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Bernardo O’Higgins

Riquelme

Defensor de la Libertad

Tenía solo 24 años cuando el 5 de septiembre de 1802, Bernardo O’Higgins


volvió a pisar tierra chilena. Había pasado la mitad de su juvenil vida primero
en Perú y luego en Inglaterra y España, y sentía que era tiempo de volver.
Pero lo que encontró en el país, no pudo menos que desilusionarlo.
Ya se había iniciado el siglo XIX y la Colonia vivía su tiempo de decadencia.
De esa forma describe el momento Benjamín Vicuña Mackenna. “Dormía
Chile, joven y gigante, manso y gordo huaso, semi bárbaro y beato, su siesta
de colono, echado entre viñas y sandiales, el vientre repleto de trigo, para no
sentir el hambre del trabajo, la almohada y henchida de novenas y de
reliquias para no tener miedo al diablo y a los espíritus en su lóbrega noche
de reposo”.
Lo cierto es que – y dicho con menos poesía – la Colonia se movía en el
estrechísimo margen que le daba sometimiento total a la monarquía española
y a la poderosa Iglesia católica. Con gran celo, la Iglesia controlaba los
conocimientos, manteniendo al pueblo en una ignorancia generalizada, lo que
le permitía ejercer un incontrarrestable poder. Tal situación empezó a cambiar
con la difusión en Europa de críticas, cuestionamientos e incluso fuertes
denuncias en contra de la Iglesia. Se quiso impedir que estas ideas llegaran a
la joven América, pero no fue posible, ya que, pese a las intensas
restricciones, pronto las noticias se infiltraron en las colonias
hispanoamericanas. Es así como la masonería, alma y herramienta de la
Ilustración, empieza a llegar a estas tierras, ya no tan alejadas.
Y Bernardo O’Higgins es uno de los que trae al país estas nuevas nociones,
aunque no pudo ponerlas en práctica de inmediato, como era su intención. Su
padre, el virrey del Perú Ambrosio O’Higgins, había muerto el 18 de marzo de
1801, dejándole la Hacienda Las canteras, “existente en la provincia de
Concepción de Chile, con tres mil cabezas de ganado, para que la haga y la
tenga, como suya propia, encargándole procure conservarla y perpetuarla en
su familia”.
Quizás de esta forma Ambrosio O’Higgins, un militar irlandés ue a los 59 años
conoció a Isabel Riquelme, una hermosa joven de 19 años con quien tuvo a
Bernardo, quiso reparar el trato lejano que siempre le dispensó, y que lo llevó
incluso a negarle en vida su apellido. Atrás parecían quedar los días amargos
y precarios que vivió en Inglaterra y en España. Lo que no olvidó fue su
encuentro con Francisco de Miranda, nacido en caracas el 28 de marzo de
1750 y que se convertiría en uno de los precursores de la independencia
política de América del Sur. Muy joven abandonó su tierra natal y estuvo en
España y más tarde en Estados unidos, donde conoció a Jorge Washington.
Fue cuando se inició en los secretos de una logia de la ciudad de Virginia en
la que el Venerable Maestro era el Marques de Lafayette.
Pero es en Londres donde Miranda busca la forma de concretar sus ideales,
lo que hace reclutando a jóvenes criollos a quienes instruía sobre sus ideas
de independencia para las colonias españolas de América. Por aquel tiempo,
O’Higgins necesitaba un profesor de matemáticas e informado que un general
americano, ilustre ya en Europa, entregaba instrucción particular a varios
compatriotas y también a españoles, decidió incorporarse al curso y lo hizo
usando el nombre convencional de Mr. Riquelme.
Poco tardó Miranda en descubrir que se trataba del hijo de un hombre
eminente, que desempeñaba un alto cargo en el sistema colonial español. Lo
acogió con presteza y le prodigó afecto, aunque debió pasar más de un año y
medio antes que se decidiera a confiarle sus afanes independistas. “En las
frías y neblinosas noches londinenses – escribe Jorge Ibáñez, en su libro
O’Higgins, El Libertador- la casa de Miranda se convertía en una auténtica
academia donde se preparaban sus futuros líderes, destinados a hacer
realidad el sueño de la independencia.
De todos aquellos discípulos, Bernardo sería, con el tiempo, la única figura
relevante del proceso emancipador y la que asimiló directamente y por varios
meses, las enseñanzas de Miranda”.
Pronto el general venezolano se dio cuenta de que para extender una red
americana comprometida con la liberación, requería una organización con
estructura secreta tanto es España como en las distintas colonias. Así fue
como adoptó para este trabajo el mismo sistema operacional de las logias
masónicas, que tenían gran desarrollo en la Europa de fines del siglo XVIII.
De ahí nace la sociedad conocida como “Gran reunión americana”, cuyos
miembros se denominaban “Caballeros Racionales”. Su juramento de
iniciación era muy decidor: “Jamás reconoceré por gobierno legítimo de mi
patria sino aquel que sea elegido por la libre y espontánea voluntad del
pueblo; y, siendo el sistema republicano el mas adaptable al gobierno de las
Américas, propenderé, por cuantos medios están a mi alcance, a que el
pueblo se decida por él “.
En vísperas de su regreso a América, Bernardo O’Higgins recibe un encargo
de Miranda. Comno en su viaje debía pasar por España, le pidió que reuniera
en Cádiz a los sudamericanos residentes con el propósito de qué, junto con
