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La vecina y otros cuentos

José Joaquín López

Publicado: 2014
Etiqueta(s): guatemala cuentos historias españa méxico relatos
Nota preliminar
Gracias por leer, soy José Joaquín López (Guatemala, 1974) y soy el autor de estas historias. Este
documento contiene los relatos publicados en el 2012 y 2013 en www.anecdotario.net, mi página
web.

Puedes copiarlos y distribuirlos por cualquier medio, venderlos o hacer obras derivadas, siempre
y cuando indiques mi autoría y mi sitio web. Sugiero la siguiente forma:

José Joaquín López – www.anecdotario.net

Contacto: josejolop@gmail.com
El servicio
Alfonso llegó retrasado al ensayo de la iglesia. El pastor había citado a los doce pastores auxiliares
para el jueves a las seis de la tarde. Todos varones, como los doce apóstoles. Les había indicado que
era muy importante, y que además, no contaran a nadie. Después de disculparse y recibir la mirada
de reproche del pastor, se integró al grupo. Habría un evento especial el sábado. El pastor dijo que
los ingresos de la iglesia habían bajado y que era necesario hacer algo especial para llamar la
atención, el nuevo templo lo requería. Cuando Alfonso se enteró de qué iba la cosa, se rió
nerviosamente, pero después de ver la mirada seria del pastor, sintió una mezcla de temor y
aberración.

Alfonso era un hombre en sus cuarentas que había asistido a la iglesia durante los últimos cinco
años. El pastor era un tipo agradable y carismático, y había hecho que gente rica donara mucho
dinero. Lo que había atraído mucha gente eran las jornadas de sanación, en la cual gente que llegaba
en silla de ruedas de repente echaba a correr. Había cánceres y tumores desaparecidos, ciegos que
volvían a ver. La mayoría de sanados eran gente que venía de otros pueblos. Se les instruía y pagaba
para que dijeran una historia atractiva, algunas veces debían llorar, otras desmayarse y sobre todo
dar gracias a Dios y al pastor. Nunca hubo un inválido, canceroso o ciego real.

Al principio a Alfonso le chocó la idea de las sanaciones. Pero al llegar a la iglesia ya tenía dos
años desempleado, y pensó que el dinero que le ofrecía el pastor no era despreciable. Le pagaban
bien por aprenderse de memoria textos de la biblia, contratar a los que serían sanados y organizar
algunos servicios a la semana. A veces iba a otros poblados a predicar, y las ofrendas no eran
despreciables. Cuando miraba cosas que no parecían muy honradas dentro de la iglesia, pensaba que
al fin y al cabo la gente necesita de la religión para creer en algo. El milagro era hacer que la gente
se sintiera bien y que tuviera en qué ocuparse los fines de semana.

El pastor había citado a Alfonso y a los pastores auxiliares para un ensayo el jueves por la noche.
El sábado iban a hacer un servicio especial y debían hablar y pulir detalles. Los ingresos de la
iglesia debían subir un poco para el nuevo templo. Cuando Alfonso llegó al ensayo ya habían hecho
la oración del inicio y el pastor se disponía a contarles el plan. Después de escuchar la explicación
del pastor, algunos se miraron extrañados. No iba a ser como las otras veces, gente que camina,
ciegos que ven. Iba a ser muy extraño.

En la primera parte del servicio el pastor pondría una biblia al centro del altar principal. La biblia
iba a ser como una muralla: nadie podría pasar a través de ella, por la fuerza de Dios. Es decir, si
Dios no quería, nadie podría pasar de la línea en donde estaba la biblia. Luego de explicar a los
asistentes al servicio, el pastor invitaría uno a uno a los pastores auxiliares y a otros miembros de la
iglesia a intentar cruzar la línea de la biblia. Nadie podría cruzarla. Cada uno haría como que quería
cruzar, pero unos antes y otros después, iban a caer antes de llegar a la línea imaginaria delimitada
por la biblia. Al caer, debían fingir algo parecido a un ataque epiléptico. Los pastores se miraron
extrañados, pero nadie dijo nada. Lo que vino después fue lo que le hizo pensar a Alfonso que el
pastor se había vuelto loco.
Luego de que cayeran, algunos llevarían alkaseltzer en las manos y se lo llevarían a la boca, para
fingir que les salía espuma por la boca. Debían gritar como si fueran endemoniados. Otros debían
desnudarse totalmente. El pastor se había encargado de contratar a una mujer para que se desnudara y
se dejara tocar por los pastores. Luego el encargado del sonido haría sonar por las bocinas un trueno
a todo volumen. Cuando el pastor gritara ¡yo te rechazo Satanás!, los pastores debían reaccionar y
hacerse los sorprendidos y avergonzados, y recogerían su ropa e irían hacia atrás del altar, para
vestirse. Luego regresarían a dar testimonio.

Los pastores auxiliares no podían creerlo. Era demasiado. Hubo murmullos. Uno de ellos dijo que
no lo haría, y que se iba en ese momento de la iglesia. Lo siguieron la mayoría, incluido Alfonso. Se
quedaron cuatro de los pastores. Afuera de la iglesia, discutieron y compartieron indignación.
Alfonso los vio irse uno por uno, pero no se movió. Pensó en lo que les dijo el pastor: si no estaban
con él estaban en contra. ¿A dónde iba ir Alfonso si dejaba su única fuente de ingresos? ¿Cómo iba a
alimentar a su familia?

Decidió regresar. El pastor lo recibió con un abrazo. Le explicó que quería ponerlos a prueba, a
ver si hacían todo por él, si dejaban todo, incluso su pudor por él. Le agradeció el regreso. El ensayo
se llevó a cabo y fue de las cosas más extrañas en las que Alfonso había tomado parte en su vida.

Cuando llegó la noche del sábado Alfonso estaba muy nervioso. El viernes había mandado a su
familia a otro pueblo, él mismo se encargó de irlos a dejar personalmente. Hacía calor y la iglesia
estaba llena. Alfonso, previendo lo peor, le había pedido adelantado su sueldo al pastor la misma
noche del jueves. Se reprochaba el haber aceptado aquella aberración. Oró, llorando, oculto en el
baño de la iglesia, para que sucediera algo y no se realizara el servicio.

Cuando ya se acercaba la hora, asomaron, temerosos, los otros pastores que habían aceptado
participar. Llegó casi al mismo tiempo la mujer contratada para desnudarse. Sin embargo, el pastor
no aparecía. Quizá Dios lo había escuchado, pensó Alfonso. No podía llevarse a cabo algo tan
denigrante.

Se llegó la hora del servicio, pero el pastor no aparecía. Se decidió que Alfonso comenzara el
servicio, en espera de que llegara el pastor. Fue como siempre, algunas sanaciones, alabanza y
sermón. Esa noche Alfonso explicó que tenían necesidad de una ofrenda extraordinaria para la
construcción del nuevo templo. Se recaudó mucho más de lo esperado. El pastor nunca apareció.

Al día siguiente se supo por el noticiero que el pastor había muerto en un allanamiento de la
policía en un pueblo cercano. El sábado al mediodía había una fiesta en la casa de un contrabandista
muy buscado. Se le acusaba de lavar dinero, de extorsiones y de contrabando de mercadería robada.
Y por supuesto, como a casi todo el mundo que hace dinero de la noche a la mañana, se le acusaba de
narcotráfico. El pastor había sido la única persona muerta. Al escuchar a la policía entrar a la casa,
se puso nervioso y salió corriendo directamente hacia los policías, y éstos, interpretando que los iba
a agredir, dispararon. La noticia consternó a la iglesia y los funerales fueron concurridos.

Dos semanas después, la asamblea de la iglesia decidió que el pastor Alfonso debía quedarse a
cargo.
Los campeones
La temporada más feliz de mi vida fue cuando jugaba fútbol en los campos de Montserrat. Con un
grupo de cuates armamos un equipo al que llamamos FC Bárcenas. Le llamamos así porque los
dueños del equipo eran de Bárcenas. El Lito y el Cacho, hermanos, no eran tan buenos para jugar,
pero ponían los uniformes y las pelotas para entrenar. Todos teníamos menos de veinte años y
empezábamos la universidad, pocos trabajaban. Entrenábamos casi todos los días, aunque no éramos
tan buenos que digamos. Jugamos tres torneos, en el primero empezamos ganando, contra todo
pronóstico. Pero después todo cambió.

Al comenzar la primera temporada armamos un equipo a duras penas. No teníamos entrenador. Yo


jugaba de lateral derecho. Siempre corría mucho, nunca me cansaba, me decían que tenía tres
pulmones. En la portería estaba Nixon, uno de los peores porteros con los que he jugado. De
defensas centrales estaban los dos hermanos, el Lito y el Cacho. De lateral izquierdo estaba el
Tablas, otro chavo que cómo corría. En la media estaban el Marcelino, el Juan, el Domitilo y el
Vladi. De delanteros el Moisés y el Momos, a quien llamábamos así porque era de Momostenango.

Éramos un desastre jugando, pero ganamos los tres primeros partidos. En la primera jornada
porque el otro equipo iba sólo con siete jugadores; les ganamos dos a cero. En la segunda, porque yo
metí un gol al primer minuto y después nos dedicamos a defender ese golito con todas nuestras
fuerzas. También porque les expulsaron a dos y nos perdonaron un penal. El tercer partido ganamos
porque el otro equipo no se presentó. Al entrenador se la había olvidado que el partido era en sábado
y no en domingo. Les avisó a sus jugadores a última hora, pero apenas llegaron cinco y el árbitro dijo
que no eran suficientes para un partido. Íbamos de líderes, era increíble.

Luego, en las siguientes quince jornadas, perdimos todos los partidos, generalmente por goleada.
A los últimos tres nos presentamos sólo siete jugadores, los demás se habían ido a chupar el día
anterior o no les importaba. Con el Tablas nos cansamos de correr por las bandas y meter centros,
pero nunca había nadie. En fin, fue un desastre el primer torneo. Quedamos en último lugar. Sin
embargo, yo disfrutaba jugar, no eran tan importantes los resultados. Era el viento en la cara y la
lucha eterna por la pelota lo que me motivaba. Y la cerveceada después de los juegos con el Lito y el
Cacho. El Barsa, como le llamábamos al equipo, había sido un desastre en la primera temporada. Sin
embargo, acompañados de las cervezas de la última jornada, nos propusimos que eso cambiaría para
el siguiente torneo.

Fue así que para la segunda temporada yo convencí a don Polo para que nos entrenara. Don Polo
era un tipo que vivía cerca de mi casa y que había sido jugador profesional. El Lito y el Cacho
convencieron a un par de primos para que integraran el equipo. Yo llevé también a un par de amigos
de la universidad. Hicimos pretemporada, con ejercicio físico y trato de balón. Al iniciar el torneo
estábamos en forma. El Tablas y yo corríamos más que nunca.

Los primos del Lito y el Cacho eran mediocampistas: Andrés y Javier. Muy buenos, algo callados,
pero buenos. Mis cuates de la universidad, el Víctor y el David. Un buen portero y un delantero
correlón. En la media completaban el Domitilo y el Vladi. En la delantera seguía el Momos. A todos
los demás los habíamos despachado o ya no se asomaron. Le habíamos cambiado la cara al Barsa y
teníamos la esperanza de quedar entre los tres o cuatro primeros lugares.

