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Retorno a las raíces

Selección, prólogo y notas de


Jesús Guanche
© Herederos de Isaac Barreal, 2001
© Sobre la presente edición:
Fundación Fernando Ortiz, 2001

ISBN: 959-7091-35-6

Edición: ELIANA DÁVILA


Diseño: YAMILET MOYA
Ilustración: CARICATURA DE ISAAC BARREAL REALIZADA
POR ARGELIERS L EÓN
Digitalización: GERTRUDIS CAMPOS
Composición electrónica: BEATRIZ P ÉREZ

Fundación Fernando Ortiz


Calle 27 no. 160 esq. a L, El Vedado,
Ciudad de La Habana
Agradecimientos

A María Teresa Linares, de la Fundación Fernando


Ortiz; a Ivonne Muñiz, del Centro de Estudios del
Caribe de la Casa de las Américas; a Lisia Prieto
Carmona y Nancy Machado Lorenzo, de la Bibliote-
ca Nacional José Martí; y a Frank Pérez, del semana-
rio Cartelera y de la revista cubana de antropología
Catauro.
Prólogo

El presente volumen de la colección La Fuente Viva


responde a una necesidad impostergable. Rendir mere-
cido tributo al doctor Isaac Barreal Fernández (1918-
1994), quien fuera, siempre de modo callado y como
entre ocultas bambalinas, un consumado impulsor de
las investigaciones etnológicas en Cuba y un temido
pero aconsejable crítico de los resultados investigativos;
de tal manera fue así, que se apropió muy temprana-
mente del término destutanar —que no aparece en los
diccionarios— para calificar esa compleja hibridación
del arte y la ciencia que confluyen en la aguda crítica
constructiva y regeneradora con el afán de perfeccio-
nar todo lo posible cuanto trabajo inédito caía en sus
manos o cuanto libro de interés le motivaba reseñar.
La crítica de Barreal se convertía en una escuela,
tanto por la bibliografía que faltaba para completar
detalles y hurgar en nuevos intersticios, como por la
acertada propuesta de informantes necesarios para
hacer brotar el agua cristalina de la fuente viva. Todos
los que le conocimos no pudimos escapar a su escalpe-
lo, siempre listo para la observación oportuna y el con-
sejo sabio, mezclado casi de modo constante con un
finísimo sentido del humor y de una permanente rela-
ción con anécdotas vividas por él o por otros, que ha-
cían más digeribles (agradables) sus pedagógicas

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acciones destutanantes.
Quizá por ese ideal de la labor perfecta, Barreal
escribió muy poco. Los que tuvimos la oportunidad de
trabajar junto a él siempre le reprochamos con cierta
reiteración: ¿Por qué no escribe sobre esto o sobre aque-
llo?, si ha estado disertando durante horas acerca de
determinado tema de sumo interés. Él hacía silencio y
una breve sonrisa le brotaba debajo del bigote recién
cortado junto con alguna que otra precisa palabra del
argot popular que le servía de pretexto para cortar el
tema y hablar de otro asunto.
No obstante, hemos podido agrupar diez textos —
de los que han sido excluidas las reseñas de libros— y
ordenados cronológicamente. De este modo encontra-
mos los publicados entre 1966 y 1995, es decir, de casi
tres décadas, y dos inéditos.
Con motivo de su participación en el VII Congreso
Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas
realizado en la ciudad de Moscú del 3 al 10 de agosto
de 1965, presenta una ponencia sobre las «Tendencias
sincréticas de los cultos populares en Cuba», que la
revista Etnología y Folklore publicó en su primer núme-
ro (enero-junio de 1966). En este trabajo, a pesar de las
diversas interpretaciones simplistas que se han realiza-
do posteriormente, Barreal evalúa los factores históri-
cos y socioculturales que conducen al sincretismo
religioso, no ya como peculiaridad de estas formas de
religiosidad popular, sino como regularidad del desa-
rrollo de las diferentes creencias. La acumulación se-
lectiva de conocimientos y la capacidad del pensamiento
lógico conducen a realizar analogías entre determina-

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dos complejos religiosos y propician, por inferencia
comparativa, la identificación de atributos, funciones,
cualidades y otras características en que se funden de-
terminadas religiones de origen africano, diversas
advocaciones del catolicismo popular y una gigantes-
ca amalgama de creencias tradicionales: agüeros, con-
juros y ensalmos. El tema trasciende las apariencias
rituales y abarca lo más profundo de las mentalidades y
la conducta humanas, por lo que constituye una obli-
gada referencia para continuar sus estudio.
La celebración por primera vez en Cuba del Festi-
val Carifesta, en julio de 1979, hizo posible que el dia-
rio Granma dedicara una Edición Especial a un asunto
que nos es tan cercano. En esa oportunidad se publica
un ensayo de Barreal sobre la «Unidad y diversidad de
los elementos culturales caribeños», lo que denota su
interés por esta problemática; la diversidad cultural
cobra más fuerza que nunca cuando el encuentro y la
confrontación de ideas reflejan múltiples interpretacio-
nes sobre la realidad cambiante. Unos aún identifican,
desde diferentes polos, la unidad con la uniformidad en
su acepción mecanicista e inmanente. De un lado, la
unidad equivale a la globalización uniforme de los pro-
ductos «culturales» —según los emisores de las
transnacionales de la información—, o
pseudoculturales, para millones de receptores críticos
que con pleno derecho se ofenden cuando se les trata
de convertir en ajenos a ellos mismos; de otro, la uni-
dad puede llegar a identificarse con el igualitarismo en
el acceso a los productos de la cultura humana, sin
considerar gustos, preferencias, edades, sexos, ocupa-

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ciones y otros muchos indicadores de las diferencias.
Sin embargo, la relación interactiva, llámese dialécti-
ca o dialógica, entre unidad y diversidad es clave para
comprender que la noción de unidad, en tanto síntesis
de lo diverso, es una cualidad en desarrollo constante
que abarca los componentes de la naturaleza, la socie-
dad y el pensamiento. En el ámbito particularmente
cultural, la diversidad es la esencia misma de la capa-
cidad de adaptación y transformación humanas en re-
lación con sus respectivos ecosistemas. Si en el orden
general, la cultura es esa capacidad compartida de to-
dos los seres humanos que trasciende sus condiciones
genéticas y corporales, en lo específico, cada grupo
humano desarrolla un conjunto de rasgos culturales
propios que son transmitidos de generación en genera-
ción y se aceptan como paradigmas de identidad. Todo
ello hace insostenible la visión uniformizadora de la
globalización neoliberal y al mismo tiempo del
igualitarismo homogeneizador. En este sentido, el Ca-
ribe, como área histórico-cultural y geográfica es un
vivo ejemplo de la unidad en la diversidad.
El Centro de Estudios del Caribe de la Casa de
las Américas realizó el 27 de mayo de 1981 un home-
naje con motivo del centenario de Fernando Ortiz, y
en esa ocasión Barreal impartió una conferencia so-
bre «Fernando Ortiz y la cultura popular tradicio-
nal», que a los pocos meses publicó la revista Santiago,
pues su editor Enrique López siempre estaba a la caza
de trabajos inéditos. En esa conferencia Barreal se
revela como un consumado estudioso de la vida y la
obra de Fernando Ortiz y lo relaciona oportunamente

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con los estudios de la cultura popular tradicional; ya
en esos años se daban los primeros pasos para la rea-
lización del «Atlas de la cultura popular tradicional
cubana», que tras su culminación devino Atlas
etnográfico de Cuba y en cuyas primeras concepciones
Barreal participó muy activamente, tanto desde la Aca-
demia de Ciencias de Cuba, donde laboraba, como en
la Comisión Nacional coordinada por el Ministerio
de Cultura, en la que figuraba junto con Argeliers León,
María Teresa Linares y otros investigadores. Por lo
tanto, la obra de Ortiz sobre la cultura popular tradi-
cional ha sido un motivo de inspiración constante para
la elaboración, primero, del Atlas de los instrumentos
de la música folclórico-popular de Cuba (3 vol., La Ha-
bana, 1997), realizado por un colectivo de autores del
Centro de Investigación y Desarrollo de la Música
Cubana, a cuya institución Barreal acudía, ya jubila-
do, con relativa frecuencia, sobre todo cuando prepa-
raba los prólogos de la obra de Ortiz que he incluido
en este volumen y que tuve la ocasión de conocer en
ciernes, y, segundo, del referido Atlas etnográfico de
Cuba, que ya posee una versión en CD-ROM (La Ha-
bana, 2000), y varias de las monografías según sus
diversos temas. Barreal deslinda los campos temáticos
que estudió Ortiz sobre la cultura popular tradicional
y, obviamente, vuelve a ellos en la presentación de
varias selecciones de textos que realiza posteriormen-
te. Al lector no le debe extrañar las reiteradas alusio-
nes a determinadas etapas de la vida de Fernando Ortiz
o a algunas de sus obras más importantes.
Durante el VIII Festival del Caribe efectuado en la

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ciudad de Santiago de Cuba en 1988 imparte una con-
ferencia sobre «Santería y candomblé: notas prelimi-
nares para un estudio comparativo», cuyo texto
mecanuscrito obtuvimos gracias a la gentil colabora-
ción de Frank Pérez. Nuevamente Barreal insiste en
valorar la significación original de las religiones po-
pulares que compara entre Cuba y Brasil, no como un
simple traslado de elementos de origen yoruba (y en
este caso empleo el etnónimo en español, es decir, como
exoetnónimo respecto de la lengua que lo designa) al
contexto del Caribe, sino como un complejo proceso
sincrético intraafricano y con otros componentes del
catolicismo en sus vertientes eclesial y popular. Para
ello se basa tanto en fuentes yoruba que deslindan las
especificidades del culto a los oricha allá, sus cualida-
des de cultos locales, muy distinguibles en lo geográfi-
co, respecto de sus esenciales diferencias del otro lado
del Atlántico como cultos aglutinadores e incluyentes.
Destaca el decisivo papel de las familias religiosas como
institución de resistencia para reconstruir en nuevos
espacios las estructuras de parentesco dislocadas por
el impacto de la esclavitud. Estas religiones devienen
nuevas, nacionales, respecto de sus orígenes
afroeuropeos. Nuevamente se confirma que la
transculturación, en su esencial acepción dinámica y
cambiante, constituye una regularidad del desarrollo
de las culturas y que el sincretismo religioso no es una
elemental suma aritmética, una añadidura, una yuxta-
posición, sino una fusión integrativa de componentes
complejos.
En 1989 la revista Signos tuvo a bien proponerle a

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Barreal una sección que él mismo tituló «Retorno a las
raíces» y que ahora empleamos de modo póstumo para
encabezar este libro. En su primera salida valora las
obras de Antonio Bachiller y Morales (1812-1889), en
ocasión del centenario de su deceso, y de Emilio Roig
de Leuchsenring (1889-1964), con motivo del centena-
rio de su natalicio. Estos dos cubanos de talla mayor
también incursionaron en el costumbrismo, uno de los
campos claves para conocer a los precursores de los
estudios antropológicos en Cuba. De Bachiller publica
un texto clásico, su prólogo a la obra Tipos y costum-
bres de la Isla de Cuba (La Habana, 1881), y de Roig,
oculto en su «Cristóbal de La Habana», otro tema muy
sensible y presente en la identidad cultural, que había
dado a conocer en la revista Social en 1937: «Los car-
navales en Matanzas, Cárdenas y Remedios». La segun-
da salida, en 1990, coincide con el cincuenta aniversario
de la publicación del libro Estudios del folklore sagüero,
de Ana María Arissó, que en su momento recibió el opor-
tuno apoyo crítico de Fernando Ortiz a través de la
Revista Bimestre Cubana. En esa ocasión Barreal repro-
duce los más significativos fragmentos de su introduc-
ción. Esta sección no pudo continuar debido a los
terribles avatares de la crisis cubana de los noventa,
que afectó profundamente todo el sistema editorial, y
por el propio deterioro físico de Barreal, que culminó
en su deceso.
Sin embargo, con el objetivo de dar continuidad a
la divulgación sistematizada de la obra de Fernando
Ortiz, la Editorial de Ciencias Sociales publica en 1991
la selección de Estudios etnosociológicos, cuya compi-

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lación, prólogo y notas son de Isaac Barreal. Ahí reúne
dieciocho trabajos que anteriormente habían apareci-
do en diversas publicaciones periódicas ya muy disper-
sas, cuyo campo temático abarca desde la significación
universal del descubrimiento de América para Europa,
el inicio de la mundialización y la figura de Cristóbal
Colón, hasta las características de las tradiciones cultu-
rales en el Caribe hispanohablante, francohablante y
anglohablante, sin dejar de considerar el legado indí-
gena y africano.
Durante las múltiples actividades que se efectua-
ron en 1992 con motivo del Medio Milenio de la pre-
sencia de Cristóbal Colón en América y sus
implicaciones mundiales, también Barreal destaca en
el trabajo sobre «Fernando Ortiz y el encuentro de dos
mundos», hasta ahora inédito, los puntos de vista de
don Fernando con relación a la significación del ini-
cio de la mundialización geográfica. Al mismo tiempo,
hace referencia a una gran obra, inédita también, en
la que Ortiz estudia detalladamente la génesis del ca-
pitalismo en América respecto de las culturas encon-
tradas por los invasores europeos. Frente a los
apasionados criterios eufemistas del «descubrimien-
to» o los rabiosamente detractores del «encubri- mien-
to», el análisis objetivo permite destacar que la noción
planetaria del mundo y la posibilidad ecuménica del
conocimiento se inicia a partir de este trascendental
acontecimiento. Nuevamente hay que subrayar la con-
tundente síntesis que realiza Ortiz tras analizar la com-
pleja significación de los vínculos Europa-América:
«América pagó plenamente en valores de espacio lo

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que de Europa recibió en valores de tiempo»; sólo que
ahora, en los umbrales del tercer milenio, continuar
con el modelo cultural de Europa y Norteamérica, tras
la revolución industrial y las recientes revoluciones
tecnológicas (cibernética, telemática, informática, ro-
bótica) colocan al planeta a las puertas de la
insostenibilidad.
En 1993 la referida editorial publica otra compila-
ción de Fernando Ortiz bajo el título de Etnia y socie-
dad con un importante prólogo de Isaac Barreal, en el
que incluye cuarenta textos sobre disímiles aspectos de
la cultura cubana. En esta oportunidad abunda en la
significación de la vida de Fernando Ortiz durante la
primera mitad del siglo XX, su temprana vinculación
con la actividad política, la intensa promoción
sociocultural, la alta estima de sus contemporáneos y
el legado de su obra como una de las más útiles del
patrimonio intelectual latinoamericano y caribeño. Pese
a los reiterados intentos de disfrazar a Fernando Ortiz
de un nauseabundo disidente contra el proyecto
independentista cubano, el 1º de enero de 1959 no lo
sorprende, al contrario, lo llena de una singular carga
poética cuando en plena batalla contra los demonios
remedianos señala:

De las más altas cumbres de Cuba bajó el cubano


dios Huracán, con bufidos y vértigo de revolución,
y una hueste nueva, intensa, con estampa de profe-
tas. Brilló otra vez en Cuba la lucecita de Yara, con
destellos de lucero en el alba nueva (...) La estrelli-
ta de Cuba centellea en otra alborada con sus ful-

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gores de sangre. Parece que el sol en el oriente de
su escudo está saliendo del todo y brillará entero.

Para dar continuidad a este empeño, la Editorial


de Ciencias Sociales publica en 1995 una nueva edi-
ción de Los negros brujos (1906), de Fernando Ortiz,
una obra de juventud, aún inmadura y muy prejuiciada
por la impronta del positivismo criminológico
lombrosiano, pero necesaria para conocer la evolu-
ción epistemológica de este autor y la raíz temática
luego multiplicada en los diversos campos que des-
piertan su interés. Nuevamente Isaac Barreal asume el
oportuno prólogo y entrega a las nuevas generacio-
nes un libro, ya viejo, que ni siquiera Ortiz hubiera
deseado publicar. Sin embargo, una obra como ésta,
como bien aclara Barreal, también es necesario cono-
cerla para valorar cómo Ortiz no se encasilló en nin-
guna corriente del pensamiento canónigo, y con su
insaciable afán de hacer ciencia —con conciencia y
paciencia, tal como decía de modo habitual—, hurgó
en cuanto dato, documento, disciplina, testimonio e
imagen le fuera útil, lo que le hizo superar toda la
anterior carga de juicios a priori de juventud y madu-
rar como un intelectual fuertemente convencido de la
interdiscipli-nariedad y transdisciplinariedad cientí-
fica implícita en su magna obra.
De este modo, la Fundación Fernando Ortiz no sólo
rinde tributo a uno de los estudiosos de la vida y la

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obra del Tercer Descubridor de Cuba, sino a ese incan-
sable conversador y consejero, lo mismo desde el entre-
suelo del decimonónico Palacio de Aldama, donde tuvo
su despacho entre 1962 y 1982 como artífice y fundador
del Instituto de Etnología y Folklore, que en la históri-
ca esquina de 23 y 12 en El Vedado, donde acudía dia-
riamente a comprar el periódico cuando decidió
jubilarse y, por fin, escribir.

Jesús Guanche

* El presente trabajo constituyó la ponencia presentada por el


doctor Isaac Barreal Fernández, Subdirector del Instituto de
Etnología y Folklore, en la Sección «Creencias Religiosas y
Mitología» del VII Congreso Internacional de Ciencias
Antropológicas y Etnológicas, efectuado en Moscú (3-10 agos-
to, 1965). Publicado en la revista Etnología y Folklore, no. 1,
Academia de Ciencias de Cuba. La Habana, 1966, pp. 17-24.

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Tendencias sincréticas
de los cultos populares en Cuba*

Podemos señalar la existencia en Cuba de distintos cul-


tos que se originaron con la presencia de los esclavos
africanos, que trajeron sus propias religiones y fueron
incorporados a una sociedad en la cual las clases domi-
nantes imponían su religión oficial, el Catolicismo.
Posteriormente el espiritismo de origen europeo, que
llegó a Cuba difundido principalmente de los Estados
Unidos, aportó nuevos ingredientes a la amalgama que
en algunos núcleos iba tomando forma.
En el presente trabajo nos proponemos estudiar el
paso de elementos entre distintos cuerpos de creencias
surgidos como expresiones peculiares del proceso histó-
rico cubano.
La población de Cuba fue integrándose por grupos
que arribaron a sus playas en oleadas venidas de las
otras islas vecinas y de las masas continentales america-
na, europea, africana y asiática. Cada contingente inmi-
gratorio trajo, junto a los elementos de su cultura material,
aquellos otros que formaban parte de su vida espiritual,
1
Los estudios arqueológicos e históricos más recientes han
convenido en denominarles preagroalfareros o cazadores-
recolectores. (N. del C. Las notas que no tengan la referencia
al compilador pertenecen a Isaac Bareal.)
2
Del mismo modo, les denominan agroalfareros o agriculto-
res. (N. del C.)

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y entre éstos, la diversidad de creencias religiosas que
habían ido desarrollándose en cada uno de esos núcleos
humanos.
Encontraron los españoles, al producirse el Descu-
brimiento de la Isla, dos pueblos con diferentes niveles
culturales. Usando las denominaciones más generaliza-
das llamaremos ciboneyes1 a los de más antiguo asen-
tamiento en la Isla y menor desarrollo cultural, y taínos2
a los que solamente llevaban unas décadas establecidos
en la región oriental de la Isla.
De los ciboneyes, el grupo más arcaico del cual
tenemos referencias históricas, poco sabemos de su re-
ligión. De los taínos, en cambio, se ha podido conocer
más por la relación que dejara escrita Fray Ramón Pané
sobre la religión de los taínos de la Isla de Santo Domin-
go y numerosos objetos arqueológicos de indudable
uso religioso encontrados en Cuba.
El conocimiento que tenemos de la religión taína nos
permite asegurar que nada de la misma pasó a incorporar-
se al complejo de creencias actuales del pueblo cubano.
Al contrario de lo acontecido en otras naciones latinoa-
mericanas, el aporte cultural de nuestros aborígenes es
casi nulo.
Los indios se extinguieron con extraordinaria rapi-
dez luego de su contacto con los conquistadores, des-
aparición producida por las matanzas ejecutadas por los
españoles, el agotador laboreo de las minas y la adquisi-
ción de enfermedades para las cuales no habían desarro-
llado inmunidad.
Tan pronto la necesidad de brazos para las labores
de las minas de la agricultura fue evidente, se comenzó a

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traer indígenas de las otras islas y de Tierra Firme. Así
entraron lucayos, macuriges, guanajos, goajiros y otros,
hasta el arribo de varios millares de yucatecos ya en ple-
na mitad del siglo XIX. Pero estos nuevos aportes étnicos
tampoco contribuyeron a la cultura espiritual de nuestro
pueblo.
Los conquistadores españoles trajeron la religión
católica, adoptada por sus gobernantes. En la necesidad
de dar un soporte ético a la Conquista, ninguno resulta-
ba más adecuado, dentro del espíritu de la época, que el
de ganar las nuevas tierras descubiertas y a sus habitan-
tes para la Cristiandad. Así, numerosos frailes predicado-
res acompañaron a los conquistadores, y al paso que se
iba estableciendo el poder político de la Corona, se esta-
blecía también el poder espiritual de la Iglesia.
Junto al dogma oficial católico que representaban
los sacerdotes llegaron, con el resto del personal venido
de la Península, unas maneras de catolicismo popular,
muy apegado a la adoración de las imágenes, en especial
de las diversas advocaciones de la Virgen María, cuyo
culto lindaba con la idolatría. Unido a este culto excesivo
que se rendía a las imágenes, numerosas supersticiones
y consejas medievales integraban una práctica católica
alejada de las disposiciones oficiales de la Iglesia.
Con los primeros españoles arribaron los primeros
negros. Al principio vinieron de la propia España, ya su-
puestamente catolizados. Luego, cuando la urgencia de
brazos para los trabajos agrícolas, especialmente para el

3
Hemos transcrito oricha en castellano y no orisha, que es pro-
pio del inglés. (N. del C.)

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cultivo de la caña de azúcar, hizo necesaria una mano de
obra que no podía suplir la nación colonizadora, se traje-
ron esclavos directamente de África.
La religión, entre las varias de los negros africanos,
que más influencia ha ejercido en nuestro pueblo, es el
culto de los oricha,3 originado en la cultura yoruba, de
Nigeria. Es igualmente la religión africana que ha influido
con más fuerza en el Brasil, donde ha alcanzado un desa-
rrollo muy similar al de Cuba, sincretizándose en ambos
casos con la religión católica.
Esta influencia ha tratado de explicarse por la con-
vergencia de varios factores: la gran cantidad de escla-
vos yoruba traídos por la Trata, el mayor nivel de
desarrollo religioso alcanzado por esta cultura, el que su
religión hubiese incorporado en la propia África elemen-
tos de las religiones de otros pueblos vecinos y el que el
nivel cultural de los yoruba tendiera a convertirlos en
esclavos urbanos, lo cual facilitaba la organización del
culto.
Hay un aspecto de la religión del pueblo yoruba (en-
tre nosotros llamado lucumí)4 que consideramos conve-
niente destacar para explicarnos su difusión entre grandes
núcleos de la población cubana que no tienen un origen
nigeriano, y su persistencia hasta nuestros días, ya ex-
tinguidos sus naturales portadores, los negros yoruba.
Este aspecto que deseamos destacar es la identidad que
fue posible establecer entre el oricha y el Santo católico.
Digamos, antes de pasar adelante, que los yoruba

4
Lucumí es una denominación metaétnica que en Cuba rebasa
la pertenencia estrictamente yoruba. (N. del C.)

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tenían el concepto de un Creador, que podía equipararse
en este aspecto con el Dios de los católicos. Olofin,
Olodumare, Olorum, Oduduwa, Oluwa, son varios nom-
bres, entre otros, que designan a este Creador. Todos
estos nombres son conocidos por los creyentes en Cuba,
pero habitualmente emplean el de Olofi.
Este Creador, luego de su fatigosa tarea de construir
el Universo partiendo de la Nada, estaba cansado y otor-
gó todos los poderes que permiten dirigir las fuerzas de
la naturaleza e intervenir en la vida de los hombres, a
distintos oricha. Por ello entre los yoruba y los que con-
tinuaron sus creencias religiosas en Cuba o en el Brasil,
no hay un verdadero culto a este principio generatriz de
toda existencia, mientras se ha creado un prolijo ritual
dedicado a sus gentes, los oricha, que son 1os deposita-
rios y usufructuarios de sus poderes.
En Nigeria, su lugar de origen, estos oricha, que al
principio eran idealizaciones de fuerzas naturales que
provocan determinados accidentes geográficos como
el nacimiento y curso de un río, producían la furia del
rayo o del viento, o intervenían para propiciar una cose-
cha abundante o escasa, fueron desarrollándose hacia
formas cada vez más humanizadas, llegando a identifi-
carse con figuras supuestamente históricas, como
Changó, tercer o cuarto Oba (rey) de Oyó, que se con-
funde después de su muerte con la deidad que poseía el
poder de producir los rayos.
Estas deidades humanizadas, que se relacionan
entre sí y con los hombres mismos, manifestando sus
deseos, sus querellas, sus virtudes y sus enconos en
actitudes francamente humanas, no estaban muy aleja-

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das de aquellos hombres casi deificados por los creyen-
tes católicos, que en la imaginería aparecían con los
atributos de su vida terrena, a veces con sus herramien-
tas de trabajo o con las armas con que habían decapita-
do infieles o vencido a algún mítico dragón. Las leyendas
hagiográficas los presentaban luchando contra otros o
contra sí mismos, vencedores unas veces y otras derro-
tados, gozando de la abundancia o sufriendo humilla-
ción, a veces fortalecidos en su fe y otras flaqueándoles.
Pero, además, estos Santos católicos eran intercesores
ante Dios, muy especializados en ocasiones, a quienes
estaban especialmente encomendada una fuerza de la
naturaleza, la prosperidad de los que ejercían determi-
nado oficio o alguna específica actividad social.
Al igual que la Conquista, también la esclavitud de
los negros en América hubo de sustentarse en un falso
principio ético. Éste fue el de salvarlos de su paganismo,
enseñándoles los principios de la «verdadera religión»,
es decir, el Cristianismo. Sus dueños estaban obligados
por la legislación vigente a someterlos a un proceso de
catequización que debería culminar en el bautizo, consi-
derándose al neófito desde ese momento como un nuevo
cristiano. Esta obligación era generalmente cumplida en
su aspecto formal, reducido a darle al negro, que apenas
conocía el idioma españo1, algunas apresuradas leccio-
nes de catecismo y el nuevo nombre en la ceremonia bau-
tismal.
En el proceso de catequización y en el ejercicio de la
leve práctica religiosa posterior, el negro iba conociendo
los Santos católicos. Y comenzó a encontrar semejanzas
entre aquellos seres que dirigían el rayo o el curso de las

21
aguas, que portaban arco y flecha o el hacha de leñador,
que eran guerreros o curaban determinadas dolencias,
con aquellos oricha que tenían las mismas cualidades o
cargaban idénticos elementos materiales.
Se llega así a la identidad oricha-Santo católico. Si
no era difícil establecer la identidad entre Olofi, el Crea-
dor cansado, que había delegado sus poderes en los
oricha, con el Dios católico, omnipotente en el concepto,
pero que en la práctica facilitaba la acción de innumera-
bles intercesores, igualmente podía establecerse seme-
janza entre Changó, rey de Oyó, guerrero, dueño del rayo,
siempre representado con sus armas, y con Santa Bárba-
ra de Bitinia, señora de sus tierras (hija de un señor feu-
dal), guerrera (patrona de los artilleros), protectora contra
el rayo, representada con atributos casi reales (manto y
corona) y siempre con su espada en la diestra.
Es de considerar que en sus comienzos esta identi-
dad se realizó con la finalidad de proteger el culto prohi-
bido de los orichas y que aún hoy el predominio del oricha
sobre el Santo es muy evidente. Actualmente el culto
resultante de este sincretismo sigue desarrollándose con
la persistencia de numerosos elementos típicamente afri-
canos.
Veamos algunos ejemplos. El proceso de iniciación
es muy complejo, incluye la reclusión en la casa-templo
durante varios días, dar un nombre ritual al iniciado y
vestir ropas especiales, observando además determina-
dos tabúes, durante el término de un año.
Se practican distintas formas de adivinación mediante
las cuales se expresan las deidades, y no sólo señalan
todo el desarrollo de su vida religiosa, sino que aconse-

22
jan determinadas resoluciones a tomar en la vida profana
del consultante.
Existe el fenómeno de la posesión mediante el cual la
deidad desplaza la personalidad del creyente, lo que le
permite intervenir directamente en el ritual, recibiendo
honores, repartiendo gracias, aconsejando, regañando,
exigiendo.
Es yoruba el lenguaje de los rezos, fórmulas rituales,
y cánticos; de igual origen son los instrumentos musica-
les, la música y la danza que se practican.
La deidad se «incorpora» mediante el ritual a un ob-
jeto, que generalmente está constituido por una o varias
piedras, colocadas dentro de un recipiente de material y
decoración adecuados, que es entregado al iniciado.
Las deidades «comen», para lo cual hay que realizar
sacrificios de distintos animales según la deidad de que
se trate.
A cada deidad se le atribuyen ciertas yerbas y árbo-
les, determinados colores, números y materiales, todo lo
cual hay que tener en cuenta para confeccionar los obje-
tos del culto.
Esta enumeración, muy incompleta, muestra la enor-
me influencia africana que se mantiene vigente en este
culto. Paralelamente podemos encontrar una serie de ele-
mentos tomados del catolicismo.
En primer término, a la resultante de la identidad
oricha-Santo católico se le denomina en el lenguaje co-
rriente «el santo». Esto ha dado lugar que al culto se le
conozca como Santería y a sus practicantes, «santero»
y «santera».
Todo creyente, aunque haya pasado por el proceso

23
de iniciación tan marcadamente africano y recibido la
deidad en piedra, la tendrá representada en su casa por
su imagen católica en una escultura de yeso o madera o
en una litografía y muchas veces la colgará al cuello en
una medalla de metal.
El día señalado para cada Santo en el Santoral cató-
lico es observado por la persona que ha recibido la dei-
dad. Así, determinadas fechas son marcada-mente
conmemoradas con fiestas y rituales que, en la mayoría
de los casos, se apartan de las formas oficiales de la Igle-
sia. Estas fiestas pueden incluir un toque de los tambores
litúrgicos llamados batá o de los güiros llamados abwes,
ambos de origen yoruba, danzas, ofrendas de comida a
los «santos» y banquetes rituales.
Pudiera entenderse que estas celebraciones, inicial-
mente realizadas en la festividad católica como una forma
de encubrir el culto africano, ahora se celebran en esas
fechas por haberse perdido el conocimiento de la oportu-
nidad de su celebración africana. Pero otros elementos
insertados dentro de la Santería nos indican que la amal-
gama con el catolicismo se ha realizado profundamente.
Ningún núcleo debidamente organizado de la Sante-
ría otorgaría el derecho a iniciarse a un creyente que no
esté previamente bautizado por la Iglesia; y una visita a un
templo católico debe considerarse parte del proceso de
iniciación. El culto a los muertos que se desarrolla con un
complejo ritual en el caso de un santero fallecido, incluye
una misa de difuntos en una iglesia.
Organizado el culto de la Santería, se ha producido
una constante incorporación de elementos de otras reli-
giones africanas, además de servir hasta cierto punto de

