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CRÓNICA DE UNA LECTIO ANUNCIADA

Hace tiempo que vengo prometiendo a varios “compartir” una Lectio divina.
No soy nada afín a esto. Por una doble objeción: la más obvia, porque mi secreto es
para mí y la impudicia espiritual es tanto o más infame que la de pavonearse en paños
menores.- El otro motivo es postural: para evitar la sifosis espiritual, el orante debe
rezar erguido, sin arquearse jamás sobre sí; de modo que el Agua Viva fluya y salte
hacia Vida eterna y no se embanque…
Lo primero lo salvaremos recortando o recubriendo algunos detalles, como
quien le acerca una mantilla sobre los hombros a una descotada feligresa.
Lo segundo es más sencillo: la excepción confirma la regla. Golondrina no hace
verano. Seré insensato por un instante, como dice Pablo. No volverá a ocurrir, se los
aseguro.

Y la Lectio de hoy era oportuna, porque fue tranquila, en el sentido más


burgués del término: sin mayores altos ni bajos; sin sobresaltos. O también: porque su
contenido no dio mayor pie a ilaciones rumbosas, de modo que luce más la forma de la
Lectio que su contenido ocasional.
Un solo preaviso: cuando habla el Señor en mí, no responde eso a ningún
fenómeno místico, sobrenatural; no es más que su Voz en pura Fe, que llega a mí desde
la memoria de sus muchas palabras, o de otras, que le dijera a terceros, o sencillamente,
de mi conciencia, que es Su sagrario. Como decimos mucho acá: “La Lectio es la
mística de los pobres”: aquí el Señor nos habla, sin recursos extraordinarios.-
Vamos entonces con la crónica.-

Son las 6.15 de la mañana. Entro a mi celda llegando de Vigilias. Volvió el frío:
hacen tres grados. Prendo la jarra eléctrica y lleno el mate mientras los Señor Jesús, Hijo
de Dios vivo, ten piedad de mí pecador, descompasan el fluido ritmo que traían desde la
capilla, víctimas de la inevitable atención que amerita el prosaico rito de acomodar la
cama, la estufa, el mate, el termo… para estar a las y 20 subiendo al corazón de la
ermita, a la recámara real, a la torre-oratorio donde la magia está siempre a punto.
Tras las reverencias y besos de rigor, me instalo en mi escritorio, por cierto no
muy despejado, como debería tenerlo un vindicador del sobrio románico. Allí hay tres
Biblias: Jerusalén castellana, la Vulgata y la Griega de Lacueva. Mi cuadernito, el
calendario litúrgico y una bella lapicera-pluma. Además —en una ratona aledaña—
hay algunas Biblias más en otras lenguas vivas, está Guigo, diccionarios, hay un tomo
de la Filocalia, libros litúrgicos y el comentario patrístico a Lucas de Ciudad Nueva.
Como soy torpe y todo es bastante chico, me cuesta maniobrar entre todo eso a esa
hora con enredante cogulla puesta.
Pero ahí estamos. El mate se hincha y con engripada voz aguardentosa salen los
primeros compases del Rey del Cielo, la súplica bizantina al Espíritu Santo… El oratorio
va saliendo lentamente de su penumbra por tímidos rayos del día en ciernes. Miro al
Señor; miro a la Madre; pido más y más que descienda la Bondad, que quiebre mi
corazón de piedra, que ablande lo rígido, que alumbre lo sórdido, que rompa, que
invada, que inunde, que venga y rapte, que me lleve. Pido la irresistencia, una vez más.
La Biblia está cerrada. Verla así me lleva inexorablemente al Apocalipsis, y al gemido
del vidente: ¿quién, quién podrá abrirlo y romper sus sellos? El llanto de Juan ante la
Escritura cerrada es el llanto de Adán ante las puertas del Paraíso. Dios no me quite
olvidar jamás este Drama. Miro los Ojos abiertos del ícono y sé que Él abre ante mí su
secreto. Lo digo. Lo creo. Y abro entonces el divino Libro, el Corazón del Rey.

