«Il
o
>
Com o ocurre en la ópera, donde los personajes
cantan hasta su propia muerte, los actores de la
tragedia griega recitan la muerte de las mujeres.
Heroínas que poseen sus maneras propias de
m orir: las esposas se suicidan apelando a una
cuerda; las vírgenes van al sacrificio. Puede
incluso suceder que arrebaten su muerte a los
com batientes gloriosos, atravesados por la
espada. Así, en Maneras trágicas de m atar a
una mujer, se van trazando los antiguos
caminos para imaginar y pensar el cuerpo de la
mujer. Extrañam ente inquietante, ya en el título,
este libro, que ya ha sido traducido a varios
idiomas, es fundamental para com prender
el universo imaginario de la Grecia antigua
y, con él, el nuestro.
Maneras trágicas
de matar a una mujer
V iso r L iteratura y debate crítico
Literatura y debate crítico, 3
13
REPA RTO *
15
ÁY ΑΧ Rey de Salamina. Habiendo recuperado la
razón, tras el extravío en que lo puso el odio
de Atenea, se da muerte con su propia
espada. Véase Sófocles, Ayax.
C asan d ra Hija de Príamo y de Hécuba, profetisa a
quien nadie cree; llevada en cautiverio a
Argos por el rey Agamenón, y muerta, junto
con él, por Clitemnestra. Véase Esquilo,
Agamenón; Eurípides, las Troyanas.
C lite m n e s tr a Mujer de Agamenón, madre de Ifigenia, de
Orestes y de Electra. Da m uerte a Agamenón
con ayuda de su amante, Egisto. Orestes la
matará a ella con el apoyo de Electra. Véase
Esquilo, Agamenón, Coéforos, Euménides; Só
focles, Electra; Eurípides, Electra, Ifigenia en
A ulide.
C reo n te Herm ano de Yocasta, esposo de Eurídice,
padre de Hem ón y de Meneceo. Rey de
Tebas tras la m uerte de los hijos de Edipo.
Véase Sófocles, Antigona; Eurípides, las Fe
nicias.
D a n A id e s Hijas de Dánao, huyen del hombre y del
m atrim onio —llegado el momento, huyen de
los hijos de Egipto, primos suyos. Acogidas
en Argos por el rey Pelasgo. Véase Esquilo,
las Suplicantes.
D e y a n ir a Esposa de Heracles en Traquis. Envía al
héroe la túnica de Neso, ofrenda que ella
cree de amor, pero que es en realidad funesta.
Se da m uerte con una espada. Véase Sófocles,
las Traquinias.
E d ip o H ijo de Layo y de Yocasta, m atador de su
padre, esposo de su madre. Ante el cadáver
de Yocasta, se arranca los ojos con los
alamares de la túnica de la muerta. Sus hijos
se matan entre sí, su hija se ahorca. Véase
16
Sófocles, Edipo rey, Antigona; Eurípides, las
Fenicias.
E g ist o Amante de Clitem nestra, prim o de Agame
nón: ayuda a la mujer a m atar al hombre,
antes de encontrar él la m uerte a manos de
Orestes. Véase Esquilo, Agamenón, Coéforos;
Eurípides, Electra.
E lectra Hija de Agamenón y de Clitemnestra, aguarda
el regreso de Orestes para vengar la muerte
del padre a manos de la madre. Véase Esquilo,
Coéforos; Sófocles, Electra; Eurípides, Electra,
Orestes.
E recteo Rey de Atenas. Sacrifica a una o varias de
sus hijas para salvar la ciudad. Véase Eurípi
des, Ión y los fragmentos de Erecteo.
Eteo cles H ijo de Edipo y de Yocasta. Muere en lucha
fratricida con Polinices. Véase Esquilo, Siete
contra Tebas; Eurípides, las Fenicias.
E u r íd ic e M ujer de Creonte, madre de Hem ón. E nte
rada del suicidio de su hijo, se da muerte con
una espada. Véase Sófocles, Antigona.
Evadne Esposa del héroe Capaneo, se arroja a la pira
fúnebre de éste, m uerto frente a Tebas.
Véase Eurípides, las Suplicantes.
F edra La cretense, esposa de Teseo. Prendida de
Hipólito, que no ama sino a la diosa Ártemis,
se ahorca. Véase Eurípides, Hipólito.
H écuba Esposa de Príamo, rey de Troya, y madre de
muchos hijos, como Casandra y Políxena.
Véase Eurípides, las Troyanas, Helena, Orestes.
H elen a La bella Helena. Esposa de Menelao, raptada
por París —pero hay quien dice que a Troya
no se desplazó más que su fantasma. Véase
Esquilo, Agamenón; Eurípides, las Troyanas,
Helena, Orestes.
17
H em ón H ijo de Creonte y de Eurídice, prom etido
de Antigona. Se atraviesa con una espada
tras haber encontrado ahorcada a su prom e
tida. Véase Sófocles, Antigona.
H eracles El héroe de los doce trabajos y de las m últi
ples mujeres. Presa de la locura, mata a
Mégara y a sus hijos. Lo hará m orir el
funesto regalo de Deyanira. Véase Sófocles,
las Traquinias; Eurípides, Heracles.
H e r m ío n e Hija de Menelao y de Helena, esposa de
N eoptólem o. Véase Eurípides, Andrómaca,
Orestes.
H il o H ijo de Heracles y de Deyanira. Véase Sófo
cles, las Traquinias.
H ip ó l it o H ijo de Teseo y de la amazona Antíope.
Sólo se complace en la compañía de Ártemis
y con la caza. El amor de Fedra y la maldición
de su padre lo conducen a la muerte. Véase
Eurípides, Hipólito.
If ig e n ia Hija de Agamenón y de Clitemnestra, sacri
ficada por su padre para que soplen vientos
que lleven la flota griega hasta Troya. En
ciertas versiones trágicas del m ito, salvada in
extremis por la diosa Ártemis y trasladada a
Táuride, donde permanece, presidiendo los
sacrificios humanos, hasta que Orestes la
trae de regreso a Grecia. Véase Esquilo,
Agamenón; Eurípides, Ifigenia en Aulide, Ifi
genia entre los tauros.
J a só n El esposo humano, demasiado humano, de
Medea. Véase Eurípides, Medea.
L eda Madre de Helena, así como de Clitem nestra.
Desesperada ante la mala reputación de H e
lena, se ahorca. Véase Eurípides, Helena.
18
M a c a r ía Hija de Heracles, acepta su propio sacrificio
en aras de la salvación de sus hermanos.
Véase Eurípides, los Heraclidas.
M edea Princesa de la Cólquide, con quien contrae
matrim onio Jasón para luego repudiarla y
casarse con la hija del rey de Corinto. Enve
nena al rey y a su hija, da m uerte por espada
a sus hijos. Véase Eurípides, Medea.
M égara Fiel esposa de Heracles en Tebas. Se da
muerte, junto con sus hijos, en un acceso de
locura. Véase Eurípides, Heracles.
M eneceo H ijo de Creonte, hermano de Hem ón. Se da
muerte para salvar la ciudad. Véase Eurípides,
las Fenicias.
M en elao Rey de Esparta, esposo de Helena. Véase
Eurípides, las Troyanas, Helena, Orestes.
N eo ptó lem o H ijo de Aquiles, sobre cuya tum ba inmola a
Políxena; m uerto en Delfos. Véase Eurípides,
Hécuba, Andrómaca.
O r estes H ijo de Agamenón y de Clitem nestra, her
mano de Ifigenia y de Electra. M ata a su
madre para vengar a su padre. Véase Esquilo,
Coéforos, Euménidas; Sófocles, Electra; Eurí
pides, Electra, Ifigenia entre los tauros, Orestes.
P o l in ic e s H ijo de Edipo y de Yocasta. Muere en
combate fratricida con Eteocles. Véase Es
quilo, los Siete contra Tebas; Eurípides, las
Fenicias.
P o l íx e n a Hija de Príamo y de Hécuba, sacrificada por
Neoptólemo sobre la tumba de Aquiles. Véase
Eurípides, las Troyanas, Hécuba.
T ec m esa Compañera de Áyax, quien le recuerda que
el silencio es el mejor adorno de las mujeres.
Véase Sófocles, Ayax.
T eseo Rey de Atenas, esposo de Fedra, padre de
H ipólito, a quien maldice demasiado pronto.
Véase Eurípides, Hipólito.
19
T eu cro Herm anastro de Áyax. Véase Sófocles, Áyax.
Y o c asta Madre y esposa de Edipo, con quien tiene
dos hijos, Eteocles y Polinices, y dos hijas,
Antigona e Ismene. Se suicida por ahorca
miento, tras haber descubierto el incesto, o
por la espada, tras la muerte de sus hijos.
Véase Sófocles, Edipo rey; Eurípides, las Fe
nicias.
20
N O T A DEL T R A D U C T O R
21
Maneras trágicas
de matar a una mujer
23
Habiendo dado la vida por su ciudad, los atenienses caídos
en combate recibían en pago «un elogio inalterable y una
sepultura que es la más digna. No me refiero a aquélla en que
reposan, sino a aquélla en que su gloria sobrevive y es
recordada en toda ocasión [...]. Los hombres ilustres tienen
por tumba la tierra enteta; no es simplemente una inscripción
sobre una tumba que, en su país, recuerda su existencia, pues
incluso en un país extranjero, sin ninguna inscripción, cada
una de esas tumbas lleva grabada esa inscripción, no en la
piedra, sino en el corazón de los hombres.»
[Versión castellana de: Tucídides, Historia de la guerra del
Peloponeso, traducción y notas de Vicente López Soto (Bar
celona: Editorial Juventud, 1975).]
«De tu valor, Nicoptóleme, jamás el tiempo borrará el eterno
recuerdo, que en tu marido dejaste»1.
Sirva esta cita tomada de un epitaphios, junto con otro
fragmento de epitafio, como introducción a lo que se dice,
en una ciudad griega —Atenas, en este caso—, cuando muere
un hombre y cuando muere una mujer. Los hombres mueren
en guerra, cumpliendo rigurosamente con el ideal de civismo;
sometida a su destino, la mujer muere en su cama —o esto,
por lo menos, parece lo más verosímil—. A los hombres, la
ciudad les concede por la vía oficial un hermoso sepulcro y
un elogio en forma de oración fúnebre pronunciada por el
más célebre de los hombres de Estado: y ya, como obede
ciendo al verbo elocuente de Pericles, el epitafio grabado en
el m onum ento del barrio Cerámico empieza a palidecer ante
la palabra de gloria y su promesa de recuerdo tan inalterable
como universal. Para Nicoptóleme —desconocida, aunque de
nombre guerrero, porque de victoria en el combate habla—,
basta con un poco de recuerdo privado: unas cuantas líneas
grabadas en una estela, con la afirmación de que su marido
25
nunca la olvidará. Fuerte contraste, quizá demasiado bello
para ser exacto. Veamos. Sin duda que no todos los hombres
de Atenas mueren en combate, pero no hay ninguno cuyo
epitafio no confíe a la ciudad, de una u otra forma, el
recuerdo eterno de las cualidades del fallecido; tampoco se
extinguen en su lecho todas las mujeres de Atenas, pero
siempre es al marido (o, en el peor de los casos, a la familia)
a quien toca preservar el recuerdo de la fallecida.
Si nos situamos en el nivel paradigmático de los modelos
sociales, cierto es que la ciudad no tiene nada que decir con
respecto a la muerte de una mujer, aunque haya sido tan
perfecta como le estuviese perm itido serlo: pues no hay para
la mujer otro logro que el de llevar sin ruido una existencia
ejemplar de esposa o de madre, junto al hombre que vivía su
vida de ciudadano. Sin ruido: tal es, en todo caso, la vida
que en el epitaphios aconsejaba Pericles a las viudas de los
atenienses caídos en combate. La gloria (kleos) de los hombres
es palabra viva, trasladada a oídos de la posteridad por las
mil voces de la fama: para decir la gloria de una mujer, no
hay —desde que Penélope afirma que sólo el regreso de
Ulises mejorará su kleos desmedrado— más orador que el
marido. La misma persona que, más allá del fallecimiento de
su esposa, será depositaría de su recuerdo. Una vez m uerto
el marido, lo único que toca a las mujeres es no dar lugar a
que se hable de ellas entre los restantes varones, ni en tono
de censura m en tono de elogio: la gloria de las mujeres
consiste en carecer de ella’. H e aquí algo que está muy lejos
de facilitar la tarea de quien pretenda palpar la muda realidad
de la vida de las mujeres atenienses. Pero no estriba en tal
cosa mi propósito, de modo que me atendré decididamente al
logos, aun a riesgo de echar raíces en un género literario que,
en la ciudad, consagra a la m uerte de las mujeres un discurso
muy diferente de este otro, tan privado, del secreto y el luto.
N o obstante, aunque no sea más que por m or de
complicar la tarea, es menester demorarse un m om ento en la
lectura de los epitafios. Así alcanzaremos la convicción de
que ninguna mujer posee su muerte: para aquella cuyas
virtudes han de culminar en el bienestar de su esposo, no hay
26
fallecimiento heroico (pensada sobre el módulo de la prueba
honorable, la «muerte gloriosa» sólo puede ser viril). Sencilla
mente, la muerte de la esposa da remate a una vida de
entrega y afecto, de buen hum or y de reserva, de la cual el
marido, qué duda cabe, sabrá «hablar muy bien» en lo
porvenir.
En tales condiciones, ¿a qué palabra cívica iba a ocurrírsele
articular un discurso sobre la muerte de las mujeres? N o, a
buen seguro, al género histórico, sobre todo si el historiador
se llama Tucídides y su objeto es Grecia: crónica de guerras
y de decisiones políticas, la historiografía tucididiana no
tiene por qué ocuparse de las mujeres, ni siquiera cuando
están vivas. H erodoto, como cabía esperar, era menos cate
górico en este aspecto, pero —de modo no menos previsible—
no se interesaba en las mujeres más que en cuanto bárbaras
o esposas de tiranos, o por su muerte violenta, o porque le
daban pretexto para relatar algún rito funerario anómalo'; y,
aun así, se trata de breves menciones, en las que nunca se
observa un alto grado de elaboración. Pero hay un género
cívico que se complace institucionalm ente en difuminar la
frontera entre lo masculino y lo femenino, liberando la
muerte de la mujer de los lugares comunes en que la
acuartelaba el luto privado. Acabo de nom brar la tragedia,
donde —cierto es: al igual que en H erodoto— las mujeres
no mueren sino de muerte violenta4; pero es que en el
universo trágico la muerte, aunque acontezca en el campo de
batalla, siempre se sitúa bajo el signo de la violencia, por la
cual no padecen los hombres menos que las mujeres: así, por
un mom ento al menos, queda restablecido un a modo de
equilibrio entre los sexos.
Violentamente, pues, mueren las mujeres trágicas. Más
exactamente, es en la violencia donde la mujer conquista su
muerte. Una muerte que no sea tan sólo el final de una vida
de esposa ejemplar. Una muerte que le pertenezca en propie
dad, que, como la Yocasta de Sófocles, se haya infligido
«ella, por sí misma»·, o que, de manera más paradójica, le
haya sido impuesta. Una m uerte brutal, que se anuncia sin
grandes frases (así, para la esposa-madre de Edipo: «Las
27
palabras más rápidas de decir y de entender: ha m uerto la
divina Yocasta»), pero cuyas modalidades, dolorosas o cho
cantes, dan lugar a un largo relato. Pues, tan pronto como
queda enunciado en toda su desnudez el hecho bruto, el
acontecimiento suscita una pregunta, siempre la misma:
«¿Cómo? Dime cómo»6. Entonces cuenta el mensajero, y así
rompe la tragedia el silencio ampliamente observado en la
tradición griega sobre los caminos de la muerte.
