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RETIRO DE CUARESMA1

I ¡Vamos hacia el Padre!


1. Los caminos de la inquietud personal: "Me levantaré e iré a mi Padre" (Lc 15,18).
Existen muchos modos de rechazar al Padre y el camino hacia él.
El más común (y el más escondido en el inconsciente) es el de
rechazar la muerte. Y sin embargo todos, sin distinción, estamos
caminando en un viaje breve o largo, que inexorablemente nos
llevará hacia ella. Vivir es también convivir con la idea de que
todo, tarde o temprano, terminará. Hay quien se consuela
pensando que cuando venga la muerte ya no existiremos más y
que mientras existimos ella no existe. Pero se trata de un
consuelo frágil. En realidad, la muerte está en cada instante de
nuestra vida, está en la forma de la pregunta: ¿qué será de mí
después de la muerte? ¿qué sentido tiene para mí la vida? ¿adónde voy con todo el peso de mis
esfuerzos, de mis penas, de mis pobres consolaciones?
En tales preguntas, la muerte aparece como un desafío radical al pensamiento humano, un desafío del
cual nace una reflexión seria. Es como un centinela que hace guardia al misterio. Es como la roca dura
que nos impide profundizar desde la superficialidad. Es una señal a la cual no se puede eludir y que nos
obliga a buscar una meta por la cual valga la pena vivir. Es "la última frontera" (E. Montale) de la cual
nos viene, como en contragolpe, la necesidad de luchar contra el aparente triunfo de la muerte y una
exigencia profunda de buscar el sentido de la vida, de justificar el cansancio de cada día.
Pienso que algunos, leyendo estas palabras, estarán tentados de refutarlas: ¿por qué comenzar con un
argumento tan serio y tan poco lleno de esperanza de las Escrituras? Y sin embargo no he hecho otra
cosa que remitirme a la narración de Jesús en la parábola de los dos hijos. Es, cuando el menor, que ha
querido irse de casa y ha despilfarrado sus bienes, se encuentra tocando fondo ("habría querido
saciarse con las bellotas que comían los cerdos; pero nadie se las daba" 15,16) y entonces, casi de
contragolpe, recuerda que existe una casa del padre, donde aún los siervos tienen vida, dignidad y "pan
en abundancia" 15,17. La experiencia de la miseria le consiente mirar de frente el camino de la muerte
que está recorriendo y rebelarse. Cuando nos sentimos solos, cuando
nadie parece querernos más y nosotros mismos tenemos razones para
despreciarnos o estar desilusionados de nosotros, cuando la
perspectiva de la muerte o de una pérdida grave nos espanta y nos
arroja a la depresión, he aquí que, desde lo profundo del corazón
emerge el presentimiento y la nostalgia de un Otro que nos puede
acoger y hacernos sentir amados, más allá de todo y no obstante todo.
El Padre es en este sentido, -si se quiere un sentido todavía laico y
mundano-, la imagen de alguien a quien confiarnos sin reservas, el
puerto donde hacer reposar nuestros cansancios, seguros de no ser
rechazados. Su figura tiene al mismo tiempo, características paternas y
maternas: se puede hablar del Padre en cuyos brazos se está seguro,
como de la Madre a quien anclar la vida proveniente de ella. Es, por lo
tanto una evocación del origen, del seno materno, de la patria, de la casa, del hogar, del corazón al cual
remitimos todo lo que tenemos, del rostro al cual miramos sin temor. La necesidad del Padre es por lo
tanto equiparable a la necesidad de una referencia y de un refugio paterno y materno y puede ser
expresado indiferentemente con metáforas masculinas y femeninas.

1
Extracto de la carta pastoral: "ME LEVANTARÉ E IRÉ A MI PADRE". Retorno al Padre de todos. 1998-1999
Cardenal MARTINI, arzobispo de Milán
Bajo esta luz, la parábola del hijo pródigo "Me levantaré e iré a mi padre" expresa la exigencia de un
origen en el cual reconocerse, de una compañía en la cual sentirse amados y perdonados, de una meta
hacia la cual tender. La angustia radical de estar destinados a la muerte, casi "lanzados" hacia ella y la
nostalgia del Padre-Madre a quien gritar para que nos salve, son dos aspectos de un mismo proceso
que se cumple en nuestro corazón, aun cuando no asuma tintes dramáticos, presente también en las
pequeñas esperanzas y ansiedades de cada día. En cuanto todos estamos marcados más o menos por la
angustia, todos somos peregrinos hacia el Padre, habitados por la nostalgia de la casa materna y
paterna, en la cual reencontrarnos con la certeza de ser comprendidos y acogidos.