Antes de comenzar el torneo tuvimos cuatro partidos amistosos, ganamos dos, empatamos uno y
perdimos uno. Era un buen balance. El sistema que había ideado el profe Polo nos hacía las cosas
más fáciles al Tablas y a mí. Al Lito y al Cacho, que no eran tan buenos que digamos, les enseñó a
quitar la bola y a darla a los medios o a los laterales. Se pasó varias tardes con ellos para que
también aprendieran a cabecear. Al Domitilo y al Vladi los presionó para que corrieran más y
ayudaran en la defensiva. Al Momos le enseñó a pivotear. Al Tablas y a mí nos dijo que no
corriéramos tan a lo loco y que tapáramos bien las del rival.

Sin embargo, a pesar de que todo pintaba bien, perdimos los primeros dos partidos de la
temporada por uno a cero. Cuando íbamos a jugar el tercer partido de la temporada, el profe Polo
llevó a su sobrino, Leonel, un chavito de 17 años, para la banca. Nos propusimos ganar el primer
partido a como de lugar, pero al medio tiempo íbamos perdiendo cinco a cero, dos autogoles y un
penal incluidos. Casi dando el partido por perdido, al segundo tiempo entró Leonel por el Momos y
subió como falso delantero Andrés. El profe nos dijo que no pensáramos en el marcador, sino en
meter el primer gol. Si metíamos el primero, que nos enfocáramos en meter el segundo. Pero que nos
olvidáramos del marcador.

Al nomás iniciar el segundo tiempo, yo corrí la banda y tiré un centro que Andrés bajó con la
cabeza y Leonel, el chavito recién entrado, marcó el primer gol de zurda. Los defensas del otro
equipo se quedaron un poco sorprendidos. El entrenador de ellos cambió de inmediato a uno de los
defensas. Pensando en un gol a la vez, así como nos había dicho el profe al mediotiempo, logramos
empatar el partido, cinco minutos antes del final. Yo anoté uno, David otro y Leonel tres. Leonel,
además había dado el pase de mi gol. El entrenador del otro equipo exclamó, medio en broma, medio
enojado: ¡Polo, sacá a ese número 19, pordios!

En el último minuto nos dieron un tiro libre en la media luna del área rival.

El encargado, por supuesto, era Leonel, el nuevo. Con un disparo que hizo un chanfle que yo nunca
había visto, anotó el 6 a 5. Era increíble. El entrenador del otro equipo puteaba a todos sus jugadores
y brincaba de la cólera. Habíamos ganado nuestro primer partido metiendo seis goles en un sólo
tiempo. Terminamos emborrachándonos en una cevichería que queda enfrente de los campos de
Montserrat.

Después de ese partido decidimos darle el número 10 a Leo, como le llamábamos. Tuvimos una
racha de seis partidos ganados, todos por goleada. Nadie creía que en el torneo anterior habíamos
quedado de últimos. Así llegamos a la novena jornada, contra el campeón, el Real Mazate.

Había sido tan buena la racha, que por ese entonces convencí a la Gaby para que fuera mi novia.
La había perseguido por meses. Ella siempre había sido futbolera y nosotros éramos el equipo de
moda.

* * *
Los del Real Mazate tenían un delantero, el Rony, que era de los más veloces que yo había visto.
No voy a negar que teníamos miedo. Era un buen equipo. Sin embargo el profe dijo que nos
olvidáramos de que era el campeón, porque ganando el partido quedábamos en primer lugar.
Recuerden el primer partido que ganamos, la cosa es meter un gol a la vez.

Cuando nos estábamos cambiando, antes de empezar el partido, el Rony se me acercó y me dijo
que si yo lo marcaba y lo golpeaba lo iba a lamentar. Riéndose, escupió al suelo y regresó a calentar
con su equipo. En la primera oportunidad que tuve le metí una su buena patada, que protestó como
niña y me significó una tarjeta amarilla.

Ya en el partido, el Real Mazate pegó primero. Un gol del Rony de cabeza, donde nadie le ganaba,
ya casi para finalizar el primer tiempo. Ese gol nos cayó como balde de agua fría. Al medio tiempo
el profe Polo nos pegó una gran puteada, pero nos dijo que nosotros debíamos ganar ese partido, que
debíamos enfocarnos en meter el primer gol y luego el segundo y ganar el partido. Este partido era
decisivo para terminar campeones.

Así que para el segundo tiempo salimos decididos. En la primera jugada, yo corrí lo más que pude
toda la banda y centré. No sé bien como le hizo el Leo, pero la bajó de pecho, se quitó dos defensas y
de derecha anotó el gol. Seguimos luchando, pero realmente eran buenos los otros. Nos estrellaron
dos pelotas en los palos. Como al minuto 25 el profe decidió que yo me convirtiera en un delantero
más, por izquierda, a pierna cambiada. Como los rivales me esperaban por derecha, corriendo desde
más atrás, era posible sorprenderlos. La Gaby me miraba y gritaba ¡vamos Dani, vos podés, corré,
corré! ¡Ese es mi Dani!

La estrategia dio resultado. El lateral derecho de ellos ya estaba cansado y no me podía alcanzar.
Tuve una como al minuto 35, pero el portero me la quitó. El gol llegaría al minuto 40. Ellos
adelantaron líneas y en una de esas Leo me sirvió un pase en profundidad, quedando yo solito frente
al portero. Anoté tirando lo más fuerte que pude, en el ángulo superior derecho. La gente que miraba
el partido gritó el gol y yo me fui abrazar con la Gaby. Lo habíamos logrado, éramos líderes y
habíamos vencido al campeón. Nos fuimos a la casa del Lito y celebramos con una gran fiesta.

Ganamos los siguientes cinco partidos, todos con tres goles o más. Sin embargo, en la jornada 14
se nos lesionó Leo y tuvimos tres empates seguidos. Uno de ellos con gol de último minuto, contra el
Real Mazate. Para la última jornada, estábamos empatados en puntos con el Real Mazate y Leo
estaba sólo para jugar medio tiempo.

Ese último partido lo jugábamos contra un equipo llamado Flamengo. Eran buenos, pero ganaban
partido y perdían dos. No sé qué pasó, pero casi al principio el Lito se desconcentró y cometió
penal, que aprovecharon los del Flamengo. Luego yo perdí un balón en salida y en menos de veinte
minutos ya íbamos perdiendo 2 a 0.

El Real, que jugaba al mismo tiempo en la cancha de a la par, iba ganando. Al medio tiempo,
nosotros íbamos perdiendo ya 3 a 0 y el Real iba ganando por dos. El profe Polo nos pegó la más
grande puteada que yo tenga memoria. Nos dijo de todo. Pero al final nos dijo que nosotros éramos el
mejor equipo que había entrenado, que éramos los mejores del torneo, que debíamos meter los cuatro
goles que se necesitaban para ser campeones. Que corriéramos más que nunca, que no diéramos una
pelota por perdida, que si queríamos llegar a lo más alto debíamos correr el triple que el rival.

Envalentonados con la charla, y ya con Leo en el campo, emprendimos la remontada. El Momos


metió el primer gol, entrando como una tromba en el área y casi estrellando la pelota contra la cara
del portero, que no tuvo más que hacerse a un lado para conservar la cabeza en su lugar. El mismo
Momos fue a la red a traer la pelota y la puso en el mediocampo. El 3 a 2 fue una jugada de Leo que
se llevó a cinco jugadores rivales partiendo del mediocampo y driblando al portero metió la pelota
en la portería solitaria. Apenas llevábamos quince minutos del segundo tiempo y el campeonato
empezaba a ser posible. En el campo de a la par, el Real Mazate goleaba ya 5 a 0 al otro equipo, sin
piedad.

El empate llegó por medio de Javier, con tiro libre impecable, al minuto 25. Teníamos veinte
minutos para lograr el campeonato, sin embargo no tuvimos otra oportunidad de gol sino hasta dos
minutos del final, cuando inexplicablemente Leo falló un penal. En tiempo de reposición, yo salí casi
a la desesperada corriendo por la banda derecha, no miré a nadie, corrí con el balón lo más rápido
que pude, llegué a línea final y a partir de allí todo fue como en cámara lenta. El centro, que pareció
caer eternamente, iba dirigido, como me había enseñado el profe, a la altura del punto penal. Lito
había subido desde la defensa viendo mi carrera y no tenía marca. Saltó. Parecía que no iba a llegar
nunca, pero llegó al balón. La pelota siguió viajando a cámara lenta hacia la portería. El portero la
rozó con los dedos, pero al final, agónicamente, pegó en la red. Éramos campeones.

Luego del partido fuimos a la casa del Lito y estuvimos de fiesta hasta el amanecer. Con la Gaby
nos escapamos a un motel de la calzada Mateo Flores como a las diez, y creo que esa vez fue que la
embaracé. Yo volví para seguir la celebración como a la una de la mañana. Vimos el amanecer en la
terraza con una cerveza en mano. Hacía un poco de frío, pero todos seguíamos con el uniforme del
Barsa. Leo, que era de los más callados, viendo las primeras luces del día, dijo que nunca había
estado tan feliz, y que éramos los mejores cuates del mundo. El profe Polo nos agradeció con
lágrimas por volverlo a meter al fútbol y así volver a creer en sí mismo.

A la siguiente temporada, sin embargo, el equipo se desarmó. El profe se fue a entrenar a un


equipo de segunda división, Leo se fue a estudiar con una beca a México, y yo, con la Gaby
embarazada, me casé. Seguimos con el equipo, ganamos algunos partidos, pero quedamos
penúltimos. Cuando llegó el último partido de la temporada, nos visitó el profe Polo. Con las
indicaciones que nos dio ganamos tres a cero. Como siempre, terminamos en la terraza de la casa del
Lito, pero ya no me quedé hasta el amanecer porque al otro día tenía que trabajar.
El marido vengador
Hacía un día lindo y soleado cuando Mario se enteró de que su mujer lo engañaba con el ginecólogo.
Los vio en un mcdonalds besándose y sonriendo, muy felices. Él pasaba de casualidad a comprar
comida para llevar; afortunadamente no lo habían visto. Lo sospechaba desde hacía algunos meses y
ahora lo confirmaba. La muy cabrona lo estaba engañando. Furioso, al regresar a la oficina ya no
tuvo hambre para comerse la comida que había comprado. En vez de comer, empezó a buscar tiendas
de armas en la guía telefónica y decidió que esa misma tarde iría a comprar el arma con la cual se
vengaría.

Salió a la calle con la excusa de una visita a un cliente y se dirigió a una armería. En el camino
fantaseaba sobre su venganza. Pensaba en cómo le dispararía a la frente a la adúltera, en cómo
rogaría ella por su vida llorando y pidiendo perdón. El otro hombre, el ginecólogo de segunda,
lloraría como mujer, arrepentido ya sin esperanza, antes del tiro definitivo. Sólo de esa manera,
pensaba, era posible restaurar su honor. Ningún hombre que se precie debería tolerar tal traición. A
plena luz del día, como burlándose y regodeándose de su fechoría, cual sinvergüenzas, estaban
exhibiéndose en un lugar público. Así los había visto y eso no podía quedar impune de ninguna
manera. Por momentos, al pensar en los detalles de la venganza, Mario sonreía.