Pero una precisión se impone: es cierto que, en la
tragedia griega, la m uerte de las mujeres accede al discurso
igual que la de los hombres; pero conviene observar que,
dentro del espectro de las modalidades de la muerte violenta,
se opera de hecho un reparto entre hombres y mujeres —y
ya tenemos roto el equilibrio entre los sexos... Del lado de
los hombres, la m uerte (con unas cuantas excepciones, como
la de Áyax y H em ón, que se suicidan, o la de Meneceo, que
se brinda al sacrificio) se manifiesta en forma de homicidio:
tal es, bien mirada, la muerte — oikeios phonos, homicidio
familiar— formalmente guerrera de los hijos de Edipo, que
se matan unos a otros en el campo de batalla. En cuanto a
las mujeres, algunas hay que mueren víctimas de homicidio
—como Clitem nestra, como Mégara—, pero son mucho más
numerosas las que apelan al suicidio como salida única para
sus rigurosas desdichas: Yocasta, por ejemplo, y sin apartarnos
de Sófocles, Deyanira, Antigona y Eurídice; Fedra y, también
en Eurípides, Evadne y, en el trasfondo de Helena, Leda; por
últim o, en lo referente a las más jóvenes, el instrum ento
preferido de la m uerte es el cuchillo sacrifical, y hay que
añadir, a la cohorte de esposas suicidadas, el grupo de las
vírgenes sacrificadas, desde Ifigenia a Políxena, pasando por
Macaría y por las hijas de Erecteo.
N o vamos aquí a limitarnos al homicidio, aunque no por
ello dejaremos de invocar su formas trágicas: por repartirse
de modo más equitativo entre hombres y mujeres, el homicidio
constituye, sin duda, un criterio menos pertinente a la hora
de establecer las diferencias entre los sexos con relación a la
muerte. El lector ya ha tenido que adivinarlo: nuestra
28
atención va a concentrarse, en cuanto muerte femenina, en el
suicidio de las esposas y en el sacrificio de las vírgenes.
29
La soga y la espada
32
propio fondo del desastre, se resigna a seguir viviendo10. En
lo que se refiere al ciudadano, las cosas están más claras
todavía: nada más ajeno al suicidio que el imperativo hoplita
de la «muerte gloriosa», que ha de ser aceptada, no buscada11
—sabemos que, por haber expresado con demasiada vehe
mencia su deseo de m orir en Platea, los espartanos negaron
a Aristodamo la gloria postum a de verse incluido en el
elenco de los valientes. Espartano o no, ningún guerrero se
suicida más que por causa de deshonor (caso de O tríadas en
el libro I de H erodoto y de Pantites en el VII); de lo cual se
hace eco el Platón de las Leyes, pensador norm ativo, pero fiel
al interés ciudadano, que inflige al suicida, por «falta absoluta
de virilidad», la sanción institucional de una tum ba tan
solitaria como olvidada, en las afueras de la ciudad y en la
noche del anonim ato (IX, 873 c-d). H abrá que añadir —y no
es dato trivial— que la lengua griega carece de vocablo
específico para designar el acto del suicidio, y que utiliza las
mismas palabras que nombran el homicidio de los padres,
ignominia absoluta12.
El suicidio, pues: muerte trágica, quizá, que eligen,
abrumados por la desazón, aquellos sobre quienes recae «el
dolor excesivo de un infortunio irremediable»13. Pero, en la
propia tragedia, muerte de mujer, por encima de cualquier
otra cosa. Y resulta que una de las modalidades de esta
muerte —ya de por sí devaluada— está más señalada por la
infamia, más abocada al deshonor inapelable que todas las
demás: me refiero al ahorcamiento, muerte abominable o,
por decirlo más adecuadamente, muerte «sin forma» (askhé-
món), máximo agravio que nadie se inflige sino apremiado
por la vergüenza14. Y resulta también —¿será casualidad?—
que el ahorcamiento es muerte de mujer: m uerte de Yocasta,
de Fedra y de Leda, m uerte de Antigona (y, fuera de la
tragedia, muerte de innumerables muchachas que se cuelgan
para dar origen a un culto o para ilustrar los enigmas de la
fisiología fem enina15).
El ahorcamiento, m uerte femenina. Digo más: en él
puede duplicarse al infinito la expresión de la feminidad,
porque las mujeres y las muchachas saben sustituir el instru-
33
m ento habitual, la soga, por los aderezos con que se cubren,
emblemas de su sexo (así, Antigona se estrangula en el nudo
de su propio velo). Velos, cinturones, bandas: trebejos de
seducción que, virtualm ente, tanto valen como trampas de
m uerte para quienes las llevan, como hacen saber al rey
Pelasgo las danáides suplicantes16; en una palabra, fuerte
expresión tom ada de Esquilo, hay en todo ello una hermosa
tram pa, mékhane kalé, donde la peithó (persuasión) erótica se
pone al servicio de la más siniestra de las amenazas.
N o insistiré en el trato íntim o de las mujeres con este
ám bito de la métis, inteligencia astuta tan característica de
los griegos. N o obstante, no dejaré pasar la ocasión de
recordar que no hay acción llevada a cabo por una mujer
—aunque emplee la espada, sea para darse muerte, sea para
m atar— que no corra el riesgo de verse absorbida, inexora
blemente, por el vocabulario de la astucia. Así, en Agamenón,
para evocar los designios letales de Clitem nestra, mientras
afila la espada contra su esposo, Casandra, en contra de lo
que cabía esperar, recurre a la imaginería del veneno vertido
en la copa; en la Orestíada, en cambio, el veneno no tarda en
ser revezado por una tram pa real y verdadera, el velo que
apresa a Agamenón como en una red, audaz materialización
de toda metáfora de métis. Idéntica lógica opera en las
Traquinias: sin desearlo así, Deyanira atrapa a Heracles en
la tram pa envenenada de la túnica de Neso: ahora, por
mucho que se apresure a solicitar de la espada la salvación de
una muerte rápida, ya no podrá evitar que se piense, aunque
sea de modo fugaz, que su suicidio se inscribe en el registro
industrioso de la inteligencia astuta17.
A esta metis abarcadora, operante en-las palabras y en los
actos de las mujeres, y que teje las redes mortales o aprieta
el nudo de innumerables sogas, la tragedia opone todo lo que
corta o desgarra, en una palabra, lo que hace correr la sangre.
Lo cual nos lleva a las Suplicantes de Esquilo y a su pulsión
hacia el ahorcamiento. Postrer recurso en su fuga extraviada
ante los hijos de Egipto, el nudo corredizo de la m uerte
habría protegido a las danáides contra el deseo violento del
macho, así como arrojarse desde lo alto de una roca escarpada
34
—cosa que por un m om ento les pasa por la cabeza— las
habría redimido del matrim onio (vínculo donde el esposo no
es sino dueño). Y no es indiferente que den a este dueño el
nombre de daiktór, que en m odo alguno significa «raptor»
(como quiere, en la edición de Belles Lettres, la muy auto
rizada traducción al francés de Paul Mazon), sino muy exac
tam ente desgarrador1S. Para escapar de este desgarro —sin
duda el de la violación o desfloración— sólo dos caminos se
abren: la m uerte de las danáides en el nudo corredizo de una
soga —y el deshonor para la ciudad—, o su vida a cambio de
una guerra en la que «por mujeres» se ha de derramar la
sangre de los hombres (Suplicantes, 476-477). N o se colgarán
las danáides. Ya conocemos el final: matrim onio consumado,
bodas de sangre, mortales para los maridos, castigo posterior
en el Hades. Pero eso es otra historia.
Ahorcamiento o sphagê
37
altar de Zeus H erceo28. En términos más generales, sphagê se
aplica a la muerte por hierro como muerte «pura», por
oposición al ahorcam iento29.
Pero tan pronto como mencionamos esta contraposición
entre dos modos de morir, el masculino y el femenino, hay
que decidirse a señalar que ya la hemos quebrantado, al
evocar la m uerte «viril» de Deyanira o de Eurídice, que se
hunden una espada en el cuerpo. Y, en Eurípides, no son
escasas las heroínas que prefieren la espada a la soga cuando
la muerte les ronda la cabeza; así, mientras m onta guardia
ante la puerta de la casa donde se lleva a efecto el crimen,
Electra sostiene una espada en las manos, dispuesta a volverla
contra sí misma si el empeño fracasa (Electra, 688, 695-696).
Y, a la inversa, hay también, en Eurípides, hombres a
quienes sobreviene la m uerte por haber caído, como una
mujer, en lazos inextricables: caso de H ipólito, que, engan
chado en las riendas de su caballo, como en un par de trabas,
se estrella contra la peñas del cam ino30; pero, hay que
decirlo, entre los hombres es, con toda evidencia, más raro
este modo irregular de muerte.
A lo que íbamos: he de observar que el enmarañamiento
trágico consistente en atribuir m uerte viril a una mujer no
depende de ninguna contingencia. Tom em os la muerte de
Yocasta en las Fenicias. En Sófocles, como sabemos, Yocasta
se ahorca tan pronto como averigua quién es Edipo —mujer
abrumada por una desdicha insuperable. La Yocasta de
Eurípides no se ahorca; habiendo logrado sobrevivir a la
revelación del incesto, es la muerte de sus hijos lo que
acarrea la suya, que se da a sí misma con la espada que a
ellos m ató31. Qué duda cabe: se trata de una notable
desviación con respecto a una tradición muy sedimentada, ya
desde H om ero y el ahorcamiento de Epicasta. ¿Tendremos
por ello que atribuir esta innovación, como algunos hacen, a
una evolución de las mentalidades, cada vez más hostiles a la
muerte por ahorcamiento?32 A decir verdad, no hay nada que
avale semejante hipótesis, porque ya en la Odisea (XXII, 462-
464) la m uerte por soga es la más impura posible, y, por
consiguiente, no se ve bien en qué ha podido consistir el
38
cambio de mentalidad. Pero, sobre todo, conviene leer el
texto de Eurípides en relación con el de Sófocles; entonces
comprenderemos que en las Fenicias hay una especie de
nueva interpretación de conjunto del personaje de Yocasta; y
la muerte viril de una mujer que ya no es, como en Sófocles,
esposa por encima de todo, sino exclusivamente m adre33, ha
de anotarse en el haber de la recién mencionada reelaboración
crítica de la tradición.
A partir de este ejemplo y de algunos otros, esbocé
antaño, evocando la m uerte trágica de las mujeres, una
generalización en que el ahorcamiento iba asociado al m atri
monio —o, mejor, la excesiva valoración de la condición de
desposada (nymphe)— y el suicidio cruento a la maternidad,
mediante la cual, en los dolores «heroicos» del parto, se
realiza enteram ente la esposa34. Me sigo ateniendo a esta
lectura. Pero no he de volver a ella, en este punto, sencilla
mente porque es el enmarañamiento lo que me interesa
ahora, y más concretamente las afirmaciones, tan frecuentes
en Eurípides, que parecen postular una especie de equivalencia
entre la soga y la espada.
La soga o la espada: en una sola palabra, la muerte a
cualquier precio, sean cuales sean los caminos que a ella
conduzcan. Así, en situación desesperada, razonan las mujeres
viriles (quienes, si se les diera ocasión, elegirían la espada), de
tal cosa hacen alarde las mujeres demasiado femeninas, que,
como Herm ione, ni siquiera osarán ahorcarse —pero, tanto
en un caso como en el otro, la continuación del texto deja
perfectamente en claro cuál sería, espada o soga, la verdadera
elección de la infortunada. Soga o espada: tal es también la
elección que, ante la inminencia de la m uerte de Alcestis,
ofrece a Admeto su corazón, cuando afirma: «ante tamaña
desgracia, no cabe sino abrirse la garganta (sphagê) o introducir
el cuello en el nudo corredizo de un lazo colgante» — simple
manera de señalar que, por haber huido de la muerte, un
hombre feminizado no puede sustraerse a la desdicha que
destroza a las mujeres35.
Pero —ya lo sugieren estos ejemplos—, el enmarañamiento,
aun llevado a su colmo, no tiene más objeto que el de
39
robustecer, por vía paradójica, el planteamiento ortodoxo de
la contraposición. Así, por ejemplo, en la tragedia que lleva
su nombre, cuando Helena hace votos por su propia muerte:
«lazos mortales pondré en mi pobre cuello para de ellos
colgarme o haré que entre en mi garganta sangrante la espada
con golpe homicida, mortal que mis carnes traspase, una
ofrenda a las tres diosas...»
Tal como indica la resolución final, la única eventualidad
que Helena considera verdaderamente digna de ella es la
sphagê; pero, bien mirado, la elección ya despuntaba en las
propias palabras con que Helena hablaba de colgarse, y sobre
todo en el phonion aiôrêma, en esa intraducibie y contradic
toria «suspensión cruenta» que los traductores ocultan como
pueden, porque —piensan— lo propio del ahorcamiento es
que no se derrame la sangre’6. Y, sin embargo, es precisamente
en este oxím oron donde hay que adivinar la elección de la
heroína, para quien no cabe concebir más muerte que la
cruenta, y cuyas palabras recusan el ahorcamiento en el
instante mismo en que evocan tal eventualidad. Phonion
aiôrêma: así, anunciando por anticipación la sangre de la
sphagê, la lengua de Helena se adelanta a sus pensamientos.
Com o resultado de este examen, vuelve a plantearse, con
más fuerza que nunca, la contraposición entre la soga y la
espada. Excepto que, en lo sucesivo, hay evidencias que se
imponen con toda claridad. Un hombre nunca llegará a
ahorcarse, aunque la idea le haya rondado la cabeza37; el
hombre, cuando se mata, lo hace como tal, como hombre. A
la mujer, en cambio, se le ofrece opción: hallar en el lazo de
una soga un final muy femenino, o apoderarse de la espada,
robando su muerte a los hombres. ¿Cuestión de identificación,
es decir de coherencia interna del personaje trágico? Quizá.
N o por ello resulta menos patente el desequilibrio, prueba
—por si hubiera necesidad de recordarlo— de que el género
trágico domina a la perfección el juego del enmarañamiento
y conoce los límites que no debe franquear. O , por decirlo
de otro modo: prueba de que la mujer está más autorizada a
40
hacer de hombre, para morir, que el hombre a apropiarse,
aunque sea en la muerte, de cualquier conducta femenina.
Libertad trágica de las mujeres: libertad en la muerte.
41
«Heme aquí, en lo alto de esta roca; semejante a un pájaro,
sobre la pira de Capaneo me alzo ligera, con un funesto
balanceo (aiôrêma)» (Suplicantes, 1045-1047).
42
cuantas vías de meditación sobre lo que, a propósito del ahor
camiento se dice de las mujeres41. Que, por su propensión al
vuelo, estas esposas (forzosamente sedentarias, según la orto
doxia de las representaciones cívicas), establecen un a modo de
relación de connaturalidad con los lugares aparte: y se arrojan
al aire y se suspenden entre el cielo y la tierra. Q ue basta
cualquier desdicha para que tales mujeres huyan del hombre,
saliendo de la vida, de la suya propia, como quien sale de es
cena: con brusquedad. Identificado como está con el modelo
hoplita, el hombre tiene el deber de quedarse en su sitio, de
arrostrar la m uerte cara a cara, como Áyax, que, al m orir, se
une con la tierra a que lo ata su espada, fija en el suelo,
hincada en su cuerpo.
Para las mujeres, la muerte es salida. Bebéke: «Se marchó»,
dícese de la mujer fallecida, o que se ha dado muerte. Se dice
de Alcestis, se dice de Evadne, que ha abandonado de un sal
to (bebeke pêdêsasa) la casa del padre, para alcanzar la roca
desde donde dará otro salto, el último (pêdêsasa), para arro
jarse al vacío. Y, llorando la muerte de Fedra, desaparecida,
«semejante a un pájaro que de las manos huye», Teseo excla
ma: «Un salto súbito (pêdêma) te ha llevado hasta el Hades»42.
Pero no sigamos adelante sin recordar que, para las mujeres,
la m uerte es movimiento: sólo vuelan las heroínas con exceso
de feminidad. De hecho, el anuncio de la muerte de Deyanira,
que ha optado por la espada, en lugar de la soga, se inicia del
modo que cabía esperar, pero concluye con una nota insólita:
«Deyanira ha recorrido el último de todos los viajes sin
mover los pies, con el pie inmóvil (Bebeke ex akinetou
podos)». (Traquinias, 874-875).
Silencio y secreto
El silencio es adorno en las mujeres: siguiendo a Sófocles
nos lo ha de recordar Aristóteles; y, cuando interviene en la
acción, Macaría, en Eurípides, se empeña en demostrarnos
que lo sabe, observando que para una mujer lo ideal es no
abandonar el recinto cerrado de su casa44. Pero las mujeres
trágicas se inmiscuyen en el m undo viril de la acción: han de
44
pagar por ello. Y, en silencio, las heroínas de Sófocles vuel
ven a las moradas que antes abandonaron, para en ellas m o
rir. Silencio de Deyanira ante la acusación de Hilo; pesado
silencio de Eurídice, en el cual discierne el coro, con razón,
una oculta amenaza; silencio a medias de Yocasta, palabras
de doble sentido donde la voz acaba asfixiándose45.
