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La educación no siempre dependió de la institución escolar.

Durante muchos siglos las sociedades utilizaron mecanismos


diferentes a la escuela para reproducir sus valores y sus
maneras de pensar. La manera de ver el mundo de esas
sociedades estaba regulada por un conjunto de rituales que no
tenían que ver con un maestro, un salón y unos estudiantes
recibiendo clase de lectura o de geografía. La historia de la
educación había tenido, antes de nuestra era moderna-
occidental, otro tipo de prácticas, de instituciones y de sujetos
que la hacía incomparable a la que hoy tenemos. En Europa,
antes del siglo xvi o quizás del xv, la educación era un asunto
propio de la Iglesia y se refería fundamentalmente a las prácticas
de la fe. Además de la catequesis, la acción intencionada de
educar a la población no era un asunto importante. En América
este fenómeno perduró hasta la segunda mitad del siglo xviii.
Antes, las culturas llamadas genéricamente precolombinas
practicaban otro tipo de rituales muy distintos, relacionados con
los papeles diferenciados que los hombres y las mujeres
representaban en sus sociedades.

3. La era del Estado docente

La historia de los Estados modernos es la historia de los


sistemas de instrucción pública; a partir de entonces la
educación de la población se convirtió en un asunto estratégico y
sus prácticas se escolarizaron. Educar ya no era acercarse a
Dios solamente, sino instruir en los rudimentos de las letras, las
ciencias, los números, y, por supuesto, también en la fe. Allí
emergieron nuevos sujetos (el escolar y el maestro) y una nueva
institución (la escuela). Las repúblicas liberales que se
comenzaron a gestar en América desde finales del siglo xviii y
luego en todo el mundo occidental durante el xix,
institucionalizaron este modo de ser de la educación. Desde
entonces el Estado asumió la función educativa (por eso se
llamó Estado docente) y su aparato se fue sofisticando cada vez
más en busca de la regulación absoluta de la enseñanza. La
escuela se convirtió en el último eslabón de aquella compleja
cadena que terminó llamándose sistema educativo. La estructura
vertical que ordenaba este edificio burocrático hizo del maestro
un funcionario a quien le correspondía representar la voluntad
del Estado en la tarea educadora.
Durante casi cuatro siglos en Europa y casi dos en América, la
institución escolar fue prácticamente el único medio a través del
cual se podía expandir la «civilización occidental». El proyecto
ilustrado de educar para alcanzar la perfección humana en cada
individuo solamente podía hacerse a través de la escuela, pues
no existía otro dispositivo de comunicación más eficaz, a no ser
la prensa. La sociedad industrial que estaba creciendo
necesitaba transformar las costumbres ancestrales de las
comunidades campesinas (en Europa y América) e indígenas (en
América). Nuevas actitudes frente a la vida, nuevas estructuras
familiares, nuevos hábitos personales, en fin, nuevos sujetos
sociales, eran necesarios para impulsar el «progreso» y el
crecimiento económico que el capitalismo jalonaba con tanto
ímpetu. La tradición oral y las costumbres más ancestrales se
llamaron entonces analfabetismo y superstición, y se convirtieron
en el símbolo del atraso y en el freno al progreso que parecía
irreversible. El pensamiento práctico y la lógica formal debían
reemplazar las mentalidades y las cosmogonías de las
comunidades «tradicionales». La lectura y la escritura, la
aritmética y la ideología patriótica, eran los baluartes con los que
la escuela debía emprender la cruzada civilizadora que allanaría
el camino del progreso. Sus rituales más representativos: el
orden, la disciplina, el pizarrón, el salón de clase dividiendo a los
niños por edad y por género, el pasar lista, el reglamento, las
filas, las lecciones, los ejercicios físicos, los textos o manuales, la
memorización, el uniforme, los exámenes, etc., eran símbolos de
este nuevo orden modernizador. La escuela fue en ese momento
la punta de lanza y la expresión más clara de aquel orden
emergente; fue la herramienta más eficiente, el aparato más
exitoso, el invento más perfecto para expandir con rapidez a
todos los rincones el conocimiento y la moral que requería la
modernidad. El libro impreso jugó allí un papel muy importante.