El Padre-Madre del cual hablamos aquí es metáfora del Otro misterioso y último, a quien nos confiamos
sin miedo, en la certeza de ser acogidos, purificados, perdonados. Este reflejo del rostro de un Padre-
Madre capaz de amarnos sin reservas ha sido vivido por muchos de nosotros en experiencias felices de
relaciones paternas y maternas. Y aún, quien ha tenido sólo en parte estas experiencias, quien ha
tenido sobre todo experiencias negativas, tiene en el corazón, quizá todavía más fuertemente, la
nostalgia del totalmente Otro a quien abandonarse.
Este Otro que se ofrece a todos como Padre-Madre en el amor, como "Tú" de misericordia y fidelidad,
es aquel que nos ha sido revelado en Jesucristo. No es una pura aspiración, un auspicio, un vano suspiro
interior: es una realidad que nos ha sido manifestada, en la cual podemos apoyarnos como en una roca
que no cede, como en unos brazos que nos estrechan, como a un corazón que palpita por nosotros.
Es ciertamente legítimo llevar al encuentro con la Palabra reveladora de Dios nuestras angustias,
debilidades y miedos, con el peso de una esperanza humana y en la expectativa de un Otro que todo
esto comporta. La revelación de Dios Padre se cruza con nuestras ansias y expectativas; pero no deriva
de ellas, está primero que ellas, tiene su verdad histórica incontestable. Providencialmente nos sale al
encuentro y da sentido a aquel retorno, a aquel redescubrimiento del Padre que es el camino de todo
hombre y mujer sobre la tierra.
2. La vida como un peregrinar hacia el Padre.
¿Cómo facilitar la percepción del Espíritu? ¿Cómo redescubrir el rostro del Padre, como rostro
verdadero y atrayente? ¿Cómo restituir a nuestra época el gusto por la referencia última, misteriosa y
amorosa, regazo originario en el cual moverse y obrar capaz de dar sentido a la vida?
Allí donde el hombre se encierra en sí mismo o pretende abrazar al mundo entero en el pequeño
horizonte de sus proyectos, triunfan la angustia, el no-sentido, la soledad. Allí donde la persona acepta
buscar y abrirse a un horizonte más grande, la figura de un Padre nos sale al encuentro y nos llama.
Estamos por lo tanto invitados a mirar la vida y la historia como un peregrinar hacia el Padre: no se vive
para la muerte, sino para la vida, y este arribo final está ligado a Alguien que nos sale al encuentro y
nos garantiza nuestro porvenir como un pacto de alianza con El. Donde nos abrimos al Otro, que nos
visita y nos hace salir de nuestros temores y de nuestros egoísmos para vivir para los otros y con ellos,
nacen pactos de paz, encuentros nuevos, diálogos antes tenidos por imposibles. La existencia es camino
hacia la tierra prometida, que nos sale al encuentro como el Misterio santo al cual nos confiamos y por
el cual nos dejamos atrapar y salvar.
Es necesario volver al Padre que nos hace libres y nos llama a la libertad, a aquella figura que nos invita
a ser nosotros mismos, a construir con responsabilidad nuestro provenir y que lo edifica con nosotros.
Se trata, en fin, de pensar al Padre según la imagen que
nos da la parábola de la misericordia: respetuoso de la
libertad del hijo menor hasta sufrir por amor y por
espera; esperanzado en el retorno del mismo hijo y feliz
por este retorno suspirado y deseado, sin con todo
haberse inmiscuido son embargo en sus decisiones;
pronto al perdón y a la vida nueva sin recriminaciones o
lamentos.