24
patrón o de punto de comparación con los otros cultos
en su desarrollo sincrético.
El proceso de incorporación comenzó, sin duda, en
África. Los yoruba incorporaron elementos religiosos de
otros pueblos, en especial de sus vecinos del Dahomey.
En Cuba, donde funcionó con gran fuerza en el pasado
siglo el culto que aquí denominamos arará, de origen
dahomeyano, nos encontramos con una continuación de
ese proceso de integración.
De una parte las deidades vodún, similares a los
oricha, concurrieron a integrar un sincretismo con el San-
to católico, en la misma forma que hemos descrito ante-
riormente. De otra parte se acentuó la asimilación
comenzada en África, en algunos casos sustituyendo las
deidades propias por las que se tomaban de otra religión.
Así nos encontramos con casos muy significativos.
Por ejemplo, Babalú-Ayé, reconocido por los santeros
como de origen dahomeyano, se sincretiza con San Lázaro
y será la deidad invocada siempre para las enfermedades
de la piel. Mientras tanto Chapakna, que realiza esta
misma función entre los yoruba de Nigeria, es totalmente
desconocido por los practicantes de la Santería.
El carácter dahomeyano de Babalú-Ayé está presen-
te en el culto en diversos aspectos. Así, si una persona
que ha recibido la deidad dentro del ritual santero quiere
fortalecer su relación con la misma, deberá recibirla tam-
bién dentro del rito arará, en una casa-templo de este
grupo. Puede ocurrir que ambos rituales se desarrollen
en la misma casa, por las mismas personas, lo cual ayuda
a avanzar el proceso de sincretización.
En Cuba se practican también otras formas religio-

25
sas, muy cargadas de magia, que se originan en el culto
de la nganga, procedente de zonas habitadas por pue-
blos de habla bantú. El punto focal de este culto en Cuba,
del cual existen varias sectas diferenciadas por el ritual,
es igualmente la nganga. Pero sus practicantes (entre no-
sotros denominados «congos»), además de este comple-
jo de fuerzas mágicas, tienen un grupo de deidades,
aunque no tan caracterizadas como los oricha o vodún.
Estas deidades se han sincretizado también con Santos
católicos, sirviéndoles generalmente de modelo para es-
tablecer la comparación el oricha nigeriano, conocido a
través de la Santería.
Así, Siete Rayos, a quien se atribuye la propiedad de
dominar estas descargas eléctricas, se sincretiza con San-
ta Bárbara, porque los creyentes establecieron previa-
mente su semejanza con Changó. Las deidades marinas
Madre d’Agua o Siete Sayas se identifican con la Virgen
de Regla, pero esta equiparación se establece a través
del oricha Yemayá. Los ejemplos pueden multiplicarse.
Cuando pedimos a un informante «congo» que nos des-
criba una deidad, su descripción coincidirá con el de al-
gún oricha conocido: si le llamamos la atención sobre
ello lo reconocerá y dirá que se trata de la misma entidad.
Otro grupo de fuerte persistencia africana es una
sociedad secreta de hombres solos, probablemente la
única de su tipo que supervive en América, llamada entre
nosotros abakuá o ñáñigos, y que presenta igualmente
un desarrollo sincrético. Actualmente es una sociedad
de ayuda mutua con un ritual marcadamente africano que
incluye lenguaje, música y danzas de este origen, junto
con elementos católicos. En el aspecto religioso, único

26
que estamos considerando, veremos un ejemplo. Tienen
una deidad marina que denominan Okandé, sincretizada
en la Virgen de Regla. En la mente del iniciado abakuá no
se deja de tener presente el sincretismo anterior con
Yemayá, y posiblemente con Madre d´Agua o Siete Sa-
yas. Así, frecuentemente nos encontramos, en las casa-
templos abakuá, la imagen de yeso católica rodeada con
los atributos del oricha, y es probable que el día que le
corresponde en el Santoral católico (8 de septiembre) se
le ofrezca un toque de batá en lugar de usar los instru-
mentos musicales propios de los ñáñigos.
De procedencia europea o norteamericana, sin el ori-
gen africano de los grupos que hemos venido reseñan-
do, existen en Cuba otros cuerpos de creencias. Entre
ellos están los denominados espiritistas, agrupados en
varias sectas que a los efectos de este trabajo dividire-
mos en dos grupos que los comprenden a todos: espiri-
tistas de mesa, distribuidos en la región occidental de la
Isla, y espiritistas de cordón, más extendidos en las pro-
vincias de Oriente y Camagüey.5
En el espiritismo de mesa, que así denominamos por
colocarse uno o más médium junto a una mesa que los
separa de los asistentes, algunas sectas pretenden re-
chazar toda idea religiosa, o por lo menos cualquier rela-
ción con alguna religión establecida. En la mayoría de los
casos, sin embargo, son frecuentes las invocaciones a
Dios, el uso de la cruz y de las imágenes católicas, las
oraciones del Padre Nuestro, el Credo y la Salve, en oca-

5
En la nueva división político-administrativa abarca desde Cie-
go de Ávila hasta Guantánamo. (N. del C.)

27
siones modificadas para introducir en ellas la invocación
a los espíritus. Por otra parte, es frecuente que mediante
la posesión de los médium de «espíritus africanos», se
realicen prácticas relacionadas con religiones de este ori-
gen habituales en Cuba, aunque a veces muy desvirtua-
das por el desconocimiento que tienen los practicantes
espiritas del verdadero ritual africano. Igualmente pue-
den ocurrir apariciones de «espíritus indios», pero en
este caso, al desconocerse las formas de expresión de los
aborígenes cubanos, se injertan al rito elementos toma-
dos de la versión popularizada por la literatura y el cine
de los «pieles rojas» norteamericanos.6
En el espiritismo de cordón, que llamamos así por su
característico cordón de médium marchando unos tras
otros mientras cantan, la situación es diferente. Nacida
esta práctica en la provincia de Oriente, en zonas donde
eran poco practicadas las formas religiosas de origen afri-
cano, tienen un fuerte rechazo a las mismas. Generalmen-
te utilizan elementos del catolicismo, como las cruces,
oraciones e imágenes.
Esta situación de rechazo a las creencias de origen
africano, que no concuerda con la tendencia general de
los cultos populares, parece quebrarse en la medida que

6
El autor se refiere al gran tocado de plumas de los jefes siux o
sioux, grupo de pueblos amerindios que habitan en una ex-
tensa área que se extendía desde el Mississippi hasta las Mon-
tañas Rocosas. Actualmente son unos cincuenta mil asentados
en los estados de Dakota del Norte y del Sur, y en el nordeste
de Montana. Incluye a los grupos assiniboine, dakota, minitari,
mandan, crow, oto, ponca, omaha, kansas, iowa, misuri, osage,
winnebago, catawa y woccon. (N. del C.)

28
los grupos de cordoneros se alejan de sus zonas de ori-
gen. Así, van apareciendo cada vez con mayor frecuen-
cia en las zonas periféricas casos de espiritismo «cruzao»,
es decir, cruzado, producto de un cruce, denominación
creada por el pueblo para designar cultos donde los in-
gredientes están aún poco fusionados sin haber dado
paso a formas sincréticas más elaboradas, como es el
caso de la Santería.
Los compañeros del Instituto de Etnología y Folklo-
re que realizan sus investigaciones sobre esta secta, han
encontrado la utilización de un tambor dentro del ritual
típico de los cordoneros, elemento musical cuya impor-
tancia dentro de la religión africana no es necesario des-
tacar.
La aparición de numerosas sectas cristianas de las
conocidas genéricamente como «protestantes», de ori-
gen norteamericano, también han dado lugar a la intro-
ducción de una tendencia contraria al sincretismo. Pero
algunas características aisladas de estas sectas han pa-
sado a grupos sincretizados, como por ejemplo, ciertos
himnos de la Iglesia Pentecostal se cantan en sectas don-
de aparecen amalgamados a elementos africanos y cató-
licos.
Resumiendo, nos encontramos con una fuerte ten-
dencia sincrética en los cultos religiosos populares, de
los cuales la Santería es el más avanzado en este sentido,
y sirve de modelo o punto de referencia para establecer la
amalgama del Catolicismo y varias religiones africanas,
incluida como tal la sociedad secreta Abakuá. De las sec-
tas protestantes también se desprenden elementos que
pasan a formar parte de grupos sincretizados. En las prác-

29
ticas y creencias espiritas hallamos igualmente influen-
cias católicas y de los cultos de origen africano.
En sentido opuesto, las tendencias que dentro del
espiritismo de cordón rechazan intervenciones de las re-
ligiones africanas en tanto aceptan las provenientes de
la religión católica, van perdiendo fuerza a medida que se
alejan geográficamente de sus lugares originarios, intro-
duciendo elementos recono-cidamente africanos como el
tambor.

30
Unidad y diversidad de los elementos
culturales caribeños*

Si tuviéramos la temeraria pretensión de tratar de apre-


hender en un puño apretado los aspectos más signifi-
cativos de la cultura caribeña, cuando abriéramos la
mano nos quedaría la sensación de haber tratado de
apresar una porción del agua cálida que baña las costas
de sus islas y sus tierras continentales.
No podemos imaginar siquiera que exista tanta di-
versidad cultural dentro de una zona geográfica que cie-
rre un mar interior y que tenga tantos elementos
económicos e históricos comunes.
Vamos a reseñar brevemente algunos de ellos: su
población aborigen, en gran parte emparentada entre sí
o con similar estadio socioeconómico, fue en casi su
totalidad rápidamente destruida a pocos años del Des-
cubrimiento; la primera fase de la Conquista estuvo a
cargo de una misma potencia colonizadora, España; una
temprana agricu1tura de plantación se desarrolló en casi
todas partes, con la principal fuerza de trabajo sometida
al régimen esclavista, lo cual tuvo como consecuencia
un considerable aporte demográfico procedente de Áfri-
ca; cuatro siglos de feroz explotación colonial europea
emparejaron las limitantes para alcanzar el desarrollo, y

* Publicado en Granma, Edición Especial con motivo de Carifesta 79,


año 14, número 29, La Habana, 22 de julio de 1979, pp. 4-5.

31
posteriormente, en su evolución hacia las formaciones
nacionales, los pueblos caribeños han sentido, en di-
versos grados de opresión, la pesada garra del vecino
imperio del norte; el indetenido flujo de migraciones in-
ternas y externas que caracteriza la región fue insertan-
do en numerosos puntos grandes contingentes de
inmigrantes de origen asiático.
A partir de estos factores igualitarios, paralelamente
se pueden señalar otros diferenciales. La larga perma-
nencia de distintas colonizaciones europeas, que fue-
ron subrogando en muchos sitios a la inicial española,
dio origen a manifestaciones lingüísticas que, miradas
sobre todo desde el punto de vista del uso por las ca-
pas dominantes y la imposición de una lengua oficial,
estableció zonas de habla española, inglesa, francesa,
holandesa. Pero si ahondamos en este aspecto del len-
guaje hablado, en realidad, salvo entre los hispanoha-
blantes, nos encontramos la presencia de numerosos
creoles en las tierras de habla francesa o inglesa o del
papiamento en las de colonización holandesa, la exis-
tencia de supervivencias de lenguas africanas o asiáti-
cas, incluso amerindias, entre ellas la curiosa tradición
que establece una lengua para los hombres y otra para
las mujeres que se mantiene entre los denominados «ca-
ribes negros» de Honduras, un grupo originariamente
caribe mestizado con africanos huidos durante la escla-
vitud.
Así como encontramos diferencias culturales deter-
minadas por el origen diverso de los europeos que, for-
mando las clases dominantes, hubieron de influir de
manera profunda en las sociedades caribeñas, igualmen-

32
te hallamos en la presencia omnipresente del negro, repre-
sentada en una gran variedad de culturas africanas, que
hubieron de participar en diferentes grados de composi-
ción demográfica, una influencia diferenciadora que se
hace notar aun en nuestros días.
En los comienzos de la colonización española la mano
de obra esclava provenía de los enclaves de la trata por-
tuguesa. Aunque resaltan, por la cantidad de esclavos
remitidos y por su persistencia en el tiempo, los nombres
de algunas factorías como la de San Jorge de Mina
(Elmina), en la costa occidental de África, o la de San
Pablo de Luanda, en Angola, en realidad los puntos de la
trata cubrían toda la entonces llamada Costa de Guinea,
que comprendía amplios sectores geográficos como Cos-
ta de Oro, Costa de los Esclavos y el Calabar, donde te-
nían asiento culturas tan influyentes en el desarrollo
cultural del Caribe como la yoruba, de Nigeria, ewé-fon,
del Dahomey,1 y la efik, del Calabar.
Posteriormente las colonias francesas no estuvieron
muy lejos de esta distribución geográfica de los puntos
de envío, aunque fueran prevalecientes los de la zona
dahomeyana, de cultura fon. Para las colonias inglesas y
holandesas, la zona aparece más restringida, teniendo
una mayor cuantía los embarques desde la llamada Costa
de Oro (actual Ghana), de tribus de las culturas fanti y
ashanti.
La presencia caribeña de estas culturas y de muchas
otras que, por su influencia no cabe mencionar, se de-
muestra no sólo por medio de los documentos de la épo-

1
República de Benin desde 1975. (N. del C.)

33
ca esclavista y por la memoria oral colectiva, sino por la
supervivencia de vocablos, danzas, músicas, instrumen-
tos musicales, creencias religiosas, prácticas mágicas,
mitos, cuentos y refranes.
No es posible, por las limitaciones de este trabajo,
tratar de ejemplificar las numerosas evidencias materia-
les y espirituales de estas culturas, ni el predominio que
algunas han mantenido sobre un trasfondo histórico que
contiene además de los elementos africanos, otros de
origen europeo, y más recientemente, asiáticos, particu-
larmente para las antiguas colonias anglosajonas y ho-
landesas.
Una muestra del intenso proceso transcul-turativo
que ha ocurrido y que aún no termina en estas tierras
caribeñas, nos la ofrece el penetrante análisis que sobre
el «Shango Cult» de 1a Isla de Trinidad ha escrito el pro-
fesor George E. Simpson. El autor nos presenta los varia-
dos elementos que configuran este culto sincrético que
se fundamenta en la religión de los oricha del pueblo
yoruba. Algunos de estos elementos han conservado las
características esenciales que poseían en una amplia zona
del África Occidental, otros han sufrido transformacio-
nes en relación con su forma o su contenido, muchos
han sido tomados del ritual del catolicismo o de algunas
sectas de protestantes, especialmente bautistas, algunos
proceden de prácticas mágicas europeas, unos pocos pro-
cedes de religiones amerindias, hindúes y chinas.
En una lista de deidades incorporadas al culto, que
localmente se denominan «poderes» (powers), el autor,
que recoge hasta 63 denominaciones, encuentra que unas
15 se pueden identificar plenamente con otras de recono-

34
cida procedencia africana, a unas 20 se les puede atribuir
también este origen, aunque su identidad no se realiza a
plenitud, a unas 19 las conoce como extraídas del santoral
católico, 3 son pertenecientes a una religión aborigen ame-
ricana, habiendo sido traídas a Trinidad desde la Guayana
(se denominan bogoyana, samedona y vigoyana), 2 son
consideradas hindúes (se nombran baba y mahabil) y 1
china (wong ka), todas formando parte de un ritual que se
origina en el culto de los oricha yoruba sincretizados con
santos católicos.
Pero si el «Shango Cult» repite la generalizada ten-
dencia sincrética de los cultos populares caribeños, ca-
racterística de las zonas urbanas o semiurbanizadas,
parece interesante destacar otro fenómeno cultural que
ocurre en una zona rural y que significa una tendencia
hacia la conservación de patrones de conducta africa-
nos, aunque por supuesto no excluyen elementos
transculturados de otras procedencias.
Una monografía del profesor J. D. Elder, de la Univer-
sidad de West Indies, trata sobre el culto a los ancestros
que tiene lugar en Point-a-Pierre, Victoria Country, Trini-
dad.
La población de esta región está compuesta
mayoritariamente por hindúes (East Indies), en una pro-
porción de dos de cada tres personas sobre el grupo de
negros que se autodenominan «africanos» {Africans).
Los miembros de este último grupo, luego de la abo-
lición de la esclavitud, tomaron posesión de las tierras no
cultivadas y se establecieron en ellas hasta nuestros días,
deviniendo pequeños propietarios que viven y trabajan
en lo que consideran su «tierra ancestral» (ancestral land

35
holdings). Esta porción de tierra no debe ser vendida,
porque se considera que con la tierra se pasaría el «aura»
de los ancestros a los «extraños», es decir, a los que no
forman parte de la familia que las ha venido ocupando.
Los llamados «africanos» están divididos en «na-
ciones», las cuales se conocen con las denominaciones
de los hausa, los congo y los yoruba. Entre ellos hay
diferencias culturales: los hausa leen el Corán, hablan
un dilecto árabe; los congo parecen haber perdido su
práctica, pero recuerdan que sus antecesores poseían
«fuerzas» mágicas y eran buenos «llamadores de lluvia»;
los yoruba conservan una fuerte identidad con su cultu-
ra originaria, de la cual forma parte, naturalmente, el culto
a 1os oricha.
El autor ha preferido no considerar cada «nación»
por separado, sino estudiar a los «africanos» como un
todo, destacando las siguientes características de este
grupo:
11. El reconocimiento de un común origen racial.
12. Una fuerte identidad con África.
13. Una historia social común (que incluye la esclavitud).
14. Un sistema de deidades africanas y de espíritus
ancestrales, relacionados con los actuales miembros
del grupo.
15. Un tipo de residencia patrilocal.
16. El matrimonio monogámico de tipo occidental.
17. Consentimiento de la poligamia serial.
18. Aceptación del cristianismo.
19. Incorporación de un panteón de deidades al culto a
los ancestros.
10. Sistema de la familia extendida.

36
11. Una economía predominante de pequeños agriculto-
res.

La interrelación de todas estas prácticas y la existen-


cia de sanciones sobrenaturales imponen un estricto có-
digo de moralidad que alcanza la vida profana y las
relaciones personales. El autor considera que la vida ar-
mónica de la comunidad «africana» de Gasparillo está
fundamentada en el culto a los ancestros y en su soporte,
la familia extendida, dos elementos esenciales de la socie-
dad tradicional de África.
Algunos autores han cuestionado la existencia de
una propiedad familiar en el Caribe, con características
que representen una continuidad de la originaria de
África, pues aunque en ocasiones presenta formas si-
milares a las que se encuentran en el África Occidental,
no son suficientes para estimar que constituyen la super-
vivencia de un «modelo africano».
El etnólogo y sociólogo Roger Bastide analiza que el
régimen esclavista resquebrajó totalmente las institucio-
nes africanas y que luego de la abolición de la esclavitud,
el ex esclavo debió aceptar las nuevas formas (aparcería,
arrendamiento, trabajo asalariado) que le imponían las cla-
ses dirigentes de las colonias.
Se ha pretendido que entre los africanos y sus des-
cendientes en América no existe un apego efectivo a la
posesión de la tierra; sin embargo, el ejemplo de Gasparillo
contradice esa generalización. En realidad, lo que existe
es la necesidad de un ajuste funcional a determinadas
circunstancias originadas por las condiciones en que el
africano debió pasar de 1as condiciones de la esclavitud

37
a las de trabajador asalariado.
Una respuesta categórica no puede ofrecerse cuan-
do se analizan otras instituciones relacionadas con la pro-
ducción de la tierra. Así ocurre con el trabajo agrícola
cooperativo. Aunque en todas partes del continente exis-
ten formas tradicionales de coo-peración campesina
(mingas en los países andinos, mutirao en el Brasil, etc.),
en el Caribe las encontramos alcanzando a veces formas
muy complejas de organización.
En Haití, como vía de ejemplo, encontramos que la
forma de trabajo cooperativo en el campo recibe el nom-
bre genérico de coumbite y de ella podemos particulari-
zar una serie de modalidades.
En su aspecto más general, un agricultor que tenga
necesidad de hacer un trabajo que no puede ejecutar con
sus propias fuerzas o las de su familia, «convida» a sus
vecinos a venir a trabajar en su tierra un día cualquiera de
la semana, que no sea el domingo, que se reserva para el
descanso.
La perspectiva de encontrarse con los amigos en
una fiesta con abundancia de comida y bebida, puede ser
motivo bastante para inducir a un campesino a participar
en el trabajo. En realidad, puede tener estas motivacio-
nes y recibir a su vez alguna otra forma de remuneración
a su esfuerzo.
Mientras los hombres trabajan, por ejemplo, en el
desbroce de un terreno, las mujeres estarán preparando
las condiciones para la fiesta. Y un hombre tocará un
tambor u otro instrumento o cantará para apoyar
rítmicamente el trabajo.

38
El coumbite puede alcanzar distintas modalidades: el
ron (ronda), que es una forma que se práctica en una
serie de coumbites sucesivos, en los cuales un grupo de
asociados trabajará alternativamente en las tierras de cada
uno, en determinados días de la semana.
Otra modalidad sería la de la sociedad, también de-
nominada societé congo, que constituye una agrupación
de carácter permanente con su nombre particular, una
bandera, un grupo musical, y una compleja jerarquía: el
presidente, cargo más bien honorario; el cónsul, que con-
trolará el trabajo; el mayor La-Place, quien dirige las ac-
tividades sociales; el general Silencio, que intervendrá
en las disputas entre los asociados.
Se pueden establecer también distintos tipos de pres-
taciones: la jornada, en la que participará un pequeño
grupo de cooperativistas; el vanjú, que agrupa a unas 15
ó 20 personas, y la corvée, que es una actividad vecinal
de hasta un centenar. Esta última forma se usa más bien
en tareas de beneficio colectivo, dado lo oneroso que
resulta para un propietario individual satisfacer los gas-
tos de comida y bebida de un número tan alto de partici-
pantes.
Es de señalar cómo el trabajo cooperativo originado
en las necesidades de la producción aparece tan íntima-
mente relacionado con actividades lúdricas, como la de
ofrecer comida y bebida en un ambiente festivo, donde
se toca, canta y danza. Y es que la fiesta popu1ar tradi-
cional es uno de los elementos que aparecen como una
constante entre 1as costumbres más arraigadas. No sería
posible siquiera intentar un inventario de estas distintas

39
modalidades que a lo largo de todo el año, pero especial-
mente alrededor del inicio de la primavera (carnavales), el
solsticio de verano (fiestas de San Juan) o el solsticio de
invierno (las Navidades), tienen lugar en toda la región
incorporando festividades de distintos orígenes y pro-
pósitos a fechas de celebración originadas en las tradi-
ciones de los países colonizadores.
La variedad de estas fiestas es enorme. Procedentes
de culturas muy diferentes o creadas en el Caribe,
transculturando elementos anteriores, cada pueblo nos
ofrece un musical y coloreado conjunto. Podemos tomar
el caso de Guyana. Si partimos de las danzas salonescas
tradicionales o de festividades con participación de sólo
determinados grupos, hasta las que comprenden fiestas
genuinamente populares, tendríamos numerosos ejem-
plos.
Citemos solamente algunos: son de reconocido ori-
gen europeo los bailes de lanceros (The Lancers) y de
cuadrilla (Square Dance), en que intervienen hombres
y mujeres, o del poste encintado (Maypole Plaiting), en
que bailan los niños de ambos sexos.
Se reconoce el origen africano de una fiesta callejera
de máscaras (Santaphe Bands) que por la época de Na-
vidad ejecutan hombres al son de una flauta y dos tam-
bores, con sus danzantes acrobáticos o llenos de un
humor cáustico que ridiculiza a los antiguos amos o al
«doctor», representado por un enmascarado cuyos pa-
sos simulan los de una persona que ha bebido demasiado.
De igual forma se presentan una serie de danzas rituales
denominadas cunfa, oku y congo, diferenciadas entre sí
no solamente por los pasos de baile y los cantos, sino

40
por los tambores que las acompañan.
Una variada gama de danzas de origen hindú o
paquistaní se conservan no obstante el hecho de que la
mayor parte de los instrumentos originales han sido sus-
tituidos por otros de procedencia europea: kali mai puja,
bailada solamente por hombres, se efectúa en honor de
Kali la negra, una deidad hindú; nagara consiste en
una celebración de la incorporación del ganado nuevo al
rebaño doméstico y se acompaña por música de cuernos
y cencerros, danzando hombres solos; tassa-badam se
realiza en ocasión de las bodas.
Puede verse también una danza de procedencia
arauaca, denominada mari-mari, ejecutada por el grupo
originario.
Conviene llamar la atención de que, junto a estas
supervivencias o proyecciones folclóricas de fiestas
foráneas, muy frecuentemente estos préstamos cultura-
les se producen en el seno de la región. En el caso de
Cuba, independientemente de la utilización popularizada
por la radio o la televisión de merengues, plenas o
calypsos, se encuentra el traslado de formas danzarias y
hasta de complejos festivos que nos llegaron con sus
propios creadores.
Tal es el caso, desde principios del pasado siglo, de
la tumba francesa, que nos legó la vecina Haití, convul-
sionada entonces por la primera revolución caribeña, y
que desde entonces a nuestros días nos ofrece sus bai-
les mason y babul, sus cantos en creole y el retumbar de
sus tambores típicamente daho-meyanos.
Más recientemente, durante la segunda y tercera dé-
cada del siglo xx, los millares de inmigrantes haitianos

41
contratados para el cultivo de la caña de azúcar trajeron,
además de sus danzas y cantos de vodú, un conjunto
deambulatorio de bailes conocidos en la antigua provin-
cia de Camagüey como bande rará, y en la de Oriente
como gagá, su compleja jerarquía de rey, reina, presi-
dente y, sobre todo, los mayores, que deben ejecutar dis-
tintas actividades: el mayor Table levantará con los
dientes una mesa con su servicio para comer; el mayor
Machete simulará golpearse con el filo de ese instrumento
de trabajo; el mayor Jonc bailará hábilmente con un bas-
tón de madera; el mayor Roi Diable danzará con una
estructura de tablitas adornadas con cintas multicolores
sobre su cabeza.
En la propia antigua provincia de Camagüey pueden
hallarse manifestaciones de danza y cantos de origen
jamaicano, como el que actualmente existe en el munici-
pio de Baraguá, actual provincia de Ciego de Ávila, que
ejecuta danzas como la del poste de cintas o el burrito.
En la Isla de la Juventud, descendientes de
inmigrantes de las Islas Caimán o de Jamaica conservan
el round dance, el one step o el two steps, y otros bailes.
Y también las fiestas caribeñas se proyectan hacia
otros ámbitos. Es impresionante la conservación que
los inmigrantes económicos de Puerto Rico han logrado
en los Estados Unidos, especialmente en el ghetto lati-
no de Nueva York: la celebración de la festividad navi-
deña de las trullas, y sobre todo la que hacen el 16 de
julio de cada año en un festejo en que participan miles
de personas, rememorando la fiesta patronal de Loiza
Aldea, la población más negroide de la Isla, tanto en su
densidad demográfica como culturalmente, pero donde

42
aparecen personajes evidentemente hispánicos como
el caballero, la loca y los diablos vejigantes, unidos a
elementos francamente de origen africano y que se in-
sertan dentro de la lucha por la conservación de la iden-
tidad cultural del hermano pueblo caribeño.
Dejemos aquí esta simple reseña de elementos cultu-
rales del Caribe. Abrimos la mano y apenas nada hemos
reflejado de la intensa y variada vida cultural caribeña, lo
que nos deja la sensación de que sólo hemos podido
retener unas pocas gotas del mar ancho y profundo que
baña nuestras costas.

43
Fernando Ortiz
y la cultura popular tradicional*

Dentro de la vastedad temática de la obra de Fernando


Ortiz, pueden destacarse algunas líneas de desarrollo que
aparecen persistentemente en su continuado ejercicio de
análisis de la actividad social del hombre, en especial de la
sociedad inmediata y tangible, al alcance de la mano, den-
tro de un mundo donde lo universal se desplaza desde lo
cubano.
En aquellos temas que se reiteran a lo largo de su
obra, la acumulación creciente de información parece re-
flejar un ensanchamiento de ondas como si cada nuevo
conocimiento generase un círculo cada vez más amplio
de interpretación de los fenómenos estudiados.
Una de las temáticas más reiteradas en la amplia obra
de Ortiz, dado que arranca en el inicio mismo de su carrera
de investigador y lo acompaña hasta sus últimas bús-
quedas inquisitivas dentro de las varias disciplinas de la
ciencia del hombre, es la que se refiere a la cultura popu-
lar tradicional. Esta continua y prolongada proyección
de sus investigaciones en letra impresa, comienza con un
folleto, publicado en plena adolescencia, sobre la cultura
tradicional en el medio social que hasta entonces cono-
ciera como única vivencia, el de la balear isla de Menorca,
donde se abrió su conocimiento a la vida, la sociedad y el
pensamiento.
Desde los catorce meses hasta los catorce años de

44
edad residió Ortiz en aquella pequeña isla mediterránea,
y al partir de regreso a la otra pequeña isla de su naci-
miento, en 1895, pudo dejarle, como resultado de precoz
expresión de observación y análisis, un breve volumen
titulado Principi y prostes, que se nos presenta como
«Folleto de artículos de costumbres en dialecto
menorquín», es decir, escrito en aquella forma dialectal
que Ortiz aprendiera a la par que el castellano, y que de-
jara por siempre su huella en su peculiar manera de hablar
el español.
Fue quizás el resultado de sentir como un extraña-
miento ante aquella sociedad, originado en la reiterada
evocación de la isla nativa, mediante la cual la madre cu-
bana le mostraba las diferencias con la patria que aún
sufría la opresión colonial, pero que rememoraba «her-
mosa y digna», como muchos años después recordara
don Fernando.
Aquel contraste con la isla lejana en que había naci-
do y que aún pugnaba heroicamente por elevar una na-
cionalidad ya plenamente definida al rango de nación
independiente, debe haber contribuido a que Ortiz fijase
su atención en las costumbres populares de lo que había
sido hasta entonces su entorno vital.
Él supo más tarde legarnos bellamente los recuerdos
de aquella vida morosa, como detenida en el tiempo, en
que había transcurrido su infancia, al evocar:

* Conferencia leída el 27 de mayo de 1981 como parte del


homenaje organizado por el Centro de Estudios del Caribe de
la Casa de las Américas en el centenario de Fernando Ortiz.
Publicado en la revista Santiago, no. 43. Santiago de Cuba,
septiembre de 1981, pp. 125-146.

45
El ritmo pausado de aquella vida medieval, entre cas-
tillos morunos y altares cristianos, entre señoríos y
artesanías (...) Las supervivencias mahometanas,
judaicas y protestantes en aquella católica Isla me
hicieron comprender cuán fecundos son los abrazos
de las culturas, aún siendo forzados (...)

Vuelto a la isla nativa, ya bachiller, comenzó sus es-


tudios universitarios mientras en sus campos se libraban
los combates de la lucha independentista y en las ciuda-
des y poblados se manifestaban las consecuencias trági-
cas de la reconcentración weyleriana. La autoridad
materna determinó su traslado a las tierras metropolita-
nas, para que completase sus estudios de Derecho en las
Universidades de Barcelona y Madrid.
En la inquieta vida intelectual de la capital española
hubo de recibir otra influencia que también debe haber
contribuido a enrumbar su interés por la cultura popular:
en la Universidad de Madrid fue discípulo de quien con-
siderara «el primer sociólogo de España», Don Manuel
Sales y Ferré.
Periódicamente el profesor conducía a sus alumnos
en excursiones de fines de semana o durante las vacacio-
nes docentes, a los lugares relacionados con la historia
social que enseñaba. Ortiz, en artículo que publica en la
revista habanera El Fígaro el 9 de enero de 1911, cuando
conoce la noticia de la muerte de su maestro, expresa la
impronta que dejaron en su espíritu y en su intelecto
aquel contacto con ambientes histórico-sociales tan di-
versos:

46
Recuerdo de modo imborrable el efecto extraordina-
rio que en mi mente produjeron aquellas excursiones
con D. Manuel y con muchos jóvenes escolares que
constituíamos el Instituto Sociológico de Madrid.
No llegué a comprender la grandeza romana y la gran-
deza de la colonización, sino bajo las arcadas del
acueducto de Segovia; (...) la gestación política de
las nacionalidades españolas sino cuando él me las
enseñaba entre los muros del histórico alcázar
segoviano y en las alturas áridas de Peña Grajera;
los problemas de la ciencia penitenciaria moderna
sino en las infectas galeras del correccional de Alcalá
de Henares, donde me dejó D. Manuel para que pu-
diera por días y días vivir aquella vida y observarla
de cerca; el espíritu medieval hasta que pude fre-
cuentar con el sabio valenciano los claustros solita-
rios y las vetustas y floridas bóvedas de la Catedral
de Toledo y las sinagogas e igliesucas y alcázares
toledanos (...)

