangre del guerrero asesinado.

Con un movimiento firme y marcial, puso una rodilla en tierra, al tiempo que depositaba
las armas frente a su señor “Te he fallado, Segador” Dijo con voz clara, sin dejar que se
adivinase el profundo pesar que le embargaba “Mi misión era protegerte, y fuiste
asesinado. Debía vengarte, pero en cambio obedecí a aquel que te traicionó. Dicta, pues,
tu sentencia, y yo la abrazaré gustoso, aunque me signifique regresar a los ardientes
infiernos”.

El Segador, complacido, puso una mano sobre su hombro, obligándolo a levantarse


“Toma tus armas, Hermano, pues una gran batalla se avecina. Muerte en el Viento ha
despertado, e indudablemente desea volver contra mí a cuantos pueda de entre los Siete,

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sepultados hace milenios”.

En silencio, el demonio recogió sus temidas dagas, dejando ver claramente cómo dos
lágrimas de sangre recorrían sus mejillas, conmovido como estaba por la misericordia
que le había sido mostrada.

Algo se movió a la espalda del Segador, y el Merodeador rápidamente se giró, sus ojos
escrutando el aire a su alrededor en busca de alguna señal de peligro. En el pasillo, una
sombra femenina observaba la escena, turbada ante la silenciosa aura de amenaza que
parecía rodear al recién despertado demonio. Al ver esto, el Segador soltó una sonora
carcajada y dijo “Acércate, Erandiril, quiero que conozcas a un viejo amigo”.

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Capítulo Quince:

El viajero soltó una imprecación al ver atravesada su pierna por una saeta. No podía
comprender cómo el destino podía ser tan cruel. Había logrado sobrevivir a los horrores
que habían acabado con su ciudad, solo para más tarde caer en un remoto bosque víctima
de una banda de forajidos.

“No debiste haber salido de tu casa hoy, forastero”, dijo el corpulento líder de los
bandidos, abandonando el cobijo del bosque. Al tiempo que desenvainaba un puñal se
acercó a su víctima, dispuesto a terminar el trabajo “Pero lo hiciste, y ahora te
corresponde pagar el precio”.

La sonrisa sardónica se le congeló en el rostro al momento de escuchar una profunda voz


que retumbaba en la espesura “Te equivocas, cadáver andante. Eres tú quien no debió
haber salido el día de hoy” Una gigantesca manaza salió disparada de en medio de los
árboles, aferrando al arrogante bandido y haciéndolo desaparecer en medio de los árboles.
Se escucharon horrendos gritos de agonía, interrumpidos bruscamente por el sonido de un
cuello al quebrarse “Será mejor que se vayan de aquí” Tronó nuevamente la voz “Antes
de que decida alimentarme con su sangre” Otro movimiento del descomunal brazo, y un
segundo bandido encontraba su fin.

Esto último fue más que suficiente: Los salteadores huyeron aterrorizados, con la
esperanza de que la criatura con la que se habían encontrado saciara su ansia de sangre en
el desgraciado al que tan arteramente habían herido.

Este ya se había resignado a esperar a la Parca. Era imposible que pudiera sobrevivir a
aquella herida sin ayuda, y menos con aquel horror acechándolo. Su vista comenzaba a
nublarse cuando el predador abandonó su escondite. Al verlo, una extraña calma y
resignación colmaron a Holtz, pues vio que la muerte, y con ella el eterno descanso,
estaban prontos a llegar.

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Capítulo dieciséis:

Los muertos avanzaban tambaleándose, sus rostros desgarrados por miles de minúsculas
garras y dientes. El ejército levantado hacía apenas unas semanas había sido
completamente aniquilado, por lo que se había visto obligado a dejar caer una vez más a
las ratas sobre un poblado indefenso. Había resultado fácil, pero los humanos estaban
alerta. Lo más probable era que, al no recibir visitas de los lugares arrasados, hubieran
sospechado que algo iba mal, esparciendo rumores por los alrededores.

Ajenos a todo, los muertos obedecían la voluntad de su amo y creador, marchando


silenciosamente hacia la ciudad más cercana. Esta vez se trataba de un asentamiento
realmente grande, una de las metrópolis que servían como punto de unión entre las rutas
que comunicaban a las ciudades del sur con las del norte.

Observando el lento bambolearse de aquellos cadáveres animados por una falsa ilusión
de vida, Muerte en el Viento pensaba en todo aquello que debía ser hecho. La próxima
ciudad sería arrasada, y sus habitantes pasarían a engrosar las filas de su ejército. Hecho
esto, tanto el ejército como la ciudad misma serían ofrecidos en sacrificio a los poderes
infernales y, cuando tuviera el mando de las legiones demoníacas, arrasaría la Creación,
aniquilando a todo el que osara ponerse en su camino, como correspondía a quien se
considerara a si mismo digno del título de Señor de Demonios. Y, obviamente, volvería a
encontrar al Segador. Y lo volvería a asesinar. Y esta vez se aseguraría de que su muerte
fuera definitiva.

“Están a punto de cometer un grave error, amigos míos” Dijo una voz a su lado. Al girar
la cabeza, los demonios vieron a un extraño desconocido. Se trataba de un Nordheim,
vistiendo una sencilla túnica color café. Recio y ancho como dos hombres, su blanca
cabellera le caía hasta la cintura. Su rostro, duro y anguloso, exhibía una sonrisa
extrañamente cordial, como si estuviera charlando con dos viejos conocidos “Aún están a
tiempo de arrepentirse” Continuó “Pero, una vez que la ciudad sea sacrificada y las

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Legiones Infernales regresen a torturar a la Creación, será demasiado tarde”.

Muerte en el Viento sonrió despectivamente ante el mensajero “Estás muy lejos de tus
tierras, desconocido. Sin embargo, aquí tienes tu respuesta” dijo, lanzándose contra el
imperturbable Nordheim. Con un movimiento que parecía extrañamente fuera de lugar en
un ser tan masivo, el extraño simplemente se hizo a un lado, evitando por centímetros las
garras del antiguo Señor de Demonios, “No he venido a combatir con ustedes” Dijo,
moviéndose rápidamente mientras el demonio intentaba una y otra vez alcanzarlo “Solo
estoy aquí para hacerles una advertencia”. Al ver que el Señor de las Alimañas invocaba
a sus amos, alzó la siniestra, haciéndolo caer como si hubiera sido fulminado por un rayo
“El mensaje ha sido entregado” Tronó el emisario “Ahora todo depende de ustedes” Con
gesto indiferente dio un salto hacia atrás, librándose de sus atacantes, y comenzó a
caminar hacia el Norte, donde las cosas se resolverían de una vez y para siempre.

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Capítulo diecisiete:

Un ruido confuso, como el crepitar del fuego, y un cántico en una lengua antigua como
las raíces de las montañas. La oscuridad era completa ¿Estaba acaso en el reino de los
muertos? No, no podía ser. Sentía su cuerpo, infinitamente pesado, sumergido en un
profundo sopor. Tras grandes esfuerzos logró abrir los ojos, encontrando un espectáculo
que llenó de terror su embotada consciencia. Frente suyo, una colosal figura cubierta de
tatuajes lo observaba con gesto ceñudo. A su lado, una hoguera crepitaba, encima de la
cual se asaban los restos de los dos desgraciados que habían caído ante la abominación.

Al ver que recuperaba la consciencia, la gigantesca figura le dedicó una sonrisa feroz, al
tiempo que le decía “Tienes suerte de seguir vivo, pequeño. De no haber llegado yo a
tiempo, no podrías contar la historia”. Con gesto distraído, arrancó un trozo de carne de
su presa y se lo ofreció al tembloroso humano. Al ver que este hacía una mueca de
repulsión, la Bestia simplemente se encogió de hombros y comenzó a darse un festín.

Luego de un largo rato, el estupefacto Holtz intentó incorporarse, sintiendo un profundo


dolor ahí donde había alcanzado la flecha y percatándose de que su herida había sido
limpiada y vendada. Al mirar con gesto interrogativo a su terrible salvador, este le sonrió
mostrando sus dientes manchados de sangre y le dijo “No te preocupes: Si te quisiera
muerto, en estos momentos serías mi cena. Pero, por suerte para ti, no me alimento con la
sangre de inocentes” Dicho esto, dio un feroz mordisco al chamuscado brazo que
sostenía, arrancándole un trozo de carne que masticó ruidosamente.

Holtz a duras penas podía creer lo que veía. Un ser que parecía sacado de los viejos
mitos acababa de salvarle la vida, luego de haber estado a punto de perderla en dos
ocasiones. Reuniendo todo el valor del que fue capaz, preguntó débilmente “¿Acaso yo
también moriré?” La sonora carcajada del demonio retumbó en las cercanías, en un eco
que tardó en desvanecerse “Por supuesto que morirás” Fue su respuesta “Al igual que
todo lo que vive y respira en este mundo. Pero yo no estoy aquí para matarte, sino que
para redimirme por la destrucción que se cernió sobre tu ciudad”.

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Al ver que el humano al que había salvado no respondía, continuó “Hace ya muchísimo
tiempo, Siete Señores se alzaron sobre el mundo, arrebatándoselo a los Seres de Luz que
hasta entonces lo dominaban. Los gobernaba uno incluso más fuerte que ellos, que los
llevaba por el buen camino. Pueblos poderosos se humillaban a su paso, y aquellos que se
resistían eran aplastados y tomados como esclavos”.

Holtz sintió como su boca se iba secando al comprender el significado de las palabras del
demonio. Este sonrió al ver el miedo que invadía a su interlocutor, revelando por primera
vez un destello de la locura que inflamaba su alma “En fin. Como he dicho, nada en este
mundo es eterno, y este Gran Señor demostró no ser la excepción” Hizo un enérgico
ademán con la cabeza, como para quitarse de encima el peso del recuerdo, y continuó
“Un día, al regresar victorioso de una agotadora expedición, se sacó su armadura y
entregó su espada a aquel en quien más confiaba, cansado como estaba tras la larga
travesía. Desgraciadamente, este tenía sus propias ambiciones, por lo que arteramente
apuñaló al Señor mientras se encontraba indefenso, proclamándose a sí mismo como el
nuevo Señor. Estúpidamente, los Siete lo siguieron, obteniendo como recompensa la
humillación y la derrota a manos de aquellos que antes habían sido sus esclavos. Ahora
ambos Señores han regresado, y la guerra es inevitable”.

El humano se quedó mirando fijamente al demonio, incapaz de creer la revelación que le


acababa de hacer. Era demasiado: Todos aquellos a quienes alguna vez había querido
yacían muertos a manos de los cadáveres andantes, y ahora las leyendas de su gente
volvían a recorrer el mundo, amenazando cambiarlo por completo.

El demonio miró a la frágil criatura a la que había rescatado, consciente del destino que
le esperaba. Si la humanidad no quería verse extinguida por las acciones de Muerte en el
Viento y los suyos, necesitaría sus propios caudillos para que la guiaran a través de este
tiempo de incertidumbre y oscuridad. Por lo que podía ver, había encontrado a aquel que
se convertiría en el primero.

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Capítulo dieciocho:

Sin el menor asomo de miedo, el anciano se internó en la oscuridad tras el Sabio. De


inmediato sintió cómo las tinieblas se arremolinaban sobre él, intentando frenarlo y
contagiarle la demencia que parecía brotar del lugar.

"Es una lástima", se dijo a si mismo mientras daba una calada a su cigarro "No poder
enfrentar nuevamente la emoción del riesgo o el toque de la locura".

Sus pensamientos se vieron interrumpidos al encontrarse bruscamente en una espaciosa


habitación llena de luz. Extrañado, comenzó a avanzar, dándose cuenta de que esta
luminosidad parecía emanar al mismo tiempo de todas partes y de ninguna, puesto que no
podía distinguirse con claridad ni el suelo de la estancia ni su techo o paredes. Algo más
adelante podía ver al demonio avanzando impasible, como si no le importase tener que
atravesar la infinita extensión que parecía tener el lugar. Al darse vuelta para ver por
dónde había llegado, el anciano se dio cuenta de que no había nada, salvo la interminable
uniformidad de la luz extendiéndose en todas direcciones.

Con ademán despreocupado, sacó un cigarro de entre sus ropas y lo encendió utilizando
el moribundo cabo que quedaba del anterior. Al botar la ahora inútil colilla, esta no se
detuvo en el supuesto piso, sino que pareció seguir cayendo eternamente, una marca de
humanidad en un sitio que ningún hombre había visto.

Sus cavilaciones se interrumpieron al ver que el demonio le hacía señas para que se
acercase. Aparentemente había encontrado lo que buscaba, pues tenía los brazos
extendidos y pronunciaba una letanía despaciosa y monótona en un idioma que el anciano
jamás había oído, pero sin embargo conocía.

Lentamente, la luz comenzó a disminuir su intensidad, revelando una realidad


completamente distinta a la que se había mostrado hace unos instantes. Lo primero en
dejarse ver fueron incandescentes masas ígneas en un suelo que parecía infinitamente

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lejano. Luego, logró dar un atisbo a las formas aparentemente minúsculas que se movían
sobre él, buscando criaturas más pequeñas para devorar, al tiempo que procuraban evitar
convertirse en alimento de otras más grandes. Finalmente, flotando frente al Sabio,
apareció una figura alta e imponente, vestida con un sencillo taparrabos, y de cuyas
manos parecía emanar un fuego inmortal. Su piel era del color de la sangre, y dos
enormes alas de murciélago salían de su espalda.

Su quemante mirada se clavó en los ojos de aquel que lo había llamado “¿Qué es lo que
haces en mis dominios, Hermano?” El reino de fuego pareció explotar en respuesta al
despertar de su señor “¿Por qué has traído a este extraño contigo?”.

"Ya no puedes seguir ocultándote en tus dominios, Hermano”, respondió el Sabio “Una
nueva era está naciendo, y seremos los Siete quienes determinemos su devenir. El
Segador vuelve a caminar sobre la tierra, liberada su esencia por la energía de los Tres
Soles. Busca venganza sobre Muerte en el Viento, que también ha regresado. Ambos
buscan para sí la ayuda de los Siete, sabiendo que por si solos no pueden conseguir
aquello que desean" Dicho esto, se giró apuntando hacia el anciano, que fumaba
despreocupadamente su cigarro, admirando la escena que se extendía a sus pies "No le
conozco, no sé quién es, y me siento aliviado por ello. Camina como uno de los hombres,
sin serlo del todo. Afirma que ha de seguirme, pero no ha entorpecido mis planes".

El Sultán de la Sangre, señor de aquella pálida representación del infierno, asintió con
un gesto a las palabras de su hermano "Será como dices, entonces. Creo que es hora de
abandonar las ilusiones que he creado durante mi largo exilio, y volver a actuar sobre la
Creación" Sus ígneas manos hicieron un gesto de resignación, y continuó "Supongoo que
es mi deber, para redimirme por haber negado a mi auténtico Señor y obedecido a Muerte
en el Viento".

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Capítulo diecinueve:

Una lluvia de flechas fue lanzada contra él, pero se trataba de un ente demasiado
primordial como para verse afectado por semejantes pequeñeces. En sus manos estaban
los puñales, goteando lentamente la sangre de aquellos a quienes habían dado muerte.
Los arqueros no eran capaces de hacerle frente, pero tampoco podían aceptar la afrenta de
retirarse ante un solo enemigo. Así, se quedaban y luchaban, pese a ver a la mismísima
Muerte en el rostro del demonio.

Breves minutos después, los despedazados cadáveres del pelotón de arqueros Fae yacían
en el suelo, que ya comenzaba a tomar una tonalidad rojiza. Con un diestro movimiento,
el Merodeador Nocturno limpió de sangre sus cuchillos, observando la matanza con aire
ausente ¿Por qué lo hacían? ¿Era acaso un retorcido sentido del heroísmo o el deber la
causa de que se lanzaran con tanta presteza a una muerte que sabían inevitable? Como si
pudiera adivinar sus pensamientos, Erandiril se adelantó, mirando con tristeza a sus
hermanos de raza, y le dijo "Ya no eran ellos mismos. Los Señores del Sueño disponen
de muchos medios para asegurar la lealtad de los suyos". Sin prestarle atención, el
demonio comenzó a avanzar, deslizándose como si sus pies en ningún momento tocaran
la tierra.

Era la primera vez que tenían problemas en su recorrido. Habían sido afortunados, pues
llevaban ya casi una semana de viaje, durante la cual habían evitado a los habitantes de
los pueblos que quedaban camino de la gran ciudad de Erohim. Capital del reino de los
Fae, desde ahí los misteriosos Señores del Sueño controlaban su destino a través del
terror y la sangre. Los tres viajeros apenas si se habían dirigido la palabra en el intertanto,
absortos como estaban en sus propios pensamientos.

Parecía evidente que los Señores estaban al tanto del camino que llevaban, pues de otra
manera no se podía explicar el encuentro con un pelotón de arqueros que abrió fuego ni
bien los tuvo a su alcance. Sabiendo esto, todo parecía augurar que enviarían más fuerzas
tras ellos, por lo que comenzaron a avanzar con mayor cautela, caminando durante la

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noche y ocultándose durante el día.

El Segador se encontraba oteando el horizonte, inquieto. Ya estaban demasiado cerca de


la ciudad, y los caminos permanecían desiertos, sin una sola alma que los atravesara.
Estaba a punto de amanecer, y era hora de descansar. De pronto, un crujido en los
matorrales cercanos llamó su atención. Inmediatamente alerta, comenzó a avanzar con
paso distraído hacia allá, como si no hubiera escuchado nada. Nuevamente el mismo
sonido. Cuando ya estaba a unos dos metros del lugar se lanzó hacia adelante,
destrozando el arbusto con sus poderosas garras, y encontrándose con un espectáculo que
lo dejó estupefacto.

Detrás del matorral, una pequeña niña Fae lo observaba con curiosidad. Estaba vestida a
la usanza antigua, y una cabellera blanca le llegaba casi hasta la cintura. En sus brazos
había un pequeño gato negro, que ronroneaba de gusto ante las caricias que le eran dadas.
Antes de que el Segador atinara a reaccionar, dejó ir al gato y, mirándolo a los ojos, le
dijo "El tiempo se acaba, Señor de Demonios. Muerte en el Viento desea invocar a las
Legiones Infernales, y una vez que lo haga tú serás el único que podrá detenerlo".

Solo entonces el demonio la reconoció, distinguiendo el aura de natural majestad que la


rodeaba como un escudo protector. Al momento alzó las manos, como si estuviera a
punto de lanzarse al ataque. Mirando a la niña a los ojos, le dijo con una rabia apenas
contenida "Te reconozco, Legado. ¿Acaso has venido a continuar con la guerra entre
nuestros dos pueblos, o simplemente quieres burlarte de mi caída en desgracia?”.

Una tenue sonrisa se dibujó en el rostro de la criatura, reflejando una sabiduría anterior a
la propia Creación. Así, le habló con una voz que parecía ir directamente a su corazón "
Nosotros aún creemos que este mundo será nuestro tarde o temprano, y la presencia de
Muerte en el Viento en él solo sería un escollo a esa dominación. Es por eso que hemos
decidido prestarte nuestra ayuda. Auxiliado por el Señor de las Alimañas, el que te
traicionó está a punto de invocar a las hordas del Infierno, para con ellas asolar la
Creación" Se interrumpió un momento para observar el hermoso paisaje que la rodeaba, y

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continuó "La única esperanza de supervivencia que tienen tanto los Fae como los
humanos y los Nordheim es ser liderados por un caudillo poderoso, que conozca la forma
en que los demonios luchan. Con el ejército que Muerte en el Viento pretende reunir, la
única oportunidad que tienes de enfrentarlo es teniendo a tus órdenes un ejército
realmente poderoso. Yo te acompañaré y haré que los Señores del Sueño te escuchen,
pero mi influencia no puede extenderse más allá, pues de hacerlo se desencadenaría la
guerra que pondría fin a todas las guerras".

El Segador inclinó su cabeza, meditando en la propuesta del poderoso numen "Se hará
entonces como dices, pues no estoy en condiciones de desafiar a tus semejantes, y no
quiero alejarme de mi camino de venganza. Acompáñanos entonces, pero si llego a
sospechar siquiera que intentas una traición a las que los tuyos son tan adeptos, juro que
morirás a mis manos, aunque ello signifique desencadenar nuevamente la guerra entre el
Cielo y el Infierno. Guárdate también de revelar tu auténtica naturaleza, pues el
Merodeador Nocturno aún guarda amargos recuerdos de la guerra, y no quiero que pierda
la vida a tus manos".

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Capítulo veinte:

El hombre contuvo un grito de dolor al ser golpeado por la vara, manteniendo su arma
firmemente sujeta, lanzándose hacia adelante y transformando su dolor en ira, que a su
vez daba fuerza y velocidad a sus golpes. Su adversario sonrió satisfecho, al tiempo que
bloqueaba la tormenta de cortes y estocadas que le eran dirigidas. Con un alarido, Holtz
redobló sus esfuerzos, obligando a su oponente a retroceder un par de pasos. "Muy bien"
tronó este "Has progresado mucho, pero no lo suficiente" Aprovechando que el humano
se lanzaba en un fondo desesperado, la Bestia se hizo rápidamente a un lado, asestándole
un formidable palmetazo en la frente y haciéndole retroceder para luego caer de espaldas,
casi inconsciente por el dolor.

Con una carcajada, el demonio ayudó a su aprendiz a levantarse, esperando


pacientemente a que recuperase el resuello. Una vez estuvo en pie, el demonio hizo el
ademán de volver a atacarlo, frente a lo cual la reacción fue bloquear el fingido golpe. Al
ver esto, el demonio volvió a hablar, sin que se adivinara el menor asomo de burla en su
voz "Te has vuelto fuerte y veloz, pequeño. Aún no estás preparado para enfrentarte a la
amenaza que se avecina, pero sin duda dentro de algún tiempo lo estarás".

Holtz dejó caer su arma y se sentó en el suelo, agotado. Hacía ya un par de semanas que
el entrenamiento había comenzado, y cada vez se aferraba a él con mayor fuerza para
conservar su cordura. Si lo que su ahora maestro le había dicho era cierto, la posibilidad
de vengar a sus seres queridos se veía extremadamente cercana.

"Como tú sabes mejor que yo, tiempo es lo que más nos falta" Dijo, poniéndose de pie y
adoptando una postura de lucha cuerpo a cuerpo "¡Adelante!" Ni bien hubo terminado de
decir esto se lanzó contra el demonio, intentando desequilibrarlo. Por desgracia, los
reflejos de este rayaban en lo sobrenatural, alcanzando a recibirlo con un feroz abrazo de
oso, asfixiándolo rápidamente. Sabiendo que se debilitaba por momentos, Holtz atinó a
propinarle un violentísimo rodillazo, aflojando la presa lo suficiente como para liberarse.

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"Sin duda un excelente golpe", dijo una voz procedente del bosque "Unos cuantos más
como él, y la humanidad podrá respirar tranquila a través de esta era" Los árboles mismos
parecieron retroceder un momento para dejar paso al desconocido. Se trataba de un
Nordheim de luenga cabellera blanca. Alto y fornido, su única vestimenta parecían ser
una túnica marrón y un par de botas del mismo color. Su rostro exhibía una amable
sonrisa, lo cual resultaba bastante perturbador, pues sus rasgos tenían la misma tosca
dureza que la piedra.

La Bestia dio una carcajada al ver que el extraño se acercaba "Bienvenido, forastero"
Dijo "Acércate y comparte con nosotros, pues hace ya demasiado tiempo que no
encuentro un mortal que no me tema".

"En tal caso te desilusionarás, amigo mío" Repuso el otro, acercándose "Pues ya no soy
un mortal. Traigo malas noticias: la tempestad se avecina. Muerte en el Viento y su horda
de muertos vivientes han caído sobre la ciudad de Maierd, y en cuestión de horas planean
ejecutar el sacrificio que permitirá atraer a las hordas infernales a este mundo".

El demonio sonrió, alzó su mano y de inmediato Grito Infernal apareció en ella.


Apuntando al recién llegado, la Bestia tronó "¡No me gusta que intenten manipularme,
extraño! Dime qué es lo que pretendes o, mortal o no, te enviaré al Infierno a saludar a
esas legiones".

Nada habría permitido decir que el desconocido escuchó siquiera aquellas palabras, pues
su sonrisa no se alteró en lo más mínimo. Dio un paso en dirección al demonio, al tiempo
que le decía en tono tranquilizador "No deseo manipularte, ser de antaño. Los antiguos
pactos me impiden actuar directamente sobre Muerte en el Viento y sus seguidores, pero
nada evita que de a conocer estos hechos a aquellos que sí pueden hacerlo. El ejército de
no muertos llegará a la ciudad dentro de pocos días, por lo que aún estás a tiempo de
hacer algo por impedirlo, si tal es tu voluntad". Dicho esto, dio media vuelta y comenzó a
internarse en el bosque. Antes de desaparecer en medio del follaje, encaró al demonio y
le dijo "Hasta pronto. Espero que volvamos a encontrarnos en circunstancias menos

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angustiosas".

En cuanto vio desaparecer al heraldo, el demonio alzó su mano y con una sola palabra
hizo desaparecer su espada, enviándola de regreso al extraño reino del que venía. Hecho
esto, se giró hacia Holtz, y la furia en su rostro resultaba terrible de contemplar. El
humano, endurecido por el brutal entrenamiento al que había estado sometido, apenas si
se inmutó al ver esto, y simplemente dijo "¿Qué haremos? Por lo que me has dicho, se
trata de oponentes terribles, y además están apoyados por una legión de muertos
vivientes... Sin mencionar el hecho de que podría tratarse de una trampa".

Por toda respuesta, la Bestia rompió la rama con la que había estado practicando, dio
medio vuelta y, seguido de cerca por su discípulo, comenzó a andar por el camino que lo
llevaría hacia la redención y la venganza.

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Capítulo Veintiuno:

Indiferente a la altura en que se encontraba, el Segador se aferró al asidero, alzando su


enorme cuerpo por sobre la peligrosa quebrada. Aferrada a su cuello estaba la mensajera
en cuerpo de niña, su endeble cuerpo aterido de frío. Pocos instantes después el
Merodeador asomó su cuerpo, trepando sin la menor dificultad por la casi vertical pared.
Al llegar arriba, el Segador lanzó una cuerda a Erandiril, gracias a lo cual esta pudo subir
sin problemas.

Una vez arriba, continuaron avanzando en silencio, alertas a cualquier movimiento.


Erohim yacía del otro lado de la montaña, por lo que las precauciones debían ser
extremadas si no querían encontrarse con alguna sorpresa. El rodeo les había resultado
largo y fatigoso, pero como recompensa no se habían encontrado con ninguna patrulla
Fae.

Tras atravesar una empinada cuesta pudieron divisar su destino: la gran capital del Reino
de los Fae. Pese a la distancia, las construcciones de mármol resultaban imponentes,
alzándose hacia el cielo como si quisieran evitar que este cayera sobre la tierra. Y
ninguno sobresalía como el Gran Palacio, desde donde los Señores del Sueño controlaban
los destinos de su raza.

Pese a la innegable perfección de sus edificios, la vista resultaba intimidante. En el cielo


se veían las siluetas deformes de las Bestias de Pesadilla, en eterna búsqueda de nuevas
víctimas. Erandiril no podía dar crédito a sus ojos: debía haber al menos una docena de
aquellas abominaciones surcando los cielos, cantidad que se veía solo en las mayores
guarniciones en el Lejano Norte, donde se desarrollaba la Gran Guerra contra los
Nordheim. ¿Tanto temían los Señores al Segador?

La situación era complicada: debían llegar a presencia de los Señores, evitando al


enorme contingente que los custodiaba. Tras una breve deliberación, resolvieron retirarse
a un lugar apartado y esperar el anochecer.

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La espera resultó tediosa y desagradable: a todo el grupo lo embargaba la expectación
por lo que sucedería. El Segador y el Merodeador Nocturno se enfrascaron en una
conversación respecto de cómo debían proceder en adelante. La niña Fae simplemente se
sentó al pie de un árbol y cerró los ojos, perfectamente inmóvil. Erandiril, agotada por la
larga caminata, se tumbó en el suelo y miró al cielo nublado mientras su mente divagaba.

Todavía no podía creer el giro que había tomado su vida. Primero destinada por los
Señores del Sueño a matar al Segador, había fracasado. Luego había decidido guiar a este
a sus tierras, segura de que podría convertirse en un importante aliado para los suyos en
su guerra eterna. Finalmente, los Señores la habían traicionado, enviando a su propio
hermano a darle muerte.

Ya no estaba segura de qué era lo que quería. Buscaba venganza sobre sus antiguos
amos, pero sabía que ello era imposible, incluso con los dos demonios acompañándola.
Después de todo, fueron los Señores quienes derrotaron a los ejércitos demoniacos por
primera vez, tras pactar con poderes oscuros y desconocidos.

Un ruido a su espalda la sobresaltó. Al girar la cabeza, vio que el Segador seguía


discutiendo con el Merodeador los pasos a seguir una vez llegada la noche. Al percatarse
de que la joven Fae los miraba, el Segador la instó a acercarse, para que les contara lo que
pudiera sobre las tropas presentes en la ciudad.

“Ya no estoy segura”, respondió. “Erohim está bastante alejada del Gran Norte, donde se
desarrolla la Guerra Eterna. Normalmente no hay muchas tropas. La mayor guarnición
que había visto antes han sido un par de destacamentos de infantería, unos pocos
Guerreros Sombra y una o dos Bestias Pesadilla, más por recordar a la población la gloria
de sus señores que por real necesidad estratégia. El palacio mismo no tiene guardianes:
nadie osa entrar a él si no es invitado por los Señores, aunque eso puede haber cambiado
por el miedo que tu regreso ha causado.”

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El Segador escuchó con atención las palabras de la joven, sopesándolas cuidadosamente.
“Es obvio que me están esperando, y que soy lo suficientemente peligroso como para que
desvíen la atención de su preciosa guerra. Golpearemos al anochecer, y veremos si están
dispuestos a terminar ellos mismos la misión que encargaron a sus lacayos”.

El resto de la tarde la pasaron repasando lo poco que sabían de sus enemigos. No podían
encender un fuego, pues el humo alertaría a los guardianes de la ciudad. Así, se vieron
obligados a comer las escasas raíces y frutos que pudieron encontrar.

A medida que avanzaba el día, densas nubes comenzaron a cubrir el firmamento.


Cuando el sol se ocultó en el horizonte, comenzaron a caminar. La noche era oscura, pues
las nubes tapaban la luz de las estrellas, lo que les permitió avanzar sin ser vistos.

Varias horas más tarde llegaban a la ciudad propiamente tal, encontrándola totalmente a
oscuras. Ninguna luz brillaba en las ventanas, y las únicas antorchas que brillaban en las
calles eran transportadas por los sirvientes de los Señores del Sueño. Lentamente se
fueron abriendo paso, escabulléndose por los rincones, cada vez más cerca del palacio de
los Señores. Las precauciones fueron extremadas, pues si daban un paso en falso todas las
fuerzas de la ciudad caerían sobre ellos.

Finalmente, lograron divisar el pórtico del Palacio, que parecía reflejar una oscuridad
ajena a la Creación. Tras unos momentos de observación, se percataron de que no solo
los guardias y los Guerreros Sombra evitaban su cercanía, sino que incluso las poderosas
Bestias Pesadilla se rehusaban a acercarse a él.

Comenzaron a acercarse al edificio lentamente, alertas a cualquier señal de peligro.


Erandiril se sorprendió a si misma ante su frialdad, acercándose sin miedo al lugar más
sagrado de todo el Imperio de los Fae. La oscuridad que parecía emanar del portal se fue
haciendo cada vez más evidente, palpitando como si quisiera abandonar su prisión y
envolver a toda la Creación. Finalmente atravesaron el umbral, viéndose de inmediato
sumidos en las tinieblas.

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Incapaces de avanzar o volver sobre sus pasos, se quedaron quietos, expectantes... Y
entonces comenzó el horror.

Las voces llenaron su ser. En un torbellino surgían los gritos de aquellos a quienes
habían conocido en el pasado, lacerando su piel y haciendo hervir su sangre. Intentaron
resistir, pero lentamente el hechizo fue doblegando sus voluntades, haciéndoles caer de
rodillas. La niña, sin embargo, permanecía impasible ante la agonía de sus compañeros de
viaje.

Ya estaban a punto de rendir el alma cuando las voces callaron, dándoles un respiro. A
duras penas lograron los demonios ponerse en pie, sus cuerpos temblando por el duro
castigo. La oscuridad parecía haber retrocedido, revelando apenas visibles figuras en el
límite de la visión, pertenecientes a criaturas innombrables.

Un murmullo se dejó oír entonces, retumbando como si proviniera de todas partes y a la


vez de ninguna. “Tu presencia no es bienvenida, Segador” el sonido era suave como el
terciopelo, y parecía la unión de cientos de voces de distintos tonos y cadencias “No
puedes desafiarnos en nuestro santuario. Di lo que tengas que decir, y tu muerte será
rápida”.

El Segador, pese a sus heridas, logró erguirse, desafiante. Con una mueca de desprecio,
escupió a la oscuridad que lo rodeaba “No los temo. Ni a ustedes ni a ninguno de su raza
de esclavos” tronó, indiferente al destino que le pudiera esperar en aquel lugar maldito
“Mi antiguo hermano, Muerte en el Viento, ha regresado, trayendo consigo a las hordas
infernales. Pueden dejar de lado su estúpida guerra, aliarse con los Nordheim y
sobrevivir, o pueden seguir actuando como estúpidos arrogantes y ver su imperio
reducido a cenizas”.

En respuesta, la oscuridad pareció abalanzarse sobre él, tomando la forma de tentáculos


que intentaban aferrarlo. De inmediato se puso en movimiento, rasgando los viscosos

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apéndices en cuanto se ponían a su alcance. Lo propio hacía el Merodeador, manteniendo
a raya a la marea de oscuridad lo mejor que podía. Erandiril, a duras penas consciente,
solo podía mirar el desarrollo del combate con un temor que apenas sí sentía debido al
agotamiento. La niña Fae, en cambio, se mantenía erguida y con los brazos cruzados,
examinando la escena como si esperara que algo sucediera.

Finalmente, un tentáculo se abalanzó sobre ella, tomándola por el cuello y azotándola


salvajemente contra la pared.

La Emisaria sonrió: había llegado el momento.

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Capítulo veintidós:

Como siempre, los muertos llegaron de noche. Silenciosos y torpes, conscientes tan solo
de su deber de obediencia y de su insaciable sed. Pero esta noche era distinta de las otras:
esta vez, los estaban esperando. Ya habían sido demasiadas sus depredaciones en las
poblaciones cercanas, haciendo cundir la alarma y dando tiempo a la ciudad para
contratar mercenarios mientras no se supiera exactamente qué le había pasado a las
granjas y poblaciones cercanas.

La terrible magnitud de la verdad, sin embargo, casi les cuesta la batalla. Sin dejarse
arredrar por la presencia de centinelas en todas las puertas, el Señor de las Alimañas se
adelantó hasta estar frente a las puertas. Las flechas silbaban a su alrededor, pero él era
uno de los Siete, y semejantes minucias estaban por debajo suyo. Sin la menor
preocupación, golpeó la puerta con su bastón, y la madera ennegrecida por el fuego crujió
peligrosamente. Dejó caer su bastón una segunda vez, y el gigantesco portal se combó
hacia adentro, retorcido hasta lo imposible. Una tercera llamada, y los enormes trozos de
madera volaron por los aires, franqueando la entrada al ejército de los muertos, que se
lanzó desordenadamente hacia adentro.

La demoledora carga causó estragos en los escasos guardias apostados para detenerla, y
pronto pareció como si la ciudad estuviera condenada de antemano. Sin embargo, la
alarma corrió como un reguero de pólvora, y los hombres a toda velocidad se alistaron y
salieron a luchar por su ciudad. Enardecidos y bien armados, chocaron contra los
muertos, torpes y lentos, pero fuertes como dos hombres y resistentes como diez. La
batalla era fiera, con los valerosos guerreros cargando contra un enemigo incapaz de
sentir miedo.

Fue tal el ímpetu de este contraataque, que los muertos se vieron obligados a retroceder.
Allí donde las flechas normales eran inútiles, los defensores las empaparon con brea y las
encendieron. La carne muerta, reseca por el paso del tiempo, era pasto de las llamas,
ablandando los huesos y facilitando la tarea a las espadas defensoras.

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Por desgracia, en ese momento los demonios se unieron a la refriega. Los hombres
respiraron aliviados al ver que sus enemigos comenzaban a retroceder y a abrir filas, solo
para ser fulminados por el Señor de las Alimañas, volviéndose contra sus antiguos
camaradas. Los sobrevivientes, confundidos, fueron barridos por la nueva carga de las
obscenidades no muertas, lideradas por Muerte en el Viento, que desgarraba miembros y
asesinaba hombres sin esfuerzo alguno.

La batalla se tornó sangrienta, con los soldados luchando por cada palmo de la ciudad,
asediados por un enemigo que desconocía el cansancio, y cuyos números aumentaban a
medida que los suyos iban disminuyendo. Enfrentados a seres venidos de otra era, los
hombres luchaban con el arrojo de quien se sabe marcado para morir.

De pronto, el cielo nocturno comenzó a iluminarse con un tenue resplandor rojizo: el


Señor de las Alimañas recitaba la letanía que traería a las legiones infernales de vuelta al
mundo que alguna vez habían dominado. A medida que el ritual avanzaba, la llama
combativa en los ojos de los hombres se iba desvaneciendo, ahogada por el peso de la
inminente derrota.

Perdida toda esperanza, sus mentes acariciaban ya la idea de abandonar las armas y
abrazar su destino, cuando un horrendo gemido les llenó el alma de un terror
inconcebible. Era un alarido imposiblemente agudo que parecía inundarlo todo,
taladrando los oídos de quienes lo escuchaban con promesas de locura y condenación.
Acompañando aquel alarido, un rugido grave e inhumano clamaba por sangre.

Solo entonces se dieron cuenta de que los muertos abandonaban la reyerta y se


aprestaban a enfrentar al recién llegado.

Los Siete eran criaturas de un tiempo en el que la naturaleza guerrera de las razas
mortales aún no había decaído, y pocas de las amenazas de este mundo significaban algo
para ellos. Así, la Bestia atravesó como un bólido el muro que formaban sus enemigos,

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enviando sus almas de regreso al Infierno, donde eran reclamadas por los impíos poderes
a los que invocaba el Señor de las Alimañas.

A medida que el cielo iba adoptando el color de la sangre, Muerte en el Viento


observaba complacido cómo la intervención de su hermano aceleraba el ritual. Con
ademán burlón, envió al resto de su ejército tras el gran demonio.

Al ver que sus enemigos abandonaban la lucha, los hombres finalmente pudieron
concentrarse en salvar la vida. No les habría resultado difícil huir, pero el ritual ya se
encontraba en su clímax, y el velo que separaba este mundo del otro comenzaba a
rasgarse. Lentamente primero, y luego a mayor velocidad, se abrió la puerta a las hordas
que tanto tiempo habían esperado para inundar la Creación en un océano de locura y
muerte.

Borrachos con el olor del miedo, los demonios se lanzaron contra los defensores, sus
garras y dientes arrancando brazos, gargantas y piernas, ignorando las armaduras que los
protegían. Pasado el ímpetu inicial, deseosos de un festín de sufrimiento, tornaron su
vista hacia los lugares donde se refugiaban aquellos que no podían luchar: Los ancianos,
las mujeres y los niños. Ante la mirada perdida de sus ya indefensos oponentes,
comenzaron a quemar las casas, complaciéndose en los gritos de dolor de sus habitantes,
y asesinando a todos aquellos que intentaban salir, alimentando a sus señores con toda
aquella angustia y terror.

