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EL TIEMPO ORDINARIO

En términos generales el Tiempo Ordinario (TO) describe el ministerio y vida pública del
Señor de manera detallada a lo largo de los diversos domingos que le pertenecen junto a sus
ferias (semanas).

La primera imagen que el TO presenta es la imagen de Jesús siendo bautizado por Juan (Mt
3,13-17) en el rio Jordán y presentado por Dios. Pero, ¿en qué términos?, Benedicto XVI
nos describe la atmosfera del tiempo del Señor:

Movimientos, esperanzas y expectativas contrastantes determinaban el clima


religioso y político. En torno al tiempo del nacimiento de Jesús, Judas el Galileo
había incitado a un levantamiento que fue sangrientamente sofocado por los
romanos. Su partido, los zelotes, seguía existiendo, dispuesto a utilizar el terror
y la violencia para restablecer la libertad de Israel; es posible que uno o dos de
los doce Apóstoles de Jesús —Simón el Zelote y quizás también Judas
Iscariote— procedieran de aquella corriente. Los fariseos, a los que
encontramos reiteradamente en los Evangelios, intentaban vivir siguiendo con
suma precisión las prescripciones de la Torá y evitar la adaptación a la cultura
helenístico-romana uniformadora, que se estaba imponiendo por sí misma en
los territorios del imperio romano y amenazaba con someter a Israel al estilo de
vida de los pueblos paganos del resto del mundo. Los saduceos, que en su
mayoría pertenecían a la aristocracia y a la clase sacerdotal, intentaban vivir
un judaísmo ilustrado, acorde con el estándar intelectual de la época, y llegar
así a un compromiso también con el poder romano1.

Con esta descripción nos es fácil entender la gran necesidad de esperanza que se albergaba
en el corazón del pueblo de Israel. «Con todo, la aparición del Bautista llevaba consigo algo
totalmente nuevo. El bautismo al que invita se distingue de las acostumbradas abluciones
religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de
modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una
nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al
anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan»2. Desde esta perspectiva se
genera una vez más la curiosidad por parte del pueblo a las palabras anunciadas. «Podemos
imaginar la extraordinaria impresión que tuvo que causar la figura y el mensaje del Bautista
en la efervescente atmósfera de aquel momento de la historia de Jerusalén. Por fin había de
nuevo un profeta cuya vida también le acreditaba como tal. Por fin se anunciaba de nuevo la
acción de Dios en la historia. Juan bautiza con agua, pero el más Grande, Aquel que bautizará
con el Espíritu Santo y con el fuego, está por llegar»3. Ahora bien, estos acentos que se

1
BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret: desde el Bautismo hasta la transfiguración, México, Ed. Planeta
2007, pp 35 ss.
2
Ibíd.
3
Ibíd.
describen anteriormente permiten dar un paso más al analizar este evento fundamental en la
vida del Señor. Por tanto, «el bautismo de Juan incluye la confesión: el reconocimiento de los
pecados. El judaísmo de aquellos tiempos conocía confesiones genéricas y formales, pero
también el reconocimiento personal de los pecados, en el que se debían enumerar las diversas
acciones pecaminosas (Gnilka I, p. 68). Se trata realmente de superar la existencia
pecaminosa llevada hasta entonces, de empezar una vida nueva, diferente. Esto se simboliza
en las diversas fases del bautismo. Por un lado, en la inmersión se simboliza la muerte y hace
pensar en el diluvio que destruye y aniquila. En el pensamiento antiguo el océano se veía
como la amenaza continua del cosmos, de la tierra; las aguas primordiales que podían
sumergir toda vida. En la inmersión, también el río podía representar este simbolismo. Pero, al
ser agua que fluye, es sobre todo símbolo de vida: los grandes ríos —Nilo, Eufrates, Tigris—
son los grandes dispensadores de
vida. También el Jordán es fuente de
vida para su tierra, hasta hoy. Se
trata de una purificación, de una
liberación de la suciedad del pasado
que pesa sobre la vida y la adultera,
y de un nuevo comienzo, es decir, de
muerte y resurrección, de reiniciar
la vida desde el principio y de un
modo nuevo. Se podría decir que se
trata de un renacer. Todo esto se
desarrollará expresamente sólo en la
teología bautismal cristiana, pero
está ya incoado en la inmersión en el
Jordán y en el salir después de las
aguas»4.