En las actividades que desarrollaba el Instituto So-


ciológico se produce entonces un hecho que resultó una
significativa aproximación de Ortiz al estudio de la vida
cultural tradicional cubana. En 1901, terminada su carrera
universitaria, dentro del círculo de aquellos jóvenes inte-
resados en la vida social que les rodeaba, se comentaba
un libro recién publicado, La mala vida en Madrid, de
Constancia Bernaldo de Quirós.
Conocidas las inclinaciones criminológicas de Ortiz,
se le encomendó una charla reseñando el libro y señalan-

47
do las diferencias de su objeto de estudio con la «mala
vida en la Habana». En sus propias palabras, en artículo
titulado «Brujos o santeros», publicado en la revista Es-
tudios Afrocubanos, en 1939, Ortiz nos refiere:

Yo me vi muy apurado porque harto poco sabía del


escabroso asunto; pero salí airoso hablando de algo
allí tan exótico como los ñañigos, los cuales yo en-
tonces no sabía más que lo publicado por Trujillo
Monagas en su obra Los criminales de Cuba y lo
que yo había visto en el madrileño Museo de Ultra-
mar, donde se guardaban algunos vestidos de
diablitos, instrumentos y demás adminículos de esa
asociación que tan tétrica fama tuvo durante la Colo-
nia.
Pero en realidad yo nada sabía de los ñañigos, y
desde entonces me propuse estudiarlos y escribir
un libro que se titulara La Mala Vida en La Habana,
incluyendo el ñañiquismo como uno de sus capítu-
los más llamativos.

La realidad cultural cubana que comenzó Ortiz a cono-


cer, analizar e interpretar a la luz de los conocimientos
recién adquiridos en sus estudios universitarios, fuerte-
mente influidos por la escuela criminológica positivista
encabezada por Lombroso, fue mucho más compleja que
lo que hipotéticamente había supuesto. Nadie mejor que
el propio Ortiz nos describe este proceso de asunción de
la verdad objetiva de nuestra cultura nacional, aún muy
poco estudiada en una nación recién liberada de la domi-

48
nación colonial y que no hacía un cuarto de siglo que
todavía conocía los horrores del régimen esclavista.
En una conferencia que pronunciara en el Club Ate-
nas, el 12 de diciembre de 1942, Ortiz nos expresa:

Comencé a investigar, pero a poco comprendí que,


como todos los cubanos, yo estaba confundido. No
era tan sólo el curiosísimo fenómeno de una maso-
nería negra lo que yo encontraba, sino una
complejísima maraña de supervivencias religiosas
procedentes de diversas culturas lejanas y con ellas
variadísimos linajes, lenguas, músicas, instrumen-
tos, bailes, cantos, tradiciones, leyendas, artes, jue-
gos y filosofías folklóricas; es decir, toda la inmen-
sidad de las distintas culturas africanas que fueron
traídas a Cuba, harto desconocidas por los mismos
hombres de ciencia. Y todas ellas se presentaban
aquí intrincadísimas por haber sido trasladadas de
uno a otro lado del Atlántico, no en resiembras como
si durante cuatro siglos la piratería negrera hubiese
ido fogueando y talando a hachazos los montes de
la humanidad negra y hubiese arrojado, revueltas y
confusas, a las tierras de Cuba, barcadas inconta-
bles de ramas, raíces, flores y semillas arrancadas de
todas las selvas de África.

Luego de su inicial folleto Principi y prostes, y fruto


también de su temprana capacidad analítica del medio
social que le rodeaba, Ortiz nos dejó un muy interesante
estudio sobre las fiestas de San Juan en la menorquina
villa de Ciudadela, donde habían transcurrido su niñez y

49
temprana adolescencia.
Formando parte de las actividades científicas que
organizaba el Instituto Sociológico, Ortiz ofreció, bajo la
presidencia de Sales y Ferré, dos conferencias sobre este
tema los días 23 de noviembre y 7 de diciembre de 1901.
Unos años más tarde, en 1908, se editó en La Habana una
refundición de ambas conferencias, constituyendo el pri-
mer folleto de Ortiz publicado en Cuba, con un prólogo
del pedagogo menorquino Juan Benejam, quien fuera su
profesor de instrucción primaria en la propia Ciudadela.
El folleto, de 41 páginas, lleva por título Para la
agonografía española. Estudio monográfico de las fies-
tas menorquinas y está ilustrado con fotografías de la
ciudad y unos reveladores dibujos de personajes y ele-
mentos materiales que formaban parte de la mencionada
fiesta popular.
Ortiz dedicó la primera parte de la exposición a la
historia de las Islas Baleares y, en especial, de Menorca;
sus relaciones con los antiguos reinos de Valencia y
Aragón, y la influencia que en ella ejerciera la Orden de
los Caballeros Hospitalarios de San Juan Bautista de Je-
rusalén, luego más comúnmente conocidos como Caba-
lleros de Malta.
El origen de esta fiesta se hace remontar hasta me-
diados del siglo XIV, cuando la villa de Ciudadela, enton-
ces capital de la Isla, fue conquistada por Alfonso III de
Aragón. Pero esta festividad tiene un antecedente en la
que de igual carácter se celebraba en Valeta, la capital de
la isla de Malta, con la principalísima participación de los
Caballeros Hospitalarios. Ortiz cita, como elemento para
corroborar esta afirmación, el hecho de que en los feste-

50
jos se enarbolaba una bandera que ostentaba una cruz
blanca de ocho puntas en campo de gules, que era la
insignia de los Caballeros de Malta.
La celebración de la fiesta corría, en los tiempos en
que Ortiz la observó, de manos de una Cofradía llamada
«de San Juan Bautista», cuyo principal objetivo era la
organización de los festejos, aunque debía ocuparse tam-
bién de la ermita del mismo nombre, fundada por los Ca-
balleros de Malta.
La Cofradía proveía una serie de cargos que ejercían
determinadas funciones, llamados en el dialecto
menorquín caixers, que se puede traducir como «mayor-
domo»; estimamos de gran interés repetir abreviadamente
la reseña que de estos cargos, sus orígenes y funciones
expresara Ortiz, quien los consideraba como una supervi-
vencia de elementos medievales que todavía se manifes-
taban en la sociedad menorquina.
El más importante jerárquicamente era el caixer
senvor, mayordomo que tenía la mayor autoridad en oca-
sión de los festejos; el beneficiario de este cargo se se-
leccionaba entre los primogénitos de la decadente
aristocracia de Ciudadela.
El segundo en importancia recaía en un clérigo de la
Catedral de la isla, que anteriormente no sólo debía decir
misa para los miembros de la Cofradía, sino que en los
tiempos en que los festejos se desarrollaban como tor-
neos caballerescos, debía concurrir a los mismos con los
óleos sagrados para auxiliar espiritualmente a los partici-
pantes en caso de heridas graves; este cargo se denomi-
naba capellana.
El tercero y cuarto cargos en jerarquía correspon-

51
dían a labradores (payeses), que cultivaban alguna tierra
mediante contrato de aparcería, que era la forma más ha-
bitual de posesión de las tierras destinadas a la produc-
ción agrícola.
Le seguía en importancia el cargo cubierto por un
artesano, denominado caixer menestral, para el que se
seleccionaba un productor manual que estuviese casa-
do. Y, finalmente, un mayordomo conocido como caixer
de fadrins, es decir, «de los solteros», seleccionado al-
ternativamente entre labriegos y artesanos.
Ortiz hace referencia a que esta jerarquización de los
encargados de organizar las fiestas, obedecía a la situa-
ción respectiva que tuvieron los cuatro brazos o
estamentos de la sociedad menorquina, reflejo de los
cuatro estados que configuraban el estado social de la
población en el antiguo reino de Aragón.
Estos cargos se otorgaban por dos años, y era el
Ayuntamiento el que hacía los nombramientos inmedia-
tamente a la conclusión de los festejos, lo cual indica que
la Cofradía tuvo anteriormente una vida activa continua-
da, lo que ya no ocurría en la época que fue estudiada.
Los festejos comenzaban el domingo anterior a la
fecha del 24 de junio, cuando los mayordomos visitaban
a las autoridades y a los cavallers, es decir, a las perso-
nas que como jinetes serían el centro de las fiestas. Ese
mismo día recorría las calles un curioso personaje, repre-
sentado por un hombre descalzo, cubierto con pieles como
los pastores primitivos, que llevaba una especie de vise-
ra con el símbolo cristiano del Agnus Dei, cargando un
carnero adornado con claveles, siemprevivas, lazos y cru-
ces rojas de almagro, iguales a las que él tenía pintadas

52
en la cara, brazos y piernas. Ortiz expresa que este perso-
naje era representación de San Juan Bautista, cuando,
según aparece en el Nuevo Testamento, recorría las már-
genes del río Jordán comiendo saltamontes.
La víspera de la fiesta se integraba una cabalgata a
la cual precedía el pregonero del Ayuntamiento tocando
una tonada propia de la festividad en un tamboril y un
caramillo denominado fabiol. Le seguían los mayordo-
mos y, finalmente, los jinetes en número de treinta o
cuarenta, engalanados con casacas negras, pantalones
cortos negros, botas de montar y sombrero de teja como
el de los clérigos. Al cinto llevaban un espadín que
rememoraba su origen caballeresco y portaban en las
manos una caña verde.
Ortiz relata un aspecto muy original de esta celebra-
ción, que consistía en hacer visitas a las carnicerías, don-
de los bueyes que se destinaban al consumo de la
población y de los numerosos visitantes, se adornaban
con flores, romero y lazos.
En la noche de vísperas se encendían fogatas, por
encima de la cual saltaban los muchachos, en una fran-
ca rememoración de las fiestas primitivas, cuando el
hombre bailaba alrededor del fuego en los plenilunios,
lo cual es una prueba más de que en su esencia la festi-
vidad de San Juan constituye una cristianización de la
celebración del solsticio de verano.
Al comenzar el día de la fiesta, el tamboril y el fabiol
despertaban a los vecinos, y todos se preparaban para
asistir a la actividad principal, que consistía en un juego
de destreza donde los jinetes, a galope tendido, debían
ensartar con un asta puntiaguda un aro de metal de aproxi-

53
madamente un decímetro de diámetro, desprendiéndolo
de una armazón de madera de donde pendía. Tres veces
debía probar su habilidad cada jinete y los ganadores
recibían como premio una cuchara de plata, que se le
ofrecía colgada de una caña verde.
En este trabajo de juventud de Ortiz se encuentran
algunas de las características de sus trabajos posterio-
res. En primer término, podemos destacar el adecuado
análisis de esta fiesta popular tradicional, fundamenta-
do en la acuciosa observación directa y en el estudio de
sus antecedentes; la utilización de un tratamiento
interdisciplinario mediante la aplicación de métodos his-
tóricos, sociológicos y etnológicos; la recreación de un
fenómeno cultural concreto con el empleo del léxico
popular y de una vívida descripción que nos permite
representarnos el ambiente social que lo condiciona; y
la galanura de expresión que convierte cada trabajo suyo
en una obra literaria válida por este aspecto estético. En
sentido contrario, podemos señalar que aún no alcanza
el análisis comparativo que luego caracteriza sus traba-
jos y que en este caso venía sugerido y casi impuesto
por la universalidad de estas festividades originadas en
el solsticio de verano, y también por la total ausencia de
referencias a Cuba en lo relativo a los elementos de la
fiesta que se encuentran entre nosotros, tales como las
fogatas y el aquí llamado torneo de cintas o de argolla;
aunque no debemos olvidar que en el breve espacio de
tiempo en que Ortiz había residido en Cuba, entre 1895-
1898, la generalidad de los festejos populares se vieron
afectados por la situación imperante.
Entre el momento que pronuncia estas conferencias

54
sobre las fiestas menorquinas y su publicación en La
Habana, Ortiz edita en Madrid, en 1906, su primer libro,
que trata sobre las religiones de origen africano que en-
contrara en Cuba, Los negros brujos, subtitulado «Apun-
tes para un estudio de etnología criminal» y que formaba
parte de una serie que proyectaba editar titulada «Hampa
afrocubana». El carácter general, que señala expresamente
su subtítulo, nos exime de su tratamiento en detalles en
esta ocasión.
Pero algunos aspectos de su contenido merecen ser
señalados, ya que contienen un temprano tratamiento que
Ortiz da a temas de la cultura popular, sobre los que habrá
de volver una y otra vez. En el capítulo III de la obra hay
referencias a fenómenos culturales casi siempre origina-
dos en la vida urbana, como, por ejemplo, el baile popu-
lar: partiendo de la atribuida propensión al mismo del negro,
y analizando algunos antecedentes africanos, intenta una
aproximación al estudio de los bailes cubanos, recono-
ciendo sus orígenes españoles y africanos; investiga una
institución tan importante cultural-mente en el siglo XIX
como el cabildo; describe, con buena provisión de auto-
res de la época, la fiesta afrocubana del Día de Reyes;
somete a severo juicio unas formas de velorios, de tiem-
pos anteriores, y por último, se refiere, de manera poco
favorable, a las comparsas habaneras.
Reconociéndose el carácter de extraordinaria fuen-
te de información para quienes deseen estudiar las cos-
tumbres populares del comienzo de nuestra vida
republicana, no debe desconocerse que en este período
de su labor investigativa, en Ortiz predominan todavía
los criterios tomados de la criminología positivista, que

55
le llevan a considerar los elementos de la cultura popu-
lar de origen africano como expresiones de una capa de
la sociedad que no ha podido aún alcanzar superiores
niveles sociales.
No ha de pasar mucho tiempo sin que comiencen a
aparecer publicaciones y proyectos que muestren una
valoración positiva de diversos aspectos de la cultura
popular, y proponer medidas para su conservación.
En un artículo denominado «Folklore cubano», pu-
blicado en la revista Letras el 8 de diciembre de 1910,
relata que de regreso de un viaje «por países de vieja
civilización», va ordenando los recuerdos y los libros
adquiridos. Entre los libros no son los menos aprecia-
dos los que se refieren a las leyendas y los mitos: le-
yendas del Rhin, de Frankfort o de Munich, de los
rincones de París o de Londres, de las viejas tradicio-
nes del Far West y de Old Virginia o de la antigua capi-
tal del Virreinato de México:

En todas partes he observado muy vigoroso el estu-


dio de las tradiciones y de las leyendas, de las cos-
tumbres muertas, de las supersticiones de las coma-
dres, del ajuar del lugareño, de los cuentos y
leyendas infantiles, de los refranes vulgares, de las
consejas de los abuelos, de los vestidos populares,
de todo aquello en fin, que un tiempo fue la cristali-
zación de una psicología colectiva y que tiene por
tanto el aroma de las flores marchitas y la poesía del
romanticismo materializado.

Reconoce dolorido que si en todas partes se procura

56
conservar las tradiciones populares, llevando los obje-
tos de la cultura material a los museos y las leyendas de
la cultura espiritual a los libros, en Cuba nada se ha he-
cho. Y confiesa que había tenido que rechazar la oferta
de redactar un artículo para la Revista Italiana de la Tra-
dición Popular, porque en Cuba se carecía de la docu-
mentación fundamental.
Cita a un grupo de escritores que figuran en la que
considera rica literatura costumbrista, pero que poco se
habían ocupado de recoger las tradiciones populares
cubanas. Y éstas, sin embargo, existían. Y solicitaba que
se comenzara con la recopilación de la literatura de cos-
tumbres.
Menciona también algunos de los museos visitados
y expresa una particular preferencia por un pequeño mu-
seo flamenco de Amberes, considerando que pocas co-
lecciones serán tan interesantes «para quien guste de
estudiar los repliegues más ocultos del alma de un pue-
blo».

(...) los museos suelen ser alcázares para los grandes


del arte o de la historia, pero no mansiones de re-
cuerdos populares. Aprendemos en ellos cuál fue la
espada del Duque de Alba, cuáles sus instrumentos
de tortura, pero no cuál fue la canción del tiempo con
que arrullaron su cuna; y en este arrullo hay tanto
valor para la historia de un pueblo y su psicología
colectiva, como en la hoja de acero toledano, o en el
potro de un inquisidor.

Habría que esforzarse por conservar en las coleccio-

57
nes museográficas, numerosas costumbres de nuestro
pueblo, que la vida cotidiana irá haciendo anacrónicas. Y
alude a una serie de actividades en las que había partici-
pado el pueblo, para demostrar su aserto: la esclavitud
bastaría para llenar una sala con los cepos, grillos, mode-
los de barcos negreros y de barracones, maniquíes de
esclavos o de mayorales, etc.; la vida campesina mostra-
ría en su indumentaria histórica sus carreras de pato, su
valla de gallos, sus machetes, sus sillas de montar; las
fiestas populares se recordarían en las comparsas, los
mamarrachos de Oriente, las tarascas y diablitos de las
antiguas procesiones católicas.
Todo ello constituiría un rico Museo de Folklore, nece-
sario no sólo para los extranjeros que nos visitan, sino para
los propios cubanos «que no nos conocemos nada o nos
conocemos muy poco». Y terminaba diciendo que ese mu-
seo estaba ya en formación.
Se refería a un proyecto suyo del que vamos a tener
conocimiento por la Revista Bimestre Cubana, de mayo-
junio de 1911, donde aparece el Reglamento de un Mu-
seo de Folklore. El artículo inicial establecía cuál sería el
carácter de esta instalación museográfica, al decir:

Primero. Se constituye en los salones de la Sociedad


Económica de Amigos del País un Museo, donde se
custodiarán los objetos de carácter cubano que se
obtengan en relación a las costumbres, tradiciones,
leyendas, supersticiones, música, juegos, comida,
vestidos, armas, muebles y demás aspectos de la
vida privada y social, que la ciencia contemporánea
estudia bajo la denominación genérica, aceptada uná-

58
nimemente en todos los países de Folklore.

Este proyecto apenas pudo ponerse en práctica, por-


que la institución sede no pudo resolver algunas de las
necesidades imprescindibles para el desarrollo de una ins-
talación museográfica, principalmente en lo referente al
espacio destinado a la exhibición de las piezas colectadas,
y Ortiz se vio compelido a poseer una importante colec-
ción particular de evidencias materiales etnológicas y
folklóricas, que le sirvieron para documentar muchas de
sus investigaciones.
Por otra parte, Ortiz no dejó de incentivar el interés
en el trabajo investigativo de otros estudiosos. En un
artículo titulado «Los caneyes de muerto», publicado en
la revista Cuba y América del mes de noviembre de 1913,
en que da cuenta del descubrimiento de un cementerio
aborigen en el sitio denominado Guayabo Blanco, en la
Ciénaga de Zapata, nos ofrece una reveladora informa-
ción sobre su preocupación en desenterrar también los
ocultos tesoros de nuestra cultura popular. Nos dice Ortiz,
refiriéndose al ingeniero José Antonio Cosculluela, a quien
se debe la realización de tan importante hallazgo arqueo-
lógico.

Este compatriota nuestro dirige sobre el terreno la


importante tarea gubernativa de deslindar los panta-
nos de la Ciénaga de Zapata (...) Pero como si su
labor no fuese bastante para absorber todas sus ener-
gías, Cosculluela sabe cumplir su compromiso, ge-
nerosamente contraído con su amigo que estas lí-
neas escribe, cual es el de recoger cuidadosamente

59
en sus excursiones a través de esta parte inexplorada
de nuestra tierra, el tesoro de tradiciones, leyendas
y costumbres que permanecen semiocultas en las
capas interiores de nuestra población guajira, espe-
rando una pluma que les dé forma y gala para poder
engrosar, si no nuestra patria literatura, sí, al menos,
nuestro Folklore nacional. Los datos folklóricos ya
recogidos son abundantes y ricos en poesía y darán
tema para un libro, que esperamos escribir, en cola-
boración con Cosculluela, para el año próximo.

Este libro en colaboración no llegó a publicarse, pero


sí por esta prevención de Ortiz numerosos materiales to-
mados directamente de la tradición oral de los campesi-
nos cienagueros fueron dados a conocer en la obra de
Cosculluela Cuatro años en la Ciénaga de Zapata, pu-
blicada en 1918.
En 1916 Ortiz publica en La Habana una de sus obras
fundamentales, Los negros esclavos. Estudio de Dere-
cho y Sociología, nuevamente usando la equívoca de-
nominación serial de «Hampa afrocu-bana». El capítulo
inicial del libro se titula «Introducción al estudio de la
mala vida cubana», pero ya nuevos criterios sociológi-
cos y etnológicos van
rectificando los anteriores juicios criminólogos. Aun-
que referido a la vida del esclavo, particularmente del
esclavo rural, resulta indispensable revisar sus páginas
sobre vivienda, vestuario, alimentación, música y danza
o léxico, para un estudio de nuestra vida cultural popu-
lar.
La noche del 6 de enero de 1923, dio inicio al más

60
importante esfuerzo institucionalizado en favor del co-
nocimiento y difusión de nuestra cultura popular tradi-
cional durante todo el período de la República
mediatizada, al constituirse la Sociedad del Folklore
Cubano, en la cual tuvo decisiva participación el doctor
Ortiz. Esa noche se reunieron en los salones de la Socie-
dad Económica de Amigos del País, un notable grupo
de hombres y mujeres de diversas edades, profesiones
y devociones políticas, bajo la presidencia de Enrique
José Varona, para constituir la Sociedad. Entre las tres
decenas de participantes, casi todos de destacada sig-
nificación en la vida intelectual o pública de nuestra
nación, podemos señalar los nombres de Rubén Martínez
Villena, Juan Marinello, Elías Entralgo, Ramiro Guerra,
José Antonio Fernández de Castro, Joaquín Llaverías...
Los reunidos escucharon un informe de José María
Chacón y Calvo, quien dio cuenta de haber realizado, por
encargo de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas
Artes, un viaje por las más antiguas ciudades del país,
para iniciar la compilación del casi desconocido caudal
folklórico de nuestro pueblo, y que ante la magnitud de la
tarea que había comprobado, consideraba insuficiente la
labor individual, por lo cual deseaba proponer la consti-
tución de la Sociedad. En sus Bases, la Sociedad se pro-
ponía «acopiar, clasificar y comparar los elementos
tradicionales de nuestra vida popular» y catalogaba como
materia propia la literatura oral, las locuciones y giros
típicos del habla del cubano, los conocimientos popula-
res conservados por la tradición, las creencias fantásti-
cas y sobrenaturales, las costumbres locales, las fiestas,
bailes y ceremonias populares, los juegos infantiles y,

61
por último, el estudio descriptivo, encaminado a un
fin de verdadera terapéutica social, de ciertas prácti-
cas morbosas, como los actos de brujería y
ñañiguismo, en que de forma tan expresiva se mani-
fiesta la baja vida popular.

Aprobadas las Bases, se procedió a la elección de la


Junta Directiva, figurando como Presidente Fernando
Ortiz y como Secretario Emilio Roig de Leuchsenring. Las
Bases establecían que para cumplimentar los fines de la
Sociedad se publicaría una revista; un año después, en
enero de 1924, salía al público la revista Archivos del
Folklore Cubano, con 96 páginas de texto y formando
cada cuatro números un volumen.
Consideramos de interés detenernos en el esfuerzo
que significó el mantenimiento de esta publicación, ya
que ello revela otra faceta de la personalidad de Ortiz, su
incansable dedicación a las labores como propulsor o
continuador de empresas culturales, en este caso direc-
tamente relacionada con la cultura popular.
En las tres primeras sesiones de la Junta de Gobierno
de la Sociedad se propuso recabar del señor Secretario
de Instrucción Pública una ayuda económica del Gobier-
no para sostener la publicación, dado que la Sociedad no
tenía ingresos de ninguna clase; luego de efímera espe-
ranza, se conoció que nada podía esperarse en tal senti-
do. La Sociedad acordó editar la revista por cuenta propia.
Unos pocos años después, luego de haber apareci-
do ocho números de la publicación, a través de un estado
de cuenta, conocemos que la Sociedad no había tenido
otros gastos que los que correspondían a la impresión y

62
envío de la revista, ni otros ingresos que los obtenidos
por concepto de suscripción (40 subscriptores para el
primer volumen y 32 para el segundo) y de los anuncios
de novedades bibliográficas que en ella se publicaban.
Las diferencias entre los ingresos y egresos arrojaba
un saldo desfavorable de cerca de quinientos pesos, que
habían sido absorbidos por el Director de la publicación,
el doctor Ortiz. Éste hizo constar que cedía en beneficio
de la Sociedad las cantidades abonadas por él, pero que
no le era posible continuar sufragando el desbalance eco-
nómico de la revista; que había recibido una proposición
de la casa impresora en la que se comprometía a conti-
nuar imprimiendo la revista, manteniendo la publicación
de las páginas de anuncio de libros que venía haciendo,
con las mismas características tipográficas que hasta el
momento, si la misma fuese de propiedad del doctor Ortiz
y no de una entidad social; y que de aprobarse dicha
proposición su aceptación estaba apartada de toda idea
de lucro o ventajas económicas; que no habrían de pro-
ducirse; pero que consideraba que era un deber de todos
continuar la labor emprendida. Mediante esta imprevisi-
ble solución económica la revista continuó publicándose
hasta alcanzar los 19 fascículos en el tercer trimestre de
1930, en que Ortiz toma el camino del exilio por su actitud
ante la dictadura machadista.
La revista publicó trabajos originales de autores cu-
banos y extranjeros, traducciones y reproducciones de
verdadero interés desde puntos de vista teóricos,
metodológicos o de información sobre el quehacer cultu-
ral de nuestro pueblo. Naturalmente, Ortiz publicó en ella
trabajos significativos dentro de su obra, tales como «La

63
fiesta afrocubana del Día de Reyes» y «Los negros cu-
rros». Pero sobre todo debemos destacar una serie de
secciones fijas, compiladas y en muchas ocasiones total-
mente por él redactadas. La sola mención de sus títulos
pueden dar una idea de la variedad de aspectos de la
cultura tradicional allí tratados: «Personajes del folklore
cubano», «Juegos infantiles cubanos», «Folklore religio-
so del cubano», «Costumbres populares cubanas», «Fol-
klore médico», «Cuestionario folklórico» y
«Collec-tánea», donde se incluían aquellas informacio-
nes que por su carácter no correspondían a ninguna de
las otras secciones.
En otro esfuerzo institucional, esta vez de un carác-
ter menos generalizado, pero de mayores posibilidades
de profundizar en el laboreo de las ricas vetas de las cul-
turas africanas que se integraron a nuestra cultura, cuan-
do ya Ortiz pudo contar a su alrededor con una serie de
interesados estudiosos, en gran medida formados en el
estudio de sus obras y beneficiados de su acertada orien-
tación personal, el 1 de julio de 1936 se crea en La Habana
la Sociedad de Estudios Afrocubanos, cuyos objetivos
vienen enunciados en el artículo segundo de su Estatu-
tos:

El objeto de la Sociedad de Estudios Afrocubanos


será el de estudiar con criterio objetivo los fenóme-
nos (demográficos, económicos, jurídicos, religiosos,
literarios, artísticos, lingüísticos y sociales en gene-
ral) producidos en Cuba por la convivencia de razas
distintas, particularmente de la llamada negra de ori-
gen africano y la llamada blanca o caucásica, con el

64
fin de lograr la inteligencia de los hechos reales, de
sus causas y consecuencias, y la mayor compene-
tración igualitaria de los diversos elementos inte-
grantes de la nación cubana hacia la feliz realización
de sus comunes destinos históricos.

Nuevamente la Presidencia que recae en Ortiz se apo-


ya en la Secretaría que desempeña Emilio Roig. La Socie-
dad editará igualmente una revista, Estudios
Afrocubanos, que alcanzó cinco volúmenes, y en la que
entre muchos trabajos de extraordinaria importancia para
la comprensión de la herencia cultural de origen africano
entre nosotros, se encuentran los estudios de Ortiz, tales
como «La religión en la poesía mulata», «La clave
xilofónica en la música cubana», «La música sagrada de
los negros yoruba en Cuba» y el informe que a nombre
de la Sociedad redacta para responder a la solicitud del
Alcalde Municipal, sobre si procedía apoyar el resurgi-
miento de las comparsas habaneras, en las fiestas
carnavalescas de 1937.
Unos años después Ortiz redactaría un extenso artí-
culo para el Programa Oficial del Carnaval Habanero de
1954, que es nuevamente una documentada defensa de
las comparsas habaneras:

Los prejuicios racistas y coloniales, que por desgra-


cia aun no han desaparecido totalmente de Cuba,
quieren hacernos creer que tales comparsas son «co-
sas de negros» y de esclavitud, que nos envilecen.
¡Mentira! Todos los pueblos tienen sus comparsas,
joyas del folklore, expresiones entrañablemente na-

65
cionales, como las músicas, las danzas, las pantomi-
mas, las canciones, los coros, los vestuarios, los jue-
gos y los cultos religiosos que provienen de las
ancestrales raíces de los pueblos y constituyen
expresiones vitales de su alma.