los masones españoles, formaran en dicha ciudad una Logia Lautaro de
caballeros Racionales. Antes de despedirse, Miranda le entrega a O’Higgins
un decálogo secreto de sus creencias. Eran una serie de indicaciones que
puso por escrito, pero que le pidió expresamente que grabara en su memoria
y luego destruyera el original. Parte de ese documento, reproducido por
Vicuña Mackenna en Vida del Capitán General Bernardo O’Higgins, señala:
“No permitáis que jamás se apodere de vuestro animo ni el disgusto ni la
desesperación, pues si alguna vez dais entrada a estos sentimientos, os
pondréis en la impotencia de servir a vuestra patria….Al contrario, fortaleced
vuestro espíritu con la convicción de que no pasará ni un solo día, desde que
volváis a vuestro país, sin que ocurran sucesos que os llenen de
desconsolantes ideas sobre la dignidad y el juicio de los hombres,
aumentándose el abatimiento con la dificultad aparente de poner remedio a
aquellos males….”
No era de extrañar que estas palabras aun resonaran en la mente de
O’Higgins a su regreso a Chile, más aún al comprobar lo proféticas que
resultaron. Sin embargo, no permitió que las primeras impresiones que tuvo lo
desarmaran y optó por postergar, para el momento propicio, la hora de la
acción, mientras se estableció en Chillán su pueblo natal y se dedicó con toda
su energía a sacar adelante la hacienda que heredara de su padre.
Hasta 1806 vivió en Chillán junto a su madre Isabel Riquelme y sus medias
hermanas Rosa Rodríguez Nievecita Puga. Pero como requería concentrarse
en las actividades agropecuarias de su estancia, compro una propiedad en
Los Ángeles, adonde se trasladó con su familia en 1808.
Además de aumentar de 5000 a 10000 las cabezas de ganado vacuno que
tenía, introdujo la crianza de ovinos y caprinos, que hacía 1810 sumaban
3000. Junto con ello, modificó las técnicas de siembra y ordenó la
construcción de un molino para que sus trabajadores se proveyeran de
harina. No estuvo ausente del servicio público, ya que aceptó el cargo de
subdelegado en Los Ángeles. Para 1810, la prosperidad había llegado a Las
canteras, lo que permitió a O’Higgins y su familia el pleno goce de su fortuna.
Su carácter amable y amistoso, le permitió tener buenas relaciones con los
jefes indígenas vecinos a la hacienda, a quienes recibía con frecuencia en su
casa y conversaba con ellos en mapudungun, que aprendió en el Colegio de
los naturales. Claro que no descuidó otros quehaceres, y es asi como cultivó
una estrecha amistad con Pedro ramón Arriagada, vecino suyo, a quien
adoctrinaba en las enseñanzas de Miranda.
En esas pacificas tareas se encontraba, cuando en el ambiente empezaron a
sentirse los primeros anuncios claros que indicaban el año de la
emancipación de América. Anota Vicuña Mackenna que, aunque sigiloso y
desatendido, O’Higgins “habíase conservado vigilante en su retiro,
preparando en el apartado surco la simiente de aquellas mieses de gloria y de
heroísmo que habría de cosechar con tanto afán con su sudor y su sangre”.
Se notaba en el aire un creciente resentimiento social y algunas vagas ideas
de cambio que se habían apoderado, básicamente, de los criollos ricos y
acomodados y con pretensiones aristocratizantes, según da cuenta Jorge
Ibáñez: “Fue precisamente en el seno de estos grupos de criollos pudientes,
donde comenzarían a gestarse las primeras manifestaciones de descontento”.
Lo reafirma Francisco Antonio Encina, en su Historia de Chile: “El criollo odia
con toda su alma al peninsular, la tardanza intelectual del gallego se
representa como estupidez; en el catalán se ve un avaro; en el vasco un ave
de rapiña, y en todos a unos advenedizos ordinarios e intrusos que acaparan
los empleos, las fortunas y las más ricas herederas”.
No era todo lo mque ocurría en aquel entonces. A comienzos del siglo XIX,
Napoleón invade España y destituye a Fernando VII, lo cual abrirá la brecha
política del proceso de independencia.
Es como señala Jaime Eyzaguirre, “de manera súbita e inesperada las
provincias del Nuevo Mundo han visto desaparecer con el rey el nexo legal
que las une a España. El destino político ha quedado así entregado a sus
manos. Por un hecho exterior, se ha puesto en marcha la revolución en
Hispanoamérica”.
Sin embargo, eran pocos los qe lo tenían claro, O’Higgins era uno de ellos. El
sabía las enormes consecuencias que la crisis de España podía traer para el
futuro de los pueblos americanos – acota Eyzaguirre – y por eso no se habían
quedado sin hacer nada. Sus periódicos viajes a Concepción lo llevaron a
frecuentar al doctor Juan Martínez de Rozas, asesor del intendente Luis
Ayala. Y aunque Miranda le había dicho que desconfiara de “todo hombre que
haya pasado la edad de cuarenta años, a menos que os conste que sea
amigo de la lectura y particularmente de aquellos libros que hayan sido
prohibidos por la Inquisición”.
O’Higgins no tuvo dudas sobre Martínez de Rozas ya que era precisamente
de aquellos que “leían libros y con particularidad los que la Inquisición había
prohibido”, por lo cual cumplía el requisito de los agentes revolucionarios que
buscaba O’Higgins.
En Santiago también había movimiento. Tras la muerte del gobernador Muñoz
de Guzmán, le sucedió Francisco Antonio García carrasco que, si bien