"Me levantaré e iré a mi Padre": es sobre esta decisión
de hacernos peregrinos y de ir al encuentro del abrazo del "Otro" que te recibe, donde se juega el
camino de liberación de nuestra vida y la superación de la crisis del secularismo.
Levantarse, ir hacia quiere decir no dejarse atrapar por la nostalgia de un pasado existente sólo en
nuestra mente, ni por la seducción de un presente donde permanecer anclados en nuestras pequeñas
seguridades o en el lamento de nuestros fracasos. Levantarse, ir hacia quiere decir aceptar estar
siempre en búsqueda, a la escucha del Otro, dispuestos ir hacia el encuentro que nos sorprende y
cambia, deseosos finalmente de "obedecer" de modo adulto. (Cfr. Mt 21,28-31 - la parábola de los dos
hijos). Levantarse, ir hacia quiere decir recomenzar a vivir de esperanzas, en la esperanza. "Somos unos
pobres mendigos, esta es la verdad": esta frase -atribuida a LUTERO agonizante- es no sólo la confesión
honesta del límite experimentado, sino también la declaración de un proyecto de vida que busca fuera
de sí, en el Otro, en el Padre-Madre, en el amor el sentido de la vida y de la historia. Caminamos
entonces hacia el Padre para escuchar la Palabra en la cual Él mismo nos ha revelado.

II Escuchemos la revelación del Padre


3. El Padre de Israel
La parábola del retorno del Hijo de Lc 15 nos presenta un rostro de
Dios que está en profunda continuidad con el Dios de la fe de Israel.
El motivo del "retorno" es aquel que subyace en la palabra hebrea
shuv, que expresa justamente la "conversión", el cambio del corazón
y de la vida, con la imagen de "volver", rehacer al revés un camino
equivocado.
El padre de la parábola recoge en sí las características más originales
del Dios de la fe hebrea: es humilde, porque respeta las decisiones
del hijo aún a costa del propio dolor. El Dios de Israel ama tanto a su pueblo y respeta sus elecciones
hasta achicarse para dar espacio a la libertad de Su criatura amada.
La humildad divina se une al sufrimiento de amor de este padre: también el Dios de la promesa no
permanece jamás indiferente frente a los comportamientos de su pueblo y sufre por su infidelidad. Su
amor no está sólo expresado por la palabra hesed, que significa amor fuerte, tenaz, fiel en las pruebas,
sino también por la palabra rachamim, que significa amor materno, visceral hacia sus propios hijos.
"Sión ha dicho: El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado. ¿Se olvida acaso una mujer de su
niño, de modo de no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Aunque si esta mujer se olvidase, yo en
cambio no me olvidaré jamás de ti. Yo te he dibujado en las palmas de mis manos" (Is 49, 14-16).
Releyendo la parábola parece casi releer entre líneas que el retorno del hijo es de algún modo
"necesario" para que el padre sea tal. ¿Cómo podría vivir sin el hijo, él que pasa todo el día oteando el
horizonte para estar pronto a salir al encuentro de aquel que vuelve (Lc 15,20)? De todos modos el
amor de Dios es para nosotros tan grande que él ha escogido no ser más él mismo sino con nosotros: el
nombre que Dios se ha atribuido es siempre "Dios-con-nosotros" (Mt 1,23; Ap 21,3.)
El Padre de Israel es también Madre: es el Otro en quien se puede confiar absolutamente, el Dios fiel a
la promesa de amor, la roca sobre la cual edificar la vida sabiendo que no quedaremos defraudados
Este Padre humilde, compasivo, capaz de sufrimiento por amor, es también rico en esperanza y
generoso en el perdón: él espera en la ventana el retorno del hijo y no duda en salir al encuentro de
todos y de sus dos hijos, para acogerlos en la fiesta de su amor. Un Padre que sale de sí, se proyecta
hacia su creatura, se hace peregrino y mendigo del amor. Cuando el hijo mayor, enojado, rehúsa tomar
parte en el banquete, "el padre entonces salió a rogarle" (Lc 15,28). Un hombre que participa en la
historia de sus hijos con una pasión que es tan respetuosa como auténtica y profunda, es un Padre que
hace libres y quiere hacer participar a todos de la fiesta. Su alegría es debida al hecho de que este hijo
"que estaba muerto, ha vuelto a la vida", o sea, se ha reencontrado a sí mismo y ha reencontrado la
verdad de su existencia, "estaba perdido y ha sido encontrado", es decir, ha vuelto a la casa paterna.