Mis yemas tocan el Lucas abierto, como quien acaricia los rasgos de un rostro.
Busco la cota: 12, 35-38. Qué bueno: me encanta que sea corto.
Hago mi acto de Fe: Señor y Dios mío: sé que eres Tú; que es tu Voz, llena de
tus ojos de Fuego, la que será pronunciada sobre mi inerme terruño. Habla Señor, que
tu siervo escucha; que tu hijo admira, que tu discípulo y mendigo clama por una gota
de Agua viva. Que el divino Mago y Encantador cautive a este fangoso monje y lo
interne a la Inmensidad… ¡Llévame!, como dice el Padre Sergio de Tolstoi…
Es de las instancias más lindas de la Lectio. “Siempre antes de un momento hay
un momento” creo que dice el dicho. Pues esa inminencia de revelación que aún no se
produce, ese segundo previo al inicio de la Sinfonía con un Von Karayan a batuta
levantada, clavando mirada en los músicos… pues eso ocurre cada madrugada antes
de bajar la vista sobre el papel para barrer suavemente el primer fraseo.
Y ahí arranca la Voz: estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y
sean como hombres que esperan a su señor…
Lo leo entero, los cuatro versículos. Suenan bellos. Será la gripe o el frío, que la
música fluye tranquila, sin interferencias; sin ese “ruido” que a veces se cuela en la
onda.
Lo leo de nuevo… y de nuevo.

Valga un comentario al margen: antes, cuando un texto “no-me-decía-nada”


irrumpía la inquietud, la nerviosidad, la impaciencia. Ahora ocurre todo lo contrario.
No digo sin más que ahora no ocurra eso,,, sino todo lo contrario: la inquietud llega
cuando se avalanchan desde adentro glosas y voces y sentidos sobre el texto. Y es en
cambio un deleite cuando estas voces permanecen apagadas, y el texto luce solo,
diáfano, límpido, impoluto.
Así era esta madrugada; al menos a los inicios, con los primeros mates.

La cuarta o quinta lectura abrió un poco el juego, para desgracia mía.


Ese plural constante me resultaba incómodo, por no confesar más crudamente:
poco feliz.
—¿Por qué, Señor, no puedes decirme: “cíñete el lomo y ten encendida tu
lámpara; sé un hombre a la espera de tu Señor”?
Pregunté sin esperar respuesta, y muy decidido a trastocar el pentagrama y
volverlo a escuchar con el cambio de alteraciones.
— Recibe el plural y responde en plural: esa es tu misión.

Pensé en esa muchedumbre de hombres, desparramados como hormigas por el


orbe, interpelados en esta madrugada, por Dios ante mí. Supliqué; pedí piedad.
Retruqué con algo de ingenio: derrama Señor tu divino aceite sobre las gentes; sin él no
hay lámpara que pueda arder. Unge el orbe para que arda en tu presencia…

Pasó. Con aguas muy calmas y una madrugada notablemente silenciosa, me


llevé a la boca un par de términos bellos, jugosos: un sustantivo y dos verbos; lámpara
por un lado, arder y esperar, por el otro. Ser lámpara, portar lámpara, llenar
lámpara… por suerte no se vinieron a tropel todas las lámparas de la Escritura, como
abejas a la miel. Suele ocurrir y —como digo— no siempre es un programón: a veces es
como que te den un mazazo con el anaranjado Léon-Dufour por la cabeza. No pasó:
sólo revoloteaba un poco la lámpara del Bautista, el Bautista como lámpara…
Después fue “arder”: no sabía tanto a alumbrar sino a consumirse; tiene sabor a
holocausto; y a calor y pasión. Y a belleza…
Y luego “esperar”: sabe a expectativa, como alude sin vueltas la Vulgata. Es una
gozosa expectativa, aunque herida por el amor. Duele la tardanza; pero hay gozo en la
certeza de que “no se tardará”. Sé que el tema me puede desorbitar mal y eyectarme
muy lejos, de modo que me ciño un poco el lomo mental como animal a rienda corta.
No obstante me es inevitable: ay la Parusía, Señor, la Parusía: dame poder verte llegar
cabalgando hasta esta torre, en un aurora cualquiera que sea última.
Y aparece esto de la boda: el señor aludido vuelve de la boda. No de una boda,
sino de laboda. —¿Acaso no son conmigo las bodas? ¿Cómo que vuelves de ellas? ¿No
vamos hacia ellas? ¿No son Tus bodas?
—Vengo del futuro. Soy Alfa y Omega. Claro que son mis Bodas.