contaba con la asesoría de Juan Martínez de rozas, con amplia competencia
en el campo jurídico y de la administración, nunca pudo dejar atrás la
antipatía generalizada que inspiraba entre los santiaguinos y que el mismo
contribuía a alimentar.
Es así como el pésimo manejo de García Carrasco, el apresamiento en mayo
de 1810 de don Jose Antonio de Rojas y Juan Antonio Ovalle, ambos
respetables ancianos, y de Bernardo Vera y Pintado, y la orden de
trasladarlos a Lima, colmaron la paciencia de la mayoría de la clase política
santiaguina, lo que lleva a la convocatoria de un Cabildo Abierto que decide
tomar la conducción del gobierno. Los realistas manejaron hábilmente la
audiencia y propusieron la salida del gobernador, aunque previamente habían
pactado con él su dimisión. Fue así como el 18 de julio de 1810. Se entregó el
bastón de mando a don Mateo de Toro y Zambrano. Pero los criollos querían
otra cosa. Su idea era constituir una Junta de Gobierno, semejante a la que
ya se había establecido en Argentina. Fue lo que ocurrió el 18 de septiembre,
en un nuevo Cabildo abierto.
Instalada la Junta de gobierno, y luego de la huida del intendente Alava de
Concepción tras conocer el cambio de gobierno en Santiago, O’Higgins y sus
amigos conspiradores, se dan a la tarea de organizar un apoyo militar en
respaldo a Martínez de Rozas que integraba la Junta como vocal, y para
resistir cualquier intento de ataque armado por parte del virrey del Perú.
De a poco, el que fuera ferviente discípulo de Miranda estaba empezando a
aplicar sus enseñanzas y estrategias. Porque si bien no tenía grandes
nociones militares, pudo darse cuenta de inmediato que el intento libertario
debía ser defendido con las armas y por eso se propuso al comandante de
Dragones de la Frontera, Pedro José Benavente la idea de organizar dos
ejércitos en la Isla de la Laja. Y a Juan >Martínez de Rozas le hizo ver la
necesidad de crear un congreso nacional para consolidar el gobierno
independiente.
A seis meses del levantamiento de septiembre de 1810, O’Higgins estaba en
una posición dominante no sólo respecto de su provincia, sino de todo el país.
Tenía el mando de una parte importante de las fuerzas de la Frontera, que
eran el sustento de la revolución nacional. Era el segundo de Rozas y tenía
una influencia decisiva en todo el territorio al sur del Maule. Es por eso que la
provincia de Concepción comenzaría a ejercer un fuerte predominio en los
destinos del país, que más tarde perdería.
O’Higgins se la jugó por la instalación de un Congreso. Era la idea matriz de
su pensamiento político, que estaba muy influido por el parlamentarismo
inglés que conoció de cerca.
Finalmente, el Congreso se instaló el 4 de julio de 1811, lo cual puso término
a la Junta de Gobierno y con ello a la preponderancia de Martínez< de rozas
que se retiró a Concepción. Mientras, y como había suido elegido diputado
por Los Angeles, O’Higgins se vio obligado a trasladarse a Santiago dejando
a su madre y a su hermana en la hacienda Las Canteras.
En la nueva asamblea, según anota Jaime Eyzaguirre, los patriotas
dominaban sin contrapeso; sin embargo, entre ellos había dos tendencias: un
grupo dominante que sustentaba la teoría de la revolución autonomista, sin
violencia ni atropellos, y reacio a cualquier personalismo; y un grupo
minoritario, de autonomía leal al rey, donde estaban los llamados
“ochocientos” y la mayoría de los diputados de Concepción, adeptos a
Martínez de Rozas.
La mayor discrepancia entre ambos bandos se produjo porque la capital eligió
doce diputados de un total de 42, lo que provocó la airada protesta de los
representantes de la provincia de Concepción, la cual no fue escuchada. Así
las cosas, los congresistas de Concepción abandonaron el Congreso. Pero
los exaltados no se resignaron y decidieron derrotar al partido dominante.
Para eso, se prepararon Martínez de Rozas en Concepción y los Ochocientos
en Santiago. Solo les faltaba un militar decidido para ejecutar el plan. Este
apreció oportunamente. Fue José Miguel Carrera.
O'Higgins estaba consciente de que habría problemas en el naciente
Congreso y así lo hizo ver a su amigo Juan Mackenna: “Por mi parte, no
tengo duda de que el primer Congreso de Chile mostrará la más pueril
ignorancia y se hará culpable de toda clase de locuras. Tales consecuencias
son inevitables, a causa de nuestra total falta de conocimiento y de
experiencia; y no podemos aguardar que sea de otra manera hasta que
principiemos a aprender. Mientras más pronto comencemos nuestra moción,
mejor”.
Pese a su mala salud, O’Higgins pudo plantear algunas iniciativas legislativas,
como por ejemplo el proyecto para abolir la esclavitud al que no se dio curso.
Tuvo que dejar nuevamente su lecho de enfermo, el 18 de octubre para
concurrir al congreso porque ese día se discutirá el proyecto relativo a la
instalación de cementerios fuera de las áreas urbanas, siempre dependiente
de la iglesia. Pero la costumbre y la religiosidad imponían que el único lugar
de descanso eterno fueran las iglesias y templos. Por esto, O’Higgins no se
había hecho grandes expectativas, pero curiosamente recibió apoyo de
algunos diputados de la mayoría, lo que permitió que finalmente el proyecto
se aprobara.