Esta comprensión y simpatía de Ortiz por los fenó-


menos culturales que se originan en las capas más humil-
des de cualquier país y particularmente del pueblo
cubano, han ido elevándose constantemente en el con-
tacto continuado con aquellos hombres que le abría los
caminos, cada vez más anchos y firmes, que le conducían
al conocimiento de sus tradicionales costumbres y for-
mas de pensamiento.
En un excelente artículo publicado en la Gaceta de
Cuba de enero-febrero de 1965, Calixta Guiteras nos en-
trega una valiosísima información sobre la manera en que
Don Fernando obtenía aquellos conocimientos que inú-
tilmente hubiese buscado en los libros. Durante perío-
dos que a veces se prolongaban años, Ortiz laboraba en
periódicas sesiones de trabajo con los mismos informan-
tes, o se hacía acompañar de ellos a los lugares de cultos
o de otras actividades rituales, unas veces como
introductores a medios difíciles de penetrar, y otras, las
más de las veces, cuando ya se había ganado la confian-
za de los creyentes, para que le explicasen prolijamente
todo cuanto había observado pero cuyo significado ínti-
mo ignoraba.
La doctora Guiteras logró la colaboración de dos de
los más continuos y valiosos informantes de Ortiz, a quie-
nes les dedicó elogiosas líneas de reconocimiento al co-

66
mienzo de su más extensa obra, Los instrumentos de la
música afrocubana, mencionándolos como «los Sres. Raúl
Díaz y Trinidad Torregosa, muy eruditos, expertos y con-
sagrados tamboreros o alañas de los ritos afroides». Esta
cita bastaría para mostrarnos la estimación que Ortiz con-
cedía a sus humildes colaboradores.
La autora nos habla de las relaciones que Ortiz había
establecido con cada uno de ellos. Trinidad Torregosa
mencionaba cómo lo conoció en casa de Josefa Herrera,
Pepa, la renombrada iyalocha de Regla, cuya «casa de
santo» fue la primera que salió en la tradicional proce-
sión de los impropiamente llamados «cabildos» el 9 de
septiembre de cada año, para deambular por toda la po-
blación con sus imágenes católicas, sus cantos en len-
gua yoruba y sus toques de tambores batá. Pepa tuvo
muy intensas relaciones de amistad con Ortiz, quien fue-
ra seleccionado por sus deudos para despedir el duelo
ante la numerosa concurrencia.
A una solicitud de Ortiz de que se le indicara una
persona que pudiese informarle sobre los cantos y los
toques de tambor, Pepa no vaciló en recomendarle a Tri-
nidad; posteriormente éste le presentaría a Raúl Díaz como
conocedor de los rituales abakuá y congo.
Trinidad y Raúl describen cómo trabajaron durante
muchos años en encuentros con Ortiz cuatro veces por
semana, en sesiones de trabajo que se efectuaban en su
casa particular, y otras veces en la del maestro de músi-
ca Gaspar Agüero, quien realizaba las anotaciones mu-
sicales de los cantos y toques que dichos informantes
interpretaban. Ambos recordaban, con emocionada gra-
titud, las atenciones y delicadezas que Ortiz había teni-

67
do siempre con ellos.
Otro testimonio de este trato fraterno lo debemos a
Medardo Vitier, quien en ocasión del Homenaje por el
sexagésimo aniversario de la primera publicación de Ortiz,
efectuado en el Palacio de Bellas Artes el 28 de noviem-
bre de 1955, nos dejó esta revelante escena, no sólo de
su actitud, sino de las incomprensiones que la misma
podía levantar en tiempos donde aún se mostraban con
fuerza los prejuicios raciales y las preocupaciones ante
las manifestaciones populares.
Narra Vitier un acto de la Hispano Cubana de Cultu-
ra, que Ortiz presidiera, en una conferencia suya que ilus-
traba una demostración realizada por cantantes,
tamboreros y danzantes que allí reproducían lo que so-
lían ejecutar en la intimidad de sus templos.
El acto público había terminado, y cuando los
ejecutantes salían del escenario, Don Fernando
gentilmente los acompañaba. Entre el público quedaba
absorta una persona, que no le quitaba la vista, mientras
movía su cabeza en silencio. Vitier a su vez la observaba,
y por más ilustrativa, debemos recoger la escena en sus
propias palabras:

Yo esperé hasta ver su reacción final, y en efecto,


exclamó en tono de indulgencia casi compasiva: ¡Dios
lo bendiga! Aquella frase, por la ine-fable expresión
del rostro, podía traducirse por esta otra: «Éste no
tiene remedio.» Al fin, cuando la ancha figura del
Maestro desapareció entre bastidores, el perplejo
espectador completó su soliloquio, moviendo de
nuevo de cabeza y exclamando: «¡Está loco!»

68
Otra muestra de la personal relación que Ortiz de-
sarrollaba con sus colaboradores e informantes la te-
nemos en sus propias palabras, referidas al tocador y
constructor de tambores batá, Pablo Roche. Segura-
mente cuando lo conoció ya Pablo era un hombre de
edad avanzada, pero de un enorme prestigio como con-
tinuador de la tradición no escrita de ejecutar los nu-
merosos y difíciles toques rituales.
Pablo fue un factor decisivo de que en la noche
del 30 de mayo de 1936, desde el escenario del Teatro
Campoamor, se presentasen por primera vez, en forma
no ritual, los toques de los tambores batá, ilustrando
una conferencia de Ortiz sobre la música sagrada de
los yoruba en Cuba, probablemente la misma a que se
refiere la anécdota narrada por Vitier.
Para poder hacer esta presentación en forma profa-
na, debió encomendarse a Pablo la construcción de un
juego de tambores que no fueron consagrados según
los ritos tradicionales; Pablo aceptó también tocar esa
noche y Ortiz reconoció públicamente esta colabora-
ción y le dedicó estas generosas palabras:

el kpuatakí de la presente orquesta de batá [es decir,


el principal o jefe de la orquesta], que hoy sale de los
templos para ofrecer pública, noble, generosamente
y por primera vez en la historia de Cuba, el tesoro
estético de su ancestral música sagrada, en las que
fueron ya maestros como él, su padre y bisabuelo, es
el tan modesto como prodigioso músico cubano,
señor Pablo Roche, a quien los fieles de sus festiva-
les religiosos apellidan Okilakpua, que quiere decir

69
«brazo maravilloso». ¡Ahí lo tenéis! Su acto de hoy,
armonizando las tradiciones crípticas de sus antepa-
sados, el respeto de sus milenarias creencias
precristianas, la maestría de su propio arte y la con-
ciencia de sus deberes cívicos de cultura, tolerancia,
y cubanidad, merece nuestra profunda gratitud. A él,
a Pablo principalmente, será debido si desde hoy
podrán fluir a la luz del sol, sin sacrilegios ni temores
incultos, nuevos raudales de arte para gloria de la
música nacional de Cuba y sus repetidos aportes
universales.

Pocas veces en la literatura científica hemos encon-


trado un reconocimiento tan generosamente expresado a
un humilde colaborador por acrecer los conocimientos
que el científico está obligado a recoger y difundir por-
que no se pierdan cuando se quiebre la débil cadena de la
transmisión oral.
Ortiz no recogió solamente el dato necesario de su
incansable dedicación a la lectura, a la que dedicaba va-
rias horas cada día, ni de la acuciosa indagación a que
sometía a sus informantes en las largas y reiteradas se-
siones de trabajo.
Influido tal vez por aquel aprendizaje deambulatorio
que le propiciara en su juventud el profesor Sales y Ferré,
Ortiz fue visita periódica de cuantos lugares le ofreciesen
la oportunidad de ver y oír, de analizar y de comparar las
diversas manifestaciones de la cultura popular.
En las palabras suyas en el Club Atenas a que nos
hemos referido antes, Ortiz rememoraba su labor
investigativa de casi medio siglo, y refiriéndose a un pe-

70
ríodo comprendido entre la primera y la segunda década
de este siglo, expresaba:

Por entonces tuve yo la malaventura de meterme en


política y durante aquellos diez o doce años, ya muy
conocido y con cierta popularidad (...) iba por
Marianao, Regla, Guanabacoa y por ciertos barrios
habaneros en excursión exploradora de cabildos,
santerías, plantes, comparsas, claves, bailes, toques
y demás núcleos donde sobreviven las ancestrales
tradiciones del mundo negro (...)

En el artículo de Calixta Guiteras a que hemos hecho


referencia, sus dos informantes narran que Ortiz se tras-
ladaba a veces con ellos a otros lugares de la isla, donde
algún ritual, especialmente en ocasión de alguna fiesta
importante, ofreciera la posibilidad de nuevos conoci-
mientos.
Trinidad y Raúl expresaban que en estas ocasio-
nes, Ortiz nunca tomaba notas; en la primera oportuni-
dad se reuniría con ellos, junto a las fichas en blanco,
para reconstituir lo que habían presenciado y «conocer
el significado de cada objeto, de cada palabra, de cada
gesto y el propio orden observado».
Ortiz no desaprovechó nunca tampoco cuando la
casualidad le permitió indagar en el seno de nuestro
pueblo algún dato que acreciera el caudal que pacien-
temente atesoraba. Una muestra de esta curiosidad cien-
tífica siempre insatisfecha la tenemos en un vívido
relato que aparece en el artículo antes mencionado
sobre el descubrimiento de un sitio arqueológico

71
indocubano en la Ciénaga de Zapata:

Allí, en aquellas soledades, habitadas por cocodri-


los y otras alimañas, encontramos una familia negra
que estaba pescando y tuvimos una sorpresa. Una
morena viejecita nos saludó en francés; en francés
haitiano, pero en francés al fin, con gran asombro de
los que nos rodeaban.
Aquella familia era mezcla de congos portugueses y
de lucumíes. Llevaban al cuello los típicos collares
fetichistas de los yorubas. Les hablé de Changó y
de Orunla y ellos se sorprendieron de eso, aún más
que nosotros de su lenguaje francés, no compren-
diendo cómo un blanco sabía esas cosas.
Cuando nos alejábamos por el río, antes de desapa-
recer a sus ojos, tras la lujuriosa flora que lo bordea,
una negra medio desnuda, apenas vestida con un
paño arrollado a la cintura, como un malafilisui de
África, me gritó: «¡Que Yemanyá te ampare!» y
Yemanyá, la diosa lucumí de las aguas, fue buena,
pues sin tropiezo seguimos los vericuetos del río
bordeando el cayo, que ya anochecido, abandona-
mos con la tumba de los aborígenes de Cuba.

La constante dedicación y la inteligente dirección de


la indagación bibliográfica que ejercía en cuanto libro
cubano o extranjero, de respetable antigüedad o de últi-
ma novedad, o en publicaciones seriadas o revistas tu-
viese a su alcance; el continuado laboreo con informantes,
cuidadosamente seleccionados para llenar las lagunas
de los textos escritos o para confirmar su validez; el fre-

72
cuente trabajo de campo que le llevaba a visitar todo sitio
prometedor de nuevos conocimientos, posibilitaron en
Ortiz un absoluto señorío sobre algunas parcelas de la
cultura popular tradicional, como la música, las danzas y
los instrumentos musicales de origen africano o creación
criolla a partir de aquel origen.
Aunque tales temas, como en los contados ejemplos
que hemos señalado, tuviesen una antigua presencia en
la obra de Ortiz, en cursos universitarios, conferencias,
folletos y artículos, es a partir de la segunda mitad de los
años cuarenta que alcanzan su mayor difusión. Numero-
sos artículos en revistas extranjeras o cubanas, princi-
palmente en Revista Bimestre Cubana y Bohemia, iban
revelando novedosos o poco conocidos aspectos de la
música afrocubana y sus relacionadas actividades
danzarias.
En 1950 comienza Ortiz la publicación de una colec-
ción de libros que pueden considerarse como un trabajo
totalizador acerca de las actividades musicales y danzarias
de origen popular. En esa fecha aparece La africanía de
la música folklórica de Cuba, que se continúa al siguien-
te año con Los bailes y el teatro de los negros en el
folklore de Cuba, y se prolonga entre 1952 y 1955 con los
cinco tomos de Los instrumentos de la música
afrocubana.
En el espacio de cinco años Ortiz entrega a la impren-
ta tres obras, con siete volúmenes que sobrepasan la
cifra de 2700 páginas: más de 700 ilustraciones que com-
prenden fotografías originales y de archivo, grabados
antiguos, dibujos y anotaciones musicales; más de un
millar de libros o artículos consultados.

73
En la imposibilidad de reseñar tan vasto contenido,
basta recordar que en las dos primeras obras aparecen
capítulos sobre «La sociabilidad de la música
afrocubana», «Los bailes de los negros», «La pantomima
y el teatro entre los negros», «La música afrocubana y la
indocubana», «La expresividad musical y oral de los ne-
gros de África», «Orígenes de la poesía y el canto entre
los negros africanos», «Los ritmos y las melodías en la
música africana» y «La música instrumental y coral de
los negros», mientras que en la tercera obra se presenta
un pormenorizado análisis de cientos de instrumentos de
uso en Cuba.
Una reseña extranjera publicada en una revista espe-
cializada en musicología, al referirse solamente a las dos
primeras obras mencionadas, dice que «aparentemente
toda una vida de estudio dedicada a un tema parece pe-
netrar y extenderse más y más en su contenido».
Fortalecido y confirmado este sintético juicio con la
publicación de esa asombrosa hazaña intelectual que
constituye Los instrumentos como obra individual, pu-
diéramos ampliarlo hasta comprender toda la obra de Ortiz
dedicada al estudio de la cultura popular tradicional.
A lo largo de una prolongada vida de trabajo no de-
cayó nunca su interés en esta temática, ganando cada
día en dimensión, lucidez y sapiencia; extendiéndose
hasta cubrir los más diversos aspectos del quehacer y el
sentir del cubano, penetrando hasta tocar las fibras más
íntimas de la identidad cultural de nuestra patria.
En su obra Don Fernando nos descubre una vez más,
como intuyera la fina sensibilidad de Juan Marinello; pero
aún más, Don Fernando nos rehace como nación, al

74
reencontrar la patria «hermosa y digna» que le augura-
ron los labios maternos en los lejanos días de su niñez
menorquina, y que supo mostrarnos, para que aprendié-
ramos de su glorioso pasado, modificáramos el penoso
presente que le tocó vivir y avizoráramos un futuro lumi-
noso que ayudó a adelantar y en el que ya estamos vi-
viendo.

75
Santería y candomblé: notas
preliminares para un estudio
comparativo*

Para los estudiosos de los sistemas mágico-religiosos en


estas amplias zonas mestizadas que algunos, como Roger
Bastide, han llegado a denominar Las Américas Negras,
uno de los fenómenos más interesantes es el de compro-
bar la reiteración de elementos míticos o ritualísticos de
un mismo origen africano, diseminados en diversas re-
giones de las tierras continentales o caribeñas.
Pero ha de resultar todavía más sugerente para un
análisis científico, el constatar la vigencia de dos cultos
sincréticos de un reconocido origen africano que repiten,
en considerable medida, sus elementos integrativos, tan-
to los que proceden del sistema religioso africano que les
dio origen, como aquellos otros tomados del culto católi-
co al cual se han amalgamado, sin que pueda considerar-
se que ha mediado entre ambos cultos afroamericanos
ningún contacto significativo de personas ni ningún flu-
jo importante de ideas de uno al otro.
Originadas ambas manifestaciones sincréticas en el
culto a los oricha de la etnia yorubá de la costa occiden-
tal de África, en territorios de las actuales repúblicas de
Nigeria y de Benin y amalgamados con elementos del
culto católico procedentes de la Península Ibérica, de las
naciones colonizadoras de España y Portugal, se confor-
maron de una parte en la llamada Santería o Regla de
Ocha, que tuvieron sus comienzos en la región occiden-

76
tal de Cuba dentro del grupo étnico aquí llamado lucumí,
y de la otra en el denominado Candomblé, cuyos princi-
pales componentes étnicos se conocieron con los
etnónimos de nagó, queto e ijexá, que se agrupaban en la
ciudad de Salvador, comúnmente llamada Bahía, por ser
la capital del estado de este nombre en Brasil.
Repasando la amplia bibliografía sobre los numero-
sos cultos que se han creado en las Américas teniendo
como componente alguna forma de religión o de magia
africana, se puede afirmar que en este caso se va a encon-
trar un sorprendente grado de semejanza entre estos dos
sistemas religiosos tan distantes entre sí geográficamente
y a los que no puede atribuirse relación alguna en su
formación y posterior desarrollo.
No se ha producido un estado tal de similitudes ni
siquiera con aquellas otras manifestaciones sincréticas
afroamericanas donde han entrado a formar parte tam-
bién elementos de esa misma religión africana, como es el
caso de los oricha convertidos en loá individualizados,
que son objeto de culto en el vodú haitiano, ni cuando
forman un conjunto más colectivizado y estructural en el
Shango Cult, de la isla Trinidad.
Naturalmente que al establecer este grado de simili-
tudes lo hacemos entre aquellos sistemas religiosos en
su fase primigenia, pues ambos han actuado como patro-
nes o modelos para la creación de otros cultos en sus
respectivas regiones, como ha sucedido en el Brasil con
el llamado Xangó en los estados de Pernambuco y de
Alagoas, o el de Batuque en el estado de Porto Alegre; y
mucho menos a los que se han conformado por la incor-
poración al candomblé ya establecido de elementos de

77
otros cultos también con anterioridad formalmente es-
tructurado, como el caso de las casa-templos denomina-
do nagó-vodunsi, por la amalgama con elementos
originados en los cultos brasileros de los vodun
dahomeyanos, o nagó-muçurumin, por la incorporación
de creencias y rituales tomados de cultos locales funda-
mentados en la religión islámica, tan difundida ya en la
época de la trata en el África Occidental.
Y para Cuba, un tanto debemos reconocer la identi-
dad étnica yorubá en las casas de santo denominadas
iyesá, tenemos que señalar como una forma de integra-
ción de elementos de otras procedencias étnicas, aque-
llas casas menos definidas y que antiguamente se
conocían como de lucumí crusao.
Debemos interesarnos ahora por exponer el carácter,
la importancia y el alcance del sistema religioso que apor-
taron a nuestros pueblos americanos los yorubá, el lla-
mado en la literatura especializada en idioma inglés Orisha
Cult, es decir, «el culto a los oricha».
Si buscamos una descripción en un texto actualiza-
do pero tan generalizador como debe ser una obra de
consulta, en este caso el Dictionary of Religions de la
editorial inglesa Penguin, cuya primera edición es de 1984,
encontramos la siguiente entrada:

Religión yorubá —Los yorubá, un pueblo de unos


diez millones de personas en Nigeria occidental, tie-
ne una religión que varía considerablemente en cada
provincia y ciudad. Ésta pudiera ser descrita como
formada por muchas religiones. Tienen en común
una creencia fundamental, expresada

78
antropomórficamente en un dios supremo, Olorun
(dios del cielo) u Olodumare (cuyo significado es
oscuro). Su primacía en mitos, proverbios y aun en
ocasionales plegarias individuales, es clara; sin em-
bargo, la religión yorubá actualmente está caracteri-
zada menos por Oludumare que por una multitud de
oricha, con difusión de templos, sacerdotes, festi-
vales y sacrificios. No hay ahora casi ningún culto
público a Olodumare, ni se le menciona en los oriki
de los rituales a los oricha; así que la religión yorubá
aparece como politeísta, a pesar de que cada oricha
es casi culturado monoteís-ticamente. El complejo
sistema de adivinación llamado Ifá es muy impor-
tante, actuando como un efectivo factor unifica-
dor a través de los cultos.
La religión yorubá está entre aquellas más exitosas
en el África actual. Su culto a los oricha, la adivina-
ción y las sociedades secretas se han adaptado ple-
namente a la sociedad urbanizada e industrial, nota-
blemente el patronato de Ogún a los mecánicos y
conductores de ómnibus, y la popularidad de los
templos y festivales de Oshogbo, renovados por
Susanne Wenger, una iniciada en el culto a los oricha
desde la década de los 70.1

Detengámonos en dos de los aspectos que aquí se


consideran. Primero, la discusión entre el carácter

* Conferencia pronunciada en la Casa del Caribe (Santiago de


Cuba) el 4 de junio de 1988, durante el VIII Festival del
Caribe.

79
monoteísta o politeísta del culto a los oricha; y esto últi-
mo unido a la relación que se establece entre cada oricha
y un lugar o región determinada, constituyendo de he-
cho una agrupación de cultos locales, lo que dificultaría
su consideración como una religión nacional, aun si le
diéramos —como es apropiado— la estimación de nacio-
nalidad al pueblo yorubá, dentro de la entidad política
que constituye la nación federativa nigeriana.
Un autor de esta nacionalidad, el geógrafo Afolabi
Ojo, nos dirá respecto al primero de estos aspectos:

...la religión yorubá no es animista. Los yorubá (...) no


rendían culto a las montañas, los ríos, los lagos como
tales; por el contrario, ellos culturaban los espíritus
que había en ellos, al mismo tiempo que creían que
esos espíritus eran responsables ante Olodumare. En
este descansa la unicidad de la religión yorubá: en su
combinación de un politeísmo con la creencia en un
Ser Supremo, una marcada unidad en la diversidad.2

En tanto que un etnólogo europeo, el francés Pierre


Fatumbi Verger —igualmente, como la pintora alemana
antes mencionada, Susanne Wanger, también un iniciado
en el culto a los oricha en la propia África, de cuya inicia-
ción le proviene el nombre de Fatumbi con que firma ac-
tualmente sus trabajos científicos, con el significado de
«renacido en Ifá», o mejor, literalmente: «aquel que nació
de nuevo por la gracia de Ifá»— desde su experiencia
religiosa africana nos dice en relación con el segundo
aspecto:

80
En el África cada oricha estaba ligado originalmente
a una ciudad o a una región entera. Tratábase de una
serie de cultos regionales o nacionales. Shango en
Oyó; Yemoja en la región de Egba; Iyewa en Egbado;
Ogún en Ekiti y Ondé; Oshun en Ilesha e Ijebu; Erinle
en Ilobu; Longunede en Ilesha; Otin en Inisha;
Oshala-Obatala en Ifé, subdivididos en Oshalufon
en Ifan y Oshaguiyan en Ejigbo...3

Pero aún Pierre Verger precisará, en otro lugar del


propio trabajo, que la estrecha relación entre los oricha
con una determinada locación, hace que algunas de es-
tas deidades, culturadas localmente, sean desconocidas
o sustituidas por otras en diferentes localidades:

...aún no hay, en todos los puntos del territorio con-


siderado yorubá, un panteón de oricha bien jerar-
quizado, único o idéntico. Las variaciones locales
demuestran que ciertos oricha que ocupan una po-
sición dominante en ciertos lugares, están totalmen-
te ausentes en otro. El culto a Shango, que ocupa el
primer lugar en Oyó, es oficialmente inexistente en
Ifé, donde una deidad local, Ofamfe, ocupa su lugar
en el dominio del rayo. Oshun, cuyo culto es muy
destacado en la región de Ilesha, está totalmente au-
sente en la región de Egba. Yemoja, que es la sobera-
na en la región de Egba, no es siquiera conocida en
Ilesha. La posición de todos estos oricha está pro-
fundamente ligada a la ciudad donde figuran como
protectores: Shango fue, en vida, el tercer rey de
Oyó. Oshun, en Oshogbo, hizo un pacto con Laró, el

81
fundador de la dinastía de los reyes locales, y en
consecuencia, en esa región el agua es siempre abun-
dante. Oduduwa, fundador de la ciudad de Ifé, cu-
yos hijos se convirtieron en reyes de otras ciudades
yorubá, conserva un carácter más histórico y hasta
más político que divino. Veremos más adelante que
las personas encargadas de evocar a Oduduwa no
caen en trance, lo que destaca su carácter temporal.4

Es decir, que apartándonos por ahora de la conside-


ración teológica sobre si la creencia en la existencia de un
Ser Supremo es bastante para otorgarle el carácter de
monoteísta a esta religión, cuando en la práctica encon-
tramos que los cultos se dirigen a numerosas deidades
menores, vamos a fijarnos en la manera en que estos cul-
tos se desenvuelven, separadamente, digamos con un
cierto grado de autonomía, en regiones distintas.
La importante cita de Verger nos muestra la ausencia
en distintas localidades yorubá, al menos en el plano
ritualístico —ya que no es así en el mitológico— del culto
a deidades muy conocidas e importantes en otras regio-
nes, y cuyo desconocimiento no se produce solamente
como es de esperar entre las distintas poblaciones ameri-
canas donde se estableció una continuidad con el culto a
los oricha, sino en las propias comunidades de su país de
origen.
Afolabi Ojo se pronuncia, quizás bajo la influencia
de su condición de geógrafo, por establecer una relación
aún más directa con distintos factores que pudiesen dar
origen a estas relaciones con determinadas locaciones,
cuando nos dice:

82
Aquellas cosas asociadas con los dioses y diosas
de la religión yorubá tradicional, incluyen objetos
prominentes de la naturaleza, ancestros considera-
dos como conectados con el medio natural, y otros
fenómenos, que siendo inexplicables para la mente
de los yorubá, los hacen derivados de su entorno
natural.5

Resaltan aquí tres factores que pueden conformar


un asiento localizado del culto a un oricha determinado:
el de un accidente geográfico notorio, cuyas característi-
cas particulares promueven su divinización; la existencia
de ancestros que en el un tanto estrecho ámbito del asen-
tamiento tribal desenvolvieron su vida terrenal en con-
tacto directo con una localidad; y la de algún fenómeno
natural cuya actividad se podría establecer en relación
con una zona geográfica.
Pudiéramos acudir nuevamente a una generali-zadora
definición del diccionario editado en Inglaterra, tomando
el rubro Oricha en los aspectos que ahora nos interesan:

En general los oricha son caracterizados a la vez


como espíritus de la naturaleza y como figuras histó-
ricas, siendo descritos por los mitos como
definidamente antropomorfizados. Entre los más im-
portantes se encuentran Obatala (Orishanla), ori-
ginalmente reputado como el creador de toda la na-
turaleza, y en algunas referencias como padre de
todos los demás oricha; Orunmila, dueño del orá-

1
The Penguin Dictionary of Religions. Londres, Penguin, p. 358.

83
culo de Ifá; Eshu, el impredecible truquero, peligro-
so o maligno, con quien es importante conciliarse;
Ogun, patrón del hierro y de la herrería; Shango, ge-
nerador del trueno y del relámpago, pero también un
antecesor de los reyes de Oyó. Hay casi una infinita
variedad en la mitología y en el culto a los oricha;
pudiera ser erróneo pretender reducirlos a un siste-
ma homogéneo, por cuanto el lugar y el tiempo pro-
ducen diferencias tan notables.6

Estas deidades, estos oricha, que representan indis-


tintamente objetos de la naturaleza, o fenómenos natura-
les, o ancestros divinizados, que cambian además en el
espacio y en el tiempo, deben ser, por tanto, muy nume-
rosos.
Como los criterios en la bibliografía son muy diver-
sos, vamos a acogernos en esta ocasión a la autoridad de
un solo autor, de nuevo el científico Afolabi Ojo:

...los yorubá acreditan a sí mismo tener cuatrocien-


tos una deidad. Este estimado no significa que sea
un número preciso, sino es la manera yorubá de refe-
rirse a una gran cantidad de cosas, aproximadamente
como cuando con igual sentido usamos la expresión
inglesa «un mil uno».7

Roger Bastide, el notable sociólogo francés que tan-


2
G.J. Afolabi Ojo. Yoruba Culture, a Geographical Analysis. Lon-
dres, University of London Press, 1966, p. 184.
3
Pierre Fatumbi Verger. Orixás, deuses iorubás na Africa e no Novo
Mundo. Ed. Corrupio. Salvador (Bahía), 1981, pp. 32-33.

84
to aportó al conocimiento de las religiones afro-brasileras,
nos ofrece la descripción de la estructura de los cultos
yorubá, para pasar más tarde a darnos a conocer lo que
estima son las diferencias esenciales que debieron sufrir
en un nuevo medio geográfico, pero sobre todo, en su
tan diferenciado status social en las tierras americanas:

Sin dudas debemos subrayar, como punto de arran-


que de nuestro análisis, dos grandes diferencias en-
tre las religiones yorubá de África y de América. En
Nigeria el culto de los dioses (oricha) está ligado a la
vez con los linajes y con las cofradías; el oricha es
considerado como el fundador de la estirpe y su cul-
to es oficiado por el jefe del linaje más anciano, trans-
mitiéndose de generación en generación pero sin tran-
ce místico; por otra parte, ciertos miembros del linaje,
más también otras personas ajenas a él, pero que
han sido reclamados por la divinidad (por ejemplo,
después de una enfermedad o de un sueño), consti-
tuyen cofradías, cuyos miembros bailan en honor
del oricha y son poseídos por él. Se dice de los pri-
meros que son «hijos de los oricha» y de los segun-
dos que «han nacido» de ellos. Sin embargo, la es-
clavitud, como ya lo hemos indicado varias veces,
destruyó totalmente los linajes. Aunque la idea de
una herencia dejada por el oricha y transmitida tan-
to por la línea femenina como la masculina continúa
existiendo en América, la única realidad que ha podi-
do subsistir es, forzosamente, la de las cofradías. El
culto del linaje familiar ha desaparecido.8

85
Esto tiene, naturalmente, una gran importancia. La
esencia del culto nigeriano era fundamentalmente la de
un culto que se desarrolla en el seno de la familia, aunque
tuviese manifestaciones públicas en la actualmente de-
nominada «fiesta anual» del oricha, y lo tuviese igual-
mente en el templo público dedicado a él , con un
sacerdocio especializado en su culto. Pero en América,
imposibilitado de subsistir este culto familiar, por disolu-
ción de la familia originaria mediante la esclavitud, el cul-
to debió pasar a funcionar en el seno de una familia ritual
en sustitución de la familia natural.
Bastide nos continúa diciendo:

Pero aquí es donde encontramos la segunda diferen-


cia. En Nigeria existe una cofradía para cada oricha.
Esto no es posible en América, sobre todo cuando la
«nación» reconstituida no podía abarcar a toda una
etnia, sino solamente a los esclavos oriundos de una
misma ciudad, como Ketu u Oyó. Los sacerdotes se
han visto obligados a agrupar en una organización
única a todos los devotos de todos los oricha y así
el culto no consiste en llamar a uno de ellos en parti-
cular, sino en llamarlos a todos, unos tras otro, se-
gún un determinado orden jerárquico llamado xiré.
Esto entraña, desde el punto de vista de los fenóme-
nos ligados al trance, una interesante consecuencia,
y es que en África, generalmente, todo se interrumpe
en el momento en que una persona es poseída, mien-
tras que en América habrá una multiplicidad de po-

4
Ibídem,p.17.

86
sesiones divinas simultáneas.9

Es decir, que en estos cultos a los oricha, que ya no


pueden continuar practicándose como independientes
en el seno de la familia extendida africana, van a recrearse
como cofradías religiosas dentro de comunidades que
tenían un mismo origen étnico y que vamos a conocer
con las denominaciones genéricas de nagó para el Brasil
y de lucumí para Cuba.
Y ante la imposibilidad de reconstituir el sistema de
cultos individualizados dedicados a cada oricha, debie-
ron sintetizarlos en un ritual que comprendiesen a aque-
llos que consideraban más importantes, o que eran los
más funcionales en las nuevas condiciones de vida que
se les imponía, o simplemente, porque en el seno de tal
comunidad hubiese un núcleo numeroso de practicantes
o una fuerte personalidad ligada a ese culto específico.
Para alcanzar esta expresión sintetizadora los gru-
pos étnicos de nagó y lucumí debieron modificar no sólo
sus conceptos religiosos, sino adoptar las fórmulas
ritualísticas que garantizasen la permanencia del culto.
Por razones de tiempo no podemos detenernos en
detallar los importantes cambios realizados para ajustar-
se a las nuevas necesidades rituales, pero quisiéramos al
menos señalar cómo determinadas prescripciones de obli-
gado cumplimiento en América, no existen en África, como
el denominado xiré en Bahía, que allí también se denomi-
na oró, con un vocablo que muestra su identidad con el
imprescindible oru, que en la Santería cubana tiene igual-

5
Afolabi Ojo. Op. cit., p. 159.

87
mente la función de hacer que se le rinda culto, con un
riguroso orden ritual, a los oricha principales.
O cómo con igual sentido se creó entre nosotros el
«canastillero», que tiene la misma función de rendir culto
a ese grupo de oricha. Igualmente observando la
jerarquización que le corresponde dentro de un orden
espacial, tal como en el oru o el xiré se manifiesta en un
orden temporal, en este último caso musical y danzario.
Luego de esta breve consideración del ingrediente
tomado al culto a los oricha yorubá, pasemos al otro
integrante principalísimo (aunque hay otros más, por
supuesto) que se amalgama en ambos sistemas religio-
sos del Candomblé y la Santería. Nos referimos a los
elementos tomados en préstamo al catolicismo.
En Nigeria no vamos a encontrar antecedentes de
este sincretismo. No es que allí el culto a los oricha no se
haya amalgamado con elementos del cristianismo, dando
nacimiento a diferentes cultos sincréticos, pero éstos no
han sido tomados de los dogmas o de las prácticas de la
religión católica, sino de los correspondientes a la iglesia
anglicana o, más recientemente, de las sectas protestan-
tes, por lo cual su sincretismo no se dirige a identificarse
con santos católicos, sino con figuras míticas del Viejo y
Nuevo Testamento.
Bastide dice que el brasileiro Nina Rodrigues fue el
primero que llamó la atención sobre el sincretismo entre
los oricha y los santos católicos, y que luego de hacer
una distinción de cómo se representaba entre los africa-
nos que aún pudo conocer en Bahía y entre los negros,
6
The Penguin Dictionary. Op. cit., p. 242.
7
Afolabi Ojo. Op. cit., p.164.