Mientras la ciudad ardía, en algún lugar se dejó oír un grito de furia, y la última de las
aberraciones no muertas cayó ante la Bestia, su esencia vital alimentando el infame rito.
Una vez más, los dos Señores volvían a verse cara a cara.

"Debo agradecerte, hermano", dijo Muerte en el Viento "De no haber sido por ti, el ritual
habría tardado varias horas en terminar" Adoptó una posición de guardia, ambas garras
en alto. Una risotada seca y carente de humor fue la respuesta de la Bestia, al tiempo que
alzaba a Grito Infernal. Su piel cubierta de tatuajes parecía tomar vida propia a medida

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que se movía cubriendo la distancia que separaba a ambos enemigos "Estás muerto,
traidor" dijo, sus palabras llenas de un ardiente odio "Ni tus preciosas legiones ni tu perro
faldero pueden salvarte".

Elevando un grito de guerra que se confundía con los alaridos de los condenados, se
lanzó hacia adelante, buscando destruir a su adversario. Pero se las estaba viendo con uno
de los suyos, que le igualaba en poderío y le superaba en astucia. Con un veloz salto
Muerte en el Viento retrocedió, esquivando el golpe por un pelo. La Bestia, sin
arredrarse, lanzaba furiosas estocadas, que eran desviadas o evitadas por su experto rival.

Pero el espacio se le estaba acabando, y pronto dio con la espalda en una derruida pared.
Relamiéndose de anticipación, Bestia se lanzó hacia adelante en un fondo que destruyó la
ruinosa edificación... Pero su adversario no estaba ahí. Se dio media vuelta con la
velocidad del rayo, pero ya era demasiado tarde. Un dolor lacerante lo recorrió al ser
desgarrado su brazo, obligándolo a soltar la espada. Con su mano libre intentó aferrar a
su enemigo, pero este se hallaba en su elemento y, con un certero golpe detrás de las
piernas, lo hizo dar con las rodillas en tierra.

"Ya te lo dije antes" susurró, burlón " no por ser el más fuerte vas a ser el más
poderoso". Lanzó el golpe que debería haber destruido a la Bestia, pero la soberbia lo
había vuelto confiado. Haciendo gala de su increíble fuerza, este aferró las muñecas de su
enemigo, ignorando los inútiles esfuerzos que hacía por liberarse. Con los colmillos
expuestos en una espantosa mueca, alzó la vista, y su traicionero enemigo no pudo sino
encogerse ante el odio que aquellos ojos revelaban.

Lentamente se puso de pie, con ambas manos sangrantes, la piel colgando en jirones a
sus costados. Miró con desprecio a su oponente y, con una sonrisa feroz, le dijo "Fuiste
advertido, hermano mío: estás condenado, y nada ni nadie puede salvarte. Siéntete
afortunado, pues tu muerte ha de venir de la mano del Segador, no de la mía". Con un
movimiento de su descomunal cuello, dio un formidable cabezazo en el rostro de su
enemigo, dejándolo tumbado en el suelo.

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Sin pronunciar más palabra, el gran demonio cogió su espada, dio media vuelta y se
alejó, iluminado por la ciudad ardiendo y el cielo que parecía arder junto con ella.

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Capítulo Veintitrés:

Invisible a los ojos mortales, una figura solitaria observaba las llamas recortarse contra
un cielo color sangre. No era posible describir la congoja que lo invadía, pues los
enviados divinos no sienten de la misma forma que los seres terrenales.

La historia volvía a repetirse, pero ahora Muerte en el Viento y los demonios tomaban el
lugar de su gente: dispuestos a arrasar toda la Creación con tal de conseguir el poder, no
se detenían a pensar en las consecuencias de finalmente obtenerlo. Sí, los suyos alguna
vez habían sido así, pero se habían percatado a tiempo de sus errores, cediendo su
poderío a quien podía ejercerlo con justicia, pero a la vez condenando al mundo a una era
de Oscuridad. No había sido fácil: por un lado la guerra que daría luz al mundo. Por otro,
la paz que lo hundió en las tinieblas.

Ahora volvían al comienzo, y una vez más el destino de incontables miles se balanceaba
entre la luz y la oscuridad. La guerra era inevitable, pues ambos enemigos se odiaban
demasiado, y no descansarían ante nada con tal de ver al otro convertido en cenizas.

Sin pensarlo se llevó la mano al pecho, ahí donde alguna vez había latido un corazón.
¿Lo entenderían aquellos que alguna vez fueron los suyos? Los Nordheim eran una
estirpe orgullosa, y no cedían con facilidad... y su guerra con los Fae llevaba más tiempo
de lo que incluso ellos podían recordar. Esperaba que el Segador pudiera guiar a ambas
razas a la batalla, pues de lo contrario el destino de la Creación sería una Oscuridad
salvaje y despiadada, por completo distinta a la que el Señor de Demonios alguna vez
había instaurado.

Sus hermanos tampoco habían permanecido ociosos, uniéndose al Segador y a sus leales,
y asegurándose un lugar desde en cual influir en los acontecimientos sin dejar de cumplir
con los antiguos juramentos.

Aguzando la vista, vio cómo la Bestia se enfrentaba al traidor, mientras las aullantes

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legiones regresaban de su largo exilio, bebiendo tanto la sangre de los inocente como sus
miedos y esperanzas, dejando tras de sí tan solo cenizas y polvo.

No podía quedarse de brazos cruzados mientras la condenación pendía sobre aquellas


tierras. Sus hermanos iban a advertir a las razas, y él debía hacer lo propio.

Con un súbito estremecimiento de la tierra, el Emisario se puso en camino.

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Capítulo Veinticuatro:

El silencio reinaba en la sala del Rey Condenado. Donde normalmente solo acudían los
nobles del Consejo Gobernante, parecía ahora no caber una persona más.

El único espacio vacío estaba en el centro de la sala, donde el corpulento Nordheim de


blancos cabellos observaba y era observado. El silencio duró tensos minutos, hasta que la
oscura y demacrada figura del rey se puso de pie.

“Te saludamos, noble Emisario” Su voz era débil y cascada, pues el paso de los años
había cobrado su precio “Mi cuerpo ha sentido tu presencia, y mi alma ha regresado del
Abismo a escuchar tus palabras”.

El Emisario en respuesta hizo una profunda reverencia “Lamento haber perturbado tu


letargo, soberano, pero el espectro de la guerra se cierne sobre la Creación”. La sala
estalló en murmullos y cuchicheos, que callaron al levantar su mano el enviado “Ha
llegado la hora de abandonar la estéril lucha contra los Fae, pues un mal mucho mayor ha
regresado a la Creación”.

Se hizo un silencio sepulcral, a medida que el horror iba tomando raíz en el corazón de
los presentes. El rey se dejó caer en su trono, en medio del crujir de sus articulaciones.
Esta vez con un hilo de voz dijo “Entonces, ¿Es como han susurrado los Horrores?” Al
ver que el Emisario asentía, el pesar inundó su rostro. Duras penas esperaban a su pueblo,
y mucha sería la sangre derramada.

Con un súbito acceso de energía se puso de pie y tronó “¡Escúchenme, hijos del Norte!”
Su voz, antes débil y cascada, ahora resonaba fuerte y poderosa. Los presentes se vieron
con el corazón dividido: el Rey Condenado había recuperado sus fuerzas, por lo que
volvería a dirigir a los suyos en batalla. Desgraciadamente, ello significaba que grandes
desafíos esperaban a su raza. “¡El mal que nos alió a nuestros enemigos hace incontables
siglos ha regresado! ¡El Segador ha vuelto! ¡Muerte en el Viento y los Siete caminan una

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vez más!”.

Ni siquiera la autoridad que emanaba del viejo rey pudo evitar ahora el tumulto. Los
nobles guerreros se empujaban unos a otros en su afán de abandonar la sala para
comunicar las terribles noticias. Finalmente, solo quedaron el rey y el Emisario,
mirándose frente a frente.

“No has cambiado nada, viejo amigo” dijo el Rey “Se nota que tus amos te están
tratando bien”.

“No puedo quejarme, en realidad” respondió el aludido, encogiéndose de hombros “Hay


algo que debes saber. El Segador no busca reinar nuevamente, sino tan solo venganza
sobre el que lo traicionó. Los Siete están regresando, divididos entre quienes apoyan al
Segador y a su traidor hermano”. La tristeza invadió su semblante inmortal al decir
“Debo partir ahora, pues otros asuntos reclaman mi atención. Mi estadía en este mundo
ha sido larga, y ya me he arriesgado a romper mis votos tan solo por haber hablado con
los tuyos”.

Una lágrima asomó a los ojos del Rey Condenado, pues veía partir uno de los últimos
nexos que lo unía con su pasado. Sin pronunciar palabra estrecharon sus muñecas, en el
antiguo saludo de los guerreros de su raza.

Lentamente, el Emisario se dio media vuelta y comenzó a recorrer el camino hacia su


próximo destino.

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Capítulo Veinticinco:

La oscuridad retrocedió con un gemido, llevándose con ella sus apéndices al huir de la
quemante luz. En el centro de la habitación, la Emisaria flotaba en el aire, devolviendo
con su sola presencia la cordura al reino del Sueño.

“¡Ad´ Un Arak!” Tronó, haciendo retumbar los salones de piedra “¡La Oscuridad que
yace más allá de las Estrellas! ¿Realmente se creyeron capaces de enfrentarme,
poseyendo aquellos cuerpos viejos y marchitos?”.

El Merodeador enarboló sus dagas y avanzó hacia la Emisaria al reconocer su auténtica


naturaleza, pero el Segador se interpuso en su camino, indicándole que esperara.

La habitación misma parecía temblar en respuesta a la furia de la pequeña niña. Cerrando


los ojos, extendió su aura en todas direcciones, privando a las criaturas de su refugio. Las
extrañas formas se lanzaban contra la luz, intentando engullirla, para marchitarse y
convertirse en polvo frente a los atónitos ojos de Erandiril y los demonios. A sus pies, el
palacio parecía retomar su forma original, antes de que fuera contaminado por la
oscuridad que ahora poseía a los Señores del Sueño. .

Poco a poco el avance de la luz de fue haciendo más lento, hasta detenerse dejando solo
un pequeño rincón en tinieblas.

La Emisaria abrió los ojos y flotó suavemente hasta tocar el suelo. Luego volvió a
hablar, y una vez más los salones de piedra temblaron ante su voz “Han quebrantado los
antiguos juramentos al atacarme. Por esa ofensa, la antigua guerra debería reanudarse”.

La oscuridad pareció replegarse sobre si misma, como si considerara las palabras de la


Emisaria. Finalmente, el coro de voces surgió de la oscuridad “Nos rendimos. En nuestro
ímpetu incumplimos los votos hechos por los nuestros hace ya tanto tiempo”. Las voces
se revelaban cansadas y titubeantes, abandonando por completo la arrogancia mostrada

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minutos antes. “¿Hay algo que podamos hacer para aplacar la furia de los tuyos?”.

“Abandonarán los cuerpos que ahora poseen” demandó la Emisaria “Dejarán en libertad
a los auténticos Señores, y serán estos quienes decidan si desean apoyar o no al Segador”.

La respuesta la dejó atónita: “Eso no podemos hacerlo, pues los Señores nos permitieron
consumir sus almas a cambio del poder para vencer a las Legiones” Sin dar tiempo a
réplica, continuaron “Apoyaremos al Segador. La separación de nuestro auténtico hogar
nos ha debilitado, pero no seremos vencidos fácilmente. Se hará la paz con los Nordheim,
y los ejércitos de los Fae combatirán a los demonios. Al finalizar la guerra, sea cual sea el
resultado, abandonaremos estos cuerpos marchitos, para no regresar jamás. A cambio, tú
y los que te envían olvidarán esta ofensa y dejarán a los nuestros en paz”.

“Así será entonces” sentenció la enviada “¿Juráis entonces sobre vuestros Nombres
Eternos?”.

“Por la sangre de Ur´ Nadak, juramos”, replicaron solemnemente las voces.

La luz que emanaba de la Emisaria fue retrocediendo lentamente, permitiendo a la


Oscuridad recuperar sus dominios.

“Está hecho”, dijo la Emisaria, dirigiéndose al Segador “Ahora el destino de este mundo
depende de los mortales. Debo dejaros ahora, pues he pasado demasiado tiempo
interfiriendo en asuntos que no realmente de nuestra incumbencia, y arriesgo grandes
castigos por ello”.

Lentamente comenzó a perder luminosidad, difuminándose su figura hasta desaparecer,


dejando a sus acompañantes solos en medio de la oscuridad.

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Capítulo Veintiséis:

El aire que se respiraba en Brügenmord era tenso, expectante. Los escasos sobrevivientes
que habían llegado desde Meroe transmitieron rápidamente las nuevas del destino de la
ciudad, y ahora las preparaciones para enfrentar a lo que fuera que viniese contra ellos
eran frenéticas.

Los campesinos de las granjas cercanas abandonaban a toda prisa sus labores,
transportando el magro resultado de la intempestiva cosecha a los graneros de la ciudad.
Miles de trabajadores se esforzaban por reforzar las murallas, y gran número de
mensajeros habían sido enviados a las ciudades y pueblos cercanos tanto para advertirles
de la amenaza que se cernía sobre ellos como para solicitar su auxilio.

Brügenmord era una ciudad sumamente grande: cerca de ciento veinte mil almas
transitaban tras sus muros, y varios miles más lo hacían en sus cercanías. El castillo,
construido antes de lo que nadie podía recordar, era una maravilla arquitectónica,
indudablemente obra de manos no humanas. Con el pasar de los siglos, sus sucesivos
habitantes fueron ampliándolo y adaptándolo a sus necesidades, de modo que ya poco
podía reconocerse de la estructura original.

En las profundidades del Castillo, el Rey Dieter von Hogerschaft coordinaba las defensas
y recibía los desalentadores informes de sus exploradores: de las varias docenas que
habían enviado, la mitad regresó sin nada que reportar, mientras el resto desapareció sin
dejar rastro.

“Esto no es posible”, recriminaba el ya casi decrépito soberano a sus generales “Según


dicen los refugiados, un ejército de abominaciones tomó por asalto la ciudad, y ahora ni
siquiera podemos encontrar rastro de ellos, pese a que podríamos perfectamente tenerlos
frente a nuestras puertas”.

El general iba a responder, cuando las puertas de la sala se abrieron de golpe. El grito de

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indignación del rey murió en sus labios al ver a un ser gigantesco, que parecía más
sacado de cuentos antiguos que una criatura de carne y hueso. La poca piel que mostraba
era negra como el ébano, estando el resto cubierto por extraños glifos y símbolos. A su
lado marchaba un hombre ataviado con sencillos y gastados ropajes, bajo los cuales se
adivinaban músculos preparados para el combate. Rodeando a ambos, veinte soldados los
apuntaban con sus lanzas, pese a que sus miradas revelaban que no creían que resultaran
de utilidad contra aquel coloso.

Uno de estos hombres, que ostentaba galones de sargento, se inclinó ante el soberano,
cuando el gigante habló, sobresaltando a todos en la sala “Bestia de Adarog, señor de la
Tercera Legión, solicita audiencia con el señor de este castillo”.

El rey, mostrando una serenidad que estaba lejos de sentir, respondió duramente “¿Qué
es lo que deseas, criatura?” Dijo, golpeando con fuerza la mesa en que se encontraba
apoyado “¿Pretendes por ventura que la ciudad se rinda ante tu ejército maldito?
Márchate y di a tus señores que eso no sucederá mientras yo viva”.

La Bestia respiró profundamente, haciendo un supremo esfuerzo por mantener la calma


“Cuando abandoné este mundo, los humanos eran apenas mejores que animales salvajes,
vagando de un lugar a otro haciendo la guerra a sus semejantes sin motivo alguno” Su
voz, grave y entrecortada, hizo que las lanzas temblaran en manos de los guardias “Por lo
que veo, bastante poco es lo que ha cambiado. Vengo en paz, reyezuelo insolente. Un
ejército como tu estúpida raza es incapaz de imaginar se dirige hacia aquí. Iba a ofrecer
mi ayuda, pero solo he encontrado palabras venenosas y lanzas apuntando a mi corazón.
Repetiré una vez más mi solicitud, y espero que esta vez respondas más sabiamente:
Bestia de Adarog, Señor de la Tercera Legión, solicita audiencia con el señor de este
castillo”.

El rey pareció meditar un momento las palabras del demonio. Finalmente, dijo “Se te
concede audiencia, Señor de la Tercera Legión, así como a tu acompañante” tras una
pausa, agregó “La casa Hogerschaft te ofrece su hospitalidad”. Con un gesto de su mano,

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despidió a los guardias. Si el gigante era quien decía ser – y no había razón alguna para
dudarlo -, no le iban a resultar de utilidad alguna.

“Muy bien”, continuó, ocultando su miedo lo mejor posible “¿Qué es exactamente este
ejército, y cómo podemos detenerlo?”.

“Se trata de las legiones infernales”. Si la situación ya era tensa desde que el demonio
entró a la habitación, el aire ahora podría haberse cortado con una espada “Una horda
salvaje de criaturas salidas del averno. Su naturaleza aún no ha sido templada por el
contacto con este mundo, por lo que son incluso más primitivos que los humanos de los
tiempos antiguos”.

“Entonces será sencillo”, terció uno de los generales “Simplemente dejemos que se
desgasten intentando trepar las murallas, acribillándolos mientras tanto a flechazos”.

“Claro, sería sencillo, si el ejército no estuviera dirigido por el segundo al mando


después del mismo Segador, y acompañado por uno de los hechiceros más poderosos que
la Creación haya conocido jamás. Eso, sin contar con que una parte de las tropas de línea
es capaz de volar, con lo que sus murallas son inútiles” La Bestia parecía pensativo,
ignorando las expresiones de pánico que incluso los generales eran incapaces de ocultar
“¿De cuántos recursos dispone la ciudad para su defensa?”.

El mismo general se apresuró a decir “Tenemos víveres suficientes como para resistir
tres o cuatro meses de asedio, si no llegan más refugiados. Dentro de la misma ciudad
hay varios pozos, por lo que no tendremos que preocuparnos por el suministro de agua”.
Se detuvo un momento y apuntó a la mesa central, en la que había una representación a
escala de la ciudad y sus alrededores, sobre la cual yacían varias figuras de madera
cuidadosamente trabajadas “En cuanto a fuerzas, disponemos de setenta unidades de
trescientos hombres cada una, más las milicias y hombres capaces de manejar un arma en
caso de emergencia. Veinticinco unidades corresponden a nuestros arqueros, conocidos
en la región por su precisión. El grueso de nuestro ejército son treinta y cinco unidades de

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infantería entre ligera, media y pesada, y finalmente diez unidades de caballería, la flor y
nata de nuestro ejército. Nuestros ingenieros están fortificando las murallas a toda
velocidad, y no perdemos la esperanza de que las ciudades vecinas atenderán a nuestra
petición de ayuda”.

A medida que el general hablaba, el rostro de la Bestia se fue tornando en una mueca de
alegría. Ahora que sabía lo básico, podía hacer cuanto estuviera en su mano para humillar
a Muerte en el Viento y al Señor de las Alimañas.

Sin importar lo que sucediera, sería una batalla interesante.

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Capítulo Veintisiete:

Erandiril se removió en su montura, inquieta. Pese a que había sido restituida al rango
que tenía antes de caer en desgracia, no lograba sentirse cómoda alrededor de sus
antiguos camaradas. Después de todo lo que había sufrido junto al Segador, sabía que no
volvería a ser la misma. ¿Cómo podía olvidar la persecución de que había sido víctima
por parte de sus hermanos de raza? ¿Acaso pretendían que la tortura a que había sido
sometida por sus propios señores no había sido nada más que un malentendido que podría
perdonar con facilidad?

No, su lugar ya no estaba entre los Fae, sino que en algún lugar alejado de sus patéticas
guerras. Dejó que su mirada vagara hasta posarse en el Segador, montado en el
impresionante caballo de guerra dado como obsequio por los Señores. También él parecía
perdido en sus pensamientos, indiferente a los guerreros sombra que los acompañaban,
supuestamente, para asegurarse de que su viaje hacia el sur transcurriera sin incidentes.
Después de que la Emisaria los abandonara, su ánimo se había vuelto incluso más
taciturno que de costumbre, absorto en sus propios recuerdos y aceptando sin chistar la
sugerencia de los Señores de ir hacia el Sur, en un intento de lograr la cooperación de los
reinos humanos. A su diestra cabalgaba el Merodeador Nocturno, con los ojos atentos
tanto al camino como a sus “escoltas”.

El viaje transcurrió sin contratiempos, y al cabo de seis días llegaban a la ciudadela al pie
de la Torre del Sur. Se hacía evidente que sus habitantes no se acostumbraban al nuevo
aspecto que ofrecía la edificación. Antes, miraban la enorme construcción como un
símbolo de esperanza: Pasara lo que pasara, la Torre seguiría ahí, una demostración
palpable del orgullo de su raza. En cambio, ahora se había convertido en una forma
amenazante, que parecía cernirse sobre la ciudad como si anunciara un destino ominoso.

Pasaron sin inconvenientes por la ciudad, sumergiéndose en el silencioso terror que


parecía poseer por completo a sus habitantes. Al cabo de poco rato seguían su camino
hacia el sur, en dirección a Forwald, el reino-ciudad humano más cercano, y el único con

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el que los altivos Fae se dignaban mantener limitadas relaciones comerciales.

A medida que pasaban las horas, el terreno se volvía cada vez más yermo, las granjas de
los Fae siendo reemplazadas por una pradera que parecía no tener fin. Lentamente iban
pasando las horas, en un verde que nublaba incluso la noción misma de estar avanzando.

La súbita agitación de los guardias hizo ver a Erandiril que la monotonía se había roto.
Al mirar confusa a su alrededor, vio que tres figuran iban por el camino, acercándose a
ellos. A medida que disminuían la distancia que los separaba, pudo entender la repentina
agitación de sus guardianes:

Uno de ellos era un humano sumamente anciano, con una larga cabellera blanca que le
llegaba casi hasta la cintura, pero caminaba con la vitalidad de una persona mucho más
joven. A su izquierda caminaba otra figura, embozada en una capucha negra que impedía
distinguir sus rasgos. Con sorpresa Erandiril notó, que, pese a andar totalmente encorvada
y apoyada en un bastón, se movía a la misma velocidad que su compañero.

Un poco más atrás marchaba la figura más imponente que Erandiril jamás hubiera visto.
Se trataba indudablemente de un demonio, casi el doble de alto que el anciano, de
hombros anchos y gesto arrogante. Su piel, correosa y áspera, era del apagado rojo de la
sangre coagulada. A su espalda se distinguían dos bultos, que en la cercanía se revelaron
como dos gigantescas alas similares a las de un murciélago, plegadas sobre sus hombros.

Al distinguir a esta última figura, el capitán de la guardia llevó la mano a su espada, pero
antes de que pudiera adelantarse el Segador se cruzó en su camino. “Deja eso”, fue todo
lo que dijo. El capitán, al percibir el tono de amenaza en su voz, se obligó a relajar su
postura y observó cómo los recién llegados se acercaban hasta quedar a un par de metros
de ellos.

El Sabio avanzó con paso rengueante hacia el Segador, mirándolo directamente a los
ojos. “Ha pasado mucho tiempo, mi Señor” dijo con su voz rasposa y cascada por los

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siglos “El traidor que llevó a nuestra raza a su perdición vuelve a caminar sobre la tierra,
y tanto el Sultán de la Sangre como yo hemos decidido ponerle fin de una vez por todas.
¿Aceptarás nuestra ayuda?”.

El Segador simplemente se encogió de hombros “Su llegada es bienvenida, hermanos.


Únanse a mí, entonces, y juntos conseguiremos nuestra venganza”.

El claro sonido de una carcajada hizo que todos se giraran hacia el anciano que
acompañaba a los demonios “Una reunión conmovedora, sin duda. Tres viejos camaradas
reunidos para vengarse de una hecatombe que ellos ayudaron a producir...” Su voz adoptó
de golpe un tono siniestro, su expresión tornándose totalmente seria “Mientras ustedes
pierden el tiempo aquí, Bestia de Agarod se prepara para lo que tal vez será su última
batalla, en Brügenmord. En el Reino de Hielo, el Rey Condenado ha vuelto, y pronto
reunirá sus huestes para marchar hacia el Sur.”.

Luego de estas palabras, el único que se movió fue el Merodeador Nocturno, casi
abalanzándose sobre el anciano, las siniestras dagas enarboladas amenazadoramente.
“Dame una razón para no matarte ahora mismo, escoria”, dijo, su voz apenas un susurro.

“Porque ni siquiera tú eres lo suficientemente estúpido como para intentarlo” El tono de


voz del anciano había retomado su cariz alegre y despreocupado, lo cual no hacía sino
volver más clara la amenaza implícita en sus palabras “Así que mejor calla y retrocede,
antes de que decida romper mis votos y enviarte de regreso al agujero del que viniste,
convirtiendo de paso a este mundo en un Infierno como aquel del que saliste
arrastrándote hace ya tanto tiempo”. A medida que hablaba, un halo de autoridad pareció
rodearlo, haciendo que el Merodeador se viera pequeño e insignificante, pese a que
sobrepasaba por mucho en altura al delgado anciano. Finalmente, bajó los ojos y
retrocedió, temblando con una ira y un terror apenas contenidos. El recuerdo del Infierno
era débil en los Siete, pero eran pocas cosas las que no estarían dispuestos a hacer por
evitar regresar a aquel torbellino de locura y sangre.

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“Tal vez sea demasiado tarde”, dijo el extraño viejo, girándose en dirección al páramo y
comenzando a caminar. Una extraña bruma pareció emanar de él repentinamente,
cubriéndolo todo. Al cabo de poco rato desaparecía en medio de esta niebla, dando lugar
a un incómodo silencio. “Debes aprender a dejar el pasado atrás, Merodeador. La guerra
entre nuestras razas acabó hace ya mucho tiempo. Es hora de abandonar esos lastres y
unirse al esfuerzo para detener a Muerte en el Viento. De lo contrario, probablemente no
quedará una Creación sobre la cual tu raza o la mía puedan en algún momento gobernar”.

La niebla siguió acumulándose hasta llegar a un punto en que los viajeros a duras penas
conseguían distinguir las siluetas de sus compañeros. Instintivamente se acercaron unos a
otros. Intuían el poder que blandían los enigmáticos Emisarios, y ni siquiera los Grandes
Demonios deseaban enfrentarlo sin una buena razón.

A medida que el tiempo pasaba, extraños ruidos comenzaron a llenar el ambiente. Al


comienzo apenas pasaban de balbuceos inconexos, que pronto fueron ganando en
intensidad y nitidez: las voces de mercaderes anunciando sus productos, las discusiones y
los regateos, incluso el sonido chirriante de las ruedas de un carro al pasar. Con extrañeza
se percataron de que los olores que sentían también cambiaban. En lugar de la vegetación
fresca y el aire puro de la pradera, se vieron invadidos por el hedor del aceite hervido
demasiadas veces, los vegetales almacenados demasiado tiempo y el excremento de los
animales mal alimentados.

De pronto, una ráfaga de viento dispersó la niebla que los rodeaba, y Erandiril a duras
penas logró contener un grito de sorpresa.

Tanto ella como los tres demonios se encontraban en medio de una ciudad desconocida,
cuyos habitantes no parecían sentir simpatía alguna por los extraños que acababan de
interrumpir su día de mercado.

Y de los Guerreros Sombra que los escoltaban no había ni rastro.

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Capítulo Veintiocho:

El capitán Hakon de los Guerreros Sombra miró atónito a su alrededor. El viento helado
arrojaba nieve a su rostro, impidiéndole ver con claridad. A su lado marchaban los seis
soldados que lo habían acompañado, soportando como buenamente podían el frío que los
invadía.

Farfullando maldiciones contra la extraña hechicería que los había transportado a este
lugar, se arrebujó en su capa e indicó a sus hombres que siguieran avanzando. No tenía la
menor idea de en qué lugar de los Grandes Hielos se encontraban, pero sabía que si se
mantenían en movimiento, tal vez podrían salir de aquel lugar con vida.

A poco andar descubrieron que el metal de su armadura se enfriaba rápidamente al


contacto con la nieve y les impedía moverse, por lo que tuvieron quitárselas, quedando
tan solo en las ligeras ropas que llevaban debajo, tapándose como buenamente podían con
sus capas. A medida que avanzaban su paso se volvía cada vez más lento. Al cabo de
unas horas eran tan solo un puñado de figuras a gatas, apenas conscientes del entorno que
les rodeaba, esperando impacientes la llegada de la Muerte.

Como siempre, una vez llamada no se hizo esperar, y al cabo de pocos minutos Bolgor y
Varendal caían al suelo. Poseídos por el sueño que les provocaba el frío extremo, se
tendieron a descansar para nunca más volver a levantarse. Al poco tiempo se les unieron
Parnac, Angdoral y Oren, quedando tan solo Daindu y el capitán aún moviéndose, aunque
apenas.

¿Qué los llevaba a hacerlo? ¿Cuál era la fuerza que los obligaba a seguir avanzando pese
a que cada fibra de su ser les rogaba que se detuvieran a descansar? Quizá era lealtad a
sus señores, o el terror a lo que pudiera haber más allá de la existencia terrenal, imposible
saberlo. Simplemente avanzaban y avanzaban, ignorando el por qué.

El viento congelaba sus cuerpos, mientras la nieve laceraba su carne y quemaba su piel.

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Sus corazones gemían bajo el peso de la fatiga, y sus mentes estaban a punto de
abandonarse a la locura.

Y pese a todo seguían avanzando.

Un pedrusco hizo que Daindu perdiera el equilibrio y tropezara, su cuerpo negándose a


seguir por el camino. La Muerte clamó para sí a uno más de los Guerreros Sombra y
Hakon siguió avanzando, indiferente a todo. Sus ojos sin ver y su piel sin sentir, ni
siquiera el temor a la Parca se hallaba ya en su corazón cuando algo comenzó a cambiar.
Lenta, casi imperceptiblemente, el viento comenzó a disminuir su intensidad, hasta
finalmente desaparecer.

Solo cuando el hielo y la nieve dieron paso a una amplia pradera iluminada por el sol, se
permitió mirar a su alrededor y sonreír. Finalmente, los Señores volvían a serle propicios.
Después de todo, lo merecía. Había asesinado a cientos. Había incendiado edificios con
mujeres y niños adentro. Había torturado tanto a Nordheim como humanos e incluso a
sus hermanos de raza, y ahora veía la recompensa por su incuestionable lealtad.

Tan embelesado estaba, que la sonrisa no alcanzó a abandonar sus labios cuando una
mano espectral congeló su corazón.

Tras miles de años en el exilio, el Gran Cazador cobraba su primera presa.

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Capítulo Veintinueve:

En un primer momento los lugareños los miraron enfurecidos, pero bastó con que el
Sultán extendiera sus alas para que abandonaran su furia y se dieran cuenta de a quiénes
estaban observando, desencadenando el pánico. Sin saber por qué habían sido enviados a
aquel lugar ni tener idea de dónde estaban, comenzaron a caminar por la ciudad.

Por donde pasaban la gente los miraba con pavor, alejándose a ellos y evitando a toda
costa mirarlos a los ojos. Solo tras grandes esfuerzos Erandiril logró intercambiar un par
de palabras con un tendero: se encontraban en la ciudad de Brügenmord, que se suponía
amenazada por un ejército de demonios.

En la mente de los cinco se presentó el mismo sentimiento de comprensión. Sin mediar


palabra, dieron media vuelta y echaron a andar hacia el castillo que dominaba la ciudad.
Erandiril murmuró una palabra de agradecimiento y deslizó una moneda en la mano del
atónito comerciante antes de unirse a sus compañeros.

Siguieron avanzando sin encontrar estorbo alguno hasta llegar a la puerta misma del
palacio, donde dos temblorosos soldados montaban guardia. Antes de que nadie dijera
nada, uno de ellos dio media vuelta y se adentró corriendo en los laberínticos pasillos de
la construcción.

El centinela que quedó los miraba con las rodillas temblorosas y el rostro torcido en una
inconfundible expresión de espanto. Pese a todo, cuando el Segador hizo ademán de
franquear el umbral, encontró el valor para plantarse en su camino y decirle en voz
vacilante “El acceso al c-castillo está prohibido, salvo expresa autorización de su
Majestad”.

El Merodeador se acercó rápidamente, pero el demonio en cuerpo de hombre lo detuvo


con un gesto. Podía ver claramente el terror en los ojos del mortal que le impedía el paso.
Sabía que no sería ningún impedimento en caso de que decidiera seguir avanzando, pero

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respetaba el coraje que había mostrado. Así, simplemente se quedó en el lugar, mirando
fijamente a los ojos al centinela, esperando.

Tras algunos minutos que al pobre desgraciado le parecieron siglos, reapareció el guardia
que lo había abandonado.

“Su Majestad el Rey Dieter von Hogerschaft los recibirá”, dijo con una voz que intentó
ser imponente sin conseguirlo. Tragó saliva y vaciló un momento antes de decir “Por
favor, síganme”. Dio media vuelta y, seguido por los viajeros, se adentró en los pasillos
de la antiquísima construcción.

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Capítulo Treinta:

Era imposible que fueran derrotados. Aún si el Hermano Batalla despertaba y decidía
unirse al Segador, no podrían vencer al ejército que estaba a sus órdenes.

Y aún así el estúpido del Señor de las Alimañas insistía en recorrer las montañas. Por el
momento lo necesitaba, pero una vez que el Segador y sus seguidores no fueran más que
un mal recuerdo, eso cambiaría drásticamente.

Echó un vistazo a su alrededor. Abajo, casi como un punto en la lejanía, podía ver el
lugar en que los suyos esperaban. El fuego del infierno aún ardía en sus venas, pero ya se
mostraban algo más disciplinados y capaces de seguir órdenes. Prueba de ello era que sus
líderes abandonaban por periodos cada vez más largos en sus viajes y, pese a los
ocasionales estallidos de violencia, no se veían signos severos de insubordinación.

Una carcajada lo sacó bruscamente de sus ensoñaciones. A unos cuarenta metros del
lugar en que se encontraba, el Señor de las Alimañas le hacía señas para que se acercara.
“¡La búsqueda ha dado frutos, hermano!”, le dijo. Luego se enfocó en la tierra que había
a sus pies y, murmurando extrañas palabras, clavó su báculo en el suelo. Casi de
inmediato, la tierra comenzó a temblar “Contempla, Muerte en el Viento, el olvidado
templo de los Seres de Luz”.

El temblor de la tierra se volvió cada vez más fuerte. Lentamente, saliendo a la luz del
crepúsculo como una débil brizna de hierba, una estructura comenzó a alzarse. Primero
fueron varios pináculos, de distintos colores: Azul profundo, celeste, rojo, café y negro. A
medida que la tierra y la roca continuaban en movimiento, esos cinco pináculos dieron
paso a cuatro enormes torres de colores, rodeando a la quinta y más grande, de color
negro. Intrincados relieves colmaban cada espacio de las grandes estructuras. La
maravilla era que, vistos de cerca, daban la impresión de contar la historia de la Creación:
desde el Barro Primordial y el advenimiento del Primer Ser, hasta la misteriosa retirada
de los Antiguos Dioses y la coronación de Azrael como indiscutible señor de lo que estos

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habían abandonado, así como el pacto que este último hizo con el Segador para evitar que
el mundo se viera destruido por una guerra en la que ni los Seres de Luz ni los demonios
podían esperar vencer. Al separarse un poco de ellas, sin embargo, las imágenes se
difuminaban hasta desaparecer, dando cada torre lugar a un sinuoso y gigantesco dragón
que parecía querer abandonar la tierra a la que estaba atado y volar hacia el firmamento.

Caía la noche cuando finalmente el templo terminó de revelarse ante los grandes
demonios. Pese a no tratarse de una estructura tan suntuosa o enorme como los antiguos
palacios de los Siete, resultaba en cierta medida aún más imponente que estos, pues las
cinco torres resultaron ser parte de una misma estructura: el templo propiamente tal. Sus
formas eran suaves, redondeadas, de un material similar al cristal, que parecía ser
transparente pero iba ganando colorido a medida que se acercaba a cada una de las torres,
hasta que terminaba formando parte de ellas.

En el centro, donde el cristal comenzaba a oscurecerse por la cercanía con la torre negra,
estaba la puerta de entrada, con la forma de una gigantesca cabeza de dragón con las
fauces abiertas. Sus ojos eran dos enormes rubíes, y a la vacilante luz de las estrellas
daban la impresión de una bestia que finge dormir, esperando una presa lo
suficientemente arrogante como para acercarse.

Cautelosamente, ambos demonios se acercaron a la enorme boca, oteando sus oscuras


profundidades. Con una sonrisa en su cadavérica faz, el Señor de las Alimañas golpeó el
suelo con su bastón, y un halo de pálida luz lo rodeó. Iban a adentrarse en el templo
cuando una voz directamente a sus espaldas los detuvo.

“¿Realmente crees que el lugar más sagrado de los míos no está protegido, encantador de
pacotilla?”.

Menos de dos metros atrás de ellos, un anciano humano de larga barba blanca los
observaba con una sonrisa socarrona y un humeante cigarro en su mano derecha.

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Capítulo Treinta y Uno:

Los Nordheim estaban divididos. Sí, todos se alegraban en el fondo de sus corazones del
retorno de su soberano al mundo de los vivos, pero pocos parecían completamente
convencidos de que la paz con los Fae fuera el camino correcto.

Había demasiadas deudas por cobrar. Demasiados padres habían enterrado a sus hijos, y
demasiados esposos y esposas habían recibido llorando la noticia de que el ser amado
había vuelto con dolor a la Gran Rueda.

Pero las voces a favor de la paz también esgrimían poderosas razones: ¿Acaso Vachel no
había sido enviado por Los que Duermen en la Tierra para advertirles? ¿O es que el
Pueblo del Hielo había olvidado cómo honrar a sus ancestros?

Todo esto y más se discutía en las plazas del Reino del Hielo, mientras veloces
mensajeros transmitían las nuevas a lo largo y ancho del Reino. Comunicaban órdenes
expresas del Rey Condenado anulando la autoridad del Consejo Regente e instándolos a
cesar toda hostilidad contra los Fae, a menos que fuera en defensa propia. Si estos
enviaban una comitiva, se le debía permitir el paso. Finalmente, los altos mandos de cada
provincia debían enviar a la brevedad a un representante a la capital, pues había de
celebrarse el Gran Consejo.

El silencio reinaba en la Sala del Trono, pero no tardaría en romperse. El Rey podía ser
viejo, sí, y sus ojos ya no eran lo que alguna vez fueron, pero aún podía ver con claridad
la división en los mandos de los ejércitos de su raza. Por un lado estaban los generales y
oficiales más viejos, apenas unos jóvenes reclutas la última vez que el soberano había
regresado. Ellos habían seguido sus planes de batalla y escuchado sus consejos, y sabía
que una vez más obedecerían sus órdenes, aunque les significara marchar a los mismos
infiernos. Pero también estaba la otra facción, compuesta por soldados algo más jóvenes
(pese a que varios llevaban una centuria o más de servicio). Eran ellos los que causarían
problemas: toda su vida habían obedecido al Consejo Regente, y veían al Rey Condenado

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como apenas una historia que se cuenta durante las campañas para sostener la moral de
las tropas. Al igual que los más viejos, habían perdido a muchos de los suyos en las
ofensivas y contraofensivas de los Fae. Pero, a diferencia de estos, no confiaban en el
buen sentido de su soberano, o incluso en la necesidad de cumplir sus órdenes. Después
de todo, ¿No eran los miembros del Consejo quienes auténticamente llevaban las riendas
en el Reino de Hielo?