El carácter masónico de O’Higgins.

Mucho se ha discutido y escrito respecto del carácter masónico de O’Higgins.


Hay quienes dudan de que realmente haya pertenecido a la Orden debido a
que no existirían pruebas documentales de ello. Se argumenta también que la
Logia Lautarina, donde participó activamente el libertador, no fue regular en
su funcionamiento y que ésta tuvo clara motivación política, lo que la deja al
margen de una logia establecida. Además, la Logia Lautarina desapareció
hacia 1820, lo cual demostraría su mero carácter coyuntural. Pese a ello se
considera que la actuación de O’Higgins estuvo imbuida de los principios
masónicos. Otros en tanto, no dudan de la condición de hermano del
libertador. De hecho, existen varias logias dentro y fuera de Chile que llevan
su nombre.
En un artículo de Astolfo Tapia Moore, publicado por la Revista Masónica se
aborda in extenso este discutido aspecto. En parte de su escrito se señala:
“Debemos tener en cuenta, para evitar confusiones y tergiversaciones, que el
mundo masónico es, en verdad, orgánico, pero no es algo rígido, inmutable,
monocorde y absoluto. En él hay ritos y reglamentaciones diversas, pero por
sobre ello, hay algo muy importante en común: el espíritu masónico,
traducción de principios y virtudes básicas. Por eso, a propósito de O’Higgins
y otros próceres, nos parece bizantino seguir discutiendo sobre la calidad de
las Logias lautarinas (…) Tenemos que recalcar, como siempre lo hemos
sostenido, que no hay incompatibilidad entre ser masón y creyente. En
consecuencia, nos parece absurdo y sin valor alguno el que se alegue que
don Bernardo no pudo pertenecer a la Orden masónica porque fue cristiano
ferviente”.
Otros autores niegan la condición masónica de las Logias Lautarinas, como lo
afirma Jorge Ibáñez en su libro O’Higgins El Libertador. “Las Logias
Lautarinas que habían nacido en Europa bajo la inspiración de Francisco de
Miranda, eran simplemente entidades políticas destinadas a organizar la
liberación de las colonias del dominio español. No eran definitivamente logias
masónicas, aunque copiaron su régimen de secreto juramentado y
contuvieron algunas formalidades, signos y ritualidades adaptadas de las
logias masónicas regulares.
Benjamín Vicuña Mackenna, en cambio, no tiene dudas sobre el carácter
masónico de estas logias y así lo afirma en su libro Vida del Capitán General
Bernardo O’Higgins, y su crítica apunta más bien al supuesto poder de estos
grupos: “desde el principio de la revolución americana, establecieronse en
casi todos los países independientes logias masónicas para darle unidad,
bríos y el terror del secreto irresponsable”. Por ello, Vicuña Mackenna no
duda en afirmar que O’Higgins “era sólo un agente revolucionario y no un
supremo magistrado. La revolución usurpó en su corazón el puesto de la
Patria; pero esa revolución era el símbolo de la fraternidad americana, eran la
gran patria de nuestra dispersa familia, y como tal, si su misión dejaba de ser
exclusivamente chilena, era para ser algo que vale más que las rayas
postizas echadas sobre nuestras naciones con el nombre de fronteras”.
Ninguna duda del carácter masónico del general alberga Fernando Pinto
Lagarrigue. Según se consigna en su libro La Masonería y su influencia en
Chile, O’Higgins “ya era masón desde la Logia Matriz de Londres, había
fundado una Logia Lautarina en Cádiz y no hacía muchos meses se había
afiliado a la Logia Lautaro de Mendoza como uno de sus organizadores”.
En otro artículo de la Revista masónica denominado “Documentos masónicos
del Querido Hermano Pedro Demetrio O’Higgins y Puga”, Carlos Wise Pozo
intenta probar la condición masónica de O’Higgins.
“Muchas veces se ha puesto en duda por alguno de los historiadores la
calidad masónica del general Bernardo O’Higgins, aduciendo para ello que la
Logia Lautarina no era una Logia masónica, y que no existe ninguna prueba
documental que lo demuestre, y agregan que en las Logias de Inglaterra no
hay constancia de su asistencia a esos Talleres. Pues bien, entre los
documentos de Pedro Demetrio aparece una pista que, mediante algunas
otras investigaciones complementarias y afortunadas, podrían llegar a
demostrar en forma fehaciente la calidad masónica de don Bernardo”.
Pedro Demetrio nació el 29 de junio de 1818, de una relación entre Bernardo
O’Higgins y Rosario Puga y Vidaurre, dama de la sociedad de Concepción e
hija del coronel de la guerra de la Independencia, don Juan de Dios Puga.
Cuando O’Higgins fue condenado al exilio y se radicó en Perú, se llevó con él
a su único hijo. Doña Rosario se quedó en Chile y nunca más se volvieron a
ver.
En su escrito, Carlos Wise menciona varios documentos que forman parte del
archivo de Pedro Demetrio O’Higgins, en los que hay siete documentos
masónicos numerados del 79 al 84. Varios de ellos corresponden a citaciones
y cartas, aunque a juicio del investigador el más importante es el número 83,
que enumera a las dignidades y demás miembros activos del taller Simbólico
Orden y Libertad.
Está fechado en Oriente de Lima, el 10 de enero de 1853 y allí aparece como
tesorero Demetrio O’Higgins Lautaro 2º.
Este detalle es el que llama la atención de Wise quien hace hincapié en el
hecho de que Demetrio O’Higgins usara como seudónimo el nombre de
Lautaro 2º. Así lo explica: “Es de gran importancia observar que mucho de los
Hermanos de esa respetable logia aparecen con un seudónimo al final de su
nombre…Es un hecho notorio que algunos se repiten… ¿Qué significa esto?
Pues algo muy simple. Cuando un hermano elegía un seudónimo que ya lo
tenía otro miembro del taller, se agregaba segundo para diferenciarse del
anterior…Nuestro Querido Hermano Demetrio O’Higgins figura con el
seudónimo Lautaro 2º, lo que significa que en dicha Logia existió
anteriormente un miembro que utilizó ese mismo nombre…”
Y es aquí donde surgen las interrogantes y deducciones de Wise: Lautaro es
un nombre mapuche que no pudo ser conocido en Perú; sólo alguien que
conociera ese nombre y significado pudo utilizarlo. Entonces la pregunta es
¿Quién?
Aparece más que claro para el autor que el misterioso Lautaro 1º fue
Bernardo O’Higgins, y sus razones no dejan de tener sustento. “Don Bernardo
fue un ferviente y apasionado admirador de Lautaro, así lo demuestra lo dicho
por O’Higgins a Miranda en Londres en que se refiere en forma dramática a
Lautaro. Incluso uno de los barcos de la Armada Nacional fue bautizado con
ese nombre” (cuándo el libertador se desempeñaba en Chile como Director
Supremo).
Por otrpo lado, dice Wise, es improbable que a un peruano se le ocurriera
usar como seudónimo el nombre de un mapuche, el cual le era totalmente
ajeno y desconocido. Tampoco hay que olvidar que fue O’Higgins el que
bautizó como Logia lautarina a la Orden establecida en América. Por último
dice el articulista, “don Bernardo O’Higgins no aparece en la nómina del
cuadro del taller referido, en enero de 1853 por cuanto había fallecido el 23 de
Octubre de 1841, en la ciudad de lima”.