Sin embargo, una cosa es fantasear y otra cosa es la realidad. Mario nunca había sido un tipo
violento, sus amigos lo conocían por su tremenda paciencia y su don de gentes. Nunca había
disparado arma alguna. Al llegar a la armería y ver el primer revólver que le mostró el vendedor,
sintió miedo. Matar no iba con su naturaleza, y ahí frente a un entusiasmado vendedor que no paraba
de alabar las virtudes de las armas que vendía, lo comprendió con tristeza. Disculpándose, salió de
la tienda y le pareció que a pesar de ser una linda tarde, todo estaba nublado y el día era gris.

Mario se había casado con Valentina hacía siete años. Pese a intentarlo, no habían tenido hijos.
Buscando alternativas y consultando con amigos, habían llegado hasta el ginecólogo, el ahora amante
de su mujer. Pero en lugar de ayudar a la pareja a tener hijos, el muy cabrón había decidido ayudar
sólo a Valentina, mientras sus honorarios los pagaba el marido cornudo. ¿Con qué palabras la habría
seducido el matasanos? O peor aún, ¿fue ella quien lo sedujo?

Con estos pensamientos se atormentaba el pobre marido traicionado, cuando sonó su celular. Era
Valentina, la vulgar adúltera, que llamaba desde su celular. Preguntaba, como suelen hacer las
mujeres, que dónde estaba. Ese mecanismo de control que antes le gustaba ahora lo puso de peor
humor.

—¿Qué querés? —preguntó.


—Cuando vengás para la casa, traete café y azúcar, que ya se van a acabar. También servilletas.
—Comprálas vos —le gritó, y cortó la llamada.

Al terminar la llamada Mario estaba temblando de la cólera. ¿Ya había regresado de enmotelarse
con aquel hombre? ¿Lo había llamado desde el mismo motel? ¿O en su propia casa los descarados le
ponían cuernos? Por su cabeza nuevamente cruzaron los pensamientos homicidas. Algo tenía que
hacer, tal ofensa no podía quedar sin ser vengada. De alguna manera la haría arrepentirse. Pasó a un
bar a echarse un par de tragos, mientras la tarde, ahora sí, se ponía realmente nublada.

En el bar habían dos mesas ocupadas. Una con un grupo de ejecutivos y otra con un hombre de
mediana edad y barba recortada al que veía y saludaba cada vez que iba al lugar. ¿A cuántos de
aquellos hombres los engañarían sus mujeres?, pensó. Pidió un whisky. Después del segundo whisky,
fue a pedir otro a la barra y el hombre de la barba le dio conversación. ¿Penas en el amor?, le dijo
sonriendo. ¿Tanto así se nota?, le preguntó Mario, sonriendo a su vez. Luego de que el bartender le
sirviera el trago fueron a sentarse a la misma mesa y empezaron a conversar.

—Yo ya sé cuando miro a un hombre traicionado —dijo el barbudo—. El orgullo herido se nota de
inmediato.
—Supongo que se me nota en los cuernos —respondió riéndose Mario.
—La vida, mi estimado, se encarga de poner las cosas en su lugar.
—O la muerte.
—¿No me diga que usted quiere despacharse a su mujer?
—No, sólo digo que también se muere la gente, a veces.

Así fueron conversando los nuevos amigos, riéndose por momentos a carcajadas. Al barbudo
también le habían puesto los cuernos, pero como su mujer era la del dinero, exigió el divorcio y plata
en desagravio. De esa cuenta no necesitaba trabajar. Y por esas casualidades de la vida, la mujer del
barbudo también se había ido con un doctor, pero este era cardiólogo.

Después de varias horas de plática y whisky, los amigos se despidieron. Afuera llovía. Mario
recordó con un poco de amargura que a Valentina le gustaba ver los reflejos de las luces en las calles
mojadas de la ciudad; le parecía romántico. No quería regresar a casa y fue a un club de desnudistas,
de donde salió de madrugada. Al llegar a casa se tendió en el sofá de la sala y se quedó dormido.

Al día siguiente, con la resaca de la noche anterior, todo parecía haber sido un sueño. A duras
penas tomó una ducha y se fue a trabajar. Evitó encontrarse con Valentina. Ya en la oficina, recordó la
escena de su mujer besándose con el ginecólogo y se volvió a amargar. Sin embargo, al recordarse
de todo lo que había pensado para vengarse, se echó a reír. Él, que nunca había disparado un arma en
su vida, pensando en matar a alguien. Era ridículo. Además corría el riesgo de ir preso y perder ya
no sólo a su mujer, sino todo lo que había logrado.

Salió al mediodía para ver si encontraba de nuevo a su mujer y al amante en el mismo lugar, pero
no los encontró. En el camino de regreso a la oficina los vio en el carro del ginecólogo. Los siguió.
Se bajaron en una tienda de conveniencia a comprar comida. Mientras hacían la cola para pagar, se
besaban como novios enamorados. Mario se bajó del carro y se acercó a una distancia prudencial.
Sacó el celular que llevaba al cinto y les tomó fotos.

Al regresar a la oficina subió las fotos al Facebook, etiquetó a su mujer y al amante y las publicó.
Por la tarde fue con un abogado de divorcios para asesorarse. Su mujer marcó veinte veces su
número, pero Mario no contestó en toda la tarde. Al salir del despacho del abogado, hacía una linda
tarde.
La vecina
Tenía poco tiempo de haberme mudado al barrio cuando se pasó a vivir a la par de mi casa una mujer
que alborotó al vecindario entero. Yo tenía quince años. Mis papás trabajaban todo el día, y por las
tardes, al regresar del colegio, me tocaba cuidar a mi hermana de seis años. Yo vi cuando el camión
de mudanzas bajaba las cosas de la vecina una tarde de abril. La primera vez que la vi estaba de
espaldas y aproveché para ver el cuerpazo que tenía. Cuando se volteó vi a la mujer más hermosa
que había visto en mi vida. Tenía un lindo cabello negro, liso, brillante, como comercial de shampú
de la tele.

Llevaba una tele grandota, muebles grandes y un montón de ropa. Cuando me vio allí parado me
pidió que le ayudara a bajar algunas cosas, me guiñó el ojo y me dijo guapo. Le ayudé a bajar los
muebles de sala y comedor. Me dijo que se llamaba Clarissa. Era linda. Yo me enamoré como un
idiota al instante. Al día siguiente de su traslado vi que llegaron varios carros a distinta hora, se
estacionaban frente a la casa y luego de una o dos horas se iban. Cada vez que me la encontraba en la
calle, la vecina me saludaba con una hermosa sonrisa que me dejaba babeando.

Después de hacer las tareas a veces me quedaba sin qué hacer. En una de tantas tardes dejé a mi
hermanita viendo tele, salí al patio y de intención tiré una pelota plástica al techo para tener la excusa
de subirme. Subí para ver si la vecina andaba por ahí. Hacía una tarde soleada, ella estaba en el
jardín, recostada en una silla de playa con un biquini rojo como única vestimenta. Su bronceado era
perfecto. Yo me olvidé de buscar la pelota y de todo el mundo que me rodeaba. No sé si se dio
cuenta de que la estaba viendo, pero en eso sonó su celular y ella corrió adentro a responder. Sus
pechos rebotaban y mis ojos con ellos cuando echó la carrera por el teléfono. Corrí al baño a
encerrarme.

De los carros que se estacionaban frente a su casa bajaban sólo hombres, generalmente ejecutivos.
Casi siempre llegaban por la tarde, aunque no era raro que llegaran por la mañana y por la noche. Yo
me subía todas las tardes al techo para ver si veía algo. A veces la encontraba barriendo el patio y
me saludaba siempre de buen humor. Por lo regular andaba por la casa con shorts y en sandalias.
Siempre era un espectáculo verla y siempre terminaba yo encerrado en el baño.

A mi mamá le molestaba la presencia de la vecina. Una vez que me sorprendió saludándola en la


calle, me prohibió dirigirle la palabra a esa mujerzuela. Fue la primera vez que escuché esa palabra,
hasta me dio risa. Casi me gano una cachetada de mi mamá. Sin embargo, por las tardes yo siempre
subía al techo y si ella andaba por ahí, saludaba a la bella Clarissa. Una vez que fui a la tienda con
mi hermanita le compró un bombón a ella y un tortrix a mí. Se portaba buena onda conmigo.

Cuando Clarissa se paseaba por las calles del barrio no había alma masculina que no la volteara a
ver. Pero a todos los tenían sentenciados sus mujeres y pocos se atrevían a saludarla, por lo menos al
principio. En una sesión del comité de vecinos varias mujeres se quejaron de su presencia, pero
Clarissa era de las que siempre pagaba puntual las cuotas del mantenimiento y la vigilancia, y
además, los directivos del comité eran todos hombres. Los directivos, para calmar a las vecinas
airadas, prometieron hablar con mi vecina, cosa que por supuesto no hicieron.
Por las tardes yo subía al techo siempre con la esperanza de una sonrisa y su saludo. No siempre
tenía suerte porque salía o tenía visitas. Una de tantas tardes, sin embargo, la vi llorando mientras
barría el patio. Al verme, en medio de sus lágrimas, me saludó con una sonrisa.

—¿Por qué no bajás un ratito? —me dijo, de repente.


Mi corazón empezó a latir a toda velocidad y apenas atiné a preguntarle qué le pasaba.
—Bajá y te cuento.

Yo bajé lo más rápido que pude. Muchas veces había visto por dónde me podía bajar si alguna vez
se me daba la oportunidad, así que no fue difícil. Me hizo pasar a su sala y me sirvió una cocacola.
Me preguntó por mi hermanita y mis papás, por el colegio. Se sentó a la par mía en el sofá. Ya
entrados un poco en confianza, me contó por qué lloraba.

—Mi novio me dejó, por eso lloro —dijo suspirando—. Como te vi ahí, tan lindo como siempre,
pensé en que bajaras un rato para no sentirme sola.
—Ah —dije yo, apenas con suficiente fuerza para ser escuchado.
—La gente no me quiere porque soy amable con los hombres. Pero vos no sos como la gente, sos
lindo.
Se acercó a mí y me repetía sos lindo, muy lindo. Mi corazón latía a mil por hora. Me empezó a
besar y a quitarme la ropa.
—Yo, yo…, no tengo condón —dije, casi sin voz, suplicando.
—No tengás pena, yo tengo, corazón.

Al volver a casa yo me sentía supermán. Me conecté a internet y empecé a chatear con el Manolo,
el primer cuate que vi conectado. Le conté todo, aumentando un poco la hazaña. Ya antes les había
pasado a mis cuates fotos de Clarissa tomadas con el celular y al contarle todo al Manolo, prefirió
llamarme al teléfono de la casa para que le contara todos los detalles. Sos mi ídolo, me dijo, no lo
puedo creer.

Durante las siguientes dos semanas, todas las tardes, sin falta, subí al techo de la casa pero no la
ví. Veía los carros de siempre, el movimiento de siempre. La vi algunas veces por la calle y me
saludaba como siempre, pero si intentaba acercarme, me decía ahora no, corazón. Seguí subiendo al
techo, como un ritual religioso, todas las tardes, a la misma hora, mientras mi hermanita veía las
caricaturas. Al fin, una tarde se asomó.