Por ello «la iconografía recoge estos


paralelismos. El icono del bautismo
de Jesús muestra el agua como un
sepulcro líquido que tiene la forma
de una cueva oscura, que a su vez es
la representación iconográfica del
Hades, el inframundo, el infierno. El descenso de Jesús a este sepulcro líquido, a este infierno
que le envuelve por completo, es la representación del descenso al infierno: «Sumergido en el
agua, ha vencido al poderoso» (cf. Lc 11, 22), dice Cirilo de Jerusalén. Juan Crisóstomo
escribe: «La entrada y la salida del agua son representación del descenso al infierno y de la
resurrección». Los troparios de la liturgia bizantina añaden otro aspecto simbólico más: «El
Jordán se retiró ante el manto de Elíseo, las aguas se dividieron y se abrió un camino seco
como imagen auténtica del bautismo, por el que avanzamos por el camino de la vida»

4
Ibíd.
(Evdokimov, p. 246). El bautismo de Jesús se entiende así como compendio de toda la historia,
en el que se retoma el pasado y se anticipa el futuro: el ingreso en los pecados de los demás es
el descenso al «infierno», no sólo como espectador, como ocurre en Dante, sino con-
padeciendo y, con un sufrimiento transformador, convirtiendo los infiernos, abriendo y
derribando las puertas del abismo. Es el descenso a la casa del mal, la lucha con el poderoso
que tiene prisionero al hombre (y ¡ cómo es cierto que todos somos prisioneros de los poderes
sin nombre que nos manipulan!). Este poderoso, invencible con las meras fuerzas de la historia
universal, es vencido y subyugado por el más poderoso que, siendo de la misma naturaleza de
Dios, puede asumir toda la culpa del mundo sufriéndola hasta el fondo, sin dejar nada al
descender en la identidad de quienes han caído. Esta lucha es la «vuelta» del ser, que produce
una nueva calidad del ser, prepara un nuevo cielo y una nueva tierra. El sacramento —el
Bautismo— aparece así como una participación en la lucha transformadora del mundo
emprendida por Jesús en el cambio de vida que se ha producido en su descenso y ascenso»5.

Esto nos lleva a lo siguiente «¿Qué significa «cordero de Dios»? ¿Cómo es que se
denomina a Jesús «cordero» y cómo quita este «cordero» los pecados del mundo, los vence
hasta dejarlos sin sustancia ni realidad?
Joachim Jeremías ha aportado elementos decisivos para entender correctamente esta
palabra y poder considerarla —también desde el punto de vista histórico— como verdadera
palabra del Bautista. En primer lugar, se puede reconocer en ella dos alusiones
veterotestamentarias. El canto del siervo de Dios en Isaías 53,7 compara al siervo que sufre
con un cordero al que se lleva al matadero: «Como oveja ante el esquilador, enmudecía y no
abría la boca». Más importante aún es que Jesús fue crucificado durante una fiesta de Pascua
y debía aparecer por tanto como el verdadero cordero pascual, en el que se cumplía lo que
había significado el cordero pascual en la salida de Egipto: liberación de la tiranía mortal de
Egipto y vía libre para el éxodo, el camino hacia la libertad de la promesa. A partir de la
Pascua, el simbolismo del cordero ha sido fundamental para entender a Cristo. Lo
encontramos en Pablo (cf. 1 Co 5, 7), en Juan (cf. 19, 36), en la Primera Carta de Pedro (cf.
1,19) y en el Apocalipsis (cf. por ejemplo, 5,6).
Jeremías llama también la atención sobre el hecho de que la palabra hebrea talja
significa tanto «cordero» como «mozo», «siervo» (ThWNT I 343). Así, las palabras del
Bautista pueden haber hecho referencia ante todo al siervo de Dios que, con sus penitencias
vicarias, «carga» con los pecados del mundo; pero en ellas también se le podría reconocer
como el verdadero cordero pascual, que con su expiación borra los pecados del mundo.
«Paciente como un cordero ofrecido en sacrificio, el Salvador se ha encaminado hacia la
muerte por nosotros en la cruz; con la fuerza expiatoria de su muerte inocente ha borrado la
culpa de toda la humanidad Si en las penurias de la opresión egipcia la sangre del cordero
pascual había sido decisiva para la liberación de Israel, Él, el Hijo que se ha hecho siervo —el
pastor que se ha convertido en cordero— se ha hecho garantía ya no sólo para Israel, sino
para la liberación del «mundo», para toda la humanidad.
Con ello se introduce el gran tema de la universalidad de la misión de Jesús. Israel no
existe sólo para sí mismo: su elección es el camino por el que Dios quiere llegar a todos.
Encontraremos repetidamente el tema de la universalidad como verdadero centro de la misión