Estos silencios, que se perciben como angustiosos signos,
son anticipo de una acción que la mujer desea ocultar de la
vista: Fedra se hace invisible (aphantos) y Deyanira desaparece
(diêistôsen) —o pongamos que organiza una desaparición
definitiva por medio de la cual, apartada de los ojos mortales,
accede al m undo invisible del Hades, evitando todas las
miradas incluso en el interior del palacio donde buscó
refugio46. De modo similar, Yocasta y Fedra se ocultan tras
puertas muy cerradas, herméticamente enclaustradas con la
muerte; y cerrándose multiplican por dos la prisión del
cuerpo en el ahorcamiento: Edipo tendrá que ensañarse con
la puerta; Jasón solicitará con desgarrado grito que le desco
rran los cerrojos47 —sólo así lograrán ver a sus mujeres.
M uertas. Los espectadores no llegan a ver el cuerpo de
Yocasta, pero sí el de Fedra, y también el de Eurídice, que se
ofrece a la vista al mismo tiem po que el de Creonte. Toca
entonces al mensajero subrayar el juego escénico:
«Te es posible verlo, pues ya no está en su retiro (en
mykhoisJ»48.
[No se toma para esta frase la versión española de Assela
Alamillo, que traduce en mykhois por ‘oculta’.]
Morir con
Tam poco cabe sorprenderse de que muchas de estas
muertes solitarias estén pensadas como maneras de m orir con
el hombre. M orir con: modalidad letal del synoikein, el «vivir
con» que da al matrim onio griego una de sus más comunes
denominaciones57.
M orir con: no semejante cosa pretendía Clitem nestra,
quien habría, con mucho, preferido vivir en compañía de
Egisto; pero tal es la suerte que, con enloquecedora ironía, le
reserva Orestes cuando, antes de asestar el golpe, la invita a
48
«dormir» en la m uerte «con» aquel a quien amaba más que a
su propio esposo. Justa inversión de las cosas en la lógica de
la Orestíada, justa compensación por la muerte de Casandra
al lado de Agamenón —que Clitem nestra había presentado
previamente como manera de m orir adecuada a una am ante58.
M orir con: lo que la lógica del crimen impone a la Orestíada
vendrá a ser, por parte de los suicidados, objeto de una
voluntad que se parece mucho al amor y a la desesperación.
Así, por ejemplo, Deyanira —tan pronto adivina la catástrofe
que ya está en marcha— anuncia a las mujeres de Traquis,
confidentes suyas, su intención de acompañar a Heracles en
la muerte: «Sin embargo, está decidido: si Heracles sufre
desgracia, con el mismo golpe moriré yo también con él»
(Traquinias, 719-720); firme intención, por cuatro veces
expuesta en el mismo verso, y a la cual se atendrá Deyanira
con todo rigor —salvo en lo tocante al «con», que sólo para
ella tendrá sentido: por haberle arrebatado la m uerte de los
hombres, Heracles, héroe fulminado, la envía más allá de la
muerte, a la soledad que ya en vida le correspondió. También
cabe recordar a la Helena de Eurípides, que no muere, pero
habla de ello con frecuencia, y quien —igual en virtud a la
Helena del poeta Estesícoro, en su destierro egipciaco59—,
jura, si Menelao muriera, darse muerte con la misma espada,
para descansar junto a su marido. Por último, y si es verdad
que toda conducta trae consigo un exceso, Evadne es digna
de mención especial: loca por el m atrim onio, bacante del
amor conyugal, hace tum ba común de la pira de Capaneo y,
sin darse por satisfecha con el deseo de m orir junto al
amado, sueña con la aniquilación en un mundo erotizado por
la unión de los cuerpos:
«En la llama ardiente, confundiré mi cuerpo con el de mi
esposo, yaciendo junto a él, carne con carne»''0.
54
La sangre pura de las vírgenes
63
modo que seguiremos adelante, apoyándonos en la lectura de
Ifigenia en Aulide, primero, y de Hécuba y los Her adidas,
después, para hallar respuesta que mantenga en todo su vigor
la declaración de la muchacha. La doncella, en efecto, entrega
con su vida dos bienes preciosos; dos bienes a los que
renuncia para siempre: los hijos que no ha de tener y la
virginidad intacta que perderá con la vida en el m om ento de
la degollación.
Porque, leídos estos textos con la debida atención no
queda más remedio que rendirse a la extraña evidencia de
que una virgen sacrificada pierde su partheneia (su virginidad)
sin obtener marido a cambio. Al igual que Ifigenia y que
Políxena, Macaría nunca será gynè; pero tam poco será una
parthenos quien llegue al Hades. Ni mujer ni virgen, sino en
situación intermedia, como una nymphe. Pero nymphe anym-
phos, novia sin novio. Hay que situarse dentro de este
oxím oron —ya mencionado al hablar de Políxena— para
tratar de entender la paradójica figura de la virgen sacrificada,
a quien tom an la partheneia en el mismo m om ento en que se
está exaltando su pureza de ternera indómita. Demos gracias
a Macaría: la hija de Heracles, que no está prom etida a
ningún Aquiles ni a ningún Hades, fuerza al lector a la
audacia o, al menos, a una interpretación más exigente del
texto. De m odo que, sin más vacilaciones, propongamos lo
siguiente: en cierto nivel de generalidad, dentro de la tragedia
euripidiana, la muerte de una persona joven evoca necesaria
mente sus nupcias96; y, desde tal punto de vista, la virgen
sacrificada —esposa de H ades— no representa sino una
encarnación más de la equivalencia entre muerte y matrimonio.
Pero también hay en Eurípides un lenguaje —oscuro para
expresar lo oscuro— donde la m uerte cruenta de las parthenoi
se tiene por manera anormal, atópica, de que la virginidad
culmine en feminidad. Tal vez como si la degollación equiva
liera a desfloración97: con la garganta abierta, Ifigenia, Políxena
y Macaría son parthenoi aparthenoi, vírgenes no vírgenes. Así,
bajo el signo de lo impensable, las vírgenes trágicas de
Eurípides dan un paso que resulta tan satisfactorio para los
dioses coléricos como para los sueños de los espectadores.
64
A este análisis cabe, sin duda* objetar lo siguiente: que
hay, al menos en Eurípides, un varón entre las jóvenes
víctimas sacrificales. Estamos refiriéndonos al hermano de
H em ón, Meneceo, cuya inmolación a la tierra de Tebas
reclama el encolerizado Ares —en las Fenicias. Pero hay que
ver en la muerte de Meneceo una versión viril —por tebana—
del sacrificio virginal: dentro del universo masculino de la
autoctonía de los espartanos (los «Semas»), ¿quién podría
m orir por la patria —tierra de varones—, sino un varón?98
Por supuesto, el hecho de que la víctima sea un hombre
joven, en lugar de una virgen, no carece de consecuencias:
así, dado que empuñar el hierro es privilegio masculino, el
hijo de Creonte —a diferencia de las parthenoi, que sucumben
bajo el cuchillo del verdugo— se sacrifica a sí mismo, con lo
que resulta difícil distinguir con claridad entre este sacrificio
y un suicidio, o entre el suicidio y una gloriosa m uerte de
guerrero99. Pero lo esencial está en la similitud, no en la
diferencia: aunque su com portam iento sea de guerrero, Me
neceo es elegido como víctima sacrifical por su virginidad de
potro que no conoce aún la doma del m atrim onio'00. Buen
mom ento —para los interesados en la antropología del
matrimonio griego— de recordar que también para el hombre
constituye criterio de madurez esta institución101, aunque el
paso sea de mayor envergadura para las mujeres. Buen m o
mento, sobre todo, para reflexionar acerca de una ley según
la cual sólo la virginidad vale para el sacrificio, haciendo que
—magnificado por el verbo trágico— el sacrificio humano
pueda considerarse adecuado.
Así —dejando aparte el himen— Meneceo viene a colocarse
junto a Ifigenia, Políxena y Macaría. Pero —que no llegue a
ocultárnoslo la nobleza de su entrega— todo sacrificio
humano es aberrante; y, puesta a pensar en tal desviación, la
imaginación prefiere que sea a una muchacha a quien pasen a
cuchillo. La parthenos: víctima sumisa, pasiva, dócil. Cierta
mente.
65
i
Libertades virginales
Ya sabemos que, para ser fausto, en todo sacrificio
animal debe representarse la aquiescencia de la víctim a102.
Aunque sea un trágico quien lo imagine, el sacrificio humano
no puede dejar de plegarse a tal regla. Ello, claro está, salvo
en el caso de que el sacrificio se trate de describir como
mero crimen, lo cual excluye por completo el consentimiento
de la muchacha a la inmolación. Tal es la vía103 por la que
opta Esquilo en Agamenón.
N o cabe duda de que la palabra phonos no llega a pro
nunciarse explícitamente, pero, aun así, el sacrificio de la virgen
recibe los calificativos de mancilla, impureza, impiedad, incluso
antes de que —cuando se describe el traslado de Ifigenia al
lugar del suplicio— el texto empiece a acumular pruebas en
contra de ese padre que se ha atrevido a inmolar a su hija.
H asta la condición virginal de la muchacha llega a aducirse
como circunstancia agravante («ni siquiera sus años virginales
le valieron de nada»). Pero lo esencial es que Esquilo no abre
ningún hueco al consentim iento de la víctima por el que
adquiere legalidad formal el sacrificio; tan luego como se da
la señal de proceder a la ejecución se desencadena la violencia:
llevada en volandas, atenazada, amordazada para que no se
oigan sus gritos104, Ifigenia lucha, se aferra a la vida, niega
desesperadamente su aquiescencia105 a una inmolación cuyo
carácter escandoloso Esquilo se complace en subrayar106.
Con excepción de Ifigenia entre los tauros, en cuya
heroína perdura el horrífico recuerdo de la violencia que le
fue infligida —muy a la manera de Esquilo—, muy otra es la
actitud de las tragedias euripidianas con respecto a las
vírgenes inmoladas. De hecho, Eurípides no acepta la ficción
del sacrificio humano más que para invertirle el significado.
H ábil forma de rechazar aquello mismo cuya puesta en
escena y realización se está describiendo concienzudamente.
So color de respetar la norma de la aquiescencia, se transforma
el asentimiento en elección libremente planteada, y la m uerte
súbita en muerte voluntaria, por no decir gloriosa. Todo está
en su sitio, pero nada tiene ya el mismo sentido.
66
Una vez más, la hija de Agamenón se erige en paradigma,
ella que, en la Ifigenia en Aulide, acepta de buen grado morir
(hekousa: v. 1555). Asida por manos brutales, la Ifigenia de
Esquilo es «alzada sobre el ara» (hyperthe bómou labein
aerdên); y en ello —práctica sacrifical corriente con víctimas
animales— Esquilo no ve sino señal de violencia y fuerza107.
Aerdên: en el aire. En la atora del ahorcamiento las esposas
se elevan en el aire por su voluntad; aquí, sin embargo, la
muchacha sacrificada ni por un instante desea apartar los pies
del suelo. Pobre Ifigenia: Eurípides la recordará en Ifigenia
entre los tauros, donde, ya en los primeros versos de la
tragedia, la hija de Agamenón —en imitación muy aproximada
del texto de Esquilo— evoca el instante funesto en que,
«mísera, sobre el ara levantada» (hyper pyras metarsia lèph-
theisa)'os, estuvo a punto de perecer por el cuchillo. A la
inversa, no debemos extrañarnos demasiado de que, al final
de Ifigenia en Aulide —donde la libertad de la heroína no
puede tolerar restricción alguna, ni siquiera de carácter
ritual—, se desvanezca toda señal de violencia pura. De
hecho, cuando, plantada ante su padre, Ifigenia anuncia que
—entregando libremente su cuerpo al sacrificio— tenderá el
cuello con valor y en silencio, por esas mismas palabras la
virgen prohíbe a los argivos que le pongan la mano encima
—modo de negarse a ser tratada como víctima y «alzada» de
conformidad con el ritual (Ifigenia en Aulide, 1551-1561). A
renglón seguido, la atención se concentra en los preparativos
de la inmolación; y el texto, en elocuente elipsis, no nos dice
cuál pudo ser la postura final de Ifigenia: ¿erguida con
altivez, o quizá de rodillas? En compensación —y no, sin
duda, por casualidad—, tan pronto se ha desplomado la
espada de Calcas cuando se nos describe con toda precisión
la cierva m ontaraz inmolada en lugar de la muchacha, que
está tendida en el suelo, pero cuya sangre salpica, hacia lo
alto (arden), el ara de Á rtem is109: con la víctima animal,
aunque sea aberrante, el ritual del sacrificio recupera todos
sus derechos, mientras la parthenos desaparece, inmovilizada
en su libre elección.
67
1
N o obstante, la más cumplida figura de este rechazo
virginal a ser «asida y alzada» es, de nuevo, Políxena —de la
cual, sin embargo, el ejército griego esperaba que se debatiese,
porque se había asignado a los elegidos aqueos la tarea de
contener sus saltos"0. Princesa troyana, pero, en el infortunio,
hermana de Ifigenia y, como ella, sacrificada por el ejército
griego, Políxena acierta a detener el gesto del sacrificante,
que ya iba a hacer seña de que asieran (labein) a la muchacha:
al igual que Ifigenia, Políxena proclama su libertad y prohíbe
que le pongan la mano encima, declarando que tenderá el
cuello con valor. A partir de ese m om ento, la narración se va
haciendo más precisa: Agamenón —¡otra vez él!— ordena a
los jóvenes que suelten a la parthenos. Entonces, poniendo
una rodilla en tierra, la virgen Políxena se arrima con firmeza
al suelo para m orir111. Esta rodilla hincada no debe hacernos
pensar en prácticas orientales, bárbaras, de prosternación
(proskynesis), porque, en su reivindicación de la libertad,
Políxena es digna de ser griega. Aún menos debe pensarse en
gesto alguno de súplica112: arrodillada, la Políxena de Eurípides
no está en esa actitud implorante en que la representa la
tradición iconográfica posterior, que se complace en las
interpretaciones más sentimentales de su actitud113; muy al
contrario: en esta postura, que viene acompañada por un
«discurso de incomparable valentía», lo que hay que adivinar
es la aceptación serena de la m uerte y, sobre todo, el
rechazo, manifestado en el acto, a ser tratada como cuerpo
pasivo, «asida y alzada» como la Ifigenia de Esquilo, como la
Políxena que, mucho antes de Eurípides, los pintores gustaban
de representar en los jarrones, alzada horizontalm ente por
encima del ara114.
Grande es la distancia entre la fuerza máxima padecida
por la Ifigenia de Esquilo —la misma que Eurípides se
complace en trasladar a Táuride— y la libertad heroica de
Políxena115: adecuada para calibrar las reinterpretaciones que
aportan a la tradición los distintos poetas y las diversas
mentalidades. Eurípides, en general, prefiere otorgar valentía
y libre albedrío a la parthenos: aquello que en la poco trágica
realidad de la vida niegan las instituciones a las muchachas
68
griegas. Valentía y decisión: valga lo mismo para Macaría,
con su afirmación de libertad —múltiples veces reiterada—;
Macaría, que tampoco deseaba perecer a manos de los
varones, pero a quien, de m odo extraño, el texto de los
Heraclidas rehúsa el homenaje postum o de describir su
m uerte116.
Macaría, Políxena, Ifigenia: liberadas del padre en el
m om ento mismo en que éste las condena a ser inmoladas
—porque invierten, para su propio uso, la libertad de
elección característica del kyrios117—, las vírgenes de Eurípides
se apropian del sacrificio que se les impone como muerte,
una m uerte muy de ellas.
Una muerte muy de ellas: sin dudar un m om ento, hay
com entaristas que incluyen estas muertes reivindicadas en el
núm ero de los suicidios118. Con ello reducen el alcance del
audaz desvío por el que la víctima sacrifical obtiene el
dominio de su propia muerte. ¿Suicidios, los sacrificios
voluntarios? M ejor cuadraría que viésemos en ellos una
variante —muy singular, por virginal— de la «muerte gloriosa»
que se acepta por la patria y/o por la gloria. Sólo se
distingue en el hekousa («por mi plena voluntad») con que las
parthenoi consagradas proclaman su libre aceptación del
sacrificio, que no se parece al lugar común retórico de la
muerte aceptada (ethelein apothneiskein), designación cívica
del consentim iento al óbito. Porque la m uerte bella no se
busca, sino que se acepta: del mismo modo en que los
ciudadanos de Atenas o Esparta se inclinan ante el imperativo
que les dicta su ciudad, las vírgenes aceptan el destino que se
reapropian119.