Al ver que el Rey permanecía callado, el silencio empezó a retroceder frente a los tenues
murmullos. Al comienzo no eran más que susurros, que pronto se incrementaron en brío e
intensidad. Al cabo de unos pocos minutos, se dibujaban con claridad los bandos que el
soberano había visto, y las discusiones comenzaron.

“¡No es posible!” exclamó con fuerza Bandalor, un estratega brillante, serio postulante al
generalato pese a sus escasos cincuenta años de servicio “Los Fae nos han acosado desde
tiempos inmemoriales. Han asesinado a incontables soldados, quemado nuestras ciudades
y asesinado a niños y ancianos, ¿Acaso ahora debemos abrazarlos como si fueran
nuestros hermanos solo porque un cadáver andante nos lo ordena?”.

Frente a esta declaración, el silencio volvió a caer sobre la sala como un pesado manto.
Los miembros de uno y otro bando se miraban fijamente, atentos a cualquier signo de
amenaza, viendo quién sería el próximo en hablar. Cuando finalmente fue Moira quien se
puso de pie, el aire pareció tornarse aún más tenso, si tal cosa era posible. Se trataba de la
más anciana dentro de los ejércitos de los Nordheim. Tenía ya casi doscientos años, de
los cuales había dedicado ciento ochenta en cuerpo y alma a la guerra en contra de los
Fae. Los que servían bajo sus órdenes afirmaban que ella sola había asesinado a una de
las Bestias Pesadilla en una ocasión, y nadie se atrevía a descartar completamente la
posibilidad. Cuando habló su voz era apenas un susurro, pero de todos modos fue
escuchada con claridad por todos los presentes en la Sala del Trono.

“Eres joven aún, Bandalor, y tremendamente estúpido”. Su voz no traslucía emoción


alguna, pero su rostro se había vuelto color carmín, y sus nudillos estaban blancos por la

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fuerza con que tomaba la empuñadura de su espada “Tienes suerte de que algunos
recordemos las órdenes de aquel “cadáver andante”, pues solo la prohibición que él
impuso a derramar sangre en este santo lugar hace que tu cabeza llena de aire siga sujeta
a tus hombros. Si tú o alguno de los tuyos vuelve a decir una palabra en contra de Su
Majestad, sin embargo, lo sacaré a patadas de este lugar para luego arrancarle los ojos y
hacérselos comer, ¿Entendido?” Su mirada recorrió lentamente la sala, clavando los ojos
en los que veía como rebeldes. Ninguno osó sostener su mirada, con lo que se relajó
ostensiblemente. “Hablan de pérdidas como si supieran lo que significan, pero no es así.
Lloran porque los Fae han asesinado a padres e hijos, hermanas y esposas. Pero,
¿Cuántos Fae creen que han perdido a sus seres queridos a nuestras manos? Esta guerra
ya ha durado demasiado tiempo. Una amenaza mayor que los Fae crece en el sur, y
nosotros debemos estar preparados para afrontarla”.

Bandalor iba a replicar, pero el sonido de huesos crujiendo lo detuvo. Como un solo
hombre, los presentes en la sala se giraron para escuchar al Rey Condenado.

“Dudas de mí, joven, y eso está muy bien” Una sonrisa cansada se abrió paso en su
rostro “He dormido y vuelto a despertar muchas, muchas veces, y ya mi espíritu está
agotado”. Se levantó, vacilante, rechazando la ayuda de los dos guardias que lo
custodiaban, y caminó hasta situarse frente al brillante aspirante a general “Tal vez sea
hora de volver con mis ancestros, como yo hice volver entre los suyos a Padraigh, el
anterior rey, al que hoy tan solo yo puedo recordar. Tal vez sea hora de que un guerrero
tome su arma y la levante en desafío, dando el merecido descanso a este viejo saco de
huesos” A sus ojos asomaron lágrimas cuando dijo “Sí, si me desafías podrías vencerme
y tomar mi lugar, si es que así está escrito en la Gran Rueda. Pero recuerda que no serás
el primero que lo intente... Y algo en mi interior me dice que tampoco serías el último”.

Fue Moira quien interrumpió los murmullos que una vez más empezaban a circular
“¿Qué será, Bandalor, o cualquiera de los que piensa como él? ¿Desafiarán al soberano
en combate, o acatarán sin dudar sus órdenes? El Pueblo del Hielo no puede luchar contra
si mismo, a menos que busque su propio fin”.

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Todo un minuto pasó, la sala inmóvil como una tumba. Habríase dicho que los allí
reunidos temían respirar, pues se sabían en presencia de un momento crucial en la
historia de su raza. Finalmente, Bandalor bajó los ojos y, en voz apenas audible, dijo “No
estoy de acuerdo con tu juicio, Rey Condenado, pero tampoco deseo crear un cisma entre
los Nordheim. Aún si hay paz con los Fae, habrá guerra con los demonios” Hubo un gran
sobresalto cuando desenvainó su espada, pero se calmó al ver que la ponía a los pies del
soberano “Y, en esa guerra, serviré hasta mi último aliento en el nombre de Aquel que
Caza en lo Más Profundo y de todo el Pueblo del Hielo”.

Grandes vítores resonaron entonces, pues una vez más los Nordheim lograban evitar el
derramamiento de sangre. Las expresiones de júbilo solo cesaron cuando un mensajero,
apenas más que un muchacho, entró corriendo en la sala y, tras hacer una reverencia,
entregó un sobre al soberano. Por tercera vez se hizo el silencio en la sala, mientras los
artríticos dedos abrían el sobre y ojos casi ciegos examinaban su contenido. Al terminar
de leer, el Rey alzo los ojos vidriosos y dijo “Parece ser que tomaste la decisión correcta,
muchacho” el alivio en su voz era claro “Una delegación de los Fae ha traspasado la
frontera, y se espera que llegue aquí dentro de tres días”.

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Capítulo Treinta y Dos:

La confusión que reinó tras el anuncio fue considerable. Después de todo, el único de
entre los Nordheim que recordaba las antiguas reuniones con dignatarios de los Fae era el
propio Rey Condenado, y eso había sido hace ya más de un milenio. Así, tuvieron que
improvisar, adaptando muebles de forma tal que pudieran ser adecuados para los frágiles
cuerpos de los Fae, cocinando manjares que su delicada constitución pudiera soportar, y
un largo etcétera. El ánimo, más que de animosidad u odio, era de absoluta perplejidad:
¿Cómo reaccionar frente a la gente con la que habían estado matándose durante más
tiempo del que cualquiera de ellos podía recordar?

Los preparativos se hicieron en forma sumamente apresurada. La guardia del Rey se


incrementó a niveles jamás vistos fuera del campo de batalla. Después de todo, una cosa
era que estuvieran dispuestos a hacer la paz con los Fae, y otra muy distinta era fiarse
completamente de sus buenas intenciones. El mismo Bandalor se encargó de vigilar la
seguridad de la ciudad, con el celo que solo los conversos pueden manifestar. La tarea
resultó más difícil de lo que parecía en principio. El soberano había dado expresas
instrucciones de que la seguridad debía ser lo bastante evidente para disuadir a los
exaltados entre los Fae que pudieran sentirse tentados a dar un golpe irremediable a sus
antiguos enemigos. Sin embargo, tampoco podía ser tan evidente que sus huéspedes se
sintieran amenazados.

Cuando faltaban tan solo unas horas para el amanecer del día en que debía llegar la
embajada, un intenso sonido despertó a los habitantes de Nordland. Alarmados, salieron
de sus casas previendo lo peor. Al poco tiempo, se dieron cuenta de que se trataba de un
cuerno de caza. Pero no se trataba de un cuerno de caza ordinario, eso era evidente. Había
algo más en ese sonido, una tristeza inclasificable, que parecía hablar directamente a sus
corazones, contándoles historias de tiempos mejores. De tiempos en que el orgulloso
Pueblo del Hielo había vivido libre y sin miedo. Un tiempo anterior a la guerra sin
sentido que hasta hace tan poco los consumía. Una era incluso anterior a los buenos
momentos en que Fae y Nordheim caminaron juntos, antes de la llegada de los demonios

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y las otras entidades que durante su historia los habían convertido en siervos.

De entre todos ellos, solo uno reconoció el sonido, pues lo había escuchado con
anterioridad. El Rey Condenado ya estaba reunido con sus consejeros cuando la melodía
llegó a sus oídos. La música lo trasladó directamente a su juventud, cuando no era más
que un niño dedicado en cuerpo y alma a incordiar a sus mayores. Había huido de casa
con la intención de que sus padres se preocuparan y salieran a buscarlo, seguro de darles
el susto de sus vidas. Pero en su entusiasmo infantil se había alejado demasiado,
volviéndose incapaz de encontrar el camino de regreso. La tormenta que se desencadenó
poco tiempo después no ponía en peligro su cuerpo, pues él y los suyos eran los hijos del
Gran Hielo, pero le impedía ver más allá de un par de metros. Desesperado, se había
echado a llorar, y fue entonces cuando escuchó el sonido. Sin pensar en lo que hacía, se
levantó y lo siguió hasta su origen, embelesado por la tristeza y nostalgia que parecía
evocar. Un par de minutos después el sonido cesó, y el muchacho vio que estaba en las
afueras de su aldea.

El repentino silencio sacó al Rey Condenado de sus ensoñaciones, y se dio cuenta de que
todos los Nordheim a la vista lo miraban estupefactos. Extrañado, alzó la voz para
tranquilizarlos “¡Nada hay que temer, Pueblo del Hie--” Se interrumpió al notar que su
voz había cambiado. De un momento a otro ya no era cascada y vieja, sino que poderosa
y vibrante. Con un gran esfuerzo bajó la vista, y la más negra de las tristezas invadió su
corazón: sus otrora artríticos miembros ahora presentaban una formidable musculatura, y
en su piel no había ya rastro de arrugas. Luchando por que la desesperación que sentía no
se notara en su voz, continuó “Habéis escuchado el cuerno del Gran Cazador, que en
estos tiempos de cambio regresa a apoyar a su pueblo. Agradeced al cielo por ello, pues
este canto no se había dejado oír desde hace muchos siglos”.

Mientras los súbditos cuchicheaban entre sí, el soberano regresó a palacio, rodeado por
su recientemente reforzada guardia personal. Cuando finalmente llegó, se retiró de
inmediato a sus antiguas habitaciones, que habían sido abiertas una vez más. Dando
instrucciones de que no debía ser interrumpido aunque el cielo amenazara caer sobre sus

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cabezas, se encerró, ignorando la atónita mirada de sus custodios. Una vez adentro, corrió
hacia el enorme espejo de marco dorado que recientemente habían puesto en una de las
paredes, y lo que vio confirmó el horror que había estado palpitando en su interior.

Sus cabellos ya no eran de un gris apagado, sino que de la misma plata reluciente de
hace tantos años, cuando aún no gobernaba entre los suyos en virtud de haber dado
muerte a Padraigh el Fuerte. Sus ojos, tanto tiempo nublados y vidriosos, recuperaban la
claridad que alguna vez habían tenido. Su rostro, hasta hace pocos minutos una lastimosa
acumulación de arrugas y cicatrices, ahora mostraba una tersura digna de un joven que
aún no había alcanzado la mitad de una centuria.

Esto era más de lo que podía soportar. Tomando su cabeza con ambas manos, lloró
amargamente. A lo largo de los siglos había aguantado estoicamente la cruel tortura que
la suerte le había impuesto por el bien de los suyos: el pacto con los Innombrables, que lo
condenó a una existencia aberrante, vagando en los reinos de la sombra, a veces por
cientos de años, antes de poder regresar a quienes lo llamaban soberano. No, no se
avergonzaba de admitir que su espíritu había recibido con alegría las arrugas y los
achaques propios de la vejez, así como había tenido la esperanza de que aquel jovenzuelo
lo hubiera desafiado y le hubiera dado una buena muerte, librándolo así de su maldición.

Pero ahora los dioses le devolvían la odiada juventud, obligándolo a continuar con su
existencia.

Realmente, él era el Rey Condenado.

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Capítulo Treinta y Tres:

Ignorando la advertencia de su compañero, Muerte en el Viento se lanzó sobre el


anciano. Sus garras intentaron desgarrar la arrugada piel, pero este se había vuelto
inconsistente como una ilusión, con lo que el ataque pasó de largo sin causar el menor
daño.

El recién llegado entonces dedicó una mueca burlona al Señor de las Alimañas, como
desafiándolo a utilizar sus poderes. Este, sin embargo, intuyendo que se trataba de uno
que tenía el mismo poder que el Nordheim al que se habían enfrentado, se limitó a
mirarlo con furia.

El anciano habló entonces, la burla patente en su voz “Debido a los antiguos pactos, la
catástrofe se cerniría sobre este mundo si hubieras llegado a verter mi sangre, y te habrías
quedado sin una Creación a la que conquistar” Su sonrisa bonachona desapareció, dando
paso a una mortal seriedad “Pero el templo está fuera de este mundo: pongan un pie en él,
y el antiguo juramento ya no nos atará ni a mí ni a ninguno de los míos, y podremos
destruirlos a voluntad”.

Con un elegante movimiento, botó la ceniza que se había formado en el extremo del
humeante cigarro “En lo personal, prefiero que seamos amigos” Su sonrisa radiante
regresó, como si nunca lo hubiera abandonado “Vamos, sean razonables. Sigan su
camino y evítense molestias.” Al ver que los demonios no se movían del lugar en que se
encontraban, les dedicó una nueva sonrisa que dejaba a la vista unos dientes blancos
como el marfil “Bueno, si quieren quedarse aquí eternamente, sean bienvenidos. Después
de todo, me encantaría ver cómo su ejército empieza a desbandarse por la ausencia de
líderes fuertes que mantengan el orden entre sus filas”.

Por un momento, pareció como si Muerte en el Viento fuera a lanzarse de todas maneras
sobre el anciano, pero la mirada que le dio su compañero lo disuadió. Se acercó hasta

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quedar a menos de un metro de distancia del desconocido, que pese a no ser bajo parecía
un niño pequeño a su lado. Sus manos se abrieron y cerraron espasmódicamente,
aguantando a duras penas el impulso de lanzarse sobre él y partirle el cuello, mientras su
agitada respiración daba cuenta de la batalla que se libraba en su interior.

Finalmente, la prudencia pudo más que la ira, y bruscamente se dio media vuelta y
comenzó a caminar. A su lado partió el Señor de las Alimañas, siempre apoyado en su
bastón. Cuando ya hubo recorrido varios metros, se dio media vuelta y, clavando los ojos
en el anciano, profirió las siguientes palabras:

“Puedes amenazarnos cuanto quieras, Emisario, pero con tus acciones nos haz revelado
el regreso de los tuyos”. Con gesto asqueado escupió en el suelo “Ahora sé quien eres, y
puedo buscar tu debilidad”.

Dicho esto, le dio la espalda y apuró el paso hasta alcanzar a Muerte en el Viento, que
avanzaba sin prestar atención a sus alrededores.

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Capítulo Treinta y Cuatro:

Erandiril no cabía en sí de estupor. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que la


reunión iba a terminar en un baño de sangre. Después de todo, los nobles humanos eran
un montón de niños insolentes y mimados, mientras que el Segador era orgulloso, y
jamás lo había visto resolver un conflicto por un medio distinto de la fuerza.

En cambio, se encontró con que otro de los Siete los esperaba en el lugar, junto a un
grupo de hombres entrados en años vestidos en uniformes militares. En cuanto vio al
Segador, el gigantesco demonio se postró a sus pies, en total silencio, esperando la
salvación o la condena de su auténtico señor. Cuando este lo instó a levantarse, se alzó y
se mantuvo dos pasos detrás suyo guardando un respetuoso silencio.

Finalmente, comenzó el diálogo entre el Rey y el antiguo señor de los demonios.

“Sois bienvenido, Segador. Es extraño recibir en mi hogar a personajes salidos de las


leyendas, pero ello no impide que vos y los vuestros seáis nuestra única esperanza”, dijo
el Rey, entregándole una copa de vino “Dado lo repentino de vuestra visita, dudo que
estéis al tanto de lo desesperada que es nuestra situación” Apuntó al mapa que había
sobre la gran mesa, representando la ciudad y sus alrededores “Hace algunas semanas,
grandes cantidades de refugiados comenzaron a llegar a la ciudad, alegando que sus
localidades habían sido destruidas por demonios. Al principio creímos que habían sido
atacados por bandidos y estaban desvariando por el dolor de sus pérdidas, pero a medida
que más y más de ellos llegaban, procedentes de diversos lugares y contando la misma
historia, el miedo comenzó a cundir. Para tranquilizar a la gente, enviamos soldados a las
poblaciones más al sur. Desaparecieron sin dejar rastro”.

El Segador escuchaba totalmente concentrado, sin interrumpir en ningún momento.


Cuando el Rey finalmente explicó los planes que comenzaban a fraguarse con la ayuda de
Bestia, el Segador asintió, complacido “Sí, esas precauciones tienen sentido, pero un
ejército como el vuestro jamás tendrá posibilidades frente a las Legiones. Lo único a que

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podrían aspirar sería a retrasarlos un poco, aún conmigo y parte de los Siete luchando a
vuestro lado”.

Un bufido lo hizo dar media vuelta, sorprendido “Esos hijos de cerda mataron a mi
familia, mis hijos, mis amigos. Destruyeron mi vida para siempre, ¿Y tú sugieres que nos
quedemos de brazos cruzados esperando que hagan lo mismo con esta ciudad?” Quien
dijo estas palabras era un hombre joven, de piel curtida por el sol y torva mirada. Sus
vestiduras sucias y rasgadas revelaban que no era parte de la guardia real, ni mucho
menos. Había pasado desapercibido en las sombras de la habitación, y ahora avanzaba
hasta plantar cara al Segador.

Este apenas se inmutó, clavando la vista en los ojos de Holtz. Al cabo de varios
segundos el joven debió bajar la cara, incapaz de soportar el fuego que ardía en la mirada
del demonio. “Sabemos que golpearán pronto, por lo que has dicho”, continuó este
diciendo al Rey como si nada hubiera sucedido “Es primordial evacuar esta ciudad lo
antes posible. Mientras más gente se deje aquí, mayores posibilidades hay de que el
Señor de las Alimañas pueda ejecutar nuevamente el ritual para invocar a las legiones”.

En una actitud poco común en él, Bestia se adelantó respetuosamente, solicitando al


Segador le permitiera la palabra. Cuando este lo hizo, dijo “Mi Señor, yo estuve ahí
cuando los traidores llamaron el nombre de los Gar´Atosh, y vi lo complacidos que
estaban, pues no fueron pocos los de nuestra estirpe que se pusieron a sus órdenes. El
sacrificio que necesitaron, sin embargo, fue enorme, pues los acompañaba un gran
ejército de muertos caminantes, que convirtieron alegremente en pasto de las llamas para
dar poder a la invocación”.

Un silencio mortal inundó la sala a medida que las palabras se abrían paso en los
corazones de los hombres. “Esto no tiene sentido”, gimió uno de los generales
poniéndose de pie “¿Entonces ese ejército, supuestamente capaz de arrasar esta ciudad
sin esfuerzo, es tan solo el comienzo? ¿Cuál es el punto de luchar contra un enemigo al
que no podemos vencer?”.

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Bestia hizo ademán de acercarse al militar, conteniéndose con un gran esfuerzo de
voluntad. De poco sirvió, sin embargo, pues su discípulo se adelantó y, sin decir palabra,
le descargó un feroz puñetazo en el rostro, causando un sonoro crujido al fracturar su
nariz. Los guardias blandieron sus lanzas y dieron dos pasos hacia Holtz, pero una
amenazadora mirada de Bestia los dejó clavados en su sitio.

“¡Panda de cobardes!”, rugió el descuidado humano “Si quienes deben defender esta
ciudad son como esta excusa de hombre, entonces su gente ya está condenada. Las
opciones son simples: por una parte, se puede abandonar la ciudad dejando tan solo un
contingente que la defienda, para retrasar al invasor y que los suyos alcancen a llegar a un
lugar seguro. La otra opción es dejar que la gente siga aquí cuando lleguen los demonios.
De todos modos los edificios que componen la ciudad están condenados. La pregunta es,
¿Están dispuestos a condenar también a la gente que vive en ellos?”.

Mientras el general abandonaba la sala para atender su herida, el Rey ponderaba


cuidadosamente las palabras del joven. Varios minutos estuvo sentado, con los ojos
cerrados y una mano en la barbilla. Ya parecía que se hubiera quedado dormido cuando
abrió los ojos repentinamente. “Hans”, dijo a uno de los guardias que se encontraban en
la sala “Traed papel y tinta. Que se envíen mensajeros a las ciudades más cercanas
anunciándoles que se aproxima un ejército y que pedimos santuario para nosotros y para
la gente de la ciudad”.

El sargento se cuadró marcialmente y salió corriendo de la habitación. “Al entrar en las


filas de la guardia, cada hombre jura defender la ciudad y ejecutar mis ordenes aún
cuando estas signifiquen una muerte segura”, dijo el Rey, apesadumbrado “Jamás pensé
que llegaría el día en que tendría que cobrarles la palabra” Se giró para encarar a los
demonios “¿Qué haréis vosotros? Habéis escuchado nuestros planes. ¿Os quedaréis a
defender la ciudad, o seguiréis vuestro camino?”.

“Los acompañaremos”, respondió el Segador “Sin duda los rumores ya habrán empezado

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a circular. Nuestra presencia demostrará a los habitantes de las otras ciudades que
realmente los demonios han vuelto, y que la única opción que les queda para sobrevivir
es dejar de lado sus conflictos y unirse contra este enemigo”.

“Todo suena muy bien”, terció otro de los generales, un robusto hombre de cabellos
canos “Sabemos que el Segador quiere destruir a su enemigo, quien según las leyendas lo
traicionó, pero ¿Qué pasará después? Las viejas historias también recuerdan el dominio
de la Creación por un tirano sediento de sangre, que arrasaba con quienes no se sometían
a su dominio y reducía a la esclavitud a quienes vencía. ¿Qué nos asegura que una vez
derrotado tu enemigo no intentes dominarnos y esclavizarnos?”.

Frente a estas palabras, los guardias tomaron con mayor firmeza sus lanzas. El Rey
parecía haber quedado mudo de sorpresa, y los Grandes Demonios se pusieron
sumamente tensos, como si estuvieran a punto de lanzarse contra el ofensor.

El Segador, en cambio, pareció no inmutarse por las palabras del general. “En aquellos
tiempos, yo vivía para la batalla. Era el líder de los más fuertes, y era contra los más
fuertes que combatía”, dijo con frialdad. Se acercó a la pared más cercana y descargó un
formidable puñetazo sobre ella, provocando profundas grietas en la roca. “En esta era
apocada, nadie queda capaz de hacerme frente, salvo mis hermanos. Yo mismo he
enfrentado a los mejores entre los Fae, los llamados Guerreros Sombra, causando
estragos en sus filas incluso en este cuerpo decadente. No, este patético mundo no tiene
ningún atractivo para mí. Me uniré a ustedes, combatiré a su lado y destruiré al que osó
levantar su mano contra mí. No porque ustedes merezcan ser salvados, sino porque el
precio de la traición debe ser pagado... en sangre. Consumada mi venganza, nadie volverá
a saber de mí o de los míos, y volveré a ser una leyenda”.

Una repentina tristeza pareció invadir un momento a los demonios, y Holtz pensó que
podía entenderlos. Lo habían perdido todo: su imperio, su posición, el mundo en que
vivían... incluso el sueño de gloria y de conquista. Ahora solo les quedaba el deseo de
venganza, de devolver la mano a quien les había causado daño, y después el eterno

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descanso. A diferencia de él, ya ni siquiera podían acudir a sus iguales en busca de
apoyo, pues solo quedaba un puñado de estos con vida. Los humanos los tolerarían
mientras se sintieran amenazados por Muerte en el Viento, pero vencido este no tardarían
en volverse contra sus salvadores.

“Muy bien, entonces” el Rey suspiró profundamente “Serán declarados huéspedes de la


ciudad, con derecho a circular libremente por ella. Sin duda vuestra fuerza y
conocimientos serán de gran utilidad a la hora de preparar nuestras defensas. Ahora me
retiraré a escribir los decretos pertinentes, así como la orden de evacuar inmediatamente
la ciudad. Que los Dioses los acompañen” Sin esperar una respuesta, se dio media vuelta
y se retiró por una discreta puerta en el fondo de la sala, seguido por los guardias y
generales, dejando solos a los demonios, Erandiril y a Holtz.

Tras observar su partida, el Segador se dio media vuelta y encaró a sus hermanos “El
Merodeador ya me ha contado su versión de lo que sucedió después de mi primera
muerte. Es hora de que ustedes me digan qué más ha sucedido en mi ausencia”.

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Capítulo Treinta y Cinco:

Forwald bullía de actividad, y eso era bueno para Jack y su negocio. Con el creciente
comercio desde y hacia los pueblos vecinos se volvía bastante difícil para los guardias el
prestar atención a los cargamentos con una marca muy especial que llegaban a su tienda
cada cierto tiempo. Evidentemente, por tratarse de mercaderías prohibidas su venta
otorgaba ganancias más que considerables, y al ser él el único que sabía cómo llevar a
cabo las transacciones, no tenía que preocuparse demasiado de puñaladas por la espalda
de parte de sus secuaces o sus rivales.

Sonrió y volvió a revisar sus libros. Desde que el rey (o, en realidad, su nueva consejera)
empezó a incentivar la compra de madera y metales como si el mundo fuera a acabarse,
había recibido varios cargamentos de sonrisa de ángel. Una vez repartidos por los canales
habituales y vendidos en los diversos estratos de la ciudad en variados grados de
adulteración, las ganancias eran escandalosamente altas, incluso para lo que era normal
en su negocio. Sin embargo, tenía la impresión de que algo faltaba en algún lugar, y que
estas no eran tantas como debieran.

Quien viera esos mismos libros se encontraría con los registros perfectamente ordenados
de un vendedor de herraduras y otros artículos de metal al por mayor. Era solo bajo una
espesa capa de códigos que podían encontrarse los datos referidos a la compra y venta de
sonrisa de ángel. Era una suerte que la ciudad prohibiera cualquier producto que pudiera
amenazar el monopolio local del opio, pues eso le permitía, a quienes estuvieran
dispuestos a correr algunos riesgos, obtener unas utilidades bastante atractivas.

Sí, era sumamente conveniente que las cosas estuvieran agitadas.

Tras un rato examinando el libro, pareció satisfecho con lo que veía y lo cerró. Aún si
había alguien quitándole parte de lo que le correspondía, tenía un negocio que atender.
Sin mayores aspavientos hizo sonar la campanilla que mandaba llamar a Fred, su

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mayordomo y hombre de confianza.

Como siempre, al poco rato se dejaba ver la mole surcada de cicatrices, con unos
modales demasiado refinados y un traje demasiado costoso para un rostro que hablaba de
tal brutalidad y violencia.

“¿Señor?”, dijo con voz melodiosa “¿En qué puedo ayudarlo?”.

“Necesitaré tus servicios en las mismas capacidades que alguna vez te hicieron famoso,
amigo mío” dijo Jack, jugando con un abrecartas de plata “Tengo la impresión de que
alguno entre la gente de Tharik está guardándose parte de mis ganancias. Sé que él
mismo no sería tan imprudente, pero tal vez alguno de sus subordinados sea algo estúpido
y codicioso. Quisiera que arregles el problema y dejes en claro que no es una buena idea
interferir en mis operaciones”.

Por toda respuesta, el gigante agachó la cabeza, soltó un profundo suspiro y abandonó la
habitación.

A Jack no le gustaba utilizar así al viejo Fred, pero no tenía alternativa. El hombretón,
pese a haberse redimido de sus antiguos pecados, seguía inspirando el respeto y el miedo
necesarios para mantener en línea a los elementos más díscolos de su organización. Por lo
demás, debía su vida y la de su pequeña hija a la piedad de Jack, y pagaba por ello con
una lealtad incuestionable. Sabiendo que el problema ya podía considerarse resuelto, sacó
de su lujoso escritorio papel y pluma y comenzó a escribir una carta. La demanda estaba
aumentando, y necesitaría que Barol le enviara un nuevo cargamento.

Después de todo, la vida debía continuar.

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Capítulo Treinta y Seis:

Las preparaciones, pese al miedo que reinaba en la población, fueron llevadas a cabo con
gran celeridad. Merced a los conocimientos de los demonios, las murallas fueron
rápidamente reforzadas, se instauró un sistema de transporte de agua en caso de
incendios, y se enseñó a los soldados a combatir en piquetes, elemento esencial si
pretendían enfrentarse a adversarios mucho más fuertes y sobrevivir.

Procurando no dejar ningún detalle al azar, el Sabio se introdujo en las infectas


alcantarillas de la ciudad, esparciendo una sustancia oleosa y de penetrante olor,
advirtiendo a los hombres no entrar a ellas al menos en un par de días. Una tarde entera
estuvo en aquel auténtico submundo, contemplando con satisfacción cómo las ratas,
arañas y demás alimañas subterráneas comenzaban a retorcerse, dar espasmos agónicos y
morir. “Un arma menos para mis hermanos”, reflexionó con una sonrisa mientras
paladeaba la repugnante ponzoña.

Entretanto, el Sultán de la Sangre supervisaba los refuerzos de las murallas, trabajando


codo a codo con los ingenieros y albañiles humanos. Al comienzo el temor que este
inspiraba impedía cualquier posibilidad de comunicación, pero finalmente se impuso la
necesidad, y el respeto sustituyó al miedo. Por su parte, el demonio notó con sorpresa que
los años no habían pasado en vano: los humanos, a quienes en su tiempo había
considerado apenas mejores que animales salvajes, habían hecho impresionantes avances
en cuanto a construcción e ingeniería. Careciendo de la fuerza increíble de los demonios,
habían creado complejos mecanismos que les permitían incluso levantar piedras cientos
de veces más pesadas que ellos, y su capacidad de formar equipos y establecer jerarquías
pacíficamente era simplemente admirable.

Mientras tanto, el Segador y Erandiril pasaban las horas encerrados con los altos mandos
de la ciudad, analizando y volviendo a analizar docenas de posibles escenarios, desde los
más catastróficos hasta los más esperanzadores. Estos últimos eran los menos, sin
embargo, pues por mucho que las tropas se esforzaran, jamás lograrían alcanzar la fuerza

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y el salvaje abandono de los invasores. El demonio se vio forzado a reconocer que, pese a
su incapacidad en el uso práctico de las armas, las destrezas tácticas de la joven Fae eran
extraordinarias, haciendo atinadas sugerencias y manejando datos y variables con
admirable precisión.

Estaban allí, departiendo con el viejo rey, cuando un pálido guardia entró a toda prisa a
la habitación. Antes de que pudiera decir nada, el Sabio entró en ella, sobresaltando a los
presentes. Habían logrado acostumbrarse al casi humano Segador, pero los otros Grandes
Demonios aún les resultaban aterradores.

Tras hacer una profunda reverencia al Segador, se dirigió al Rey y sus generales “Las
obras avanzan rápido, pero no a un ritmo que pueda proteger a la ciudad de la tormenta
que se avecina”. Los presentes a duras penas pudieron contener un escalofrío ante su voz
fría como las profundidades de la tierra. “Las tropas se vuelven cada vez más fuertes,
pero es imposible que puedan enfrentarse a aquellos que vienen contra nosotros. Ni
siquiera si el antiguo Segador los hubiera llevado a la batalla tendrían esperanza”.

Dejó pasar unos momentos para que la gravedad de sus palabras calara en los corazones,
y continuó “La ciudad está condenada, pero quizá sea posible hacer que paguen un alto
precio por ella. El costo de esta pequeña venganza, sin embargo, podría ser mayor al que
están dispuestos a pagar”.

“Basta de cháchara” restalló el Rey “¿Cuál es la idea que tienes en mente?”.

El Sabio pasó largos minutos explicando su plan. Cuando hubo concluido, el pesar
inundaba todos los corazones.

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Capítulo treinta y siete:

Los pobres desgraciados jamás supieron qué los golpeó. Estaban alertas, eso era
indudable, oteando el horizonte en busca de cualquier signo del ejército que se
aproximaba. Habían cumplido su deber, pero eso no era suficiente.

Con un gruñido de desagrado, el Señor de las Alimañas se alzó caminando de los


humeantes restos de cadáveres. Nadie lo molestaría, pues su poder lo nublaba de la
percepción de los mortales.

Varias horas caminó el demonio escuchando, viendo, sintiendo el pulso de la ciudad ya a


medias abandonada. Vio a los soldados en sus barracones, durmiendo el sueño agitado
de quien sabe que tal vez no volverá a despertar. En una opulenta casa de piedra, una
familia numerosa se reunía, partiendo el pan y rezando a sus dioses para que los
protegieran de los demonios que iban a invadirlos. El Señor de las Alimañas sonrió
satisfecho: antes de que rompiera el alba todos ellos estarían muertos, y sus hijos se
darían un festín con su sangre y sus huesos.

Estaba caminando en silencio, cuando una voz amenazadora lo detuvo en seco.


“Realmente debes ser muy estúpido” dijo la voz cascada y rasposa del Sabio, “si creíste
que esta ciudad se encontraría totalmente desprotegida”.

Lentamente el Señor de las Alimañas se dio vuelta, una macabra sonrisa aflorando a su
rostro “Y tú debes ser realmente idiota, si piensas que no vine preparado”, contestó. Un
movimiento de su mano, una breve plegaria a los dioses, un leve fulgor de sus ojos
muertos… y luego silencio.

“Pareces sorprendido” dijo, sardónico, el Sabio “¿Acaso las sabandijas de las que tomas
tu nombre no responden a tu llamada? Es una lástima”. Ni bien hubo terminado de
pronunciar esas palabras, extendió su mano y una bola de energía salió volando en

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dirección al Señor de las Alimañas. Pero este ya había preparado su huida: justo antes del
impacto, pronunció una palabra y desapareció, perdiéndose el proyectil en las tinieblas
de la noche.

Mientras tanto, en las más profundas mazmorras de palacio, la Bestia preparaba a


aquellos que habían respondido a la llamada. Los hombres del rey fueron lo más discretos
que pudieron, comunicándola tan solo a los más aguerridos y veteranos de entre las
tropas con que contaban. Hasta el momento cincuenta habían sido llamados y cincuenta
habían respondido. Conocían los riesgos tanto para sus cuerpos como para sus almas, y
los aceptaron de buen grado.

Los demonios podían venir, por lo que a ellos les importaba: les mostrarían el precio de
su imprudencia.

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Capítulo treinta y ocho:

“Debo admitir que los presentes sucesos han causado bastante conmoción entre nosotros,
majestad”, dijo el delgado y sonriente Fae, inclinándose ante el corpulento rey de los
Nordheim “Nuestros señores indudablemente se regocijarán al saber de la mejora en
vuestra salud”.

El rey permanecía imperturbable, escuchando atentamente al zalamero embajador en


busca de falsedad o traición en sus palabras. Sin embargo, no la encontró: o bien se
trataba de un mentiroso consumado, o el Emisario había estado en lo cierto y los Señores
del Sueño también estaban dispuestos a hacer la paz, al menos hasta que la amenaza de
los señores de los demonios fuera eliminada de la faz de la tierra. Su experiencia le decía
que lo más probable era que se tratara de la primera opción.

“A lo largo de nuestra extensa y desafortunada guerra, grandes han sido las atrocidades
cometidas por nuestros pueblos”, continuaba el embajador. Bruscamente se puso de pie,
ignorando la tensión que esto provocó entre los guardias, y se dirigió a todos los
presentes “Los Fae no olvidamos la Noche de los Mantos Púrpura, así como los
Nordheim jamás olvidarán la Masacre de Tordesvolk. La sangre llama a la sangre, pero si
atendemos al clamor de la venganza, los demonios no encontrarán oposición alguna
cuando lleguen a nuestras tierras… O a las de vuestro pueblo”.

El silencio que siguió a sus palabras fue roto tan solo por el tenue murmullo de ambas
comitivas y los incómodos movimientos de los guardias para poder vigilar
adecuadamente a quienes estaban a su cargo. Casi un minuto pasó, hasta que finalmente
el rey tomó la palabra, llenando con su vibrante voz todos los rincones de la sala.

“Has hablado bien, embajador. Celebro la sabiduría de tus señores al enviarte. Mis
hombres han observado el retiro de las tropas que nos asediaban en Kjärsdom.
Seguramente los tuyos ya habrán informado de nuestro repliegue en Balador y Yuft”. Al
ver que el enviado asentía, continuó “La guerra ha durado demasiado tiempo. Una

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amenaza se reúne en el sur, y la única esperanza que hay de detenerla pasa por unir
nuestras fuerzas a las de los humanos y presentar batalla antes de que los demonios estén
en nuestras puertas”.

Un rugido de aprobación inundó la sala cuando el rey terminó de hablar. Incluso el frío y
distante embajador aplaudió educadamente las palabras del soberano.

“Ya es suficiente de cortesías”, dijo el rey “Agradezco de corazón la buena voluntad de


los Señores del Sueño, pero no podemos perder el tiempo con palabras de buena crianza”.
Se dirigió hacia la gente de su pueblo que se había reunido para presenciar el
acontecimiento, y gritó “¡Sepan todos los hijos del Gran Hielo que los Fae ya no son el
enemigo! La delegación en nuestra ciudad está bajó mi protección, y ningún daño ni
ofensa se les hará mientras respeten las reglas de la hospitalidad”.

En medio del silencio que siguió, el embajador se puso de pie y abandonó el lugar,
seguido por su comitiva. Solo una vez hubieron marchado se puso de pie el Rey
Condenado y se dirigió al lugar donde se llevarían a cabo las negociaciones y
preparativos.

Tenían mucho que discutir, y muy poco tiempo para hacerlo.

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Capítulo treinta y nueve:

Los demonios cayeron de noche sobre la ciudad, pero sus guardianes estaban preparados.
En cuanto los primeros centinelas murieron, sus compañeros dieron la alarma. La espera
había sido tensa, pero en ningún momento dudaron de que el enemigo se lanzaría pronto
sobre ellos.

De inmediato los soldados acuartelados tomaron las armas, vistieron las armaduras y,
rezando por una muerte digna, partieron a la batalla, conscientes de que la victoria sería
muy difícil de alcanzar, si no imposible.

Las fuerzas invasoras eran escasas en número, al menos para estándares humanos:
apenas eran unos cuatro o cinco mil, contra una fuerza defensora que fácilmente los
superaba diez a uno en número. Pero cada uno de los atacantes era una abominación
salida del mismísimo Infierno. Sus fauces lanzaban aullidos que helaban la sangre
mientras se lanzaban contra las puertas de la ciudad.

Los arqueros rápidamente llegaron a sus puestos. Pero, antes de que pudieran disparar,
figuras aladas se lanzaron sobre ellos. Tomándolos con sus garras, los dejaron caer desde
gran altura sobre sus compañeros, sembrando el caos y la confusión. Gritos salvajes se
mezclaban con los alaridos de los moribundos, mientras el cielo comenzaba a tomar una
tonalidad rojiza similar a la que anuncia la llegada del amanecer.

En la calle, Holtz se preparaba para el inminente combate. Conforme a las instrucciones


recibidas, el Grupo de los Cincuenta se dirigía hacia la puerta del Sur, donde se esperaba
que golpeara el grueso del ejército enemigo. Estaban ya cerca de su destino cuando la
tierra comenzó a temblar bajo sus pies. Con un grito de sorpresa Holtz se lanzó a un lado,
evitando por poco un trozo de muralla que había caído de una de las casas cercanas. Dos
de sus compañeros, no tuvieron tanta suerte, y sucumbieron bajo el peso de la ciudad que
habían jurado defender.

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En el momento en que cesó el violento temblor, los invasores cargaron contra las
puertas, que se resquebrajaron por la furia de la embestida. Lograron aguantar el primer
ataque, pero no cabía duda de que no sucedería lo mismo con el segundo.