Así el Dios de Israel ama a su pueblo elegido: lo ama con un amor
apasionado, que lo hace partícipe de sus alegrías y de sus dolores, y lo
hace desear ante todo el bien de amado, que es también,
subordinadamente, la fiesta de su corazón de padre. "Mi pueblo es duro
para convertirse: llamado a mirar hacia lo alto, ninguno puede aguantar
la mirada. ¿Cómo podré abandonarte, Efraín, como entregarte a otros,
Israel?... Mi corazón se conmueve dentro de mí, en lo íntimo tiemblo de
compasión" (Os 11,7-8).
¿Qué nos dice todo esto? Ante todo, para nosotros los cristianos el primer espejo en donde aprender a
leer el verdadero rostro del Padre es la Biblia de los hebreos, ésa que nuestra Iglesia ha recibido con
humildad y gratitud como su primer libro sagrado. Rezando y meditando con la Biblia caminaremos
hacia el Padre de todos. También nos dice que somos llamados por Jesucristo a contemplar en este
Padre de Israel a su Padre, el Padre de toda la humanidad, a aquel que nos quiere hijos en el Hijo.
4. Abbá: el Padre de Jesús.
Existe entre la fe de Israel y lo que Jesús nos revela del Padre una diferencia decisiva: que él, el
Nazareno, es el Hijo eterno, que nos hace una sola cosa con él y nos enseña a ser hijos. Ninguno puede
en verdad ser "hijo" si no en él. Todo "rechazo del Padre" no será superado plenamente sino
encontrándolo a él. Jesús, en efecto, nos ha hecho partícipes de su misma condición filial: por esto nos
pone en nuestra boca el Padre nuestro, la oración de los hijos, y nos da su Espíritu que grita en nosotros
la palabra que más que cualquier otra expresa el amor filial: ¡"Abbá, Padre!" Rm 8,15 y Ga 4,6. La
percepción que el cristiano tiene del misterio del Padre no es expresable en palabras, se apoya en la
percepción que de Él tiene Jesucristo como Hijo, y es confiada a la gracia del Espíritu santo. Este
misterio del Padre va, por lo tanto, más allá de todo pensamiento y concepto, no puede ser contenido
en palabras, está siempre "más allá". Todo lo que nos ha sido dado captar parte siempre de la palabra
de Jesús: ¡Abbá!
Jesús pronuncia esta palabra también en su agonía, mientras está próxima la suprema entrega de sí que
hará en la hora de la cruz: "Llegaron a un huerto llamado Getsemaní, y él dijo a sus discípulos: Siéntense
aquí mientras yo oro". Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y comenzó a sentir miedo y angustia.
Jesús les dijo: "Mi alma está triste hasta la muerte. Quédense aquí y vigilen". Después, yendo más
adelante, se postró en tierra y oraba que, si fuese posible, pasase esta hora. Y decía ¡"Abbá, Padre!.
¡Todo te es posible, aleja de mí este cáliz! Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya" (Mc 14,32-36).
En su dolorosísima agonía Jesús nos enseña a ser hijos: lo hace ante todo asumiendo sobre sí la
angustia que el corazón experimenta ante la muerte. Jesús no dirige esta angustia contra el Padre,
como haciéndolo culpable de haberle dado aquella vida que ahora se precipita hacia el abismo. El Padre
no es la contraparte hacia quien lanzar el rencor del rechazo; es, en cambio, el confidente a quien dirigir
la extrema invocación, confiando sin reservas en su designio, por más oscuro y misterioso que sea. La
palabra de la confianza y de la ternura, el apelativo de "Abbá" que en hebreo expresaba en el lenguaje
cotidiano una relación de confianza con el propio padre terreno, es ahora la expresión de la experiencia
filial que Jesús vive y de la cual nos hace partícipes más allá de cualquier posibilidad nuestra.