El Estado era el responsable de esa tarea civilizadora. La


escuela, y por lo tanto el maestro, los edificios, los manuales y
los escolares, eran su responsabilidad. Nadie mejor que él podía
garantizar la correcta administración de tan delicada misión.
Nadie mejor que él para garantizar la unidad de criterios y de
contenidos con respecto a lo que la época requería. El Estado
era funcional a la escuela y viceversa, gracias a aquel aparato
complejo en que se constituyeron los sistemas de instrucción
pública.

Ahora bien, alcanzar la eficiencia y el control pleno no fue fácil.


Por supuesto eso pasó por todas aquellas contradicciones
políticas y de clase que se expresaron entre los actores que se
disputaron durante esos años su control. En particular, disputarle
la función educadora a la Iglesia (mater et magistra), que la
había detentado durante tantos siglos, fue muy difícil y provocó
incluso guerras en varias regiones del mundo occidental.

América Latina






Educación, ¿para qué?
Carlos Ayala Ramírez

30/06/2010

Opinión

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1. La meta educativa en el siglo XXI, según el PNUD: universalidad y calidad

En el documento del PNUD: “Educación, la agenda del siglo XXI” (1998), se reitera que la meta de
educar a todos es una meta pendiente en América Latina y el Caribe. Por eso se afirma, entre
otras cosas, que nuestro continente entró al siglo XXI con problemas del siglo XIX. ¿Debe América
Latina seguir fomentando una educación de punta para unos pocos o una formación masiva pero
mediocre? La única respuesta válida en términos de desarrollo humano – para el PNUD - es optar
por una educación universal de calidad, formación buena y para todos.
La obligación indiscutida del Estado es asegurar que todos se eduquen, y que se eduquen bien. La
universalidad y la calidad deben ser la razón misma de los subsidios estatales. Esta sería la nueva
inversión social por excelencia.

Hay un doble desafío para el Estado y para la sociedad en general: primero, hacer realidad una
escuela efectivamente universal y efectivamente educadora; segundo, preparar a la población para
encarar las oportunidades y las dificultades propias del llamado mundo globalizado.

Ahora bien, ¿cuál es el camino – según el PNUD - para llegar en las actuales circunstancias a la
meta de una escuela para todos, escuela educadora, escuela para el siglo del saber? Enunciemos
algunos rasgos de su propuesta:

Educar, tarea de todos. La educación entendida como un proceso abierto y constante,


compromete a todas las personas y las instituciones. El sistema escolar tiene por supuesto un
papel esencial. Pero educar es también una tarea central de la familia, las Iglesias, los partidos
políticos, los medios de comunicación y las empresas que deben entrenar su fuerza de trabajo,
entre otros. Y todavía más, la educación, que es un derecho, también es un deber de todos: para
crecer como persona y servir como ciudadano, cada uno de nosotros está obligado a cultivar al
máximo sus potencialidades, a hacer de su propia vida un empeño de aprender.

Educar para el cambio. Esto significa no aprender por aprender, sino el aprender a aprender; no
el dogmatismo, sino la tolerancia; no la formación para el empleo, sino la formación para la
empleabilidad; no la educación terminal, sino la educación permanente.

Educación para igualar las oportunidades. El principio de equidad exige darle más al que
arranca con menos. Por eso el Estado debe compensar la desventaja inicial de los marginados, y
nada encaja mejor esa desventaja que el tener menos educación básica o educación básica
menos buena. Los subsidios han de llegar primero a los excluidos, con un esfuerzo deliberado para
contrarrestar su desventaja.

El maestro, un profesional. Los maestros de América Latina y el Caribe por lo general se debaten
entre la proletarización y la profesionalización. Pero la escuela del siglo XXI sin duda necesita de
profesionales: docentes que trabajen por resultados y no horas, que se renueven y apliquen el
mejor saber disponible. Para eso hay que adoptar los criterios propios de las comunidades
profesionales, como decir: (1) respeto por el maestro, (2) reclutamiento exigente, (3) salarios
competitivos, (4) ascenso por mérito, (5) constante actualización y, (6) evaluación de resultados.

2. La meta educativa según Medellín y Puebla: la liberación-humanización.

Pero, ¿se trata sólo de universalidad y calidad? ¿La meta se limita a tener maestros bien
motivados y calificados, a contar con modernos materiales de apoyo que faciliten el proceso de
aprendizaje, a implementar una jornada escolar más asidua, más extensa, más intensa?

