Hace tiempo que vengo prometiendo a varios “compartir” una Lectio divina.
No soy nada afín a esto. Por una doble objeción: la más obvia, porque mi secreto es
para mí y la impudicia espiritual es tanto o más infame que la de pavonearse en paños
menores.- El otro motivo es postural: para evitar la sifosis espiritual, el orante debe
rezar erguido, sin arquearse jamás sobre sí; de modo que el Agua Viva fluya y salte
hacia Vida eterna y no se embanque…
Lo primero lo salvaremos recortando o recubriendo algunos detalles, como
quien le acerca una mantilla sobre los hombros a una descotada feligresa.
Lo segundo es más sencillo: la excepción confirma la regla. Golondrina no hace
verano. Seré insensato por un instante, como dice Pablo. No volverá a ocurrir, se los
aseguro.
Son las 6.15 de la mañana. Entro a mi celda llegando de Vigilias. Volvió el frío:
hacen tres grados. Prendo la jarra eléctrica y lleno el mate mientras los Señor Jesús, Hijo
de Dios vivo, ten piedad de mí pecador, descompasan el fluido ritmo que traían desde la
capilla, víctimas de la inevitable atención que amerita el prosaico rito de acomodar la
cama, la estufa, el mate, el termo… para estar a las y 20 subiendo al corazón de la
ermita, a la recámara real, a la torre-oratorio donde la magia está siempre a punto.
Tras las reverencias y besos de rigor, me instalo en mi escritorio, por cierto no
muy despejado, como debería tenerlo un vindicador del sobrio románico. Allí hay tres
Biblias: Jerusalén castellana, la Vulgata y la Griega de Lacueva. Mi cuadernito, el
calendario litúrgico y una bella lapicera-pluma. Además —en una ratona aledaña—
hay algunas Biblias más en otras lenguas vivas, está Guigo, diccionarios, hay un tomo
de la Filocalia, libros litúrgicos y el comentario patrístico a Lucas de Ciudad Nueva.
Como soy torpe y todo es bastante chico, me cuesta maniobrar entre todo eso a esa
hora con enredante cogulla puesta.
Pero ahí estamos. El mate se hincha y con engripada voz aguardentosa salen los
primeros compases del Rey del Cielo, la súplica bizantina al Espíritu Santo… El oratorio
va saliendo lentamente de su penumbra por tímidos rayos del día en ciernes. Miro al
Señor; miro a la Madre; pido más y más que descienda la Bondad, que quiebre mi
corazón de piedra, que ablande lo rígido, que alumbre lo sórdido, que rompa, que
invada, que inunde, que venga y rapte, que me lleve. Pido la irresistencia, una vez más.
La Biblia está cerrada. Verla así me lleva inexorablemente al Apocalipsis, y al gemido
del vidente: ¿quién, quién podrá abrirlo y romper sus sellos? El llanto de Juan ante la
Escritura cerrada es el llanto de Adán ante las puertas del Paraíso. Dios no me quite
olvidar jamás este Drama. Miro los Ojos abiertos del ícono y sé que Él abre ante mí su
secreto. Lo digo. Lo creo. Y abro entonces el divino Libro, el Corazón del Rey.
Mis yemas tocan el Lucas abierto, como quien acaricia los rasgos de un rostro.
Busco la cota: 12, 35-38. Qué bueno: me encanta que sea corto.
Hago mi acto de Fe: Señor y Dios mío: sé que eres Tú; que es tu Voz, llena de
tus ojos de Fuego, la que será pronunciada sobre mi inerme terruño. Habla Señor, que
tu siervo escucha; que tu hijo admira, que tu discípulo y mendigo clama por una gota
de Agua viva. Que el divino Mago y Encantador cautive a este fangoso monje y lo
interne a la Inmensidad… ¡Llévame!, como dice el Padre Sergio de Tolstoi…
Es de las instancias más lindas de la Lectio. “Siempre antes de un momento hay
un momento” creo que dice el dicho. Pues esa inminencia de revelación que aún no se
produce, ese segundo previo al inicio de la Sinfonía con un Von Karayan a batuta
levantada, clavando mirada en los músicos… pues eso ocurre cada madrugada antes
de bajar la vista sobre el papel para barrer suavemente el primer fraseo.
Y ahí arranca la Voz: estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y
sean como hombres que esperan a su señor…
Lo leo entero, los cuatro versículos. Suenan bellos. Será la gripe o el frío, que la
música fluye tranquila, sin interferencias; sin ese “ruido” que a veces se cuela en la
onda.
Lo leo de nuevo… y de nuevo.
Ya son las 7 y entonces salgo de mi escritorio para ubicarme al pie del pequeño
altar del oratorio. Queda media hora: y suele ser la más linda, la más “feliz” como dice
el Señor.
Pienso en la felicidad. En el privilegio de mi vida. De nuestra vida. Lo indebido
del Don… y con qué irresponsable infancia uno disfruta que sea indebido, en vez de
inquietarlo a uno. Es que uno es feliz (y no simplemente está alegre) en razón de este
sin-razón…
Se tiene gozo, se está contento, se es feliz… sin moralismos coyunturales, la
beatitud se instala en las honduras del ser. Se es feliz por una lámpara que arde con
aceite ajeno y por una expectativa que llena de gozo incluso aunque no entregue lo
expectado.
Y agarro mi lanudo tchotky y arrancan los Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten
piedad de mí, pecador… despacito, sin hacer olas, sin que se escape la liebre. Arde la
lámpara frente al ícono y el Señor mira, calmo. Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten
piedad de mí, pecador. De afuera crece el trinar de pájaros; cientos de pájaros... parecen
saber lo que hacen. Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador. Llego a
los 50 y me callo; me silencio. Es un buen momento; de genuina bonanza. Lo miro; me
mira. Va un mate más. La Escritura, sobre mi falda, yace ahí, llena de Vida. Mis yemas
vuelven al papel; esas yemas que en minutos tomaran y partirán el Cuerpo entregado
del Maestro, del Señor, del Diákono del Padre.
Beso el Libro abierto y pido la indebida gracia de ser guardado en Él. Intra tua
Vúlnera: abscóndeme. Abscóndeme. Abscóndeme. Con el Tesoro, en el campo. En el
corazón del mundo.
Siguen trinando los pájaros y entra a redoblar la campana, llamando a Laudes y
Misa. Ha pasado una hora y pico. Aunque lleve más de veinte años haciendo lo mismo,
esa campana siempre me sorprende, me agarra desprevenido: como un despertador.
Hay que dar de prisa con el farol de Narnia para poder volver al ropero, bajar del
altillo y salir al claustro rumbo a la sacristía. Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad
de mí, pecador…
Diego de Jesús