Principios Masónicos

Si bien la controversia sobre la calidad masónica de O’Higgins no está


agotada, lo que no se discute es la influencia de los principios y postulados de
la Orden en sus obras.
Libertad, igualdad y fraternidad fueron principios que sustentó O’Higgins, los
mismos que son la esencia de la filosofía masónica y que sirvieron como
objetivo fundamental para la instalación de la Gran Logia de Inglaterra en
1717. O’Higgins fue un incansable luchador por estos preceptos. Así lo
demostró durante toda su vida y se lo hizo saber a su amigo Juan Mackenna
en carta escrita el 5 de enero de 1811, en Las canteras:
“Me he alistado bajo las banderas de mi Patria después de la más madura
reflexión, y puedo asegurar a usted que jamás me arrepentiré, cualesquiera
que sean las consecuencias. No me ciegan, sin embargo, mi temperamento
sanguíneo y mis esperanzas juveniles, hasta no prever que esas
circunstancias pueden ser muy serias…”
En sus obrs es posible encontrar huella de sus ideales. Como miembro del
Congreso, en 1811 fue un entusiasta propiciador de que los hijos de los
esclavos nacieran libres en territorio nacional. También fue autor de la
indicación sobre los “vientres libres” para evitar los fraudes de quienes
pensaban vender sus esclavas a otros países. Años después, en 1817,
cuando asumió como Director Supremo, intentó en varias oportunidades
declarar la libertad incondicional de todos los esclavos, pero la oposición fue
más fuerte y poderosa y hubo que echar marcha atrás so riesgo de
desestabilizar al gobierno.

Años Difíciles.

Los años que se sucedieron no fueron fáciles. El período que los historiadores
identifican como Patria Vieja estuvo marcado por rebeliones y varias batallas.
Entre ellas el combate de El Roble, cuyo triunfo contrastó fuertemente con el
desastre de Rancagua, que puso fin a este periodo complejo, que profundizó
la enemistad entre O’Higgins y Carrera y retrotrajo las cosas al estado político
en que se encontraban antes de la revolución autonomista de 1810.
Es así como desaparece el imperfecto régimen constitucional instaurado por
los patriotas. Se restaura la Real Audiencia e incluso medidas de carácter
cultural y educacional como la creación del Instituto nacional, quedan sin
efecto.
Este retorno al pasado, anota Jaime Eyzaguirre en su Historia de Chile, “pudo
ocurrir porque una porción apreciable de los chilenos no estaba aún
convencida del ideario patriota o se había desilusionado con los efectos de su
aplicación. Pero, por una paradoja, en este periodo en que pudo afianzarse en
definitiva el antiguo régimen se fue produciendo una reacción cada vez más
contraria al mismo, como consecuencia, en gran parte, de las represalias que
adoptaron los vencedores”.
Es así como mientras Mariano Osorio ejercía el gobierno interino en Chile, los
patriotas con O’Higgins y Carrera en bandos y momentos distintos, emigraban
a Mendoza. San Martin viajó a encontrarlos en Uspallata, donde al poco
tiempo se evidenciaron las fuertes diferencias entre ellos. Una vez que San
Martín neutralizó la actitud belicosa de carrera, y a poco de la muerte de Juan
Mackenna, uno de los más cercanos de O’Higgins, este decidió partir a
Buenos Aires donde se instaló durante un año con su madre y su hermana.
Pronto le siguieron otros refugiados como Camilo Henríquez y Ramón Freire.
Pero el escenario de las confrontaciones entre carreristas y o’higginistas se
trasladó entonces a la capital argentina. Tanto O’Higgins como Carrera tenían
planes distintos para conseguir el apoyo del gobierno argentino en las
acciones destinadas a liberar Chile del dominio español.
Según anota Vicuña Mackenna, el plan de carrera estaba resumido en un
pliego de papel, dejando todo a merced del entusiasmo, la audacia y la
movilidad. Solo pide 500 hombres y mil fusiles para caer sobre Coquimbo y
desde allí lanzarse a la venganza de los chilenos caídos.
O’Higgins, por el contrario, pensaba en “una campaña para atacar, destruir y
exterminar a los tiranos usurpadores de Chile”, con una fuerte base en la
creación de una poderosa fuerza naval. Es así como su plan consideraba la
formación de “una escuadrilla que pasara al mar Pacífico a obrar de acuerdo
con el ejercito”, con el objeto de transportar una división de 800 hombres,
incluso la artillería y 100 dragones soldados, por el cabo de Hornos, para
bloquear los puertos de Talcahuano, Valparaíso y Coquimbo.
Para Vicuña Mackenna el plan de O’Higgins demostraba una total ausencia
de sentido práctico, aunque reconoce que habla muy bien en favor del héroe y
el patriota.
Como sea, San Martín se inclinó por las ideas de O’Higgins y una vez que
carrera marchó a Estados Unidos para buscar allá apoyo para recuperar el
gobierno en Chile, empezaron los preparativos para conformar el Ejército de
los Andes.
Durante su permanencia en Buenos Aires, escribe el historiador Jorge Ibáñez,
O’Higgins es incorporado a la Logia Lautaro de Buenos Aires, que en 1812
habían fundado San Martín y otros personajes a su regreso a Argentina.
La mayor preocupación de San Martín, n ese momento, era mantener el más
riguroso silencio en cuanto al paso que uasrían para ingresar a Chile. Aunque
O’Higgins, nombrado brigadier, aceptó el plan de San Martín, insistió en la
necesidad de contar con una flota marítima para evitar la fuga española. Se
pidieron recursos a Buenos Aires, pero el resultado fue negativo.
Siguiendo la estrategia de san Martín, distintas fuerzas militares avanzarían
hacia Chile para ingresar por distintos puntos y alcanzar su objetivo el 8 de
febrero de 1817. Esto se cumplió exitosamente.
Con dos divisiones, una al mando del Coronel Miguel Estanislao Soler, con
dos mil hombres, destinados a atacar el flanco izquierdo de las fuerzas
enemigas acampadas en Chacabuco, y otra a la cabeza de O’Higgins, con mil
hombres para el ataque frontal, se iniciaron las primeras escaramuzas la
mañana del 12 de febrero.
En su avance, la división de O’Higgins se encontró inesperadamente a pocos
metros de las fuerzas realistas. Se inició la batalla que resultó exitosa.
Chacabuco se había ganado. Al reunirse allí San Martín y O’Higgins se
abrazaron emocionados celebrando la victoria que ponía termino al gobierno
monárquico de España. Dos días después, el ejército libertador fue recibido
con alborozo en Santiago. Se iniciaba el periodo de la Patria Nueva.