88
criollos y mulatos, analizó cómo se producía en uno y
otros grupos.
En efecto, el maestro bahiano nos ofrece estas inte-
resantes observaciones:

...si en el negro africano había y aún hay una simple


yuxtaposición de las ideas tomadas de las enseñan-
zas de la religión (católica) con las ideas y creencias
fetichistas traídas desde el África, en el criollo y en
el mulato hay una tendencia manifiesta e inconteni-
ble a fundir esas creencias, a identificar esas ense-
ñanzas.10

Debemos recordar que Raimundo Nina Rodri-gues,


cuyos trabajos de campo fueron realizados en las últimas
décadas del siglo XIX, pudo tratar todavía grupos de afri-
canos de una parte, y de su descendencia de otra, en el
desempeño de su profesión de médico legista y en el
ejercicio de la psiquiatría entre las clases más humildes
de Bahía.
Esto le permitió relacionarse con los miembros del
candomblé en fecha tan temprana y ganar su confianza,
hasta el punto de haber sustentado el cargo de ogán en
el prestigioso terreiro de Gantoia, cargo que como él
mismo afirmaba: «son los responsables y protectores del
candomblé (...) teniendo obligaciones limitadas y dere-
chos muy amplios».11 Digamos, de pasada, que esta je-
rarquía, que sepamos, no ha existido en la Santería
cubana.
Nina Rodrigues tenía, pues, una información de pri-
mera mano sobre estos cultos y, en este caso, sobre el

89
sincretismo orixá-santo. Él plantea que los creyentes «es-
tablecieron en cada caso una equivalencia, que fácilmen-
te se convirtió en identidad», y que en algunos casos
esta «equivalencia está hecha y es fácil de seguir el pro-
ceso mental y las analogías en que se fundamenta; para
otros es menos clara y en algunos casos aún no unifor-
me».12
En su exposición va destacando algunas de las mo-
tivaciones que fueron tenidas en cuenta para establecer
dichas equivalencias. Así Oxosi, que «era un cazador afa-
mado, que muchas veces anduvo a caballo y se sirvió de
una lanza», se identifica con San Jorge; Obatalá se equi-
para con el señor de Bonfim, tal vez por el hecho de que
la Iglesia a él dedicada está en una colina —y en el Brasil,
al igual que en Cuba, se cree «que el viejo está en la
loma»— o por el enorme prestigio y la posición que am-
bas figuras ocupan en sus respectivos cultos.
Y en un caso que nos parece conveniente destacar,
Nina encontró que Xangó era identificado por aquellos
años en Bahía con Santa Bárbara y es interesante repetir
el análisis que hace del proceso de la equiparación entre
ambas figuras míticas:

Así, en todos los terreiros y para todos los negros


que conocen los cantos africanos, Xangó es el equi-
valente de Santa Bárbara o es la propia Santa Bárba-
ra. Mas siendo masculino Xangó y Santa Bárbara
del sexo femenino, era preciso que entre ellos hubie-

8
Roger Bastide. Las Américas Negras. Alianza Editorial. Madrid,
1969, p. 112.

90
se en común un punto de contacto tan capital que
tornase secundaria la diferencia de sexo. Xangó es el
dios del trueno y es representado por los meteoritos,
hacha de piedra o piedras de rayo. Santa Bárbara es
a su vez la patrona para las tempestades y los rayos,
de las cuales fue víctima. Como es el sentimiento del
temor provocado por este fenómeno físico del rayo
y del trueno lo que constituye el elemento funda-
mental de las creencias y originan la invocación a su
patrono, la identidad esencial de los protectores fue
más fuerte que su diferencia de sexo.13

Actualmente en Bahía esta identidad Xangó-Santa


Bárbara no existe: el dueño de los rayos se equipara a
San Jerónimo, y Santa Bárbara ha pasado a identificarse
con Iansan —que entre nosotros más bien se le conoce
como Oyá (aunque no se desconoce su otra identidad),
considerada una de las tres esposas principales de
Changó en la mitología que aquí se conserva.
Roger Bastide llama la atención sobre este cambio,
tomando como prueba que el sincretismo orixá-santo no
es algo «rígido y cristalizado», sino más bien «fluyente y
móvil».
Estas equivalencias que se señalan para el Brasil,
aún no coinciden en muchos casos con las de Cuba;
pensamos que no se diferencian en las motivaciones que
allí les dieron origen. No consideramos necesario reseñar
esas equiparaciones realizadas en Cuba por ser de todos
conocidas.

9
Ibídem, p. 113.

91
Pero no se agotan en Cuba ni en Brasil con éstas,
identificaciones entre las deidades africanas y los santos
europeos, entrecruzamiento litúrgico con los ritualismos
tomados del catolicismo.
Discúlpensenos que nos autocitemos extensamen-
te para señalar estas interrelaciones respecto a Cuba:

En primer término a la resultante de la identidad


oricha-santo católico se le denomina en el lenguaje
corriente «el santo». Esto ha dado lugar a que el
culto se le conozca como santería y a sus practican-
tes como «santero» y «santera».
Todo creyente, aunque haya pasado por el proceso
de iniciación tan marcadamente africano y recibida la
deidad en piedra, la tendrá representada en su casa
por una imagen católica, en una escultura de yeso o
de madera, o una litografía, y muchas veces se la
colgará al cuello en una medalla de metal.
El día señalado para cada santo en el santoral católi-
co es observado por las personas que han recibido
la deidad. Así, determinadas fechas son conmemo-
radas con fiestas y rituales que, en la mayoría de los
casos, se apartan de las formas oficiales de la Iglesia.
Estas fiestas pueden incluir un toque con los tambo-
res litúrgicos batá o de los güiros llamados abwes,
ambos de origen yorubá, danzas, ofrendas de comi-
das a los «santos» y banquetes rituales. (...)
Ningún núcleo debidamente organizado de la sante-
ría otorgaría el derecho a iniciarse a un creyente que
no esté previamente bautizado por la Iglesia; y una
visita a un templo católico debe considerarse como

92
parte del proceso de la iniciación. El culto de los
muertos, con un complejo ritual en el caso de un
santero fallecido, incluye una misa de difuntos en
una iglesia.14

Omitiendo algunos detalles, como los referidos a los


tambores batá, que nunca existieron en el Brasil, en lo
esencial aquellos aspectos ritualísticos que se trasladan
desde los cultos católicos, funcionan con igual sentido
en esa nación. La investigadora francesa Giséle Cossard-
Binon, que realizara trabajos de campo en Bahía, nos apor-
ta informaciones que subrayan algunas de las semejanzas
como las que hemos expuesto para la Santería:

La iniciación se termina con una misa de acción de


gracias en la iglesia de Nuestro Señor de Bomfin el
primer viernes que sigue a la salida de la reclusión,
quizás también con la visita a tres iglesias consagra-
das a diferentes santos.
Durante la agonía de un iniciado, no es raro que se
llame a un sacerdote para que le administre la Extre-
maunción; luego del fallecimiento, se hace decir la
Misa de los Siete Días, a la que asisten los parientes
y amigos, y los hermanos y hermanas de iniciación,
todos vestidos de blanco.
Otra misa cerrará las ceremonias funerarias (axéxé), tal
vez dentro del barrancao (la sala donde se celebran las
fiestas públicas) en la propia casa de culto, por un pa-

10
Raimundo Nina Rodrigues. O animismo fetichista dos negros
bahianos. Civiliçao Brasileira. Río de Janeiro, 1935, p. 171.

93
dre de la iglesia católica.15

Pudiéramos continuar señalando las esenciales se-


mejanzas y las circunstanciales diferencias en cada as-
pecto de los cultos respectivos de la Santería y el
Candomblé, pero las limitaciones de tiempo nos fuerzan
a reducir los aspectos a considerar y las citas en que se
fundamentan. Para terminar, nos apoyaremos una vez más
en Roger Bastide, para destacar las semejanzas en un
aspecto tan importante como es el de la jerarquía sacer-
dotal en ambos cultos. Dice Bastide:

Hemos propuesto para el Brasil dividir los sacerdo-


tes en cuatro categorías: la de los adivinos o babalao;
la de los recatadores, que en Nigeria están subordi-
nados a los de primera categoría, los olossain, liga-
dos al dueño de las hojas, Ossain; la de los
babalorixá o de iyalorixá, que están al frente de las
cofradías o candomblés... y finalmente, la de oré,
reunidos éstos en la sociedad secreta de los egún.
Por supuesto, que sólo hemos mencionado a los prin-
cipales sacerdotes: la comparación con África po-
dría llevarse más lejos: los babalawo tienen a su
lado unas ayudantes femeninas, las apetebí...16

Y poco después el propio Bastide nos va a dar lo


referente a Cuba:

11
Ibídem. p. 70.
12
Ibidem. pp. 173-174.

94
Encontramos en Cuba exactamente los mismos nom-
bres: babalao, apesteví, babalocha, iyalocha. Pero
no existe la sociedad de los egún. En Brasil, en cam-
bio, son los babalao, adivinos que utilizan el proce-
dimiento del collar de Ifá u opkuele, quienes tienden
a desaparecer, y poco a poco este procedimiento de
adivinación es sustituido por el del dilogún, con los
caracoles cauris, que ya no están relacionados con
Ifá sino con Exú. En Cuba, por el contrario, Bascom
llega a hablar de la existencia de 200 ó 300 babalao
únicamente en la ciudad de La Habana, y el culto de
Ifá, llamado allí Orumila, continúa siendo uno de los
más florecientes. Los procedimientos de adivinación,
bien que por mediación del opkuele o de los caraco-
les, son por cierto muy similares: pertenecen todos a
la gran familia de la geomancia y cada odu está liga-
do a historias que se conservan tradicionalmente lo
mismo en Bahía y en Recife como en Cuba.17

Apenas rozamos aquí uno de los elementos funda-


mentales de ambos cultos, el de la jerarquía sacerdotal y
para ello tratamos más bien de reflejar sus similitudes y
no abundamos en sus diferencias, aunque adelantare-
mos nuestro criterio de que en Bahía esta categorización
es más compleja que en Cuba.
Pero nos quedaría aún la descripción de otros as-
pectos como el de la expresión material de las deidades,
el trance místico, los distintos ritos adivinatorios, el len-
guaje ritual, los ritos iniciáticos, la música, los cantos, las

13
Ibídem. pp.173-174.

95
danzas, el vestuario, el espacio sagrado destinado a las
actividades rituales y tantos y tantos otros.
Pero el tiempo no da para más. En realidad pensamos
que estas notas, que quisimos presentar como prelimina-
res, apenas debieron titularse previas, como su propia
precariedad indica.

96
Retorno a las raíces (I):
Antonio Bachiller y Morales
y Emilio Roig de Leuchsenring*

El año 1989 cierra el centenario de dos necesarias conme-


moraciones en el proceso histórico de nuestra identidad
nacional: la muerte de Antonio Bachiller y Morales y el
nacimiento de Emilio Roig de Leuchsenring, cuyas vidas
se relevan en el arco de formación y redención de la na-
cionalidad cubana, registrada por ellos en la historia y las
tradiciones de su desarrollo intelectual.

Don Antonio Bachiller y Morales

En su capacidad de dibujar con unos breves trazos una


vívida imagen, José Martí, en un artículo que elaborara
precisamente en la ocasión de su fallecimiento y que pu-
blicara en El Avisador Hispanoamericano, en la ciudad
de Nueva York, el 24 de enero de 1889, nos ofrece estos
rasgos fundamentales de su actividad pública:

Americano apasionado, cronista ejemplar, filólogo


experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, aboga-
do justo, maestro amable, literato diligente, era orgu-
llo de Cuba Bachiller y Morales, y orgullo de su raza.

14
Isaac Barreal. «Tendencias sincréticas de los cultos populares
en Cuba», en Etnología y Folklore. La Habana, 1976, no. 1, p. 21.

97
Y es que en la pasmosa curiosidad intelectual que
supo poner al servicio de un pueblo que, en las décadas
que le tocó vivir, iba integrando aceleradamente los ele-
mentos constitutivos de una nacionalidad que se fomen-
taba contra el desconocimiento y la opresión colonialista,
quiso contribuir con una indagación enciclopédica —
como también ocurriese con otros destacados escritores
del siglo XIX cubano, aunque superándolos a todos en el
amplio espectro de su inquietud científica—, analizar y
sintetizar los más variados elementos que conformaban
la sociedad y el pensamiento de aquella época de funda-
ción y consolidación nacional.
Emilio Roig de Leuchsenring, en el capítulo que le
dedica en su obra sobre La literatura costumbrista de
los siglos XVIII y XIX (La Habana, 1962) intenta describir,
quizás sin abarcarla totalmente, esta gigantesca proyec-
ción de su obra, al decir:

De cultura vastísima, grande amor a los estudios y


laboriosidad incansable, Antonio Bachiller y Mora-
les, poeta en sus mocedades, fue autor dramático,
historiador, periodista, crítico, costumbrista, filóso-
fo, jurisconsulto, economista, agrónomo,
antropólogo, arqueólogo, profesor y hombre públi-
co.

Nació el 7 de junio de 1812 en la propia ciudad que lo


15
Giséle Cossard-Binon. «Origines lontaines du sycretismes
afro-catholique au Brasil et perspectives d´avenir», en Afro-
Asia. Salvador (Bahía), 1976, no. 12, p. 165.

98
vería morir, realizó estudios en el Seminario de San Carlos
y culminó su carrera de abogado en la Universidad
habanera, donde se gradúa en 1837 y en la cual sería
posteriormente catedrático.
Ya para esta fecha de su graduación, Bachiller había
publicado numerosos trabajos en distintas publicacio-
nes habaneras, labor a la que no concedió descanso, pues
continuadamente colaboraría en casi todos los periódi-
cos y revistas importantes de su época.
Fueron considerados notables sus aportes científi-
cos en los textos que imprimiera en los muy diversos
campos a que se dirigió su actividad intelectual, tales
como la historia (Cuba, monografía histórica, 1883), la
arqueología (Cuba primitiva, 1880), la etnología (Los
negros, 1887), los estudios filosóficos (Elementos de la
filosofía del Derecho, 1857), las técnicas agrícolas (Pron-
tuario general de la agricultura, 1856), y tantos otros.
Pero sin dudas, la obra que más influencia ha ejer-
cido hasta nuestros días, por la cuantiosa informa-
ción que posee, son los Apuntes para la historia de
las letras y la instrucción en la isla de Cuba, edita-
da en tres volúmenes en 1859-1861; el amplísimo re-
pertorio de obras y publicaciones cubanas que
cataloga, ha hecho se le considere, con justeza, como
el «Padre de la bibliografía cubana».
Fue muy estimada también la trascendente labor de
exposición de las más modernas tendencias del pensa-
miento europeo contemporáneo, que realizó desde su
cátedra de Filosofía en la Universidad. José Ignacio

16
Roger Bastide. Op. cit., p.114.

99
Rodríguez, quien fue discípulo suyo, nos ha dejado un
importante testimonio de su actividad docente, según
cita Francisco Calcagno en su Diccionario biográfico
cubano (Nueva York, 1878), al referirnos:

la posteridad siempre dirá de él que es más erudito


que filósofo; y esto lo digo no obstante que soy el
primero en proclamar, y ya lo he hecho en diversas
ocasiones, que a Bachiller debemos todos, de mis
tiempos a acá, cuanto sabemos del movimiento mo-
derno. Ninguno de nosotros supo que había un co-
munismo ni una filosofía alemana, y escuelas
racionalistas y filosofía práctica, sino cuando entra-
mos en la clase de Bachiller, que nos puso en rela-
ción con toda la gente de los tiempos modernos.

Como otros importantes científicos de nuestra pa-


tria, Bachiller hubo de ocuparse reiteradamente de la cul-
tura popular de nuestro pueblo. Recogió en numerosos
trabajos la vida social y las maneras en que se estimaban
o se denostaban las costumbres y los sentimientos sus-
tentados por las distintas capas populares.
La generalidad de esos trabajos aún se encuentran
desperdigados en las publicaciones periódicas de su épo-
ca, dificultándose por tanto su público conocimiento.
Apenas cinco de ellos fueron reproducidos por Fer-
nando Ortiz en la revista Archivos del Folklore Cubano,
casi todos presentados por su autor como «tradiciones cu-
banas» y las cuales atribuía —menos una— a leyendas

17
Ibídem, p. 115.

100
narradas por los descendientes de los indocubanos, a los
cuales Bachiller tuvo la oportunidad de conocer y tratar.
Estas «tradiciones» incluyen «Los ojos de Cucabá»,
«Jigües», «E1 barbujal», «Las siguapas» y «La cueva de
Chepa López», que aparecieron en los volúmenes I, II y III
(1924-1928) de dicha revista.
Es interesante también la descripción que hace de
las localidades cercanas en que acostumbraba alojarse,
para pasar sus vacaciones, la población habanera de más
amplios recursos económicos, lugares donde se desarro-
llaban algunas formas de diversión que recoge en la co-
lección de artículos Paseo pintoresco por la Isla de Cuba
(1841).

101
Y en una de las más importantes recopilaciones para
el conocimiento de las formas de vida populares cubanas
del siglo anterior, la colección de artículos Tipos y cos-
tumbres de la Isla de Cuba, por los mejores autores de
este género (editada por Miguel de Villa e ilustrada por
Patricio de Landaluze, La Habana, 1881), Bachiller fue el
encargado de redactar la «Introducción», y así mismo
aparecen cuatro trabajos suyos, titulados «Ogaño y an-
taño»; «Artículo de otro tiempo»; «Matilde o los bandi-
dos de la Isla de Cuba»; «Las temporadas; ni tipo ni
costumbres, pero todo junto en recuerdo», y «Las modas
al principiar el siglo XIX, Preliminares de un baile oficial en
La Habana en 1803, La estatua, Fiestas».
Hemos considerado la conveniencia de reproducir la
«Introducción», porque en ella aparecen el origen y el
carácter de la llamada «literatura de costumbres» y sus
comienzos en Cuba.
Con esta reproducción honramos no sólo al escritor
que se interesó por la cultura popular, sino al el cubano
honesto que, cuando se desatara la contienda por la libe-
ración nacional del yugo colonialista, prefirió en edad
avanzada abandonar el suelo patrio y las comodidades
del hogar para sufrir las inconveniencias de un exilio en
tierras pocos acogedoras, como nos describe Martí en el
artículo obituario que antes citamos:

dejó su casa de mármol con sus fuentes y sus flores,


y sus libros, y sin más caudal que su mujer, se vino a
* Publicado en la revista Signos, no. 38. Santa Clara, 1989, pp.
118-138.

102
vivir con el honor, donde las miradas no saludan, y el
sol no calienta a los viejos, y cae la nieve.

Emilio Roig de Leuchsenring

Uno de los más infatigables combatientes contra las


agresiones del imperialismo yanqui a nuestra patria y a
los demás pueblos de la magna patria latinoamericana,
que Martí integrara y definiera en su concepto de Nues-
tra América.
Nació en la Ciudad de La Habana el 23 de agosto de
1889 y desde muy temprano sus inquietudes patrióticas
le llevaron a mirar hacia su pueblo, su modo de vida, sus
anhelos y frustraciones.
«Desde sus días de estudiante despertó en Emilio la
afición literaria, interesándose en la literatura de costum-
bres, cuya investigación le inclinó en definitiva a la in-
vestigación histórica, como él mismo revelara», nos
expresa quien fuera su compañero de ideales y amigo,
Ángel Augier, en el prólogo a Tres estudios martianos
(1983), un libro que recoge sólo una pequeña parte de la
abundante bibliografía histórica elaborada por Roig so-
bre Martí.
Augier nos continúa informando de algunas de las
tempranas batallas cívicas que Roig emprendiera:

En 1923 estalló el movimiento estudiantil de reforma


universitaria que derivó a posiciones radicales bajo
el liderazgo de Mella, lo que propició la alianza del

103
estudiantado con las agrupaciones obreras, que dio
lugar al nacimiento de la Universidad Popular de José
Martí. Fue también 1923 el año de la histórica Protes-
ta de los Trece, de la que surgiera el combativo Gru-
po Minorista. En esas actividades estuvo presente,
en primera línea, Emilio Roig. Los acontecimientos
se precipitaban y le arrancaban de su bufete de abo-
gado, lo que en definitiva complacía a su tempera-
mento batallador.

Roig fue un público defensor de la gesta heroica de


Augusto César Sandino al frente de su pequeño «Ejérci-
to Loco», como fuese calificado por la desproporción
cuantitativa de las fuerzas con que enfrentaba a los inva-
sores de su suelo patrio.
Igualmente, el patriótico anhelo de su inclaudi-cable
posición antimperialista hizo que fructificase en los más
perdurables empeños como investigador y divulgador
histórico. Si uno de sus primeros trabajos impresos fue la
publicación de la conferencia sobre La ocupación de la
República Dominicana por los Estados Unidos y el de-
recho de las pequeñas nacionalidades de América
(1919), no cesaría posteriormente en su tarea de indaga-
ción y denuncia sobre las injerencias norteamericanas en
Cuba y en otras nacionalidades, particularmente en lo
referente a la colonización impuesta al hermano pueblo
de Puerto Rico. Se destacan entre sus alegatos
historiográficos los dedicados al estudio de la llamada
Enmienda Platt, los cuales desarrolló en numerosos artí-
culos y libros a partir de 1922, especialmente en su Histo-
ria de la Enmienda Platt. Una interpretación de la

104
realidad cubana (1935).
Durante toda su vida luchó también por la libertad
de conciencia en nuestra sociedad, oponiéndose al
clericalismo y a todas las maniobras de las clases dirigen-
tes encaminadas a imponer a nuestro pueblo el collar de
un dogma que tan tenazmente se había opuesto al ideal
independentista del cubano.
Fue Roig quien convocó a todo el pueblo a partici-
par en una campaña nacional «Por la Escuela Cubana en
Cuba Libre» (1941), en defensa de una enseñanza racio-
nalista en nuestra escuela pública, que fuese consecuen-
te con la libertad de cultos que se preconizaba en todas
las leyes constitucionales de la república burguesa.
Se distinguió igualmente en favor del reconocimien-
to de la más plena participación del hombre negro en la
sociedad cubana. Acompañó a Don Fernando Ortiz en la
creación de instituciones y órganos que proponían la
igualdad racial y la justa valoración de los aportes africa-
nos a la cultura nacional. Así, tomó parte en la constitu-
ción de la Sociedad de Estudios Afrocubanos (1936) y
tuvo la dirección de los cuatro primeros volúmenes de la
revista Estudios Afrocubanos (1936-1940).
Sus actividades como historiador comprenden de-
cenas de volúmenes de trabajos de su propia redacción,
así como otros con la compilación de importantes co-
lecciones de documentos y de estudios de numerosos
colegas. Junto a la edición de importantes fuentes de
datos como las Actas capitulares del Ayuntamiento de
La Habana, dio a la publicidad numerosas colecciones
dedicadas a Martí, Maceo, Máximo Gómez, Varela y Va-
rona, o sobre el desarrollo de las ideas políticas en la

105
colonia y en la república, muchos de cuyos textos se
formularon inicialmente en eventos organizados por el
propio Roig.
La constante labor de divulgación de sus conceptos
e ideas quizás no tiene parangón en ningún otro investi-
gador de las ciencias históricas en Cuba. Habiendo des-
empeñado cargos en la redacción de las más difundidas
revistas de su época, como Social y Carteles, cada se-
mana salían a la luz uno o más artículos suyos, a veces
bajo el tenue enmascaramiento de un seudónimo.
No menor importancia tienen las instituciones, orga-
nismos y congresos que se fundaron bajo su orientación
y que casi siempre dirigió; solamente recordaremos la
Oficina del Historiador de la Ciudad, el Museo de La Ha-
bana y los Congresos Nacionales de Historia.
Como se ha mencionado anteriormente, el interés por
el ámbito social en que discurría el pueblo cubano, que
tuvo un temprano reflejo en la literatura costumbrista, lo
llevó a preocuparse del estudio analítico y de la exposi-
ción sobre esta literatura. En este sentido es muy notable
su trabajo en cuatro volúmenes sobre La literatura cos-
tumbrista cubana de los siglos XVIII y XIX, editados por la
Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana (1962)
y que comprende: I—Los periódicos: El papel Periódico
de la Havana (184 p.); II —Los continuadores del Papel
Periódico (127 p.); III —El Regañón de la Havana; El
Regañón Sustituto; El Nuevo Regañón; La Cartera Cu-
bana y El Artista; Antologías (155 p.); 1V —Los escrito-
res (261 p.).
Pero Roig no solamente se propuso estudiar y divul-
gar los trabajos sobre costumbrismo, sino que él mismo

106
transitó con éxito como creador de esta literatura. Mu-
chos trabajos suyos fueron publicados en las revistas en
que colaboraba, generalmente firmados con seudónimos.
Incluso una selección de estos trabajos fue recogida en
un pequeño volumen editado en Costa Rica por aquel
gran promotor cultural que fue Joaquín García Monje,
bajo el título El caballero que ha perdido a su señora
(pequeña colección de artículos de costumbres), San José,
1923, 107 p.
No dejó tampoco de propiciar que las manifestacio-
nes artísticas de nuestra cultura popular tradicional pu-
diesen vencer las barreras de prejuicios que se les
oponían. Tal fue el apoyo que brindó a las gestiones para
que pudiesen salir nuevamente a las calles las típicas y
tradicionales comparsas habaneras, luego de décadas de
prohibición, durante las llamadas «Fiestas de Febrero de
1937». Roig les dedicó además dos artículos en la revista
Carteles, donde daba su criterio favorable a las mismas y
hacía la descripción de las nueve comparsas típicas que
salieron en ese año, cuyos artículos constituyen la prin-
cipal fuente de información sobre la reaparición de esa
manifestación popular.
Como parte de nuestra conmemoración de esta fe-
cha, ofrecemos una pequeña muestra de su producción
literaria, reproduciendo un artículo suyo publicado en la
revista Social, y que apareció en una sección fija redac-
tada con el titulo de «Recuerdos de antaño».
En este artículo Roig no sólo nos da un enfoque
sobre distintas formas de festejos carnavalescos en va-
rias poblaciones cubanas, sino que nuevamente se mues-
tra satisfecho por la renovación que habían alcanzado

107
ese año los carnavales habaneros, incorporando elemen-
tos de la cultura popular tradicional. Hemos considerado
conveniente adicionar la bibliografía de los artículos ci-
tados por el autor.

ANTONIO BACHILLER Y MORALES


Tipos y costumbres de la Isla de Cuba**

La historia de los pueblos aún no está escrita, según se


ha observado. Poco tiempo hace que la Historia era el
martirologio de las naciones, y su cronología, la de sus
gobernantes. Los pueblos de la Edad Media volvían sus
ojos hacia las épocas clásicas, para tener no muy exactas
ideas de momentos libres y morales para la Humanidad.
La imprenta, aplicada a todas las exigencias sociales,
ha tenido que influir de una manera eficaz en dar su fiso-
nomía a los pueblos; y las obras de imaginación y recreo
han contribuido acaso más que las graves y serias a ese
género de ilustración. Al renacimiento, a la difusión de
los conocimientos, el periodismo se propuso retratar la
sociedad contemporánea, y aparecieron los espectado-
res, los censores, las novelas históricas y de costumbres.
Inglaterra dio el modelo en El Espectador de Addison;
siguióla el francés, y en España fue notable por sus for-
mas cultas y su mérito El Pensador que publicó Clavijo,
cuyo apellido ha eternizado Beaumarchais —y la literatu-
ra alemana, que lo ha hecho figurar en el personaje de un
drama—, de quien decía en su viaje a España (Memo-
rias), que ninguno le superaba como escritor.
Pronto México tuvo su Pensador, del cual se ha im-

108
preso la colección como la de Clavijo. En la Habana apa-
reció en el año 1764 un Pensador, que redactaron, según
Pezuela, dos abogados llamados Santa Cruz y Urrutia.
Todos esos periódicos tenían por principal objeto la pin-
tura de tipos sociales, la censura de los vicios, el retrato
social, la historia contemporánea.
El Regañón de la Havana, periódico que publicó D.
Buenaventura Ferrer, fue sin duda el más apreciado y
apreciable de esos trabajos (año 1800), pero no el único
de su especie. Encomendada la redacción del papel de la
Sociedad Económica a sus socios, por turnos, le tocó el
suyo a D. Manuel de Zequeira y se dedicó a observar,
firmando El Observador, curiosos artículos de costum-
bres. Censurósele en las Juntas Generales, al principiar el
siglo XIX, que hubiera descuidado las secciones del dimi-
nuto periódico, ocupándolas de esos artículos y de poe-
sías; pero su Relox de la Havana y los demás que dio a la
estampa, bien merecían, a poderlos coleccionar, figurar
en un interesante libro, retrato de La Habana de 1800 a
1805: colección de tipos cubanos desde los negros que
conducían al amanecer a los cuadrúpedos al baño del
mar, atropellando cuanto encontraban; desde los arrieros
que esperaban el cañonazo del Ave María en las puertas
de la ciudad para penetrar en la plaza del mercado; desde
las damas en sus retirados aposentos, cubriéndose el
rostro de albayalde y cascarilla; desde los ricos, en la
hoganza y en el juego, hasta los laboriosos talleres y
todos los demás tipos sociales.
El renacimiento de las instituciones liberales, que se
esperaba en el año de 1830, se inició en la Isla desde que
amaneció para la Madre Patria. El periodismo se reanimó

109
al asomar esas esperanzas. Una multitud de imitadores
de Larra, luego de Mesonero Romanos, brilló en diferen-
tes publicaciones, en especial en el Diario de la Habana,
todavía entonces de la Sociedad Económica; y desde 1830
hasta diez años después, en cuya fecha empezó la era del
desarrollo periodístico y sólo con el nombre de obras
por entrega, que abrió el camino con esa frase y con
sagacidad D. Mariano Torrente, quien modificó la prohi-
bición vigente de publicar periódico que no fuese técni-
co; en todos los prospectos se ofrecieron artículos de
costumbres insulares.
Ya se publicaba en 1830 (salió el primer número el 7
de noviembre) La Moda o Recreo Semanal del Bello
Sexo. Colaboró en los primeros números D. Domingo del
Monte, aunque desgraciadamente, para el interés de la
obra, poco tiempo: varios de los artículos —Modas—
con que empezaba cada número venían a ser costumbres,
porque introducían personajes contemporáneos que dis-
currían sobre trajes y sucesos nuevos comparándolos
con los antiguos, defendidos por añejos interlocutores.
Los tipos se contraponían en ingeniosos paralelos. La
historia de Cuba hasta entonces impresa, era pobrísima
—como sigue siéndolo— de la narración de nuestras cos-
tumbres, de nuestros sucesos populares. Ningún cuba-
no amigo de la historia completa de su país natal puede
leer sin interés esas pocas páginas, en que para un objeto
al parecer frívolo, se evocan memorias de los tiempos del
Serenísimo Sr. Almirante y de la extinguida Factoría, y
se habla de Capitanes de Milicia y de Factores cesantes.
Entre los imitadores del movimiento iniciado en 1830,
los que seguían a los maestros de la Península hasta