La perspectiva cristiana de la educación, sin menospreciar los propósitos antes citados, plantea
otras metas no menos importantes en el ámbito educativo. Veamos lo que nos dicen dos
documentos de la Iglesia latinoamericana: Medellín (1968) y Puebla (1979). Documentos que en
éste ámbito (la educación), como en otros, contienen enfoques vigentes e iluminadores que
abogan por hacer central el sentido humanista de la educación. Este sentido, según Medellín
(Documento 4), debe ser el eje vital que oriente todo proceso educativo. Veamos cómo y hacia
dónde:

Para el desarrollo integral de las personas y los pueblos. La opción es por una “educación
liberadora” (n.8), es decir, la que convierte al educando en sujeto de su propio desarrollo. Cuando
tiene este carácter se constituye efectivamente en el medio clave para liberar a los pueblos de toda
servidumbre y para hacerlos ascender de “condiciones de vida menos humanas a condiciones más
humanas”.

Para la personalización e identidad de las nuevas generaciones. Los rasgos propios de esta
visión educativa son: educación creadora, pues ha de anticipar el nuevo tipo de sociedad que
queremos (conciencia de la propia dignidad humana, capacidad de libre autodeterminación,
promoción del sentido comunitario); educación abierta al diálogo, para enriquecerse con los
valores que la juventud intuye como valederos para el futuro (promover la comprensión de los
jóvenes entre sí y con los adultos); educación que afirme la propia identidad y se abra a la
multiculturalidad del mundo; educación que capacite a las nuevas generaciones para el cambio
permanente que implica el desarrollo. Para Medellín (n.12-14), esta visión de educación rebasa la
mera institucionalidad de los centros educativos. En consecuencia, exhorta a los agentes de la
educación al cumplimiento de sus deberes: en primer lugar, a los padres de familia (primeros y
principales educadores) que no pueden ni deben quedar marginados del proceso educativo; en
segundo lugar, se refiere a los educandos, cuya realidad debe ser conocida y tomada en cuenta (la
juventud también pide ser oída con respecto a su propia formación); en tercer lugar, exhorta a
valorar la misión de los educadores en la transformación de la sociedad y llegar a una decisión
consciente y valiente, en la preparación, selección y promoción del profesorado.

Para humanizar. Según el documento de Puebla(1979), la educación es una actividad humana


del orden de la cultura; la cultura tiene una finalidad esencialmente humanizadora. Se comprende,
entonces, que el objetivo de toda educación genuina es la de humanizar y personalizar al ser
humano (n.1024). La educación humaniza y personaliza al ser humano cuando logra que éste
desarrolle plenamente su pensamiento y su libertad, haciéndolos fructificar en hábitos de
comprensión y de comunión, produciendo cultura, transformando la sociedad y construyendo
historia (1025); cuando el ser humano ejerce la función crítica propia de la verdadera educación,
procurando regenerar permanentemente las pautas culturales (personas conscientes,
competentes, compasivas y comprometidas) (1029); cuando se convierte al educando en sujeto,
no sólo de su propio desarrollo, sino también al servicio del desarrollo de la comunidad: educación
para el servicio (1030).

3. Perfil de los maestros y maestras para una educación humanizadora, según Paulo
Freire

En uno de los últimos libros de Paulo Freire (“Cartas a quien pretende enseñar”, 1994), se abordan
aspectos fundamentales de la práctica educativa de los maestros y maestras que han hecho su
opción por lo que Freire llama “educación progresista”. He escogido una de las diez cartas de
Freire que sustenta muy bien la necesidad de cultivar una educación humanizadora. Me refiero a
la carta número cuatro del libro titulada: “De las cualidades indispensables para el mejor
desempeño de las maestras y los maestros progresistas”. Son 9 cualidades, expongo de manera
resumida al menos cinco que me parecen básicas para hablar no sólo de educación de calidad,
sino ante todo de “calidad humana”.

La humildad. Esta cualidad, para Freire, de ningún modo significa falta de respeto hacia uno
mismo, ni ánimo acomodaticio o cobardía. Al contrario, la humildad exige valentía, confianza en
nosotros mismos, respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás. La humildad – afirma Freire -
nos ayuda a reconocer esta sentencia obvia: “nadie lo sabe todo, nadie lo ignora todo”. Todos
sabemos algo, todos ignoramos algo. Sin humildad, difícilmente escucharemos a alguien al que
consideramos demasiado alejado de nuestro nivel de competencia. La humildad ayuda a no
dejarse encerrar jamás en el circuito de mi verdad (antídoto para la soberbia del “sabelotodo”). Es
también antídoto de las posturas autoritarias (del iluminado que pide sometimiento a su saber).