—Bajá, corazón.
Fueron el par de palabras que más me habían alegrado en toda la vida. Bajé tan rápido como pude
y me puse a las órdenes.
—Me voy de aquí, corazón. Sólo quiero despedirte como se debe.

Fue muy cariñosa conmigo. Cuando me dijo que al otro día se iba del vecindario, yo lloré. Ella
lloró. Me dijo que sólo quería que alguien la extrañara, que alguien la recordara si no para siempre,
que por lo menos se recordara de ella de vez en cuando. Me empezó a besar y a decir que era lindo.
Al otro día llegó el camión de mudanzas. Yo le ayudé a subir los muebles y a dejar limpia la casa.
Me dijo que se iba a casar con tipo viejo que tenía mucho dinero. Que un día de estos pasaría por el
vecindario y me invitaría a tomar una cocacola. Me despidió con un beso en los labios y se subió a
su carro. Fue la última vez que la vi. Miré al camión de mudanzas ir tras el carro de ella. Yo me
quedé en la calle hasta que dejé de escuchar el ruido del motor de su carro. Me senté en la acera,
cabizbajo, triste. No sentí que estaba lloviendo hasta que mi hermanita salió y me llamó para adentro.
El novio desaparecido
Conocí a Sergio Gomes hace unos cinco años. De trabajar en el Ministerio Público se retiró hace
siete, según me contó, y desde entonces se dedicó al oficio de investigador privado. Nos hicimos
amigos porque llegó a mi consultorio por una infección de garganta. No hay nadie que tenga una
conversación tan interesante como Gomes; desde fútbol hasta filosofía, literatura y ciencia. No sé de
nadie que, como él, juegue bien al tenis y al ajedrez. He tenido la costumbre de tomar notas de los
casos que hemos visto juntos y ahora, con permiso de él, voy a contarles acá un caso reciente en el
que participé junto a Gomes.

Hay días en que la clientela está sana, y esto es malo para el negocio de médico. Una tarde en que
no había citas ni nadie había llamado, salí de mi consultorio indicándole a mi asistente que sólo me
llamara si hubiera alguna emergencia. A media tarde llegué a la casa de Sergio Gomes, quien me
recibió cordial como siempre.

—Qué bueno que vino, Jaime. Está por venir una joven que me escribió un correo electrónico
contándome su desgracia —me contó mi amigo, al tiempo que tomaba un cigarrillo y lo encendía—.
—¿De qué se trata el caso? —pregunté.
—Verá Jaime, esta joven ha sido plantada en el altar mismo. Por la manera en que estaba escrito el
email que me envió, creo que ha de ser una joven de no más de 21 años, universitaria, mal estudiante
y de buena apariencia.
—Ya. ¿Con un sólo email consigue saber eso? —respondí, sonriendo.
—La escritura es como la huella digital de una persona, dice más cosas de las que aparenta. Puedo
saber que es de esa edad porque es su novio del colegio a quien busca y además es muy descuidada
en su redacción y ortografía, lo que indica poca inquietud intelectual. Además vi la foto del perfil del
email, y en el email mismo, como tantas otras personas, ella indica su año de nacimiento.

Reí de buena gana. Sonó el timbre de la casa y Gomes salió a abrir la puerta. Entró a la sala una
joven realmente encantadora, cuyo bello rostro mostraba tristeza y preocupación. Se llamaba
Gabriela Vargas.

—Señorita, le presento al doctor Jaime Ramos, quien es mi amigo de total confianza y me asiste en
mis casos —dijo Sergio Gomes—. Por favor tome asiento. Lamento el embotellamiento que encontró
para venir acá y que haya hecho una tarde de calor.
—¿Cómo supo que encontré mucho tráfico al venir acá?
—Bueno, veo huellas de sudor en su blusa y al entrar en la sala ví que resopló acalorada. Además
vino veinte minutos tarde. También revisé su perfil en Twitter y así supe que había un tráfico de la
chingada, como usted misma lo describió.
—¿Pero cómo supo cuál era mi perfil de Twitter?
—El sistema permite una búsqueda de usuarios por email. Simplemente introduje la dirección de
email desde donde me escribió y encontré el perfil. Pero cuéntenos, por favor, cómo fueron los
hechos —dijo Gomes al tiempo que le daba un vaso de cocacola fría a la atribulada joven.
La bella joven tomó un sorbo de la bebida y empezó a contar su historia.
—Vine aquí porque usted me ha sido ampliamente recomendado. Como le conté por email, yo
estaba esperando a mi novio en el altar, en la iglesia, con todos los invitados, y él nunca llegó. La
boda era el sábado y a día de hoy, lunes, no tengo noticias de él. Estos días han sido de gran
sufrimiento y pena. Lo hemos buscado por todos lados pero no hay señales de él. Temo lo peor, y por
eso vine con usted.
—¿Cómo se llama el muchacho y desde hace cuánto lo conoce? ¿Cómo ha sido la relación?
—Nos conocemos desde niños —la muchacha hizo un puchero como queriendo llorar, pero se
contuvo—. Se llama Humberto Prado y es hijo de una buena familia. Siempre nos hemos llevado
bien. La familia de él me adora y no tengo la menor duda de que él me ama con todo el corazón.
—Sin embargo, se pelearon hace un par de meses —observó Gomes.
—¿Cómo supo eso? —preguntó extrañada la muchacha.
—Al decir la frase “siempre nos hemos llevado bien” noté duda. Además, usted misma lo dijo en
su perfil de Facebook.
—Que encontró tecleando el email en buscador del sitio, supongo —observé.
—Así es mi estimado Ramos. Pero señorita, por favor, síganos contando. ¿Vio algo extraño en el
comportamiento de su novio los días anteriores a la boda?
—Dos semanas antes de la boda, Humberto parecía distante. Pensé que era natural, puesto que las
mujeres somos las que nos entusiasmamos por la boda, mientras los hombres lo consideran tedioso.
Ahora me doy cuenta de que pudo haber sido algo más. Nadie sabe nada de él, todos estamos
preocupados, aunque yo no veo que su familia lo esté buscando tan desesperadamente como yo.
—¿En dónde sería su luna de miel, si no es indiscreción, señorita Vargas?
—Nos íbamos a ir el domingo a la casa que sus padres tienen en Antigua Guatemala y estaríamos
ahí durante algunos días; después iríamos a La Habana.
—Muy bien señorita, con eso empezaremos a trabajar. Le ruego me indique la dirección de la casa
de su novio, quien supongo vivía con sus padres. También quiero saber en dónde trabaja para hacer
las visitas correspondientes. Es posible que le tenga noticias mañana por la tarde así que esté atenta
a su celular.

La señorita Vargas salió de la casa de Gomes un poco más aliviada de lo que entró. De inmediato
mi amigo me indicó que saldríamos a hacer una visita a la casa del novio desaparecido. Por ahí
empezaría la investigación.

Afortunadamente la casa no quedaba lejos, por lo que llegamos rápido. Nos atendió la madre, que
nos recibió de inmediato, y que además había sido alertada de nuestra visita por la señorita Vargas.

—Es una pena lo que ha sucedido —dijo la madre del novio—. Humberto siempre ha sido un buen
muchacho, pero ahora parece que quiso escapar del compromiso. Parece que no quiere madurar.
—¿Usted tiene idea de dónde pueda estar, señora de Prado? —inquirió Gomes.
—No lo sé, pero seguro se esconde. Lo que no sé bien es por qué. Todos estamos preocupados. Lo
último que platicó conmigo es que se sentía presionado a casarse y que no sabía si había hecho bien
al proponerle matrimonio a Gabriela.

Mi amigo pidió entrar al dormitorio del desaparecido. Vio todos los muebles y las fotos del
muchacho, su guitarra eléctrica y su colección de revistas de motor. Puso especial atención en la
computadora y el reproductor mp3, en el cual escuchó algunas canciones que contenía. Luego
encendió la computadora y consultó el historial de navegación de internet.
No pudimos platicar con el padre del muchacho porque no quiso atendernos. Salimos de la casa y
durante el camino de regreso Sergio Gomes no habló nada. Su mente estaba metida de lleno en el
caso y simplemente respondía con monosílabos a mis preguntas. Por fin, llegado a su casa me
inquirió sobre el caso.

—¿Qué piensa sobre el caso, Ramos?


—Me parece evidente que la madre sabe que su hijo está bien porque de lo contrario estaría
preocupada. Su padre, en cambio, debe estar enfadado con él, o nos hubiera atendido.
—Algo así me parece, y si todo concuerda con lo que pienso, mañana por la tarde habremos
resuelto el caso. Haré unas averiguaciones y una visita por la mañana. Lo espero en casa por la tarde
para cerrar el caso.

Me fui a casa con la inquietud de saber cómo mi amigo resolvería el caso. La familia del novio
sabía algo más, pero de ahí a encontrar al desaparecido y explicar su huida había mucho trecho. Por
más que pensé en el asunto no pude imaginar cómo se podía resolver el caso tan rápidamente.

Al día siguiente estuve ocupado en la clínica por la mañana, pero en cuanto me desocupé llamé a
Gomes para saber cómo iba el caso. Me pidió que llegara a su casa porque precisaba mi presencia
como testigo en el desenlace de esta historia. Llegué tan pronto como pude y al llegar encontré a
Gomes ensimismado frente a la computadora. Tuve que carraspear un par de veces para que notara
mi presencia.