El comandante de los Cincuenta, un joven teniente que jamás había tenido experiencia
en la guerra, hizo la señal convenida. Al ver que todos sacaban las pequeñas botellas
llenas de un líquido carmesí, les dijo “Las arengas no tienen sentido ahora, es el final del
camino para nosotros. Bebamos ahora, y que los dioses nos perdonen”.

Resignados, los hombres destaparon los viales y bebieron la sangre de la Bestia. Habían
hecho un pacto con el demonio y condenado sus almas, pero era un pequeño precio a
pagar por defender la tierra que los había visto nacer. A medida que el ardiente líquido
recorría sus venas, los hombres empezaron a cambiar. Sus ojos se volvieron rojos,
mientras su piel se oscurecía notablemente. La locura de la batalla y la sed de sangre los
invadía por completo, y un nuevo temor poseyó a los soldados que se hallaban apostados
en las cercanías.

Cuando la segunda carga destruyó las puertas, los demonios se encontraron con una
desagradable sorpresa: los esperaba una muralla viviente de espadas y escudos que les
cerraban el paso y les impedía avanzar. Incapaces de sentir miedo, los demonios se
lanzaron alegremente ante las espadas de los enemigos que los enfrentaban.

El choque fue sangriento. Los hombres luchaban con uñas y dientes, defendiendo a los
suyos y dando tiempo a los mensajeros y los civiles para alcanzar las ciudades del norte.
Sus cuerpos estaban inundados de una fuerza antinatural, y estaban dispuestos a morir por
su causa, pero no era suficiente. Ignorando las muertes de los suyos, los demonios
siguieron presionando. Una lluvia de flechas cayó sobre ellos, pero siguieron avanzando
sin prestar atención a sus heridas. En su mente solo había un objetivo: la completa
aniquilación de todo aquel que les hiciera frente.

Esa fue la razón de la primera vuelta en la batalla: concentrados como estaban en quebrar

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a los hombres que los enfrentaban, los demonios se percataron demasiado tarde del
extraño que empezaba a diezmar sus filas. Solo veían un destello aquí, un grito ahogado
allá, y otra abominación caía al suelo ahogándose en su propia sangre. Muchos cayeron
ante el Merodeador Nocturno antes de que un grupo notara su presencia y le plantara
cara. Sabiendo que su poder residía en las sombras y el sigilo, el demonio emprendió la
retirada, esperando el momento apropiado para volver a atacar.

Los pocos demonios que podían volar fueron rápidamente diezmados cuando el Sultán
de la Sangre y el Sabio se unieron a la refriega. La velocidad y la gracia con que el
primero se movía era suficiente como para confundir a varios de los atacantes, mientras
que relámpagos salidos de los dedos del Sabio acababan con los que lograban sobrevivir.
Poco tiempo después de comenzada la batalla, quedaba claro que su resultado se decidiría
en el interior de la ciudad, no en sus murallas.

El grupo de los Cincuenta, gracias a la distracción facilitada por el Merodeador, logró


mantener a raya al primer grupo de invasores. Sin embargo, muchos más se lanzaban a
trepar por los muros de la ciudad, valiéndose de sus poderosas garras para encontrar
asideros imposibles de utilizar por seres humanos. Los defensores, desesperados,
lanzaban aceite hirviendo y apuñalaban a los más adelantados, pero lentamente una
cabeza de lanza comenzó a formarse, poniendo en riesgo la precaria defensa de la ciudad.

En el castillo el Rey, el Segador y los generales se aprontaban para partir en el momento


en que la ciudad se viera perdida. Cada cierto tiempo llegaban mensajeros con las nuevas
del campo de batalla, siempre dando la misma preocupante noticia: aún cuando la falta de
organización de los demonios daba cierto respiro a los defensores, hasta el momento
nadie había visto a Muerte en el Viento ni al Señor de las Alimañas.

En la ciudad nuevamente la situación cambiaba para peor. Los Cincuenta ya estaban


cansados, acosados por todos los frentes. Afortunadamente, los arqueros y los hombres
apostados en las murallas, asistidos por el Sultán de la Sangre, lograban mantener a raya
la marea que intentaba trepar. Así, el grupo mayor amenazaba con inundar la ciudad,

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mientras las murallas aguantaban a duras penas.

La cuña no daba más. Ya casi la mitad de los Cincuenta habían caído, luchando con una
ferocidad que superaba incluso la de los invasores. La línea, a punto de romperse, solo
era sostenida por el tesón de los soldados y su valiente comandante. Holtz, cubierto
completamente de sangre, no daba más de si. Agachándose, evitó por los pelos una
gigantesca garra, que fue a destrozar la garganta del hombre que luchaba a su lado.
Aprovechando la apertura, lanzó un corte desesperado a los ojos del demonio. Ciego y
loco de furia, este comenzó a lanzar golpes a diestra y siniestra, alcanzando tanto a
amigos como enemigos, hasta que finalmente sus propios compañeros tuvieron que
matarlo para evitar que causara más daños.

Esto dio un necesario respiro a los defensores, que con renovados bríos se lanzaban a la
refriega. Holtz iba a repetir su arriesgada maniobra, cuando una visión lo dejó congelado
en su lugar: por el flanco de su unidad, un solitario demonio llevaba al otro mundo a todo
el que se le ponía en frente. En tan solo unos segundos, su salvaje asalto había
desarticulado totalmente a los pocos soldados que impedían el paso de los demonios al
interior de la ciudad.

Haciendo honor a su nombre, Muerte en el Viento se unió a la batalla.

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Capítulo cuarenta:

La situación en la muralla era desesperada: si bien los Cincuenta hacían lo posible por
mantener sus posiciones, la llegada de Muerte en el Viento significaba que tenían apenas
minutos, tal vez segundos, antes de ser arrollados.

Holtz, abandonada ya cualquier pretensión de heroísmo, se movía de un lado a otro del


combate, evitando el enfrentamiento directo con los demonios. En cambio, aprovechaba
cualquier oportunidad que se le presentara para dar salvajes puñaladas por la espalda a
cuantos pudiera. Sabía que no sobreviviría a este enfrentamiento, y ya no le importaba
qué imagen dejaría a los pocos que pudieran escuchar de sus “hazañas”: lo único que
necesitaba era saber que se llevaba al mayor número posible de abominaciones al más
allá.

Finalmente, la presión fue demasiada: los demonios se amontonaban más y más sobre
ellos, y Muerte en el Viento se deshacía con metódica facilidad de los escasos
sobrevivientes. Las opciones eran claras: o se retiraban, o morían hasta el último hombre.
Lentamente, el puñado de supervivientes comenzó a retroceder, intentando vender caro
cada palmo de terreno que cedían.

Fue inútil: avivados por la presencia de su líder, los demonios arrollaron a los
defensores, pisoteándolos y entrando a saco en la indefensa ciudad.

En las murallas, afortunadamente, las cosas iban bastante mejor. El asalto de parte de las
obscenidades aladas, gracias al Sabio y al Sultán de la Sangre, había sido totalmente
rechazado. Y los defensores empezaban a concentrar sus esfuerzos sobre los demonios
que entraban por la puerta de la ciudad.

Así, Muerte en el Viento y los suyos tuvieron que avanzar superando la lluvia de flechas
que les caía por la espalda. Algunos intentaron trepar a las murallas para acabar con los
arqueros, pero el Sultán y el Sabio dieron pronta cuenta de ellos.

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Al poco rato, sin embargo, los demonios avanzaban por la ciudad, aprovechando los
edificios para cubrirse de la tormenta de flechas. Pasara lo que pasase, la ciudad ya estaba
perdida. En el castillo, Dieter guiaba a los demonios y a su plana mayor a través de
pasadizos que solo su familia conocía: El sacrificio era doloroso, pero debían informar a
las ciudades del norte de la real magnitud de la amenaza.

Los demonios, contenida por demasiado tiempo su naturaleza salvaje, arrasaron con
cuanto encontraron a su paso: los edificios eran quemados, los soldados o habitantes de la
ciudad eran muertos de las formas más crueles posibles. Más de un padre fue apuñalado
en el estómago para que sufriera una muerte lenta, mientras era obligado a mirar cómo su
mujer y sus hijos eran mutilados por los desenfrenados demonios. A medida que su orgía
de muerte se extendía por la ciudad, el color rojizo en el cielo comenzaba a acentuarse.
Los grandes demonios sabían muy bien lo que esto significaba: la separación entre este
mundo y los ardientes infiernos se estaba rompiendo.

El grueso de las fuerzas demoníacas empezó a entrar a saco en la ciudad en ese


momento. Entre ellos destacaba uno que cantaba en una lengua que era antigua cuando el
mundo era joven, llamando a ambos mundos a unirse, reclamando a los habitantes del
Infierno su presencia.

Al reconocer el ritual, el Sabio supo que solo había una oportunidad de detenerlo, o al
menos entorpecerlo. Si otro ejército lograba hacerse paso hacia la Creación, sería el fin.
Ya era difícil que este mundo decadente tuviera las fuerzas necesarias como para hacer
frente a la horda que ahora los invadía, mucho menos para neutralizarla si recibía
refuerzos cuantiosos. Cerrando los ojos, buscó la llama que ardía en su marchito corazón.
Sabiendo lo que estaba en juego, empezó a canturrear, consciente del precio que su
desafío significaría. Después de todo, era mucho más fácil invocar a los demonios cuando
sangre inocente estaba siendo sacrificada para debilitar la barrera entre ambos mundos.
Ignorando el dolor que lo invadía al ir consumiéndose su piel, comenzó a cantar. Y he
aquí que ante su voz el cielo lentamente iba recuperando su oscuridad habitual. Furioso,

124
el Señor de las Alimañas redobló sus esfuerzos, y pronto la batalla se convirtió en el
enfrentamiento entre dos voces y dos voluntades.

Al comienzo parecía que el Sabio, pese a todo, lograría imponerse, pero la destrucción y
el asesinato daban fuerza al ritual, y los demonios vagaban libres por la ciudad
esparciéndolos, por lo que lentamente el Sabio se fue consumiendo. Esto, sin embargo,
no lo hizo detenerse: si no contrarrestaba el ritual, el ejército sería invencible, y su Señor
no podría lograr la venganza que por derecho le correspondía. Sabía que tendría que
volver a la vorágine sin sentido que era su mundo, pero estaba dispuesto: era el precio a
pagar por su redención.

Siguió cantando, ignorando el dolor lacerante de la piel que se descomponía y caía a


pedazos. La voz del Señor de las Alimañas era un aullido que se escuchaba por todo el
campo de batalla. El mundo parecía congelarse alrededor de estas dos figuras de otro
tiempo, mientras la derrota del Sabio parecía inevitable.

El Sultán de la Sangre extendió sus alas, y se lanzó al aire. Sabía que enfrentarse
directamente a los demonios que escoltaban a su antiguo compañero era inútil: él era
poderoso, pero no se enfrentaba a uno, dos ni diez demonios, sino que a los cientos que se
interponían entre él y su presa. De los Siete Grandes, solo el Hermano Batalla y la Bestia
podrían haberse enfrentado a semejantes peligros y salir airosos.

Sabía que moriría, que su esencia abandonaría este mundo quizá para jamás volver, pero
su sacrificio no sería en vano. En lugar de intentar enfrentarse a cada uno de los que le
cerraban el paso, voló por encima de ellos, ignorando las piedras que sus hermanos de
raza le lanzaban. Afortunadamente, el esfuerzo al que el Sabio tenía sometido al Señor de
las Alimañas lo obligaba a mantenerse inmóvil, concentrado tan solo en imponer su
voluntad frente a su enemigo.

El ritual ya casi acababa. La ciudad aparecía envuelta en un tenue fulgor rojizo,


contenido tan solo por la voluntad del ya moribundo Sabio. En algún lugar dentro de la

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ciudad, aullidos horribles se dejaban escuchar: no se trataba tan solo de la lenta muerte de
los soldados y habitantes de la ciudad, sino que algo más. Algo que no pertenecía a este
mundo: los Señores de los Infiernos aceptaban el sacrificio hecho en su honor, y enviaban
más demonios para arrasar la Creación.

Ya la realidad empezaba a resquebrajarse, y muchos demonios traspasaban la barrera


cuando el Sultán de la Sangre plegó sus alas y se lanzó en picada sobre el exhausto Señor
de las Alimañas. En vano varios demonios intentaron cubrir al nigromante: el Sultán no
pretendía sobrevivir, sino tan solo morir llevándose por delante a uno de sus enemigos.
Ya casi incapaz de percibir sus alrededores por el agotamiento, el Señor de las Alimañas
no supo qué fue lo que causó que su cuerpo rindiera el alma. Un demoledor golpe
destruyó su cráneo, arrojando sangre y trozos de cerebro a su alrededor.

Muerto el nigromante, los demonios se lanzaron contra su asesino. El Sultán luchó con
abandono, pero estaba rodeado de criaturas feroces que casi le igualaban en fuerza. Logró
matar a dos antes de que la superioridad numérica lo abrumara, y cayó bajo el peso de las
innumerables garras que destrozaban su piel. Pese a que veía que otro mundo lo recibía, y
que debería volver a la absurda locura de su reino de origen, la sonrisa jamás abandonó
sus labios: había cumplido con su deber.

El ritual acabó minutos antes de su momento cúlmine. Sin una señal que guiara a los
demonios al sitio de la masacre, el frágil puente tendido entre ambos mundos se rompió.
Si bien muchos demonios alcanzaron a cruzar la barrera, el rugido de los cientos que
quedaron atrapados en el limbo pudo escucharse durante semanas en las ruinas de
Brügenmord.

El Sabio, el Sultán de la Sangre y el Señor de las Alimañas. Los tres eran seres antiguos,
llegados a la Creación cuando las razas ahora dominantes eran apenas mejores que un
puñado de salvajes incivilizados. Habían guerreado, habían servido a dos señores en
circunstancias turbulentas, y habían tenido gran parte de la Creación bajo su dominio.

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Pero la Muerte echaba su frío manto sobre ellos ahora, y durante siglos este mundo no
volvería a saber de ellos.

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Capítulo cuarenta y uno:

La tensión en la sala era evidente, aunque ambos bandos hacían su mejor esfuerzo por
pretender que ello no era así.

Se encontraban en una larga mesa, a un lado los representantes de los Fae y al otro los de
los Nordheim. Los que más destacaban en ella eran sus líderes: por los Nordheim estaba
la general Moira, encomendada a la tarea expresamente por el Rey, con plenas facultades
de negociación. Por los Fae, el embajador, con su misma actitud extremadamente cortés,
haciendo grandes esfuerzos para que sus contradictores se sintieran lo más cómodos
posible. Después de todo, lo que se estaban jugando en esta reunión era probablemente el
destino del mundo.

“Estimada señora”, comenzó este, dando un sorbo a su copa “Confío en que podamos
resolver algunos asuntos pendientes antes de discutir los detalles de la alianza militar
entre nuestros pueblos” Al ver que los Nordheim no ponían objeciones, continuó “Los
Señores del Sueño tienen todas las intenciones de colaborar con el Reino del Hielo, y
desean que la paz lograda sea duradera. Pero, para que ello realmente suceda” Aquí el
embajador vaciló un momento, inseguro de cómo proceder “Es necesario dirimir el
destino de los Campos Elíseos”.

Tal como esperaba, la reacción fue inmediata. Varios dignatarios Nordheim empezaron a
dar airadas respuestas, e incluso uno se levantó y abandonó la sala con el rostro rojo de
furia. Tras el sobresalto inicial, fue la voz de Moira la que devolvió la calma
“Escuchamos vuestra propuesta”, fue todo lo que dijo.

“No estoy seguro de que vuestro pueblo entienda totalmente el interés que tenemos en
aquel lugar sagrado. Al igual que vosotros, nosotros creemos que fue ahí que los dioses
abandonaron este mundo después de los viajes que siguieran a la creación de nuestra
raza” Tras un momento para constatar que los ánimos se habían calmado, continuó “Los
Señores del Sueño me han ordenado transmitir que ya no pretenden reclamar dominio o

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soberanía sobre ellos, sino tan solo que se permita a los más devotos entre los nuestros ir
en peregrinación hacia allá, para meditar en ellos y purificarse con el agua de sus
fuentes”.

Sus palabras fueron recibidas con un respetuoso silencio. Al cabo de unos momentos,
Bandalor, el joven prodigio de los Nordheim, tomó la palabra “La decisión que nos pide
tomar no puede ser debatida a la ligera, embajador. Nuestros pueblos han luchado y
muerto por su control durante cientos de generaciones. Miles de Fae han caído intentando
tomarlos, y miles de Nordheim han caído en su defensa” Una sonrisa conciliadora se
dibujó en su rostro “Pese a todo, creo que sería posible acceder a semejante petición, si
vuestros señores estuvieran dispuestos a permitir el libre paso a los humanos que deseen
comerciar con nosotros, así como a los nuestros que deseen comerciar con los humanos”.

Esta vez, las reacciones airadas vinieron de parte de los Fae. Menos emocionales,
simplemente cuchicheaban entre sí, sus rostros convertidos en máscaras de perfecta
indignación. Solo el embajador permanecía impasible, como si la sonrisa que adornaba su
rostro estuviera pegada a él y no pudiera deshacerse de ella aunque quisiera. Cuando
empezó a hablar, nuevamente se hizo el silencio.

“Mis compañeros tienen razón para considerar que se pide mucho. Un contacto directo
entre Nordheim y humanos puede ser devastador para nuestros intereses. Sin embargo,
estoy dispuesto a apoyar semejante arreglo en aras de la unidad entre los pueblos. Me han
informado que varias de las principales ciudades humanas han caído sin poder oponer
resistencia real a las hordas demoníacas. Si queremos que haya un mañana en el que
nuestros pueblos puedan seguir luchando y asesinándose, necesitamos hacer sacrificios.
Aceptamos vuestra propuesta”.

Ya con ese espinoso asunto fuera de la mesa, podían empezar a tratar otros temas
relevantes: si ambos ejércitos iban a participar juntos en la guerra por venir, debían fijarse
pautas de jerarquía, pues sus organizaciones eran distintas. No era impensable suponer
que en ciertas circunstancias un oficial de una raza tendría a su mando a soldados de la

129
otra. Si no tenían cuidado y fijaban normas y límites claros, la alianza les podía explotar
en las narices, para diversión de los demonios. Además, el lugar en que decidieran plantar
resistencia sería clave: si era en territorio Fae, los Nordheim podrían aprovechar de
reconocer el terreno, y las fortificaciones quedarían dañadas, lo cual podría invitar a los
bárbaros humanos a invadirlos. Pero si la defensa se llevaba a cabo en territorio
Nordheim, sus ciudades serían arrasadas por el avance de los demonios.

Definitivamente, las próximas horas iban a ser interesantes.

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Capítulo cuarenta y dos:

Pese a que habían pasado varios días, los gritos de los muertos y el olor a sangre seguían
invadiendo sus sentidos. Incapaz de conciliar el sueño, Erandiril se levantó y echó a
caminar por el castillo. La recepción que les dieron no fue muy amistosa, pero al menos
habían recibido el mensaje del rey Dieter, y ya se preparaban para lo peor.

Casi sin darse cuenta, empezó a caminar hacia la parte superior del castillo, desde la cual
se veía toda
Sinuessa. Algunos guardias la vieron, pero ninguno estaba dispuesto a importunar a una
invitada de la reina. Mucho menos si pertenecía al séquito del soberano de Brügenmord,
y menos aún si sus compañeros de viaje eran criaturas que atenazaban el corazón y
helaban la sangre con solo mirarlas.

Al llegar a las almenas, logró librarse un poco del pesar que la agobiaba. Pese al hedor
propio de las ciudades humanas, el aire libre la relajaba, y la espectacular vista
ciertamente ayudaba. Abajo podía ver las luces de cientos de hogares, gente que
probablemente jamás había viajado a más de un par de leguas de su ciudad. Humanos que
habían vivido sus vidas en relativa calma hasta que el Segador se presentó ante ellos
como un cuervo anunciando tempestades. Tal vez esas luces antes habrían representado
tranquilidad, esperanza de que para sus hijos el mañana fuera mejor que el ayer que a
ellos les habían dejado sus padres. En cambio, Erandiril solo veía llamas temblorosas por
la incertidumbre, una esperanza tan frágil que cualquier soplo de viento podía extinguirla
para siempre.

“Realmente es triste, ¿No lo crees?” dijo una voz a su espalda. Sobresaltada, se dio
media vuelta para ver al Merodeador Nocturno a escasos centímetros de ella, mirando
hacia la ciudad. La joven Fae iba a responderle cuando vio su rostro. Llevaba una
expresión trágica, como si de la viva imagen de la nostalgia se tratase. Al mirarlo, adivinó
de inmediato el sentir de su corazón: dos inmortales habían partido de este mundo, y ya
nada volvería a ser como antes. Desde la muerte del Segador, jamás la Parca había tocado

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a aquellos seres, los más poderosos de una raza antaño invencible.

Sin atreverse a interrumpir las cavilaciones del demonio, se hizo a un lado y se apoyó en
la fría piedra. Sus pensamientos volaron al norte, con aquellos que alguna vez fueron su
gente. Su anciano padre probablemente estaría sentado ante la lumbre ahora, lamentando
como siempre la partida de su esposa. En su mente ya no cabía recuerdo alguno del
mundo externo o de la familia que alguna vez lo quiso. También pensó en Aeldros, su
hermano. Sabía que aún vivía, pero no había logrado encontrarse con él. Por lo que
contaban los rumores, su encuentro con el Segador lo hizo perder parte de su cordura,
volviéndose inestable y peligroso hasta el punto que los guerreros a su cargo habían
solicitado ser transferidos a otras unidades por el miedo que les daba. Convertido el
rostro en un torcido reflejo de su antigua belleza, decía a quien quisiera escucharlo que
encontraría su venganza, o moriría en el intento.

“Es tan patético que casi llega a ser gracioso” dijo el Merodeador “He matado a miles,
quizá cientos de miles, en las más diversas circunstancias y con cuantas armas puedas
imaginar. Muchas veces estuve a punto de morir, pero la habilidad o la suerte me
salvaron” Giró hacia Erandiril su rostro embargado por la pena “Pero hace ya demasiado
tiempo que dejé de pensar que la Muerte pudiera venir a por nosotros”.

Sorprendida por la locuacidad del taciturno demonio, Erandiril dejó pasar unos
momentos antes de responder “ Los mortales tenemos solo una certeza en este mundo, y
es que en algún momento hemos de pasar al siguiente. Me aterra la idea, pero si deja que
el miedo me venza, no seré mejor que el ratón que se paraliza al ver ante sí al gato. Se
que no soy de mucha utilidad para vosotros, pero mi lugar ahora está a su lado, y a su
lado planeo permanecer hasta que esta absurda guerra llegue a su final”.

La inesperada carcajada del Merodeador resultó extrañamente reconfortante. En su rostro


seguía la tristeza, pero ahora había un tenue brillo de esperanza en aquel ser tan carente
de alegría “Me has dado una sorpresa, pequeña, y te lo agradezco. Ojalá las cosas salgan
bien al final y el Segador obtenga la venganza que merece”. Sin decir más, se dio media

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vuelta y abandonó el lugar, dejando a Erandiril sola con sus pensamientos.

Conocía la expresión que tenía el Merodeador al encontrarse con ella, pues más de una
vez la había visto. Era la mirada de aquel que ha visto y causado incontables
sufrimientos, que ha mirado a la Muerte a los ojos y le ha escupido en el rostro. Era la
mirada de uno cuya alma estaba empapada con la sangre de sus víctimas, y que había
sembrado tanta muerte que esta lo rodeaba como una mortaja y lo arrastraba
inexorablemente al otro mundo. Aquellos que llegaban con esa mirada no sobrevivían
mucho tiempo: o se mataban, o se dejaban matar. Pero después de la breve conversación,
esa condena había desaparecido de la expresión del demonio. Ese pensamiento llevó una
sonrisa a sus labios.

Tal vez no era tan inútil después de todo.

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Capítulo Cuarenta y Tres:

La evacuación transcurría en forma tranquila, ordenada. La reina Ingrid había pensado


que se trataba de habladurías sin sentido, pero la llegada del rey de Brügenmord con los
refugiados de su ciudad y aquellas criaturas salidas de cuentos de hadas le quitaron sus
ilusiones: la Creación estaba cerca de convertirse en un gigantesco campo de batalla, y
los humanos no podrían sobrevivir por si solos. En cuanto escuchó a los demonios,
ordenó el abandono de la ciudad. Quien quisiera quedarse era libre de hacerlo, pero los
nobles y los ejércitos partirían hacia el norte, llevando todas sus riquezas con ellos. Envió
mensajeros a las ciudades vecinas informando de la situación y dando fe de su gravedad.

A su lado, el Segador y la Bestia departían en voz baja, mientras la joven Fae intentaba
negociar anticipadamente los términos de una eventual alianza entre ambas razas.
Llevaba algunos minutos exponiendo los beneficios que dicha alianza traería, cuando la
reina decidió que no aguantaba más “¿Y cuál sería el precio real de tal alianza?” la
interrumpió bruscamente “Durante siglos vuestra raza ha mirado en menos a los hombres.
Antes, cuando estábamos desorganizados, nos trataban como insectos, tomando cuanto
deseaban de nosotros y arrasando con nuestros poblados por el solo placer de vernos
huir. ¿Crees que hemos olvidado? Solo ahora que somos fuertes se dignan tomarnos en
cuenta”. Se dio media vuelta “De momento eres bienvenida aquí, pero los términos de la
entrada a vuestro reino los discutiré con los señores, no con los lacayos”. Sin decir más,
se retiró a supervisar la evacuación.

Erandiril comprendía el pensamiento de la reina, y no podía culparla por su


desconfianza. Eran muchos los males que su raza había infligido a los humanos, y no
podían pretender que fueran dejados totalmente de lado simplemente por la necesidad en
que se encontraban. Con un suspiro, bajó a la ciudad: al menos algunos oficiales
apreciaban sus opiniones por lo que valían, sin cerrarse por el hecho de que ella fuera de
otra raza. En la muralla quedaron solo la Bestia y el Segador, contemplando la ciudad.

“Mira, hermano” dijo el Segador con un suspiro “Cientos, miles de vidas trastornadas

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por nuestra sola presencia. Traemos el cambio, pero el mundo debe cambiar a su propio
paso. En cuanto Muerte en el Viento y su ejército hayan sido aniquilados, creo que
debemos dejar de influenciar el devenir de los mortales”.

Bestia se quedó largo rato mirando la ciudad antes de responder “Ya estamos muertos,
esa es la verdad. Tomamos tiempo prestado para vivir en un mundo que no nos pertenece,
en el que nada hay para nosotros. La guerra no significa nada cuando los mejores
guerreros son insectos a tus pies. La gloria es irrelevante sin el orgullo de haber vencido a
un digno enemigo. Tienes toda la razón, Segador: Cuando todo haya terminado, será
mejor que nos alejemos de estas razas inferiores. Tal vez en algún lejano futuro existirán
guerreros realmente fuertes, con los que podremos batallar como antaño”.

El Segador simplemente asintió, mientras la gente en la ciudad seguía con su vida,


indiferente a los demonios que tantos cambios habían llevado a sus vidas.

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Capítulo Cuarenta y Cuatro:

Tras haber tomado la ciudad, Muerte en el Viento tuvo que dejar pasar un par de días.
Los demonios a su mando le habían tomado el gusto a la carne humana, y ahora se daban
un festín con todos los humanos que podían encontrar, estuvieran muertos o no.
Terminada la batalla, resultaba evidente que tan solo habían intentado demorarlos, no
detenerlos: casi todos los edificios estaban vacíos, y la cantidad de gente en la ciudad era
muy inferior a la que esta indudablemente había mantenido hasta hacía poco tiempo.

Sonrió con satisfacción al ver a algunos demonios tomando despojos de los caídos y
adaptándolos como buenamente podían. Tras casi una semana de dar rienda suelta a su
sed de sangre, se alejaba de ellos el toque del Infierno, volviéndolos más tranquilos y
obedientes: ya comenzaban a parecer un ejército, más que una simple horda aullante.

Un gruñido lo devolvió al mundo. Un demonio, armado con una lanza, se encontraba


junto a él “Encontramos algo en el castillo”, fue todo lo que dijo. Extrañado, Muerte en el
Viento se dirigió al lugar. Incluso los cuervos se habían saciado con la sangre de los
caídos: pronto sería hora de partir. Si había algo que valiera la pena, debía verlo de
inmediato.

Al llegar al castillo, fue llevado hasta sus bodegas. En la pared se había formado un gran
boquete, revelando una escalera que se perdía en la roca. Tomando una antorcha, Muerte
en el Viento se internó en la oscuridad. La roca que lo rodeaba estaba finamente labrada,
con símbolos que él comprendía perfectamente. Con el corazón acelerado, avanzó hasta
el final del corredor, donde lo esperaba una enorme habitación. Al entrar en ella, vio un
altar de piedra, con representaciones de criaturas que los mortales a duras penas podrían
imaginar. Un escalofrío lo recorrió al recordar imágenes que su mente intentaba eliminar,
de un tiempo en el que solo existían el dolor y la lucha por sobrevivir. En su base
descansaba una enorme armadura, dispuesta como si se tratara de un guerrero arrodillado,
orando. El demonio sonrió. Desde luego, su hermano siempre había mostrado devoción
por los dioses y señores que habían dejado atrás.

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Tomando aire, el antiguo señor de demonios exclamó “¡Una era de cambio se vuelve a
cernir sobre la Creación! ¡Tres de los Siete han caído, y los demonios volvemos a hollar
con nuestro pie la faz de la tierra! ¡El Segador ha regresado, y yo marcho para hacerle la
guerra! ¿Te unirás a esta era de cambio, hermano, o seguirás postrado por toda la
eternidad?”.

Un ruido sordo se dejó escuchar a medida que la armadura parecía cobrar vida propia.
Lentamente se incorporó, con el tenue chirrido del metal reemplazando el sonido de los
huesos al crujir. Semejaba en dimensiones a la Bestia, pero los ojos que brillaban tras el
voluminoso yelmo no reflejaban la chispa de la locura, sino que una fría arrogancia, el
aire de quien se sabe capaz de asesinar impunemente a quienquiera que se ponga en su
camino.

Se dio media vuelta para encarar a Muerte en el Viento. Su voz era fría, lacónica, como
si el solo hecho de hablar fuera un gasto innecesario de energía “Supongo que podrás
ofrecerme algo a cambio, Hermano” sus palabras, cuidadosamente moduladas,
retumbaban ligeramente producto de la armadura “Después de todo, los dos sabemos que
no podrías detenerme si decidiera salir de aquí y unirme al antiguo señor de demonios en
lugar de aquel por cuya culpa nuestro imperio fue destruido”.

“Discutir contigo sería inútil, jamás entenderías mis motivos” Sin inmutarse, mantuvo la
mirada fija en los ojos de su hermano “Lo que sí puedo hacer es recordarte que alguna
vez me juraste fidelidad, y se que no eres de los que olvida un juramento”.

Con esto pareció tranquilizarse el demonio. Dio un ligero asentimiento con la cabeza,
aceptando ponerse a las órdenes de Muerte en el Viento. Largo rato estuvieron hablando
a la luz de la antorcha. Ni siquiera tocaron el tema de los tiempos pasados: Todo había
desaparecido, ahora solo importaban la conquista y la guerra.

Y pocos superaban en tales lides al Hermano Batalla.

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Capítulo Cuarenta y Cinco:

Con un gruñido de impaciencia, la Bestia levantó el tronco de árbol que entorpecía el


paso de la fuerza a la que acompañaba. Sin prestar atención a los murmullos de
admiración y las expresiones de espanto de los soldados, siguió caminando: estaba ahí
para colaborar con la marcha, no para hacer amigos.

Amigos… Una vocecilla en su interior le hizo preguntarse si alguna vez los había
tenido. Enemigos, camaradas, superiores y subordinados ciertamente había tenido, pero
¿Amigos? ¿Alguien con quien compartir sus escasas alegrías y temores? ¿Una persona
que lo ayudara a cargar con el infinito tedio de la existencia? Bestia no creía que ese tipo
de relaciones fueran para entes como él. Quizá era el precio a pagar por ser radicalmente
distinto incluso de aquellos que pertenecían a su raza. Una raza que, superada la sed de
sangre del lugar del que provenía, había arrebatado un mundo entero de las garras
voraces de los autoproclamados “Seres de Luz”, solo para perderlo a manos de unos
esclavos piojosos debido a la traición del que debía haber sido el sirviente más fiel.

Ese era el auténtico estigma, la marca que los suyos llevaban: provenían de un lugar
salvaje, que los mortales no podían imaginar ni en sus más afiebradas fantasías. Él mismo
apenas podía recordar como era, pese a ser el único que conservaba la chispa de la locura
que permeaba aquel reino. Ni siquiera el Sultán de la Sangre, considerado el más
profundamente afectado por aquel reino insano, podía alegar semejante conexión. Gritos,
chillidos, una eterna vorágine de muerte y renovación en la que ningún depredador era lo
suficientemente poderoso como para no ser devorado si se descuidaba siquiera un
momento.

¿Cómo habían sabido que podían abandonar ese mundo? ¿Cómo fue que llegaron Grito
Infernal y su armadura a sus manos, y por qué sabía el nombre y la historia detrás de su
espada? No tenía respuestas. Lo único que tenía era una misión que cumplir, y no…

138
Un movimiento.

¿Dónde estoy? Ya están montando el campamento, parecen cansados. ¿Ni siquiera han
marchado un día entero y ya deben detenerse? Realmente, este mundo no es lo que
alguna vez fue. Pero algo había llamado su atención. ¿Dónde?

Ahí. Dos soldados ya habían levantado su tienda y conversaban alegremente sentados en


la hierba. Detrás de ellos, el movimiento sigiloso, apenas perturbando los matorrales. Los
dos idiotas seguían charlando, sin saber que la muerte los acechaba. Tal vez debería dejar
que uno de los dos muriera, para que el resto aprendiera la lección de la prudencia. Pero
eso significaría desobedecer la orden de procurar que llegaran a salvo a su destino.

Y eso sería inaceptable.

Filbourt pensó que su hora había llegado al ver al demonio lanzarse sobre él. Apenas
atinó a hacerse a un lado para evitar al demonio cuando la pantera saltó, encontrándose de
repente con dos poderosas manazas que la tomaron del cuello. La criatura se retorció
salvajemente, desgarrando la carne del demonio, pero este aguantó estoico los embates
del animal. Pocos segundos después, sus movimientos se volvieron erráticos. Una súbita
torsión de los poderosos brazos, y el animal, con el cuello roto, dejó de moverse.

Tras clavar una mirada furibunda en el soldado cuya vida había salvado, dejó su presa en
el lugar donde dos atónitos humanos estaban sacando las provisiones para el rancho de la
noche y se alejó del campamento.

Era noche cerrada, y Bestia seguía intentando recordar. Para su desgracia, los soldados
parecían tener algún motivo para celebrar, pues el olor de la carne asada y el ruido de los
cánticos eran sumamente intensos. Desde el campamento, pudo ver una silueta
acercándose. Se trataba de un hombre joven, poco más que un niño, que habría parecido
más en su elemento con una espada de madera para jugar que con la pesada arma que
llevaba al cinto. En sus manos llevaba un humeante plato con carne, que dejó

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respetuosamente a sus pies.

“¿No piensa acompañarnos?”, dijo con voz aguda “Esta noche tenemos pantera asada”.

“Lárgate, muchacho”, fue la áspera respuesta “No tengo tiempo para tonterías”.

El muchacho lo miró un momento a los ojos, como si quisiera asegurarse de que hablaba
en serio “Temía que pudiera decir algo así, así que le traje un poco de carne para que no
pase hambre”. Indicó con mano temblorosa el plato que había dejado en el suelo y
regresó a toda velocidad al campamento.

Bestia no comprendía los sentimientos de estos hombres. Era natural que se sintieran
agradecidos: el felino probablemente habría matado a dos o tres de ellos antes de ser
abatido, o quizá habría huido y regresado durante la noche a alimentarse. Pero quedarse
despiertos y bebiendo simplemente los dejaría cansados al día siguiente. Devoró
rápidamente la carne, sin apenas darse tiempo a saborearla. ¿Tanto apreciaban la vida?
¿Tanto pavor tenían al espectro de la Muerte, que su alejamiento causaba tal alegría?
Bestia no lograba comprenderlo: Solo las cadenas de la lealtad lo ataban a la vida, y
probablemente su inmortalidad era lo que le impedía disfrutarla. Tal vez después de todo
sí podría aprender algo de los humanos.

Con toda tranquilidad, el demonio se puso de pie, tomó el plato vacío y se dirigió hacia
el lugar de donde venían el sonido de los cánticos y el olor de la carne asada.

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Capítulo Cuarenta y Seis:

El Segador comenzaba a perder la paciencia: Era la tercera ciudad humana que visitaba,
y ya se preguntaba si no sería mejor para todos dejar que Muerte en el Viento entrara a
sacos en ellas y las quemara con todos sus habitantes dentro. Siempre estaban los nobles
hipócritas, recomendando quedarse para no perder sus preciosos privilegios, o los
generales ciegos que afirmaban ser capaces de enfrentar y aniquilar cualquier ejército que
osara atacar sus murallas. Afortunadamente, ambos se mostraban mucho más razonables
cuando los demonios les mostraban la fuerza que poseían.

Era pasado medio día, y los intensos preparativos para la marcha de Kreutzheim se
habían detenido para dar paso a la siesta. La enorme metrópoli parecía casi un pueblo
fantasma. A su lado, Erandiril caminaba silenciosamente.

“Bestia ya debería haber llegado”, comentó el Segador, encarando a la Fae “Partió una
semana después que nosotros, tiempo más que suficiente para cubrir la distancia hasta
aquí”.

“Estás equivocado”, respondió Erandiril “Tu error consiste en pensar como el Señor de
Demonios que eras, dirigiendo tropas que no conocen el hambre, el sueño o la fatiga. No
me cabe duda de que, si Bestia hubiera partido solo, ya habría llegado. Pero está
acompañando a cientos de soldados de a pie que deben comer en las mañanas, levantar
campamento, marchar a un ritmo que no disminuya demasiado su capacidad de combate,
detenerse a medio día para almorzar, y marchar hasta el atardecer, en que deben montar
campamento nuevamente. No son como los Nordheim, capaces de comer mientras
marchan, o como nosotros, que apenas necesitamos el sueño”.

“Aún no puedo creer que una raza tan insignificante haya puesto en aprietos a tu
nación”, terció el Segador con sorna.

“Te recuerdo que fueron dos razas que los tuyos consideraban insignificantes las que

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destruyeron tu Imperio, Segador”, replicó la Fae “Simplemente, los demonios fueron
incapaces de ver nuestras fortalezas a tiempo”.

La carcajada del demonio fue tan sorpresiva que Erandiril dio un paso hacia atrás
“Tienes toda la razón, pequeña”, dijo mientras se enjugaba una lágrima “A veces incluso
un ratón puede poner en jaque al gato, si juega sus cartas correctamente. Pero,
desgraciadamente, no por eso dejará de ser un ratón” dicho esto, clavó sus ojos rojos en
ella y le dedicó una sonrisa salvaje.

“Los Señores del Sueño han enviado emisarios a las ciudades que los humanos tienen
más al norte” dijo la Fae, cambiando de tema al ver el cariz que tomaba la conversación
“Se están tomando medidas para recibir a cuantos humanos lo deseen al interior de sus
territorios, a cambio de ayuda para combatir al ejército de Muerte en el Viento y…
Ciertas concesiones territoriales una vez que todo esto termine”.