Me detengo un poco en el “de inmediato”: abrirle de inmediato, cuando llega y


llama. Su sentido de celeridad es claro: al instante. Pero también tiene algo de cercanía
y contacto: lo inmediato es lo que repugna las mediaciones. No mandes a abrirme:
ábreme tú mismo. Lo más tú de ti mismo.
—¿Pero cuándo Señor, cuándo? (La pregunta no es genuina: sé su respuesta;
pero el amor es un poco así: gusta de preguntar para oír una vez más la deliciosa
respuesta… que no se tarda:
—Ahora mismo; ahora mismo. ¡Ábreme! (con timbre y acento al Cantar…).-

Y ahí queda el texto… incompleto, ya lo sé, pero la puerta se abrió y al aspirar


hondamente el Señor de las nupcias ciñe su túnica de fuego y luz para inclinarse sobre
la pequeñez de su diminuto monje esclavo. Beati, makarios, feliz de ti… son palabras
esenciales que rezuman sentido y vida. Son promesa y cumplimiento. Sin estridencias:
en suavísimo susurro: feliz de ti.

El cuaderno tiene un uso un tanto inestable. Libérrimamente inestable. Hoy me


limité a esmerar mi caligrafía griega para dibujar un Makarioi oi douloi, bienaventurados
los esclavos;beati illi…
También suelo leer un breve párrafo de la Escala de Guigo, como un aditivo
hidrocarburo. Y los Padres… como el cuaderno: a veces sí, a veces no: son un
salvavidas para Lectios con turbulencia. Hoy no hicieron falta.

Ya son las 7 y entonces salgo de mi escritorio para ubicarme al pie del pequeño
altar del oratorio. Queda media hora: y suele ser la más linda, la más “feliz” como dice
el Señor.
Pienso en la felicidad. En el privilegio de mi vida. De nuestra vida. Lo indebido
del Don… y con qué irresponsable infancia uno disfruta que sea indebido, en vez de
inquietarlo a uno. Es que uno es feliz (y no simplemente está alegre) en razón de este
sin-razón…
Se tiene gozo, se está contento, se es feliz… sin moralismos coyunturales, la
beatitud se instala en las honduras del ser. Se es feliz por una lámpara que arde con
aceite ajeno y por una expectativa que llena de gozo incluso aunque no entregue lo
expectado.

Y agarro mi lanudo tchotky y arrancan los Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten
piedad de mí, pecador… despacito, sin hacer olas, sin que se escape la liebre. Arde la
lámpara frente al ícono y el Señor mira, calmo. Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten
piedad de mí, pecador. De afuera crece el trinar de pájaros; cientos de pájaros... parecen
saber lo que hacen. Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador. Llego a
los 50 y me callo; me silencio. Es un buen momento; de genuina bonanza. Lo miro; me
mira. Va un mate más. La Escritura, sobre mi falda, yace ahí, llena de Vida. Mis yemas
vuelven al papel; esas yemas que en minutos tomaran y partirán el Cuerpo entregado
del Maestro, del Señor, del Diákono del Padre.
Beso el Libro abierto y pido la indebida gracia de ser guardado en Él. Intra tua
Vúlnera: abscóndeme. Abscóndeme. Abscóndeme. Con el Tesoro, en el campo. En el
corazón del mundo.
Siguen trinando los pájaros y entra a redoblar la campana, llamando a Laudes y
Misa. Ha pasado una hora y pico. Aunque lleve más de veinte años haciendo lo mismo,
esa campana siempre me sorprende, me agarra desprevenido: como un despertador.
Hay que dar de prisa con el farol de Narnia para poder volver al ropero, bajar del
altillo y salir al claustro rumbo a la sacristía. Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad
de mí, pecador…

El programa en realidad sigue, pues Misa y sobre todo Acción de gracias


posterior suelen ser instancias en que esta Magia se extiende en sus aromas y sabores.
Ciertamente, cada día, de 5 a 9 de la mañana, el Eremitorio del Cristo Orante es
encantado; y gran parte del resto del día se va tratando de avisarle al Mundo que hay
otro Mundo…

Diego de Jesús

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