—Ah, Ramos, le agradezco mucho por venir. Ya tengo resuelto el caso, pero creo un deber moral
hacer que los novios se encuentren y que nuestra cliente sepa la verdad, al menos en buena parte.
Bastante sufrimiento ha tenido.
—Pero, ¿cómo lo ha resuelto todo? ¿Dónde está el novio?
—Espere y verá —me contestó Gomes, al tiempo que sonaba el timbre de la casa.
La visita era ni más ni menos que el novio desaparecido. Era un muchacho apuesto y de carácter
desenfadado y jovial. Sin embargo, mostraba pena por lo acontecido y Sergio Gomes lo había citado
con una pequeña treta: le había dicho que Gabriela estaba enferma y que se corría el riesgo de que
intentara una locura. Le envió un mensaje por internet. Gomes se disculpó por usar tal táctica, pero
dijo que no le quedaba más remedio que hacerlo de esa manera.
—Por lo que sé, joven Prado, usted ama a su novia —dijo Gomes—, de lo contrario no habría
venido. Pero también sé que usted no se quería casar, y no porque no quisiera a la bella Gabriela.
Hay algo más.
El muchacho, con rostro apenado, contó su historia.
—Es cierto, yo amo a Gabriela. Pero yo esperaba a casarme hasta dentro de dos o tres años, una
vez terminada mi carrera en la universidad y cuando ya hubiera grabado un CD con mi banda. Pero
mi padre presionó para que yo le propusiera matrimonio.
—Según entiendo —interrumpió Gomes—, los negocios de su padre no van bien.
—Es cierto. Algunos clientes importantes se fueron durante este último año y la empresa que tanto
prosperidad nos produjo, está a punto de quebrar. Yo trabajo al lado de mi padre, y sé cómo va todo.
Pero yo pienso que de esta vamos a salir bien. Todas las empresas tienen malas rachas.
—Pero su padre no pensaba así —respondió Gomes, encendiendo un cigarrillo.
—No. Él pensaba que debía casarme lo antes posible con Gabriela para luego hacer que mi
suegro, que es un comerciante exitoso, se viera obligado a invertir en la empresa y así salvarla.
Cuando nos acercábamos a la fecha de la boda, yo me sentía cada vez peor, pues yo quiero a
Gabriela, pero no quiero comprometerme aún, hasta no terminar los pendientes que tengo. Además,
somos jóvenes, nos queda mucho tiempo.
—Y con ese pensamiento usted se fue a esconder a la casa de Antigua Guatemala, en donde se
iniciaría la luna de miel.
—Así es, pensé que el único lugar en donde no me buscarían sería ahí. Llamé a mi madre para
contarle que estaba bien, que no se preocupara; le dije que no fui a la boda porque no quería casarme
por obligación, sino por amor.
Algunos minutos después de que el joven nos contara su historia, sonó de nuevo el timbre de la
casa. Era Gabriela Vargas. Al entrar y ver a su novio, se sintió aliviada y lloró de manera
conmovedora. Su novio le explicó todo y pese a que ella se sentía también ofendida, comprendió
todo y lo perdonó. Luego de aclararse la situación, la señorita Vargas le extendió un cheque a mi
amigo por una generosa cantidad y se marchó del brazo de su novio.
—Es una rara historia de amor —le dije a Gomes cuando se fueron las visitas.
—Tan rara, mi estimado Ramos, que no se dijo todo. No me cabe duda de que el muchacho ama a
la señorita Vargas, pero hay más en este asunto.
—¿Algo más? ¿Pero qué más puede haber? —pregunté extrañado.
—El joven Prado no estuvo solo en la casa de Antigua Guatemala. Al parecer estuvo con una ex
novia a la que por casualidad se encontró en una discoteca la noche en que llegó.
—Pero Gomes, ¿cómo supo eso?, ¿por qué no se lo dijo a la muchacha?
—Como le dije, Ramos, no me cabe duda de que el muchacho ama verdaderamente a la señorita
Vargas, por lo que decidí callar para no amargar el reencuentro. Con respecto a cómo lo supe, no es
tan difícil. Sólo tuve que conectar unas cuantas conversaciones de Twitter, correlacionar lo que el
muchacho decía en su perfil alternativo de Facebook, en el que usa un alias, y supe todo lo que había
pasado. Por medio de ese mismo perfil le hice llegar el mensaje, prometiéndole no mencionar lo de
su ex novia si se aparecía por acá. La gente dice más de lo que cree en las redes sociales,
facilitándonos grandemente el trabajo a los que investigamos sus vidas.
La vida en sueños
Llevo doce años soñando el mismo sueño. Es un sueño continuo, es decir, al dormirme por la noche y
empezar a soñar, el sueño sigue en el punto en que se quedó la noche anterior. Es como si viviera
otra vida adentro del sueño, por episodios, todas las noches. Al principio era curioso y lo disfrutaba,
pero ahora me gustaría haber soñado otras cosas como toda la gente, e inclusive, nunca haber
soñado. En esa otra vida, la que vivo en sueños, la otra noche estaba muriendo.

En algún punto de mi niñez pensé que al cumplir 25 años debía ya haber alcanzado las metas que
regularmente te enseña la sociedad que son buenas: una profesión universitaria, un buen trabajo, una
casa, una buena esposa. Todo eso debía yo alcanzar a esa edad para considerarme exitoso. Sin
embargo, al llegar a esa edad yo no tenía nada de ello, era sólo un empleado de menor categoría en
una tienda de un centro comercial. Pasaba todas las horas posibles adentro del centro comercial y
llegaba a casa agotado; la universidad había quedado para más adelante. Vivía en una pensión barata.
Mi novia me había dejado el día anterior a mi cumpleaños veinticinco después de seis años juntos.

Al cumplir la edad en que había pensado haber alcanzado todas mis metas no había conseguido
nada. Era un total fracaso. Al ir al comercial el día de mi cumpleaños y atender a un cliente furioso
por un detalle menor, pensé en que era posible que yo me quedara para siempre en ese puesto de
trabajo que odiaba. No lo odiaba porque yo lo considerara indigno o inhumano, sino porque me
parecía aburrido en extremo. Ir todos los días a un solo lugar y hacer lo mismo una y otra vez. Luego
regresar a casa, prender la tele, comer y dormir. Y así todos los días.

Ese día, el de mi cumpleaños veinticinco, empecé a soñar otra vida. Otra vida en donde había
conseguido todo lo que soñaba, en donde yo era el ganador. Mientras en el día yo me aburría a morir
en el trabajo, por la noche era un eminente ingeniero que manejaba una gran empresa. Tenía todo lo
que había querido. En sueños.

Soñar otra vida aliviaba mi sensación de fracaso. Pero en la vida en sueños también había
dificultades. Flujos de efectivo apretados, préstamos, planillas, trabajadores problemáticos,
impuestos. Dinero había, eso sí, y mucho. Tenía una mujer hermosa, Ana, a quien sólo veía por las
noches y algunos domingos. Pero era feliz, esa vida era un sueño, esa vida era la que había querido
siempre, la que de alguna forma se me había escapado.

Tuve dos hijos con Ana, eran dos niños lindos. Iban a los mejores colegios. Vivíamos en un
condominio exclusivo y alternábamos con gente de la alta sociedad. Sin embargo, esa vida a pesar de
ser atractiva no es fácil. Nadie dijo que sea fácil vivir cualquier vida, pero vivir tras la constante
persecución del dinero y del lujo suele ser estresante. Porque siempre hay otro que tendrá más, que
será mejor. Siempre habrán otras empresas más grandes, otros gerentes más hábiles con mujeres más
hermosas y niños más lindos. Siempre los hay.

Mientras tanto, en la vida real yo llegué a administrar una pequeña tienda de electrodomésticos y
me casé con una de las vendedoras, que se retiró para trabajar en casa y cuidar a los niños. Mis
amigos y familia eran normales, los que siempre había tenido. No tenía grandes posesiones, vivía al
día, alquilando casa. No tenía carro, andaba en moto. Tuve dos niños lindos que iban a escuelas
públicas. Todas las grandezas las vivía en sueños.

Tenía un amigo, Eduardo, a quien le conté de mi sueño. Siempre preguntaba por Ana. Una vez
celebrando su cumpleaños nos emborrachamos en un bar nudista y me dijo, no sé si en broma o en
serio, que se masturbaba recordando a Ana, mi mujer de los sueños. Yo lo miré serio y le dije que yo
también. Ambos nos reímos como idiotas y aplaudimos eufóricamente a la nudista de turno. Una
mujer totalmente ficticia había entrado en la mente de una persona ajena.

Los años fueron pasando y seguía viviendo dos vidas. Cada una con sus problemas diarios, reales
y ficticios. Mi matrimonio de la vida real lo iba llevando más o menos, pero el del sueño fue
decayendo. Ana conoció a otro tipo y yo conocí a otra mujer. Y entonces sucedió que a los doce años
de haber empezado a soñar con otra vida por las noches, el sueño se convirtió finalmente en
pesadilla. Atrás quedaron los éxitos y la gloria. Una mala movida en la empresa la hizo quebrar, Ana
se marchó con el otro y yo me quedé solo, derrotado. Mis hijos se fueron con mi mujer. Fue doloroso
ver cómo perdía todo lo que había soñado.

Caí en depresión tanto en sueños como en la vida real. Ahora en lugar de esperar la noche para
seguir soñando, quería dormir lo menos posible para no enfrentarme con esa ficción onírica que me
había inventado mi subconsciente. Durante el día llevaba una vida normal, sin mucho brillo, pero
vivía relativamente tranquilo. Por las noches la situación era angustiante. Acreedores, juzgados, mi
familia y mi mujer en contra de mí. Por la prensa me llamaban estafador. Me habían salido
abundantes canas en menos de un año. Estaba acabado. Parecía que alcanzar los sueños no era como
lo pintaban.

Habrá quien piense que soy un exagerado, que al fin y al cabo sólo es un sueño. Seguro que
sabrían qué hacer en mi lugar, no lo dudo. Lo cierto es que me pasa a mí y no sé cómo manejarlo, no
conozco a nadie a quien le haya pasado algo similar ni sé para dónde ir. Nunca he confiado en los
sicólogos. La situación se fue haciendo peor, hasta que un día quise terminar con mi vida de sueños.
Es sólo un sueño, morirme ahí no significaba morirme en la vida real. Lo que pasaría con mis sueños
después de la decisión me inquietaba bastante, pero pensé en que soñaría otra cosa o simplemente
dejaría de soñar. Los problemas de la vida soñada me preocupaban de día y no me dejaban en paz.

Así que en un arrebato me tomé todos los antidepresivos y calmantes que tenía en casa y me acosté
en mi cama a esperar el fin. Desperté con la idea de que esa noche finalmente iba a ser libre y que
dejaría de soñar o soñaría otras cosas, como toda la gente normal. Sin embargo no fue así. Por no sé
cuál motivo Ana regresó a casa y me encontró tirado, muriendo, y me llevó a la emergencia todavía
vivo. Pasé un par de semanas internado en el hospital, cuidado por Ana. Al salir del hospital me di
cuenta de que las dos vidas, la de los sueños y la del día a día, necesariamente tenían que coexistir.
No puede haber la una sin la otra. Comprendí que ni en una soy un fracasado ni en la otra soy exitoso,
y que al fin y al cabo los sueños, sueños son.
Los difuntos
Una noche de cervezas surgió la idea de organizar nuestros funerales en vida. Cada uno, por turnos,
iba a tener su propio funeral. Se invitaría gente, habría un ataúd y se hablaría de todo lo bueno que
era el difunto y de lo mucho que se le iba a extrañar. Todo sería como en cualquier funeral, salvo que
en este caso el difunto iba a estar vivo. No sé a quién se le ocurrió la idea, pero todos estuvimos de
acuerdo y brindamos por eso. Éramos jóvenes y chingones y con la excusa del funeral nos
reuniríamos el último viernes de cada mes para celebrar nuestros funerales. Yo pensé que era una de
esas tantas bromas que se hacen entre amigos y que nunca llegan a realizarse, pero un día me llamó
Carlos para anunciarme que yo sería el primer difunto.

Éramos un grupo de cinco universitarios, todos menores de veinte años. Como todos los jóvenes,
íbamos a conquistar el mundo. Nos reuníamos a tomar cerveza con cualquier excusa. A veces éramos
más, pero siempre considerábamos a los otros como visitantes. Nuestras familias y novias se
conocían. A veces, cuando había dinero, íbamos a bares y a clubes de estrípers. Nos habíamos hecho
amigos en el bachillerato. Carlos estudiaba derecho, igual que Luis. Los demás estudiábamos
ingeniería. Alberto, química; Juan, civil; y yo, industrial. Nunca fuimos muy aplicados que digamos,
pero íbamos pasando cursos.

Carlos y yo ya habíamos conseguido trabajo. A los demás los sostenían todavía sus papás. El que
más se preocupaba de mantener al grupo unido era Alberto, a quien todos llamábamos para saber
cuándo y dónde sería la próxima reunión. Él organizaba todo y decidía quién se encargaría de la
comida, quién de la cerveza, quién pondría la casa. Durante algún tiempo intentamos ser una banda
de rock, pero no éramos tan buenos músicos que digamos. Eso sí, el par de conciertos que dimos los
llenamos con todos nuestros amigos y familia. Juan era el músico, siempre sacaba la guitarra y se
sabía todas las canciones. Cantaba genial. Aún hoy creo que toca en una banda de rock.