Pero, claro está, nada en Eurípides es nunca tan sencillo,
y resulta que el suicidio no es enteramente ajeno a la sabia
combinación de m uerte gloriosa con sacrificio. Así, por
ejemplo, la m uerte de las hijas de Erecteo. En el lón —y
exceptuada Creusa, a la que se perdona por su poca edad
(277-278)—, estas parthenoi eran sphagia, víctimas sacrificales
que su padre «osó inmolar por la tierra» ateniense. En
Erecteo, todo indica que sólo fue sacrificada una de las hijas.
O, más exactamente, que halló muerte gloriosa en el sacrificio:
69
porque las instrucciones que da Atenea, al final de la obra,
de que la entierren «precisamente donde (houper) murió» se
parecen muchísimo al honor que, en H erodoto, otorgan los
atenienses a su conciudadano Telos, caído por la patria,
enterrándolo «precisamente donde había caído»'20. H asta
aquí, todo parece claro. Demasiado claro: en efecto —conti
nuando con su alocución—, Atenea ordena a Praxítea, mujer
del rey y madre de la muchacha, que entierre en la misma
tum ba a las hermanas de la víctima, quienes, fieles a su
juram ento, se han dado muerte sobre el cuerpo de la virgen
degollada. Y resulta que en sepultura colectiva —honor
reservado a los guerreros «pariguales en gloria»— se juntan
los cuerpos de las vírgenes y, lo que es más significativo, se
une la víctima sacrifical con las jóvenes suicidas121. Cierto
que —justificando las honras fúnebres por la nobleza (gen-
naiotés) de que han dado prueba las hermanas— la diosa
presenta el suicidio como forma virginal de m uerte heroica.
De tal modo entran en contacto, entrecruzándose, el sacrificio,
el suicidio y la m uerte gloriosa. Pero, ante una tragedia de
Eurípides, incurriríamos en excesivo atrevim iento si nos
limitáramos a una lectura unívoca. Porque el enmarañamiento
de géneros, instituciones y lenguajes es práctica eminentemente
euripidiana, sean cuales sean las «intenciones» del trágico, use
o no use de la ironía, pretenda o no pretenda situar ante la
crítica de los espectadores esos ejercicios viriles que hallan
salvación en la sangre de las vírgenes122.
70
Viril es, de cierto, la esencia de la gloria, y nadie podrá
negar al potro joven m uerto en combate, a Meneceo, su
derecho al título de «victorioso». Victoriosa, no obstante,
era también en Esquilo la parthenos Casandra, en su aceptación
de una m uerte cruenta que, poniendo en marcha todo un
ciclo de homicidios, venga la humillación de su estirpe123.
Gloriosa en su hyhris era la Antigona de Sófocles, única
mortal que bajó libremente (autonomos) al país de los
m uertos124. En cuanto a las vírgenes sacrificadas, lo dicho
hasta ahora basta para sugerir que la gloria se les ofrece sin
reserva alguna: gloria de Macaría o de Políxena, gloria, en
Áulide, de Ifigenia —cuyo peán125 entonarán las mujeres del
coro—, como si, dejando de lado a los varones, la grandeza
viril se trasladara a esas muchachas que con la virginidad
pierden también la vida. De hecho, la hija de Agamenón,
paradigma de parthenos —por medio de una súbita decisión
que no ha dejado de sorprender a más de un com entarista—,
logra, para sí y para sus hermanas de glorioso infortunio, un
valor (arete) que sobrepuja al de Aquiles126.
Así, a partir de las vírgenes sacrificadas, va elaborándose
dentro de la tragedia toda una reflexión sobre la condición
problemática de la parthenos. Reflexión paradójica, que tras
trueca los gestos del matrim onio, haciéndolos pasar por el
prisma —poco deformante, en ocasiones— de los ritos
sacrificales. Pero también constructo imaginario (y señalado
por los límites propios de la imaginación) de una aceptación
virginal de la gloria. En su calidad de diosa, nada impide a
Ártemis identificarse con su epíteto (epiklèsis) de Eukleia: es
ella la Gloriosa. Pero ¿qué decir de la gloria de las muchachas
fallecederas (y por ello mismo fallecidas), sino que viene a
resultar como hurtada a los guerreros que no han de morir,
precisamente porque se derramó sangre virginal para salvarles
la vida? Pues en el núcleo de la imaginación trágica persiste
una imposibilidad por cuya mediación recupera sus derechos
el m undo real: no hay palabra para significar la gloria
femenina —gloria de doncellas, gloria de esposas— que no
haya de expresarse en la lengua de la fama viril127.
Y siempre la gloria hace correr la sangre de las m ujeres128.
71
Lugares del cuerpo
73
El punto débil de las mujeres
Ante los horrorizados ojos de Creonte y de su tropa
surge de pronto —visión brutal, imagen de lo irremediable—
el cuerpo sin vida de Antigona, «colgada por el cuello»,
kremastén aukhenos (Sófocles, Antigona, 1221). Eurípides, en
cambio, suele recurrir con preferencia al vocablo derê para
evocar a las tristes ahorcadas, con el nudo al cuello130.
Palabra más rica, sin duda alguna, porque está dotada de
mayor carga afectiva: la hija de Edipo, en el silencio de la
derelicción, aprisiona en el nudo de su velo, aukhén, el cuello
visto por el lado de la nuca: derê, por el contrario, es la
«parte delantera del cuello, la garganta», punto fuerte de la
belleza femenina (recordemos la «garganta hermosísima» por
la que Helena reconoce a Afrodita en el C anto III de la
Iliada, la «delicada garganta» que la amada de Safo se
complace en adornar con flores, el «cuello destellante de
blancura» que Medea m uestra a la nodriza cuando lo inclina
para sollozar), pero también aquello que doncellas y esposas
se complacen en desgarrar, uñas llagadoras contra la tierna
garganta, llevadas por la sensualidad del dolor luctuoso131.
Todo esto es derê y, sobre todo, en la mujer, el punto de
mayor fragilidad. Por él se procede al ahorcamiento, por él
penetra la m uerte en el cuerpo de las muchachas inmoladas.
Porque, en los relatos de sacrificios, derê designa exactamente
la parte del cuerpo donde los oficiantes, en el m om ento de
dar la muerte, aplican el cuchillo132. Recuerda Ifigenia, en
Táuride: «cuando mi pobre padre puso su espada en mi
garganta»... Advertencia de Aquiles a la hija de Agamenón:
«Cuando veas cerca de tu cuello la espada»... Garganta de
Ifigenia, garganta de Políxena, cubierta de oro, que pronto la
sangre teñirá de púrpura... De nada serviría multiplicar los
ejemplos, enumerando las infinitas apariciones de derê en un
contexto sacrifical133. Limitémonos a señalar que en derê
subsiste aún el aliento y la vida: en torno a esta palabra, más
de una vez se inmoviliza la evocación del sacrificio, amenaza
suspensa del cuchillo apoyado contra la garganta, mientras la
virgen sigue respirando. En cambio, cuando se trata de una
74
garganta ya seccionada, o en la que está hincándose la
espada, dere cede su lugar a luimos, nombre de la garganta en
cuanto gaznate134, porque, una vez rasgada la hermosa superfi
cie del cuello, la muerte se desplaza hacia el interior del
cuerpo. Precisión, una vez más, como siempre, de la lengua
trágica. Y precisión en las descripciones: en el m om ento de
asestar el golpe a Ifigenia, el augur, mirándola con ojo
especialista en anatomía, examina el gaznate (laimos) de la
víctima, para localizar el punto de m enor resistencia a la
penetración del cuchillo (Ifigenia en Aulide, 1579); en Orestes,
el héroe, en la creencia de que por fin va a poder inmolar a
Helena como víctima expiatoria, hace a ésta inclinar «el
cuello (dere) sobre el hom bro izquierdo» y se dispone «a
hincarle en el gaznate (laimos) la# negra espada» —descripción
en la que más de un com entarista ha sabido identificar la
exacta evocación de un gesto de sacrificante135.
Todo, pues, está en orden: el orden adecuado para la
ejecución. A menos que no haya en todo ello un orden
oculto, regulador del cuerpo femenino. En efecto: como si
—más allá de las prácticas rituales y de todos sus im perati
vos— la garganta de las mujeres invocara la muerte, Orestes,
para matar a Clitem nestra, también le asesta el golpe en la
garganta (así, sin duda, apostilla Eurípides la palabra sphageUb),
y es en el cuello, a través del cuello (día mesou aukbenos),
donde, en las Fenicias, se clava Yocasta la espada del suicidio
(v. 1457). Si recordamos la Yocasta de Sófocles —que,
siguiendo un procedimiento más normal, introduce el cuello
en el nudo corredizo—, podríamos ver en esta precisión un
guiño de Eurípides, resuelto a subrayar la desviación que el
suicidio guerrero de la heroína introduce en una tradición
muy establecida. De idéntico modo, y con relación a la
garganta seccionada de Clitem nestra, quizá venga a cuento
recordar su m entiroso discurso del Agamenón, cuando pre
tendía hacernos creer que eran muchas las veces que había
tenido el lazo al cuello (dere, v. 875), a punto de matarse.
Yocasta, Clitemnestra: dos maneras, para la mujer, de recibir
la m uerte por el mismo lugar del cuerpo que debería haberles
servido para ahorcarse; tanto en uno como en otro caso,
75
cabe hablar de sobredeterminación. Pero qué extraña, a decir
verdad, esta sobredeterminación: en su virtud, las mujeres
—ahorcamiento, sphagê, suicidio137, crimen o sacrificio— tienen
que m orir por la garganta, y sólo por ella.
Cabe suponer que el lector, en este punto, se pregunte
qué es lo que la tragedia nos dice de la m uerte de los
hombres. Y no hay más que una respuesta posible: es raro
que los hombres mueran por golpe asestado en la garganta,
ya sucumban en combate, ya caigan asesinados138. La muerte
de Clitem nestra pretende vengar la de Agamenón «por el
mismo conducto» (tropon ton auton), pero en esta expresión
hay que entender el parricidio, no las modalidades exactas
del homicidio, porque, si damos crédito a Sófocles, el rey
traicionado fue abatido de un hachazo en plena frente139.
Cierto que el cuello, en H om ero, constituye uno de los
puntos más vulnerables del guerrero: en el de H éctor (di’
aukhenos) clava Aquiles su lanza, y no son escasos, en la
Iliada, los combatientes que expiran con la garganta seccio
nada140; pero es imposible hacer la misma observación en el
universo trágico. Cabe, como máximo, recordar un coro de
las Fenicias relativo al singular combate de los hijos de
Edipo, donde se habla de sangre que mana de la «garganta
fraterna» (homogene deran)'41; pero —aun prescindiendo del
detalle de que la m uerte llega a Eteocles y a Polinices por
otros caminos— no hay más remedio que adm itir que este
duelo fratricida, realización última de una guerra civil a
escala familiar, tiene más de sphagê que de guerra.
N o podemos evitar durante mucho más tiempo la conclu
sión que todos estos análisis nos imponen: en la garganta de
las mujeres, la muerte está agazapada, oculta en la propia
belleza que los textos, por otra parte, jamás describen con
tanta libertad como cuando en ella vacila la existencia,
amenazada. Blanquísimo cuello de la abrumada Medea, que la
nodriza observa con premonición de muerte; impecable,
blanquísimo cuello de Ifigenia, cuya m uerte ya está maqui
nando la espada m alhechora142: así, el fantasma euripidiano
del cuchillo en la garganta nos revela la visión trágica de la
76
seducción femenina, peligrosa, sobre todo, para quienes son
sus frágiles depositarías.
La opción de Políxena
O tra anomalía, levísima. Más bien una pregunta: Políxena
acaba de declararse dispuesta a «exponer mi garganta (derén)
con corazón valiente» (Eurípides, Hécuba, 549); ¿por qué
cambia de opinión cuando van a sacrificarla, proponiendo a
79
Neoptolem o que elija entre dos vías de penetración de la
muerte?
Cierto que, entre tanto, el caudillo del ejército aqueo ha
ordenado a los elegidos que suelten a la muchacha. Entonces,
aprovechando la poca libertad que le queda, Políxena tom a la
iniciativa:
«una vez escuch ad os los m an d atos del dueño, ella co g ió y
rasgó su p ep lo desde lo alto del h om b ro a la cadera y h asta
el o m b lig o m ism o, d ejan d o ver con ello sus senos y su
adm irable pech o de estatu a (mastous te... sterna th' hôs
agalmatos / kallista); hincó d esp ués una rod illa en tierra y
p ron u n ció palabras de in com parable bravura: “ V am o s, m u
chacho, hiere mi pecho (sternon), si tal golpe quieres dar; o,
si el cuello (hyp’ aukhena) prefieres, aquí está m i gargan ta
(luimos) Hécuba,
d isp u e sta” » ( 557-565).
[V ersión castellan a de M anuel F ern án d ez-G alian o, op. cit.,
con una ligera ad ap tación a la literalidad, im prescindible en la
trad u cció n demastous te... sterna th’ hôs agalmatos / kallista.]
De hecho, N eoptólem o duda. Pero no es la elección que
le brinda Políxena lo que lo lleva a «querer y no querer»; es,
sencillamente, «la compasión por la muchacha». Y, sin más
vacilaciones, como sacrificante experto, «corta con el hierro
el canal de la respiración»158. Con lo cual, evidentemente,
opta por la norma: ningún sacrificante hiere a su víctima en
el pecho, pocas mujeres trágicas reciben la m uerte en tal
zona del cuerpo159. ¿Qué pretendía, pues, Políxena, con las
palabras que dirige a Neoptólemo?
N o cabe duda de que semejante problema no podría
plantearse de conformidad con la lengua aristotélica, porque
—siguiendo criterios anatóm icos— sphagé, nombre de la
garganta virtualm ente abierta, se aplica, en concreto, a «la
parte común al cuello y al pecho»160. Pero, dentro del
universo trágico en que muere Políxena, no hay justo medio
que pueda resolver una opción, y —dada la fuerte carga
simbólica de las diferentes partes del cuerpo— ninguna
elección carece de sentido (sobre todo cuando no viene
impuesta desde el punto de vista de la tradición).
80
Sternon o laimos: dado que el «pecho» se opone a la
garganta cercenada en su designación tópica, será conveniente
—imitando a Eurípides— que nos detengamos un poco en el
detalle de la belleza desnuda de Políxena. Quizá no debamos
fijarnos, per se, en la desnudez de la parthhenos: las vírgenes
sacrificadas, por lo general, son despojadas de sus vestiduras161;
y Políxena, en su pretensión de mantenerse libre hasta el fin,
lleva por sí misma a cabo la tarea que a otras vírgenes
inmoladas se les impone por la fuerza162. Pero —descrita en
toda su belleza de estatua, y ofrecida a los ojos del ejército
aqueo— la desnudez de Políxe«a es, en Eurípides, un espec
táculo (imagen que persistirá luego en la pintura, desde el
helenismo hasta Pierre de C ortone161). Políxena, pues, se
descubre los senos (mastous) y el admirable pecho (sterna).
N o hay pleonasmo en tal indicación, porque es raro que
Eurípides emplee al mismo tiempo las dos palabras, dotadas
de tan diferentes valores. H erm oso caso de objeto parcial,
mastos es el seno m aterno repleto de leche, pero también
—atisbado fugitivamente— el muy erótico seno de la bellísima
Helena, ante cuya visión, como gustan de referir los griegos,
dejó caer su espada a M enelao164. Los valores del sternon se
hallan más diversificados: en el hombre, el «pecho» es uno de
los lugares en que, cuando hay guerra, resulta aconsejable
hundir la espada —en todos los casos se da m uerte al
adversario, que, por no haber huido, obtiene con ello una
m uerte gloriosa165—, pero el pecho de las mujeres suele
evocarse, en cambio, como fuente de afecto, estético o
sentimental: sternon de Electra o de Ifigenia, dulcemente
fundidos con el de Orestes o Agamenón; tierno pecho
virginal, también de Ifigenia, que Agamenón, lamentando el
sacrificio de su hija, asocia con las suaves mejillas y los
cabellos rubios de la parthenos; pecho blanco, por último,
que las mujeres se descubren en el plañir del luto, para
golpeárselo o para desgarrárselo, en muy sugerente contraste166.
