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DISTOPÍA DE LA LEGALIZACIÓN

El futuro no es ya lo que solía ser.


Arthur Clarke

Santiago, 2065.

Hoy he vuelto a fumar un pito. Desde que legalizaron la marihuana, hace ya veinte años, que no
lo hacía. Éste no era un pito como los que venden en las botillerías, no tenía filtro ni advertencias
en la cajetilla. Era de mi cosecha. Hace seis meses buscaba en uno de los viejos números de la
Cáñamo una reseña sobre cuentos chilenos con drogas y al abrir la revista cayó una semilla.
Estaba ahí, suelta, no venía en un envase rotulado por la Phillip Morris; tampoco tenía ese
distintivo punto rojo en el medio de la semilla que indicaba que había sido producida
genéticamente por Monsanto. Como todos, hace veinte años que no veía una semilla así. La
observé como si fuera una de las naves espaciales que circundan el universo con los óvulos
fecundados de los mamíferos que quedan en el planeta. En vez de viajar por el espacio, esta
semilla, que no se había movido de mi lado en más de dos décadas, viajó en el tiempo. La planté
en mi closet, lejos de la mirada inquisitiva de la policía de patentes. Tuve que organizar una
cadena solidaria entre mis amigos para conseguir en el mercado negro los litros de agua extra
que la planta requeriría. Cuando apareció la primera hoja quise llorar. Desde que Monsanto
decidió que las hojas eran inútiles que no veía una. La planta no tenía mucha fuerza y tardó seis
veces más que una semilla de la Phillip Morris en florecer. Sin embargo, ese olor a limón y
menta que despedía, en vez de aquel a chicle de sandía con sacarina que tiene hoy, me llenó de
nostalgia, me hizo recordar la lluvia, cómo extraño la lluvia. Pero eso no era lo más fascinante.
Fumarla lo fue. Primero el sabor que, como el olor de la planta, me transportó a mi juventud,
pero sin necesidad de conectarme a la máquina del tiempo virtual, ¡esto no era virtual! Si su
aroma era maravilloso, qué decir de su efecto. Ya nadie lo recuerda, pero antes de la
legalización, antes de que el mercado sometiera a la genética de la planta, las semillas se
distribuían por mano, había un mercado negro de hierba y esa hierba… ¡venía con semillas!,
cualquiera podía plantarlas o regalarlas, pues tampoco existía la policía de patentes. La ilegalidad
de ese mercado permitía que el capitalismo no metiera sus garras en la hierba, qué romántica
clandestinidad. No como hoy que, con las lecturas del iris, nos impiden incluso entrar al
cinemaquantum bajo los efectos de la marihuana. No como hoy que a los fumadores les bombean
cantidades ingentes de THC3, mezclados con hipercannabinol, y que volarse solo se disfruta si
uno está sentado frente al Receptor de Imágenes Sucesivas; una droga diseñada para una
tecnología diseñada para recibir información acrítica. Odio el RIS., por eso ya no fumo. El efecto
del pito que fumé hoy, con mucha seguridad no era THC3, sino solo THC en bajas cantidades,
con algunos cannabinoides ya extintos. Me permitía contemplar, ¡sí, contemplar! Podía hilar
ideas propias, no inducidas y realizar asociaciones que había olvidado ser capaz de hacer. Quería
descansar junto a un árbol y eso me produjo algo de tristeza pues no hallaría uno a cien
kilómetros a la redonda. Quería escribir algo de ficción, sentí la necesidad de sentarme a escribir,
a pesar de que ya nadie lee ficción, a pesar de que la Realidad Oficial se ha impuesto. Sentí que
despertaba de un mal viaje.

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