La tolerancia. Según Freire, sin ella es imposible realizar un trabajo pedagógico serio, sin ella es
inviable una experiencia democrática auténtica. La tolerancia no es una posición irresponsable, es
decir, no significa ponerse en connivencia con lo intolerable, no es encubrir lo intolerable, no es
amansar al agresor ni disfrazarlo. La tolerancia es la virtud que nos enseña a convivir con lo
diferente, a aprender con lo diferente, a respetar lo diferente. El acto de tolerar implica el clima de
establecer límites, de principios que deben ser respetados. Bajo el régimen autoritario, en el cual
se exacerba la autoridad, o bajo el régimen licencioso, en el que la libertad no se limita, difícilmente
aprenderemos la tolerancia. La tolerancia requiere respeto, disciplina, ética.

La valentía. Freire advierte que al poner en práctica un tipo de educación que provoca
críticamente la conciencia del educando, necesariamente enfrentamos los mitos del poder
dominante (de su ideología). Comenzamos a ser asaltados por miedos concretos, tales como el
miedo a perder el empleo o a no alcanzar cierta promoción; sentimos la necesidad a poner límites
a nuestro miedo. Si no quiero que el miedo me paralice, debo gobernar mi miedo, debo educar mi
miedo, de donde nace mi valentía. El miedo sin valentía nos paraliza, la valentía ante miedo, en
cambio, puede limitarla, someterla, controlarla.

La seguridad. Implica, para Freire, competencia científica, claridad política e integridad ética. No
puedo estar seguro de lo que hago si no sé cómo fundamentar científicamente mi acción o si no
tengo por lo menos algunas ideas de lo que hago, por qué lo hago y para qué lo hago. La
seguridad exige una forma críticamente disciplinada de actuar con la que la educadora desafía a
sus educandos. Forma disciplinada que tiene que ver, por un lado, con la competencia que la
maestra o el maestro va revelando a sus educandos, discreta y humildemente, sin alharacas
arrogantes, y por otro con el equilibrio con el que la educadora ejerce su autoridad (segura, lúcida,
determinada).

La alegría de vivir. Freire la concibe como una virtud fundamental para la práctica educativa
democrática. Es dándome por completo a la vida y no a la muerte como me entrego, libremente. Y
es mi entrega a la alegría de vivir, sin esconder la existencia de razones para la tristeza en esta
vida, lo que me prepara para estimular y luchar por la alegría en la escuela.
En suma, volviendo al espíritu de Medellín, de Puebla y a la sabiduría de Freire, podemos afirmar
que la meta educativa en el siglo XXI, no sólo ha de estar orientada hacia la universalidad y la
calidad, sino sobre todo, a la humanización, a la formación del espíritu humanista. Es decir, que la
educación (y la escuela) se constituyan en procesos o espacios en los que se piensa, se actúa,
se crea, se habla, se ama, en los que apasionadamente se le dice sí a la vida. Sin olvidar, claro
está, los derechos a la libertad docente, a mejores condiciones de trabajo pedagógico, a un tiempo
libre remunerado para dedicarse a su permanente capacitación, a tener el deber de ser serios y
coherentes.

tR� 'o�/���0.0pt;
Evo Morales estuvo en una comunidad campesina de Cochabamba entregando el bono “Juancito
pinto”. Se acercó a un niño de 8 años y le preguntó -¿ya recibiste tu bono Juancito pinto?-, el niño
contestó –sí- cargado de alegría y emoción. Luego, volvió a preguntar -¿y qué piensas hacer con
tu bono?-, el niño otra ves contesto emocionado –quiero prepararme para ser como tú-. Álvaro
García Linera dijo “ahí está el efecto de la revolución democrática y cultural”. Se refería a que la
proyección de un niño de 8 años, que antes no apuntaba a ser más que albañil, jardinero o a lo
mucho sargento de policía, se ha abierto de tal modo que llegar a la presidencia del país ya no
estaba prohibido. Pero este cambio inicia con la propia “conversión”. Se trata de la restitución del
espíritu, de la vitalidad colectiva, que le devuelve a una comunidad su capacidad de proyectarse en
el cosmos, o sea, su capacidad de seguir soñando y de seguir obrando.