O’Higgins, Director Supremo

A solo tres días de la victoria de Chacabuco, más de un centenar de


connotados vecinos de Santiago deciden elegir a José de San Martín como
Director Supremo de Chile.
Pero este rehúsa y manifiesta su intención de dedicarse por entero a la labor
inconclusa de la liberación de América.
Según Eyzaguirre, “procedía así de acuerdo con lo ya convenido por la Logia
Lautarina, que creyó mejor afianzar l alianza militar chileno-argentina y con
ella el éxito de los planes expedicionarios al Perú, decisivos para cerrar el
proceso emancipador”.
De esta forma, un segundo Cabildo abierto efectuado el 17 de febrero, otorga
a Bernardo O’Higgins el título de Director Supremo.
Seis años duró su gobierno. Vicuña Mackenna lo califica como un “arduo
ensayo más que un gobierno regular. Alcanzó mucha Loria, a pesar de las
inmensas desventajas de la iniciativa, y pocas veces vio Chile mas alto su
nombre, más gloriosa su bandera, más preñada de magnificas esperanzas su
misión americana”.
No fueron, desde luego, momentos fáciles. A la tarea de administrar la Patria,
había que sumar las batallas militares que aún era necesario liberar para
establecer la definitiva independencia de Chile.
Para eso se dio la tarea, casi sin recurs0os, de dar vida a su gran sueño: la
escuadra nacional. El primer buque en integrarla fue el “Lautaro” y ya para
junio de 1818, la incipiente escuadra contaba con cuatro barcos y asumía su
mando el almirante Manuel Blanco Encalada.
A fines de agosto de ese año, la escuadra debutaría tras informarse de la
salida desde Cádiz de una expedición destinada a fortalecer las fuerzas
españolas que tenía como destino Talcahuano. Desde Valparaíso, al
presenciar el zarpe de los cuatro buques chilenos, O’Higgins pronunció una
de sus frases más recordadas: “de estas cuatro tablas depende la suerte de
América”. A blanco Encalada le fue bien y cinco semanas después de su
salida retornó a Valparaíso con nueve embarcaciones, entre ellas la fragata
“Reina Isabel” que fue rebautizada como “O’Higgins”. Aquellos fueron días de
regocijo y mayor confianza en la formación de la Expedición Libertadora que
añoraba San Martín.
Luego de sortear numerosas dificultades, que incluso se tradujeron en
drásticos recortes de sueldos y en la contratación de empréstitos con los
comerciantes extranjeros de Valparaíso donde hasta las rentas personales de
O’Higgins sirvieron de garantía, la fortalecida escuadra nacional pudo zarpar a
Perú el 20 de agosto de 1820. Sin embargo, solo el 28 de julio de 1821, San
Martín pudo proclamar la independencia del país vecino.
A los 40 maños, Bernardo O’Higgins asume el mando supremo de la nación.
Modesto, rápido de ademanes, más bien impulsivo, era un hombre de acción
más que ideas.
Le faltaba malicia y sicología, lo que muchas veces lo dejaba indefenso ante
el juego de la astucia o la perfidia, según señala Eyzaguirre.
Inicialmente, O’Higgins buscaba implantar un régimen representativo y una
democracia en el país, explica el mismo historiador, sin embargo, la lucha de
facciones que llevó el desastre de 1814, lo hizo cambiar de idea. Es así como
en 1817, al tomar el poder, tenía el convencimiento de que no había
preparación suficiente para ello y que se requería una fase previa de
educación. Allí puso su mayor énfasis, ya que comprendía que la instrucción
era fundamental para modificar la sociedad existente y conducirla al nuevo
sistema republicano y democrático.
En ese marco se entiende la reapertura del Instituto nacional y de la Biblioteca
Pública, la creación de otros establecimientos educacionales en La Serena,
Valparaíso y Santiago, la creación de un teatro, y el estímulo al mejoramiento
de las imprentas, entre otras medidas.
Otra discusión nunca del todo cerrada entre los historiadores cuestiona si el
gobierno de O’Higgins fue o no una dictadura. Según Jorge Ibáñez, la única
“etapa que podría calificarse formalmente como dictadura abarca desde el 16
de febrero de 1817 hasta la dictación de la Constitución de 1818, en que
O’Higgins ejerció el mando sin sujeción a normas constitucionales”.
No obstante, agrega Ibáñez, estas omnímodas facultades de que gozó,
tuvieron un marco restrictivo a través de las normas de administración y
ejercicio político dictadas por la Logia lautarina.
Pero fue el propio O’Higgins, al momento de disponer el estudio de la carta
fundamental de 1818, el que dejó clara su convicción democrática.: “A pesar
de habérseme entregado el gobierno supremo sin exigir de mi parte otra cosa
que obrar según me dictase la prudencia, no quiero exponer por más tiempo
el desempeño de tan arduos negocios al alcance de mi juicio, resistiendo mis
principios la continuación de este cargo con facultades indefinidas”.