5
Ibíd.
de Jesús. Aparece ya al comienzo del camino de Jesús, en el cuarto Evangelio, con la frase del
cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
La expresión «cordero de Dios» interpreta, si podemos decirlo así, la teología de la cruz que
hay en el bautismo de Jesús, de su descenso a las profundidades de la muerte. Los cuatro
Evangelios indican, aunque de formas diversas, que al salir Jesús de las aguas el cielo se
«rasgó» (Mc), se «abrió» (Mt y Lc), que el espíritu bajó sobre Él «como una paloma» y que se
oyó una voz del cielo que, según Marcos y Lucas, se dirige a Jesús: «Tú eres...», y según
Mateo, dijo de él: «Éste es mi hijo, el amado, mi predilecto» (3, 17). La imagen de la paloma
puede recordar al Espíritu que aleteaba sobre las aguas del que habla el relato de la creación
(cf. Gn 1, 2); mediante la partícula «como» (como una paloma) ésta funciona como «imagen
de lo que en sustancia no se puede describir.» (Gnilka, I, p. 78). Por lo que se refiere a la
«voz», la volveremos a encontrar con ocasión de la transfiguración de Jesús, cuando se añade
sin embargo el imperativo: «Escuchadle». »6.

TIEMPO ORDINARIO POST-PASCUAL.


Este nos habla propiamente del ministerio de Jesús, que va desde la salida del desierto,
pasando por las bienaventuranzas (sermón de la montaña), los milagros y la elección de sus
discípulos hasta momentos previos de la pascua del Señor. Nosotros no describiremos los
pasajes abordados en este tiempo. Solo trataremos el de gran simbolismo para este segundo
momento del TO, a saber: Las bienaventuranzas.

Dice Hans Urs von Balthasar al respecto del sermón de la montaña: «las enseñanzas de
Jesús en el evangelio se dirige expresamente a sus discípulos, es decir, aquellos que están
dispuestos no solo a oírle sino también a seguirle. La novena bienaventuranza (Mt 5,11-12)
se refiere directamente a ellos. Lo que Jesús expone aquí a modo de programa no es una
moral universal, comprensible para todo el mundo, sino la pura expresión de la misión y
destino más personales. El es el que se ha hecho pobre por nosotros, el que llora por
Jerusalén, el no-violento contra el que se desencadena y estrella toda la violencia del
mundo, el que tiene hambre y sed de la justicia de Dios (hasta que muriendo de sed, la ha
traído a este mundo). El es el que revela y realiza sobre la tierra la misericordia del
Padre; él es, como dice Pablo, “nuestra paz”, porque mató la hostilidad en su cuerpo
crucificado (Ef. 2,14-17). El es el que perseguido por todo el mundo porque encarna en sí
mismo la justicia de Dios. En todas estas situaciones él es el bienaventurado por que
encarna perfectamente la salvación querida por Dios para el mundo y la hace posible. Por
eso se alegra ya en el mundo en medio de todas las tribulaciones (Lc 10,21) y se alegrará
eternamente como el que ha cumplido su misión y vuelve al Padre. Jesús comienza su
predicación con una autopresentación que invita a seguirle»7. De esta manera con el
sermón Jesús se presenta como maestro (Rabbí). Jesús enseña, y enseña de una manera
especial, no con grandes discursos grandilocuentes; sino con parábolas.

6
Ibíd.43
7
BALTHASAR, H., Luz de la Palabra: comentario a las lecturas dominicales, Madrid, BAC, 1998, pp.37

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