El Segador detuvo su paso repentinamente “Aquí hay algo que va mal. Muerte en el
Viento desea asesinarme, y tiene un ejército prácticamente invencible que, como bien
dijiste, no necesita descansar ni dormir. Podrían habernos alcanzado hace mucho y
arrasado con todos nosotros, pero no hemos tenido noticias de sus huestes, ¿Qué estará
pasando?”.

Erandiril se dio un momento para considerar la idea “Quizá quiere jugar con nosotros,
dando tiempo para que el miedo a lo desconocido entre en los corazones. O tal vez es una
cuestión de orgullo: si Muerte en el Viento se considera a si mismo un guerrero, no
querrá enfrentarse con ejércitos divididos de razas insignificantes, sino que a una fuerza
que esté en la cumbre de sus capacidades, para realmente tener la satisfacción de la
victoria”.

“No, así no funciona Muerte en el Viento. No le interesa la gloria, sino solo el poder y la
forma de amasarlo lo más rápidamente posible” Se llevó una mano a la barbilla con aire
meditabundo “Si se ha retrasado es porque tiene algo que le puede dar una ventaja

142
incluso superior a la que le daría la destrucción de los humanos. Debemos averiguar
exactamente qué es lo que lo detiene. El Merodeador se encargará de ello”.

Erandiril asintió y se alejó, dejando al Segador solo con sus pensamientos. Sentía la
necesidad de aislarse, de buscar un lugar tranquilo para descansar y recuperar la calma,
pero sabía que no podía darse ese lujo. Si algo le habían enseñado sus viajes con el
antiguo Señor de Demonios, era que la debilidad y la muerte iban inevitablemente de la
mano. Ninguno de los demonios que acompañaban al Segador se había quejado durante
el viaje, ni había titubeado a la hora de cumplir su deber.

Ella no sería menos.

143
Capítulo Cuarenta y Siete:

Jack tropezó con una teja y maldijo para sus adentros. Si los guardias lo encontraban,
podía darse por muerto. Se quedó quieto un momento, escuchando. Los ruidos de pisadas
estaban cerca, pero nadie gritaba advertencias ni amenazas. Afortunadamente, habían
decidido atacar durante la noche, dándole la oportunidad de escabullirse por los
callejones que tan bien conocía.

Esto debía ser cosa de esa maldita bruja y sus palabras ponzoñosas. Unos cuantos locos
habían llegado desde el lejano sur hace poco, diciendo que los demonios de las eras
antiguas habían regresado y estaban arrasando con todas las ciudades que encontraban en
su camino. Según ellos, las hordas ya habían destruido Brügenmord y otros centros más
al norte... Y el idiota del rey les creyó hasta la última palabra, como si las leyendas fueran
algo más que humo y espejos para impresionar a los crédulos.

Evidentemente, una amenaza así solo podía ser enfrentada con la unión de todos aquellos
que viven en la Creación, por lo que el rey envió una embajada al reino de los Fae,
informándoles de la situación y ofreciendo una alianza militar en contra de esta amenaza
ficticia.

Desafortunadamente, los Fae también se tragaron ese cuento, por lo que aceptaron de
buen grado unirse a las fuerzas humanas, comprometiendo también el apoyo de los
distantes y enigmáticos Nordheim. Con el creciente intercambio de gestos de buena
voluntad que esta alianza significaba, los Fae ofrecieron investigar el tráfico de Sonrisa
de Ángel hacia tierras humanas. Teniendo una bien engrasada red de espías en todo su
territorio, no tardaron en dar con Barol. Este, a su vez, en lugar de esperar a ser torturado,
confesó todo lo que sabía, incluyendo sus contactos con Jack. Tras ser interrogado fue
dejado en libertad (conocía demasiados secretos sucios acerca de demasiada gente: o se
lo hacía desaparecer, o se procuraba no hacerlo enojar demasiado), enviándole
inmediatamente un mensaje a su compañero de operaciones.

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En cuanto lo recibió, Jack empezó los preparativos para la huida. Si simplemente partía,
los guardias averiguarían la ubicación de todos los nidos de ladrones de la ciudad.
Naturalmente, se jactarían de la fuente de dicha información, con lo que su cabeza pasaría
a no valer un ardite. Alcanzó a enviar instrucciones desesperadas y quemar la mayoría de
documentos importantes cuando la guardia hizo su entrada. Desesperado, había lanzado
una antorcha al antiguo mobiliario, aprovechando para escapar en medio de las llamas.

Aguzó el oído. Las pisadas se alejaban, con lo que una vez más estaba a salvo.
Agradeciendo a los cielos por su suerte, bajó del techo a un callejón desierto y echó a
caminar con el desparpajo de quien no tiene nada que ocultar.

Estaba tan concentrado en las movidas que tendría que hacer para recuperar lo que había
perdido, que ni siquiera sintió el golpe que lo hundió en la inconsciencia.

145
Capítulo Cuarenta y Ocho:

El hombre abrió los ojos, demasiado agotado como para sentir sorpresa o dolor. El
cuerpo le pesaba como si estuviera hecho de plomo. Muy por encima suyo, el cielo estaba
cubierto de nubes que presagiaban tormenta. Con un esfuerzo que se le antojó similar al
de mover una montaña, hizo a un lado el cadáver que lo aprisionaba y miró a su
alrededor.

De inmediato deseó no haber sobrevivido.

A la distancia, veía que la ciudad en la que había peleado era poco más que cenizas y
polvo, de la cual se elevaba una gruesa nube de humo. ¿En qué momento se había alejado
tanto? Intentó recordar qué había sucedido después de beber la oscura sangre de la Bestia,
pero solo encontró sombras. Alrededor suyo se encontraban varios cadáveres, la mayoría
mordisqueados y mutilados. Sin pensar en lo que hacía, se acercó a un cadáver que se
veía intacto y busco en sus ropas hasta encontrar un cuchillo. Lo alzó por encima de su
cabeza, y, cuando estaba ya a punto de descargarlo sobre el cuerpo inerte, este dio una
débil tos.

La revelación de lo que había estado a punto de hacer lo golpeó como un rayo y,


haciéndose a un lado, vació el escaso contenido de su estómago en el suelo. Ahora veía
que el precio a pagar por volverse más fuerte de lo que un hombre tenía derecho no era
tan solo poner en peligro su cuerpo, sino que también su mente y su espíritu. Acongojado,
se acercó al hombre y lo revisó. Por lo visto, no se trataba de un soldado, pues no llevaba
uniforme ni tenía heridas, sino tan solo quemaduras y moretones. Además, era demasiado
viejo: profundas arrugas surcaban su rostro, cubierto por una corta barba gris. Solo en ese
momento se le ocurrió examinarse a si mismo.

Lo que vio lo dejó de una pieza.

Recordaba muy vagamente haber recibido heridas durante la batalla, pero su piel estaba

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absolutamente tersa. Su color había cambiado, ahora tenía un leve tinte rojo oscuro, pero
ninguna marca la adornaba. Incluso las cicatrices que había recibido con anterioridad
habían desaparecido. Extrañado, miró el lugar del que había salido, y se quedó
nuevamente helado: lo que en su semiinconsciencia había levantado creyendo el cadáver
de uno de sus compañeros caídos era el cuerpo de uno de los invasores, una
monstruosidad enorme a la que no debiera haber sido capaz de mover.

Una nueva tos del sobreviviente lo devolvió a la realidad. No podía dejarlo aquí, sería lo
mismo que condenarlo a muerte. Aún sin ser un galeno, resultaba obvio que había que
atender a sus quemaduras. Si recordaba bien los mapas que había visto de la ciudad,
debía haber un río a pocas horas de marcha. Con una facilidad que lo sorprendió, cargó al
desdichado anciano y partió con una carrera ligera hacia el río. Sería un lugar ideal para
probar sus nuevas fuerzas y capacidades.

147
Capítulo Cuarenta y Nueve:

El silencio en la sala era solo interrumpido por la respiración de las numerosas personas
presentes. El lugar era enorme, pero se volvía pequeño por la cantidad de seguidores,
nobles, sirvientes y soldados presentes en él, tanto Fae como Nordheim, todos ansiosos
de poder decir en el futuro que presenciaron el importante evento que estaba a punto de
llevarse a cabo.

El Rey tomó el cuchillo de la mano vendada que le ofrecía el embajador y se hizo un


pequeño corte en el índice. Luego, se inclinó sobre la mesa y firmó con su sangre los
voluminosos documentos que contenían las concesiones que ambas razas se hacían
mutuamente y el acuerdo al que habían llegado para lograr la paz y enfrentar la amenaza
que tenían en común. Tomó la pequeña venda que le ofreció un sirviente y estrechó la
mano del enviado de los Fae.

“Aún queda mucho por avanzar entre nuestras razas, majestad”, dijo el embajador,
ignorando los susurros que se alzaban de la multitud que los rodeaba “Pero me atrevería a
decir que hemos tenido un muy buen comienzo”.

“Así es”, contestó el Rey “Nuestros rehenes partirán junto con las primeras unidades
ligeras, pero no serán entregados a vuestra custodia hasta que los vuestros lleguen aquí”.

“Una excelente iniciativa, noble señor” el embajador se levantó de la mesa y comenzó a


caminar por la pequeña sala “Me he tomado la libertad de anunciar el satisfactorio
término de las negociaciones a mis señores, así como los puntos principales del acuerdo.
Si todo va bien, en dos semanas deberían estar aquí los elegidos para disfrutar de vuestra
hospitalidad”.

“Sin duda será necesario hacer ejercicios conjuntos entre nuestras dos fuerzas,
embajador. No sería bueno que, por desconfiar de mis hombres, alguno de vuestros
generales tome demasiados riesgos, o que la enemistad entre ambas razas haga que se

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concentren más en pelear entre ellos que con el enemigo”.

“Es una buena observación, majestad. Hemos hecho lo posible por minimizar la
posibilidad de roces, pero el trabajo de verdad en ese aspecto lo tendrán quienes tienen
poder de mando sobre las tropas. Me aseguraré de informar a mis superiores de vuestras
inquietudes, para que ese punto se tenga en especial consideración”.

Un mensajero Fae entró en la sala y, acercándose discretamente, susurró unas palabras al


oído del embajador. La expresión de este mostró un rictus de ansiedad, volviendo
rápidamente a su habitual serenidad. “Majestad, ha habido un suceso que me parece sería
mejor discutir en mayor reserva de la que contamos aquí”.

“Por supuesto, embajador”, dijo el Rey, pasando a dirigirse a quienes los rodeaban
“¡Este es sin duda un gran día para nuestras dos razas, y justa razón tenemos para sentir
júbilo! Sin embargo, aún quedan asuntos que atender, y no quisiera mantenerlos
encerrados y estrechándose unos contra otros. Aún queda mucho por discutir. Vayan,
entonces, y esparzan la buena nueva: Que tanto Nordheim como Fae sepan que ya no son
enemigos, y que se han unido para destruir por segunda vez al Gran Enemigo”.

Un torrente de vítores se alzó de las gargantas de los Nordheim e incluso de los


normalmente impasibles Fae. Casi un minuto estuvieron aplaudiendo, para luego partir al
inhóspito exterior a anunciar que el pacto estaba sellado. Solo quedaron el Rey, el
embajador y sus consejeros de mayor confianza.

Libres ya de posibles interrupciones, el Rey volvió a centrar su atención en el embajador


“¿Qué era lo que ibais a decirme?”.

“Se trata de algo bastante importante, aunque no afecta directamente nuestras


negociaciones”, dijo este “La mayoría de los reinos humanos han recibido las noticias
sobre los demonios, y los primeros refugiados han comenzado a llegar a nuestras tierras.
Se espera que miles, si es que no millones, lleguen en las próximas semanas”.

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El Rey se tomó un momento para considerar su respuesta “¡Lars!” llamó. Segundos
después, un Nordheim delgado y enjuto se presentaba ante el soberano, su rostro una
máscara severa que solo hablaba del cumplimiento del deber “Asegúrate de que los
graneros entregan más alimento del que necesitaremos, todo el que sea posible sin
arriesgar a que quienes se quedan aquí enfrenten una hambruna. Si vamos a luchar al lado
de nuestros nuevos aliados, debemos hacer cuanto sea posible para que tengan sus
necesidades cubiertas. Aunque estoy seguro de que esos salvajes no van a ser más que un
estorbo, prefiero tener un estorbo agradecido y sin demasiadas razones para causar
molestias, que pueda ser enviado a morir allí donde sea necesario”.

“Se hará como ordenéis, mi señor”, dijo el chambelán, partiendo de inmediato a cumplir
con la orden impartida.

“Hay algo que no me queda claro, Majestad”, terció el embajador “Habéis dicho
“necesitaremos” las provisiones, en lugar de “necesitarán. ¿Quiere decir eso que…?”.

“Efectivamente”, fue la respuesta “No puedo pretender dirigir a mi pueblo si no estoy


dispuesto a arriesgar la vida por él. Además” su rostro se deformó para mostrar una
sonrisa muy poco amistosa “Hace tiempo que quiero tener una charla cara a cara con los
Señores del Sueño”.

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Capítulo Cincuenta:

Los únicos ruidos que se escuchaban en las ruinas de Brügenmord eran los gruñidos de
los demonios al hablar entre sí, los sacos de mineral al ser arrastrados, y el repiqueteo de
los martillos en las forjas. La llegada del Hermano Batalla había sido de gran utilidad
para Muerte en el Viento, pues su sola presencia imponía una cierta disciplina,
eliminando al fin el salvajismo infernal y haciendo surgir por primera vez un ejército de
verdad.

Pero un ejército necesitaba armarse, por lo que escogieron a los más hábiles entre ellos y,
recogiendo los pocos materiales que no alcanzaron a ser transportados o destruidos, les
encomendaron la forja de armas y armaduras. Gran parte del resto fue enviado a las
minas a sacar hierro, o a los bosques, recolectando madera para mantener los fuegos que
daban vida a las grandes forjas. Los que quedaban eran destinados a labores de guardia, o
a ser entrenados por el Hermano Batalla y Muerte en el Viento.

En lo que quedaba del palacio real, el recientemente despertado demonio trabajaba


febrilmente. La maquinaria de guerra de los antiguos ejércitos no había consistido solo en
demonios, por muy bien equipados que estuvieran. Si las razas esclavas conservaban
alguna capacidad defensiva similar a la de los tiempos antiguos, una estrategia como la
que se estaba siguiendo contra los humanos resultaría desastrosa en el largo plazo. No, si
querían asegurar la victoria, debían recurrir a otros ingenios, por rudimentarios que
fueran. Afortunadamente, estos eran fáciles de construir.

“¿Aún obsesionado con la victoria, hermano?”, dijo una voz a su espalda. Al girarse, vio
que Muerte en el Viento lo miraba con una sonrisa burlona. ¿En qué momento había
entrado en la habitación? “No vale la pena tomar tantas precauciones por estas
cucarachas. Los únicos que deben preocuparnos ahora son el Segador, la Bestia y el
Merodeador, y ni aún ellos serán capaces de enfrentarse a nuestros ejércitos”.

Idiota pomposo, pensaba el Hermano Batalla, fue esa misma arrogancia la que provocó

151
la destrucción de nuestro antiguo imperio. Eso, y nuestra estupidez al aceptarte como
señor y no desmembrarte y quemar tus asquerosas entrañas en honor al Segador. Pero yo
juré, y ese juramento aún me ata. Si no fuera por eso, puedes contar con que habrías
muerto hace mucho tiempo. “Ninguna precaución llega alguna vez a ser suficiente”,
respondió en tono conciliador “Espera a ver la cara que pondrán el Segador y sus lacayos
cuando la horda con la que esperan encontrarse resulte ser un ejército preparado para la
lucha”.

“No es probable que eso llegue a suceder”, replicó Muerte en el Viento “El Segador no
es ningún estúpido. Tenía defectos imperdonables en alguien que exigía ser llamado
Amo, pero de no haber sido tan inteligente no me habría visto obligado a matarlo. Si bien
era reacio a sacrificar vidas “inocentes”, en una o dos ocasiones mandó al Señor de las
Alimañas a hacer el ritual para demostrar qué era lo que le sucedía a quienes se resistían
demasiado o causaban demasiados problemas. Sabe que con el tiempo el fuego va
abandonando los corazones de los demonios, volviéndolos más manejables”.

El Hermano Batalla se tomó un momento antes de responder “Sí, es posible que tengas
razón. En cualquier caso, la sorpresa estará de nuestro lado cuando vea el nivel de
disciplina de nuestras huestes, conmigo dirigiéndolas” Se hizo un incómodo silencio, que
tardó en volver a romperse “Si vamos a hacer la guerra, necesitamos conocer a nuestros
enemigos. Por lo que me has dicho de los humanos, no representan ninguna amenaza,
excepto esos salvajes que los mantuvieran a raya en la puerta. Necesitaremos saber
cuantos más hay de ellos, de donde vienen y qué es lo que les daba una ferocidad tan
tremenda. También debemos averiguar en qué estado se encuentran los Fae y los
Nordheim: ¿Aún montan esas asquerosas parodias de dragones al presentarse a la batalla?
¿Se mantendrá vivo el espíritu orgulloso de los Nordheim, o se ha desvanecido con el
tiempo? Los mortales saben que hemos regresado, hermano, e indudablemente se están
preparando para enfrentarnos. El Merodeador se encuentra con ellos, y posiblemente
también el Segador. Existen dos formas de enfrentar a un enemigo que te conoce bien:
una, dejar que confíe en ese conocimiento y hacer algo inesperado. Para eso, servirá el
que el Segador ignore mi regreso. La segunda es reunir la mayor cantidad de información

152
sobre tu enemigo, y usarla en su contra. Creo que eso es lo que nos falta por hacer.
¿Crees que puedas hacer algo al respecto?”.

Una sonrisa iluminó el rostro de Muerte en el Viento. “No te preocupes, hermano. Creo
que conozco una forma de lograrlo”.

153
Capítulo Cincuenta y Uno:

En la absoluta oscuridad de la celda, un tenue hilo de luz adornó el borde inferior de la


pesada puerta de madera. Dando la espalda a la habitación para no encandilarse, Jack
esperó que el guardia abriera la trampilla a través de la cual le daban el pienso asqueroso
que en aquel lugar pasaba por comida. Aburrido, se sentó a esperar: Todavía no estaba
tan hambriento como para comerse aquello.

Para su sorpresa, escuchó al guardia introducir una pesada llave en la cerradura de la


puerta y abrirla, bañando la habitación con la luz vacilante de una antorcha. Jack,
acostumbrado por su cautiverio a ver apenas la iluminación más mínima, tuvo que taparse
los ojos para paliar el dolor. Cuando finalmente pudo ver a su alrededor sin que le doliera
la cabeza, se percató de que el guardia no estaba solo, sino que lo acompañaba una figura
más pequeña cubierta por una capucha color café que ocultaba sus rasgos.

"Por favor déjenos solos", dijo la cascada voz de una anciana. Sin rechistar, el guardia le
dejó una antorcha y abandonó la habitación.

"Vaya", dijo Jack ni bien estuvieron los dos solos "Sabía que tengo muchas admiradoras,
pero no que estas tuvieran tanta influencia como para entrar a mi celda a visitarme".

"Tan encantador como dicen los rumores", dijo la figura encapuchada "Es una lástima
que eso no pueda ayudarte ahora".

"Suena como si usted fuera la única opción de ayuda que tengo ahora, aunque supongo
que eso será a cambio de algo. Así que por favor, dígame, ¿En qué puedo ayudarla?".

La vieja dejó escapar una risilla "Esa actitud está mejor, muchísimo mejor. Verás" Se
acercó un par de pasos a Jack. A esa distancia, el contrabandista pudo ver que llevaba
pesados guantes de cuero que no dejaban ni una pizca de su piel al descubierto "En las
últimas semanas, se han escuchado rumores de que los demonios han salido de los

154
cuentos que los crearon y empezado una campaña de destrucción en el lejano sur.
Desgraciadamente, la destrucción de varias ciudades y la llegada de miles de refugiados
de las ciudades más australes nos han confirmado que es cierto: de las nieblas del tiempo
ha regresado aquel a quien llamaban el Segador. Su antiguo rival, Muerte en el Viento,
también ha regresado, y ahora ambos buscan destruirse mutuamente".

Jack se levantó y se estiró, haciendo crujir sonoramente sus maltrechos huesos "Todo lo
que dice es un cuento sumamente interesante, señora, pero no me explica qué tengo que
hacer para salir de este agujero".

"Paciencia, querido, paciencia" La delgada figura empezó a caminar por la diminuta


celda "Como en todas partes, hay gente que valora más su propia supervivencia que la del
resto. A medida que pase el tiempo y se empiece a ver la real dimensión de la amenaza
que se cierne sobre nosotros, la gente empezará a recordar las viejas historias. Recordarán
las habladurías sobre el antiguo imperio de los demonios y las riquezas y maravillas que
en él podían verse... Y los más estúpidos entre ellos querrán ofrecer sus servicios al Señor
de Demonios a cambio de un lugar en su imperio. Para encontrar a esas ratas
necesitaremos una propia, y déjame decirte" Se acercó bruscamente, dejando entrever su
rostro por un momento. Jack retrocedió de inmediato, blanco como el papel "Que tú eres
la rata más escurridiza que he visto en mucho, mucho tiempo".

Jack estaba visiblemente agitado. Lentamente, logró obligarse a respirar más despacio y
a recobrar el control de si mismo. Lo que había visto no era real, no podía serlo. Después
de todo, tras varios días sin una comida decente ni ver la luz del sol, era natural que su
mente le jugara malas pasadas.

"Muy bien", dijo, con la voz más segura que pudo fingir "Pero a cambio, quiero
recuperar lo que es mío. Mis casas, mis joyas, cuadros y oro, así como dinero para pagar
a mi gente. Si me van a quitar del negocio y obligar a entrar en uno nuevo, al menos
podrían pagar mis gastos operativos" Se atusó el bigote y continuó "Además, sería bueno
si la fortuna empezara a cambiar drásticamente para algunos ex competidores y que ellos

155
sepan que eso se debe a haberme intentado jugar malas pasadas. En algún momento
quiero retomar el negocio, y no quisiera que me olvidaran".

Nuevamente una risilla, y la figura dio otro paso adelante. Sin pensarlo, Jack retrocedió
"Me parece que no entiendes bien la situación en que te encuentras, querido. Puedes
ayudarnos, o puedes quedarte aquí hasta que el Infierno se congele. ¿Qué es lo que
prefieres?".

El contrabandista recuperó en ese momento el aplomo "Ustedes querían tenerme, y aquí


estoy. Si soy lo suficientemente importante como para poner a toda la maldita guardia de
la ciudad tras mi pista, entonces soy lo suficientemente importante como para tener
algunos privilegios. Supongo que usted es lo bastante astuta como para darse cuenta de
que le puedo ser mucho más útil afuera de la cárcel que adentro, ¿O me equivoco?".

El tono de la anciana cambió, abandonando su falsa dulzura y revelando una voz que
parecía tan antigua y fría como las montañas "Eres osado, tengo que admitirlo, y eso me
gusta. Muy bien, tú y los tuyos tendrán oro suficiente para operar y comprar las lealtades
que necesiten, y aquello que era tuyo volverá a tus manos. No hace falta decir que esto"
hizo un gesto teatral con su brazo, abarcando la sala "Te parecerá el paraíso comparado
con lo que te espera si decides ignorar las órdenes que recibas, ¿Verdad?".

Con la boca repentinamente seca, Jack asintió.

"Entonces está arreglado" La anciana golpeó dos veces la puerta y llamó al guardia.
Inmediatamente, este se presentó "Ya he tenido suficiente con esta visita. El prisionero ha
de ser adecuadamente vestido y alimentado. Volveré mañana a buscarlo, ¿Entendido?" El
guardia parecía querer decir algo, pero lo pensó mejor y simplemente respondió un
áspero "Sí, señora".

Tras despedirse de Jack, la anciana abandonó la celda. Quien hubiera podido ver su
sonrisa se habría espantado, pues era horrible la expresión que ponía la Araña cuando sus

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intrigas marchaban según lo planeado.

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Capítulo Cincuenta y Dos:

Moira maldijo para sus adentros una vez más. Los dos funcionarios delante suyo
notaron el cambio de actitud, e inmediatamente guardaron un aterrado silencio.

"Creo que no me he dado a entender claramente, señores", dijo la generala, acercando su


rostro al de los temblorosos tinterillos "Cuando di la orden de que no se me molestara a
menos que se tratara de algo urgente, no estaba bromeando. Si los demonios invaden
nuestras fronteras, los Fae deciden hacernos alguna jugarreta o el Gran Cazador abandona
los Hielos Profundos y pide una audiencia, siéntanse libres de entrar a mi despacho como
si del suyo propio se tratara. Pero si vuelven a hacerlo para lloriquear porque no están
recibiendo todo el crédito que creen merecer" Su mano tocó casualmente la funda de su
espada "Me veré forzada a tomar medidas drásticas, ¿Entendido?" Sin apenas atreverse a
pestañear, ambos asintieron "Muy bien, ahora fuera de mi vista, todos tenemos
muchísimo trabajo por hacer". Sin esperar un momento, ambos burócratas abandonaron
la sala con la mayor velocidad que el recato y la dignidad de sus cargos les permitían.

Ya libre de esas molestas cucarachas, Moira se sentó frente a la montaña de papeleo que
debía examinar. Todo ello sumamente urgente, claro, y de materias tan graves que solo
ella podía resolver.

Le resultaba difícil quedar a cargo del Reino mientras el soberano y su comitiva viajaban
a las tierras de los Fae, a cubrirse de gloria o a ser cubiertos por la tierra. Ella había
dirigido batallones, compañías, ejércitos enteros. Era una soldado, y se sentía como si
estuviera encerrada en una ratonera. Pero el Rey tenía razón: si se dejaban las riendas a
alguien cuya lealtad no fuera absolutamente incuestionable, existía el riesgo de encontrar
una guerra civil encubierta al regresar, a medida que los rebeldes empezaban a asignar
personas afines a su pensamiento en lugares clave. Precisamente para evitar eso fue que
ella debió permanecer en la capital, pues su fidelidad al Rey Condenado estaba fuera de
toda sospecha, y su fama como guerrera que no teme derramar sangre haría que los
posibles rebeldes se tomaran con mucho cuidado la idea de causar problemas.

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El Reino necesitaba un sacrificio, y ella había sido la indicada. En su juventud conoció
las privaciones de la vida en campaña: el hambre, el dormir a la intemperie, el temor
constante a una emboscada... En cierto sentido, esto era peor. No importaba cuan duras
fueran las condiciones de la marcha, el cuerpo se terminaba acostumbrando. La
incertidumbre de una posible encerrona era angustiante, pero una vez comenzaba la
batalla, las cosas se volvían brutalmente sencillas: Si algo se movía y era más grande o
más pequeño que un Nordheim, debía morir. Aquellos que estaban con ella la ayudaban a
llevar la muerte a quienes debían recibirla, y eso era todo.

En cambio, en este nido de ratas nada era lo que parecía. Tenía que lidiar tanto con
funcionarios bien intencionados pero pagados de si mismos -Los que acababa de
despachar eran un excelente ejemplo- como con manipuladores sibilinos a los que no les
importaba la destrucción total del Reino si eso les permitía aumentar su poder e
influencia.

Una parte de su mente divagaba mientras otra evaluaba objetivos, ponderaba


prioridades y dictaba resoluciones a los asuntos más tediosos y necesarios que alguien
pudiera imaginar.

Pasara lo que pasase, quería que la guerra terminara pronto.

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Capítulo Cincuenta y Tres:

En el glorioso pasado, eran muchas las razones por las cuales el Merodeador Nocturno
era temido y odiado. No se trataba de sus dotes como guerrero, pues varios de entre los
Siete lo aventajaban ampliamente en esa esfera. Tampoco era que resultara
particularmente amenazador: cualquiera que lo hubiera visto junto a la Bestia o al Sultán
de la Sangre podía dar cuenta de ello.

No, lo que lo hacía peligroso y temible no eran los atributos evidentes, sino aquellos que
requerían discreción o sigilo. Jamás alguien tuvo la impresión de que estuviera
investigando a algún reino o grupo en particular, hasta que los líderes de estos aparecían
ahogados en su propia sangre. Demonios y mortales lo temían por igual, pues su trato era
el mismo con aquel que consideraba su aliado que con aquellos a los que secretamente
había condenado a muerte.

Jamás lo habían visto venir, y nunca hubo una prueba concluyente de que él cometiera
todos esos asesinatos. Pero el miedo seguía ahí, y el rumor de sus hazañas se contaba en
susurros a la luz de la hoguera.

Tampoco fue visto cuando su camino se cruzó con el del ejército que Bestia venía
custodiando. Se tomó la libertad de observarlos mientras acampaban, y tuvo que reprimir
una sonrisa al ver que los soldados trataban al gigante casi con la misma confianza con la
que se trataban entre ellos. Definitivamente, por muy decadente que fuera, esta edad no
dejaba de esconder sus propias y sorprendentes maravillas.

Pasada la medianoche decidió que había visto lo suficiente, por lo que continuó su
camino, pues las nociones mortales de descanso y sueño poco significaban para los Siete.
A medida que seguía hacia el sur, el paisaje se volvía cada vez más desolado. Las
granjas, abandonadas por sus dueños, comenzaban a ser víctimas de la naturaleza,
mientras los animales que no pudieron llevar con ellos regresaban lentamente a su
naturaleza salvaje.

160
Varios días más tarde dio con los primeros rastros del enemigo. Un campamento de
bandidos en una ruta poco transitada había sido atacado: los cadáveres mordisqueados de
los pobres infelices eran ya pasto de los cuervos y los gusanos, mientras que los pocos
animales que estos tenían habían desaparecido. En las precarias construcciones de
madera, la destrucción era total. Al acercarse a investigar, notó con sorpresa que los
cadáveres habían sido registrados y saqueados. Ninguno tenía sus armas, pese a que
llevaban vainas para portarlas.

El panorama se repetía sin mayores variaciones a medida que avanzaba hacia el sur. Lo
único que cambiaba era que el espectáculo se iba volviendo cada vez más salvaje. En el
campamento solo había visto muertos desmembrados, pero luego aparecieron cadáveres
con los brazos y piernas rotos, flotando en un caldero con agua ya fría. Pese al tiempo
transcurrido, en algunos de ellos aún podían verse las huellas de la espantosa agonía que
habían sufrido. En una granja, el cadáver de un hombre aparecía atado a un árbol y con
los párpados arrancados de cuajo. Al frente suyo, tres piras con cadáveres carbonizados:
probablemente lo obligaron a ver como su familia ardía y luego lo abandonaron para que
muriera de hambre.

Al estar ya cerca de Brügenmord, vio una columna de humo que ascendía hacia el cielo.
Al acercarse, vio que los demonios habían apostado centinelas con ciclos de guardia
perfectamente definidos y organizados. En sus cintos, llevaban sendas espadas y armas de
diversa índole, sin duda arrebatadas a sus víctimas.

Solo al caer la noche se atrevió el Merodeador a penetrar en la ciudad. Los guardias eran
buenos, pero él era el mejor. Minutos después, el silencioso demonio vagaba por las
calles de la ciudad. La columna de humo parecía provenir de una serie de edificios
cercanos al centro de la ciudad. Al avanzar refugiándose en las sombras, vio a varios
grupos blandiendo sus armas y lanzando cortes y estocadas siguiendo un patrón bastante
específico. ¿Estaban entrenando? ¿Cómo era posible que la Furia los hubiera abandonado
tan rápidamente? Mientras tanto, otros demonios se dirigían hacia el lugar del que salía el

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humo cargando enormes sacos.

Casi al llegar al lugar empezó a escuchar los ruidos: el golpear de los martillos contra los
yunques, y el soplido de las forjas al ser accionadas. Al asomarse a uno de estos edificios,
quedó helado: La Furia no solo había abandonado a los demonios lo suficiente como para
hacer ejercicios de combate, sino que incluso para fabricar objetos. Hilera tras hilera de
armas se apilaban, de todas las formas y clases imaginables. Pesadísimas corazas y
cascos de hierro eran depositados ordenadamente en anaqueles, mientras los sacos con el
carbón y el mineral eran vaciados en un torrente que daba vida a la infinita maquinaria de
guerra demoníaca.

Debía hacer algo: a este paso, en pocos días todo el ejército estaría armado, y el peligro
que representaba se multiplicaría. Deslizándose sin ser visto, logró entrar a uno de los
almacenes. Tomó algunas antorchas sin encender y se fue al extremo de la ciudad, donde
prevalecían las edificaciones de madera en lugar de las de piedra. Cuidándose de ojos
indiscretos, encendió las antorchas y las dejó en el interior de un par de los edificios que
se mantenían en pie. Luego, se subió al techo de una edificación de piedra, y se sentó a
esperar.

Como era obvio, al poco tiempo el fuego comenzó a extenderse, con los consiguientes
gritos de alarma. El Merodeador se incorporó para ejecutar la siguiente parte de su plan,
cuando vio algo que casi le hizo perder el equilibrio y caer.

En medio del humo, dos figuras se acercaban al fuego aullando órdenes. Una de ellas
tenía el rostro felino y un aire de majestad a su alrededor, como si en el mundo lo natural
fuera que él mandara y los demás obedecieran. La otra parecía ser una enorme armadura,
que se movía sin tener en su interior un cuerpo que la impulsara.

Muerte en el Viento y el Hermano Batalla.

La mente del Merodeador trabajaba a toda velocidad. Si jugaba bien sus cartas, tenía la

162
posibilidad de matar a uno de los dos, aunque era prácticamente imposible que
sobreviviera al asalto. Ambos eran guerreros formidables, y estaban rodeados por sus
tropas. Además, si uno de ellos moría, el otro podría continuar sin problemas la campaña,
y si él moría, no habría modo de informar al Segador de las preparaciones que estaban
llevando a cabo.

Furioso consigo mismo por saberse incapaz de matar a sus dos enemigos, aprovechó la
confusión reinante para escabullirse en varios almacenes, dejando una antorcha
encendida en cada uno de ellos. Esto no detendría sus preparaciones, pero al menos las
entorpecería. Cumplida su misión, se perdió en medio de la oscuridad, avanzando
siempre hacia el norte.

El Segador debía ser informado.

163
Capítulo Cincuenta y Cuatro:

En las profundidades de la tierra, una entidad se removía, inquieta. A sus oídos llegaban
noticias de cambio en el mundo, traídos desde muy lejos. Había permanecido inmóvil tras
las batallas que arrancaron al mundo de las manos de sus primeros señores, y se
preguntaba si no sería hora de que su existencia volviera a ser conocida.

La idea le hizo gracia. Lentamente, con mucho cuidado, fue tomando conciencia de la
mole enorme que era su cuerpo. Con una suavidad sorprendente en un ser de su tamaño,
comenzó a moverse. La tierra se revolvió, y la criatura se quedó quieta. Debería tener
mucho cuidado, pues había otros habitantes en las profundidades, y no sería justo
causarles problemas solo porque él quería moverse y recorrer el mundo que había
abrazado como suyo.

Pese a su autoimpuesto exilio, nunca dejó de enterarse de lo que sucedía en la superficie:


había adoptado al mundo como propio, y el mundo hizo lo mismo con él. Fue así que
supo del gobierno que dieron los autoproclamados Seres de Luz a las crédulas razas
mortales, y del fin que dieron los demonios a esa tiranía para iniciar una propia, que a su
vez fue reemplazada por las depredaciones de los Fae sobre los hasta hace poco
indefensos humanos.

Ahora, los Seres de Luz volvían a moverse. El Rey Maldito de los Nordheim regresaba
para guiar a su pueblo, y los Grandes Demonios una vez más hacían la guerra. Se trataba
de una era de cambios, de despertares y caídas. ¿No sería ya tiempo de volver a la luz que
en algún momento había ayudado a salvar?

A toda velocidad, pero cuidando de no perturbar a aquellos que vivían debajo de la


tierra, se deslizó a través de la tierra. Amplios túneles parecían formarse a su paso, para
volver a cerrarse inmediatamente después. La criatura no cabía en si de gozo,
moviéndose cada vez más rápido hacia la superficie.

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El lugar en el que por fin volvió a ver el mundo que tanto amaba había sido un desierto
cuando él había iniciado su exilio, mientras que ahora un tupido bosque se extendía hasta
donde alcanzaba la vista. Incapaz de contener la alegría que lo llenaba, el llamado Padre
de Dragones soltó una risa incontrolable.

En algún lugar de la Creación, los tres emisarios cayeron al suelo, chillando de dolor.

165
Capítulo Cincuenta y Cinco:

Cuando el Merodeador transmitió sus noticias al Segador, hubo un silencio expectante en


la sala. Se habían reunido todos aquellos cuyas opiniones eran relevantes en el esfuerzo
de guerra: el rey Dieter, la reina Ingrid, la Bestia, Erandiril y los embajadores de los
reinos-ciudades cercanos. Ya todos estaban al tanto de las noticias, y se apresuraban a
enviar a su gente al refugio que ofrecían los Fae. Probablemente deberían pagar un alto
precio por aquella hospitalidad, pero sería mejor eso que la aniquilación.

“Tal vez sería conveniente intentar razonar con ellos, ver qué es lo que quieren”, dijo
uno de los embajadores, un hombre alto y ya algo entrado en años “En mi vida he visto
muchas guerras evitarse con una negociación franca y oportuna”.

“No serviría de nada”, dijo el Segador, apesadumbrado “Si él ha regresado ha sido para
matarme una vez más y recuperar su imperio. Y ese imperio no se basa en la unidad, sino
que en la conquista y el terror”.

“Esa es la verdad”, terció el rey Dieter. Los acontecimientos de los últimos meses, en
lugar de debilitarlo, parecían haberle devuelto el brío de la juventud, y se le veía mucho
más vigoroso que antes “Cuando llegaron a Brügenmord no hubo intentos de
parlamentar, ni bravatas, ni nada. Simplemente se lanzaron contra la ciudad arrasando
con todo a su paso”.

“La situación no deja de ser irónica”, dijo la Reina “Los demonios de antaño vuelven, y
algunos de esa misma raza son los que nos ayudarán a vencerlos. La pregunta es, ¿Cuánto
más peligroso es este ejército ahora que el tal “Hermano Batalla” está involucrado en su
dirección y entrenamiento?”.

Para sorpresa de todos, fue el Merodeador quien respondió la pregunta. Dio una solemne
reverencia a la Reina, y respondió “Hablamos de uno de los Siete, señora. Uno cuyo
auténtico nombre fue olvidado, eclipsado por sus hazañas en la guerra. En cuanto a

166
estrategia y táctica militar, era segundo solo ante el Segador, pero nadie podía superarlo
en los otros aspectos que una guerra involucra. Suministros, entrenamiento, exploración
de terreno… Todo lo manejaba con antinatural maestría, encerrado en un cuerpo cuya
habilidad y fuerza tan solo son superados por los de la mítica Bestia Negra de Agarod”.

El aludido pareció un poco incómodo por la súbita atención que todo el mundo ponía en
él, pero se adelantó y habló “Entre las muchas guerras que estallaron después del ascenso
de Muerte en el Viento, se contó la resolución de ciertos asuntos que teníamos pendientes
él y yo. Mi antigua fortaleza estaba rodeada de acantilados y riscos, emplazada en lo alto
de una solitaria montaña” Uno de los embajadores, un hombre enormemente gordo,
palideció al escuchar la descripción. Pese a lo vago de esta, solo podía referirse al lugar
donde se alzaba su ciudad “Entre mis tropas se encontraba la flor y nata de las legiones
del Segador, sus escuadras de asalto… Pese a todo, cuando él atacó, un cuarto de mis
fuerzas cayó inmediatamente. Afortunadamente, su aparente triunfó lo envalentonó
demasiado y decidió dirigir su ejército desde la primera fila, donde lo vencí en combate
singular. Su ejército podría habernos destruido fácilmente, pero entre la conquista y la
vida de su caudillo optaron por la segunda. De lo contrario, ninguno de los dos estaría el
día de hoy caminando en este mundo”.