Asociando las dos palabras, mencionando el seno deseable
al mismo tiem po que el pecho de plástica herm osura167, cabe
imaginar que la descripción de la desnudez de Políxena no
tenga más objeto que el de erotizar la m uerte de la virgen.
81
Pero habría que distinguir entre lo que ve el ejército (que el
mensajero transm ite como fiel testigo) y lo que Políxena
desea. Pues la opción que se plantea a N eoptólem o es
iniciativa de la parthenos, y sólo para ella tiene sentido. Y el
caso es que, al dirigirse al hijo de Aquiles, Políxena no
menciona sus senos deseables —que el ejército griego ha
estado mirando con complacencia—, sino sólo el sternon:
«Vamos, muchacho, hiere mi pecho, si tal golpe quieres
dar»... Políxena no habla, pues, con el propósito de erotizar
sus últimos momentos: lo único que ella pretende, ya en el
Hades, es el reposo entre los muertos; y en el m om ento del
óbito sabrá expresar el más virginal de los pudores168. ¿Qué
es, entonces, lo que otorga sentido a sus palabras?
Si en esta pregunta nos detenemos, por miedo a llevar
más adelante la interpretación, para seguir avanzando podemos
hacer un recorrido por los relatos romanos de la muerte de
Políxena: en ellos observaremos que, a pesar de la multiplici
dad de variantes, todos coinciden en la misma lectura del
texto de Eurípides en cuanto se refiere a poner el final de la
muchacha bajo el signo del valor guerrero.
Así, por ejemplo, la Políxena de Séneca, que ha de
desposarse con Aquiles en la muerte, y cuya inmolación
viene acompañada de muy completas galas nupciales16''. Pero
he aquí que en el m om ento de m orir, y para considerable
sorpresa del lector, que se disponía a asistir a un «sacrificio
nupcial»170, la virgen (virgo) se trueca en virago, la tierna
víctima se comporta igual que se comportaría un combatiente
en lid mortal:
« L e jo s de retroced er, la audaz y viril m uchacha (audax
virago) afro n tó el golpe m ortal, o rgu llosam en te ergu ida y con
la in trep id ez en el ro stro ».
87
un interrogatorio basado en la vision antropológica de la
Antigüedad. Medida fructífera —que ya no hace falta demos
trar—, siempre que se refuerce con una incansable atención a
la especialidad del texto. Así, nos hemos esforzado en
extender los interrogantes de la antropología a un análisis
más adecuadamente centrado en las vías y modalidades
griegas de lo imaginario, para tratar de comprender la
naturaleza de la ganancia contabilizada por la ciudad con
ocasión del paréntesis institucional constituido por la repre
sentación dramática. En otras palabras: ¿en qué es esencial la
figura del oxím oron, tan apreciada en los textos griegos, a la
representación dramática que la ciudad de sí misma se ofrece?
Más aún: ¿qué obtienen los espectadores teatrales pensando,
en clave de ficción, lo que en la vida cívica no puede ni debe
pensarse? Buen mom ento para reflexionar sobre el propósito
de esta «purificación» trágica184, purga que se aplica menos,
sin duda, al hombre privado que al ciudadano, porque limpia
los efectos que el buen uso de la condición de ciudadano
debe ignorar. Y se sacrifican vírgenes en el teatro de Dioni-
sos...
En nuestra búsqueda de las modalidades de esta operación
de pensamiento cívico, nos hemos aferrado al significante o,
por decirlo de otro modo, a aquello que, en el texto de las
tragedias, constituye una especie de subtexto sólo identificable,
quizá, mediante la lectura. Ello suponía que —mucho más
allá del efecto trágico— nos remontáramos hacia el horizonte
de inteligibilidad del género. N o hemos tenido inconveniente,
pues, en adaptarnos a la poco lírica posición de lector. Pero
fuerza es rendirse a la evidencia: nunca ocuparemos el lugar
de los espectadores atenienses del siglo v. Me atrevo a
apostar que esta lucidez nos otorga, al menos, una ventaja: la
de poder comprender qué era lo que —en la m uerte de
Deyanira o en el sacrificio de Políxena— aportaba al especta
dor ateniense el placer controlado que otorga la complacencia
en la desviación imitada, pensada, domada.
88
NO TA S
Prólogo
89
Maneras tragicas de matar a una mujer
1 Epitaphios (oración fúnebre) pronunciado p or Pericles: T ucídides, II,
43, 2-3. El epitafio está extraído de la recopilación de W. Peek, Griechische
Vers-Inschriften, Berlín, 1955 (n.° 1491: A tenas, siglo iv). M ás adelante
citarem os también las inscripciones 1497, 1790, 1690, 890, 891, 1075 y 893.
2 T ucídides, II, 45, 2. Declaración infinitamente com entada y discutida,
em pezando p or Plutarco, quien, al com ienzo de Virtudes de las mujeres, se
rebela contra tal concepto. Pero Plutarco — que ve «objeto de exposición
histórica» en las virtudes fem eninas— pertenece a un período en que los
géneros literarios, menos centrados en la ciudad que los de la época
clásica, dejan sitio a la intervención de las mujeres en la historia.
3 H erodoto, II, 89 (el cuerpo de las beldades egipcias); II, 1 (Casandana),
129 (la hija de M icerino); III, 31-32 (la esposa-herm ana de C am bises); IV ,
50 y V, 92 (M elisa); IV , 205 (Ferétima).
4 Eurípides ( Hipólito, 813) califica de biaios thanatos (m uerte violenta)
el ahorcam iento de Fedra.
5 Edipo Rey, 1230: hekonta kouk akonta; vid. tam bién 1236-1237: auté
pros hautès. Al contrario que en el caso de Deyanira, cuya muerte se
im puta a una responsabilidad (aitiaj exterior, la aitia de la muerte de
Y ocasta se le atribuye por entero. La cita siguiente se halla en 1234-1235.
6 V id. Sófocles, Traquinias, 878 y 880, Antigona, 1174; Eurípides,
Hipólito, 801, Fenicias, 1354.
7 C om párese con Eurípides, Medea, 39-40 y 379.
8 El nudo del lazo (brokhos) actualiza el nudo m etafórico de la
desdicha: com párese con Eurípides, Hipólito, 671 y 781.
9 A. K atsouris («The Suicide Motive in Ancient Drama, D ioniso, 47
[1956], págs. 5-36) así lo afirma, aunque no puede dejar de reconocer (pág.
9) que el suicidio es mayoritariam ente cosa de mujeres en la tragedia.
10 Recuérdese que Áyax, según la tradición, es el único héroe masculino
que lleva a térm ino un acto de suicidio. La interpretación de la elección de
H eracles que aquí proponem os es contrapun to a la de J . de Rom illy («Le
refus du suicide dans 1'Heracles d ’Euripide», Arkhaiognôsia, 1 [1980], págs.
1- 10).
11 H ay en ello toda la distancia que separa la voluntad de la razón
(ethelô) y la voluntad de la inclinación (boulomai). Vid. N . Loraux,
L'Invention d ’Athene, París-La H aya, 1981, págs. 99-104, y, con respecto
a A ristodam os (H e ro d o to , IX , 71), «L a belle m ort Spartiate», Ktèma, 2
(1977), págs. 105-120. N ótese que en Le suicide (Paris, 1981, reedición)
Emile D urkheim interpreta com o suicidio el óbito de A ristodam os.
O thryadas: H erod o to , I, 82; Pantites: Id., V II, 232.
12 Por ejem plo: autophonos y autokheir. La sobredeterm inación suici
dio/m uerte sobre el com bate/hom icidio familiar resulta especialm ente clara
en el com bate singular de los hijos de Edipo: vid. Esquilo, Siete contra
90
Tebas, 850; Sófocles, Antigona, 172; Eurípides, Fenicias, 880. O tros
ejem plos: Esquilo, Agamenón, 1091; Eurípides, Orestes, 947, y Sófocles,
Antigona, 1175, así com o el com entario de L. G ernet al libro IX de las
Leyes (París, 1971), pág. 162 (873 c-d).
13 T a l es una de las circunstancias atenuantes que Platón prevé en su
condena del suicidio (Leyes, IX , 873 c 5-6).
14 V ergüenza: Platón, Leyes, IX , 873 e 6; fealdad del ahorcam iento:
Eurípides, Helena, 298-302; mancilla: Sófocles, Antigona, 54 (lôbê), así
com o Esquilo, Suplicantes, 473 (miasma dentro de un sistem a de suicidio
p or venganza); deshonor: Eurípides, Helena, 134 136, 200-202, 686-687
(m uerte de Leda).
15 Cerrando definitivamente el c u e llo dem asiado abierto tie las mujeres,
el ahorcam iento queda com o inscrito en la fisiología femenina: vid. N .
L o raux, «L e corps étranglé», en Y . T h om as (editor), l.e Châtiment dans la
cité, Rom a-Paris, 1984, págs. 195-218.
16 Sófocles, Antigona, 1220-1222; Esquilo, Suplicantes, 455-466.
17 El veneno: Agamenón, 1260-1263; el velo-red: 1382-1383, 1492, 1580,
1611, Coéforos, 981-982, 998-1004, Euménides, 460, 634-635. — Deyanira:
Sófocles, Traquinias, 883-884 (emésato), 928 (tekhnômenês). El enrevesamiento
de la «vía recta» de la espada y de la métis llega al colm o en Medea, 384-
409 y 1278 (donde la espada es red).
18 El ahorcam iento antes que el varón: Esquilo, Suplicantes, 787-789; la
precipitación antes que el daiktór: ibid., 794-799. Póngase en relación
daiktór con goos daiktér, Siete contra Tebas, 916: sollozo desgarrador, luto
gem ebundo en que se desgarra el propio cuerpo en im itación del cuerpo de
los fallecidos, en este caso los hijos de E dipo, autodaiktoi a su vez, ibid.,
735. N ótese, por últim o, que en el verso 680 de las Suplicantes hace su
prim era aparición el verbo daizó (desgarrar), para caracterizar la guerra
civil com o desgarradora de la ciudad. N o hay razón alguna para, eufemi-
zándolo, convertir «desgarrador» en «raptor».
19 Eurípides, Alcestis, 74-76; otras metáforas de la muerte com o cortante
o cruenta: ibid., 118 y 225. Sobre T án ato s com o muerte en m asculino, vid.
J.-P . V ernant, «Figures féminines de la m ort», de próxim a publicación en
la obra colectiva Masculinin! Féminin en Grece ancienne.
20 Eurípides, Andrómaca, 616: oude trótheis. Es el escoliasta quien tiene
razón (contra el traductor de la edición de Belles L ettres, L. M éridier):
Menelao, en efecto, ha sido herido de lejos, en el canto IV de la Iliada,
por la flecha de Pándaro, pero de cerca no ha recibido herida alguna, ni
por espada ni por lanza, de ahí que su valor esté en tela de juicio.
21 Eurípides, Ifigenia entre los tauros, 621-622; sobre el papel reservado
al verdugo dentro del propio sacrificio fem enino, vid. M . D etienne,
«V iolentes Eugénies», en M. Detienne y J.-P . V ernant (editores), La
Cuisine du sacrifice en pays grec, Paris, 1979, pág. 208.
91
22 Sobre este intercam bio, com entado p or mí en «Blessures de virilité»
(Le Genre humain, 10 [1984], págs. 38-56), vid. Píndaro, 8.a Nemea, 38
sigs. (así com o 7.a Nemea, 25 y sigs. y 4.a Istmica, 35 y sigs.). Recuérdese
que, en la tragedia de Sófocles, la espada, perteneciente a H éctor, es regalo
del enem igo; en cuanto a Á yax, muere com o «cae» el guerrero (piptó:
Áyax, 828, 841, 1033).
23
Ayax, 815 con la traducción y el com entario de J . C asabona,
Recherches sur le vocabulaire des sacrifices en Grèce, Aix-en-Provence, 1966,
pág. 179. N ó tese que el hierro está alzado (hestéken), com o lo está
normalmente el hoplita en su puesto. En 1026, T eu cro hará del hierro un
phoneus, un homicida.
24 El escalpelo: 581-582, en un co n texto al m ism o tiem po m édico y
sacrifical (cf. Traquinias, 1032-1033 y Antigona, 1308-1309); la lengua
punzante: 584; la carne herida p or el relato: 786; la desdicha que atraviesa
el hígado: 938.
25 J . Starobinski, « L ’épée d ’A jax», en Trois Fureurs, París, 1974, en
especial págs. 27-29 y 61; vid. también D . C ohen, «T h e Imagery of
Sophocles: A Study of A ja x ’ Suicide», Greece and Rome, 25 (1978), págs.
24-36, y Ch. Segal, «V isual Sym bolism and V isual Effects in Sophocles»,
Classical World, 74 (1981), págs. 125-142.
26 H em ón: Antigona, 1175 (vid. también 1239). Sobre haima com o
nom bre del derram am iento de sangre, vid. H . K oller, « H aim a », Glotta, 15
(1967), págs. 149-155.
27 Skhismos: Esquilo, Agamenón, 1149 (C asandra); skhizó: Sófocles,
Electra, 99 (hom icidio de A gam enón).— Daizó: Esquilo, Agamenón, 207-
208 (sacrificio de Ifigenia), Coéforos, 860, 1071 (el hom icidio).
28 La ley de la sangre: J . C asabona, Vocabulaire, pág. 160. Recuérdese,
en la Electra de Eurípides, la presencia del material sacrifical (kanoun,
sphagis) durante la evocación de la muerte de C litem nestra (1142; cf. 1222:
katarkhomai, com entado por P. Stengel, Opferbraüche der Griechen, Leipzig-
Berlín, 1910, pág. 42). Eurídice es sphagion: Antigona, 1291; vid. también
las observaciones de la edición com entada del tex to (Jebb, C am bridge,
1900) sobre bómia (el suicidio al pie del ara) y la espada del suicida com o
cuchillo sacrifical (v. 1301).
29 Vid. por ejem plo Eurípides, Helena, 353-359.
30 Hipólito, 1236-1237, 1244-1245. A nte el dolor que en él hace presa,
H ip ó lito , m oribundo — atrapado en una tram pa, com o H eracles— pedirá
que le entreguen el hierro liberador que penetra en la carne (1375; cf.
Sófocles, Traquinias, 1031-1033).
31 Em pleo a prop ósito esta expresión lógicam ente im posible, porque el
texto de las Traquinias no especifica cuál de las dos espadas utiliza, sino
que incluso llega a sugerir, p or el m odo en que se expresa, que se trata de
la espada genérica del hijo (vid. 1456 y 1577-1578).
92
32 R . H irzel, «D er Selbstm ord», Archiv fiir Religionswissenschaft, 11
(1908), en especial págs. 256-258.
33 C onfróntese Edipo Rey, donde Y ocasta es púnteles dam ar (esposa
realizada) y las Fenicias, donde Y ocasta muere «con» sus hijos y con ellos
será enterrada (1283, 1482, 1553-1554, 1635); del m ism o m odo, Eurídice es
pammetór, toda ella m aternidad (Antigona, 1283).
34 «L e lit, la guerre», L'Flomme, 21 (1981), págs. 37-67; vid. también
«Ponos. Sur quelques difficultés de la peine com m e nom de travail»,
Annali dell’ Istituto orientale di Napoli, 4 (1982), págs. 171-192
35 Soga o espada: para H elena, si hubiera sido gennaia gynê ( Troyanas,
1012-1014), para C reúsa si fracasa su plan de muerte (Ion, 1064-1065), para
Electra la viril (Orestes, 953), que preferiría la espada (1041, 1052), para
H erm ione la fanfarrona (Andrómaca, 811-813, 841-844), cuya nodriza
teme, sobre todas las cosas, que llegue a ahorcarse (815-816), para A dm eto
(Alcestis, 227-229). V id. también Andrómaca, 412, así com o Heracles, 319-
320 y 1147-1151.
36 Helena, 353-357; phonion aiórema (353): me aparto en este punto de
la interpretación de J . C asabona, Vocabulaire, op. cit., pág. 161; añádase
que el verbo oregomai, utilizado p or la heroína, cuadra m ejor con la acción
de herir (num erosos ejem plos en la Iliada) que con la de anudar.