Él se confía a Dios aún en la hora del aparente abandono por
parte de Dios: entrega su alma en las manos del Padre aún en
el momento en el cual la oscuridad cubre toda la tierra y el velo
del templo se desgarrará por el medio: "Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). El hecho de que tales
palabras sean una cita del Salmo 31,6 evidencia una vez más la
continuidad entre la figura del Padre a quien Jesús se dirige y el
Padre de la fe de Israel, pero al mismo tiempo el hecho de ser
pronunciadas por él, el Hijo único hecho hombre, les da un
sabor y una potencia nuevos.
Gracias al Hijo también nosotros podemos hacer nuestras aquellas palabras y transformar la angustia
en abandono, el rechazo en confianza liberadora. Jesús ha habitado en la oscuridad de la angustia y en
lo tenebroso de la muerte para que nosotros pudiésemos vivir la vida y la muerte en el abandono al
Dios fiel. El Padre que parece abandonarnos como lo ha hecho con su Hijo - "¿Dios mío, Dios mío, por
qué me has abandonado?" (Mc 15,34) - acoge en realidad nuestro abandono, como ha acogido aquel
del Crucificado muriente, entregado por nosotros.
La buena nueva que la Cruz anuncia es que el Hijo ha compartido hasta el fondo nuestra condición de
seres mortales, débiles, angustiados y que ahora somos hijos en el Hijo, que tenemos un Padre que está
en el cielo y que no deja nunca de amar con ternura fiel a sus hijos peregrinos hacia Él.
El descubrimiento práctico de Dios como Padre se produce, por lo tanto, para nosotros en Jesucristo:
sólo él nos lo revela en plenitud. Tal descubrimiento nos lleva a pensar y a sentir a Dios no sólo como
altísimo dominador y Señor sino a la vez como acogedor benévolo, atento a cada pequeñísimo paso
mío, accesible, providente, perdonador. La mención Padre no quita, en efecto, el sentido de los otros
nombres como Dios y Señor con todo lo que estos nombres significan de poder creador, de fundamento
primero y fin último de todo; más bien da a estos atributos la connotación de benevolencia, ternura,
perdón, perseverancia en el amor etc.
5. Con los pobres
El Padre de Jesús es el Padre de los pobres: lo es no sólo porque Jesús ha
querido ser pobre y ha declarado: "felices los pobres, porque de ellos es el
Reino de los cielos" (Mt 5,3), sino también porque sólo quien es pobre de
corazón puede abrirse a la entrega incondicional de sí mismo a Dios.
Ciertamente, la pobreza no es de por sí condición suficiente para encontrar a
Dios como Padre: sobre todo cuando es carencia de bienes necesarios,
materiales o espirituales, la pobreza puede inducir a la desesperación y a la
rebelión contra el Padre. Este tipo de pobreza - que sería más justo llamarla
"miseria" - está contra la voluntad del Padre que da de comer a los pájaros
del cielo y viste los lirios del campo y quiere que a ninguna de sus criaturas le
falte lo necesario (Mt 6, 25 ss.).
La relación del discípulo con el Padre exige una doble actitud frente a la
pobreza. Por una parte, la pobreza del corazón como apertura y abandono a la providencia del Padre es
necesaria para una auténtica experiencia del amor misericordioso del Dios de Jesús. Por la otra, el
discípulo deberá hacer de todo para que la pobreza como miseria no ofenda la imagen del Padre en
ninguno de sus hijos.
El retorno al Padre implica por lo tanto, con la conversión del corazón, -un serio y perseverante
compromiso de los creyentes en El para crear las condiciones de dignidad para todos, de modo que a
nadie falte el conjunto de condiciones mínimas para reconocer y adorar al Padre en espíritu y en
verdad.
La opción preferencial por los últimos, que muchas veces la Iglesia de nuestro tiempo ha profesado en
diversos contextos, no es una distracción respecto a lo único necesario, que es la gloria del Padre; es
más bien una forma de la realización histórica de la incondicional obediencia a Dios como Padre de
todos. En este sentido se comprende la urgencia para los
cristianos de denunciar situaciones en las cuales la dignidad
de la persona humana es ultrajada y ofendida a causa de la
injusticia y de la miseria o de pretensiones que aparecen
irrealizables en lo concreto de la vida de los pobres. Es la
invitación hecha por el Papa en la TertioMillenioAdveniente,
de reflexionar sobre una "consistente reducción", si no de la
"total condonación", de la deuda externa de los países más
pobres, "que pesa sobre el destino de muchas naciones"
(TMA, n.15).