Fue una noche de enero que surgió la idea de los funerales. Sonaba divertido ir a tu propio funeral.
Esa noche, recuerdo bien, hubo una pelea entre Juan y Luis, éste último andaba colgado de una su
novia que estaba bien buena. Juan, ya borracho, le dijo que su novia estaba rica. Luis se enfureció y
empezó a golpearlo antes de que reaccionáramos. Los separamos, se calmaron y Luis hasta terminó
pidiéndole disculpas a Juan. No me acuerdo si antes o después de la pelea fue que hablamos de lo de
los funerales.

La idea era olvidarse de que la muerte era triste y además tener una excusa para pasársela bien. Lo
peor de todo, decía Carlos, es que en las funerarias siempre se cuentan chistes y el difunto no se
puede ya reír. Alberto dijo que tenía un tío que tenía funeraria y que podía ver lo de conseguir un
ataúd. Acordamos que se invitaría a las novias, amigos y familia que quisieran participar en la
broma. Luis haría el acta de defunción. Juan iba a prestar una de las casas de su papá que estaba
vacía y no conseguía inquilinos. Yo me encargaría crear el evento en las redes sociales y
promocionar el funeral entre nuestros conocidos.

A pesar de todo lo que se habló yo pensé que nunca lo haríamos. Estaba bien como broma, pero
llevarlo a la realidad era un poco tétrico, pensaba. A la siguiente reunión yo no llegué pero los demás
siguieron con la idea y sortearon los turnos. Dicen que me llamaron al celular, pero yo no recuerdo
haber tenido ninguna llamada perdida. Así que al día siguiente Carlos fue el encargado de
notificarme que yo sería el primer difunto. Después seguía él, luego Juan, después Luis y por último
Alberto. Yo pensé al principio que Carlos bromeaba, pero después llamé a Alberto y me confirmó
que sí haríamos los funerales, pero que si después del primero no nos gustaba la cosa ya no
continuaríamos con los demás.

Yo debía vestir adecuadamente para la ocasión. El único tacuche que tenía en ese tiempo lo usé
para mi funeral en vida. En cuanto a la organización no debía preocuparme mucho, sólo debía
colaborar con algo de dinero para la cerveza y la comida. Eso sí, debía invitar por las redes sociales
de internet para que la gente fuera a mi funeral. Hubo un par de gentes que lo consideraron macabro,
una tía me llamó para preguntarme si estaba bien, si acaso quería suicidarme. No tía, contesté, sólo
es mi funeral en vida. Colgó el teléfono como si le hubiera hablado un espanto. En casa a mi mamá le
pareció una idea de mal gusto y me dijo que en lugar de estar haciendo tonteras mejor fuera a la
iglesia. Mi papá, más divertido, sólo me aconsejó no beber demasiado para no morirme de verdad.

Llegada la noche del funeral yo estaba un poco nervioso. De alguna manera yo iba a ser el centro
de atención y eso me incomodaba un poco. El carro funerario, prestado por la funeraria del tío de
Alberto, llegó a casa a las ocho de la noche. Los muchachos me mostraron el ataúd en donde sería
llevado. Debo admitir que me provocó escalofrío, pero logré disimular y seguir el juego. Me metí al
ataúd y me trasladaron al carro funerario. Yo sentí sofocarme cuando cerraron la puerta de la caja.
Pero luego pensé en que era sólo una broma y, que en todo caso, cuando me tocara de verdad, yo ni
me iba a enterar.

Logré deshacerme de mis miedos y al llegar a la fiesta fúnebre fui ovacionado. Había habido una
buena convocatoria, casi todos los compañeros del colegio y de la universidad estaban por ahí.
Algunos más creo que por la curiosidad de la broma que porque tuvieran algún tipo de aprecio por
mí. Habían preparado un repertorio musical con toda la música que me gustaba, mi novia pronunció
un discurso tan sentido que hizo llorar a las mujeres del salón. Me emocionó mucho escucharla. Un
año después se estaría casando con otro.

Los amigos del grupo fueron pasando al micrófono y contaron anécdotas de nuestra vida juntos. Yo
estaba acostado en el ataúd con la tapa superior abierta para que pudiera escuchar a todos. Quise
sentarme, pero me lo impidieron. Alberto recordó la primera vez que nos emborrachamos. Luis me
agradeció haberlo alojado en mi casa cuando la suya se quemó. Carlos se recordó la vez que lo
ayudé a estudiar matemáticas, casi todo un diciembre, para que pudiera ganar su retrasada. Juan
estaba muy agradecido conmigo porque fui el único que lo acompañó, a las tres de la mañana, a dar
serenata a su ex novia que al otro día se casaría con otro tipo. Todos recordaron buenos momentos, y
al final de cada discurso, cada orador invitaba al brindis respectivo.

Hablaron también un par de primos y algunos amigos. Me enteré de que una amiga había estado
enamorada de mí durante algún tiempo; ella misma lo admitió. Se acercó al ataúd y me estampó un
beso en los labios, ante la celosa mirada de mi novia. Al final de los panegíricos hubo un acto
religioso. Por supuesto no había cura real, era uno de mis amigos del colegio el que se había
prestado para disfrazarse y decir algo. Bendijo a todo mundo y contó algunos chistes de Pepito sobre
la muerte. Todo mundo rió de buena gana. Después de todo esto me permitieron salir del ataúd e
inició la verdadera fiesta, que duró hasta el amanecer.

El siguiente turno fue el de Carlos, a cuyo funeral incluso asistió su familia. La familia de Carlos
era particular, todos eran bromistas. El propio Carlos era el más serio y eso era ya mucho decir. Su
funeral fue el más alegre y parecía más un concurso de chistes. A todos nos dolió el estómago de
tanto reírnos. Esa vez fue tanta la algarabía que se rompió en dos el ataúd cuando un par de sus
primas se subió en él para bailar mientras todos gritábamos mucha ropa. Lo pagamos entre todos.

Los funerales de Juan y Luis no los recuerdo con tanto detalle. El de Juan fue amenizado por un
grupo de rock en el que Juan era el cantante. Fue más una fiesta normal que un funeral bromista como
los anteriores. En el de Luis la nota destacada fue que su mamá pronunció el primer discurso y lloró
sentidamente. La señora sabía hablar en público y emocionar a la audiencia. El mismo Luis salió del
ataúd y la abrazó, ante el aplauso de todos.

El funeral que nunca se llevó a cabo fue el de Alberto. Nos habíamos preparado mejor que para
todos los demás, porque aparte de ser el último, Alberto era una gran persona, el alma del grupo.
Todos habíamos preparado un buen discurso. Habíamos planificado todo para que fuera una gran
fiesta, habrían muchos invitados, música en vivo, mucha comida y por supuesto, mucho alcohol.
Hicimos que más gente participara en la preparación y hasta íbamos a cobrar entrada. Sin embargo,
un par de días antes de la fiesta fúnebre, Alberto tuvo un accidente. Murió su papá y un hermano.
Alberto pasó internado en el hospital durante una semana.

Lo visitamos en el hospital todos los días. Como era joven y tenía buena salud, se recuperó más
rápido de lo que habían predicho los médicos. Cuando por fin pudo hablarnos, nos contó que vio el
túnel que dicen los que han estado a punto de morir. Nos pidió que nos olvidáramos para siempre de
nuestra broma funeraria. No era bueno burlarse de la muerte, nos dijo. Coincidimos con él.

Tiempo después le envié por correo electrónico el discurso que yo iba a pronunciar. Nunca me
respondió. A raíz del accidente se alejó del grupo. Como Alberto era el alma del grupo, los demás
también nos fuimos dispersando y espaciando las reuniones, hasta que pasó tanto tiempo que
perdimos contacto. Con el único que me encontrado un par de veces es con Carlos, pero nos
saludamos como evitándonos, como si al entrar otra vez en contacto amistoso, pudiéramos provocar
otra tragedia.
La boda
Los preparativos de la boda de la nena nos tuvieron muy ocupados durante un par de semanas, según
recuerdo. Había una gran ilusión, con mi mujer estábamos muy contentos. La nena había conocido a
un buen partido por internet y aunque no se habían visto en persona, la relación llevaba ya seis
meses. El muchacho hablaba conmigo por chat y nos enviaba fotos de sus viajes y peripecias. Nacido
en Londres, vivía en Madrid. Era de buena familia y tenía buena posición económica. Quién iba a
decir que de la alegría total pasaríamos a la decepción en un dos por tres.

Recuerdo la primera noche que vi a la nena conectada al chat hasta la madrugada. Reía a
carcajadas, era feliz. Recuerdo nítidamente su sonrisa transfigurada por el reflejo del monitor.
Tuvimos que decirle que disminuyera un poco, que nos parecía un vicio. Nos hizo caso. Poco
después nos contó que tenía novio por internet. Nena, le dije, por favor no te ilusiones mucho; amor
de lejos, amor de pendejos. Ella sonrió con la suficiencia propia de la juventud. Dijo que sentía en el
corazón que era real y eso bastaba. Supimos entonces que el enamorado cibernético se llamaba Andy.

Después de que nos contara lo del romance por internet, el propio Andy pidió hablar conmigo.
Accedí con desconfianza, pero el muchacho parecía sincero y además era buen mozo. Nos hablamos
incluso por skype, yo con mi inglés imperfecto y él con su español chapuceado. Con la nena chateaba
también por video y en algunas ocasiones lo saludé en pantalla. Nos encontrábamos por facebook y
ahí veía yo fotos y comentarios de sus aventuras por España. Incluso teníamos un número de España
al que la nena se comunicaba para hablar con Andy.

Yo había escuchado sobre las estafas nigerianas, y al saber que el muchacho efectivamente era
británico y también efectivamente estaba en España como decía, me tranquilicé. El que siempre
desconfió fue mi hijo Javier, hermano de la nena. Pero Javier y la nena siempre estaban peleando, así
que no lo tomé en serio. Por ese tiempo en la empresa me encargaron un proyecto muy absorbente;
llegaba a casa tarde y me iba temprano. A veces al llegar a la casa encontraba a la nena chateando en
el estudio, le daba un beso en la frente y me iba directo a dormir.

Ahora al ver en perspectiva creo que pasé por alto muchas cosas. La nena a veces andaba por la
casa como zombie, como sin vida. Sólo se le iluminaba su rostro cuando chateaba con Andy. Javier
la molestaba y se reía de ella, pero también estaba preocupado. Yo no le di mayor importancia,
supuse que un amor juvenil por internet no pasaría de ahí.

Cuando finalicé el proyecto y pude descansar, me vine a enterar que el tal Andy le había propuesto
matrimonio a la nena y que ella había aceptado ilusionada. Mi mujer estaba de acuerdo y también
estaba ilusionada. Javier no quería hablar del asunto, siempre que hablábamos sobre ello en la cena
se iba a su cuarto a oír música. Entonces hablé de nuevo por el chat con el tal Andy, y me dijo que sí,
que se quería casar con mi hija. Pero que quería casarse aquí, en Guatemala. Él vendría dos semanas
antes y toda su familia vendría en un jet privado para la boda.