“El por qué está aquí o qué fue lo que hizo en el pasado no tiene importancia” Esta vez
fue Erandiril quien alzó la voz. Pese al tiempo que había pasado, no había perdido la
costumbre de participar en consejos de guerra “Lo importante es qué podemos hacer para
detenerlo. Tras el sabotaje, sospecharán que alguien lo provocó y, por lo tanto, que la
información ha llegado a nuestro poder. Podemos asumir, entonces, que ellos saben que
sabemos. Intentar ahora usar la fuerza sin el apoyo de los Fae y Nordheim sería un
suicidio. Lo único que podemos hacer es encontrar alguna debilidad y explotarla”.

“Señorita, varios de mis hombres vieron a los demonios y cómo se abrían paso a través
de espada y armadura sin apenas esforzarse” Era el rey Dieter el que hablaba ahora
“¿Qué debilidad podrían tener ahora que estarán bien armados y disciplinados?”.

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“Si viven, entonces pueden ser muertos”, dijo el Merodeador “Además, no sería la
primera vez que un ejército de demonios es vencido por mortales”.

“Estás equivocado, hermano” Esta vez fue el Segador quien tomó la palabra “Los Fae de
ahora no son sino una sombra de los que combatimos en nuestro tiempo. Son una raza
apocada, pese a lo que quieran hacer creer al mundo. Viven de la gloria de haber
destruido el poder de nuestra raza, pero ya no son los guerreros que alguna vez obligamos
a servirnos. De cualquier modo, antes de tomar una decisión, debemos reunir todas las
fuerzas que tengamos disponibles. Solo entonces sabremos si es posible hacer frente a
Muerte en el Viento o si tendremos que hacer una defensa suicida”.

Los presentes asintieron, y pronto la reunión tomó otros derroteros, ocupándose de


asuntos más inmediatos: no tenía sentido ocuparse del hambre de mañana si ni siquiera
tenían pan para el día de hoy.

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Capítulo Cincuenta y Seis:

El Rey Condenado se permitió el lujo de dar una sonrisa optimista. Para el poco tiempo
que llevaban juntos, las fuerzas de las tres razas estaban desempeñándose bastante bien
en los ejercicios.

Había costado, de eso no cabía duda. Al principio fue casi imposible evitar que los
Guerreros Sombra buscaran pleito con cualquiera que no perteneciera a sus filas, y la
actitud condescendiente de Fae y Nordheim para con los humanos había terminado con
varios lances a puñaladas. Afortunadamente, sus superiores estaban atentos, y la violencia
fue contenida antes de pasar a mayores.

Debajo de la torre en que se encontraba, un grupo compuesto de humanos y Fae


intentaban conquistar una pequeña fortificación defendida por los Nordheim. Terminado
el ejercicio cambiaban los defensores, y las otras dos razas pasaban al ataque. De esta
manera, no solo se acostumbraban a tener que colaborar los unos con los otros, sino que
además debían adaptarse a enemigos con diferentes fortalezas y debilidades.

A su lado, el encargado de coordinar el ejercicio lo miraba todo con ojo crítico. Se


trataba de un Fae alto y de anchos hombros, vestido en la imponente armadura de los
Guerreros Sombra. Una inexpresiva máscara de plata ocultaba parcialmente su rostro,
dejando al descubierto varias cicatrices que indudablemente lo habían deformado por
completo. Con rapidez hacía anotaciones en un pergamino dispuesto para él, las que con
toda seguridad usaría para humillar a todos los participantes en la escaramuza…
Afortunadamente, parecía conocer bien su trabajo: al Rey le parecía que todas y cada una
de las mordaces críticas que hacía a los soldados estaban plenamente justificadas, pese a
ser dichas de la manera más desagradable e hiriente posible. El hecho de que fuera igual
de severo con los Fae que con los Nordheim y los humanos ayudaba a que se sintieran
como un solo cuerpo con distintas divisiones, en lugar de tres ejércitos diferentes.

Terminado el ejercicio, el supervisor se levantó y lo encaró con una amigable sonrisa,

169
que contrastaba con la seriedad y concentración absoluta que mostraba al cumplir con su
trabajo “Me parece que las cosas están mejorando al fin, Majestad. Ya no se ven tanta
fricción entre destacamentos, y vuestros súbditos ciertamente están mejorando su
coordinación y velocidad de respuesta. Sin embargo, temo que tendré que hablar con los
comandantes, pues aún se ve una preocupante vacilación al dar órdenes a tropas de razas
diferentes. Si me disculpa, me retiro”. Hizo una reverencia extremadamente formal, y
bajó las escaleras. Ni bien hubo desaparecido, empezaron a escucharse sus gritos
destemplados cuestionando la ascendencia de todos los involucrados en el ejercicio.

El Rey volvió a sonreír. La forma de actuar del supervisor tal vez no fuera la más
ortodoxa, pero definitivamente daba resultados.

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Capítulo Cincuenta y Siete:

Listos los preparativos, el ejército al fin se movía. Con la inestimable ayuda del
Hermano Batalla, habían forjado armas y armaduras suficientes como para equipar a
todas sus fuerzas, e incluso disponer de algunos repuestos en caso de ser necesario.

Muerte en el Viento miró con indisimulada alegría las llamas que consumían los pocos
edificios que iban quedando en pie: ahora el único camino que les quedaba era hacia
adelante. Distraídamente, pasó los dedos por la empuñadura de su nueva espada. Se
trataba de una pieza tosca, pero no le cabía duda de que llegado el momento cumpliría
con su cometido.

A cualquiera de las razas mortales, el avance de las pesadas botas metálicas y los toscos
ingenios de asedio le habría parecido un milagro. Más fuertes y resistentes incluso que
los Nordheim, los demonios rara vez necesitaban descansar, por lo que avanzaban sin
detenerse durante días enteros. En el camino descubrieron algunas granjas que habían
escapado de sus “atenciones” y cuyos habitantes se habían negado a abandonar las tierras
de sus antepasados. Los pobres desgraciados, así como los animales que estos tenían, se
convirtieron en un festín que marcó la primera detención prolongada cuatro días después
de la partida.

Después de eso, la marcha se convirtió en una tediosa rutina, pues la gran mayoría de
granjas y asentamientos estaban desiertos: el éxodo hacia el norte hacía mucho que había
comenzado.

La siguiente detención larga ocurrió cuando llegaron a una ciudad grande.


Aparentemente había sido abandonada hace poco tiempo, y descubrieron con placer que
sus habitantes habían dejado atrás gran parte de sus pertenencias. Así, muchos demonios
pudieron cambiar sus armas por otras de mejor calidad o que se adaptaran mejor a sus
necesidades.

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Mientras las tropas saqueaban todo lo que podían, Muerte en el Viento y el Hermano
Batalla se instalaban en el castillo. La mayor parte de los libros y documentos habían sido
quemados, pero algunos mapas lograron escapar a lo peor de las llamas, y eran
examinados con atención por los demonios. Se trataba de legajos antiguos, pero que
daban a los demonios una ventaja que no poseían y que podía llegar a ser invaluable:
ahora conocían al menos en parte el territorio por el que se moverían, y no estarían
obligados a simplemente avanzar llevados por sus instintos como hasta ahora.

Por lo visto, estaban en la zona central de la Creación, en lo que alguna vez habían sido
los dominios del Sultán de la Sangre. A pocas horas de marcha desde la ciudad, habían
tres poblados más pequeños, que probablemente ya habrían sido abandonados. Hacia el
noreste, si interpretaban bien los símbolos de los humanos, había una ciudad más grande,
probablemente la capital del reino en el que se encontraban. Si tenían suerte, sus
habitantes habrían sido igual de descuidados, dejando despojos que serían útiles al
ejército.

Nadie sabía cuantos años habían pasado desde que los demonios abandonaron la
Creación, pero una cosa era cierta: dentro de poco tiempo, los mortales entenderían con
total claridad la calamidad que les significaría su regreso.

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Capítulo Cincuenta y Ocho:

Jack podía sentir el nerviosismo de los que lo acompañaban. Su milagroso “escape” de


prisión era conocido en toda la ciudad, y su regreso a las andanzas infundió un nuevo
respeto de parte de los invisibles señores de los bajos fondos. Precisamente estaba con los
más importantes de ellos ahora, e iba a necesitar de su reputación y todo su tacto si quería
salir bien de esta.

“Déjame ver si entiendo esto, Jack”, dijo Flavius el Gordo “¿Pretendes que dejemos de
hacer negocios con los Calaveras Escarlatas solo porque no te gusta el destino que
pudieran dar a nuestras armas y pertrechos? ¡Es ridículo! La única razón por la que
podemos llamar a estas reuniones es para debatir asuntos que nos puedan afectar a todos.
Creo que tu reciente fuga ha hecho que sobreestimes tu importancia, viejo amigo”.
Flavius y Jack habían comenzado su carrera como ladrones juntos, ascendiendo en su
organización hasta que el Gordo envenenó a su jefe y tomó el control. Sabiendo que no
estaba seguro si era visto como una amenaza al nuevo poder de su amigo, Jack reunió a
su propia gente y creó su organización, dando origen a una guerra secreta que llevaba
varios años desarrollándose. Que hasta ahora ninguno de los dos hubiera muerto era
testimonio de las habilidades de ambos.

“Flavius tiene razón”, terció Borlak, una figura severa y enjuta “El llamar a esta reunión
sin un buen motivo nos aleja de nuestros asuntos, Jack, y tú sabes muy bien que hacer eso
podría considerarse un insulto…” No terminó la frase, ni necesitaba hacerlo. Entre los
ladrones, asesinos y contrabandistas de Forwald no había ningún jefe, pero el viejo
Borlak era el que más se acercaba a ostentar esa posición. Había llegado a la cima antes
de que cualquiera de los sentados a la mesa hubiera empezado su carrera. Se había
mantenido ahí con un cuidadoso equilibrio entre no inmiscuirse en asuntos ajenos y
asesinar a todos los que se entrometían en los suyos, por lo que en general se confiaba en
su capacidad de ser imparcial frente a una disputa como la que ahora los preocupaba.

Jack tragó saliva, rezando porque su nerviosismo no fuera visto por sus compañeros.

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Afortunadamente los otros dos participantes, Bertrand y Amadeus, guardaban silencio, lo
cual significaba que sus palabras no les parecían tan descabelladas.

“Entiendo su preocupación. Es natural que se sientan… inquietos cuando alguien


pretende darles consejos respecto de cómo manejar sus propios negocios”. “Inquietos”
era un término demasiado suave, pensó Jack. Probablemente “rabiosos como tigres con
urticaria” habría sido más apropiado “Pero realmente creo que esto podría afectarnos a
todos. Los cuentos de antaño han vuelto a atormentarnos. Los pocos que han visto al
ejército de demonios y vivido para contarlo concuerdan en que solo la unión de los
humanos con los Fae y los Nordheim tendría alguna posibilidad remota de vencer, y eso
solo porque nosotros tenemos a algunos demonios de nuestro lado” Se detuvo un
momento para ver el efecto que tenían sus palabras. Al no encontrar oposición, continuó
“En poco tiempo tendremos que marchar todos al norte, y eso será bastante malo para los
negocios. Pero si estos hijos de puta llegan a ganar la guerra, será el desastre. Todos
conocemos las viejas historias: sacrificios, torturas, ser cazados como animales… Los
tormentos que nos infligían los Fae eran un juego de niños comparado con lo que se nos
viene encima, ¿Y ustedes quieren venderle armas y suministros a un montón de chiflados
que creen que los demonios son en realidad ángeles que vienen a liberarnos y llevarnos al
paraíso? Difícilmente es la decisión racional que habría esperado de ustedes, caballeros”.

Con sus últimas palabras, la ya tensa atmósfera se enrareció visiblemente. Sabía que
herirían sensibilidades, pero no esperaba que tanto. Si no arreglaba la situación, podrían
perfectamente ser lo último que dijera “Es por eso”, dijo, esforzándose por mostrar una
confianza que estaba muy lejos de sentir “Que ofrezco comprarles todos los pedidos de
armas y armamento destinados a los Calaveras Escarlatas, con un incremento del quince
por ciento sobre el precio que ellos ofrezcan”. Al ver que la sorpresa dominaba a sus
iguales, presionó sobre esa ventaja “Además, quisiera comprar cualquier contacto o
información que ustedes puedan reunir sobre ellos. La guerra se viene encima, y pienso
estar en el bando que ofrece mejores posibilidades de continuar los negocios con
normalidad”.

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Una gota de sudor perlaba su frente, y el silencio era absoluto. Los cuatro amos de
ladrones lo miraban fijamente. Finalmente fue Borlak el que habló “Será extraño tener un
igual que a la vez es un cliente, pero por ese margen de beneficios estoy dispuesto a hacer
el intento”. A regañadientes, los restantes dieron su aprobación a la iniciativa. Zanjado el
asunto que los había reunido, los cinco se retiraron. Después de todo, cada minuto que
pasaban alejados de sus asuntos era oro que dejaban de ganar.

Una vez estuvo fuera de la vista de sus compañeros y de los espías de estos, Jack soltó
un suspiro de alivio. Su gambito había dado resultado, con lo que los nobles que
financiaban a la Calavera Escarlata serían identificados y recibirían una última visita de
cortesía de parte de los hombres de Jack. La Señora estaría contenta también… Al menos
hasta que se enterara de la cantidad de oro que iba a tener que desembolsar.

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Capítulo Cincuenta y Nueve:

El hombre maldijo su debilidad al tropezar con la piedra, cayendo al suelo junto con su
febril acompañante. Por lo visto, habían tenido una suerte inaudita: cuando recuperaron la
consciencia los demonios no se encontraban vigilando el sector sur de la ciudad, por lo
que pudieron huir y dar un rodeo para intentar llegar al norte. Era poco probable que
quedaran poblados cuyos habitantes no hubieran sido asesinados en el sur. Lo más seguro
era que los demonios en algún momento se dirigieran en la misma dirección que ellos,
por lo que viajaron varios días hacia el este y solo entonces torcieron el rumbo, esperando
minimizar la posibilidad de encontrarlos.

En ese aspecto tuvieron éxito, tal vez demasiado: los caminos estaban desiertos, pues las
noticias del regreso de Muerte en el Viento y la destrucción de Brügenmord viajaron a la
velocidad del rayo. Así las cosas, las escasas granjas o posadas que encontraban habían
sido abandonadas o derechamente quemadas por sus propietarios para no dejar nada que
pudiera resultar de utilidad al invasor.

Holtz miró sus manos, ahora de un color rojo oscuro, y saboreó la ironía: estas manos
poseían la fuerza de un demonio, pero aún así casi no podía tenerse en pie.

El anciano que lo acompañaba le tiró de la manga, sacándolo de su ensoñación. “Me


parece que ahí hay un edificio, joven. Aún si está desierto, podría ser un buen lugar para
pasar la noche”. Los viajeros apenas habían intercambiado palabra desde que salieron de
la ciudad, por lo cual Holtz estaba muy agradecido: ya se sentía lo suficientemente
culpable por haber estado a punto de sucumbir a su sed de sangre, como para además
cargar con las penas que este pobre viejo sin duda llevaba en el alma.

Se trataba de una casa pequeña, bastante oculta por los árboles que crecían a la vera del
camino. Más por costumbre que cualquier otra cosa, llamó. Al no oír respuesta, destruyó
la puerta de un puñetazo e invitó al anciano a pasar.

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El interior era tan simple y funcional como el exterior: algunos muebles, artículos que
parecían pertenecer a un leñador, y poco más. A diferencia de casi todas las casas que
habían encontrado, en esta no parecía faltar nada. Habían algunos vegetales aún en buen
estado en la alacena, y varios jamones colgaban del techo.

Para evitar cualquier sorpresa desagradable, Holtz probó primero los alimentos: si el
antiguo dueño había decidido envenenarlos para dar un golpe a los demonios, él tenía
muchas más posibilidades de sobrevivir que el anciano. Afortunadamente, parecían estar
bien, por lo que se relajó mientras este cocinaba. Al cabo de un rato, ambos viajeros
devoraban una sopa de vegetales, acompañada de abundante jamón y unos cuantos trozos
de pan duro. Agotados y hambrientos como estaban, la magra comida se les antojó un
banquete digno de un rey.

Saciado su apetito, el anciano sacó su pipa, un poco de tabaco y empezó a fumar


tranquilamente. “Agradezco todo lo que ha hecho por mí, joven”, dijo en un tono ligero
“Pero ya es hora de que su camino continúe en solitario: no son pocos los años que he
vivido, y siento en el pecho que la tierra me llama a su seno”.

Durante un momento el joven lo miró, extrañado. Llevaban casi tres semanas de viaje, y
el hombre nunca se había quejado ni dado evidencia de estar enfermo. De vez en cuando
necesitaba que lo ayudara o aflojara el paso, pero no había flaqueado. ¿Por qué escogía
este momento para darse por vencido?

Como si pudiera leer sus pensamientos, el anciano volvió a hablar “Cuando me salvó en
Brügenmord, vi lo que estuvo a punto de hacer. Al principio creía que el agotamiento me
había jugado una mala pasada, pero luego vi lo mucho que le costaba controlarse para no
matarme” Holtz simplemente escuchaba, petrificado “Llámelo la intuición de un viejo, si
quiere, pero tenía la idea de que si me dejaba morir ahí mismo ese lado animal lo poseería
por completo. Mi vida acabó en el momento en que mi mujer y mis hijos fueron tomados
por los demonios, pero al menos ahora tenía la oportunidad de hacer una última buena
obra, así que lo acompañé en su viaje. Pero la Muerte me ha estado siguiendo de cerca, y

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temo que ha escogido esta noche para alcanzarme”.

Esa fue la última vez que hablaron: de quienes eran antes de los demonios, y de qué
habrían hecho si la pesadilla jamás hubiera sucedido. Luego se fueron a dormir, y al
amanecer el alma del anciano había partido a reunirse con los suyos.

Triste, pero sin permitirse el lujo de las lágrimas, Holtz cavó una tumba y dejó una
lápida sin nombre para marcar el lugar de descanso de aquel que había desafiado a la
Muerte para devolverle la humanidad.

No hubo rezos, cánticos ni palabras solemnes. Acabada la obra, el guerrero siguió su


camino hacia el norte, donde lo esperaban los de su raza para combatir la imparable
marea de oscuridad.

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Capítulo Sesenta:

En su nuevo hogar, el Padre de Dragones escuchada al mundo y lo que este quería


contarle. Podía oír a los demonios destrozando la tierra con sus pesadas botas, y a los
últimos humanos acabar sus preparativos y partir hacia el norte para la última defensa.
Podía también escuchar lo que pasaba en las distantes regiones donde los otros mundos
topaban con este. Los demonios aullaban de rabia, pues con el Señor de las Alimañas en
su lado de la barrera, no tenían modo alguno de regresar a esparcir el caos y la ruina. En
otra frontera, aquellos que se llamaban a si mismos los Seres de Luz miraban atentamente
la Creación, buscando cualquier grieta que les permitiera volver a luchar contra sus
enemigos.

Resultaba curioso que ambos, tan distintos como podían llegar a ser, se vieran tan
similares en las ansias que mostraban de destruirse mutuamente.

Una tenue perturbación en el aire le anunció la llegada de visitas con la misma claridad
que una fanfarria de trompetas. Pocos segundos después, los tres emisarios estaban ahí,
intentando ocultar la sorpresa que les causaba verlo en todo su esplendor por primera vez.

“Saludos”, dijo el Padre de Dragones a las diminutas figuras que se encontraban a sus
pies “¿Qué asuntos los traen a mis dominios?”.

Vachel fue el primero en adelantarse, la furia evidente en su mirada “Dinos, ¿Por qué es
que has regresado, traidor? ¿Pretender que volvamos a confiar en ti, para que una vez
más nos abandones cuando más te necesitemos?”.

Una vez más, la criatura primordial alzó su cabeza y rió. Era una risa espontánea y
amable, llena de genuina alegría. Una vez más, los emisarios cayeron al suelo chillando
de dolor, la sangre brotando por sus ojos, nariz y boca.

Los tres emisarios estaban estupefactos. Habían vivido durante miles de años, arrancados

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de las vidas que llevaban para ser la personificación del poderío de los Seres de Luz en
este mundo. Mientras se mantuvieran en pie los antiguos juramentos hechos a los
demonios, su poder sería absoluto y nadie podría hacerles frente… Y he aquí que esta
entidad los barría por el suelo sin pensar siquiera en ello.

“Temo no saber de qué me hablas, buen amigo. El único acto de traición que yo recuerdo
fue el de los mal llamados Seres de Luz hacia las razas mortales cuando, hace ya tanto
tiempo, les prometieron la libertad a cambio de ayuda para combatir a los Antiguos. ¿Les
contaron sus señores qué fue lo que hicieron una vez conquistado su enemigo y forzado a
abandonar este mundo?” Los tres sirvientes, aún tratando de recuperarse, bajaron la
cabeza, avergonzados: sabían perfectamente las infamias que los suyos habían cometido.
El dragón siguió hablando, su tono siempre tranquilo y sosegado “Fue esa traición la que
me abrió los ojos y me hizo ver el error en nuestras acciones. Afirmábamos hacer lo
mejor para ellos, pero Azrael no fue un mejor gobernante de lo que fueron los Antiguos.
La única diferencia era que los mortales habían sido hechizados para realizar de buen
grado las atrocidades que se les ordenaban, mientras que los Antiguos al menos tenían la
decencia de no ocultar lo torcido de sus corazones”.

La primera en recuperar la presencia de ánimo fue la niña Fae, quien se elevó por los
aires hasta quedar frente al enorme hocico del Padre de Dragones “Pese a tu aparente
rebeldía, sigues siendo una criatura de los Divinos Cielos, sobre las cuales el amo Azrael
nos dio pleno dominio en este mundo” Sus ojos centellearon amenazadores, y un antiguo
poder llenó su voz “¡Recuerda el lugar que te pertenece, criatura!” tronó “¡Inclínate ante
tus señores naturales, como lo selló el Gran Concilio en el albor de los tiempos!”.

Si las risas del titán parecieron afectar a los emisarios, la atronadora carcajada causó
estragos en sus cuerpos inmortales. El poder que se les había otorgado les impedía morir,
pero grande fue el castigo que se les infligió. El cuerpo de la niña fue expulsado por los
aires, destruyendo varios árboles antes de detenerse definitivamente. El hombre y el
anciano estaban totalmente destruidos, sus cuerpos mortales manteniéndose en pie solo
por la extraordinaria voluntad que los volvía dignos de su lugar como emisarios. Su piel

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se había separado en varios lugares de la carne y sus huesos eran prácticamente polvo,
pero aún así miraban con odio a la criatura.

El tono de voz de la mole alada no cambio en lo más mínimo, la esencia misma de la


tranquilidad y la razón “Habría pensado que las nuevas generaciones podrían tener sus
cabezas llenas de sesos y no de aire. Desgraciadamente, me han demostrado que no es
así”. Con deliberada lentitud se acercó a lo poco que quedaba de la niña “Debiste haber
escogido mejor tus palabras, querida. Quizá si tu soberbia no hubiera sido tanta, no te
encontrarías en esta situación” Se interrumpió un momento y alzó la cabeza, atento
“Vaya, esto está sucediendo más rápido de lo que me habría esperado” Incapaces de
moverse, los enviados simplemente lo miraron “Por lo visto, vamos a tener una reunión
de lo más interesante”.

En tiempos que solo unos pocos podían recordar con claridad, los Seres de Luz pactaron
la paz con los demonios, jurando no interferir en el devenir de la Creación. Algunos de
ellos decidieron no regresar a su hogar en los Divinos Cielos, esperando que el juramento
se rompiera y pudieran volver a hacer la guerra. Eran ellos quienes se sacudían el sueño
de milenios y volvían a emprender el vuelo.

Los antiguos dragones abandonaban sus refugios y volaban a encontrarse con el primero
de su raza, mientras que figuras humanoides surcaban el cielo, preparándose para
enfrentar a aquel que había osado renegar del dominio celestial.

Una vez más, el cambio y la entropía hacían su aparición en esta hora era de conflicto.

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Capítulo Sesenta y Uno:

La gigantesca manaza se cernió sobre la débil forma humana del Segador. Este intentó
hacerse a un lado, pero ya era demasiado tarde: lentamente, las manos empezaron a
apretar hasta que el mundo se volvió borroso.

“Estás muerto, mi señor”, dijo la Bestia, dejándolo caer al suelo sin ninguna ceremonia.

El Segador, aún tambaleante, se puso de pie, una sonrisa de satisfacción en los labios.
Con una profunda reverencia, el antiguo señor de demonios reconoció la victoria de su
oponente “Agradezco de todo corazón” dijo, entonando las antiguas palabras
sacramentales “La lección de humildad que me has dado, hermano”.

“Agradezco la oportunidad de aprender y de enseñar, hermano”, fue la pronta respuesta.

La lucha había sido corta y brutal. Ni siquiera en su antiguo esplendor la fuerza del
Segador podía compararse con la de Bestia de Agarod, y eso no había cambiado en nada.
Eso no le impidió intentarlo, sin embargo. Sabiendo que no podría lastimar a su hermano
aún cuando lo intentara, se había lanzado hacia adelante en una carga salvaje, siendo
detenido en seco por la descomunal fuerza de la Bestia. De ahí en adelante, fue
simplemente ser azotado contra el suelo hasta la semi inconsciencia y finalmente el ser
estrangulado.

Erandiril, que había observado el intercambio sin pronunciar palabra, carraspeó


ruidosamente “Si ya han terminado de jugar, ¿Creen que puedan dedicarse ahora a los
asuntos que nos ocupan?” Ignorando las miradas cargadas de veneno, continuó “Hace
poco llegaron noticias. Algunas ciudades informan que los exploradores enviados en
busca del ejército de Muerte en el Viento no han regresado a informar: El enemigo se está
moviendo”.

El Segador y la Bestia asintieron en silencio, sus rostros mortalmente serios “Esto es

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realmente grave”, dijo el antiguo Señor de Demonios “Si siguen hacia el norte a un buen
ritmo, es imposible que alcancen a evacuar la ciudad: les estaríamos dejando la vía libre
para arrasarnos mientras aún estamos en el camino, o cuando mucho alcanzaríamos a
organizar una distracción desastrosa como la de Brügenmord”.

“Exactamente”, respondió la Fae “Por eso se necesita tu presencia en la Gran Sala,


Segador”.

“Me aseguraré de que los preparativos aquí se intensifiquen, no estaremos seguros


mucho tiempo”, dijo la Bestia, abandonando la sala a toda prisa.

Poco rato después, el Segador se unía a la asamblea de gobernantes. El ambiente


reflejaba el nerviosismo casi histérico que poseía a sus integrantes. “Carigrad y Lemesos
están condenadas si no hacemos algo”, estaba diciendo el rey Dieter “He visto a mi
propio reino caer en las manos de los demonios, y no estoy dispuesto a permitir que eso
vuelva a suceder”.

“Lo más probable es que ya estén todos muertos”, replicó sin ambages el Merodeador
“El ritmo al que se mueve el ejército de Muerte en el Viento es muy superior al de
cualquiera que ustedes pudieran desplegar, pues los demonios apenas sí necesitamos
descanso”.

“Entonces en realidad no tenemos opción”, clamó Bernard, rey de Weimar, la ciudad en


que se encontraban. Se trataba de un hombre alto y delgado, cuyo rostro exhibía arrugas
que poco tenían que ver con la edad y mucho con las preocupaciones de llevar adelante
un reino que tardaría poco tiempo en ser arrasado “Debemos movernos hacia el norte lo
antes posible. Nuestros alimentos ya están apropiadamente cargados, así como buena
parte de nuestras armas. Si tenemos suerte, el saqueo a la ciudad nos dará tiempo de
rodear las montañas Kurmondar y, de ahí, ir a Forwald, con lo que estaríamos casi en las
puertas de los Fae”.

183
“No creo que con eso baste”, dijo el Segador “Si Muerte en el Viento ha atrapado dos
ciudades más, entonces ya debe tener todos los pertrechos que pudiera desear. Después
de todo, su ejército es mucho más pequeño en número que cualquiera de los que
acostumbran mantener las ciudades-naciones, y sus necesidades logísticas no son ni de
cerca tan grandes como las de los mortales”.

“Debemos dejarles entonces una carnada”, terció la reina Ingrid “Algo lo


suficientemente irresistible como para asegurarnos de que se quedarán al menos un par de
días detenidos”.

“¿Qué podría ser tan atrayente como para causar semejante efecto en los demonios?”,
preguntó Bernard.

“Carne humana”, dijo el Segador, causando de inmediato el silencio en la sala “Los


demonios de Muerte en el Viento y el Hermano Batalla, aún estando disciplinados,
arrasaron docenas de granjas y pequeños pueblos cercanos a Brügenmord, dejando solo
cadáveres mordisqueados y con evidentes signos de tortura a su paso. Podemos contar
con al menos algunos días antes de que nos alcancen, si tenemos en cuenta el tiempo que
gastarán en devorar y torturar a los habitantes de Carigrad y Lemesos”.

“¿Acaso estáis sugiriendo que deje a mi pueblo como carnada para comprar nuestra
supervivencia?” preguntó incrédulo Bernard “¡Imposible! Antes me sacrificaré a mi
mismo y a toda mi familia que tratar a mis súbditos como si fueran ganado”.

“No es necesario ser tan melodramático, querido” respondió la reina Ingrid “Después de
todo, hay algunos que realmente merecen ese destino. Antes de huir, tomamos a los reos
de nuestras prisiones y los metimos en vagones cerrados que hemos ido transportando
con nosotros, y creo que Dieter y los demás han hecho lo propio. Esos hombres y mujeres
son basura, indignos siquiera del magro sustento que les damos. Por este medio pagarán
con creces sus culpas y, al menos una vez en sus vidas, cumplirán un servicio no solo
para sus reinos, sino que para toda la Creación. Es más de lo que merecen, pero en estos

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momentos la necesidad es acuciante, por lo que no podemos permitirnos ejecutarlos
nosotros mismos”.

“La otras opciones serían quedarse aquí y montar una defensa, demostrando que le
tienen tanto aprecio a sus reos como para dejar morir a millones por ellos”, intervino el
Merodeador “O emprender la huida hacia el norte, rezando para que Muerte en el Viento
y su horda no nos alcancen a medio camino y simplemente nos arrollen”.

Bernard pareció decidirse entonces “Creo que tienen razón. Que los dioses me perdonen,
pero no puedo sacrificar a todo mi pueblo por un puñado de ladrones y asesinos. Daré la
orden de marchar inmediatamente, dejando las cárceles cerradas”.

“Tal vez sería bueno si algunos de los vagones con prisioneros quedaran abandonados
cerca de la ciudad”, dijo Erandiril “Si se los deja a todos demasiado juntos, podrían llegar
a sospechar” La sugerencia fue unánimemente aceptada.

Estando todos de acuerdo, el plan se llevó a cabo. Llevando consigo tan solo los
elementos más vitales, los habitantes y refugiados de Weimar partieron hacia el norte a
toda prisa. Cuando, una semana más tarde, llegaron las hordas demoníacas, encontraron
un auténtico festín esperando por ellos. Sabiendo que si se les negaba el alimento y la
diversión que tenían al alcance de sus garras las tropas podían volverse en su contra,
Muerte en el Viento y el Hermano Batalla decidieron esperar que sus subordinados
hicieran lo que quisieran mientras ellos revisaban los abundantes registros y mapas que
habían quedado en la ciudad tras la presurosa retirada.

Y así fue como, con el sacrificio de miles, millones pudieron salvar la vida, al menos de
momento.

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Capítulo Sesenta y Dos:

Cuando los dragones y los Seres de Luz despertaron nuevamente, el mundo se paralizó.
Después de la guerra contra los demonios, se habían escondido en todos los rincones de
la Creación, siendo rápidamente olvidados al caer esta bajo el yugo del Segador.

En el lejano norte, lo que se creían colinas comenzaron a temblar y moverse hasta,


finalmente, revelar la terrible majestuosidad dorada de los antiguos dragones. En templos
antiguos y criptas olvidadas, figuras aladas se agitaban hasta finalmente salir a la luz del
sol, sus armas clamando por la sangre del traidor.

Gran agitación dejaron a su paso, aunque volaron alto y sin dignar a los mortales que los
contemplaban estupefactos con una mirada siquiera. Tanto en los Reinos del Hielo como
en el Imperio de los Fae y en las escasas ciudades humanas que aún no habían sido
abandonadas, los corazones de la gente se regocijaron, pues ¿Cómo podía una señal tan
inequívoca del favor celestial presagiar algo distinto a la absoluta victoria sobre las
fuerzas demoníacas?

Pero los Señores del Sueño, el Rey Condenado y los Grandes Demonios sabían más que
los simples mortales, y el miedo atenazó su corazón. Si los “Seres de Luz” habían vuelto,
era casi imposible que pudieran contenerse ante la vista de sus enemigos. Bastaría con
que uno solo de la hueste celestial alzara la mano contra los demonios, o viceversa, para
desencadenar el Armagedón. Por una vez, el Segador se alegró de que el Hermano
Batalla estuviera acompañando a Muerte en el Viento.

Para su fortuna, nada de ello pasó, pues los aparecidos no tenían interés alguno en el
ejército de Muerte en el Viento, sino solo en aquel que los había traicionado hacía ya
tanto tiempo. Pese a todo, el desastre estuvo a pocos momentos de materializarse.

Mientras las hordas demoníacas se cebaban en los escasos humanos que iban quedando
en Weimar, la tierra comenzó a temblar fuertemente, al punto de convertir las escasas

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edificaciones que quedaban en pie en meros montones de piedra y madera. Rápidamente
los dos Grandes Demonios salieron del castillo, llevando consigo un puñado de mapas
antes de que la vieja construcción colapsara. Debajo suyo, la tierra siguió moviéndose,
hasta que fue obvio que algo debajo de ella se estaba agitando. Lentamente, la punta de
un yelmo se dejó ver, el acero reluciente pese a los siglos y milenios bajo tierra. Luego,
un rostro de una belleza ultraterrena, capaz de conmover al más duro de los corazones.
Finalmente, la punta de una enorme ala, blanca como la nieve. Sorprendidos como
estaban, los Grandes Demonios estuvieron a punto de dejar que la hecatombe ocurriera.

Uno de los soldados demoníacos que estaba más cerca reconoció de inmediato a los
odiados enemigos de su raza y, con un aullido desafiante, se lanzó contra él. Alertado por
el grito, Muerte en el Viento atinó a sacar una de sus dagas, que lanzó con mortal
precisión contra la garganta del demonio, evitando el desastre por unos pocos segundos.

En el tiempo que tomó al Hermano Batalla recuperar la compostura y asegurarse de que


las tropas estaban bajo control, más de las figuras aladas salieron de la faz de la tierra,
mirando a los demonios con indisimulado odio.

“¿Y bien, qué va a pasar ahora?”, tronó el que parecía ser su líder, una robusta criatura
de densa barba negra, con una cicatriz que atravesaba todo el lado izquierdo de la cara,
incluyendo la cuenca vacía de su ojo izquierdo, y armado con un hacha gigantesca que
parecía estar hecha de pura luz “Cada uno de nosotros tiene ahora en sus manos el destino
de este asqueroso mundo. No seremos nosotros quienes rompan la armonía, pero si
quieren morir solo tienen que acercarse y atacar”.

“Valientes palabras para una panda de sobrevivientes de una raza de perros apaleados”,
escupió Muerte en el Viento. Una de las figuras aladas dio un paso adelante, pero la
mirada de su líder la detuvo en seco “Tienen suerte de que tengamos asuntos más
urgentes que acabar con su mísera existencia”, dijo el demonio, apuntando con su brazo
hacia el horizonte “Ahora lárguense, antes de que me arrepienta de ser tan
misericordioso”.

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Por un momento pareció que el líder de los Seres de Luz iba a atacar de todos modos,
pero finalmente se impuso la razón “Vámonos, camaradas, no perdamos tiempo con esta
chusma”.

Sin decir una palabra más, los Seres de Luz extendieron sus alas y emprendieron el
vuelo, uniéndose a sus hermanos en su búsqueda del traidor.

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Capítulo Sesenta y Tres:

La titánica figura miraba con indiferencia la llegada tanto sus de hijos como de aquellos
que pretendían ajusticiarlo. Una docena de dragones había permanecido en la Creación.
Todos ellos formaron un círculo protector a su alrededor, mirando amenazadoramente a
los Seres de Luz que iban llegando. Estos a su vez los observaban con un odio fratricida,
no atreviéndose aún a enfrentarlos. Unos cuantos tomaron a los maltrechos emisarios y
los ayudaron como buenamente podían, reconociendo la autoridad con que el ausente
Azrael los había ungido.

El cielo pareció abrirse para anunciar la llegada de Rafael, segundo al mando de los
ejércitos celestiales en la Creación y único de los arcángeles que no siguió a Azrael en su
regreso a los Divinos Cielos. Se trataba de una figura delgada, casi esquelética, cubierta
tan solo por una vaporosa túnica, más blanca que la nieve. En sus brazos cargaba una
esbelta espada de oro puro, a la que acariciaba distraídamente. Sus rasgos, de una
delicadeza extrema, hacían difícil creer que pudiera haber visto siquiera alguna guerra,
pero sus ojos desmentían esa impresión, irradiando una autoridad que pocos podían
resistir.

Sin miedo, se acercó al lugar donde se encontraba el Padre de Dragones. Sus criaturas le
cerraron el paso, siseando amenazadoramente, pero, incapaces de soportar el fulgor de su
mirada, debieron hacerse lentamente a un lado. Sin acelerar el paso ni revelar una pizca
de nerviosismo, el arcángel se acercó hasta quedar cara a cara con el traidor.

“Si gustas puedo fingir sorpresa ante la forma en que has superado a mis hijos, Rafael”
dijo con su habitual calma el Padre de Dragones “Después de todo, siempre fuiste amigo
de las demostraciones vulgares de poderío y las muecas de admiración que estas suelen
traer consigo”.

La respuesta del arcángel contenía el mismo tono tranquilo y sosegado, desmentido por
el odio que ardía en sus ojos “Me parece difícil creer que después de la cobardía que

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mostraste la última vez que nos vimos hayas decidido volver a aparecer ¿Acaso creíste
que podrías ocultar tu regreso, o has decidido al fin reconocer tus crímenes y aceptar el
destino que mereces?”.

“Por lo visto los años no han logrado darte sabiduría, Rafael”, fue la respuesta “Hablas
como si fueras mi superior, siendo que estás muy lejos de poder considerarte siquiera mi
igual. Vienes ante mí solo, siendo que puedo borrarte sin esfuerzo de la existencia, y que
cualquiera de los míos puede acabar con la patética excusa de ejército que ha decidido
seguirte”.

“¿Por qué nos traicionaste, Yddraig?”, preguntó el arcángel “¿Por qué nos abandonaste
en nuestra hora de mayor necesidad?”.

“No fui yo quien los abandonó, Rafael, fuimos nosotros quienes abandonamos a los
mortales. Tú mismo los enviaste a morir en combate contra los demonios, cuando lo
único que querían era vivir en paz. La divina imagen del inmortal Azrael los instaba a
sacrificar a aquellos que intentaban huir de la espiral de muerte en la que los habíamos
encerrado ¿Cómo podían pedir que me uniera a ustedes tras semejantes atrocidades?”.

“Era necesario, viejo camarada. Los mortales no son nada más que piezas que debemos
mover como mejor nos parezca para cumplir con la misión que el Único nos encomendó”
la voz tranquila de ambos contradecía la intensidad de sus palabras, pero ninguno estaba
dispuesto a mostrar al otro la más mínima señal de debilidad o falta de autocontrol “¿Qué
diferencia hace la muerte de cientos, miles o millones de cucarachas si con ello nos
acercamos más al plan que el Hacedor tenía para con el universo? ¿Qué importa que
mandemos torturar civilizaciones enteras, si al hacerlo ponemos en marcha la visión del
Todopoderoso?”.