Menos de diez meses después de haber encomendado el estudio de un
proyecto de Constitución Política, la carta era promulgada. Eso fue el 10 de
agosto de 1818. Tenía carácter provisional mientras se dictaba la definitiva y
constaba de 1423 artículos, donde quedaban establecidos los tres poderes
del estado, con sus atribuciones, deberes y obligaciones.
Al decir Fernando Pinto, lo que más llama la atención es el Título I, que trata
de los derechos del hombre en sociedad, ya que contiene conceptos muy
avanzados – para la época – sobre igualdad ante la justicia, seguridad y
libertad individual, derecho de propiedad y libertad de trabajo, entre otros. Se
trata de un compendio que no sólo refleja claramente los principios masónicos
de que estaba imbuido O’Higgins, sino que también se adelanta en 160 años
a lo que sería la Declaración Universal de derechos Humanos promulgada en
1948.
En aquel entonces, la guerra no había terminado. En el sur, las tropas
chilenas al mando del general ramón Freire seguían combatiendo contra los
realistas, situación que se prolongó durante el periodo de O’Higgins. Además
de eso, tuvo que luchar contra una sociedad soberbia que no siempre lo
miraba con buenos ojos y contra la cerrada oposición de los monarquistas y,
defenderse de las constantes conspiraciones de los amigos y seguidores de
José Miguel carrera, el que se negaba a aceptar la forma como se había
llevado adelante el programa de la independencia.
Para Jorge Ibáñez “ningún gobierno posterior al de O’Higgins” debió enfrentar
hechos y circunstancias semejantes: un pueblo sin nociones de patria y
nacionalidad y habituado al paternalismo de la monarquía; una situación de
independencia no afianzada; las constantes amenazas de la oposición
interna; la angustiosa situación económica del país como consecuencia del
financiamiento de la Expedición Libertadora; los recursos comprometidos en
la eliminación de los últimos reductos españoles, más los errores políticos
cometidos son antecedentes que desde temprano fueron conspirando contra
la obra o’higginiana que, sin embargo, aparece hoy definitivamente como el
primer gobierno estable, ordenador y constructor de las bases republicanas.
Para el desarrollo de su obra, tanto política como social, económica y cultural,
O’Higgins contó siempre con la colaboración de los masones, ya fuesen
lautarinos o los iniciados en logias europeas o norteamericanas, indica el
historiador Pinto Larraguirre. En la cristalización de algunos de sus ideales,
sufrió fuertes rechazos que tuvieron una expresión elocuente cuando el 14 de
diciembre de 1819 dictó el decreto que autorizaba a los disidentes a comprar
terrenos para establecer cementerios donde poder efectuar funerales de
acuerdo a sus propias creencias. Dos años después, el 25 de noviembre de
1821 se abría el Cementerio de Santiago, en medio de las airadas protestas
de sectores eclesiales y conservadores. Esto es solo un ejemplo de
innumerables pugnas y luchas, la mayor parte incomprensibles, que debió
enfrentar durante su mandato. Sin embargo, y pese a los numerosos
adelantos que se realizaron en su periodo, la sociedad aristocrática no le
perdonó que dictara sendos decretos prohibiendo los escudos de armas y los
títulos de nobleza.
El panorama se complicaba cada vez más para O’Higgins, cuya popularidad
se vería seriamente menguada. Un hecho que contribuyo a ello fue el
fusilamiento de José Miguel Carrera en Mendoza, en septiembre de 1821. Es
así que el 7 de mayo de 1822 decide llamar a una Convención para estudiar
la Constitución Política definitiva.
Dicha asamblea se reúne en julio, ocasión que O’Higgins aprovecha para
presentar su renuncia al cargo: “Demasiado tiempo he llevado sobre mis
débiles hombros la pesada máquina de la administración, os suplico
encarecidamente que hoy mismo me descarguéis de ella. Hasta aquí todo fue
provisorio y todo queda a vuestra elección. Cualquiera que sea el digno
ciudadano que llamareis, para que me suceda en la magistratura, mi espada
estará siempre a su lado en los riesgos, hasta que la constancia, la prudencia
y las negociaciones nos den la seguridad de la paz y el reconocimiento que
debéis procurar a nuestra independencia…”
Pero el rechazo de los asistentes a la convención fue unánime y O’Higgins
debió quedarse. El 30 de octubre de ese año se promulgaba la nueva
Constitución que contenía 248 artículos. Si bien era imperfecta comparada
con las que vinieron después, mantuvo principios y conceptos como la
igualdad, que O’Higgins abrazaba con singular pasión.
Sin embargo, crecía el descontento y en Concepción el intendente general
Ramón Freire negó toda autoridad a los acuerdos. En Coquimbo hubo una
reacción análoga. Así que de uno u otro extremo del país confluyeron tropas a