A mí me pareció una locura, pero la nena y mi mujer estaban tan ilusionadas y convencidas que no
pude luchar contra ellas. Me les uní. Empezamos a preparar la boda. Como una medida de
precaución hice que hubiera un matrimonio civil discreto, con pocos invitados. Les dije que sólo así
lo haríamos. Una vez efectuado el matrimonio civil, y con el dinero del novio, haríamos una gran
fiesta. Me dejé llevar por la alegría y la ilusión de la nena. Hasta Javier se terminó sumando, aunque
con algo de dudas también entró en la jugada de buena gana. Le mandamos a hacer un vestido
precioso a la nena. Se miraba linda. Concertamos el salón e invitamos unas treinta personas.

Pero mi ilusión se vino abajo cuando una noche conversamos con mi mujer sobre el dinero de la
fiesta y de lo que vendría después. Ella había enviado cuatro mil dólares al muchacho, porque él hizo
un viaje a Italia y se quedó varado después de un desafortunado asalto. No me había contado porque
yo estaba trabajando mucho y no quería molestarme. Luego había enviado otros cuatro mil dólares
para reservar unas vacaciones en Europa. Supuestamente Andy pondría las otras dos terceras partes y
había pedido ese dinero como muestra de nuestra confianza. En un email había enviado los supuestos
tickets de avión y reservas de hotel en línea. Los vi y supe entonces que habíamos sido estafados y
que el desenlace iba a ser doloroso.

Me dolió haber perdido ese dinero. Pero me dolió más la ingenuidad de mi mujer y de la nena. Me
dolió no haber impedido todo eso por no estar presente. No dormí en varias noches. No me atreví a
decirles que no habría nada. Yo ya lo sabía viejo, me dijo Javier cuando se lo conté. Yo ya lo sabía.
Una semana antes de que supuestamente viniera Andy hubo un último desembolso que mi mujer hizo a
escondidas. Le envió otros dos mil dólares por unas supuestas maletas que se habían ido a otro país.

Cuando se llegó el día de ir a traer a Andy al aeropuerto, me rompió el corazón ver a la nena tan
ilusionada. Por supuesto Andy nunca apareció. La llamó diciéndole que no podría venir sino hasta el
día de la boda. La nena se entristeció, pero lo perdonó. Yo había bloqueado ya las cuentas de banco,
así que mi mujer no pudo enviarle el dinero que pidió el tal Andy por no sé qué problemas
migratorios.

El día anterior a la boda yo llamé a todos los invitados y les dije que no habría boda, que se había
pospuesto. No le dije nada a la nena ni a mi mujer. Cuando nos vestimos para ir a la ceremonia, más
parecía que nos estuviésemos vistiendo para ir a un funeral. Andy le envió un mensaje de texto
todavía antes de que nos fuéramos al salón. Él llegaría puntual, como había prometido. Ya estaba en
Guatemala, decía. Pero la nena no se alegró, respondió como autómata.

Fuimos entonces al salón donde se iba a celebrar la boda. Las mesas puestas, el sonido y la
comida listos. Estuvimos ahí, en silencio, por largo rato. La nena no lloró sino hasta que fue la hora
en punto de la ceremonia. La abracé. Mi mujer no sabía qué hacer, se miraba más avergonzada que
triste. Javier se quedaba mirando fijamente a la nada. En un momento decidí levantarme y abrir una
botella de champaña. La agité y tiré el contenido a todos encima. Javier entonces agarró también otra
botella y respondió. La nena dejó de llorar y tomó otra e hizo lo mismo. Finalmente se sumó mi
mujer. Parecíamos equipo de béisbol celebrando entre risas. Después de mojarnos en champaña
abrimos la botella que quedaba e hicimos un brindis. Por la tonta enamorada, dijo la nena.

En el camino de regreso a casa todos íbamos en silencio, todavía mojados en champaña. Era de
noche. La nena miraba por la ventanilla con la mirada perdida. Todo parecía tan real, papi, me dijo
de repente. Tan real. Seguimos en silencio durante todo el camino hasta llegar a casa. Hacía un poco
de frío.
Ahora seremos felices
Hace una tarde gris. Hace un par de horas, buscando canciones en internet, encontré la que te gustaba.
Me hizo recordar cuando te escuchaba cantarla por las mañanas mientras te rasurabas. Siempre que
estabas de buen humor la cantabas y hasta bailabas y sonreías. Te escuché cantarla desde que yo era
niño, siempre por las mañanas. No recuerdo que cantaras otra canción de la misma manera.

Sin embargo no recuerdo haberte escuchado cantarla completa. Es probable que mi memoria me
traicione. Recuerdo que cantabas sólo éste fragmento:

Yo tengo ya la casita, que tanto te prometí


Y llena de margaritas, para tí, para mí
será un refugio de amores, será una cosa ideal…

Nunca tuvimos un disco, cassette o cd con la canción. Muchas veces, cuando íbamos a algún
restaurante y había algún músico o un trío, vos la pedías. Preguntabas si se sabían La casita. Al fin,
después de pedirla a todo músico que encontrábamos, hubo uno que al decirle un poco de la letra, de
casualidad se la sabía. Así fue como supimos que se llamaba Ahora seremos felices. Y la seguimos
pidiendo a los lugares en donde encontrábamos músicos. Igual, muy pocos la habían escuchado, y
casi nadie se la sabía.

Cuando empezó todo esto de internet algunas veces la busqué sin resultado. Por ahí alguna vez
salió la letra, pero sin la música nos quedábamos igual.

Antes de haberla encontrado hoy en el Youtube la escuché en un restaurante, en un convivio


navideño, hace un poco más de dos años. Mientras yo estaba en la reunión, se apareció un músico ya
anciano, ofreciendo su cantar. No había que pagarle, porque el restaurante lo patrocinaba. Cantó un
par de canciones y entonces yo le pregunté si sabía Ahora seremos felices. La sabía a medias, me
dijo, y cantó lo que se sabía. Se sabía lo suficiente. Me recordé de vos y pensé que si hubieras estado
ahí, te hubiera alegrado escucharla de nuevo. Le agradecí muy especialmente al músico por haber
cantado algo tan especial para mí. Le di algo de propina.

Cuando salí de aquella reunión, de regreso a casa en el carro, empecé a llorar. A llorar
amargamente. Esa canción que nadie se sabe es tuya, y la acababa de escuchar, y ya no estabas para
contártelo, para decirte que había encontrado otro músico que se la sabía.

Hoy por fin la escucho así como debiste haberla escuchado en su tiempo. Mientras afuera hay
truenos y parece que va a llover, la sigo escuchando, repitiéndola un montón de veces. Por momentos
me siento alegre al recordarte bailando la canción. Por momentos triste, muy triste, porque ya hace
casi cinco años que dejaste el mundo de los vivos, mi querido don Juaco. No importa cuántas veces
la repita, vos ya no estás aquí para poder escucharla conmigo.
Fiesta de viernes
Tres meses después de cambiarme a mi nuevo apartamento, mi vecino, que me alquilaba el mismo, se
ganó la lotería. Siempre me pareció una buena persona. Se llamaba Gabriel, a secas, como me pidió
que lo llamara. Acababa de cumplir cuarenta y no trabajaba, vivía de algunas rentas. Con la noticia
de que había ganado la lotería vi rondar la casa a varias personas que nunca había visto. Familiares y
amigos que tenía tiempo de no ver se aparecían por su casa. Sin embargo, nadie le sacó dinero
porque él tenía sus propios planes.

Cuando yo llegué para ver el apartamento me invitó a una cerveza que acepté encantado porque
hacía calor, al tiempo que veíamos en la tele un partido de la Champions League. Después de hacer
el papeleo, pagar el depósito y darme la llave, me dijo que si yo no hubiera aceptado la cerveza me
hubiera mandado a la mierda. Este país está mal porque la gente no se sienta a tomar una cerveza
tranquilamente. Mientras la gente se toma una cerveza y ve un partido de fútbol, afirmaba, no puede
estar chingando a nadie.

Gabriel no era realmente un borracho, era un bebedor por placer. No recuerdo haberlo visto con
resaca y rara vez se terminaba emborrachando. Por las mañanas salía en su bicicleta a dar vueltas y a
veces no aparecía sino hasta el mediodía. Con el problema financiero resuelto, me dijo una vez, sólo
falta no malgastar el dinero. No pude menos que estar de acuerdo.

Cuando yo llegué al vecindario su esposa lo acaba de dejar. La mujer no pudo soportar que el tipo
no tuviera ambiciones, que no trabajara, que no aspirara a más. Pero también se había ido porque se
había conseguido un amante. Eso me lo contó la señora de la tienda. Gabriel no hablaba del tema, y
yo prudentemente nunca hice ningún comentario.

A la semana de haber cambiado el dinero de la lotería, Gabriel organizó una primera fiesta un
viernes por la noche. Pidió cerveza y comida, contrató a una discoteca e invitó a sus amigos, familia
y algunos vecinos, entre los que me contaba yo. Sin conocer a nadie en la fiesta, después de un par de
cervezas, de repente me vi conversando de fútbol en una amena rueda. En esa rueda estaba una mujer,
Alicia, quien despertó mi interés porque le iba al equipo contrario al mío. También porque tenía
veinte años, era guapa y tenía dos bellas piernas. Era una persona alegre, bromista, con ese especial
acento salvadoreño que invita a la alegría.

Me hice amigo de Alicia al instante y poco tiempo después ya éramos amantes. Llegaba todos los
viernes a las fiestas de Gabriel. En una de tantas reuniones, ya borracho, terminé hasta cantándole en
un portugués lamentable unas canciones brasileñas de las que no sé cómo me acordaba de la letra. El
viernes fue el día más deseado en esa época.

De vez en cuando a esas fiestas llegaban prostitutas. Gabriel las escogía de entre sus muy variadas
amistades. No supe en ese tiempo si alguna (o la mayoría, o todas) estuvo a sueldo por ahí, pero es
más que probable. Afuera, a veces, había uno o dos tipos fumando en actitud desafiante, esperando.
Luego salía una de las mujeres y se iban juntos en su carro. Sólo probé una de esas mujeres una vez
que no llegó Alicia, porque estaba peleando conmigo.
—¿Te acostaste con una de esas putas de las fiestas del Gabriel?
—No nena, estuve un rato, pero todo era aburrido sin vos.

Fueron seis meses de parrandas todos los viernes, a veces los sábados, hasta que la mujer de
Gabriel reapareció. Estuvo en la casa un par de semanas. Los viernes llegaba la gente de siempre,
pero el mismo Gabriel les decía que no iba a haber nada. Había regresado la Susan, les decía a
todos. Algunos, sus más viejos amigos, lo entendían todo. Los demás se encogían de hombros, y
cabizbajos, se iban de regreso a sus casas o a buscar algún bar. Alicia y yo fuimos a un par de
discotecas y terminábamos en mi apartamento.

Pero así como Susan regresó, así se volvió a ir. Y regresaron las fiestas, ahora con más furia.
Empezó a llegar más gente y las fiestas ahora las solían animar grupos profesionales en vivo.
Había más alcohol. Llegaba gente desconocida, que había sido invitada por el pariente de un amigo
del invitado. Sin embargo, nunca hubo ningún incidente que lamentar, toda la gente que llegaba era
pacífica.