El anuncio de Jesús al comienzo de su ministerio público: “el tiempo se ha cumplido [es decir, ya
es otro tiempo el presente], el Reino de Dios está cerca [es decir la restitución del espíritu, de la
vitalidad de esta comunidad se está operando]; conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc.
1,15), es el anuncio de una revolución, donde la conversión no quiere decir otra cosa que cambiar
la mentalidad para creer y hacer posible aquello que se veía imposible. Pero no se trata de un
cambio simbólico solamente, sino de un cambio en el fundamento que estructuró una sociedad y
que ahora está en decadencia.

En la boda de Caná (Jn. 2,1-12) el relato juánico advierte la “transición” de una antigua alianza a
una nueva alianza. Se trata del primer signo, cuyo contenido expresa la profundidad del cambio
que se viene. La ruptura con el fundamento de la primera alianza: la ley, que está representada en
el vaciamiento de las tinajas de piedra, supone una fuerte autoconciencia de haber perdido el
sentido de la vida y de la historia, es decir el sentido de ser “pueblo de Dios”. Precisamente esta
ruptura se opera por la insistencia del “sujeto” que se encontraba fuera, es decir, en la exterioridad
de ese pueblo de dios basado en la ley. No es Jesús quien toma la iniciativa, es María. Es por ello
que la “nueva alianza” toma su fuente de “otra vitalidad”, ya no la ley sino el amor.
Del mismo modo Pablo rompe a golpes el consenso existente en la teología de la misión greco-
judío-helenística, que tenía su fuente en la ley (la carne) y que no era otra cosa que la fórmula de
compromiso con el imperio romano. Pablo invierte radicalmente estos valores: el imperator no es
el nomos, sino el clavado por el nomos a la cruz.[12] Pero dada esta inversión, para Pablo lo que
está en juego es el fundamento y la legitimación de un nuevo pueblo de Dios. Entonces para Pablo
se hace urgente la búsqueda del nuevo “criterio” que la encuentra en la “fe” (emunáh). La pregunta
es ¿cómo emprender la legitimación del nuevo pueblo –como nuevo consenso-? La fe, entonces,
en esta circunstancia, se forma como la “certeza de poseer una convicción que lo transforma todo”,
es decir, la fe en el mesías.

Esta pasión con la que Pablo enfrenta la justificación del nuevo pueblo de Dios, me recuerda a las
palabras de un dirigente indígena de El Alto, quien mirando a un grupo de teólogos y gentes de
iglesias, decía: “hermanos el proceso de cambio ha empezado, el que quiera acompañar
pues que acompañe, pero nosotros vamos ha encauzar desde nuestra propia identidad”.[13] Si
interpreto bien, encauzar no refiere tanto a dirigir sino a “abrir camino”, a que algo vaya por un
“buen camino”. Pero esta afirmación no se hace desde la ambigüedad, sino desde la certeza de
poseer una convicción que lo transforma todo, desde la “fe”. Esta afirmación responde a la
conciencia de que nuestro “ahora” es el tiempo apropiado par la transformación (es el tiempo
mesiánico diríamos nosotros/as). Esta conciencia supone, obviamente, muchas incertidumbres;
pero lo que está en juego no es la “claridad” de lo que se quiere lograr, sino lavitalidad con la que
se quiere caminar, esto en última instancia es lo que justifica el nacimiento del “nuevo pueblo”, la
vitalidad, el espíritu que no se extingue, el “vivir bien”.

- José Luis López Fuentes

Presentado en el II Simposio Boliviano de Misionología, Cochabamba, 19 de septiembre de 2009.

[1] Hay abundante información sobre el derecho al territorio de los pueblos indígenas. En el ámbito de los
derechos humanos, la Declaración de la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas aprobada el año
2007, dispone que los “pueblos indígenas tienen derecho a las tierras, territorios y recursos que
tradicionalmente han poseído, ocupado o de otra forma utilizado o adquirido” (art. 26). Además de constituirse
en un derecho, afirmé que el territorio era el “primer pilar estratégico del derecho a la libre determinación” (Cf.
José Luis López, El derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas en Bolivia, CEPA/Latinas,
2007). De igual modo, en una investigación reciente se afirma que “el territorio es un elemento fundamental
para la autonomía indígena” (Cf. José A. Rocha, Carla Bazoalto, Luis Cuellar, Autonomías indígenas,
construcción de nación y fortalecimiento del Estado. PIEB/Kawsay, La Paz 2008).