Santiago con el fin de deponer al gobierno. La guerra civil parecía inminente.
“Era el 28 de enero de 1823. La ciudad de Santiago estaba ese día agitada,
turbulenta y sacudida por un movimiento que mantenía en exaltación los
ánimos. El nombre de O’Higgins se pronunciaba en todos los corrillos, en
todas las familias, en todos los lugares públicos y en todas las oficinas del
estado…” Así relata Vicuña Mackenna citando a Domingo Santa maría, el
ambiente previo al momento en que O’Higgins tendría lo que se considera, a
juicio de Pinto Larraguirre “el gesto masónico más sobresaliente”: su
abdicación.
El Cabildo abierto estaba reunido en una espaciosa sala del Tribunal del
Consulado. Había unas 300 personas. O’Higgins ingresó a al recinto y con
paso firme y sereno se instaló bajo el dosel de la presidencia del senado.
Luego de saludar cortésmente preguntó: ¿Cuál es el objeto de esta
asamblea?
Se produjo entonces un apasionado y, por momentos dramático diálogo que
se prolongó por varias horas. Finalmente, O’Higgins aceptó dejar el poder
para asía evitar una guerra civil. Al leer el acta donde se consigna su dimisión,
el director supremo dijo, según la versión de Encina: “si no me ha sido dado
dejar consolidadas las nuevas instituciones de ñla República, tengo al menos
la satisfacción de dejarla libre e independiente…”. Luego se quitó la banda, la
dejó sobre la mesa y agregó: “Ahora soy un simple ciudadano. En el curso de
mi gobierno que he ejercido con una grande amplitud de facultades, he podido
cometer faltas, pero creedme que ellas habrán sido el resultado de las difíciles
circunstancias en que me tocó gobernar y no el desahogo de malas pasiones.
Estoy dispuesto a contestar todas las acusaciones que se me hagan y si esas
faltas han causado desgracias que no puedan purgarse más que con mi
sangre, tomad de mi la venganza que queráis. ¡Aquí está mi pecho!
Sus palabras emocionaron a los asistentes: “Nada tenemos que pedir contra
vos”, le replicaron. Tomando su sombrero, se volvió a los miembros de la
nueva Junta de gobierno y antes de abandonar el lugar dijo: “Mi presencia ha
cesado de ser necesaria aquí”.
Pocos meses después el país establecía en la hacienda de Montalván, donde
vivió con escasos recursos, aunque siempre con la idea de volver algún día a
su patria. Pero los acontecimientos políticos primero, y su quebrantada salud
después, no lo permitieron.
Por su labor, carácter, su vida y su trascendencia en la historia nacional es
que, posiblemente no exista ningún pueblo, ciudad o localidad del país, por
pequeña que sea, que no tenga una calle que lleve el nombre de O’Higgins.
En Concepción, ciudad a la que estuvo fuertemente ligado por amistades y
razones políticas, una de sus principales avenidas lo recuerda. A ella se
asocian las tradiciones y la memoria de la ciudad, luego de su refundación en
el Valle de la Mocha, a mediados del siglo XVIII. No deja de ser significativo
que haya sido precisamente esta calle escenario de un hecho trascendental
para la vida del país. Frente a la Plaza de Armas, hoy Plaza de la
Independencia, se habría firmado y jurado una copia del Acta de declaración
de la Independencia de Chile. Eso ocurría el 1º de enero de 1818, frente al
Cuartel de Dragones de la Frontera, situado a un costado de la plaza, frente a
la actual avenida Libertador Bernardo O’Higgins. Una piedra instalada en ese
sector recuerda el hecho, que por cierto también ha sido motivo de
controversia. Lo concreto es que la tradición más bien oral, ha permitido
establecer que el acta de Independencia “fue elaborada y firmada sobre un
tambor en las alturas denominadas Los Morrillos de perales, lugar donde
estaban situadas las avanzadas del ejército patriota y desde los cuales se
dominaba uno de los accesos a Talcahuano”. De acuerdo a esa tradición, una
vez firmada el acta, O’Higgins ordenó arrojarla bajo los muros de los sitiados
como reto y desafío a la recién desembarcada expedición de Mariano Osorio.
Posteriormente, este reto y notoficación se vió realzado con una ceremonia
efectuada en la plaza de Concepción. Otros antecedentes indican que en la
ocasión se ofició una misa y que frente al cuartel se instaló una mesa y una
silla perteneciente al coronel Patiño, el mismo que era
Dueño de la propiedad situada en la actual calle O’Higgins 935. Allí se
celebró un banquete en homenaje a los jefes patriotas al cual asistió el
Director Supremo don Bernardo O’Higgins, según se relata en un documento
elaborado por la Universidad de Concepción en 1978.
En Santiago, la principal avenida que cruza parte importante de la ciudad
proyectada por el propio O’Higgins y bautizada inicialmente como Alameda de
las Delicias, hoy lleva su nombre

Bibliografía
serie Nº 140 Aniversario

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