“Olvidas”, respondió el Padre de Dragones, irguiéndose en su enorme estatura “Que si


aquel al que llamas Todopoderoso realmente fuera tal, el universo jamás se habría
desviado del plan que tenía designado para él, e incluso me habría sido imposible la

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rebelión. Después de todo, ¿Qué tan poderosa puede ser una entidad que es incapaz
siquiera de abrir las puertas que separan su mundo de este para que sus legiones puedan
llevar a cabo su voluntad?”.

“Hasta ahora estaba dispuesto a perdonarte, Yddraig, pero has blasfemado contra nuestro
creador, y la clemencia ya no es una opción” Ante la mirada de desprecio de la criatura,
se alzo por los aires hasta quedar frente a su pecho. Lentamente, tomó con ambas manos
la empuñadura de su espada “Lamento que las cosas tengan que terminar así, pero tú
mismo lo has buscado. Que el Señor se apiade de ti” Levantó el arma sobre su cabeza, y
la misma luz del sol pareció llenarla. Con un movimiento veloz como el relámpago, se
dispuso a descargarla sobre el pecho indefenso del dragón.

“No”, clamó una voz apenas audible, y fue como si una maza hubiera golpeado al
arcángel. En medio del intercambio en tonos cordiales y tranquilos, llegaba una palabra
cargada de ira. Al darse vuelta, Rafael vio que el anciano emisario de los débiles
humanos se acercaba hacia él. En sus ojos brillaban la convicción y el odio.

“No recuerdo haberte dado permiso para hablar, jovenzuelo” dijo el arcángel,
acercándose hasta que su rostro casi tocaba el del maltrecho emisario “Deja que tus
mayores discutan sus asuntos. Mientras tanto, puedes ir a jugar con tierra, o lo que sea
que tus bárbaros hermanos de sangre hagan para divertirse. Si me desobedeces, las cosas
podrían volverse desagradables para ti”.

“En eso te equivocas, escoria” el anciano vio con satisfacción la sorpresa de los Seres de
Luz: pocos podían tratar de esa forma al arcángel y vivir para contar la historia “Eres tú
quien aprenderá, al fin, cual es el lugar que le pertenece”.

Rafael sonrió y volvió a levantar su arma, listo para dar un golpe final al entrometido.
Pero, cuando iba a hacerlo, los brazos no le respondieron. Lo intentó una vez más, y otra,
pero era inútil: por mucho que se esforzara, se veía incapaz descargar su espada sobre el
emisario.

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“Olvidas que fue en nosotros que el amo Azrael depositó su autoridad, Rafael” dijo el
anciano “Olvidas también que le juraste total y completa obediencia, aún cuando ello te
significara la muerte. El poderío del Arcángel Supremo cae ahora sobre nosotros, no
sobre ti. Es por eso que te lo ordeno: ¡De rodillas!”.

Con la sorpresa pintando su rostro, el arcángel se precipitó hacia la tierra, dando con las
rodillas en el piso, en una postura de absoluta humillación. Su cuerpo se agitaba
desesperadamente, pero el juramento que había hecho aún lo ataba con toda su fuerza, y
cualquier resistencia resultaba inútil.

“Tus palabras muestran que eres indigno de ser parte de este glorioso ejército” la voz del
emisario era un susurro implacable, y el temblor de Rafael revelaba el agónico esfuerzo
que hacía por desobedecer “El castigo por tu insolencia es la muerte”.

Sin poder hacer nada, el arcángel vio como sus brazos alzaban, temblorosos, su propia
espada. Lágrimas asomaron a su impasible rostro, y un gemido ahogado expresó la
angustia que sentía. Hasta el final luchó, pero centímetro a centímetro la punta de la
espada se iba acercando, hasta que llegó a clavarse en su cuerpo y rasgar su carne. El
mundo estalló en un océano de dolor, pero su cuerpo llevaba a cabo, inmisericorde, la
sentencia dictada. Solo cuando la espada se hubo hundido hasta la empuñadura logró
Rafael soltar sus manos y pedir piedad.

El anciano bajó lentamente de las alturas en que se encontraba, para que aquellos que se
hallaban reunidos no perdieran detalle. Venciendo la agonía que le significaba el
moverse, tomó con ambas manos la espada y, apoyando un pie en el pecho del caído
arcángel, la arrancó, liberando un torrente de sangre y vísceras. Por un momento se vio
una expresión de alivio en el rostro de Rafael, pues con su muerte acababa la horrible
tortura.

En el silencio reinante, el emisario fulminó con la mirada a la hueste celestial “Si es que

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alguien más desea cuestionar mi autoridad o la de mis compañeros” dijo, alzando la
espada cubierta de sangre “Será mejor que lo haga de inmediato”.

Al ver que nadie se adelantaba, hizo una reverencia al Padre de Dragones, diciéndole
“Espero que podamos encontrarnos de nuevo en circunstancias más felices”. Luego
retomó su tono duro y ladró a los Seres de Luz, apuntando con la espada a la figura
inmóvil de Rafael “Asegúrense de dejar este cadáver donde los buitres puedan darse un
festín. El resto de ustedes síganme, pues tenemos mucho trabajo por delante”.

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Capítulo Sesenta y Cuatro:

Jack arrancó con una contenida maldición el trozo de madera que se le había clavado en
el brazo, vendándose rápidamente con tiras de una de sus camisas.

Afuera se escuchaban los guardias intentando recuperar el orden, y a la gente gritando y


preguntando por sus seres queridos. Por lo visto, buena parte de la ciudad se había venido
abajo con la aparición de aquellos seres alados.

En el cielo, durante unos instantes, pudo ver el rastro dorado de las criaturas dirigiéndose
hacia el sur. Aunque la tierra había dejado de moverse hace apenas unos minutos, ya
habían fanáticos gritando que tan solo podía tratarse de una señal del cielo: pese a las
adversidades, debían luchar y superar las dificultades, sin depender de los Seres de Luz.
No tardó en estallar una discusión con seguidores de otro predicador que afirmaba que la
aparición era una señal de que el fin se acercaba, pues las huestes celestiales sin duda se
preparaban para la lucha final por el destino de la Creación, una vez que los mortales
hubieran sido eliminados de su faz. Los soldados, irritados, no tardaron en disolver a
ambos grupos a punta de golpes, amenazando con enviar a prisión a quienes siguieran
causando desórdenes.

Habrá que tomar medidas rápidamente, pensó Jack mientras caminaba por las calles
destrozadas de la ciudad. Por fortuna, la mayoría de los edificios permanecían
mayoritariamente en pie, aunque el caos era total. Los guardias hacían lo posible por
contener el desorden, pero la agitación de la gente era mayúscula. Esta sería una
oportunidad perfecta para que los cultos a los demonios aumentaran su actividad, por lo
que Jack probablemente se vería obligado a actuar: Lo último que necesitarían los
defensores sería que les llevaran un montón de locos dispuestos a morir para ganar el
favor de los demonios.

Pese al desorden imperante, llegó con rapidez al palacio, internándose por una puerta
lateral tras dar las señales adecuadas a los suspicaces guardias. Si en la ciudad no hubo

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mucha destrucción, al interior del palacio era como si nada hubiera ocurrido. Las paredes
se encontraban intactas, y la mayoría de los adornos y muebles habían sido enviados al
norte, por lo que poco quedaba que pudiera caer y dañarse. En pocos minutos llegó a la
anodina puerta que buscaba. Tras un momento para juntar ánimo, la abrió y entró al
despacho de la Señora.

Solo dos veces se había visto forzado a visitarla sin anunciarse, y en ambas la había
encontrado exactamente en la misma posición: sentada frente a un lujoso escritorio,
leyendo informes que silenciosos criados le traían, y escribiendo rápidas respuestas a
cada uno de ellos. Misericordiosamente, parecía tener la costumbre de mantener puesta su
capucha en todo momento. No por primera vez, Jack se preguntó si el auténtico soberano
era el Rey o la enigmática figura que tenía delante suyo.

Después de un buen rato escribiendo, la Señora se detuvo un momento e indicó con un


gesto a Jack que podía sentarse. Luego, siguió enviando sus órdenes durante casi media
hora. Cuando finalmente estuvo lista, apartó los pergaminos y saludó a Jack "Bienvenido,
querido, ¿Qué puedo hacer por ti?".

"Creo que este terremoto y la aparición de esas figuras doradas nos van a causar más
problemas que unos cuantos edificios en ruinas. Ni bien hubo terminado de moverse la
tierra, ya habían lunáticos gritando en las plazas que el fin estaba cerca y que los
demonios devorarían nuestras almas, o alguna tontería por el estilo" Dio un suspiro "Es
posible que la Calavera Escarlata no esté tan muerta como creíamos, o que otros grupos
hayan surgido para tomar su lugar".

"Por favor continúa, querido", dijo la Señora, con su habitual tono dulce.

"Es posible que la Calavera Escarlata siga activa", respondió Jack "De ser así, están
siendo sumamente cautos, probablemente reclutando desposeídos y manipulándolos para
que esparzan su mensaje. Si están tomando precauciones adicionales, va a costar bastante
eliminarlos en forma definitiva. ¿Quiere que reúna información para que la guardia se

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encargue de ellos, o prefiere dejar todo el asunto en mis manos... por el precio habitual?".

"Esto no es un juego, muchacho" la irritación era patente en la voz de la anciana "Por


culpa del terremoto, el Rey ha decidido que el viaje debe adelantarse: mañana mismo
partirán las primeras caravanas. Quiero que tus hombres busquen a todos los predicadores
y los hagan desaparecer. Con eso no lograremos atrapar a los cabecillas, pero al menos
esperarán más tiempo antes de hacer su próximo movimiento, y la gente sabrá que no es
buena idea hablar del fin del mundo o de demonios devorando sus almas, al menos en
público".

"Entendido. Esta noche enviaré a uno de mis muchachos con mi informe, espero que
usted tenga nuestro pago".

"Es bueno ver que aún podemos lograr acuerdos" respondió, cordial, la Señora. Luego,
tomó pergamino, una pluma y volvió a sus deberes "Ahora, si me disculpas, el torrente de
trabajo no termina jamás. Esperaré con ansia tus noticias".

Sin mayor ceremonia, Jack abandonó la sala, su mente totalmente enfocada en el trabajo
que tenía por delante.

Lo esperaba un día atareado.

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Capítulo Sesenta y Cinco:

Las palabras parecieron perderse en el aire. La sala de audiencias estaba casi desierta:
tan solo el invitado a la presencia de los Señores del Sueño había sido admitido en ella.

“Lo que nos pides es demasiado, viejo enemigo”, gimieron las sombras “Incluso para
nosotros. Cuando éramos poderosos esa capacidad estaba fácilmente a nuestro alcance,
pero hacerlo ahora significaría sacrificar nuestra existencia por este mundo, y no estamos
dispuestos a ello”.

“¿Y qué hay de las armas que concedieron a los Fae?”, preguntó el Rey Condenado
“¿Acaso las destruisteis también?”.

“Aquellas armas no estaban hechas para perdurar” un poco más allá de donde alcanzaba
la vista, las sombras parecían moverse, pese a que ningún viento agitaba la llama de la
única vela encendida en la habitación “De haber sido así, los Fae podrían haberse
rebelado contra nosotros, o decidido que ya no necesitaban seguir adorándonos, y los
sacrificios prometidos nos habrían sido negados. No, necesitábamos que fueran débiles,
que dependieran de la fuerza que podíamos darles, para que se sometieran a nuestra
voluntad y no se atrevieran a negarnos nada. Tú puedes recordar con claridad el poder
que dimos a esas armas. El hacer siquiera una de ellas ahora sería el desastre para
nosotros. Lo único que haremos será dar nuestro mejor esfuerzo para que el ejército que
se enfrentará a Muerte en el Viento sea lo más fuerte posible”.

“Me parece difícil creer que aquellos a quienes por tanto tiempo hemos hecho la guerra
sean en realidad tan débiles”, respondió, dolido, el Rey “Aún admitiendo que el pasar de
los siglos os ha debilitado, sin duda alguna seríais un rival formidable incluso para el
ejército que se acerca”.

Un soplo de aire caliente apagó la única vela, y el Rey Condenado, por primera vez en
siglos, sintió auténtico terror.

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“¡Insensato!” Gritaron las voces, muchísimo más fuertes ahora que la luz que las
debilitaba había desaparecido “¿No crees que si fuera tan sencillo como salir y destruir a
nuestros enemigos tu raza se habría extinguido hace ya mucho tiempo? No, son muchos y
muy poderosos los votos que nos impiden abandonar este lugar” El Nordheim sintió un
escalofrío recorrerlo cuando algo helado tocó su espalda. Intentó retroceder un paso, y se
encontró con que sus pies no encontraban el suelo que debía sostenerlos “Hemos hecho
por los mortales todo cuanto podemos sin ponernos en riesgo, no nos pidas más”.

Lentamente, la realidad recuperó su dominio sobre la sala de audiencias. Una vez más
los pies del soberano se encontraban sobre fría piedra, y la antinatural oscuridad
retrocedía, dando paso a la penumbra de la noche estrellada.

Un susurro lejano, casi imperceptible, llegó a sus oídos “Ve en paz con los tuyos, viejo
enemigo, y recuerda lo que te hemos dicho”.

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Capítulo Sesenta y Seis:

Sin tener que preocuparse más por el anciano, Holtz emprendió el avance hacia el norte
a una velocidad que lo sorprendió. Recuperadas sus fuerzas por la comida en la casa
abandonada, descubrió que podía correr durante horas sin detenerse a descansar. El
alimento dejó de ser problema cuando se dio cuenta que los depredadores ya no eran la
amenaza que representaban antes de que hubiera bebido la sangre de la Bestia. Así, cada
vez que se detenía a descansar, dejaba que algún animal salvaje lo encontrara, y con eso
conseguía abundante carne.

Es difícil saber cuanto tiempo estuvo así, pues los días y las noches se sucedían en un
borrón indistinguible. Al poco tiempo se percató de que necesitaba descansar cada vez
menos, por lo que podía avanzar durante buena parte de la noche, detenerse un par de
horas antes del amanecer, comer un poco y seguir andando. Una parte de su mente
registró que el color de su piel se había ido oscureciendo hasta ser casi completamente
negra, y que sus uñas se habían vuelto largas y afiladas como garras, pero no le dio
importancia. Lo único que importaba era llegar a donde fuera que se llevara a cabo el
combate contra los demonios.

Como su piel ya no sentía el frío, dejó de prestar atención a los refugios abandonados e
incluso a aquellos en los que el cáncer de los demonios o de los bandidos se había dejado
sentir. Ni siquiera la vista de las ciudades vacías y los cadáveres apilados que encontró a
su paso lo hicieron disminuir el tranco: su mente se hallaba demasiado lejos de las
preocupaciones humanas como para dar importancia a tales minucias. En ella solo existía
el lugar de destino, sus ojos solo veían el lejano horizonte. Su cuerpo se preocupaba
exclusivamente de traspasar energía a sus piernas y pies, al punto que parecía que estos
apenas tocaban el suelo.

Días y semanas anduvo Holtz, sin apenas consciencia de si mismo, cuando una noche
algo cambió. Intrigado, se forzó a disminuir el paso hasta detenerse. La noche estaba
despejada, y la luz de las estrellas le permitía ver un poco más adelante. En el camino, un

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carromato aparecía estancado en un hoyo. El conductor azotaba frenéticamente a los dos
raquíticos jamelgos que tiraban el vehículo mientras una jauría de perros salvajes se
acercaba lentamente.

Actuando exclusivamente por reflejo al ver potencial comida, Holtz desenvainó su


espada y cargó contra las alimañas.

Se trataba de tal vez dos docenas de perros sucios y malolientes, desde un par de
caniches ridículos descartados por las damas a las que solían hacer compañía hasta un
enorme mastín de guerra, claramente el líder de la manada. Fue contra este que se lanzó
Holtz, ignorando las dentelladas que le lanzaban los demás animales. El enorme perro lo
vio y alcanzó a girar el hocico en su dirección, justo antes de que la hoja le atravesara el
cráneo y lo hiciera caer muerto. Otras dos bestias saltaron sobre él, solo para caer tras dos
destellos de su espada. Los demás animales, viendo que estaban frente a un depredador
superior a ellos, huyeron.

El guerrero se dio media vuelta para conversar con los viajeros, pero la escena que
encontró le quitó el habla. Tres mujeres al borde de las lágrimas lo miraban con horror
desde el carromato, mientras que el conductor aporreaba con mayor furia a sus animales,
haciéndoles sangrar el lomo. Ya pasado el peligro, Holtz podía ver que se trataba de
gentes humildes, vestidas con ropajes de campesinos, que llevaban sus escasas
posesiones en el maltrecho carruaje.

El guerrero limpió su espada y la envainó, en lo que esperaba fuera un gesto


tranquilizador “No voy a hacerles daño”, dijo con una voz rasposa que a duras penas
reconoció como suya, y dio un paso al frente. Con un alarido histérico, el hombre se
lanzó hacia adelante enarbolando su látigo en un intento desesperado de proteger a las
mujeres. El primer impulso de Holtz fue arrancarle la cabeza, pero matarlo no le
procuraría nada: Con los perros ya tendría comida suficiente. Aprovechando el impulso
del hombre, se adelantó y lo tomó por el brazo, deteniéndolo en seco. Un crujido le dijo
que el hueso estuvo cerca de quebrarse. Ignorando su exclamación de dolor, Holtz lo

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obligó a bajar del carromato y le arrancó de las manos el látigo.

Viéndose vencido, el hombre cayó al suelo, sollozando “Piedad, señor”, dijo entre
lágrimas “Piedad para mi familia y para mí”. Irritado, el joven guerrero lo obligó a
levantarse, una vez más tomándolo del brazo lastimado “Acabo de salvar la vida a ti y a
tu piojosa familia, agradece que no te maté pudiendo hacerlo. ¿Hacia donde se dirigen?”.

Todavía agitado, el hombre le respondió “Las noticias dicen que hay que ir hacia el
norte, a la tierra de los Fae” A la mención de ese nombre, las tres mujeres hicieron un
signo de protección en el aire, murmurando una oración “Pues las ciudades de los
hombres no son adecuadas para defenderse de los demonios” Pareció dudar un instante,
pero reunión valor y preguntó “¿Por qué no venís con nosotros, señor? Es lo menos que
podemos hacer para disculparnos”.

Holtz negó con la cabeza, cargando el cuerpo del mastín sobre sus hombros antes de dar
media vuelta y continuar su camino. Su viaje sería más largo si se quedaba con los
campesinos, y era posible que alguna patrulla rezagada de demonios los encontrara y
acabara con su infeliz existencia. El guerrero sabía que la gran batalla se desarrollaría
junto con la gente de las tres razas, y estaba dispuesto a dar la espalda a su humanidad
para participar en ella.

201
Capítulo Sesenta y Siete:

Cuando los últimos refugiados de las ciudades del sur llegaron al territorio de los Fae,
sintieron que aún cabía tener esperanzas sobre el futuro. Incluso el Segador y la Bestia,
los más pesimistas entre ellos, tuvieron que admitir que las preparaciones eran
impresionantes.

El pueblo que el Segador había atravesado en su viaje a la Torre del Sur había sido
completamente fortificado, con posiciones que permitían una fuerte defensa y que, en
caso de ser superados, podían ser colapsados desde adentro con muy poco esfuerzo, de
forma tal que el enemigo no dispusiera de una plaza fuerte que le sirviera de base de
operaciones. Miles de hombres y mujeres de las tres razas los observaban desde arriba de
las murallas, con una mezcla en partes iguales de esperanza y resignación: con los
últimos en llegar, las defensas estaban completas, pero eso significaba que no quedaba
nada ni nadie que pudiera interrumpir el avance de Muerte en el Viento.

Se encontraban a escasa distancia de las murallas cuando las puertas se abrieron y un


pequeño contingente salió a recibirlos. Se trataba de una docena de Guerreros Sombra,
sus armaduras resplandeciendo en el sol de la mañana, liderados por el hombre de la
máscara de plata.

“Los Señores del Sueño dan la bienvenida a las huestes de las últimas ciudades del Sur”,
dijo con una voz que, aunque suave, pareció alcanzar hasta las últimas filas de los
refugiados “Es un gran honor para mí el poder recibir la augusta presencia de los
soberanos reyes Dieter von Högerschaft de Brügenmord, Ingrid de Sinuessa, y Bernard
de Weimar. Asimismo es un placer recibir a aquellos que, salidos de tiempos antiguos,
vienen ahora en nuestra ayuda: el Segador, la Bestia Negra de Agarod, y el Merodeador
Nocturno. Sed todos vosotros bienvenidos en esta hora aciaga. Esperamos que vuestra
presencia resulte suficiente para hacer frente a la oscuridad que se alza contra nosotros”.

Tras unas pocas réplicas corteses, entraron a la ciudad. Los Guerreros Sombra fueron

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guiando a los distintos grupos a las zonas de descanso que les habían sido asignadas,
mientras que el heraldo se quedaba conferenciando con los líderes de la expedición.

“Me alegra que podamos reencontrarnos en circunstancias más felices, querida


hermana”, dijo este, saludando a la joven Fae “Ya estaba empezando a echarte de
menos”.

“Yo también me alegro de verte, Aeldros” mintió ella, sabiendo que cualquier tensión
podría repercutir en una menor confianza de parte de los reyes, y esto a su vez en
vacilaciones que podrían resultar fatales en el campo de batalla “Es una lástima que haya
ahora negocios más urgentes que el gozo del reencuentro. ¿Cómo está la situación?”.

“Bastante mejor de lo que cabría esperarse. Los roces con los Nordheim ya están casi
completamente eliminados, y hemos logrado grandes progresos con los humanos” en ese
momento, hizo una elegante reverencia a los soberanos, dirigiéndose a ellos con exquisita
cortesía “Mis buenos señores, como dije a su entrada, es un privilegio el tenerlos aquí.
Las gentes de su ciudad debieran marchar hoy mismo hacia el interior de nuestro reino: el
tener civiles en lo que con certeza será el comienzo del conflicto no nos ayudará en nada”
al ver que los reyes asentían, continuó “También debemos pedir que vuestras huestes se
replieguen hacia el norte. No han tenido tiempo de adaptarse a mis hermanos de raza ni a
los Nordheim, por lo que será mejor tenerlos como reservas: llevarlos de inmediato al
campo de batalla sería un riesgo demasiado grande”.

La reina de Sinuessa iba a responder airadamente, pero el Segador la interrumpió “No


digas ni una palabra, Ingrid, pues sabes que tiene razón. Ya sería un riesgo hacer que tus
fuerzas luchen con las de otros reinos, y mucho más si les pides que lo hagan al lado de
quienes consideran unos manipuladores que los apuñalarán por la espalda al primer
asomo de que ello pudiera reportarles algún beneficio” mantuvo los ojos fijos en Aeldros
mientras decía todo esto, pero el Fae no pareció darse por enterado “Necesitaré revisar
sus planes de batalla: es posible que haya aspectos de la lucha contra los demonios que no
han tomado en cuenta. Bestia hablará con las tropas, quizá pueda enseñarles algo de

203
utilidad antes de que Muerte en el Viento caiga sobre nosotros. ¿Quién dirigirá los
ejércitos?”.

Los soberanos, sintiéndose fuera de lugar en una conversación en que no eran el absoluto
centro de atención, se excusaron, dejando solos al Segador, Erandiril y los demonios en
compañía del desfigurado Fae.

“Se ha acordado que será el Rey Condenado de los Nordheim quien tendrá el mando
supremo, noble Segador” Al ver la extrañeza en su rostro, prosiguió “Ha sido él el
principal responsable de que nuestros ejércitos no lograran aniquilar a su raza durante
nuestra larga guerra, pese a ser claramente superiores. Es el guerrero más experimentado
entre todos los mortales, y conoce a la perfección las fortalezas y debilidades tanto de su
raza como de la nuestra. Además, es el único que aún recuerda las guerras que nuestras
razas libraron contra el imperio de Muerte en el Viento y los Siete hace ya tantos años”.

La Bestia y el Merodeador decidieron hacer lo posible por colaborar en el esfuerzo de


guerra, por lo que abandonaron el lugar.

“Necesitamos asegurarnos de que todo esté en orden, Aeldros” dijo francamente


Erandiril. Ahora que se habían marchado los reyes, no necesitaba fingir afecto por el
hermano que había ordenado su ejecución “En algunas de las ciudades del norte habían
humanos dispuestos a traicionar a su raza e intentar una alianza con los demonios,
seguros de la inevitabilidad de su victoria. Deberías asegurarte de que no pase lo mismo
entre tu gente o los Nordheim”.

“Eso no será necesario”, dijo una voz profunda detrás de ellos. Al girarse, vieron a un
corpulento Nordheim vestido con una sencilla túnica de color café. Su cabellera,
totalmente blanca, le caía ordenadamente hasta la cintura, y un aura de natural autoridad
parecía emanar de su rostro duro como el acero.

Aeldros lo miró fijamente por unos instantes y luego, casi a regañadientes, hizo una

204
profunda reverencia “El Rey Condenado nos contó que aún vagabais por este mundo,
Lord Vachel” el desprecio y el miedo en su voz eran imposibles de disimular “pero
ignorábamos que aún os preocuparan los asuntos de los mortales”.

“Sabemos que no podemos combatir directamente contra los demonios sin que se abran
las Tres Grandes Puertas, Segador”, dijo el enviado, sin dar siquiera una mirada a los que
lo acompañaban “Pero nada nos impide aniquilar a los mortales que estén dispuestos a
unirse a ellos” su voz respetuosa pasó a un abierto odio cuando se dirigió a Erandiril y
Aeldros “Disfruten cuanto puedan de este día, pues al caer la noche llegará el Juicio, y de
él se hablará en susurros aterrados aún cuando hayan pasado miles de años y el nombre
del mismo Segador no sea más que un sonido carente de significado”.

205
Capítulo Sesenta y Ocho:

Las fuerzas demoníacas tardaron varios días en devorar el festín que les habían dejado.
El Hermano Batalla y Muerte en el Viento, al ver que se trataba de prisioneros y
desposeídos, adivinaron de inmediato que era una maniobra para demorarlos, pero no
había nada que pudieran hacer: sus fuerzas no habían sido aún pacificadas del todo, y
cualquier intento de alejarlos de la carne que se les ofrecía en bandeja habría sido invitar
al desastre.

De modo que solo pudieron observar cómo, una vez más, los demonios bajo su mando
daban rienda suelta a su sadismo y crueldad en los indefensos prisioneros. Cientos de
ellos fueron devorados vivos, mientras a otros se les ofreció torturar a alguno de sus
compañeros a cambio de su libertad. A quienes cumplieron con el siniestro encargo, se
les asó a fuego lento.

Al ver que los cautivos llevaban varios días sin comer, tomaron a los más famélicos
entre ellos y les dieron alimentos envenenados. Tras ver a sus compañeros morir en
medio de atroces espasmos, los prisioneros aguantaron cuanto pudieron sin devorar las
viandas que se ponían a su alcance. Algunos se veían incapaces de negar el hambre que
los invadía, y voluntariamente abrazaban el agónico fin de su existencia, para deleite de
sus torturadores.

Una semana entera estuvieron ahí, hasta que finalmente todos los prisioneros rindieron el
alma. Las calles de la ciudad estaban pintadas de sangre, y el olor de la masacre era
intolerable. Saciada su sed y colmado su hambre, era hora de partir una vez más.

Con fría lógica, Muerte en el Viento ordenó tomar los escasos cadáveres que aún eran
reconocibles y amarrarlos a sus obscenos estandartes, como una forma de recordar a los
presuntuosos mortales el destino que les esperaba: ellos habían destruido su imperio una
vez, ahora llegaba el tiempo de la venganza.

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Sin nada más que entorpeciera su paso, retomaron el avance hacia el norte. Tras haberse
rendido a su lado salvaje, los demonios se mostraban inusualmente disciplinados. Sin
lugar a dudas, estaban en condiciones de arrasar con lo que fuera que se les pusiera por
delante.

207
Capítulo Sesenta y Nueve:

Era cerca de la medianoche cuando los primeros alaridos llegaron a oídos del Segador.
Tal como el emisario había anunciado, el Juicio llegaba a quienes pretendían venderse a
los demonios. Habían decidido mantener esa información en reserva, pues no deseaban
alertar a los condenados y darles la oportunidad de inmolarse en aras de aquellos a
quienes deseaban servir. Así, el horror llenó el corazón de humanos, Fae y Nordheim por
igual, a medida que los Seres de Luz se entrometían en los sueños de los mortales y
destruían sus almas.

Nadie tuvo oportunidad de reaccionar: miles de gritos resonaron en el Gran Norte,


incoherencias sobre garras de luz que quemaban como el fuego, o de ojos brillantes cuya
mirada parecía revelar los más oscuros secretos. Soldados curtidos chillaban en sueños,
inútilmente rogando por clemencia. Niños pequeños a los que sus padres habían
contagiado la desesperanza sufrían el mismo destino que estos, sus espíritus quemados
lentamente por un enemigo invisible e implacable. No existía la piedad, no existía el
perdón, solo estaba el Juicio.

Aquellos que estaban despiertos no tuvieron mejor suerte. Como si de marionetas se


tratara, sus cuerpos dejaron de obedecerlos, siguiendo en su lugar a una voluntad mucho
más antigua y poderosa. Los más afortunados simplemente observaron cómo sus propios
cuchillos se clavaban repetidamente en los brazos, las piernas, los ojos: la muerte fue
lenta para ellos, y su agonía fue indescriptible. Otros, sin embargo, estaban reunidos con
sus familias, y no pudieron hacer nada mientras manos que no eran las suyas cortaban las
gargantas de sus esposas, estrangulaban a sus hijos y luego prendían fuego a sus casas.

El Segador escuchaba todo esto y una sonrisa horrible adornaba su rostro, pues sabía
que, sin importar lo horrible del castigo, los traidores lo merecían. Al igual que en los
tiempos en que él era amo y señor, la traición era tratada como correspondía. A medida
que los gritos aumentaban de intensidad, el Segador se levantó y recorrió alegremente la
ciudad. Vio cómo los guardias se ponían de pie y partían a vigilar las murallas, seguros

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de que tal abominación solo podía ser un preludio al ataque de los demonios. Siguió
caminando y vio a una mujer Fae, inmóvil, con dos pequeños cuerpos cubiertos de sangre
a sus pies, mirando desesperada cómo la casa en que estaba ardía a su alrededor.
Extasiado por el olor de la carne asada, el Segador siguió su camino, encontrando placer
en el sufrimiento de quienes estaban dispuestos a sacrificar a su propia raza para lograr
sobrevivir.

209
Capítulo Setenta:

Solo con la llegada del sol los defensores pudieron conocer la verdadera magnitud del
juicio de los Seres de Luz. Uno de cada cinco mortales había muerto, ya fuera consumida
su alma en sueños, o a consecuencia de la posesión de que habían sido víctimas. La gran
mayoría de los muertos eran soldados, por lo que la ya difícil defensa se convertía en una
situación aún más angustiosa, y eso sin contar con los esfuerzos que debían hacerse para
enterrar a los muertos y evitar una epidemia que pudiera disminuir la eficacia de las
tropas en combate.

En una espaciosa cámara se hallaban reunidos el Segador, los dos Grandes Demonios,
Erandiril y su hermano Aeldros. Ellos eran los únicos de la ciudad que sabían la verdad
de lo que había ocurrido, si bien ya habían enviado informes a los Señores del Sueño y al
Rey Condenado.

“Tendremos que hacer algo con esto”, dijo Erandiril. La palidez que la invadía indicaba
que aún no se había recuperado de la impresión provocada por la venganza celestial.
Había imaginado que el castigo sería terrible, pero nada podía prepararla para el asesinato
indiscriminado de inocentes “La moral de los soldados está en su peor momento.
Debemos actuar, o cuando aparezca Muerte en el Viento la mitad de las tropas van a huir,
mientras que la otra mitad va a estar paralizada por el terror”.

“Tienes razón, hermana”, admitió Aeldros, al tiempo que se rascaba una de las cicatrices
ocultas por su máscara “Sin embargo, debemos ser cautos. Por lo que Lord Vachel dijo,
esto debe haber sucedido en todo el Gran Norte, y siendo analizado por los altos mandos
en todos los fuertes y guarniciones que tenemos. Si decimos algo ahora, y luego los
Señores o el Rey Condenado dicen algo distinto, las tropas dejarán de confiar en
nosotros, con un efecto devastador en la moral”.

“Lo que las tropas piensen o dejen de pensar da igual: dentro de unos días estarán todos
muertos” exclamó el Segador. Sus ojos aún parecían reflejas el brillo de las hogueras, y la

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macabra sonrisa todavía no lo había abandonado, por lo que ningún mortal se atrevía a
mirarlo a la cara “Con ellas en su mejor momento, este pueblo ya estaba condenado a
convertirse en una gran pira funeraria. Lo que queda por ver no es si va a salvarse o no,
sino cuanto tiempo podrán comprar las vidas de sus defensores”.

“Si les decimos que fueron los Seres de Luz los que hicieron esto, estaríamos tallando
nuestra propia lápida”, dijo el Merodeador “Quizá pensarán que la guerra es inútil y que
los propios cielos” el odio contenido en esa última palabra hizo que un escalofrío
recorriera a Aeldros “Quieren su caída, o tal vez que es una señal de que los mortales no
son dignos de seguir viviendo en este mundo. Debemos decirles algo que les de un
motivo por el cual luchar, algo que los ponga furiosos”.

“Digámosles que todo ha sido obra de Muerte en el Viento”, terció Erandiril “Que algún
ritual o magia poderosísimo es la que ha causado todo esto, cebándose en los puros de
corazón con el objeto de llevar a sus aliados a la locura. Eso probablemente logre que se
indignen lo suficiente como para plantar una resistencia al menos parcialmente efectiva”.

Los otros cuatro consideraron su propuesta, y finalmente asintieron “Tienes mucha


razón, Eri”, dijo Aeldros “Con esto ganamos al menos una justa indignación de parte de
los nuestros. Ahora solo tendremos que asegurarnos de que no quede nadie para contar la
historia en los otros puestos”.

“Eso es fácil”, dijo Bestia “Inventa un falso mensaje en el que se nos llama con urgencia
a un consejo de guerra. Naturalmente, la ciudad no puede sacrificar a ninguno de sus
defensores, por lo que nosotros partiremos solos, prohibiendo que la ciudad sea
abandonada bajo ninguna circunstancia. De todos modos, cuando llegue el ejército
enemigo, la masacre va a ser completa y total, si lo que ha sucedido con las ciudades
humanas es alguna indicación”.

En ese momento sonó un golpe a la puerta, y un ceñudo Guerrero Sombra entró a la sala
“Mi señor”, dijo, dirigiéndose a Aeldros “Nuestros hombres han capturado a un demonio

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que intentaba entrar a la ciudad. Él mismo ha anunciado su presencia y no ha opuesto
resistencia, por lo que los Nordheim que lo vieron no lo asesinaron en el acto. Mientras
era cargado de cadenas, dijo que su nombre era Holtz, y pedía ser llevado a presencia del
Segador o de Bestia de Agarod, si es que ellos se encontraban en la ciudad”.

“Haz que lo suelten y lo traigan, Aeldros”, dijo la Bestia “Se trata de uno de mis pupilos,
y al parecer el único sobreviviente de la masacre de Brügenmord”.

Al ver que su señor asentía, el soldado hizo un saludo marcial y abandonó la estancia.

“Ya está solucionado el problema del juicio de los Seres de Luz”, dijo el Segador “Ahora
solo queda dejar las órdenes apropiadas y partir lo antes posible. ¿Crees que tu discípulo
pueda ser de alguna ayuda, hermano?”, preguntó a la Bestia.

“No me cabe duda de que así será”, respondió este “Yo le he enseñado personalmente
durante varias semanas, y además ha bebido de mi sangre. No me extrañaría que fuera
más fuerte que cualquiera de los inútiles que hay en esta ruina de pueblo”.

“Muy bien, será mejor que nos pongamos en marcha ahora mismo”, dijo Aeldros,
ignorando el insulto “Sin duda el Rey Condenado estará ansioso de escuchar todo lo que
ustedes puedan contarle”.

212
Capítulo Setenta y Uno:

“Lo que hiciste fue bastante arriesgado, Vachel”, dijo el anciano mientras daba una
calada a su cigarro “Fue una suerte que los Seraphim no decidieran interpretar tus
órdenes en forma más amplia y empezado a asesinar a todos los ‘sucios mortales’ sobre
los que pudieran poner sus garras”.

“Johann tiene razón”, dijo la pequeña niña que actuaba como emisaria de los Fae “Ya es
un pequeño milagro que ninguno de ellos haya decidido ir a renovar la guerra santa con
los demonios. Ordenarles salir a matar a los impuros no hará más que seguir
agitándolos”.

“Sí, admito que fue un riesgo, y que muchos que debieron haber vivido perecieron” dijo,
apesadumbrado, el emisario de los Nordheim “Sin embargo, no se trataba de un riesgo
tan alto como ustedes creen” Se dirigió al anciano emisario de los humanos “El ejemplo
que diste con Rafael les dejó las cosas muy claras: pueden maldecirnos y odiarnos cuanto
gusten, pero no podrán desobedecer una orden directa. Era obvio que matarían a más de
los que era realmente necesario, pero era indispensable separar el trigo de la cizaña, o los
mortales jamás habrían tenido una oportunidad. Por lo demás, ni siquiera los más
rebeldes entre ellos serían tan estúpidos como para aprovechar excesivamente el margen
de discreción que les di. Después de todo, ya han visto los horribles tormentos que
podemos ordenarles inflingirse”.

“Esa no es la única preocupación que debemos tener”, dijo nuevamente Johann “Yddraig
y su estirpe no tardarán en enterarse de lo sucedido, y dudo mucho que vayan a ver con
buenos ojos el juicio que has desencadenado sobre los mortales”.

Esta vez fue la niña la que replicó “Por lo que dio a entender cuando nos enfrentamos
con él, su principal preocupación es el bienestar de los mortales. No parece ser una
criatura sedienta de sangre, por lo que probablemente optará por hablar con nosotros
antes de hacernos la guerra. Cuando eso suceda, solo tenemos que explicarle que la

213
masacre ha servido en realidad a un bien superior”.

“Además”, intervino Vachel “Él sabe que si nosotros desaparecemos, nuestra influencia
sobre las legiones celestiales desaparecerá, y todos sabemos lo que eso significaría”.

“La guerra abierta entre el Cielo y el Infierno”, susurraron los otros dos emisarios con un
estremecimiento “Con la Creación como campo de batalla”.

214
Capítulo Setenta y Dos:

Al amanecer del segundo día de viaje llegaron a la ciudad de la Torre del Sur, donde se
libraría la mayor batalla que la Creación hubiera visto en milenios. Aeldros había tomado
para si una de las execrables Bestias Pesadilla, adelantándose inmediatamente para dar la
noticia de su viaje. A diferencia de lo ocurrido en el puesto fronterizo, solo una pequeña
comitiva los estaba esperando, lo que pareció lo más sensato a Erandiril: dados los
acontecimientos, ninguna precaución era excesiva, pues la totalidad de la ciudad debía
estar pronta a su defensa.