Con Alicia bailábamos hasta la madrugada, aunque de vez en cuando en lugar de fiesta me hacía ir
al cine con ella para ver películas románticas. Ella estudiaba en la universidad así que llegaba al
apartamento a estudiar uno o dos días a la semana y se quedaba. Fue un poco como si hubiésemos
vivido juntos, como si hubiéramos estado medio casados, pero no.

Gabriel casi siempre estaba con una mujer diferente los viernes. Fueron otros cinco meses de
fiestas, ahora más bulliciosas y alegres. El grupo de las fiestas más tranquilas cambió un poco. El
anfitrión, sin embargo, no cayó en el alcoholismo y siempre por las mañana su semblante era afable y
tranquilo, siempre sin resaca. El comité de vecinos lo empezó a visitar y a preguntar por sus ahora
más alegres fiestas. Las que más se oponían eran la secretaria y la tesorera del comité. Sus maridos
habían sido vistos muy contentos con las mujeres que llegaban con Gabriel. Sin embargo, el
presidente del comité era muy amigo de Gabriel y habitual en las fiestas, así que no pasó a más.

El único incidente que merece contarse fue cuando una vez un tipo, de los desconocidos que
llegaban invitados por terceros, sacó su revólver y disparó al aire. Viendo que había asustado a
todos, bajó el arma pero sin soltarla y todavía con el dedo en el gatillo. Por pura torpeza de borracho
se le salió un tiro mientras trataba de calmar a la gente. El tiro entró por una de las ventanas de la
casa pero no hirió a nadie. Ahí acabó la fiesta ese día, con el borracho llorando y pidiendo perdón.

—Te ahuevaste verdá —me dijo Alicia riéndose al día siguiente—. Tenías que haber visto tu cara.
—Pero sólo fue por vos nena.
—Ja.

Un día, sin embargo, reapareció la Susan, un sábado. Esta vez con todas sus maletas. Entró muy
temprano de la mañana. Esa vez la fiesta había durado más de lo habitual y habían todavía invitados
y no tan invitados bebiendo alcohol y platicando. La casa era un tiradero. Gabriel dormía. Sin decir
nada, Susan entró con sus maletas y las fue a dejar a uno de los dormitorios. Después despertó a
Gabriel, quien junto a ella invitó amablemente a los presentes a retirarse a sus casas. Una vez los
invitados se fueron, entre los que yo me incluía, la pareja se quedó limpiando la casa. No hubo
gritos, reclamos, ni palabras de reproche.

Como era de esperarse, llegada la Susan se acabaron las fiestas de viernes. Algunos siguieron
llegando, pero se iban de regreso a sus casas. La Susan volvió, les decía.

Alicia, por su parte, terminó sus estudios y se regresó a su casa. Prometió volver. Cuando no llamó
ni se comunicó en varios días, me dejé ir a San Salvador. Alguna vez vi su documento de identidad y
recordaba la colonia donde vivía, así que fui a buscarla y pregunté a los vecinos hasta dar con la
casa. Para qué venís, me dijo, yo sólo te quise en Guatemala, y ya se acabó. Me cerró la puerta en la
cara. Desesperado, le envié mensajes por teléfono, email, facebook, twitter, por todos lados. Le
hablé a sus amigas del facebook, a su mamá, a su hermano. Nunca respondió y con el tiempo, la
desesperación se fue diluyendo.

Surgió la oportunidad de otro empleo en el interior del país y la acepté. Fui a hablar con Gabriel
para despedirme y pagar lo que debiera. Me invitó a tomar una cerveza en el jardín. Su mujer no
estaba.

—La Susan regresó a tiempo —dijo después de dar un sorbo de la botella—. De no ser por ella,
me hubiera acabado todo el dinero de la lotería.
—Salud por eso —respondí.
—Salud.
Hikikomori
Un día de tantos Adrián, mi único hijo, decidió encerrarse en su cuarto. Había perdido algunas
materias en el colegio y le habíamos llamado la atención. Nos escuchó a su mamá y a mí sin decir
palabra. Después de que terminamos de hablar se fue a su cuarto y jugó videojuegos en línea toda la
noche. Al día siguiente no fue al colegio y no volvió a salir para nada más que ir al baño. Pedía que
se le llevara comida a su cuarto y apenas nos dirigía la palabra o respondía con monosílabos. Yo ya
había escuchado de los hikikomoris, esos jóvenes japoneses que se encierran para no volver a salir.
Cuando se cumplió un mes de su encierro, empecé a preocuparme de veras.

Muchos adolescentes al molestarse gritan, se ponen rebeldes, se enojan. Es normal. Pero Adrián
nunca fue agresivo, y hasta donde yo recuerdo, tuvo una niñez feliz y si bien nunca fue un alumno
destacado, ganaba los cursos sin mayor esfuerzo. Por eso nos sorprendió a su mamá y a mí que
perdiera varias materias de repente. Al principio pensé que nos estaba castigando por haberlo
regañado, y le dije desde afuera que esa manera de castigarnos me parecía demasiado y que no tenía
razón.

—No es sólo eso, papá. Tengo miedo —me dijo después de insistir.

Por más que quise sacarle más información no pude. Le pasé notas por debajo de la puerta, le
envié emails, mensajes de texto, todo lo que se me ocurrió. No decía nada más. ¿Miedo a qué? ¿Por
qué? ¿Qué fue lo que te decidió a encerrarte? ¿Cuándo saldrás? Te quiero, hijo. Después de algún
tiempo tratando de comunicarme, desistí. Quizá no debí hacerlo.

Mientras tanto yo leía en internet todo lo que se podía acerca de los hikikomoris. Pasaron varias
semanas y cuando cumplió dos meses de estar encerrado, supe que definitivamente tenía un
hikikomori en casa. Del colegio llamaron varias veces, y les dijimos que pronto volvería. Un par de
amigos de Adrián al verme por la calle preguntaron por él. Dije que había ido a visitar a sus abuelos
en México. Con ellos tampoco se comunicaba.

Adrián se las arreglaba para salir al baño y ducharse cuando nadie estaba en casa. Sacaba la
basura de su cuarto y los platos de comida. Al contrario de muchos de los casos de hikikomoris de la
web, era aseado. Ese detalle era un alivio. Mi hijo se entretenía jugando videojuegos, viendo series y
películas y navegando en la web. Supe que se había comunicado con un amigo del colegio y que sus
compañeros de clase estaban enterados de su encierro voluntario. Pero no sabían nada más. Indagué
en el colegio sobre su comportamiento, pero dijeron que era un muchacho normal, aunque algo
tímido. Sus compañeros de clase se expresaron bien de él, según sus maestros no había acoso por
parte de ninguno porque Adrián nunca se dejó de nadie.

Los vecinos, la familia y los amigos nos preguntaban por él. Mentíamos todo lo que podíamos,
pero cuesta trabajo hacer que las mentiras cuadren y siempre había alguien que lograba sacarnos qué
estaba pasando. No es que me diera vergüenza, es que cuando uno tiene un problema raro, o poco
común, la gente cree saber cuál es la solución a tus problemas y te lo dice sin que se lo pidás. Y en
muchas ocasiones sus grandes ideas no son más que tremendas estupideces.
Al cuarto mes de encierro decidí quitarle el cable e internet. Pensé en que al menos tendría una
reacción, aunque fuera violenta, pero reacción al fin. Sin embargo no dijo nada. Siguió con los
videojuegos, y en sus salidas furtivas por la noche o cuando no había nadie en casa, sacó libros de la
biblioteca para leer en su encierro. A veces se desaparecía mi kindle.

Después intentamos con la comida. Le dijimos que ya no le llevaríamos comida y que para comer
tendría que salir de su encierro. Vaciamos el refrigerador y las alacenas para evitar que en sus
salidas tomara comida. No dijo nada. Simplemente no comía. Al tercer día su mamá no aguantó más y
le pasó comida.

—Gracias mamá. No quiero salir, el miedo sigue ahí. Te quiero.

Mi mujer regresó llorando y me hizo prometer que nunca volveríamos a hacer algo así. En los
comentarios de los reportajes de hikikomoris que hay en la web, no falta el listo que tiene la
solución: abrir la puerta del cuarto del joven, derribarla si es el caso y sacarlo. A pesar de que pensé
en hacerlo me aterraba pensar en su reacción, alguien podría salir herido, o podría afectar de alguna
manera su ya dudosa salud mental. Sería algo muy desagradable, pensaba.

A Adrián lo visitaron un cura, un pastor evangélico y dos psicólogos. A nadie dejó entrar a su
cuarto y lo único que les decía era gracias por venir, pero no tengo nada que decirle. Por la calle a
veces notaba que los vecinos murmuraban al vernos pasar. Por la casa se respiraba un ambiente
triste. Era un poco como si Adrián se hubiera muerto. En ocasiones, me da vergüenza admitirlo,
habría preferido que de veras hubiese muerto.

Pasó un año. Fue un año muy largo. Para su cumpleaños por la puerta le pasamos una pizza y un
pastel pequeño. Cantamos el happy birthday en la puerta y terminamos llorando. Adrián sólo dijo
gracias. Creo que nos escuchó sollozar porque subió el volumen de su televisión. Su mamá lloró toda
la noche, no encontraba consuelo. Empecé de nuevo a escribirle al email. Le escribía cartas largas.
Escribía como su estuviéramos en países distintos y no hubiera teléfono, contándole el día a día. Le
empecé a contar de cómo me iba en el trabajo, de sus primos y tíos. De las muertes entre la familia y
los amigos. Escribiéndole de esa manera al fin encontré consuelo, y más cuando uno de esos correos
electrónicos tuvo respuesta.

El día que me respondió el correo fue un día extraordinario, a pesar de que le anuncié que había
muerto un amigo mío. Lo siento papá, me dijo, era una buena persona, comenzó a decir. Me explicó
que su miedo tenía que ver con la situación en general. Nadie puede salir tranquilo en un país como
el nuestro. Incluso navegar por las redes sociales es peligroso: nunca falta el que dice que matando
se arregla todo. El día que me encerré, decía en el email, vi cómo mataban a un piloto de bus urbano.
A nadie le importa, papá. Hacen campañas por el facebook en contra del bullying, que no está mal,
pero no lo hacen para que no sigan matando gente. No es cool hablar de los muertos, la gente prefiere
que no se mencione en los periódicos, para que los turistas extranjeros no se espanten. Que tenía
miedo no sólo por él, sino también por nosotros.

Al terminar de leer su email, que era mucho más largo que lo que escribo aquí, respiré aliviado.
No es normal que alguien se encierre así. Pero tampoco debería ser normal que mueran
violentamente tantas personas, ante la indiferencia de muchos otros. Algo está mal en este país.

No sé cuándo saldrá de nuevo Adrián. Le escribí un email respondiéndole. Le dije que tenía razón,
que yo también tengo miedo, que seguiré teniéndolo. Al día siguiente no fui al trabajo, me quedé en
casa todo el día sin salir. Tampoco fui a trabajar toda la semana siguiente. Vi con mayor atención los
noticieros en la tele, leí los diarios y entendí mejor a Adrián y sus miedos. Tuve la tentación de
encerrarme yo también. Pero mi mujer me dijo que a la vida no se le huye, se le enfrenta. Y así, salí a
enfrentarme de nuevo al día a día.
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