110
imitando sus seudónimos, tiene que recordarse a los
que han dejado las mejores obras del género: a José
Victoriano Betancourt y José María de Cárdenas y
Rodríguez. Los estilos han variado como los hombres;
más escogido y correcto en El Pensador Matritense y
en las obras de Fígaro; sencillo hasta ser vulgar en El
Regañón; sin desaliño, mas popular e intencionado en
El Pensador Mexicano, pues Lizardi hacía el sacrificio
de descender al terreno en que creía más ventajoso su
apostolado. No desconocía Lizardi a los buenos
hablistas: el recuerdo del Quijote se ve a cada línea del
Periquillo Sarniento, gran cuadro de tipos de costum-
bres; hasta puso el nombre de Quijotita a otra novela y
el de Don Catrín de la Fachenda a su tipo contemporá-
neo. En las obras de Betancourt, El día de Reyes, Un
velorio en Jesús María, Los ñáñigos, en fin, no podría
dejar de encontrarse en la narración los escollos de unas
materias tan escabrosas para el estilo y para la lengua.
Los productos de ese movimiento han sido escasos,
pero no desprovistos de mérito en consideración a los
obstáculos que han tenido que vencer, aun cuando no
quedase como memoria más que el interesante libro de
Jeremías de Docaransa; de esos esfuerzos de los aficio-
nados al estudio de las costumbres, él bastaría para su
honra. Pero no es el único monumento que existe en nues-
tra pobre historia local.
El libro de Docaransa es, sin duda, uno de los más
bellamente impresos en Cuba y de los mejores de su cla-
se: se tituló Colección de artículos satíricos y de cos-
tumbres, por D. José M. de Cárdenas y Rodríguez
(Jeremías de Docaransa). Se imprimió en 1847 en la ofici-

111
na de El Faro Industrial, como las obras de Milanés y las
Antigüedades Americanas, que honran a los tipógrafos
del país. Cárdenas había publicado en los periódicos —y
en su mayor parte en El Faro Industrial (en que fuimos
compañeros)—, esos artículos con su anagrama. Otros,
como ya dije, usaron de seudónimos el Crítico Parlero,
traducción del Curioso Parlante; El Sitiero de Camoa,
El Solitario de Casa Blanca, y otros muchos; Querubín
de la Ronda y Salantis fueron antifaces de Miguel Porto
y Stanilas; y para no dejar de imitar a Larra, hubo varios
Bachilleres, algunos parientes del que esto escribe: Br.
Cándido Tijereta; Br. Tirso de Porra y Saeta, y tantos
que no recuerdo.
Pero el entusiasmo de la época en que se escribieron
los primeros ensayos de la literatura sobre costumbres
cubanas tuvo de 1830 a 1837 la levadura política; y mu-
chos de los trabajos impresos posteriormente pertene-
cen a esa época. Entonces la leyenda provincial se
entregó a recuerdos de lo pasado y se inició la novela
histórica: se escribió sobre los bandidos de la época del
más incansable de sus perseguidores, el Marqués de la
Torre, ya entonces antiguo Capitán General; de los juga-
dores, refiriéndose a la época de Vives; en los Dos Cua-
dros (1519-1828) de las dos misas, la primera bajo una
ceiba y la segunda en el Templete que la sustituía; de la
cueva de Taganana, que precedió a Cecilia Valdés, am-
plio retrato de las ferias cívico-religiosas de que ya que-
damos muy pocos testigos. Eran tipos todos de las cosas
que sucedían o habían precisamente de haber sucedido.
Los tiempos cambiaron y las luchas nuevas dieron otro
curso a las formas y al entusiasmo; sucedieron las discu-

112
siones de la filosofía, de que tenemos que apartarnos
aquí; los desengaños, los contratiempos, alejaron a los
unos y otras ocupaciones a los más. Observó Villaverde,
al ocuparse del libro de Cárdenas (1847), que hacía diez
años que sólo se escribían versos en la literatura amena.
Y era tal el furor poético que D. Bartolomé J. Crespo
publicó un cuaderno en octavo con el título de Las
habaneras pintadas por sí mismas, en miniatura (Oliva,
1847) en verso; lo dedicó al Sr. D. Vicente Osés.
Hasta 1852 no recuerda el que suscribe nada que
mejorase los ensayos anteriores: en este año se publicó
la primera colección de tipos —Los cubanos pintados
por sí mismos—; se agotaron los recursos de la época
para hacer un libro de lujo. Ilustraba la obra el inteligente
Landaluze y eran los grabados hechos por D. José de
Robles, en láminas tiradas aparte en papel de china; de-
bió constar la obra de dos tomos y sólo se publicó uno.
Se reprodujeron algunos tipos ya impresos y bien recibi-
dos, de los que entonces escribían sobre asuntos seme-
jantes o análogos, y se ofreció una extensa colaboración,
que con referirse al año de 1852, casi han desaparecido
de este mundo los que en la lista figuraban. Pero queda
alguno y aún ofrece su colaboración al libro de que son
parte estas líneas. El Sr. D. Blas San Millán escribió el
prólogo e introducción del libro, encomiando el propósito
de los cubanos que querían pintarse, como lo hicieron
los franceses y los españoles. Estrechó el círculo de los
escritores al parecer cuando sostuvo que los tipos —
«defectos o genialidades, por mejor decir, han de ser pe-

** Prólogo al libro así titulado, editado en La Habana en 1881.

113
culiares del país; porque mal se pintarían, por ejemplo,
los franceses copiando los hábitos y costumbres de los
ingleses o de los españoles».
Felicia, que contribuyó a la obra con el tipo de una
coqueta, casi se encargó de combatir esa opinión al prin-
cipio de su obra indicando que —«Hay en la gran familia
humana algunos tipos generales que a todos los países
pertenecen y, como ciertas plantas, (...) brotan bajo cual-
quier cielo». Testigo de esto la coquetería.
Y tenía razón la inteligente y simpática hija del queri-
do maestro Auber: en todo lo que sea moral, si son inva-
riables los principios, son muy diversas las formas de la
humanidad, más que las de expresión o las lenguas. ¿Quién
encontraría hoy el tipo de bodeguero en La Habana de
fines del siglo anterior? ¿Dónde el del tendero mixto del
campo hasta muy corrido el actual? Ellos influían en to-
das las familias por los esclavos y criados, sus comensa-
les y contertulios; ellos acuñaban monedas con el nombre
de chicos y cuartillos en hoja de lata, cobre o madera —
y los anticuarios mexicanos han escrito libros con lámi-
nas para perpetuar esa costumbre soberana, que allá
también tuvieron.
Quevedo ya lo observó, que con Cervantes tanto
han influido en las literaturas extranjeras que imitaban
los españoles, hasta el punto que ha recocido Mr. Víctor
Fournel, en su estudio sobre los romances cómicos:
«Siempre, decía el filósofo español, se hicieron en el mun-
do las mismas cosas, y sólo es nuevo el modo de hacerlas
en diversas épocas». Hasta el libro de Scarron, a que ese
prólogo precede, se parece en esencia al viaje entreteni-
do de Fernando de Rojas; como se distingue la canoa del

114
primer navegante del buque de vapor de hoy, se diferen-
cian los cuentos de Buenaventura Des Periers del
Cymbulun Mundi de Gerónimo Morlini (italiano), de
Bocaccio y los Decamerones, de la novela y de los tipos
de costumbres actuales: sólo es nuevo el modo de hacer-
lo.
Los artículos de costumbres tienen que ser auxilia-
res de la historia como lo ha sido la novela: las de las
guerras civiles de Granada, las de las dos conquistas de
España, con la pretensión de historias verdaderas; las
debidas a W. Scott, F. Cooper y sus imitadores, han es-
parcido más instrucción histórica en el mundo que todas
las crónicas, anales, memorias y ordenadas historias de
los pueblos.
Las modas, las costumbres, hacen mudar lo acceso-
rio de los hechos, ya libres, ya involuntarios, en cuanto
se refiere a la humanidad. Como cuestión de arte, cada
cuadro es una copia de lo que sucede, verdadero o vero-
símil; se desciende hasta el tipo individual en el género
histórico: pero si el tipo tiene que ser individual, la perso-
nalidad injuriosa es grosería, ni siquiera la caricatura puede
cargarse en artículos de costumbres.
Hay en las obras sobre tipos de costumbres mucho
más arte que en otras variedades del género histórico:
entran en ellas más de imaginativo y fantasioso. La litera-
tura tiene que ocuparse del libro, no sólo de la idea; y en
la armonía de la forma con la esencia campea la crítica
estética. Antes de que el contemporáneo Revilla, justa-
mente celebrado como excelente crítico, publicase sus
lecciones sobre literatura, un hispanoamericano, V. F.
López (1845), catedrático en Chile, escribió su Curso de

115
Bellas Artes, dividiendo su trabajo en una forma muy
análoga a la del Sr. Revilla, en que se separaba de los
planes de exposición anteriores.
Las consideraciones en que se fijaba para demostrar
la necesidad de cambios en la redacción de la historia
según las épocas, son más aplicables a las obras sobre
costumbres: «El primer hecho que presenta un ser libre,
es la facultad de cambiar continuamente sus condiciones
morales y ofrecer en estos cambios la razón de todas las
situaciones de su vida.» Una bien encadenada serie de
observaciones conduce al hombre a encontrar en la lite-
ratura la ley del progreso como principio fijo en sus infi-
nitos cambios. «El establecimiento de los gobiernos
representativos —agregaba— ha hecho que la Historia,
que antes no era sino la ciencia de los príncipes, es hoy la
de los ciudadanos; la ciencia de los que tienen el deber
de conocer la naturaleza de la Sociedad para dirigir sus
movimientos.»
Es una necesidad histórica continuar los esfuerzos
hechos hasta hoy por los aficionados a la especialidad
objeto de este libro, y a llenarla ha respondido su editor
D. M. de Villa sin perdonar en sacrificio para conseguirlo.
La obra reproducirá algunos tipos ya célebres, de los que
no envejecen ni pierden con los años: modificarán otros
sus autores, y serán originalmente escritos para la oca-
sión los demás. Entre los que en los últimos años han
coleccionado sus trabajos, figurarán siempre los Sres.
Valerio y Gelabert, por sus apreciables dotes.

CRISTÓBAL DE LA HABANA***

116
Los carnavales coloniales en Matanzas, Cárdenas
y Remedios

El pasado año consagramos los «Recuerdos» del mes de


Febrero a los carnavales de la colonia en esta ciudad de
La Habana. Por cierto, que en el párrafo inicial de dicho
trabajo asegurábamos —como así era— que en dicho
año de 1936 los carnavales se encontraban en plena de-
cadencia. El lector podrá comprobar, por los diversos ar-
tículos que aparecen en el presente número, la justa
rectificación que en el año actual es necesario hacer de
aquel juicio, dado el notable resurgimiento que han teni-
do los carnavales habaneros.
Hoy vamos a completar aquellos «Recuerdos» del
pasado año con algunas noticias acerca de cómo se cele-
braban durante los tiempos coloniales los carnavales en
provincias.
Comenzaremos por Matanzas. Dolores María de
Ximeno y Cruz, en su interesantísima obra Aquellos tiem-
pos... Memorias de Lola María, señala como notas ca-
racterísticas de los carnavales matanceros a mediados
del siglo XIX, las mascaradas callejeras y las comparsas
de esclavos de casas ricas. Componían las primeras más-
caras a pie, que ya solas, ya en grupos, recorrían las ca-
lles y plazas de la población. Lola María recuerda a un
sujeto disfrazado con larga levita, sombrero de castor,
careta negra y una maleta en la mano que, tarde y noche,
«gritaba sin parar en vertiginosa carrera: —¡Que se me
va el tren!» ...
—¿Qué tren? ¡Ah, sí, el de la felicidad!
Eran terror de los niños y vendedores ambulantes,

117
los monos vestidos con capuchón negro y largo rabo,
que hacían su «agosto» en febrero o marzo, en los table-
ros de naranjas y bollitos, arrasando con la mercancía de
éstos, mientras cantaban a gritos:

Estos monos son de ley,


meten cinco y sacan seis.

Las comparsas de los esclavos las integraban cria-


dos y criadas del señorío, éstas vestidas a la última
moda y ostentando las joyas de sus amas, y aquéllos
de etiqueta irreprochable; remedando, unas y otros, a
los dueños blancos que servían. Eran la aristocracia
de la esclavitud que, sin visión social alguna, como es
natural de aquel gravísimo problema, se consideraban
felices, ya que eran queridos y mimados de sus amos y
no eran víctimas de los bárbaros atropellos que pade-
cían los esclavos rurales.
Estas comparsas visitaban las casas de las familias a
que dichos esclavos pertenecían, y en la sala principal
ejecutaban diversos bailes, siendo atendidos y agasaja-
dos, «con la mayor amabilidad» por los señores de la
mansión, «obsequiándoles espléndidamente con dulces,
bebidas y regratificaban con una onza de oro». Los otros
esclavos los servían con el mismo ceremonial que a sus
amos blancos.
Otras comparsas matanceras estaban formadas por
los negros curros y los negros catedráticos, que en gru-
pos de ocho o diez visitaban las casas de familia pudien-
tes, siendo atendidos por éstas.
Unos y otros durante la visita se sentaban en el es-

118
trado principal, sosteniendo con los señores blancos ani-
madísima conversación, en la que los curros hacían gala
de «sutilezas de ingenio, mil agudezas, un género espe-
cial sólo de ellos conocido», llegando a constituir un len-
guaje pintoresco y característico, que ha sido estudiado
por Fernando Ortiz en varios trabajos, y que constituía la
diversión de las familias visitadas.
Los negros catedráticos se distinguían también por
su típico lenguaje, de tono doctoral, en el que mezclaban
centenares de palabras rimbombantes y atrabiliarias so-
bre ciencias, artes y letras.
Los negros curros solían ser criollos ladinos y para
estas mascaradas se pintaban el rostro aún más de negro,
para hacer resaltar lo blanco de la córnea del ojo y de los
dientes, y la boca de rojo.
Vestían de blanco; el pantalón muy ceñido de la cin-
tura a la rodilla y con bombache hasta el pie; la camisa,
amplia y llena de rizados y bullones; el sombrero de jipija-
pa, sin cinta; calzaban pantuflas o chancletas, y llevaban
en la mano un enorme pañuelo desplegado. Caminaban
arrastrando los pies y moviendo los brazos, como si lle-
varan el compás de un baile.
Los negros catedráticos, fieles a su mote, llevaban
por indumentaria larga levita, chistera y bastón, y adop-
taban un aire grave y doctoral.
En Cárdenas también salían a la calle durante los
carnavales las comparsas de negros curros, aunque,
según refiere Herminio Portell Vilá, en un artículo inti-
tulado Los negritos curros de Cárdenas, «no pocas
veces el negrito curro era un hombre de la raza blanca,
gran improvisador, jacarandoso, tiznado y enguantado

119
de negro para hacerse pasar como tal».
La indumentaria del curro cardenense no se diferen-
ciaba en lo esencial de la del matancero; pero Portell Vilá
señala en aquél la nota delictuosa, como elemento inte-
grante que era de la mala vida criolla colonial. Al efecto,
junto con el pañuelo ocultaba el puñal de fina hoja de
acero, que posteriormente, en los curros no delincuen-
tes, se transformó en hoja de madera cubierta de papel
plateado.
Estos curros cardenenses operaban solamente en
las calles y plazas, y en ellas dilucidaban sus rencillas de
modo sangriento y trágico. Ya en la época del puñal de
madera, estas disputas eran simple teatralería: en los ca-
fés y parques, en plazas y calles, y en medio de un coro
de espectadores, hacían alarde de su bravura y sus haza-
ñas. «Se provocaban mutuamente, se insultaban y lanza-
ban invectivas que eran contestadas prontamente,
sacaban a relucir sus falsos cuchillos y los espectadores
más viejos temblaban por un momento al recuerdo de
aquellas contiendas con los terribles cheches de las ba-
rriadas de Versalles y Bochiches que, por un quítame allá
esas pajas, asesinaban o herían malamente a cualquie-
ra». Al curro acompañaba a veces su negra curra, que
versificaba con facilidad y contestaba los requiebros, las
amenazas y los desplantes con la ampulosa fraseología y
el vanidoso engallado de la jerga curra.
Portell Vilá ha recogido estas dos curiosísimas
improvisaciones de negros curros cardenenses:

Yo soy negrito Candela,


negrito de rompe y raja

120
que cocto con mi cuchillo
y rajo con la navaja.
Llegó Zámbila habanero:
yo soy ed negrito curro
que enseguidita me aburro,
y en cuantico no me muero
sino que busco bujero
y pincho, cocto, rompo y rajo
dende arriba y dende abajo,
con cuchillo y con navaja
que muy prontito se encaja
pue como curro me fajo.

Eran famosas también en Cárdenas, durante la épo-


ca colonial, las comparsas de «Mundamba» y «Mi
Foco», estrafalariamente vestidas, y hacia mil novecien-
tos veinte y nueve, en que aparece publicado el artículo
de Portell Vilá, existía la «Comparsa del Caballito», que
iba dirigida por un personaje vestido a la manera de
diablito llamado «La Culona», del Día de Reyes, que
llevaba «sujeta a la cintura una simulación perfecta del
cuerpo de un caballo al que hubiesen amputado las cua-
tro patas, con ricas gualdrapas y bridas y se mueve
gravemente al tope de los tambores, pero sin ninguno
de los movimientos rápidos y extravagantes de los otros
bailarines que le siguen».
En Remedios, según refiere J. M. Pérez y C. Martínez
Fortún en un artículo, «Costumbres de Cuba en 1800»,
publicado en los Archivos del Folklore Cubano, los días
de máscaras durante la colonia eran los consagrados por
el catolicismo a San Juan, San Pedro, Santiago y Santa

121
Ana, y la gente joven de uno y otro sexo se divertía gran-
demente con las carreras de caballo, los paseos, las foga-
tas, los titiriteros, los bailes, las recitaciones de loas y
comedias y «las picantes ensaladillas». En las tiendas se
vendían la sangría y el agualoja.
Dada la religiosidad popular, luego de los tres días
de Carnaval, se dedicaban exclusivamente a las funcio-
nes de iglesia, guardándose con todo rigor la abstinencia
cuaresmal, desde el Miércoles de Cenizas hasta el Sába-
do de Gloria; y durante la Semana Santa se colmaba «el
pueblo», según llamaban los guajiros a Remedios —por
ser la única población importante de la comarca—, de los
campesinos de los alrededores, que asistían a las proce-
siones y otras ceremonias religiosas.
Ya en los tiempos republicanos las costumbres de
Remedios han variado en muchos de sus aspectos, y en
los días de carnaval se celebran bailes y otras diversiones
propias de estas fiestas, al igual que en las demás ciuda-
des importantes de la República.1

Bibliografía

Pérez, J. M. y C. Martínez Fortún. «Costumbres de Cuba


en 1800». Archivos del Folklore Cubano. La Haba-
na, vol. IV, no. 4, octubre-diciembre, 1928, pp. 319-
325.
Portell Vilá, Herminio. «Mundamba y Mi Foco». (Tra-
diciones). Archivos del Folklore Cubano. La Ha-

*** Seudónimo de Emilio Roig de Leuchsenring.

122
bana, vol. III, no.3, julio-septiembre, 1928, pp. 242-
246.
————. «Los negritos curros de Cárdenas». Archivos
del Folklore Cubano. La Habana, vol. IV, no.2, abril-
junio, 1929, pp. 130-132.
Ximeno y Cruz, María de Dolores. Aquellos tiempos...
Memorias de Lola María. Con prólogo de Fernando
Ortiz. La Habana, 2 tomos, 1928.

123
Retorno a las raíces (II)
Ana María Arissó*

Se cumple este año medio siglo de la edición de una obra


sin precedentes —y lo que es más doloroso, sin conse-
cuentes— en el reducido catálogo de los textos dedica-
dos a exponer un trabajo colectivo de investigación en el
ámbito de la cultura popular cubana.
Su excepcionalidad viene dada no tanto por el nivel
teorético o metodológico que orientara el trabajo de indaga-
ción que se efectuó, sino por el hecho mismo de haber sido
realizado de manera espontánea, sin presiones académicas
o de otra índole, por un grupo de jóvenes alumnos de la
segunda enseñanza, los cuales también aportaron, en las
limitadas condiciones de la enseñanza oficial de la época,
los recursos monetarios para su publicación, la que nos
ofrece un estimable conjunto de informaciones de primera
mano y, por ello, la posibilidad de realizar ahora estudios
comparativos con las manifestaciones actuales en igual cam-
po, estudios que de realizarse han de tener gran importancia
para analizar la permanente contradicción dialéctica entre
tradición e innovación que se desarrolla en el terreno de la
cultura popular.
Durante los cursos 1938-1939, la doctora Ana María
Arissó, que impartiría la materias de gramática, español y
literatura hispanocubana —así se llamaba una asignatu-
ra— en el 1nstituto de Segunda Enseñanza de Sagua la
Grande, se propuso promover entre sus alumnos unos

124
proyectos extraoficiales de investigación, en los cuales
los alumnos participarían de manera absolutamente
vo1untaria, y que mientras de una parte contribuían a
crearles hábito de trabajo científico con la compilación
de datos, la adecuada organización de la información re-
copilada y la redacción de los resultados obtenidos en la
indagación, por otra los interesaba en aspectos de la histo-
ria literaria y de las expresiones cu1turales de nuestro
pueblo.
El primero de estos proyectos de trabajo colectivo
—al menos de los que hemos tenido conocimiento— fue
un «Homenaje a José María Heredia en el centenario de
su muerte. 1839-1939», realizado por los alumnos de lite-
ratura del curso 1938-1939, investigación que tuvo su
culminación en la edición de un libro de 109 páginas,
impreso en 1940 en la Editorial Guerrero, La Habana.
Su entusiasta promotora, al presentarlo, entre otros
enjuiciamientos, lo justiprecia de esta forma:

Éste es un libro de adolescencia y de entusiasmo. De


adolescencia, porque en cada página asoma la deli-
ciosa frescura, la encantadora ingenuidad y el des-
aliño propio del que por primera vez escribe; en cada
línea hay la huella del asombro y deslumbramiento
producido por el que se hunde en los libros y en-
cuentra en ellos no el martirio académico de la memo-
rización de examen sino el gustoso jugo del placer
intelectual (p. 3).

En el año próximo los alumnos de la misma asignatu-


ra del siguiente curso, realizan una investigación en «Ho-

125
menaje a Enrique Piñero en el centenario de su nacimien-
to (1839-1939)», que daría origen a un folleto de 63 pági-
nas publicado en la imprenta El Porvenir, de Sagua la
Grande.
Además, durante el transcurso de estos dos cursos
académicos, y comprendiendo esta vez a los alumnos de
todas las asignaturas que impartía la doctora Arissó, se
desarrolló el proyecto que culminó en la obra a la que nos
referimos al comienzo, con la particularidad de que, como
ocurrió con los otros impresos que le precedieron, los
alumnos se propusieron sufragar la edición del texto, rea-
lizando eventos deportivos y funciones de cine, con el
objeto de, con el recaudo, poder afrontar los costos de
impresión.
Adquiridos los fondos necesarios por esta acción
colectiva, se pudo imprimir en la Editorial Guerrero, de La
Habana, un decoroso volumen de 116 páginas, cuya por-
tada y portada interior, y cinco láminas en cartulina, que
se insertaban dentro de las páginas del texto, también
fueron dibujadas por los alumnos.
Luego de su aparición pública, el libro recibió el
espaldarazo de una encomiástica reseña que le hiciera
Don Fernando Ortiz, titulada «Estudios del folklore
sagüero» (Revista Bimestre Cubana, vol. XLVII, no.3,
segundo semestre, 1941). Ortiz elogia la labor de la profe-
sora y realza la actitud de modestia que asumía: «La doc-
tora Arissó, dice ella, no hizo nada. Hizo lo más difícil:
hacer que otros hicieran.»
Mostrando interés por los logros alcanzados, Don
Fernando hace algunas reflexiones sobre su contenido;
reproducimos un acertado párrafo que muestra su valo-

126
ración del objeto de la investigación y de su presenta-
ción:

Siendo moderna la villa de Sagua, moderna tenían


que ser sus tradiciones: pero su modernidad no ha
impedido que tenga leyendas de espíritu medieval,
como la de la india Sensión, niña que le pegó a su
madre en la cara y luego no pudo ser separada la
mano ofensora del rostro ofendido, o la del hotel
embrujado, donde aparecen almas en penas. Algu-
nas leyendas son sincrónicas con el ritmo histórico
de la región sagüera, como la del Cayo La Vela y La
Loma del Mogote con recuerdos de piratas; la del
Charco del Guije, en reminiscencia de la esclavi-
tud, etcétera. La leyenda de La Madre de Agua de
la laguna Hoyezuelo nos aporta ese personaje mí-
tico do «la madre de agua», que en Cuba es propio
de la santería Kimbisa y que nos conecta con idén-
tica concepción mitológica muy frecuente en el Bra-
sil. Entre las canciones de cuna está una que pare-
ce ser genuina de Cuba, la titulada Marianita, la
costurera de la Bandera Cubana, hilvanada sobre
un episodio de la guerra de independencia. La can-
ción El robo del macho, por su ritmo estrófico, de-
nuncia reflejos negroides (pp. 465-466).

Al reproducirse en este propio número de Signos un


fragmento de la presentación del libro, que redactó la
doctora Arissó, muy explícito sobre los propósitos y los
logros alcanzados, quedamos eximidos de hacer un aná-
lisis de ambos aspectos. Pero sí quisiéramos plantear al-

127
gunas ideas acerca de la posibilidad que ofrece la exis-
tencia de este notable testimonio en cuanto a que refleja-
ba una porción de la cultura popular local, la de interesar
que algún organismo tome la iniciativa para hacer una
nueva indagación sobre las manifestaciones culturales
sagüeras actuales, que permita su comparación con lo
que fue recogido en el libro.
¿Cuánto de lo que aparece en el texto ha permaneci-
do vigente en la memoria colectiva del pueblo sagüero,
con las naturales modificaciones que el tiempo introdu-
ce? ¿Sería lógico plantear que prácticamente nada de lo
recogido, cuando no han transcurrido aún dos genera-
ciones, ha permanecido? ¿O, por el contrario, sería lo
acertado suponer que toda expresión popular, aun en el
novedoso presente de una sociedad radicalmente trans-
formada, se entronca necesariamente con alguna tradi-
ción, que quizás ahora desconocemos o hemos
olvidado?
La importancia de ahondar en nuestras tradiciones

1
Revista Social, año 21, no. 3. La Habana, marzo de 1937, p. 19.

128
no es tarea gratuita. La doctora Arissó nos lo dijo en su
tiempo: «Cuba necesita raíces y le ofrecemos ramas.» Y
Don Fernando, el incansable alquimista de nuestras esen-
cias, nos lo dice en el artículo que anteriormente hemos
citado.

La cultura nacional para edificar en lo firme debe ir


hasta la roca y no contentarse simplemente con
recuperar los escombros del coloniaje y los cascotes
de su derrumbadas instituciones, ni hacer revoques
con lechadas forasteras; para la muchachada de
Sagua el experimento de investigación folklórica debe
haber sido fecunda lección; que todos, muchachos
y no muchachos, agradecemos a la doctora Arissó
(p. 466).

ANA MARÍA ARISSÓ


Folklore sagüero

(Fragmentos de su introducción)
Es necesario remover hasta los cimientos la docencia
cubana y encaminarla por las vías de la renovación de
métodos y sistemas. El muchacho cubano es de una inte-

129
ligencia brillante, de una percepción rápida, de una agili-
dad mental que asusta, pero es inconstante, le agrada
picotear en todos los frutos del saber, sin extraer la pulpa
de alguno. Prefiere lo horizontal a lo vertical. Estas carac-
terísticas le vienen de siglos.
Ya Félix Varela, en su discurso del 20 de febrero de
1817, ante los amigos de la Sociedad Patriótica, decía:

A los quince años los más de nuestros jóvenes han


sido como unos depósitos en que se han almacena-
do infinitas ideas, las mas extravagantes; o como
unos campos en que se han sembrado indistinta-
mente diversos granos, cuyos frutos mezclados con
irregularidad presentan el trabajo más penoso para
clasificarlos y rara vez se consigue.

Han transcurrido 123 años y los muchachos siguen


siendo «depósitos» de ideas. Y las más de las veces de
ideas ajenas. Toda docencia debe tender a que el mucha-
cho cese de ser huacal donde se acumulen florilegios de
ideas. Y para destruir su tendencia innata hacia lo super-
ficial es necesario, imprescindible, inculcarle hábitos de
constancia en el trabajo, enseñarle objetivamente que
todo resultado perfecto es consecuencia de una labor
inteligentemente lenta.
A pesar de que nuestro ambiente en angustioso gri-
to está pidiendo hombres de labor constante, hombres
de perseverancia en el propósito, nuestra docencia sigue

* Publicado en la revista Signos, no. 39. Santa Clara, 1990,


pp. 92-99.

130
fabricando con trágica inconsciencia hombres que liban
en todos los cálices. Cuba necesita raíces y le ofrecemos
ramas.
Toda docencia cubana necesita el encauce voca-
cional, para luego ir hacia el ahondamiento en el saber.
Técnica, oficio, profesión, hay que enseñar hasta ho-
radar la raíz. Sólo así podremos tener fruto.
Ningún objetivo más propicio para crear hábitos de
constancia en los muchachos que una investigación de
su cultura popular. Al estudiar a su pueblo, al
introducirse en el campo virgen de la investigación —
campo que poco agrada al cubano, quizá por descono-
cido o porque requiere medidas normativas y labor
paciente; nuestros archivos atestados de datos de va-
lor incalculable están esperando que la juventud vaya a
sacudirles el polvo que la indiferencia ha acumulado
sobre ellos; sólo unos pocos han tratado de hacerlo, y
ellos pueden decirnos cuán trabajoso es el sacudimien-
to—; al enseñarles la búsqueda en su propio hontanar
aprenderán a laborar con constancia, continua-damente
durante mucho tiempo. Hallarán en ese rastrear en bus-
ca de datos y de canciones olvidadas por sabidas, una
dicha viva, un placer desconocido, un goce que igno-
ran los que sólo espigan en el campo intelectual ajeno,
y comprenderán —sin palabras— que todo hallazgo,
todo descubrimiento, produce una fruición tan intensa
que embriaga... Intuirán el porqué se entrega una vida a
la búsqueda de lo desconocido.
Para realizar la investigación contentiva de este en-
sayo docente organicé los alumnos en equipos, con un
jefe, designado por ellos, encargado de coleccionar los

131
trabajos, de alentar y vigilar la labor de su grupo.
Los alumnos libremente se agruparon conforme a
sus afinidades y simpatía. Las investigaciones girarían
alrededor de los siguientes tópicos:
Origen popular; los nombres de los distintos pueblos
de la jurisdicción de Sagua;
leyendas; canciones de cuna populares;
romances cantados por los niños;
juegos y rondas infantiles;
décimas populares cantadas por nuestros guajiros en
sus guateques;
décimas de la independencia;
palabras, frases y refranes cubanos.
Durante meses y meses los muchachos fueron acu-
mulando sus investigaciones. Visitaron el Asilo de An-
cianos en busca de los viejitos, fuentes vivas de
recuerdos, para que les contaran viejas leyendas
sagüeras, preguntaron a sus abuelos, acudieron a los
maestros, acosaron al señor José Pérez —el gran Pepe-
Hillo—, manantial inagotable de sagüerismo. Sabían que
en libros no debían encontrar nada, que sus investiga-
ciones eran con el material rico de su pueblo. Fueron a las
abuelas sagüeras, a las viejas criadas, para preguntarles
los cantos con que los adormecían en la cuna.
Encontraron, parte en su memoria y parte en la de los
hombres, los romances, rondas y juegos infantiles, pero,
aunque parezca paradoja, nada pudieron hallar en los ni-
ños porque en los parques se oye el ruido de fulminantes
y ametralladoras en lugar de cantos, y sólo existe como
juego infantil el de «bandoleros y policías».
Algunos acudieron a los archivos municipales en

132
busca de datos históricos que intercalar en los «cuen-
tos» —según su propia calificación— de las etimologías
populares.
Investigaron las décimas de nuestra Independencia
con los Veteranos. Se encaminaban a sus Centros, les
rogaron que les recitaran las décimas que ellos entona-
ban mientras hacían Patria. Iban preparados con lápiz y
papel y escribían las versiones originales. Algunas niñas
—sensibilidad fina de mujer— me contaron que se les
cuajaban los ojos de lágrimas al verlos, tan viejitos y tan
harapientos, cantar: «Viva Cuba Independiente.»
Las décimas guajiras fueron traídas por los mucha-
chos que estaban en conexión con el campo, las recogie-
ron de los propios labios de nuestros guajiros.
Las palabras criollas, las frases pintorescas y
coloridas, los refranes populares —saber ancestral—, lle-
nos de un humorismo deliciosamente picante, fueron cap-
tados en todos los rincones sagüeros. Y es una lástima
que estas palabras, que forman un material de riqueza
incalculable, no hayamos podido incluirlas en este libro
por carencia monetaria.
Semana a semana los jefes de grupo iban haciéndome
depositaria de su tesoro. Trabajaban con tesón, con pa-
ciencia y con método, era un trabajo de diaria labor y lo
único que sentían —y por ello se quejaban— era traerme
poco material. Veía en sus ojos brillar el placer de la labor
por la labor. Sabían que no les esperaban notas de exáme-
nes ni recompensas, pero trabajaban con ahínco y con
amor. Y es que comprendían —rápida e inteligente capta-
ción cubana— que tenían en sus manos labor responsab1e,
que estaban trabajando por la cultura de Cuba.