Habían viajado a una velocidad de vértigo. El Segador y los demonios parecían no


conocer el cansancio, corriendo a velocidades increíbles durante toda la noche, sin parar a
descansar siquiera un momento. Subida a los hombros de la Bestia, Erandiril tuvo tiempo
de meditar sobre su situación. Ciertamente los dos demonios estaban disminuyendo el
tranco para adaptarse al del Segador y de Holtz. La diferencias entre mortales e
inmortales era enorme. En su momento, Fae y Nordheim hicieron pactos con criaturas
que no pertenecían al Cielo ni al Infierno, y aún así pudieron vencerlos solo tras grandes
sacrificios. ¿Qué esperanzas tenían de prevalecer, entonces, con una alianza que no había
sido puesta a prueba, y unas fuerzas que eran apenas un remedo ridículo de las de antaño?

Su triste hilo de pensamiento se vio interrumpido cuando la Bestia se detuvo y la dejó


suavemente en el suelo. Al ver su rostro, Erandiril no podía creer lo que reflejaba:
angustia y una profunda vergüenza.

Al seguir la dirección de su turbia mirada, vio que una figura cubierta por una pesada
capucha negra salía a recibirlos: sin que alcanzara a darse cuenta, ya habían llegado a la
Torre del Sur. A una respetuosa distancia de la figura, la seguían un apuesto hombretón y
media docena de guardias humanos en completa armadura.

“¿Quién eres, extraño?” clamó este “He venido a hablar con el Rey Condenado y hacer
la guerra a Muerte en el Viento, no a parlamentar con los lacayos de los reyes de los

215
hombres”.

Del fondo de la capucha salió una risilla cascada, seguida de una voz que parecía poseer
la profundidad de los eones “Por muchos años que hayan pasado, Segador” dijo, burlona,
la figura “Jamás habría creído que fueras a hablarme de esa manera”.

El cambio que se produjo en el antiguo señor de demonios dejó estupefacta a Erandiril.


Lo había visto abrirse paso a sangre y fuego a través de un regimiento entero de
guerreros, con el éxtasis de la batalla llevando una sonrisa salvaje a sus labios. Había
compartido con él banquetes en los salones de la realeza, en los que recordaba las
maravillas de su antiguo imperio y se reía cruelmente del absurdo orgullo de los mortales.
Sin embargo, esta era la primera vez que veía asomar auténtica alegría a ese rostro adusto
y severo. No la alegría del guerrero que demuestra su superioridad, ni la del emperador
cuya palabra es ley en todo el mundo conocido. En su lugar, veía en el Segador el gozo
que puede inundar a un anciano que, tras haber sobrevivido largos años a guerras,
hambrunas y las diversas miserias que la vida puede ponerle al frente, se encuentra con
un amigo de la infancia al que creía desaparecido hace largo tiempo.

“He… hermana”, vaciló el Segador, con una apacible sonrisa en sus labios “De todas las
alegrías que pudiera darme esta era decadente, tu presencia es la más bienvenida” Se
acercó a ella, temblando de emoción, y abrazó fraternalmente su frágil figura. Erandiril
notó con emoción que lágrimas de gozo corrían libremente por el curtido rostro del
demonio en forma de hombre. “¿Por qué llevas el rostro cubierto?” escuchó decir al
Segador “Los cuerpos de los demonios jamás parecerán agraciados a ojos de los mortales,
pero ya no debes temer: yo mismo mataré a cualquiera que ose alzar la voz en contra
tuya”.

Lentamente, con reticencia, la figura encapuchada se separó del abrazo de su hermano


“¿No lo sabes, entonces? Debiera darles vergüenza”, dijo, apuntando un dedo enguantado
hacia donde se encontraban la Bestia y el Merodeador “Si le hubieran contado, yo no
tendría que causarle un dolor tan grande ahora”.

216
El Segador, aún sonriendo tiernamente, respondió “¿De qué estás hablando, Hermana?
Me dijeron que habías muerto a manos de Muerte en el Viento por complotar en su
contra”.

“Temo que esa no es toda la verdad, Segador”, dijo la figura, con voz triste “Pese al
tiempo transcurrido, me veo incapaz de rememorar aquello por lo que pasé, pero puedo
mostrarte, si lo deseas”.

Tomando al Segador de un brazo, se alejó un poco del lugar. Ella quedó dándoles la
espalda, por lo que no pudieron ver el rostro que se descubría al alzarse la capucha.
Erandiril agradeció en silencio por esto, pues con claridad distinguió el horror en los ojos
del Segador, que luego dio paso a una profunda tristeza, una pena tan honda que ni
siquiera las lágrimas bastaban para aliviarla. Finalmente, la capucha volvió a bajar, y la
figura se devolvió hacia el lugar donde la esperaba el resto de su comitiva. Al cabo de
unos momentos, la expresión del antiguo señor de demonios comenzó lentamente a
cambiar. De la tristeza pasó a la determinación, y de ahí a la furia. Erandiril intentó
separar la mirada de aquellos ojos como brasas ardientes, pero fue incapaz.

Desde tiempos inmemoriales se decía que los ojos son la ventana del alma, y la joven
Fae tuvo la desgracia de vivirlo en carne propia, pues esos ojos reflejaban a partes iguales
una furia y un terror que los espíritus mortales apenas sí podían concebir. Furia por la
traición que le había arrebatado un imperio que abarcaba todo un mundo, y por la
mutilación del único ser al que alguna vez había podido acercarse sin tener que cubrirse
antes con el pesado manto que significaba ser el Señor de Demonios. Era la furia la que
lo llevaba a buscar venganza y, por ende, a oponerse al ejército que el traidor había
reunido. Por otro lado, su mirada reflejaba también el terror del Infierno al que había sido
obligado a regresar tras su muerte, y que le daban la decisión de luchar con todas sus
fuerzas para sobrevivir, pues con demasiada claridad recordaba el tormento que
significaba esa existencia.

217
He aquí que, entre la furia y el terror, la auténtica fuerza del Segador se hizo evidente, y,
en una explosión de luz enceguecedora, su auténtica forma se abrió paso. Ahí donde
antes había estado de pie un hombre corpulento con manos como garras, ahora se
encontraba la figura temida y odiada del Señor de Demonios, ante quien toda la Creación
alguna vez se había postrado. Nuevamente, el ojo diabólico de Hendedora de Enemigos
observaba aquello que la rodeaba, y parecía hambrienta ante la cantidad de almas que
esperaban ser enviadas chillando al Infierno.

Con expresión ceñuda, el demonio se acercó a la Bestia y al Merodeador Nocturno “No


debieron haberme ocultado el destino de la Araña, hermanos. Espero que ahora me
ayuden a vengar este ultraje como corresponde”. Sin prestarles más atención, dio media
vuelta y se dirigió hacia las puertas de la ciudad “Apresúrate”, dijo al pasar al lado de
Erandiril “Estoy ansioso por hablar con el señor de los Nordheim”.

La joven Fae no cabía en si de estupor. Por lo que veía, esta vez el cambio en el Segador
era permanente, pues, pese a no haber ninguna amenaza a la vista, no daba señal de
volver a su cuerpo de hombre. El pensamiento hizo que se permitiera una oleada de alivio
teñida de tristeza: por un lado, las tornas de la guerra parecían tomar un giro
decididamente favorable a las razas mortales. Por el otro, con la desaparición del cuerpo
mortal del Segador se desvanecía también el hombre al que ella había llegado a conocer.
Lo que había visto en sus ojos no dejaba lugar a dudas: el ser que ahora iba a reunirse con
el Rey Condenado no tenía en si ni tan siquiera una pizca de humanidad o conmiseración
por los mortales.

Con un escalofrío, Erandiril se preguntó si ello no acarrearía en el futuro más desgracias


de las que la victoria sobre Muerte en el Viento indudablemente evitaría.

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Capítulo Setenta y Tres:

En el mismo momento en que los defensores vieron al ejército demoníaco, supieron que
no sobrevivirían a la batalla. Las huestes llegaron al amanecer, sin hacer ningún intento
por aprovechar el elemento sorpresa, seguros de que la victoria era suya.

Cualquier fuerza mortal de esas dimensiones que intentara atacar un puesto tan bien
defendido habría estado condenada al fracaso. Por desgracia, no se trataba de mortales,
sino que de seres venidos de un mundo en el que solo existía una frenética lucha por la
supervivencia. El tiempo que llevaban en la Creación y la influencia del Hermano Batalla
fueron lentamente templando el fuego que ardía en sus corazones, dejando como
resultado tropas obedientes y disciplinadas que, llegadas al combate, mostraban un
salvajismo que superaba al de cualquier depredador.

La horda ya había arrasado docenas de ciudades humanas, así como incontables aldeas y
pueblos. Las voluminosas armaduras apenas parecían entorpecer su vertiginoso avance, y
la tonalidad rojiza que aún a la distancia podía verse en sus armas hablaba de las miles y
millones de almas perdidas a sus manos. Una de las unidades portaba orgullosamente un
estandarte adornado por los restos desfigurados de alguna víctima reciente. No era esto,
sin embargo, lo que hacía que su presencia fuera insoportable, y que incluso los más
endurecidos veteranos sintieran el frío azote del miedo en sus corazones: era el silencio.
Cualquier otro ejército habría cantado canciones para darse valor, o aullado desafíos y
bravatas. Los demonios, sin embargo, no emitieron sonido alguno al cargar, salvo el
repiquetear de sus pesadas botas sobre la tierra y el traqueteo de sus armaduras.

De inmediato se puso en marcha el plan de batalla. No se hacían ilusiones de detener a


los demonios, pero cada minuto que retrasaran su avance ayudaría a preparar las defensas
de la Torre del Sur, donde se llevaría a cabo la batalla que decidiría el resultado de la
guerra. Las pocas Bestias Pesadilla que habían alzaron el vuelo, cargando consigo
enormes calderos con plomo fundido, que dejaron caer sobre las hordas enemigas. Los
aullidos de dolor, primer sonido que emitían los invasores, provocaron una oleada de

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vítores de parte de los mortales: la primera sangre había sido suya.

Aprovechando el desorden, las tres enormes criaturas volvieron a tomar su letal carga y
se dispusieron a dejarla caer nuevamente sobre sus enemigos. Esta vez, sin embargo, los
esperaba una sorpresa. Confiados, los jinetes volaron más bajo, intentando causar
mayores daños. Esto, por desgracia, los puso al alcance de los demonios alados.
Creyendo que la pesada armadura les impediría alzar el vuelo con suficiente velocidad,
los jinetes los ignoraron… Hasta que se vieron rodeados de figuras salvajes que mordían,
desgarraban y apuñalaban a los enormes reptiles.

Cada una de las Bestias logró dar muerte a varios de sus atacantes antes de ser
sobrepasadas por el poderoso contraataque. Una a una fueron cayendo al suelo, superadas
por el enorme peso con que eran cargadas, siendo de inmediato arrolladas por los
demonios que se encontraban en el suelo.

Muertas las Bestias Pesadilla, los demonios quedaron con la vía libre hacia la ciudad.
Una lluvia de flechas intentó detener su avance, pero las armaduras que los protegían
eran más gruesas que las que podían cargar los mortales, por lo que ningún atacante cayó
ante ellas.

Las fuerzas que cargaban hacia la ciudad se abrieron a medio camino, permitiendo el
paso a una docena de gigantescas abominaciones que portaban en sus manos un poderoso
ariete. Todos los arqueros apuntaron hacia ellos, intentando frenarlos, pero fue inútil: el
impulso que llevaban era demasiado. Aún el plomo fundido que derramaron sobre ellos
resultó inútil. Tres de los porteadores murieron, pero no antes de destrozar el puente con
un poderosísimo y atronador golpe.

Como una marea se lanzaron las fuerzas demoníacas, arrollando a los defensores e
incluso a aquellos que habían derribado las puertas de la ciudad. Incansablemente se
lanzaron los soldados sobre las filas enemigas, intentando retenerlos mientras aquellos
que se encontraban en las murallas vertían plomo sobre ellos. Muchos demonios cayeron,

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junto con los mortales que se sacrificaban para que la Creación pudiera tener un futuro,
pero no fue suficiente. Aplastado el primer bolsillo de resistencia, los demonios se
esparcieron rápidamente por la ciudad. Lo único que parecía poder detenerlos era el metal
hirviente, contra el cual sus pesadas armaduras resultaban inútiles. Cientos de Fae,
Nordheim y humanos murieron en los primeros minutos del combate, convirtiéndose en
miles a medida que el día se iba consumiendo.

En un puñado de edificios, informes eran redactados en letra minúscula por avezados


amanuenses. En ellos, detallaban lo más posible la estrategia del ejército invasor, así
como las tácticas que resultaban útiles o inútiles contra ellos. Una vez que cada pequeña
hoja de papel era terminada, se ataba a la pata de una paloma mensajera y se echaba a
esta a volar.

Era solo una cuestión de tiempo antes de que el cadáver andante que era aquel puesto
fronterizo dejara de moverse, pero eso no impediría que sus habitantes colaboraran con el
esfuerzo de la guerra.

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Capítulo Setenta y Cuatro:

Representantes de las tres razas llenaban la gran sala de la Torre del Sur, donde
finalmente se encontraban frente a frente el Segador y el Rey Condenado. Todos los
reyes humanos se encontraban ahí, junto con sus asesores militares. Aeldros y Erandiril
Viento del Bosque se encontraban sentados en la gigantesca mesa principal, al igual que
el Merodeador Nocturno, la Bestia y la Araña. Holtz se encontraba sentado a la diestra de
su maestro, y lo propio hacía Jack respecto de la Araña.

En los extremos de la mesa, el Señor de Demonios y el soberano de los Nordheim se


miraban fijamente, como si estuvieran midiendo sus respectivas fortalezas y debilidades.
A su alrededor, las voces habían ido bajando gradualmente de intensidad, hasta que
finalmente reinó el silencio.

“Ha pasado mucho tiempo, Segador”, dijo el Rey Condenado “Me alegra que esta vez
nos encontremos en el mismo bando”.

“No tenemos tiempo para formalidades sin sentido, Temujin” fue la inmediata respuesta
del demonio “Mientras hablamos, Muerte en el Viento y su ejército se acercan. Si tienes
algo que preguntarme, hazlo de inmediato. De lo contrario, partiré a prepararme para la
batalla”.

“Más que respuestas”, dijo el Nordheim, aceptando el reproche “Lo que quiero es tu
opinión sobre nuestras preparaciones. Han pasado muchos años desde que enfrenté a los
demonios en batalla, y es posible que haya pasado por alto algún detalle importante”.

“Por lo que he visto, las fortificaciones parecen adecuadas, aunque serán inútiles si no
tienes tropas lo suficientemente fuertes como para mantener al enemigo fuera de ellos.
¡Bestia!” el aludido respondió de inmediato al llamado de su señor “Ve con algún físico y
haz lo mismo que hicimos en Brügenmord, es la única forma de mantenerlos a raya,
aunque sea por poco tiempo”. Con una reverencia, el demonio abandonó la sala. De

222
inmediato, Holtz tomó su asiento, ignorando las miradas de reproche de los presentes.

“Temo que es un mal necesario”, continuó el Segador “La sangre de la Bestia cambia a
los mortales en guerreros tan feroces como los demonios… por un precio” Una simple
mirada a Holtz, cuya transformación había continuado hasta el punto de parecer más
demonio que hombre, bastó para ilustrar el tremendo costo de beber la sangre de uno de
los Siete.

“Será mejor que tomes a tus tropas más desechables”, interrumpió Holtz, hablando
directamente al Rey Condenado “De cincuenta que tomamos el riesgo, yo fui el único
que ha sobrevivido, y solo con grandes esfuerzos he evitado convertirme en un animal
salvaje. No me cabe duda de que actualmente soy el más poderoso de los guerreros
mortales, pero no pasa un día sin que me pregunte si no habría sido preferible morir en la
batalla por Brügenmord”.

“Tus sentimientos son irrelevantes en este consejo, mortal” todos los rostros se giraron
para mirar al Merodeador Nocturno “Lo que se llevará a cabo aquí es una batalla para
evitar la erradicación de tu especie. Si lo único que puedes hacer es llorar porque no te
gusta quien eres, ve a lanzarte de lo más alto de la Torre, pues nos estás haciendo perder
el tiempo”.

Holtz bajó la cabeza, avergonzado. Los murmullos volvieron a la sala, interrumpiéndose


al alzar la voz el rey de los Nordheim “Yo mismo probaré ese veneno e iré a la batalla, si
es necesario: la victoria en esta lucha es más importante que mi vida”.

“Si las cosas resultan bien eso no será necesario, Majestad”, intervino Aeldros “Ahora
bien, ¿Podemos concentrarnos en los preparativos para la batalla?”.

Sus palabras hicieron eco en los presentes, y las siguientes horas las pasaron revisando
estrategias y planeando tácticas. Los consejos del Segador, la Araña y el Merodeador
resultaron invaluables, al igual que el genio de Erandiril. Solo se tomaron un breve

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descanso cuando fueron informados de que el asalto en el sur había comenzado, tras lo
cual se dedicaron a analizar en detalle los informes recibidos.

La batalla que daría forma a una nueva era estaba a punto de comenzar.

224
Capítulo Setenta y Cinco:

Una densa niebla cubría el terreno cuando el ejército de Muerte en el Viento apareció, y
eso estuvo a punto de hacer perder la batalla a los defensores incluso antes de comenzar.
La noche era cerrada, y apenas sí se podía adivinar la luz de las estrellas a través del
pesado manto de niebla. Pese al estado de alerta en que se encontraban las tropas, el
ejército enemigo había logrado acercarse hasta quedar a pocos kilómetros de distancia de
la ciudad cuando un jinete de Bestia Pesadilla dio la alarma. De inmediato los atacantes
comenzaron su carga, mientras los defensores ejecutaban frenéticamente unas órdenes
que, en circunstancias ideales, habrían tenido horas para completar.

La estrategia a seguir por los demonios era sencilla: utilizar a los pocos demonios alados
que quedaban para despejar lugares en las murallas, sobre los cuales irían pesadas
escaleras que permitirían el acceso del ejército a la ciudad. Mientras tanto, un pequeño
piquete debía derribar el puente principal, permitiéndoles extenderse como un cáncer por
toda la ciudad.

Una andanada de flecha los recibió en cuanto estuvieron a distancia de tiro. Por
desgracia, las gruesas armaduras eran demasiado resistentes como para ser dañadas por
tan poca cosa. A medida que ganaban impulso y se acercaban a la puerta principal de la
ciudad, iban perdiendo lentamente el orden y la disciplina, pues la sed de sangre los iba
dominando.

El primer choque del masivo ariete contra la estructura metálica fue tremendo, pero esta
logró resistir el impacto. Cuando los demonios empezaron a retroceder para una segunda
carga, se oyó un ruido sordo, y el puente cayó hacia delante, separado de los goznes que
lo sostenían. Antes siquiera de que el polvo se aposentara, los demonios escucharon el
sonido de varios vidrios romperse contra el suelo de piedra, seguido de un pavoroso
rugido. Con el impulso frenado por su frustrado asalto, poco pudieron hacer para evitar el
inhumano salvajismo de los humanos que se les lanzaron encima, con los ojos inyectados
en sangre y espuma saliendo por su boca. Sabiendo que las espadas resultarían inútiles

225
contra las poderosas armaduras, las fuerzas defensoras se habían armado con enormes
martillos, capaces de hundir y destrozar el metal. Actuaban en pequeños grupos
desorganizados, cada uno de los cuales se encargaba de eliminar un demonio por vez.

En lo alto de las murallas, los demonios encontraron escasa resistencia. En cuanto los
soldados apostados los vieron venir, huyeron hacia la torre que parecía vigilarlo todo.

Dado que era la única entrada que tenían a la ciudad, los demonios comenzaron a trepar
rápidamente por las escaleras, ansiosos por ser los primeros en beber la sangre caliente de
los mortales. A medida que iban trepando, las Bestias Pesadilla se dejaron ver a gran
altura, cargando entre sus garras enormes calderos, cuyo contenido vaciaron sobre los
invasores.

Esta vez no se trataba del ardiente plomo, sino que de un líquido oleoso y de olor
penetrante, que al poco tiempo empapaba a buena parte de la vanguardia enemiga. Al
verse indemnes tras las continuas descargas, los demonios rompieron a reír cuando vieron
al distante Guerrero Sombra apuntarlos con una flecha embreada y encendida.

La risa duró hasta que la flecha llegó a su destino y se desencadenó el Pandemónium.

El aceite ardió rápidamente, filtrándose por las rendijas de las armaduras y llenando el
ambiente con un penetrante olor a carne quemada. Los alaridos de agonía de los
demonios distrajeron a los ya aturdidos atacantes en la puerta, por lo que los humanos
pudieron forzarlos a retirarse. La primera oleada había sido vencida.

Pero el ansia de sangre de los humanos no era natural. Sintiéndose invencibles, cargaron
sobre el enemigo que huía, sin que ninguno de ellos se percatara de que estaban corriendo
directo al corazón del enemigo, que los esperaba con ansias. No hubo sobrevivientes.

Casi la mitad de los atacantes había caído sin que los defensores sufrieran bajas
importantes, pero las puertas de la ciudad ahora estaban en el suelo y no había defensores

226
en las murallas. Sabiendo que los mortales estarían reagrupándose, el Hermano Batalla
ordenó a sus tropas dispersarse rápidamente. Al no tener grandes concentraciones sobre
las cuales las Bestias Pesadilla pudieran arrojar su carga, la táctica que había sido tan
devastadora perdía buena parte de su efectividad.

A gran altura en la Torre, una figura se dejó ver. Las llamas que rodeaban su rostro lo
hacían visible incluso través de la niebla, y en sus ojos se podía leer un desprecio sin
igual por la horda que se arrastraba por los suelos. En sus manos, Hendedora de
Enemigos parecía también observar el campo de batalla, temblando levemente, como si
anticipara un festín de almas.

El silencio se propagó rápidamente por la ciudad, a medida que los demonios se detenían
a mirar con temor y respeto a aquel que alguna vez había sido el amo absoluto de su raza
en este mundo.

Fuera de la ciudad, rodeados por los más fuertes de entre sus guerreros, Muerte en el
Viento y el Hermano Batalla distinguieron a través de la niebla el semblante del Segador,
y una vez más conocieron el miedo y la vergüenza. Recordaron que él los había
gobernado con justicia, y que lo habían traicionado. A su mente volvieron los atroces
castigos que dejaba caer sobre aquellos que desafiaban su mandato, y que fueron el
destino final de cientos y miles de demonios y mortales, y sufrieron un involuntario
estremecimiento de temor pese a que todas las tornas parecían estar en su favor.

De vuelta a la realidad, Muerte en el Viento, enloquecido, soltó una carcajada que


retumbó en toda la ciudad. Luego alzó la voz en desafío, y fue escuchado con claridad
incluso en la distante torre. “¡No podrás ocultarte de mí, Segador! ¡Ya has muerto a mis
manos una vez, y esta noche volverás a hacerlo!” Luego azuzó a su guardia personal,
ordenando avanzar “¡Adelante, nuestro objetivo se encuentra al interior de esa torre,
ocultándose en medio de los mortales como un niño asustado busca refugio tras las faldas
de su madre! ¡Una nueva era de terror y sangre se alzará con el amanecer!”.

227
Ignorando las advertencias del Hermano Batalla, ordenó a su guardia personal entrar a
saco en la torre. Pese a la locura que lo invadía, recordó el efecto devastador que tuvo el
ataque de las Bestias Pesadilla , por lo que ordenó a un pequeño destacamento la
destrucción de la gigantesca puerta que la resguardaba, mientras el resto de su unidad
permanecía dispersa para presentar un blanco menos apetitoso a los calderos llenos de
aceite.

Por desgracia, la dispersión que les daba fortaleza frente a esa clase de ataques, los
debilitaba enormemente en el combate cuerpo a cuerpo. Una vez todas las tropas
estuvieron repartidas por la ciudad hasta el punto de que el aceite resultaría inútil,
comenzó el contraataque.

El primer golpe lo dieron las Bestias Pesadilla, cayendo desde el cielo en absoluto
silencio, destruyendo a varios demonios antes de volver a levantar el vuelo. Algunas
cayeron arrolladas por los demonios alados, pero la mayoría logró ocultarse en la niebla
para aparecer de improviso una, otra y otra vez. Cuando los demonios estuvieron
concentrados mirando el cielo en busca de sus enemigos, se dejó oír un cuerno de guerra,
y los mortales ocultos en las casas cargaron contra los demonios, causando gran desorden
entre sus filas.

Varios minutos pasaron hasta que la enorme puerta cayó bajo los embates de los
demonios, descubriendo un amplio pasadizo perfectamente iluminado… Y absolutamente
desierto.

Con el principal escollo resuelto, Muerte en el Viento y los veinte demonios que aún
quedaban de su guardia personal entraron en la torre, confiando en la capacidad del
Hermano Batalla para enfrentar la situación en la ciudad. La escalera que serpenteaba
hasta perderse de vista era lo suficientemente amplia como para que los demonios
avanzaran en una formación de a tres, y fue así que comenzaron a subir.

En el aire se respiraba una gran expectación, pues Muerte en el Viento ahora se daba

228
cuenta de que había sido provocado para hacer exactamente lo que quería el Segador, y
que con toda certeza había una trampa esperándolos. Pese a todo siguió avanzando,
seguro de que él y sus guerreros serían más que suficientes para enfrentar cualquier
imprevisto. Sin embargo, ordenó a los demonios avanzar más despacio y que estuvieran
atentos.

Esa prudencia fue la que salvó su vida y la de los suyos, pues con sus ojos agudos vio
que, confundiéndose con la oscuridad reinante, un contingente de Nordheim los esperaba,
con las armas preparadas. Un poco más cerca de los demonios, dos de los enormes
habitantes del Norte cargaban un caldero, y escrutaban las escaleras.

Con una señal de sus manos, Muerte en el Viento ordenó a los suyos detenerse. La
distancia a la que estaban y la prudencia de sus movimientos hicieron que los Nordheim
no los detectaran aún, dando al demonio la oportunidad que necesitaba. Moviéndose en
silencio pese a la armadura que lo cubría, logró acercarse varios metros antes de ser
descubierto. En cuanto vio que uno de los centinelas se sobresaltaba, dio un enorme salto
y le clavó una garra en la garganta. Antes de que el otro pudiera reaccionar, le dio un
empujón y lo envió gritando por el hueco de la escalera. Acto seguido, tomó el caldero
cargado de aceite y lo arrojó también por el hueco de la escalera, eliminando así la
amenaza.

Los Nordheim que se encontraban más arriba, en lugar de cargar inmediatamente contra
él, tomaron unos diminutos viales de cristal, cuyo contenido vaciaron de un trago, dando
tiempo al demonio de regresar con los suyos y cargar contra sus atacantes.

Los mortales luchaban por su tierra y su libertad. Los habían entrenado específicamente
para enfrentarse a estos enemigos, y les dieron armas que maximizaban sus ventajas y
explotaban las debilidades de sus oponentes. Tenían la ventaja de encontrarse en un nivel
superior de terreno, y acababan de beber la sangre de la Bestia, que les daba un vigor e
ímpetu impensable para cualquier otro. Lamentablemente, se enfrentaban a seres
inmortales que habían vivido una eternidad de sufrimiento y lucha por la supervivencia,

229
que ahora estaban formados como una unidad, con lo que potenciaban sus fuerzas. Al
estar en un espacio estrecho, los Nordheim no podían aprovechar su superioridad
numérica, debiendo enfrentarse prácticamente de uno en uno contra ellos.

Con el solo impulso de su carga, los enormes demonios se abrieron paso entre los
Nordheim con la misma facilidad con que el fuego se abre paso a través de la hierba seca.
Sin siquiera aminorar el paso, siguieron subiendo, ignorando las amplias salas en las que
cada cierto tiempo desembocaban las escaleras. Muerte en el Viento conocía bien al
Segador, y sabía que solo podía estar esperándolo en un lugar: la sala más alta de la torre,
desde la cual pudiera verse la mayor porción de lo que antes había sido su imperio.

Ya estaban cerca de su meta cuando sintieron el inconfundible sonido de metal contra


piedra que anunciaba la presencia de enemigos acercándose a toda velocidad. En el
momento en que los vio, Muerte en el Viento supo que la batalla sería difícil: se trataba
de casi un centenar de aullantes Guerreros Sombra, enfundados en sus orladas armaduras,
gritando maldiciones y echando espumarajos por la boca. Los lideraba una figura con el
rostro atrozmente mutilado, con los ojos desorbitados y carentes de cualquier signo de
cordura.

La lucha fue salvaje, pues los Guerreros Sombra eran los más temidos de entre los
mortales, y la sangre de la Bestia había despertado en ellos un ansia de sangre que jamás
habían experimentado. Ambos bandos luchaban con tenaz brío, olvidado todo ideal de
venganza o dominación: en aquel momento, eran semejantes a dos manadas de lobos,
luchando tan solo para demostrar su poderío.

Durante los primeros minutos, el abandono del asalto hizo parecer que los Fae saldrían
victoriosos, pero sus nuevas fuerzas fueron insuficientes frente a la superioridad de los
inmortales. Al final tan solo quedaban diez demonios en pie, pero ningún Fae sobrevivió
al asalto. El último en morir fue Aeldros, quien, al verse alzado del cuello por Muerte en
el Viento, vio en si la energía para un último acto de desafío, escupiendo en la cara al
enemigo de su raza antes de partir sonriendo al otro mundo.

230
Por el silencio que reinaba en la torre, podría haberse tratado de un sepulcro. Sin tomarse
siquiera el tiempo de cerrar los ojos a sus muertos, los demonios siguieron su camino.
Las galerías y los pisos se sucedían interminablemente, pero finalmente llegaron a su
destino. La gran puerta de oro y plata que antaño cubría la entrada a las habitaciones del
Merodeador Nocturno había sido arrancada hacía milenios, reemplazada por un burdo
portón de madera.

Con una sonrisa diabólica iluminando su rostro, Muerte en el Viento dejó caer una
enorme garra sobre la puerta, arrancándola de sus goznes y permitiéndole el paso. El
demonio era insensible y solo codiciaba el poder y el control, pero, habiendo conocido la
estancia en sus tiempos de gloria, no pudo evitar que por un momento el remordimiento
le atenazara el corazón.

En aquella habitación alguna vez se habían apilado los tesoros más exóticos que
pudieran concebirse, tal como correspondía a la alta posición de uno de los Siete: enorme
tapices hechos a mano con la exquisita artesanía de los Fae; joyas que harían cualquier
hombre vender su propia alma con tal de poseerlas, fruto de la insuperable artesanía de
los ahora desaparecidos Dwaroughs, y cualquier lujo que pudiera imaginarse. Esclavos
seleccionados de entre los mejores especímenes de cada raza trabajaban día y noche,
perfumando el ambiente con las más exquisitas fragancias…

Ahora, en cambio, el único aroma que se percibía era a encierro y humedad, pues los
pisos superiores de la torre hacía ya tiempo que no eran utilizados por los Fae. Donde
alguna vez estuvieron los tapices solo había una gruesa capa de mugre cubriéndolo todo.
En el centro de la habitación, contemplándola con aire ausente, se encontraba el Segador.

Al dar Muerte en el Viento un paso al interior de la habitación, el antiguo señor de


demonios se dio vuelta lentamente. La débil luz de las estrellas entraba por una ventana
mal tapiada, permitiéndoles ver un puñado de cajones de madera descompuesta, que solo
acentuaban la sensación de abandono que permeaba el lugar.

231
“¿Recordando los viejos tiempos, mi señor?” dijo con voz burlona el traidor “En tu vida
anterior jamás habías sido tan contemplativo. Realmente, algunas cosas han cambiado
mucho en este mundo”.

Tan distraído y seguro de su victoria estaba, que casi no alcanzó a ver el movimiento del
Segador. De inmediato se lanzó hacia atrás, pero el daño ya estaba hecho: Hendedora de
Enemigos había alcanzado a arrancarle tres dedos de su mano derecha. Mientras Muerte
en el Viento aún asimilaba lo que había sucedido, el Segador dio su respuesta “Y tú aún
hablas demasiado. Por lo visto, hay algunas cosas que jamás cambiarán”.

Luego, los guardianes se lanzaron contra él, y ya no hubo tiempo para palabras.

La enorme habitación pareció volverse repentinamente estrecha con los golpes, paradas
y fintas que en ella se ejecutaban. El Segador luchaba con la inagotable energía de
antaño, y la hoja que portaba era poderosa, pero aún así se vio forzado a ceder terreno,
pues en aquellos formidables guerreros había encontrado un digno desafío.

Un descuido fue lo que causó la primera baja: acostumbrados a combatir con mortales
que no se les comparaban en poderío físico, uno de los demonios intentó forzar la guardia
del Segador y arrebatarle su arma. Pronto aprendió que este era mucho más fuerte de lo
que parecía y, tras haber destrozado la tosca hacha, Hendedora de Enemigos se clavó en
el pecho cubierto por la armadura y bebió el alma del desdichado, enviándolo de regreso
al Averno del que había salido.

Viendo que no se enfrentaban a un adversario cualquiera, los restantes demonios


comenzaron a rodearlo lentamente, mientras Muerte en el Viento desenvainaba su espada
con la siniestra y se unía a la lucha.

Una vez más el Segador debió retroceder, asediado por todos lados por pesadas hojas
que buscaban su sangre. Hendedora de Enemigos era apenas un borrón que parecía estar

232
en todos lados al mismo tiempo, manteniendo milagrosamente a raya a los atacantes. Uno
de ellos se lanzó con demasiado ímpetu contra él, cruzándose con un compañero y dando
la oportunidad al Segador de atravesar a ambos con su espada.

Fue ese el momento que escogió Muerte en el Viento para golpear. Al ver que el Segador
daba el golpe, saltó hacia delante, buscando atravesarle la garganta. Este logró moverse a
tiempo, pero la hoja alcanzó a hacerle un tajo profundo en la frente, del que manó copiosa
sangre.

Al ver que su enemigo se debilitaba, los demonios redoblaron su asalto, esta vez
logrando causarle numerosos cortes y heridas leves, al tiempo que lo forzaban a
retroceder hasta encontrarse frente a una de las tapiadas ventanas de la habitación.
Nuevamente un demonio se adelantó más de lo debido. Nuevamente el Segador terminó
con su existencia terrenal, y nuevamente Muerte en el Viento se lanzó al detectar la
apertura en la defensa de su antiguo señor.

Pero esta vez lo estaban esperando.

Un momento antes de que Muerte en el Viento golpeara, el Segador soltó su espada y dio
un salto hacia atrás. El traidor intentó frenar su impulso, pero se había lanzado con
demasiada energía y no pudo hacer nada cuando el Segador lo tomó por las muñecas y se
lanzó con él al vacío, destrozando las endebles tablas que cubrían la ventana.

“Esta vez la historia termina en forma distinta, Hermano”, fue lo último que alcanzó a oír
Muerte en el Viento “Esta vez soy yo quien te da la muerte a ti”.

Abajo, la batalla estaba en su punto más álgido. Habiéndose dispersado lo suficiente


como para neutralizar las descargas de aceite, los demonios se veían ahora asediados por
los masivos asaltos de los mortales. El suelo estaba lleno de los muertos o moribundos de
ambos bandos, al punto que era imposible avanzar si no era pisoteando cadáveres.

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Sobre un montículo formado por sus enemigos vencidos, la Bestia enfrentaba al
Hermano Batalla. La siniestra armadura negra lo cubría por completo, haciéndolo ver aún
más enorme de lo que naturalmente era, y Grito Infernal aullaba en su mano,
imponiéndose incluso al estruendo de la refriega.

No había espacio para las palabras o las burlas en aquel titánico duelo, sino que solo las
espadas hablaban a través de una interminable sinfonía de movimiento imposible de
seguir a simple vista. Cada uno era el exacto opuesto del otro: donde el Hermano Batalla
era frío y metódico, Bestia era impulsivo y salvaje. De tal manera estaban igualados, que
la más nimia alteración podía decidir el resultado del combate.

Esa alteración se produjo al caer el Segador aferrado a Muerte en el Viento. Con su


atención puesta totalmente en el combate, Bestia ni siquiera se percató de esto, mientras
que el Hermano Batalla, acostumbrado como estaba a vigilar sus alrededores y obrar en
consecuencia, no pudo evitar mirar qué estaba sucediendo, distrayéndose por una
fracción de segundo.

Eso era mucho más de lo que la Bestia necesitaba.

En el mismo momento en que su oponente desvió la mirada, el ciclópeo demonio


descargó su espada sobre el metálico brazo de su hermano, seccionándolo limpiamente a
la altura del codo.

El aullido de agonía atravesó el campo de batalla, y los invasores supieron que su


general había sido derrotado. El honor exigía que se quedara y luchara hasta el inevitable
final, pero el Hermano Batalla, al igual que todos los Grandes Demonios, recordaba en lo
más profundo de su ser la agonía que significaba el Infierno del que había salido hacía ya
tanto tiempo. Era preferible verse humillado y vivir, que ser un mártir y volver a aquel
lugar de pesadilla. De un salto se alejó de la Bestia y comenzó a correr. Los mortales que
creyeron encontrar en él una presa fácil se convirtieron en cadáveres al lado del camino.

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Con una carcajada, la Bestia pasó su atención al campo de batalla, zanjando
definitivamente su resultado. Su brazo era poderoso, y poderosa era su espada. Con cada
golpe, un demonio caía para no volver a levantarse. Las bajas que sufrieron los mortales
fueron altísimas, pero ya no cabía ninguna duda: la batalla había terminado, y los
demonios no volverían a atormentar a los mortales.

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Capítulo Setenta y Seis:

Por mucho que se esforzaron en la búsqueda, no pudieron encontrar al Segador ni a su


mítica espada. Los restos de Muerte en el Viento fueron hallados a buena distancia de la
torre, con una expresión de furia pintada en su casi irreconocible rostro. Sin ninguna clase
de contemplaciones, su cuerpo fue desmembrado y enterrado en varios lugares diferentes,
con la excepción de su cabeza, que fue expuesta en la puerta de la ciudad para que
sirviera de testimonio del destino que esperaba a quienes intentaran lidiar en los asuntos
de los mortales.

Con la ayuda de la Bestia y el Merodeador Nocturno, hasta el último de los invasores fue
aniquilado. Terminado ese asunto, los tres Grandes Demonios, partieron a los caminos,
seguidos por sus discípulos: Holtz siguiendo a la Bestia, y Jack acompañando a la Araña.
Pasarían muchos años antes de que se volviera a tener noticias de ellos.

Las pérdidas para los mortales, principalmente para los Nordheim, fueron catastróficas.
Toda la ciudad estaba sembrada de cadáveres, y se necesitarían semanas para poder
enterrar o quemarlos a todos. Más de las tres cuartas partes de los defensores habían
muerto, y todas las Bestias Pesadilla que tenían los Fae habían muerto o huido tras la
muerte de sus jinetes. Los reinos humanos yacían devastados, y eran millones los que
habían perdido el hogar al que querían regresar.

Pese a todo el sufrimiento, la atmósfera era optimista. Después de todo, habían


enfrentado a un enemigo salido literalmente de los Infiernos y, gracias a su unión, habían
prevalecido. Con el Segador y los tres Grandes Demonios vagando por la Creación, el rol
que jugaron en la derrota de Muerte en el Viento fue rápidamente minimizado y casi
ridiculizado por quienes más tarde llegaron a escribir la historia.

En lo más alto de la torre, una delgada figura se alzaba, mirando la ciudad con tristeza.
Misericordiosamente, el hedor de los cadáveres pudriéndose al sol no alcanzaba aquella
altura, pero abajo tan solo reinaba el olor dulzón de la muerte, tanto de defensores como

236
de invasores.

Había sido un largo viaje, que ya tocaba a su fin. Ahora solo quedaba tomar un descanso
y luego seguir avanzando, hasta que las fuerzas le fallaran y ya tuviera que detenerse a
descansar por toda la eternidad. Pese a todo, Erandiril se permitió una sonrisa.

Pasara lo que pasara, el sol siempre volvería a alzarse sobre el horizonte.

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