37 El ahorcam iento es evocado p or O restes (E squilo, Euménides, 746;
Eurípides, Orestes, 1062-1063) y p or Edipo (Sófocles, Edipo Rey, 1374;
Eurípides, Fenicias, 331-333).
38 V id. P. C hantraine, Dictionnaire étymologique de la langue grecque,
artículo aeiró (I, pág. 23, en el derivado aiôra). Eôra de Y ocasta: Sófocles,
Edipo Rey, 1264.
19 Bathy ptóma: Esquilo, Suplicantes, 796-797; aeiró: p or ejem plo,
Hipólito, 735 (oda de evasión) y 779 (êrtemenê, de artaó, derivado de
aeiró). Andrómaca, 848, 861-862; la profundidad del éter: Medea, 1295.
40 L as alas, el vuelo: Medea, 1295, Heracles, 1158, Hécuba, 1110, Ion,
796-797 y 1239, Helena, 1516.— El pájaro: Hipólito. 733 (el coro), 759, 828
(Fedra), Andrómaca, 861-862 (H erm ione), Ifigenia entre los tauros, 1088,
1095-1096 (ápteros ornis pothousa), Helena, 1478-1494; sobre ei pájaro
atrapado en el lazo y la mujer colgada, vid. N . L oraux «L e corps
étranglé», art. cit.
41 Y , en distinta m odalidad, los hom bres fem inizados: Ja só n , H eracles,
quien, habiendo com etido el crimen «fem enino» consistente en matar a
unos niños, sueña con arrojarse al vuelo (antes de renunciar al suicidio,
reintegrándose a su virilidad). Polim éstor mutilado por mujeres y esclavos.—
La huida: Esquilo, Suplicantes, 806, Eurípides, Ion, 1239.
42 Eurípides, Alcestis, 262-263 (imagen del camino), 392, 394; Suplicantes,
1039, 1043 y 1017; Hipólito, 828-829.
43 Sófocles, Ayax, 815 y 833. Licofronte (Alexandra, 466) también
habla de pêdêma.
93
44 A ristóteles, Política, I, 13, 1260 a 30, según Sófocles, Áyax, 293 (es
el «eterno estribillo» con que Á yax responde a las preguntas de Tecm esa):
Eurípides, Heraclidas, 474-477.
45 Sófocles, Traquinias , 813-814, Antigona , 1244-1256, Edipo Rey, 1073-
1075 (con las observaciones de Je b b sobre siâpê en cuanto diferente de sige).
46 Hipólito, 828; Traquinias, 881 (diéistósen se deriva de a'istos, invisible).
H abría mucho que decir sobre el juego de la vista y de las miradas en el
relato de la muerte de Deyanira.
47 Sobre el recinto cerrado y la apertura de las puertas, vid. Edipo Rey,
1261-1262 e Hipólito, 782, 793, 809-810 y 825 (nótese el em pleo, a
p rop ósito del descorrer de los cerrojos, del verbo khalán, que, en Edipo
Rey, 1266, describe la acción de desatar la cuerda de Y ocasta.
48Antigona, 1293 (y 1295, 1299). Sobre mykhos, el recinto más
encerrado de la casa, y las relaciones de esta palabra con la fem inidad, vid.
J.-P . V ernant, «H estia-H erm ès», Mythe et Pensée chez les Grecs, I, Paris,
1971, pág. 152; habrá que observar a este respecto, con E. Vermeule
(Aspects o f Death in Early Greek Art and Poetry, Berkeley, L o s Ángeles y
Londres, 1979, págs. 167-169) que lo hueco, lo cerrado, lo profundo, atrae
la muerte de las mujeres, siempre erotizada p or implicación.
49 N ótese que el nombre de Fedra no vuelve a m encionarse; para hacer
referencia a su cadáver, T eseo e H ip ó lito hablan de «aquélla» (958) o
acuden a la palabra soma (1009).
50 N o consta que tal haya sido el caso. C on relación a esta muerte,
com o a tantas otras muerte clásicas, abundan las discusiones ásperas:
véase, por ejem plo A. M. Dale «Seen and Unseen on the G reek Stage», en
Collected Papers, C am bridge, 1969, págs. 120-121 y C . P. G ardiner, «T h e
Staging of the D eath of A jax», Classical Journal, 75 (1979). 10-14.
5' El cuerpo del héroe: Áyax, 915-919, 992-993, 1001, 1003-1004. El
cuerpo del guerrero caído en com bate es, p or el contrario, «herm oso»: cf.
J.-P V ernant, «L a belle m ort et le cadavre outragé», en C . G n oli y J.-P
Vernant (editores), La Mort, les morts dans les sociétés anciennes, Cambridge-
Pan's, 1982, págs. 45-76.
52 A lcestis muere en escena: 397-398; a partir de 606 está dispuesto el
cortejo fúnebre, pero la intervención del anciano padre de A dm eto
establece, de hecho, una prothesis (entre 608 y 740; vid. también 1012).
53 El caso más evidente es el de A lcestis, que lleva la devoción conyugal
hasta el extrem o de morir en lugar de su m arido; y el tex to de Eurípides
utiliza múltiples preposiciones (pro, hyper, peri o anti) para expresar esta
excesiva variante de la relación conyugal: Eurípides, Alcestis, 16, 37, 155,
178, 282-283, 284, 433-434, 460-463, 620, 682, 698, 1002. En toda esta
cohorte de m ujeres que mueren por hom bres, Leda, m uerta a causa de su
hija, constituye una excepción que tal vez haya que relacionar con el tem a
de D ém eter y C o re en Helena.
94
54 Sófocles, Traquinias, 913; Eurípides, Alcestis, 175, 187 y 248-249,
Suplicantes, 980 (vid. 1022: el thalamos de Perséfone). Thalamos y
m atrim onio: vid. por ejem plo V. Magnien, «L e mariage chez les grecs
anciens. L ’initiation nuptiale», L ’Antiquité classique, 5 (1936), págs. 115-
117.
55 Vid. Sófocles, Traquinias, 918-922, Edipo Rey, 1242-1243, 1249, así
com o Eurípides, Alcestis, 175, 177, 183, 182-188, 249.
56 Odisea, X I, 278: Epicasta ata el lazo aph’ hypseloio melathrou;
Eurípides, Hipólito, 768-769: teramnón apo nymphidión. Melathron, viga
del techo: R . M artin, «L e palais d ’U lysse et les inscriptions de D élos»,
Recueil Plassart, Paris, 1976, págs. 126-129 (con referencias); melathron
com o metonim ia del palacio: Iliada, II, 414, O disea, X V III, 150; melathron
com o metonim ia de la estancia nupcial: Eurípides, Ifigenia entre los tauros,
375-376. Melathron y novio: Safo, fragm ento 85, edición R odríguez
A drados.
57 A sí, A dm eto propone a A lcestis que lo aguarde en el H ades, para
allí «residir con» él: Eurípides, Alcestis, 364; p or otra parte, expresa al
m ism o tiem po el deseo, habitualm ente fem enino, de que lo tiendan junto
a A lcestis (366, 897-902).
58 E squ ilo, Coéforos, 905-907, así com o 894-895 y 979 (C litem nestra):
Agamenón, 1441-1447 (Casandra. quien, p or otra parte, hacía suya esta
«m uerte con» (Agamenón, 1139 y 1313-1314).
59 A ludo a la Palinodia mediante la cual — tras haber «hablado mal» de
H elena, al m odo de H om ero— , el poeta E stesícoro hace que sea un
fantasm a quien acom pañe a Paris hasta T roy a, en lugar de la mujer
adúltera; la verdadera H elena, con la virtud intacta, se refugia en E gip to
durante la guerra de T roya. Juram en to de muerte: Eurípides, Helena, 837,
declaración de la que M enelao se hace eco en 985-986.
60 Sepulcro com ún: Eurípides, Suplicantes, 1002-1003; synthanein, 1007,
1040, 1063 (1071); la unión de los cuerpos: 1019-1021.
61 Fenicias, 1458-1459 (en toisi philtatois)·, en 1578, Y o casta cae amphi
teknoisi («entre» o «alrededor de» sus hijos).
62 T o m o esta expresión de un artículo de C l. N ancy, «E uripide et le
parti des fem m es», en E. Levy (editor), La Femme dans les sociétés antiques
E strasbu rgo, 1983.
63 La m ejor (aristê, esthlê, philtatê) de las mujeres: Eurípides, Alcestis,
83-85, 151-152, 200, 231, 235-236, 241-242, etc.; la últim a palabra: 391;
aceptación de la m uerte: 17 (thelein, verbo del im perativo hoplita; cf. 155);
la muerte gloriosa: 150 (vid. 157 y 453-454); la audacia: 462, 623-624 y 741;
la nobleza: 742, 993.
64 V irilidad, gloria y audacia: Eurípides, Suplicantes, 987, 1013, 1014-
1016, 1055 (kleinori), 1059, 1067; aderezo nupcial/fúnebre de Evadne: 1055;
más allá de la fem inidad: 1062-1063; más allá de la virilidad: 1075. O tro s
ejem plos de gloria femenina en Eurípides: Helena, 302, Hécuha, 1282-1283.
95
65 T ra to este tem a com más detenim iento en «L a gloire et la m ort
d ’une fem m e», Sorcières, 18 (1979), págs. 51-57.
66
Antigona, 773-780. En cuanto a las sim ilitudes y diferencias entre la
ejecución de A ntigona y la de la vestal incesta, me refiero al estudio aún
inédito de A ugu sto Fraschetti.
67 En lo referente a sphazó, vid. nota 28; thyô y sus derivados: Esquilo,
Agamenón, 214-215, 224-225, 234-240, 1417, Sófocles, Electra, 531-532,
572-573.— Phonos y phoneuó·, Eurípides, Ifigenia en Aulide, 512, 939 y
especialm ente 1317-1318; C litem nestra, en esta obra, siempre califica el
sacrificio de Ifigenia de ejecución (ktanó ). N ó tese que en E squ ilo la crítica
aparece p or todas partes, a pesar del em pleo del verbo thyô —pero el
sacrificio se vuelve contra Agam enón, «sacrificado» p o r C litem nestra
(Agamenón, 1503).
68 Vi. los trabajo de J.-L . Durand sobre Bouphonia (especialmente «Le
corps du délit», Communications, 26 [1977], págs. 46-61), así com o, en
relación con la «puesta en escena», las observaciones de J.-P . V ernant en
«Sacrifice et mise à m ort dans la thusia grecque», en Les Sacrifices dans
l’Antiquité, Entretiens de la Fondation H ard t, t. 27, V andoeuvres-Ginebra,
1981, págs. 1-18 y 22.
69 El sacrificio no se ofrece a la mirada de los espectadores, pero, en
cam bio, tam poco se ve som etido a censura alguna desde el punto de vista
del logos, y el relato del mensajero aporta toda clase de detalles: tropezam os,
en el nivel del discurso, con lo que J.-L . D urand observaba con respecto
a las representaciones figuradas, que «el sacrificio humano puede m ostrarse,
siem pre que se relegue al cam po de lo im aginario» («Bêtes grecques», en
L a Cuisine du sacrifice, op. cit., pág. 138). A cerca del sacrificio hum ano en
cuanto ficción, vid. también las observaciones de A. H enrichs, «H u m an
Sacrifice in G reek Religion. Three C ase Studies», en Le Sacrifice dans
l ’Antiquité, op. cit., págs. 195-235.
70Parthenos y guerra: J.-P V ernant, «L a guerre des cités», Mythe et
société en Grèce ancienne, Paris, 1974, pág. 38.— D erram ar la sangre de una
sola muchacha para salvaguardar la comunidad de los andres: el razonamiento
viene explícito en el fragm ento del Erecteo de Eurípides citado por
Licurgo ( Contra Leócrates, 100, vv. 22-39); vid. N . L o raux, «Le lit, la
guerre», op. cit., págs. 42-43.
71 Eurípides, Hécuha, 525-527, 544: lektoi t'Akhaión ekkritoi neaniai,
logades. N o todas las parthenoi sacrificadas se llaman Polícrita («la muy
escogida»: cf. W. Burkert, Structure and History in Greek Mythology and
Ritual, L o s Á ngeles-Londres, 1979, pág. 73), pero tod as son «escogidas».
72 Eurípides, Hécuha, 537 ( akraiphnes haima), Ifigenia en Áulide, 1574
(akhranton haima)·, la pureza de la sangre es metonímica de la pureza de la
virgen, pero el relato de Pausantas sobre la hija de A ristodem o se ahorra
tal m etonim ia, y es la vigen sacrificada quien recibe la denominación de
akhrantos, pura (IV , 9, 4). Khrainó: tocar, de donde mancillar, manchar...
96
73 Esquilo, Agamenón, 232 y 1414-1416 (que, dentro de la lógica de la
Orestíada, debe com pararse con Euménides, 450: el ciclo de la mancilla se
cierra cuando sobre O restes se vierte la sangre de un joven animal (boton)
degollado).
74 Eurípides, Ifigenia entre los tauros, 359; Ifigenia en Aulide, 1080-
1083.
75 Acerca del sacrificio de H erm es en el Himno homérico dedicado a
este dios, vid. L. Kahn, Hermès passe, París, 1978, en especial páginas 41-
73.
76 C ita de P. Vidal-Naquet, «Chasse et sacrifice dans 1'Orestie d ’Eschyle»,
en J.-P . Vernant y P. V idal-N aquet, Mythe et tragédie en Grèce ancienne,
op. cit., págs. 135-158 (pág. 139). Sustitución de la muchacha p or la cierva
(Ifigenia en Aulide , 1587-1589 y 1593): version más antigua de la historia
(A. H enrichs, «H u m an Sacrifice, art. cit., pág. 199), que se rem onta a los
C an tos C iprian os y a la que se opone otra version más difundida (E squilo,
Pindaro, Sófocles), donde la virgen es verdaderam ente o b jeto de sacrificio:
vid. F. Jo u an , Euripide et les légendes des Chants Cypriens, Paris, 1966,
págs. 273-274.
77 Eurípides, Hécuba, 205-206 (com paración), 526 (m etáfora; en la
Alexandra de Licofronte, en el verso 327, Políxena es stephêphoros bous,
ternera adornada con cintas); 142: polos.
78 Stella G eorgoudi me hace la observación de que pôlodamnein se
refiere a la acción de educar un p o tro para convertirlo en caballo; la lengua
griega no conoce el verbo 'hippodamnein.
79 Vid. V. Magnien, «Vocabulaire grec reflétant les rites du m ariage»,
en Mélanges Desrousseaux, Paris, 1937, págs. 293-297, y «L e mariage chez
les G recs anciens», L ’Antiquité classique, 5 (1936), en especial págs. 129-
131, así com o C l. C alam e, Les Choeurs de jeunes filles dans la Grèce
archaïque, I, R om a, 1977, págs. 411-420 y M. D etienne, «Puissances du
m ariage», en Y . Bonnefoy (editor) Dictionnaire des mythologies, II, Paris,
1981, pág. 67.
80 En el verso 1113 de Ifigenia en Aulide, Agam enón hace un juego de
doble sentido al anunciar que las moskhoi están dispuestas para el sacrificio
prenupcial de las proteleia.
81 La historia de la hija de A ristodem o (Pausanias, IV , 9, 4-10) es
iluminadora: negando que A ristodem o sea todavía kyrios con respecto a su
hija, el novio de la muchacha invoca el hecho de que —en la situación
intermedia en que se halla la nymphe— ya se ha com pletado el paso de un
kyrios al otro ; A ristodem o ha «dado» su hija en m atrim onio, luego ya no
puede «darla» al sacrificio. V id., a este respecto, P. R oussel, «Le rôle
d ’Achille dans l’Iphigénie à Aulis», Revue des Etudes Grecques, 28 (1915),
en especial página 249, y «L e thème du sacrifice volontaire dans la tragédie
d ’Euripide», Revue belge de Philologie et d ’Histoire, 1 (1922), en especial
97
paginas 234-235, así com o las observaciones de J . Redfield, «N o te s on
Greek W edding», Arethusa, 15 (1982), págs. 181-201 (pág. 187).
82 En voz media, agomai significa (para el hombre) «llevarse» a una
mujer, casarse con ella; pero la form a pasiva agomai puede aplicarse a la
muchacha, en cuanto significa «ser conducido», tratándose de la víctima
(agó en lenguaje sacrifical: Pórfiro, De abstinentia, II, 28, 1). A m bigüedad
trágica del verbo agein: Ifigenia en Aulide, 434, 714 —y passim, tan cierto
es que la principal catacterística de Ifigenia consiste en ser «conducida»);
Hécuba, 43-44, 222-223, 369, 432 (Políxena); vid. tam bién Sófocles,
Antigona, 773, 885 (y 811, 916), y la «conducción» de A lcestis por T án ato s
(Eurípides, Alcestis, 259).