133
Con la investigación folklórica logré inculcarles há-
bitos de perseverancia y demostrarles, con la obra ya
realizada, que el trabajo metódico lleva a resultados más
brillantes que la improvisación genial. Mi misión estaba
cumplida.
(...) Con este libro mis estudiantes sagüeros han he-
cho un gran servicio a Cuba. Han apresado algo que está
en camino de extinción... —la niñez poética de nuestros
abuelos y de nosotros. Es raro, insólito casi, oír cantar a
los niños en parques y patios. Los bellos romances que
con su tierno ritmo musical acariciaban los oídos ya no
se escuchan. Las niñas ya no «abren las rosas ni cierran
el clavel». A San Serenín y a San Pantaleón los mucha-
chos los han olvidado. Saben de «gansters» y de muer-
tos. El pobre San Serafín del Monte se ha quedado triste
y solo con todos sus «oficios». Quizás en el mañana se
acuda a este libro juvenil para saber cómo cantaban los
niños cuando eran niños...
Otro servicio han prestado mis estudiantes sagüeros
y es un servicio de cultura patria. Han recogido décimas
mambisas cantadas durante las largas caminatas des-
brozando malezas en las maniguas y durante los des-
cansos de los combates. Décimas que tienen el valor de
cosas vividas y que si no se apresuran a recogerlas en
sus propias fuentes, desaparecerán para siempre. Qui-
zás en el mañana se acuda al libro de los adolescentes
sagüeros para saber cómo se cantaba en la Revolución
cubana.
Todos los estudiantes cubanos debieran seguir la
ruta señalada por los muchachos de Sagua, más que un
deber es un imperativo. Es necesario ir hacia nuestro

134
pueblo, materia palpitante de la cubanidad, bucear en su
lenguaje, en sus creencias, en sus mitos, en sus cantos,
en la lengua de su corazón. Es necesario saber cómo so-
mos —no cómo aparecemos—, hundir el escalpelo hasta
llegar a la sustancia de lo verdadero para encontrar el
camino de nosotros mismos, y esto sólo se consigue con
una labor perseverante de todos, con trabajo de proyec-
ción de continuidad, de abajo y arriba, y no en trayecto-
ria de superficialidad.

135
Prólogo a Estudios etnosociológicos de
Fernando Ortiz*

Hemos agrupado en un volumen —con el rubro


generalizador de Estudios etnosociológicos— un buen
número de trabajos dispersos de Don Fernando Ortiz.1
Estimamos que éstos fueron elaborados empleando simi-
lares criterios analíticos, lo cual les confiere una cierta
unidad propositiva. Aunque se mantiene la multiplicidad
de enfoques metodológicos muchas veces señalada como
característica de la indagación científica de Ortiz, en ellos
se observa un evidente predominio de las concepciones
etnológicas y sociológicas del autor, y son diseñados
sobre una trama histórica que el investigador nunca aban-
dona, a pesar de que sus objetos de estudios presentan
una gran diversidad temática. Esto último se debe a los
distantes momentos en que se localizan, las diferencias
de los medios sociales que los conforman, los distintos
procesos socioeconómicos que determinan la interna
correlación de las clases y los variados grupos étnicos
que en ellos manifiestan las particularidades de sus ex-
presiones culturales.
Estos trabajos no formaron parte de libros editados
por el autor, y fueron apareciendo en distintos momentos
y con variada arquitectura formal: artículos publicados
en revistas especializadas o de general divulgación, con-
ferencias o intervenciones en diversos eventos, prólo-
gos o colaboraciones en obras de ajena cosecha,

136
comentarios o reseñas bibliográficas. Todos ellos, no
obstante, mantienen un factor unificador; en cada caso,
se trata sobre diversos aspectos étnicos que, dentro de
la concepción etnosociológica empleada por Ortiz, debe-
mos entender como culturales: siempre vistos como ele-
mentos en desarrollo, integrados dentro de un
determinado contexto social que les ha dado su caracte-
rización, el cual, a su vez, ha recibido un influjo modifica-
dor.
Pueden, por tanto, tratar de un grupo étnico que se
incorpora —mediante un forzado trasplante demográfi-
co— a un medio socialmente distante del suyo original,
como es el caso de las numerosas etnias de origen afri-
cano que iniciaban su proceso transculturativo en la
sociedad esclavista cubana; o de comunidades más
homogéneas, desde el punto de vista demográfico, como
las de nuestros aborígenes indocubanos, los cuales,
sin embargo, estaban socialmente diferenciados entre
sí (cierto grupo alcanzaba ya el superior estadio de la
agricultura), o de aquella otra históricamente más sedi-
mentada —no obstante mostrar de manera ostensible
los estratos antagónicos de su composición social—
como la de la pequeña isla mediterránea en que transcu-
rriera 1a infancia del autor. Para no agotar la lista de
posibles ejemplos, añadamos sólo el de esta otra isla
antillana de la laboriosa adultez de Ortiz, en donde una
nacionalidad nueva pugnaba por consolidar la conti-
nua adicción de sus elementos integrativos —llegados
como en aluviones sucesivos— en la cocedura de «la
olla puesta al fuego de los trópicos», como expresara el
propio Ortiz en bella metáfora.

137
Vista en su conjunto, la obra de Ortiz tiene la peculia-
ridad de que, una y otra vez, sus temáticas se reiteran, y
quedan insertadas en diferentes niveles de su produc-
ción intelectual. Por lo general, son tratadas en una nue-
va dimensión y con mayor profundidad. Esto es, van desde
el inicial artículo divulgativo a la mayor extensión de una
conferencia, y de aquí, hasta tal vez alcanzar la compleji-
dad dialéctica y la proposición ensayística del folleto o
del libro. Cada vez el texto habrá madurado más, tendrá
nuevos aportes bibliográficos o documentales, y reno-
vadas observaciones e indagaciones a través de nuevos
informantes. Esto le permitirá profundizar en la perspecti-
va de la realidad social, reforzar los soportes de la argu-
mentación y ampliar el contenido de las conclusiones.
Algunos de los trabajos aquí presentados tuvieron
previos tratamientos temáticos o alcanzaron posterior-
mente más amplias formulaciones, pero han sido selec-
cionados por considerarse que han apresado —con una
exposición que fija sus elementos esenciales— un de-
terminado instante dentro del proceso cultural nuestro;
o porque éstos aparecen relacionados con algún acon-
tecer social que le da particular relieve, tal como ocurre
con la conferencia sobre la música yoruba en Cuba. Si
bien esta temática tuvo posteriormente un amplio trata-
miento en la trilogía de sus obras sobre la música, la
danza y los instrumentos afrocubanos, aquí aparece di-
rectamente referida a la primera presentación de los tam-
bores litúrgicos batá, que hasta ese momento sólo
habían sido tañidos en el segregado ambiente ritual de
las casas-templo de la santería. Otro caso es la definitoria
y definitiva respuesta que de manera inmediata ofrecie-

138
ra Ortiz cuando se le hizo responsable del equívoco
empleo del término «brujería» para designar los cultos
sincréticos de origen africano.
Las características de la redacción original de los
trabajos según la manera en que en cada caso se hicieron
públicos —a veces para su presentación oral en una con-
ferencia o una actividad institucional, otras como artícu-
los redactados para su publicación en una revista de
amplia difusión—, hizo que en ocasiones carecieran de
las referencias bibliográficas que calzaron los criterios
asentados en los textos, aunque éstos siempre fueron
ampliamente fundamentados en las incansables lecturas
de Don Fernando. Se ha procurado suplir esta ausencia
referativa, acudiendo, en primer lugar, a citas aparecidas
en otras obras del autor y, en una segunda instancia, al
catálogo de los libros que pertenecieron a su biblioteca
particular y que se conservan en la Biblioteca Nacional
José Martí.
Igualmente se trató de completar las citas que apare-
cen en los trabajos seleccionados, para facilitar su posi-
ble consulta por los lectores, aunque no siempre hemos
sido lo suficientemente hábiles en localizar algunas fuen-
tes.
Se pretendió también actualizar —y hacer también
más homogénea— la escritura de los vocablos tomados
de la transmisión oral de las lenguas africanas, las cuales
se conservan, aunque muy transformadas, en Cuba, par-
ticularmente los nombres de las deidades, que en distin-
tos trabajos aquí reproducidos aparecían escritos de
diferentes maneras. Siempre se tuvo el cuidado de susti-
tuir cada palabra por otra tomada de los escritos poste-

139
riores del autor, especialmente de los cuidados volúme-
nes dedicados a los bailes, las músicas y los instrumen-
tos de origen africano en Cuba.
Estos trabajos nos muestran cómo los estudios
etnosociológicos adquieren una personal significa-
ción en la obra de Ortiz, tanto es así, que en algunos
de ellos podemos constatar la aplicación del concep-
to de la transculturación antes de que el investigador
realizara su formulación científica.
En el proceso de selección de dichos estudios se
dio preferencia a los asuntos tratados con más asidui-
dad por Don Fernando, de manera que incitarán a pro-
fundizar sobre esas temáticas en la propia obra de Ortiz:
por ejemplo, los trabajos referidos a los cultos mágico-
religiosos de santeros, paleros y abakuás o a la cultura
popular tradicional, como los carnavales habaneros.
También se han incluido algunos temas que Ortiz trata
más esporádicamente, como el culto sincrético del vodú
haitiano, las prácticas mágicas del obeah jamaicano, las
fiestas colectivas de San Juan (en Menorca) o de San-
tiago Apóstol (en Loíza Aldea). Todas estas
manifestaciones foráneas, en algunos casos, presentan
elementos similares a los generados en otras expresio-
nes en Cuba, o, por el contrario, aquí han tenido carac-
terísticas muy diferenciadas; no obstante, aparecen
relacionadas con idénticas realizaciones de origen his-
pánico o afroide.
Se ha utilizado, como pórtico a los demás trabajos,
uno más definidamente historiográfico que
etnosociológico, la breve intervención de Ortiz al dejar
inaugurado el primer congreso de los historiadores cuba-

140
nos. En esta intervención Ortiz trató sobre el mutuo des-
cubrimiento de dos mundos, en acatamiento a la cercanía
de la fecha en que se conmemoraba el cuatrocientos cin-
cuenta aniversario de un trascendente hecho histórico:
el señalado acontecimiento de la llegada de los europeos
a suelo americano. En relación con este hecho, no sólo
ponía de relieve la recordación de un suceso memorable
del pasado, sino que, en medio de las angustias pro-
vocadas por las agresiones del nazismo, también expre-
saba el deseo de una paz futura. Reconocía que con la
empeñosa hazaña de Cristóbal Colón «la historia cambió
sus rumbos, el mundo fue completado y todo él pudo ir
iluminándose por un ecuménico ideal de progresiva civi-
lización, de cultura igualitaria y fraterna».
En diversas ocasiones Ortiz daría a conocer, con sano
afán justiciero, un criterio americanista sobre aquel he-
cho histórico. Exponía la doble polarización que confor-
maba el novedoso conocimiento mutuo de dos grandes
porciones de la humanidad, donde cada integrante de los
«semimundos» hasta entonces desconocidos entre sí,
en lo adelante intercam-biarían bienes materiales y espiri-
tuales.
Al reconocer la importancia para la humanidad de
ese acontecer histórico, no quiso que se olvidara que
este continente estaba poblado por anteriores descubri-
dores:

Glorificamos a Colón porque descubrió el Nuevo


Mundo para los blancos; pero ¿quién sabe los nom-
bres de los que descubrieron el continente america-
no por primera vez, por los dificilísimos pasos del

141
norte y por las maravillosas navegaciones
subecuatoriales del Pacífico? A la «raza blanca» de
Colón y sus compañeros, porque descubrieron a
América, la exaltamos a veces como superior; pero
olvidamos a la «raza de color» de quienes, con ma-
yores dificultades, ya la habían descubierto y pobla-
do con muchos siglos de anterioridad.2

Y nos recordaba que también así había sucedido en


nuestro propio suelo, que ya con anticipación había co-
nocido el asentamiento de sucesivos grupos étnicos:

Es también craso error creer que la isla de Cuba fue


primeramente descubierta por Colón el día 27 de oc-
tubre de 1492. Esto no es sino una petulancia euro-
pea. Cuba había sido descubierta varias veces por
otros hombres de siglos anteriores, pues de fuera,
aunque no de Europa, le vinieron a Cuba sus aborí-

* Tomado de Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1991,


pp. V-XXVII.
1
El prologuista se refiere a los siguientes trabajos: «Por Colón
se descubrieron dos mundos»; «Los factores humanos de la
cubanidad»; «Cómo eran los indocubanos»; «La holgazanería
de los indios»; «Estudio monográfico de las fiestas
menorquinas»; «¡Oh, mío Yemayá!»; «La música sagrada de
los negros yorubas en Cuba»; «Brujos o santeros»; «La secta
conga de los matiabos de Cuba»; «El golpe de la sunsundamba»;
«La tragedia de los ñáñigos»; «La religión en la poesía mulata»;
«La transculturación blanca de los tambores negros»; «Los
viejos carnavales habaneros»; «Del folklore antillano
afrofrancés»; «Vodús y obís en las Antillas»; «Los diablitos de
Puerto Rico»; y «Saba, samba y bop».

142
genes.3

Esta corriente de migraciones sucesivas, cuyo cau-


dal disminuye o aumenta, pero nunca se ha interrumpido,
viene a ser la clave estructural del definido carácter
multiétnico de nuestra población, desde cuyo reconoci-
miento partirá Ortiz para indagar los múltiples aportes
culturales que en su interin-fluencia dieran nacimiento a
este fenómeno de identidad nacional que puede definirse
como «lo cubano».
Un notable trabajo ensayístico sobre la presencia de
los múltiples elementos, que se imbrican y se influyen
mutuamente en el proceso formativo de nuestra naciona-
lidad, «fundiendo y refundiendo en una común concien-
cia cubana a elementos hetero-géneos», lo constituye su
valioso estudio analítico sobre la composición de Los
factores humanos de la cubanidad.
La sagaz valoración de que la nación cubana toda-
vía esperaba «la consolidación de una definitiva y bási-
ca homogeneidad nacional», que valerosamente
proclamara a finales de la tercera década de la ilusoria
instalación de primera República, valdría por sí sola para
dar validez a este importante ensayo suyo. Habría que
esperar todavía otras tres décadas para que una revolu-
ción de liberación nacional, orientándose por las di-
rectrices del socialismo científico y abatiendo
consecuentemente la discriminación racial, la desigual-
dad entre los sexos, la distinción entre el trabajo manual
e intelectual, las diferencias entre la ciudad y el campo,
y la explotación del hombre por el hombre, viniera a
consolidar las bases para una verdadera integración

143
nacional.
Esta conferencia —preparada para un ciclo que se
efectuaba en la Universidad de La Habana, a solicitud
de una agrupación de estudiantes, dolidos o, al menos,
sorprendidos por la inescrupulosa reiteración del uso
politiquero que se hacía del concepto de cubanidad—
se produce en la plena madurez intelectual de Ortiz. Ello
posibilita que en ella se resumiera la esencia de una
enorme masa de datos históricos y etnológicos, prove-
nientes de cuantiosas y variadas lecturas, y que, ade-
más, se plasmara en una prosa estilísticamente
embellecida, matizada por un vocabulario de criollísima
expresión, muy característico de su conversación y de
su obra escrita.
En ella expone cómo Cuba había recibido los frutos
genéticos de toda la humanidad; de «cobrizos indios,
blancos europeos, negros africanos y amarillos asiáti-
cos. Las cuatro grandes razas vulgares se han abrazado,
cruzado y recruzado en nuestra tierra en cría de genera-
ciones. Cuba es uno de los pueblos más mezclados, mes-
tizo de todas las progenituras».
El etnólogo que era Ortiz, por supuesto, no enfatiza
el aspecto meramente demográfico de esta mixgeneración,
precisando:

Sería fútil y erróneo estudiar los factores humanos


de Cuba por sus razas. Aparte de lo convencional e
indefinible de muchas categorías raciales, hay que
conocer su real insignificancia para la cubanidad,
que no es sino una categoría de cultura. Para com-
prender el alma cubana no hay que estudiar las ra-

144
zas sino las culturas.

Ya en los momentos en que dicta esta conferencia,


Ortiz ha madurado el concepto etnosociológico de la
transculturación, el cual habría de hacer público al año
siguiente en su importante obra Contrapunteo cubano
del tabaco y el azúcar.4 Mediante este neologismo defi-
ne el proceso de conjugación cultural que se produce en
toda sociedad. Aunque todavía en esta ocasión no utili-
zaba el término por él creado —como ya habíamos aclara-
do antes— ya aplica plenamente su notable
descubrimiento metodológico.
Es por ello que en la conferencia nos describe dicho
proceso, al decir:

Los factores humanos de un pueblo suelen estudiar-


se de varias maneras: por sus razas componentes,
por los episodios históricos de sus presencias, por
los antecedentes alienígenos de sus indígenas insti-
tuciones y por las culturas injertadas en la troncalidad
propia; pero, sobre todo y mejor, por el mismo proce-
so en virtud del cual los elementos nativos y los
foráneos se van conjugando en un dado ambiente
por sus linajes, necesidades, aspiraciones, medios,
ideas, trabajos y peripecias, formando ese mestiza-
miento creador que es indispensable para caracteri-
zar un nuevo pueblo con distinta cultura.

La interpretación del proceso formativo de la nacio-


nalidad cubana a través de este método le facilitó crear,
en esta ocasión, la después repetidísima metáfora de que

145
«Cuba es un ajiaco», en el cual los ingredientes que cada
día se agregan a la mezcla anterior van conformando la
sustancia resultante. Ésta no debe aquilatarse en el logro
de un momento dado, sino en la consideración misma del
transcurso de la cocedura, porque

la cubanidad no está solamente en el resultado, sino


también en el mismo proceso complejo de su forma-
ción, desintegrativo e integrativo, en los elementos
sustanciales que entran en su acción, en el ambiente
en que se opera y en las vicisitudes de su transcur-
so.

Esta conferencia es esencial para entender la con-


cepción etnosociológica de Ortiz, fundamentada en la
imprescindible transposición e integración de elementos
culturales en la formación de una nueva entidad nacio-
nal, la cual habrá de ser distinta de sus componentes. En
nuestro caso, el aporte de los diversos ingredientes ten-
dría como resultado 1a especificidad de «lo cubano»,
producto de un largo y continuado proceso de identidad
cultural.
En numerosas ocasiones, la siempre latente inquie-
tud de Ortiz por el devenir sincrónico le hizo volver su
mirada hacia nuestro pasado precolombino e indagó so-
bre aquellas necesidades colectivizadas cuyo desarrollo
fue bruscamente cortado por la cruenta intervención de
los «descubridores» europeos.
El interés de Ortiz por el conocimiento de nuestros
primitivos pobladores se pone de manifiesto desde que
divulgara las investigaciones arqueológicas sobre los

146
«caneyes de muerto», en dos artículos publicados en la
revista Cuba y América.5 En dichos trabajos da cuenta
del descubrimiento de restos humanos y artefactos abo-
rígenes en el sitio llamado Guayabo Blanco, situado en la
Ciénaga de Zapata. Éste fue visitado por Ortiz, invitado
por el ingeniero José Antonio Cosculluela, a quien se
debió tan importante hallazgo. Dicho descubrimiento sir-
vió para catalogar una de las dos tipologías establecidas
por los arqueólogos para los denominados ciboneyes.
Más tarde el propio Ortiz la adoptaría también, como uno
de los cuatro tipos culturales de los indocubanos (Cayo
Redondo, Guayabo Blanco, Baní y Pueblo Viejo), en su
importante aunque controvertida tesis, presentada en el
segundo congreso de historiadores (Matanzas, l943) y
publicada en su libro Las cuatro culturas indias de
Cuba.6
Aunque Ortiz no participara frecuentemente en ex-
pediciones arqueológicas, su enorme curiosidad científi-
ca lo condujo a efectuar la confirmación de la existencia
de las notables pictografías en la posteriormente denomi-
nada Cueva Número Uno de Punta del Este (Isla de la
Juventud), de las cuales sólo había hasta ese momento
referencias muy poco precisas: de ellas Ortiz comunicaría
a la Academia de Historia que había realizado «el descu-
brimiento de un templo precolombino» (24 de mayo, l922).
Igualmente, en su labor de gabinete, realizó un acu-
cioso trabajo bibliográfico para sintetizar las informacio-
nes que se habían mantenido dispersas en la literatura
especializada. Redactó una «Historia de la arqueología
cubana», que tuvo su primera publicación en la revista
Cuba Contemporánea.7 Posteriormente fue incorporada

147
a los volúmenes que contenían la traducción al español
del libro de Mark Raymond Harrigton, Cuba antes de
Colón,8 que formaba parte de la Colección de Libros Cu-
banos dirigida por el propio Ortiz.
Un esforzado empeño de indagación bibliográfica —
pero también de intuición creativa— lo constituyó su libro
El huracán, su mitología y sus símbolos,9 donde, partiendo
del estudio de unas figuras representadas en los artefactos
taínos, configura una concepción mítica del frecuente y te-
mido fenómeno atmosférico. Atribuye esta concepción a
los indocubanos, y establece su relación con otras
idealizaciones similares en distintas culturas; todo ello hace
de esta obra un sugerente estudio de mitología comparada.
Pero su dedicación al conocimiento de los primeros habi-
tantes de nuestro archipiélago estuvo principalmente orien-
tada hacia los estudios paleoetnológicos, a través de los
cuales trata de desentrañar el contenido de sus culturas y
de sus instituciones sociales.
Los trabajos que aquí se reproducen sobre esta te-
mática pertenecieron a un ciclo de conferencias en que
trataría sobre «las cualidades que se les atribuyen [a los
indocubanos]: la inteligencia y la bestialidad, la industria
y la holganza, la pureza y 1a sodomía, etcétera», y que,
lamentablemente, parece que sólo alcanzó a las dos expo-
siciones iniciales.
La primera de ellas trata de cómo eran los indocubanos,
y en la misma se propone fijar —basado en los pocos abun-
dantes testimonios de la época— el modo de vida de cada
uno de los principales grupos étnicos (ciboneyes y taínos),
los mismos que conocieron los españoles a su llegada a
Cuba. Hay también referencias a un grupo más primitivo

148
que residió anteriormente en la Isla, y, asimismo, se rechaza
la posibilidad de permanentes asentamientos caribes.
En esta conferencia, donde incorpora —además de
los cronistas— los últimos descubrimientos arqueológi-
cos y los estudios de etnología comparada, sigue el es-
quema establecido por Harrigton. Analiza las diferencias
fundamentales entre ciboneyes y taínos, atendiendo a
su instrumental productivo, su conocimiento de la cerá-
mica, sus características habitacionales, sus costumbres
funerarias y la presencia o no de deformaciones craneanas.
Como es lógico esperar, se agregan otros rasgos de la
superestructura del grupo más adelantado y más amplia-
mente conocido: los taínos.
El segundo trabajo trata sobre la supuesta holgaza-
nería de los indios; en él, basándose en conceptos mate-
rialistas, destaca que a la «resistencia del indio al trabajo
en provecho ajeno, o sea, de un invasor extranjero, se le
llamó insidia, flojedad, hasta bestialidad», cuando en rea-
lidad «los indocubanos no podían someterse a una nue-
va economía que trastornaba violentamente toda su
civilización y los hacía sufrir para provecho de extraños
advenedizos».
El rápido aniquilamiento de los portadores de las
culturas indígenas y la abismal desigualdad de su desa-
rrollo en comparación con el de los colonizadores euro-
peos, determinaron que en nuestra sociedad —a
2
Fernando Ortiz. El engaño de las razas. Editorial Páginas. La
Habana, 1946, p. 370.
3
Fernando Ortiz. «Cómo eran los indocubanos», en Revista
Bimestre Cubana. La Habana, enero-febrero de 1935, vol. XXXV,
no. 1, p. 26.

149
diferencia de otras de Hispanoamérica— se conjugaran
dos aportes culturales fundamentales: el de los distintos
grupos étnicos ibéricos, que conformaban la cultura do-
minante, y la también variadísima de los millones de es-
clavos africanos. Éstos constituyeron el estrato inferior
de la cultura dominada, ya que sus culturas originales
tenían un menor nivel de desarrollo y conformaban la
más desposeída de todas las clases y capas sociales en
la sociedad esclavista.
La permanente dedicación de Ortiz a robustecer la
comprensión por parte del cubano de la España contem-
poránea, que, entre otras cosas, lo condujo a crear una
admirable institución de promoción cultural
hispanocubana, no le llevó, sin embargo, a realizar estu-
dios específicos sobre aspectos sociales y de costum-
bres de los pueblos peninsulares. Sólo un escrito juvenil
nos muestra cuán importante hubiese sido su contribu-
ción científica en ese sentido. Este trabajo de Ortiz pone
de manifiesto su temprana dedicación a los estudios so-
bre aspectos etnosociológicos y el nivel de análisis que
ya poseía cuando apenas alcanzaba su mayoría de edad
civil. Está dedicado a las fiestas menorquinas de San
Juan, y aunque fuera publicado por primera y única vez
en La Habana en 1908, recoge dos conferencias pronun-
ciadas en los mismos meses y año (noviembre-diciembre
de 1901) en que optaba por el Doctorado en Derecho en
la Universidad matritense.
El valor de este ensayo no se resiente por una
presumible falta de madurez o por la inexperiencia del
novel autor, pues constituye un acertado estudio
interdisciplinario de una fiesta popular tradicional, en

150
donde Ortiz emplea métodos históricos, sociológicos
y etnológicos, recrea un fenómeno cultural concreto
utilizando el léxico dialectal y refleja las costumbres
tradicionales mediante una vívida descripción obteni-
da por la observación directa.
Es de destacarse que esta observación ha debido
ser realizada durante la infancia de Ortiz, dado que sólo
tiene catorce años cuando —ya graduado de bachiller—
regresa a Cuba, luego de su permanencia en Menorca,
en donde había residido desde los catorce meses en el
seno de su familia materna.
Esta estancia de Ortiz en la villa de Ciudadela, en la
pequeña Menorca, debió enrumbar muchas de sus in-
quietudes intelectuales y de sus concepciones cívicas,
según él mismo expresara muchos años después reto-
mando los recuerdos de aquellas costumbres arcaizantes,
cuando evocara el lugar donde había transcurrido su in-
fancia:

El ritmo pausado de aquella vida medieval, entre


castillos morunos y altares cristianos, entre seño-
ríos y artesanías, me enseñaron sobriedad de ambi-
ciones, constancia laboriega, costumbres con de-
beres y lealtades recíprocas, amén de inconformidad
y reformismo. Las supervivencias mahometanas,
judaicas y protestantes en aquella Isla me hicieron
comprender cuán fecundos son los abrazos de las
culturas, aún siendo forzados...10

La fecundidad de estos «abrazos de culturas» ha-


bría de determinar, desde entonces, las más persistentes

151
indagaciones de su labor intelectual, que culmina en su
concepto de transculturación; esto se confirma cuando
al describir los resultados obtenidos mediante este méto-
do, nos afirma que «en todo abrazo de cultura sucede lo
que en la cópula genética de los individuos: la criatura
siempre tiene algo de ambos progenitores, pero también
es distinta de cada uno de los dos».11
A este trabajo de extrema juventud pudiera
señalársele la falta del juicio comparativo que habría de
ser resultado de la aplicación del método etnológico
empleado por Ortiz posteriormente, y que, en este caso,
se hace notar. Están ausentes las referencias a la uni-
versalidad de unos festejos de antigua paganía —naci-
dos de la observación, hecha por muchos pueblos, del
solsticio de verano— que la Iglesia asume como feste-
jos dedicados a San Juan. En lo referente a Cuba, no
señala similitudes entre las fiestas menorquinas y, por
ejemplo, las fogatas que aquí se encendían en igual oca-
sión conmemorativa, y no menciona los torneos de cin-
tas o argollas que tan habituales fueron en las
festividades del campesino cubano. Aunque estas fal-
tas bien pudieran atribuirse al breve espacio de tiempo
en que Ortiz había residido en su suelo natal (entre 1895-
1898), en un período en que todo tipo de festejos popu-
lares debió estar muy afectado por la situación de guerra
imperante en la Isla. Como es de todos conocido, si bien
muchas veces se exagera su predominio en la obra de
Ortiz, fueron numerosos los trabajos que dedicó al es-

4
Fernando Ortiz. Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. La
Habana, J. Montero, 1940.

152
tudio de aspectos particulares de las transculturaciones
originadas por la presencia de las numerosas y variadas
culturas africanas que se integraron a nuestra socie-
dad. Se incluyen en este volumen algunos de los traba-
jos de Ortiz relativos a los sistemas mágico-religiosos
de origen africano; precisamente, los más generaliza-
dos en Cuba a partir de la segunda mitad del pasado
siglo, a los cuales otorgó una buena parte de su obra
escrita.
Como se sabe por el propio testimonio de Don Fer-
nando, su interés por estas temáticas surgió cuando fue
invitado a disertar en Madrid, finalizando su etapa de
estudiante, para que estableciera una comparación —ba-
sada en el entonces muy reiterado concepto de la «mala
vida»— entre las capitales de la antigua metrópoli espa-
ñola y la de su ex colonia, a poco recién liberada. Ortiz, en
ausencia de textos que informaran sobre tal objeto de
estudio en relación con La Habana, y a falta de vivencias
propias que supliesen esta deficiencia, sólo acertó a tra-
tar el allí muy exótico tema de los ñáñigos, que entonces
apenas conocía por lo publicado en un texto policíaco y
la visión de las evidencias etnográficas que se exponían
en el madrileño Museo de Ultramar. Pero la novedad del
tema suscitó que le hiciesen proposiciones para que ela-
borase un libro sobre la «mala vida» habanera, teniendo
como centro un capítulo sobre los ñáñigos.
Cuando Ortiz regresó definitivamente a Cuba, quiso
cumplimentar aquel pedido, pero el inicial proyecto de
estudio pronto se desdoblaría en un abanico de múlti-
ples aristas, que le proporcionarían innumerables suge-
rencias de indagación:

153
Comencé a investigar, pero a poco comprendí que,
como todos los cubanos, yo estaba confundido.
No era tan sólo el curiosísimo fenómeno de una
masonería negra lo que yo encontraba, sino una
amplísima maraña de supervivencias religiosas
procedentes de diversas culturas lejanas, y con
ellas variadísimos linajes, lenguas, músicas, ins-
trumentos, bailes, cantos, tradiciones, leyendas,
artes, juegos y filosofías folklóricas, es decir, toda
la inmensidad de las distintas culturas africanas
que fueron traídas a Cuba, harto desconocidas por
los mismos hombres de ciencia.12

Un trabajo de gran utilidad para lograr una aproxima-


ción al estudio de tales supervivencias religiosas —en
particular de la manifestación religiosa sincrética de ma-
yor difusión, la que se origina en el culto a los orichas
yoruba, entre nosotros llamada Regla de Ocha o sante-
ría— lo constituye el artículo titulado «¡Oh, mío
Yemayá!», que contiene la introducción al libro de igual
nombre de Rómulo Lachatañeré (Manzanillo, 1938). Ortiz
considera indispensables estas páginas introductorias,
porque sin ellas el libro sería «poco inteligible y de apre-
cio difícil, aun para el mero deleite literario». Reparaba en
la muy probable incomprensión del lector distanciado de
la mitología originaria y de la peculiar manera expresiva
determinada por la oralidad de la cultura yoruba tradicio-
5
Cuba y América. La Habana, noviembre de 1913 y febrero de
1914.
6
Fernando Ortiz. Las cuatro culturas indias en Cuba. La Habana,
1943.