Pero no es sólo en las relaciones internacionales que el retorno al Padre compromete a los creyentes a
hacerse promotores de justicia y promoción humana: hay una realidad cotidiana de relaciones que hay
que tener presente y donde debe mirarse a los otros como hijos del mismo Padre, hermanos en la
humanidad y en la gracia. Quisiera referirme en particular a la exigencia de superar lógicas de
encerramiento egoísta, según las cuales se considera necesario defender los propios derechos contra
las pretensiones de otros, más necesitados. La grandeza de una civilización se mide también por su
capacidad de acogida y del compartir los propios recursos con quienes tienen necesidad de ellos. La
acogida de los inmigrantes, dando por supuesto importancia a una debida vigilancia y respeto a las
leyes, es una de las formas de reconocimiento de la igual dignidad humana frente al único Padre, como
lo es la solidaridad hacia los más débiles y los más olvidados de nuestra compleja sociedad. El rechazo
de clausuras selectivas y de actitudes discriminatorias es igualmente fruto del reconocimiento del Padre
de todos: no se debe dudar en reconocer el peligro de un pecado profundo de egoísmo y de blasfemia
contra Dios como Padre común en estas actitudes que van envenenando aquí y allá nuestra cultura.
El reclamo al compromiso de caridad y de justicia, el llamado a superar todo sectarismo y todo racismo
de cualquier signo, corresponden a la invocación del Padre nuestro que nos hace pedir que la voluntad
del Padre se cumpla en la tierra, como en el cielo: Dios nos quiere a todos iguales en dignidad ante Él,
hermanos en la variedad de las posibilidades y de los recursos, pero también en la participación común
a lo que está destinado para todos. El Padre de los pobres nos hace mirar con amplitud de corazón las
necesidades del otro e identificar en ellos -sobre todo en las necesidades de los más débiles- los
derechos fundamentales de la persona humana que a nadie le es
lícito dejar de lado o conculcar. La fraternidad cristiana es más que
un sentimiento vago o una dimensión espiritual sin consecuencias ni
relaciones históricas: como lo testimonia la escena de la primera
comunidad cristiana en los Hechos de los Apóstoles, el anuncio de la
buena nueva de Dios Padre funda una nueva praxis que supera las
soledades y se esfuerza en limar los conflictos, para crear
condiciones de dignidad y de desarrollo para todos según el designio de Dios.

Algunas preguntas para la revisión de vida personal y comunitaria


- ¿Qué imagen tengo de Dios Padre?¿Confío totalmente en Él, poniendo en sus manos mis angustias y
temores?
- La prueba de lo que sientes o no de Dios como Padre, Padre tuyo y de todos: ¿puedes verificarla? ¿das
gracias por todo lo que te acontece? ¿puedes dominar la angustia y las preocupaciones por las cosas
que te incumben sin perder contacto con las situaciones reales? ¿eres capaz de soportar una injusticia
sin recriminar continuamente en tu corazón, justificándote y defendiéndote? ¿eres capaz de decir "me
abandono a la fidelidad de Dios ahora y siempre" Sal 52,10...?
- ¿Soy un creyente negligente o pensante? ¿cómo escucho al no creyente que está dentro de mí o a mi
alrededor? ¿respeto la búsqueda de quien no cree? ¿lo estimulo con mi testimonio?
- ¿Cómo vivo/vivimos la fraternidad que nace del reconocernos hijos del único Padre? en particular,
¿cómo acogemos a los más pobres y qué hacemos para expresar la solidaridad con ellos? ¿qué atención
hay en mí y en la comunidad por los pobres de la tierra, especialmente por las situaciones de
dependencia, de violencia y de hambre?
- ¿Cómo irradio con la palabra y la vida mi fe en Dios Padre? ¿cómo sucede esto en nuestra comunidad?
¿puedo decir a quien no conoce al Dios de Jesús: ven y ve?

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