83 En Agamenón, el sacrificante es el padre (209-211, 224-225), aunque,
en el m om ento suprem o, se m ultiplique el núm ero de sacrificantes (239-
240); en el últim o m om ento, en Ifigenia en Aulide, lo sustituye Calcas:
vid. F. Jou an , Euripide, op. cit., págs. 277 y 288 y nota introductoria a la
edición de Ifigenia en Aulide, Les Belles L ettres, Paris, 1983, págs. 26-27
(con las referencias bibliográficas relativas al debate sobre la autenticidad
de este pasaje). Sobre el tem a literario del padre ejecutor, vid. E. Pellizer,
Eavole d'identità, favole di paura, R om a, 1982, págs. 102-103.
84Hécuba, 523: recordem os, con C l. Leduc que engye es originariamente
«palm ada», «im posición de m ano» («R éflexions sur le systèm e matrimonial
athénien à l’époque de la cité-Etat», en La dot. La valeur des femmes,
G . R . I. E. F ., T o u lou se, 1982, pág, 13.
85 Vid. a este respecto W. Burkert, Homo necans, Berlín, 1972, págs.
78-80, así com o la discusión entre J . R udh ardt, A. H enrichs, G . Piccaluga
y W. Burkert en Le Sacrifice dans / ’ Antiquité, op. cit., págs. 236-238.
86 Vid. L Kahn y N . L o raux, «M ythes de la m ort», en Dictionnaire des
mythologies, II, págs. 121-124; sem ejanzas entre la cerem onia nupcial y la
de los funerales: J . Redfield, «N o tes», art. cit., págs. 188-191.
87 E s, me parece, la tragedia quien efectúa esta inversion: el tem a del
himen en el H ades se retom ará en los epitafios a partir de la época
helenística y en diversos epigram as de la Antología Palatina, pero —excep
tuado el célebre y difícil epitafio de Frasicleya (W. Peek, Grieckische Vers-
Inschriften, n.° 68)— la poesía fúnebre de la época arcaica y clásica no
asocia este tema a la muerte de las muchachas.
88 Por su rechazo del m atrim onio, las danáides prefieren la cuerda al
contacto con el macho, y el reino de H ades al de su esposo (Esquilo,
Suplicantes, 787-791); ellas fingen ignorarlo, pero el espectador sabe muy bien
que trocando un dueño por o tro están, sencillamente, tom ando un
«esposo» en lugar de un esposo.
89 M atrim onio en el H ades: Antigona, 653-654; m atrim onio con el
A queronte: 810-816; lithostróton korés nympheion H aidou: 1204-1205; vid.
también 568, 575, 796-797, 804 (thalamos), 891-892 (tymbos, nympheion).
98
Sobre A ntígona-Core, vid. las observaciones de Cli. P. Segal, Tragedy and
Civilization, C am bridge (M ass.)— Londres, págs. 152-206.
90 Eurípides, Ifigenia entre los tauros , 369; vid. también Ifigenia en
Aulide, 461, 540, 1278; el solapam iento de m atrim onio y sacrificio, ya
sensible en Ifigenia entre los tauros (216, 364-371: baimatêron gamón , 818-
819, 856-861) predom ina de principio a fin en Ifigenia en Aulide: vid., por
ejem plo, H . P. Foley, «M arriage and Sacrifice in Euripides' Iphigenia in
Aulis », Arethusa, 15 (1982), págs. 159-180.
91 D esde Licofronte (Alexandra, 323 sigs.) a Séneca, y aún más tarde,
el tem a de la muerte de Políxena com o «sacrificio nupcial» (Λ. Fontinoy,
«L e sacrifice nuptial de Polyxène», L'Antiquité classique, 19 (1950), págs.
383-396) es tanto helenístico com o romano.
92 Eurípides, Hécuba, 352-353 (nymphe), 414-416 y en especial 611-612.
93 L. M éridier, com entando el verso 612 (edición de 1 es Belles Lettres).
94 Macaría sacrificada a C ore: Eurípides, Heraclidus, 40‘> 410, 490, 601;
el H ades: 514; los esponsales por la vida de sus hermanos: 579-580; muerte
para su genos: 590; los hijos y la partheneia: 591-592.
95 L. M éridier, com entando el verso 592: vid. también la traducción de
Ph. V ellacott, Ironic Dram a, C am bridge (M ass.) -Londres, 1975, pág. 191
{«for babes unborn, maidenhood unfulfilled»). H abrá ι|ΐιι· preterir la traduc
ción de Marie D elcourt (G allim ard, «L a Pléiade»): «trésor ·|ui me tient lieu
d ’enfants, de ma virginité offerte».
96 E ste tem a aparece en el caso de los hijos varones: Eurípides,
Heracles, 481-484 (M egara ofreciendo las Ceres por esposas a sus hijos).
Troyanas, 1218-1220 (galas funerarias/nupciales de Asi iaiui te).
97 Ello implica cierta representación del cuerpo íemenino, donde la
garganta está dotada de valores sexuales: volveré sobre esio en las págs,
84-85.
98 U n gêgenês por otro: en lengua autóctona, eso m ism o sc dice anti
karpou karpon (un fruto en lugar de o tro fruto: Furípules, Fenicias, 931 -
'941); nótese que, com o hijo de padre y madre espaiian a (994-996),
M eneceo es, por así decirlo, hijo de la patria (996): en lengua espartana, la
única madre es la tierra de los padres (mencionada también en 913, 918,
947-948, 969, 1056).
99 Fenicias, 1009 (en pie, stas, com o un hoplita), 1012 ("liberaré mi
tierra») y 1090-1092.
100 Fenicias, 942-948, com entado por P. R oussel, «l.e róli d'Achille»,
art. cit., pág. 243.
101 Para m atizar la frase de J.-P . Vernant según la cual «el m atrim onio
[es] a la joven lo que la guerra al joven» («La guerre des lite s-, un. cit.,
pág. 38), vid. las observaciones de P. Schm itt-Pantel, «H istoire de tyran»,
en B. Vicent (editor), Les Marginaux et les exclus dans l'histoire, París,
1979, págs. 217-231, en especial 226-227.
99
102 Si dam os crédito a Plutarco (Questiones convivales, 8, 8, 3), fue
m enester orden expresa de D elfos para que los hom bres se pusieran a
sacrificar animales, «y aún ahora no se sacrifica animal alguno sin que antes
haya agachado la cabeza ante una libación de agua pura, m ostrando p or
esta señal su aceptación del destino que se le depara»: vid., p or ejem plo P.
R oussel, «L e thème du sacrifice volontaire», art. cit., así com o W. Burkert,
«G reek T ragedy and Sacrifical R itual», Greek, Roman, and Byzantine
Studies, 7 (1966), en especial págs. 106-107.
103 E sta elección reitera la que consiste en hacer m orir efectivam ente a
Ifigenia: cf. A. Henrichs, «H um an Sacrifice», pág. 199.
104 El sacrificio debe estar presidido p or un silencio de buen augurio,
pero, muy al contrario, la euphêmia rodea el sacrificio en Ifigenia en
Áulide: 1467-1469, 1560, 1564 (vid. también Hécuha, 530 y 532-533:
sacrificio de Políxena).
105 M ancilla, im pureza, impiedad: Esquilo, Agamenón, 209, 220; años
virginales: 228-230; violencia: 232-238.
106 O tra muchacha de Esquilo, C asandra, se niega a considerar su
100
ardèn. [La traducción de Fernández-Galiano, op. cit., pág. 79, es «cuya
sangre manaba a borbonotes del altar de la diosa».]
110 Hécuba, 525-527: los elegidos aqueos (la flor de los jóvenes guerreros)
tenían que «estorbar con sus brazos los saltos (skirtema) de la ternera»
Políxena; de hecho, skirtao (saltar) se dice de los animales jóvenes, pbloi o
cabras (T eócrito, I, 152).
111 Hécuba, 545, 548-550, 554, 561. U n pasaje del Á yax de Sófocles
indica claramente que en el arrodillarse — sea o no en p ostu ra suplicante—
lo esencial es pegarse al suelo (1180-1181). [D e la traducción española de
A ssela Alam illo, op. cit., pág. 173 no se desprende esta interpretación:
«... así com o yo corto este rizo. T en lo , oh niño y cuídalo, y que nadie te
mueva, antes bien, arrodillándote, sujétate a él».]
112 Im plorante sí es, en contrapartida, la rodilla doblada de C asandra,
por encima de la cual, en el fondo de una copa, eleva C litem nestra el
hacha (cf. N . Alfieri, P. E. A rias, M. H irm er, Spina, M unich, 1958, pág.
59 y plancha 99: circa 430 a. de C .): ¿ademán bárbaro o gesto de
desesperación? ¿O am bos al m ism o tiem po, com o en Esquilo, Persas, 929-
930?
113 V id. Antología planudea, IV , 150 (descripción de Políxena arrodillada
e «im plorando p or su vida»). D e m odo similar, en Lucrecio, una Ifigenia
(Iphianassa) im plorante dobla la rodilla antes de ser «alzada p or m anos de
hom bres y conducida al ara» (De Rerum N atura, 1, 92 y 95).
114 A dem ás del ánfora tirrena de Londres (97-7-272), m encionem os la
de Berlín, (4841).
115 Eurípides, en su descripción de Políxena, invierte ciertos rasgos de
la Ifigenia de E squ ilo (cf. J . Schm itt, Freiwilligen Opfertod bei Euripides,
G iessen, 1921, págs. 57-58.
116 La libertad de Macaría (501-502, 528-529, 550, 559) pasa por su
negativa de supeditar su decisión al azar de un sorteo; negativa a m orir a
m anos de los varones: 560-561, 565-566. N o voy a pronunciarme con
respecto a los versos 821-822, ni al hecho de que no mencionen la
ejecución (¿Censura voluntaria? ¿Reelaboración posterior?).
117 El desvío puede calibrarse p or com paración con la historia de la hija
de A ristodem o (Pausanias, IV , 9, 4 y 6), donde es el padre quien <Ιι·1>ι·
entregar y voluntariam ente entrega a su hija (hekousi’os, hek'on). I’ara
terminar, en Ifigenia en Aulide es A gam enón quien actúa contra su propia
voluntad, akón (1157).
ne p or ejem plo A. K atsouris, art. cit., η. 9, págs. 16 y 21.
1,9 Sobre la muerte gloriosa com o contrapuesta al suicidio, vid. N.
L o raux, L'Invention d'Ath'enes, op. cit., págs. 100-105 y «1.a belli· morí
Spartiate», art. cit., pág. 108.
120 Erecteo, fragm ento 65 A ustin, v. 67, que debe com pararse con
H erod o to , I, 30 (T elos de Atenas).
101
121Erecteo, fragm ento 65 A ustin, vv. 68-70; el sepulcro común y la
gloria com partida eran, para Praxítea, recom pensa específica de los andres:
Licurgo, Contra Leócrates, 100, vv. 32-33). Trágica ironía...
122 Vid. C l. N ancy, «Euripide et le parti des fem m es», art. cit., págs.
85-88, y Ph. V ellacott, Ironie Drama, op. cit., págs. 178-204.
123 M eneceo muere de pie ( Fenicias, 1009, 1091) com o los guerreros
(1001-1002); con ello se granjea la adm iración del coro por su victoria
(1054-1057: kallinika-, cf. 1314: onoma gennaiori). En las Troyanas, C asandra
ve con antelación su llegada triunfal (nikêphoros) a la tierra de los m uertos;
con respecto a la tolma y a la eukleia de C asandra, vid. Esquilo,
Agamenón, 1302, 1304.
124 Sófocles, Antigona, 817-822 (autonomos-, vid. tam bién 502-504, 694-
695); pero esta gloria es am bigua, cosa que no escapa a la muchacha: 836-
839 y 853.
125 Macaría: Heraclidas, en especial 533-534, 627-628 (la muerte de los
agathoi, designación tópica de la muerte m ilitar).— Políxena: Hécuba, en
especial 348, 380-381 y 592 (nobleza).— Ifigenia: com párese Ifigenia en
Aulide, 1252 (rechazo de la muerte gloriosa) y 1374-1375) (eukleos), 1398
(el recuerdo), 1423-1424 (nobleza), 1504 (gloria impercedera). El coro
entona el peán de Á rtem is en honor de Ifigenia: mujeres en honor de una
virgen (el coro, norm alm ente, es m asculino: C l. Calam e, Les Choeurs de
jeunes filles, op. cit., I, págs. 148-149).
126 Vid. a este respecto las observaciones de G . B. W alsh, Classical
Philology, 69 (1974), págs. 241-248: arete para Ifigenia y, por contraposición,
aidós, virtud femenina, para Aquiles.
127 C on ocasión de una presentación de este texto, Ileana Chirassi-
C olom bo llamó mi atención sobre un pasaje de las Metamorfosis (X III,
692-699) donde O vidio lleva a sus últim os extrem os la aplicación de esta
ley, m etam orfoseando en juvenes los cuerpos de las hijas de O rion que se
quitan la vida por la patria. Pero la m etam orfosis es ajena a la esencia de
la tragedia, que prefiere atenerse a los recursos del discurso.
128 Si la tragedia es fem inista, lo será al m odo de las fem inistas a que
se refiere P. D arm on, que «regeneraron el género femenino en un baño de
sangre» (Mythologie de la femme dans l ’ancienne France, París, 1983, pág.
59).
129 A título de ejem plo, recuérdese la traducción que hace M azon (Les
Belles Lettres) de los versos 271-272 de las Coéforos, donde el «foie chaud»
[hígado caliente] se trueca en «le sang de mon coeur» [la sangre de mi
corazón], por razones que, por otra parte, M azon aclara explícitam ente en
nota: se trata de decidir entre transposición y traducción «literal», y esta
últim a sólo puede indicarse a pie de página. Sobre estas cuestiones, vid.
también las observaciones de J . D um ortier, discípulo de M azon, en la
introducción a su obra Le Vocabulaire medical d'Eschyle et les écrits
hippocratiques, París, 1935.
102
130 Por ejem plo: Helena , 354, Hipólito, 781.
131 Vid. P. C hantraine, Dictionnaire étymologique, artículos aukbên y
dere·, garganta de A frodita: Iliada, III, 396 (e Himno homérico a Afrodita,
88); garganta de la amada: Safo 216 edición Page, 16; cuello de Medea:
Eurípides, Medea, 30-31; el luto: Eurípides, Electra, 146-147.
132 Acerca de sphazó com o acción de degollar, de la equivalencia entre
sphazô y deirotomeó (seccionar la garganta), y de sphagé com o nombre de
la garganta, vid. J . C asabona, Vocabulaire, op. cit., págs. 155-156 y 175.
133 Ifigenia entre los tauros, 853-854 (cf. 1460); Ifigenia en Áulide, 1430
(y 1516, 1560, 1574); Hécuba, 151-153. Evidentem ente, la inm olación de
un hom bre, si tal caso se produjera, también se efectuaría por herida en la
garganta: Heracles, 319-320 (pero resulta que nunca llegó a cum plirse tal
tipo de inmolación).
134 Derê y el cuchillo en la garganta: por ejem plo Orestes, 1194, 1349,
1575; laimos y el sacrificio perpetrado: Heraclidas, 822, Fenicias, 1421,
Ifigenia en Aulide, 1579; laimos es también la garganta de Políxena pensada
com o víctim a sacrifical (Hécuba, 565; en 567, N eoptólem o secciona el
«conducto de la respiración»). Laimotomos (— tmétos) caracteriza a la
G orgon a, con la garganta seccionada: Ion, 1054, Electra, 549, Fenicias, 455.
135 Eurípides, Orestes, 1471-1473, con la nota de F. C hapouthier (Les
Belles Lettres) y la de M. D elcourt (G allim ard, «L a Pléiade»); sobre el
significado del gesto consistente en inclinar hacia arriba o hacia abajo el
cuello de la víctim a, vid. P. Stengel, Opferbrauche, op. cit., págs. 113-125.
136 Eurípides, Electra, 1223, así com o 485 (en 1222, O restes utiliza el
verbo «sacrifical» katarkhomai, y en 1228, la herida de C litem nestra de
califica de sphagas). Ya Esquilo situaba la herida de C litem nestra en la
garganta: Euménides, 592 (pros derén temón), así com o Coéforos, 883-884
(aukbên).