[2] En el documento Derecho de los pueblos indígenas a la restitución, de diciembre de 2005 y elaborado por
el Grupo de Trabajo sobre el proyecto de Declaración de los Derecho de los Pueblos Indígenas, hay una larga
y argumentada explicación sobre el derecho a la restitución.

[3] “La influencia de América latina en el acontecer mundial está decreciendo. La participación de la región en
el comercio y la economía mundiales es pequeña, y cada vez menor, a medida que crecen las economías de
Asia.” Con este signo de alarma comienza Andrés Oppenheimer su libro cuentos chinos. Aunque su propósito
es el de develar las verdaderas oportunidades que tiene la región para competir en el contexto económico del
mundo y hacerse relevante para las inversiones y el comercio, su punto de partida es básicamente
económico-céntrico.

[4] En más de 20 años de economía neoliberal la agenda de todos los programas de gobierno estaba basada
en el crecimiento económico; pero además, la sociedad entera se movía (mueve) en torno al desarrollo o al
progreso. Las universidades, los institutos educativos, incluso las escuelas de primaria y secundaria forman
con la conciencia de crecer, desarrollar, progresar, en definitiva: tener más. Esto ha llevado a la idea de que
“fuera del mercado no hay salvación”.

[5] Entiendo por imaginario la construcción, no real sino simbólica, a través de la cual una sociedad, una
comunidad se define a sí misma y representa su realidad.

[6] Citado por Forrest Hylton y Sinclair Thomson, En: Ya es otro tiempo el presente. Muela del Diablo, La Paz
2003. p. 5.

[7] Cf. Informe de desarrollo humano en Bolivia 2002. El derecho a la palabra. Los pobres frente a la política y
la ciudadanía. PNUD, La Paz 2002. pp. 34. Un minero cooperativista de Llallagua también decía: “pero si
hablamos de los políticos, es casi como decir que esas personas son la misma persona, solamente que llevan
otro color. Cualquier persona, presidente o ex presidente que ha entrado al gobierno, toditos han sido igual,
toditos se han embolsillado, nadie por lo menos ha dicho este mi pueblo sufre”. Ibi, pp. 86.

[8] Bourdieu sostiene que “el poder simbólico como el poder de construir el dato a través del enunciado, de
hacer ver y creer, de confirmar o transformar la visión del mundo y, mediante eso, la acción sobre el mundo,
por consiguiente el mundo, poder cuasimágico que permite obtener el equivalente de lo que se obtiene por la
fuerza (física o económica), gracias al efecto específico de la movilización, no se ejerce más que si
es reconocido, es decir desconocido como arbitrario. Esto significa que el poder simbólico no reside en los
“sistemas simbólicos” bajo la forma de una “illocutionary force” sino que se define en y por una relación
determinada entre quienes ejercen el poder y quienes lo sufren, es decir, en la estructura misma del campo
donde se produce y reproduce la creencia.” En: Pierre Bourdieu, Poder, derecho y clases sociales. Desclée.
Bilbao 200. pp. 98.
[9] Ver Aníbal Quijano, “colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”. En Edgardo Lander
(comp.). La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos
Aires: CLACSO, 2000, 201-246.

[10] La relación “sujeto-objeto” de las ciencias, en un contexto colonial, explica la absolutización del
pensamiento eurocéntrico, porque bloquea de entrada la posibilidad de un intercambio (sujeto-sujeto) en el
conocimiento.

[11] Para comprender mejor la palabra “intimidad” prefiero apegarme a la comparación con la
palabra taypi andina, que desde una lectura se traduce como punto de equilibrio, punto de encuentro, pero
prefiero entenderlo como “centro de vitalidad”, haciendo la analogía en el cuerpo humano al vientre como el
centro de la vida.

[12] Cf. Jacob Taubes, La teología política de pablo, Trotta, 2007 Madrid. pp. 39.

[13] Coloquio con Javier Sandoval, dirigente de la COR. de EL Alto, en el marco del “simposio teológico
internacional: movimientos sociales y teología en América Latina”. Del 13 al 15 de agosto 2009, La Paz.

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