137 Vid. Helena, 355-356 (en los planes de suicidio de Helena, laimotomou
sphagas es opción al ahorcam iento).
138 N i siquiera E gistc — cuya m uerte, en Eurípides, ocurre durante el
sacrificio que él m ism o está llevando a cab o— , muere p or herida en
la garganta, sino en las vértebras, p or acción de O restes, que le quebranta
la espalda (Electra, 841-842).
139 Tropon ton auton: Coéforos, 274; el hachazo en plena frente:
Sófocles, Electra, 95-99 y 195.
140 El cuello, punto débil: Iliada, X X II, 321-327 (m uerte de H éctor),
así com o V III, 325-326 y X X III, 821; guerreros con la garganta seccionada:
X III, 202, X V II, 49, X X I, 555 (deirotomeó). Vid. también H esíodo, El
escudo, 418 (C ieno muere por herida en el cuello). En H om ero, Ch.
D arem berg (La Médecine dans Homere, París, 1865, págs. 14-15 y 38)
enumera seis heridas en la garganta y 62 en el cuello; las razones
puram ente funcionales invocadas por M. D . G rm ek (Les Maladies à l ’aube
103
de la civilisation occidentale, Paris, 1983, pág. 55) no bastan para explicar
la repetición de tal tipo de herida en la épica.
141 Fenicias, 1288-1292; guerra civil (stasis) y sphagê: vid. M. Detienne y
J . Svenbro, «L es loups au festin ou la cité im posible», en L a Cuisine du
sacrifice, op. cit., pág. 231.
142 Eurípides, Medea, 30: Ifigenia en Aulide, 875. V alórese la diferencia
con la Iliada, donde es m asculino el cuello calificado de blanco y tierno en
el m om ento de ser atravesado p or el hierro, porque sólo se erotiza el
cuerpo del guerrero: vid. E. Vermeule, Aspects o f Death, op. cit., págs, 101-
105.
143 T o d o s estos lugares de m uerte están tom ad os únicamente del libro
IV (457-531). Acerca de la vulnerabilidad esencial del cuerpo m asculino en
H om ero, vid. el ya citado libro de E. Vermeule (págs, 96-97).
144 El costado protegido: Eurípides, Troyanas, 1137, Heraclidas, 824; el
costado herido: Esquilo, Siete contra Tebas, 624 y en especial 888-890
(evocación que hace el coro de la muerte de los hijos de Edipo p or herida
en el co stado izquierdo —co stado anorm al, siniestro— , di’ euónymón
tetymmenoi... homosplankhnôn pleurômatôn, pasaje que parodia Eurípides
en los versos de las Fenicias citados en la nota 141).
145 Eurípides, Andrómaca, 1150; en 1120, N eoptólem o no es «alcanzado
en el buen sitio» y, en 1132-1134, lo abruman las heridas que le producen
diversos proyectiles (piedras, dardos, flechas, etc.).
146 H erido en el ombligo (Fenicias, 1412-1413), Polinices cae, recogiéndose
pleura kai nedyn.— Imagen de la espada que atraviesa el pulm ón/los
costados: com párese Esquilo, Coéforos, 639-640, Eurípides, Ion, 766-767 y
Esquilo, Euménides, 843.
147 Erecteo, frag. 65 A ustin, v. 15; Fenicias, 1421 y 1437-1441; Medea,
379.
148 Hem ón: Antigona, 1236 (pleurais); Áyax: Sófocles, Áyax, 834 (pleuran)
(cf. Pindaro, Nemeas, V II, 25 y sigs.: dia phrenón; sobre la herida en el
diafragm a, vid. J . D um ortier, Le Vocabulaire medical d ’Eschyle, op. cit.,
pág. 11).
149 Eurípides, Heracles, 1149; Helena, 982-983; Orestes, 1062-1063
(eugeneia). O bsérvese que uno de los tem as del Orestes es la contraposición
entre la sphagê, procedim iento de m uerte, y la muerte voluntaria y noble
que proporciona la herida en el hígado.
150 E squ ilo, Agamenón, 432, 792, Coéforos, 272, Euménides, 135 (y
158); Sófocles, Áyax, 938; Eurípides, Suplicantes, 599, Hipólito, 1070.
151 Sófocles, Antigona , 1315-1316 (hyph’ hepar); 1291-1292 (sphagion),
1031 (bómia ); 1283 (plégmasin), 1314 (en phonais; cf. 696, donde la muerte
guerrera de Polinices se produce en phonais).
152 La nodriza ha asistido, estaba al lado (parastatis: Traquinias, 889) de
Deyanira en el m om ento del suicidio, que, sin em bargo, se produjo en
104
solitario; recuérdese que en la noción de parastates se fundam enta el orden
hoplita de la falange.
153 Q u e es m enester interpretar según la lógica del tex to , y no com o
hace G. D evereux en un estudio p or lo demás muy ceñido a la literalidad
del texto de la tragedia ( Tragédie et poésie grecques, París, 1975, págs. 117-
136), según la lógica del inconsciente: o el de Deyanira o el de Sófocles, en
quien esta «m asculinización» de la dulce y tierna esposa tendría que
anotarse en el haber de un «retorno del expulsado»).
154 Traquinias, 923-926: Deyanira se quita el peplo que un broche le
fijaba sobre el pecho; pero lo que m uestra al desnudarse no son los senos,
sino el brazo y el costado.
1,5 Apenas más satisfactoria resulta la lectura (en este caso, la de G.
D evereux, Tragédie et poésie grecques, op. cit., págs. 114, 122, 136) que
explica el pasaje, en su conjunto, p or un lapsus calami. T am p o co es serio
atribuir la «confusión» entre derecha e izquierda a las «fuertes tendencias
hom osexuales» de Sófocles, porque hay «dos clases de personas, los
hom osexuales [...] y los zurdos, que tienden a invertir la izquierda y la
derecha» (pág. 137): no conviene olvidar, cuando se lee un tex to trágico,
que se está leyendo un texto muy elaborado.
156 Vid. N . L o rau x, «H éraklès, le surmâle et le fém inin», Revue
française de psychanalyse, 1982, pág. 725.
157 N ó tese que, en las Traquinias, las connotaciones del co stado tanto
pueden ser eróticas com o guerreras: vid. 930-939 y 1225-1226 (cf. Eurípides,
Hécuba, 826).
158 Hécuba, 566-567. En la Alexandra de Licofronte, el hijo de Aquiles
también hiere a Políxena en la garganta (326: laimisas).
159 E s en un co n texto muy diferente donde A ristodem o — que acaba de
m atar a su hija para dem ostrar que no estaba em barazada— ve a ésta en
sueños «con el pecho y el vientre abiertos» (Pausanias, IV , 13, 2). En
cuanto se me alcanza, no hay en la tragedia ninguna m ujer que muera por
herida en el pecho; a pesar de haber utilizado su mastos para la súplica,
C litem nestra, com o ya vim os, es herida en la garganta. Si, en Euménides,
84, M azón traduce «percer le sein d ’une mère» [atravesar el seno de una
madre] donde el texto sólo dice «cuerpo m aterno» (metroion demas), es sin
duda por influencia de la escena de los C oéforos.
160 A ristóteles, Historia de los animales, I, 14, 493 b 7 (koinon meros
aukhenos kai stêthous sphagê), com entado p or J . C asabona, Vocabulaire,
op. cit., pág. 175, η. 31.
161 Según la interpretación más frecuente del verso 239 del Agamenón,
el «peplo azafranado» de Ifigenia «cae a tierra»; pero hay muy buenos
motivos para propugnar otra lectura, según la cual sería el «tinte azafranado»
de la sangre de la virgen lo que caería (vid. la dem ostración de J . Bollack,
L'Agamemnon d ’Eschyle, op. cit., I, 2, págs. 300-303). Si están en lo cierto
quienes piensan que el sacrificio de Políxena es reinterpretación euripidiana
105
de los versos de Esquilo, habrá que pensar que la lectura tradicional de
este pasaje se rem onta ya a Eurípides.
162 En los Heraclidas, M acaría hace alusión a un descubrim iento (en el
sentido de desvelar el cuerpo (561). J . H eckenbach (De nuditate sacra
sacrisque vinculis, G iessen, 1911, págs. 9-10) se plantea dudas acerca de esta
práctica en el caso de Políxena. H ay que señalar que este descubrim iento
es com o una parodia brutal del anakalypsis de la novia en el m atrim onio,
lo que a su manera afirma Séneca en Troyanas, 87-93.
163 Pintura griega: vid. Antología planudea, IV , 150; Pierre de C orton e;
me refiero al Sacrificio de Políxena del m useo del C ap itolio de Rom a.
164 H ay, en Eurípides, veintisiete casos de mastos en el sentido de seno
materno, contra dos en el sentido erótico: Andrómaca, 629 (vid. Aristófanes,
Lisistrata, 155-156) y Cíclope, 170. T o m o la noción de «ob jeto parcial» del
lenguaje psicoanalítico: vid. J . Laplanche y J.-B . Pontalis, Vocabulaire de la
psychanalyse, París, 1967, págs. 294-295.
165 Eurípides, Suplicantes, 604, Fenicias, 134, 162, 1375, 1397, 1437; ya
a partir de H om ero ( Iliada , X III, 288-290, X X II, 282, 285), el guerrero
valeroso debe ser herido por delante, nunca por la espalda.
166 Electra: Eurípides, Orestes, 1049, Electra, 1321; Ifigenia: Ifigenia en
Aulide, 634; belleza virginal de Ifigenia: ibid., 681. (N ótese que: (1) lo que
se hace objeto de violencia física, en los lamentos luctuosos, es precisamente
las partes del cuerpo donde más se señala belleza: el pecho, las mejillas, los
cabellos; (2) en la Electra de Eurípides, C litem nestra resume tod o el
escándalo del sacrificio en la evocación de la «m ejilla blanca» de Ifigenia.)
L u to: Suplicantes, 87, 979, Troyanas, 794, Andrómaca, 832-834. El pecho
«com o de estatua» (hôs agalmatos) que constituye la belleza de Políxena
hace pensar, en un registro muy diferente, en la Ifigenia de Esquilo, joya
(agalma) de la casa paterna (Agamenón, 208).
167 N ótese que esta rarísima asociación entre mastoi y sternon surge
otra vez en Hécuba (424: adiós de Políxena a la ternura del cuerpo
materno).
168 Hécuba, 208-210 (mekrón meta)·, 568-570 (pudor).
169 Séneca, Troyanas , 195-196, 202, 361-364, 940-944 y 1132 (el relato
del sacrificio com ienza con thalami more).
170 C . Fontinoy («Le Sacrifice nuptial-, art. cit., pág. 386) manifiesta su
sorpresa por el hecho de que el tem a del m atrim onio — que en su opinión
es esencial— alcance tan escaso desarrollo en el relato del sacrificio.
171 O vidio, Metamorfosis, X III, 451 452, 458-459, 479-480. Eurípides,
modelo de O vidio y de Séneca: R . A elion, Euripide héritier d'Eschyle, op.
cit., II, pág. 114, η. 9.
172 En el m ism o libro de las Metamorfosis, una de las hijas de O rion
muere con «no fem íneo valor», dando «la descubierta garganta» (X III,
693).
106
173 V id. G . A rrigoni, Camilla, Amazzone e sacerdotrssu di Ι)ι,ιη,ι,
M ilán, 1982, en especial páginas 37-38 (seno derecho de Cam ila). N ótese
que también es en el pecho donde se hiere D ido ( Eneida, IV, 689); y
tam poco se abstiene la prosa de los historiadores: en el pecho hinca el
hierro Lucrecio (T ito Livio, I, 48, 11), en el pecho hiere V irginio a su hija,
para salvarle la virginidad (T ito Livio, III, 48, 5). E s conveniente observar,
con G . D evereux (Tragédie et poésie grecques, op. cit., pág. 123), que en los
textos latinos las m ujeres, por lo general, acuden a la espada com o
instrum ento de suicidio.
174 La otra rama de la opción em pieza por hyp’aukhena (Hécuba, 564):
pero, en lo concerniente a Políxena, el yugo se coloca al m odo tradicional,
en la nuca (ibid., 376).
175 La muerte de la am azona Pentesilea era ya, en la época arcaica y
luego en la clásica, un topos de representaciones figuradas: vid. p or ejemplo
E. Vermeule, Aspects o f Death , op. cit., pág. 158, así com o D . von
Bothm er, Amazons in Greek Art, Londres, 1957, IV , 2 y plancha L I, 1
(ánfora ática con figuras negras, Londres, B 10).
176 Me refiero aquí a los análisis de G iulia Sissa sobre el cuerpo de las
mujeres considerado entre la boca de arriba y la boca de abajo (Le corps
virginal, de próxim a aparición). A m bos cuellos, el del útero y el de la
cabeza, pueden denom inarse del m ism o m odo, aukhén: vid. H ipócrates,
Enfermedades de las mujeres, III, 230 (así com o II, 169: trakhelos, otro
nombre del cuello).
177 H ipócrates, Enfermedades de las mujeres, II, 127, 151 (así com o 110,
126, 201, 203); sobre el lugar que ocupa esta «afonía histérica» dentro del
sistem a hipocrático de los «silencios del cuerpo», vid. M. G . Ciani, en Le
Regioni del sdenzio, Padua, 1983, págs. 157-172.
178 E s muy notable, a este respecto, el tratado hipocrático sobre las
Enfermedades de las muchachas-, en «L e corps étranglé» paso revista a sus
principales proposiciones.
17S S. Freud, Cinq psychanalyses, trad. M. Bonaparte et R. M . Loewens-
tein, Paris, 1966, p. 61.
iso El psicoanálisis, por otra parte — debo esta observación a M onique
Schneider— nunca ha sabido muy bien qué hacer con la garganta de las
mujeres.
181 Im portante, a este respecto, la figura de Medea, en cuanto se niega
a volver la muerte contra sí m ism a; m atando, en vez de m atarse, pone en
marcha una lógica diferente, frente a la cual, sin duda, al espectador le
resulta bastante menos fácil llevar la cuenta de sus ganancias en el cam po
de la imaginación.
182 T o m o la expresión «interferencia» de P. V idal-N aquet, en J.-P .
Vernant y P. V idal-N aquet, Mythe et tragédie en Grece ancienne, op. cit.
183 A sí acontece, al menos, en las obras que, en virtud de la elección
efectuada por los alejandrinos, nos han llegado en su integridad y
107
constituyen el corpus disponible; por no salim os de Eurípides, recuérdese
que, com o Fedra, también su Laodm ía y su Estenebea se suicidaban, en
tragedias perdidas.
184 La fam osa katharsis (A ristóteles, Poética, V I, 1449 b 28 [que Aníbal
G onzález —en A ristóteles / H oracio, Artes poéticas, edición bilingüe
(M adrid: T au ru s, 1987), pág. 55— traduce «purificación».]
108
I.Λ A U T O R A
109
ÍNDICH
P ró lo g o ................... .................................... 9
R e p a rto ........................... .................................. 15
M aneras trágicas de m alar a una imi|ei ...................................... 23
L a soga y la esp ad a . .. ...................................... 31
S u icid io de m ujer por m u elle de hom bre ............................. 31
U n a m uerte d esp rovista di· , η ΐ ι ΐ ι ι ι , ι ....................................... 32
E l tajo en el cuerpo viril .................................. 35
A h orcam ien to o ................................... 37
L a e sp o sa que se lanza al vuelo .................................. 41
Silencio y secreto ....... ........................... 4Φ
E n el thalamos: m uerte y m ain m o m o .................................. 46
M o rir con ............................ .......................... 48
L a gloria de las m ujeres . . . ........................... 50
L a sangre pura de las v ír g e n e s ........ ............................. 55
Sacrificios en que puede pensarse sin mal ............................. 56
T ern era, p otran ca: d om ad as ....... ................... 58
D e la ejecución com o m atrim on io ....................... 61
L ib ertad es virginales ....................... ................... 66
L a gloria de las m uchachas .............. ..................... 76
L u g ares del cuerpo ............................................ ................. 73
El p u n to débil de las m u je r e s ................. ..................... 74
E n u m eración del cu erp o v i r i l .................................................... 77
1.a op ció n de P o líx e n a .................................................................. 79
N o ta s ................................................................................................................ 89
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