154
nal y el escaso dominio léxico y gramatical del español
hablado en Cuba por sus transmisores.
Ortiz llama la atención sobre las dificultades que pre-
sentaba conservar la integridad de estos mitos, y repro-
ducirlos de forma literaria sin traicionar

la fidelidad del pensamiento primario, aparte de per-


der totalmente las formas privativas de su estética
sonora (...) por la carencia de una grafía española
que exprese las verdaderas modalidades fonéticas,
prosódicas, acentos y hasta entonaciones de la na-
rración recogida de labios afroides, aun prescindien-
do de sus formas musicales, melódicas y rítmicas.

Luego de encomiar la manera en que Lachatañeré


transcribió las narraciones recogidas de la expresión po-
pular, Ortiz glosa algunas de ellas, destacando la simili-
tud de sus asuntos con otros de las mitologías helénica o
cristiana o con las especulaciones cientificistas de Frazer
y Freud. Termina con una apelación a investigadores y
literatos para que imiten el esfuerzo de rescate y recolec-
ción del autor.
La conferencia sobre «La música sagrada de los ne-
gros yorubas en Cuba», es la primera exposición acerca
de los instrumentos, las músicas y las danzas rituales de
la santería que Ortiz hace pública. En esta ocasión, por
7
Cuba Contemporánea. La Habana, septiembre-octubre de 1922.
8
Mark Raymond Harrigton. Cuba antes de Colón. La Habana,
1935.
9
Fernando Ortiz. El huracán, su mitología y sus símbolos. México,
1942.

155
primera vez en una disertación suya, un grupo de
demostradores interpretarían los toques rituales, ento-
narían los cantos sagrados y bailarían las danzas dedica-
das a los santos. Sin dudas, el aporte más importante en
esta ocasión fue la participación de un juego de tambores
batá, que Ortiz debió mandar a construir, pero que no
reprodujeron exactamente con las características de los
autén-ticamente litúrgicos,

aun cuando —explicaba Ortiz— estos tambores ha-


yan sido consagrados mediante los usuales ritos.
Pero sus diferencias morfológicas son insignifican-
tes y musicalmente intrascendentes, pues consisten
tan sólo en una pequeñísima reducción de fracción
de pulgada de su altura ortodoxa, lo cual no altera
las sonoridades.

La observación de tales prevenciones ayudan a com-


prender las dificultades que necesitó vencer Ortiz para re-
velar en público estos resguardados aspectos de los cultos
de origen africano. En prenda de gratitud hubo de dedicar
esa noche generoso reconocimiento al viejo tamborero
Pablo Roche, que —por la confianza que Ortiz le inspira-
ra— había aceptado construir los tambores, cuya ejecu-
ción también dirigiera como jefe del conjunto de los
tamboreros de batá.
Un tópico importante para conocer la evolución del
pensamiento científico de Ortiz, desde sus iniciales con-
cepciones criminológicas hasta la asunción de un amplio
espectro de las ciencias históricas, así como su capaci-
dad de hacer pública rectificación de criterios repetida-

156
mente difundidos, es el que trata de la distinción entre
los conceptos de brujos o santeros y sobre la justeza en
el empleo de uno u otro vocablo referido a los creyentes
de los cultos sincréticos afrocubanos. Esto aparece en
breves aclaraciones a unos juicios emitidos por el inves-
tigador etnológico Rómulo Lachatañeré en el articulo ini-
cial de una serie que publicaría en varios números —hasta
su desaparición— la revista Estudios Afrocubanos, órga-
no de la institución de igual nombre que Ortiz presidía.
De esa importantísima serie, denominada «El siste-
ma religioso de los lucumís y otras influencias africanas
en Cuba», Lachatañeré dedicó el cuarto capítulo, titulado
«Las creencias de los afrocubanos y la falsa aplicación
del término brujería», a rechazar el uso de ese concepto
en relación con las religiones de origen africano, así como
el de «brujos» a sus practicantes, los cuales, a su juicio,
debieran ser sustituidos por santería y santeros, respec-
tivamente. En su alegato inculpaba a Ortiz por haberlos
empleado y haber contribuido a su general aceptación.
En el propio número de la revista en que se publica-
ba el artículo de Lachatañeré —que su autor había envia-
do a Ortiz para su publicación desde New York, donde
residía— Don Fernando muestra su aprobación a que no
se siguieran aplicando dichos términos, expresando que
era «realmente encomiable la tesis de Lachatañeré de no
aceptar la denominación de «brujería» para significar las
religiones de los afrocubanos», y pasaba a explicar por
que había usado él tempranamente ese vocablo en su
libro Los negros brujos:13

Al entrar en el estudio del afrocubano por la vía de

157
sus típicos tratos con lo sobrenatural, adopté adre-
de para el libro la expresión, técnica y filosóficamen-
te impropia, pero vernácula y socialmente precisa;
pues si es verdad que ella expresaba una confusión,
esta misma confusión es ya por sí un fenómeno so-
cial que importaba dilucidar.

Debe señalarse que mientras Lachatañeré reconocía


la existencia de la brujería como un factor antisocial que
podía encontrarse —tanto en África como en Cuba—
contrapuesto y en conflicto con la religión, al propio tiem-
po, pretendía ampliar la cobertura del término santería a
todos los cultos de origen africano, cuando la práctica
social le había otorgado esa denominación a la Regla de
Ocha. Ortiz apenas rozó en su réplica este aspecto, al
señalar que si para el blanco católico todos los cultos de
origen negro eran «brujería», para un sacerdote santero
(un babalao) «era «brujo» el que practicaba mayombe o
kimbisa». Pero debemos aclarar que esta última distin-
ción era la generalmente aceptada en aquellos momen-
tos; aún hoy, es apenas disimulada por un mayor empleo
popular de la denominación genérica de Regla de Palo
para nombrar el culto de estos grupos, y de paleros para
designar a sus participantes.
Podemos agregar que el rechazo a las denominacio-
nes de «brujería» y «brujos» no solamente se produce
por el fuerte carácter denostativo que contiene la defini-
ción de estas palabras en el idioma español, sino también
por la particular carga emotiva que promueven determi-
nadas prácticas rituales en nuestras sociedades
mestizadas.

158
Actualmente, mientras en los países europeos los prac-
ticantes de la hechicería —los cuales celebran sus reunio-
nes y congresos nacionales con gran publicidad— emplean
estos mismos términos para su autodesignación, en Brasil
los vocablos macumba y macumbeiros, no obstante la
indudable ascendencia africana de ambas denominacio-
nes, son repudiados por los integrantes de sectas con
antecedentes bantú, que podemos equiparar a nuestros
paleros. Los integrantes de dichas sectas adoptan
impropiamente las denominaciones de candomblé para el
grupo ritual y de pae y mae de santo para sus participan-
tes. Toman estos términos del más difundido y aceptado
culto a los orichas yoruba, que tan gran similitud presenta
en sus elementos y desarrollo en Brasil con los que igual-
mente aparecen en la santería cubana. Es decir, allí se ha
producido de forma espontánea lo que de manera reflexiva
Lachatañeré proponía para Cuba, y Ortiz posteriormente
aceptaba.
Esa antigua acepción vulgar de la denominación «bru-
jería» para designar sistemas religiosos muy cargados de
magia —entre nosotros genéricamente considerados den-
tro de la llamada Regla de Palo y basados en el culto de la
nganga— podemos encontrarla reiteradamente formula-
da en los testimonios documentales del trabajo sobre la
secta conga de los matiabos en Cuba.
En dicho artículo se trata sobre una forma de culto
que tenía como punto focal un centro de fuerzas mágicas

10
Fernando Ortiz. «Más y más fe en la ciencia», en Revista
Bimestre Cubana. La Habana, 1955, vol. LXX, pp. 46-47.
11
Fernando Ortiz. Contrapunteo cubano..., ed. cit., p. 112.

159
—una nganga—, llamada matiabo. Un grupo de creyen-
tes le hacía la imploración de protección mediante ofren-
das, cánticos colectivos y danzas rituales, en las duras
condiciones de los campos asolados por la Guerra de los
Diez Años. Dicha protección, supuestamente, se mani-
festaba a través del fenómeno hipnoide de la posesión o
mediante un instrumento ritual indagatorio, el mpaka, muy
utilizado en Cuba por otros grupos originarios de esa
región africana.
Ortiz compara los escasos elementos que aparecen
consignados por testimoniantes y un ídolo ocupado por
las tropas españolas, con los datos que aparecen en simi-
lares prácticas religiosas de origen bantú, y los cataloga
como un fenómeno social que tenía sus bases en los
antecedentes culturales de sus practicantes y en las difí-
ciles contingencias de una contienda bélica.
El artículo referido a «El canto afrocubano del sunsún
babaé» recoge la popularidad circunstancial de una can-
ción de la época. Según Ortiz se trata de la adopción y
modificación, por parte de la población, de un canto ri-
tual de una secta de paleros. Como ha ocurrido tantas
otras veces, el pueblo se apropiaba —para su disfrute—
de música originada en los variados ambientes sociales.
Ortiz puso énfasis en la africanía de la estructura
rítmica del canto y en algunos de los vocablos del texto
que se había popularizado. Éste había sido modificado,
pues inicialmente era un canto de conjuro a sunsundam-
ba, denominación que empleaba un grupo de creyentes
que utilizaba este vocablo —procedente de algunos de
los numerosos dialectos del bantú— para nombrar a la
lechuza. Ortiz señala que tal invocación se había origi-

160
nado años atrás en una secta con practicantes de origen,
radicada en Guanabacoa y llamada de los changanís.
Este trabajo, por la misma contingencia eventual de
su asunto, nos alerta sobre la conveniencia de recoger
determinadas manifestaciones ocasionales de la cultura
tradicional, ya que resulta de utilidad para conservar —
como en esta oportunidad— referencias al conocimiento
de aspectos culturales apenas relevantes por su inme-
diatez o —como ocurre también en este caso— para re-
copilar información de factores culturales en trance de
extinción, tal como sucedió con la secta de paleros don-
de se originó este canto, la cual ya en aquel momento
estaba en vías de desaparición.
En otro plano de elaboración científica se encuentra
el artículo sobre la tragedia de los ñáñigos. En este tra-
bajo se estudia un grupo de actividades rituales desarro-
lladas en la parte occidental de Cuba y se establece su
relación con elementos de una manifestación estética de
una antigua cultura clásica. Esto es, Ortiz realiza un estu-
dio comparativo de las similitudes entre unas complejas
manifestaciones ceremoniales de la sociedad secreta mas-
culina abakuá —de lejanos antecedentes de la cultura
efik del Calabar— con los orígenes del teatro griego.
Para demostrar tales similitudes, presenta
—como una representación teatral dividida en actos y
cuadros— la sucesiva ejecución de actividades que cons-
tituyen la ceremonia ritual denominada plante, con la
participación de actores principales (las plazas); la pre-
sencia de enmascarados danzantes (los írime),14 y una
masa de iniciados (los ekobios), que actúan como un
coro.

161
Por ejemplo, al describir separadamente los elemen-
tos que conforman una ceremonia de iniciación, mencio-
na la limpieza lustral del neófito, la simulación de su
muerte, su resurrección y la visión y la comunicación con
sus antepasados. Establece una comparación con simila-
res elementos de los cultos dionisíacos griegos, tales
como la katarsis, la paradosis, la epopeya, la purifica-
ción, la revelación de los grandes secretos y la ilumina-
ción de los iniciados.
Ortiz expresa que el conjunto de las actividades
litúrgicas de los ñáñigos constituye una espontánea re-
producción de los elementos esenciales de la tragedia
griega:

Su desarrollo es una verdadera acción dramática con


mímicas, cantos, lenguaje críptico, bailes de írime,
altares, ofrendas, abluciones, sahu-merios, procesio-
nes, episodios de magia, oblaciones de víctimas,
comuniones de sangre, ágapes simbólicos,
iniciaciones resurreccionales, juramentos terribles,
conmemoraciones mortuorias, y antaño guerras e
imponentes sanciones de justicia.

Cuando el avance de los estudios sobre la presencia


del negro en la sociedad cubana —producto en buena
medida de la continuada labor cultural de Don Fernan-
do— propicia la creación de una institución dedicada al

12
Fernando Ortiz. «Por la integración cubana de blancos y ne-
gros», en Revista Bimestre Cubana. La Habana, mayo-junio de
1943, vol. II, no. 3, p. 258.

162
estudio de las relaciones entre los dos mayores
agrupamientos étnicos que conformaron nuestra nacio-
nalidad, Ortiz, quien fuera su creador y que la presidiría
durante toda su vida institucional, tomó para sí la res-
ponsabilidad de comenzar sus actividades con una con-
ferencia sobre «La religión en la poesía mulata».
Luego de las obligadas palabras augurales por el
nacimiento del nuevo instituto, Don Fernando anuncia-
ba su disertación como una selección de párrafos de un
trabajo más amplio (que no parece haber culminado) so-
bre la entonces llamada poesía negra o mulata (negrista o
afrocubana, podríamos agregar). Escogió para aquella
oportunidad los conceptos que mostraban la incorpora-
ción de elementos religiosos a esa peculiar forma de ex-
presión poética producida entre nosotros.
En Cuba la escasa intervención colectiva de los ne-
gros en las actividades parroquiales —a diferencia del
negro norteamericano que, históricamente, presenta una
gran participación gregaria en los servicios de los cultos
protestantes— determinó que no hubiese profusión de
cantos religiosos cristianos, lo cual da lugar, a su vez, a
un menor influjo de las manifestaciones poéticas.
«Tan apartado suele estar el actual negro cubano de
las prácticas católicas —expresaba Ortiz— que alguien
sorprendióse de que en la poesía mulata pudiese darse el
tema religioso», a pesar de que, por otra parte, en sus
cultos de origen africano «conservan todavía sus bellos
cantos religiosos con mayor incontaminación, con sus
versos, sus músicas, sus instrumentos, sus danzas
miméticas, en secretas o apartadas solemnidades litúrgi-
cas, más próximas a sus veneros africanos». Además de-

163
bía influir notablemente el uso de unas particulares len-
guas sacras, dado que «las fábulas y cánticos sagrados
de los afrocubanos suelen decirse con lenguaje de Áfri-
ca, casi siempre de sentido críptico u olvidado (...). A los
dioses negros no se les habló nunca en el lenguaje de los
blancos. Aún hoy día no deben entenderlo». Es por eso
que estas prácticas rituales del negro, cuando se reflejan
en la poesía mulata, no se expresan a través de devotas
plegarias, sino en expresiones implorativas o
imprecatorias, en las breves invocaciones a las deidades.
Pero en Cuba, como seguramente en todas partes,
no se pueden limitar las manifestaciones de las creencias
y prácticas religiosas, o la ausencia de ellas, a unos de-
terminados paradigmas, por muy significativos que és-
tos sean. Aquí «la gente de color, como la blanca —señala
Ortiz—, ocupan todos los peldaños de la evolución reli-
giosa, desde la nebulosidad preteológica, a través de mi-
tos, dogmas, supersticiones y quimeras, hasta el
agnosticismo o el ateísmo franco». Según Ortiz, esta gra-
duación de matices de credibilidad es la que se traduce
en la poesía mulata; por ello ésta «refleja las emociones
religiosas de la masa blanquinegra en sus diversas posi-
ciones, en el misterio de la selva, en el templo de la sante-
ría, en la iglesia cristiana, y en el peristilo de los filósofos».
El importante lugar que ocupa el tambor dentro de la
mestiza música cubana, que impulsó a Ortiz a dedicarle
íntegramente dos de los cinco tomos de su obra sobre
los instrumentos de la música afrocubana, se refleja en la
prolija exposición del artículo sobre «La tranculturación
blanca de los tambores de los negros».
En el amplio panorama universal que se domina des-

164
de la altura expositiva de este trabajo, se aprecia que el
tambor nació en épocas anteriores a las civilizaciones
clásicas. Éste era conocido en los pueblos nilóticos, lo
que hizo suponer a los europeos que tuviese ese origen.
Ortiz, por el contrario, estima que antes de su aparición
en Egipto había sido creado en el África negra, pero no
se limita a exponer su desarrollo histórico en el continen-
te africano, sino que explora —en la literatura especiali-
zada— su tránsito por las diversas culturas.
La acción social del tambor dentro de los diversos
grupos étnicos es ampliamente tratada en relación con
sus funciones religiosas, políticas, militares y festivas.
Naturalmente, las citas más amplias son las referidas a su
paso por la Península española, a donde llegaron varia-
dos percusivos —como a otras partes del continente
europeo— transportados por las corrientes sucesivas de
las invasiones islámicas, con sus cuantiosos con-
tingentes de tropas negras, entre las cuales el tambor no
sólo se empleaba como un estimulante de los ardores
bélicos, sino además como un regulador de la disciplina
militar.
Según expresa Ortiz en este trabajo, en España y los
demás pueblos latinos, los tambores

no se introducen siempre por arriba con ínfulas de


señor, sino por abajo con rustiquez, sonriente y en
busca de agrado y tolerancia. Así no son siempre

13
Fernando Ortiz. Los negros brujos (apuntes para un estudio de
etnología criminal). Prólogo de C. Lombroso, Librería Fernan-
do Fe. Madrid, 1906.

165
arbitrarios ni insolentes, sino populares y parejeros;
y donde hubo esclavitud de africanos aquellos ins-
trumentos fueron humildes...

Y así debió ocurrir precisamente en la sociedad es-


pañola anterior a la conquista americana, con sus dece-
nas de millares de esclavos africanos.
No se conoce ciertamente quiénes fueron los prime-
ros que tañeron los parches de los tambores en Cuba,
pero Ortiz establece la presunción de que pudiesen ser
negros los que los tocasen en las huestes militares, como
«descendientes directos de los tambores almoravides».
Según expone Ortiz, desde los primeros contactos
con los ritmos africanos, la música del país se fue
amulatando, pero no por ello se aceptaron los instrumen-
tos de los negros. Además del prejuicio racial, algunas
otras causas contribuyeron a establecer esta exclusión:
el carácter sagrado de muchos tambores africanos, el
ambiente segregado de sus celebraciones festivas, las
dificultades del aprendizaje de la polirritmia de su percu-
sión y el gran tamaño de unos instrumentos hechos para
ser tocados en grandes espacios abiertos.
Pero todas estas dificultades no podrían detener el
proceso de adaptación del arsenal instrumental africano.

La música bailable de los negros tuvo que ser


reinterpretada para los blancos en instrumentos por-
tátiles y de menor sonoridad, en los tambores pe-
queños de los congos y sobre todo en el híbrido y
pícaro cajón. La música cubana no triunfó plena e
indiscriminatoriamente en Cuba hasta que sus músi-

166
cos inventan el bongó.

La adaptación de elementos culturales foráneos y su


adopción como criatura propia, se evidencia en las cele-
braciones festivas de las ciudades, tal como aparece en
el extenso trabajo que aquí presentamos sobre «Los vie-
jos carnavales habaneros», lleno de informaciones y de
sugerencias de estudios. Ortiz trató repetidamente el tema
de una de las fiestas más populares de las poblaciones
europeas influidas por la catolicidad y, por supuesto, tam-
bién la más popular de la ciudad de La Habana.
Desde 1906, en que tratara parcialmente esta temáti-
ca —con exclusiva referencia a las comparsas
afrocubanas— en su libro Los negros brujos, y, en los
años siguientes, en que aparecerían varios artículos pu-
blicados en la revista Cuba y América, Ortiz emitió seve-
ros juicios sobre la fiesta popular habanera. Comparsas y
paseos recibieron duros epítetos suyos, en esos prime-
ros años republicanos. El abandono de los iniciales crite-
rios criminológicos y la adopción de nuevos conceptos
etnosociológicos se hicieron ostensibles en el cambio de
opinión en relación con la asimilación hecha por el pue-
blo habanero de esa tradicional festividad. Ésta llegó a
nuestra Isla a través de las diferentes maneras de celebrar
las fiestas carnavalescas por parte de los diversos gru-
pos étnicos procedentes de distintas partes de España, a
los cuales habría de unirse más tarde, en diferentes gra-
dos de integración, los también variados elementos festi-
vos originados en diversas etnias africanas, para
posteriormente transculturarse en formas nuevas de ce-
lebración popular ya propiamente cubanas.

167
En el trabajo que hemos seleccionado, Ortiz ilustra
sobre los posibles antecedentes ecuménicos del carnaval,
celebración que se hacía por el resurgir anual de la natura-
leza en los comienzos de cada primavera, y establece la
precedencia de «esos ritos solsticiales o equinocciales,
originariamente agrarios, fertilizantes, fecundativos o
genésicos», originarios de las distintas culturas que aquí
se amalgamaban. Recalca su inmediata oriundez hispánica
y señala su celebración en los rituales calendáricos católi-
cos:

En La Habana colonial los verdaderos carnavales se


celebraron siempre en la época señalada en los ca-
lendarios eclesiásticos, en relación con las fechas
movibles de Cuaresma y Pascua de Resurrección, la
cual cae invariablemente cada año en la luna nueva
siguiente al primer domingo después del equinoccio
de marzo, o sea, la primera luna a la entrada de la
primavera.

Ortiz estima que dichos festejos no se realizaban en


Cuba en los primeros tiempos de la colonización. Esto se
debió a la propia diversidad de las costumbres populares
de la heterogénea población española. En cambio, predo-
minaban las representaciones de la procesión del Corpus
Christi y los jolgorios más familiares de las fiestas de San
Juan. Pero el aumento de la población y la integración de
las costumbres pudo desembocar en la aceptación de
fechas que podían ser adoptadas por todos. Asimismo,
se incorporarían las maneras locales de celebración, cuya
diversidad podemos reconocer en las efectuadas actual-

168
mente en distintas regiones peninsulares. Algunas mo-
dalidades de éstas se pueden observar todavía en Cuba,
si bien aparecen unidas a otros tipos de fiestas tradicio-
nales, tanto urbanas como campesinas.
Ortiz nos facilita esta comparación al ofrecernos una
relación de estas iniciales actividades carnavalescas. Nos
señala que consistían

principalmente en cabalgatas de enmascarados y


carreras de caballos, con suerte de ensortijar cintas
y de descabezar patos, junto con bailes, parrandas,
comparsas, enramadas, ferias, tablados de juegos y
otras diversiones bulliciosas. En ella solía destacar-
se un simulacro de torneo, competencia o con-
trapunteo, por lo común representado por la rivali-
dad de dos bandos, azul y punzó, pero también por
un espíritu combativo general.

Plantea Ortiz que éstos eran los «carnavales de los


blancos»; en tanto que la celebración del Día de Reyes
—hasta 1884 en que fueron prohibidos—, con su tradi-
cional desfile de cabildos de nación, pero también con la
participación de los tangos de pequeños grupos o indivi-
duos disfrazados, constituían el «carnaval de los negros».
La prohibición de la celebración pública del Día de
Reyes dio lugar a que se aprovecharan las fiestas
carnavalescas por la población de todos los pigmentos.
No obstante, se conservó la compartimentación racial y
social, con las lógicas fisuras de los artificiales estancos,
disimuladas en ocasiones por el propio carácter del en-
mascaramiento.

169
En el siglo XIX, con el aumento de la población, el
apogeo de la esclavitud negra y la liberación de las
costumbres, los carnavales «cerrados» se traducen
en bailes particulares y bailes de «sociedad»; cada
camada social en «su lugar»: los gobernantes y ha-
cendados en sus palacios y residencias, la clase me-
dia en sus «liceos», «tertulias», «casinos» y «cen-
tros», «uniones» y «fraternidades». Y la «gente de
medio pelo» en los teatros, en cuyos bailes públicos
se le mezclaba con frecuencia la juventud liberiana y
gente de alto rango, protegida por los disfraces, que
le daban cierta impunidad.

En 1937, luego de una prohibición —que duró varias


décadas— de las salidas públicas de las comparsas
habaneras por un simple bando municipal, la máxima au-
toridad capitalina planteó la posibilidad de su autorización
como promoción turística y se dirigió a la recién creada
Sociedad de Estudios Afrocubanos para que diese su
opinión al respecto. Ortiz, a nombre de su directiva, re-
dactó un amplio dictamen favorable a la proposición
alcaldicia, comunicando al mismo tiempo el beneplácito
de los dirigentes de la novel institución.
En ese documento Ortiz aplica un sano concepto
sociológico en defensa de la participación festiva propia
de los sectores populares de nuestra sociedad, al decir:

Es inadmisible que las tradicionales comparsas de La


14
En trabajos posteriores Ortiz emplea el término íreme, tal
como se denominan estas representaciones de antepasados.
(N. del C.)

170
Habana sean contrarias a la cultura popular. Precisa-
mente estas diversiones colectivas integran la cultura
más entrañable del pueblo. Y son precisamente los
pueblos más cultos y los elementos más cultivados
(...) los que hoy día se esfuerzan por sostener esas
pintorescas tradiciones locales, gratas al corazón de
los pueblos.15

Como era de esperarse Don Fernando dedicó varias


páginas del artículo que reproducimos a lo que ha sido el
elemento más caracterizador del carnaval habanero: las
comparsas. Allí señala su composición multiétnica, la
complejidad de sus manifestaciones artísticas, su finali-
dad estética.

Las comparsas de La Habana [nos dice Ortiz] no fue-


ron ni son sino la manera como la abigarrada masa
popular de nuestra urbe celebra el carnaval, según
las costumbres heredadas y fusionadas de los diver-
sos abolengos. La comparsa habanera consiste, sim-
plemente, en una comparsa de mascarados con un
plan para representar conjuntamente con sus músi-
cas, cantos, danzas y pantomimas, un tema colecti-
vo, como un episodio folklórico, un acto de teatro
ambulante o un paso de posesión.

Esta positiva valoración de «la cultura más entraña-


ble del pueblo» le había hecho escribir unos pocos años
atrás unos críticos comentarios en defensa de la autenti-
cidad del carnaval habanero y de la espontaneidad de
sus comparsas:

171
El paseo habanero de las comparsas carnavalescas
no puede ser una revista callejera más, meramente for-
mal, sin arte ni gusto, sin el espíritu de los barrios (...).
El carnaval habanero ha de ser cubano o morirá de
anemia y aburrimiento, cuando no de parásitos. Es
carnaval que ha de brotar de Jesús María y de
Carraguao, de Los Sitios y de Peñalver, de Cayo Hue-
so y de Arsenal, de Pogolotti y de Regla, y de las otras
«orillas».

Estos juicios están contenidos en el artículo que aquí


reproducimos sobre el folklore antillano afrofrancés.
Aquí Ortiz se felicita porque en el carnaval de ese año
tiene «la suerte de que por primera vez viniera a La Haba-
na un grupo de tocadores y bailadores de las llamadas
tumbas francesas de Santiago [de Cuba]». Además, se
hace referencia a la representación de un grupo folklóri-
co haitiano, del cual ofreció escribir «en otra ocasión», la
que, al parecer, no le fue propicia.
La presencia de estos tumberos de la Caridad del
Cobre de Santiago de Cuba, le dio oportunidad de hacer
atinadas consideraciones sobre el proceso
transculturativo ocurrido en Haití (entre la cultura france-
sa y las procedentes de diversas etnias africanas), y so-
bre la continuación de ese proceso en suelo nuestro,
cuando los exponentes de sus diversos estamentos so-
ciales y raciales —amos, esclavos y libertos; blancos,
negros y mulatos— debieron convivir en las condicio-
nes políticas y sociales de la colonia española en Cuba,
especialmente en su región más oriental.
Según Ortiz, la tumba francesa era una adaptación

172
de las danzas de corte versallescas, las cuales gustaban
a los mulatos afrancesados de las ciudades haitianas, si
bien aclimatadas a las cálidas cadencias del trópico an-
tillano.
Ya, para aquella fecha, Ortiz señalaba la decadencia
de las tumbas, al constatar la avanzada edad de la mayo-
ría de sus integrantes y la poca participación de los jóve-
nes que «por lo general ya no gustaban de estos antiguos
bailes de rango estético»; pero, además, por la falta de
una política destinada a preservarlas. Ortiz abogaba por-
que las tumbas —que estimaba debían seguirse presen-
tando en la capital de la nación—, se realizaran no en el
inadecuado ambiente de un paseo carnavalesco, sino en
condiciones tales que permitieran desarrollar debidamente
sus bailes de salón. Además, creía que debía respetarse
la tradición de sus típicos vestuarios y de sus gustados
aderezos. El sabio maestro, una vez más, hablaba para
nuestros días.
Un pequeño grupo de trabajos, que cierran el libro,
trasladan la atención del lector a tierras cercanas o a ám-
bitos lejanos, pero los aspectos socioculturales que ex-
ponen están siempre relacionados con nuestro proceso
cultural.
El primero de ellos, redactado como reseña biblio-
gráfica, permite al lector hacer una serie de consideracio-
nes sobre dos diferentes sistemas de creencias de origen
africano en sendas islas caribeñas, las cuales habían pa-
decido distinta colonización europea. Ortiz habla en este
estudio de los vodús y obís de las Antillas. El título de
este trabajo es una adaptación al español del libro —en
inglés— del sacerdote jesuita Joseph J. William.

173
Ortiz señala que la parte del libro de William que trata
del culto vodú como de una forma de religión popular de
la mayoritaria población de Haití, fue redactada por el
autor tomando como base una indagación bibliográfica,
lo cual lo llevó a cometer errores, al incorporar frecuentes
inexactitudes de la más difundida literatura sobre esta
temática.
Discrepa Ortiz de la afirmación del autor de que el
vodú haitiano «es primeramente y en sustancia la super-
vivencia del culto de la serpiente en el Dahomey», por
cuanto los estudios más confiables indican que el vo-
cablo mismo que le diera nombre procede del idioma ewé,
con el amplio significado
—tanto en Dahomey como en Haití— de «todo lo religio-
so: dioses, ídolos, fetiches, creencias, majás, bailes, ins-
trumentos y cantos», y por ello no cabe referirlo
únicamente al culto ofiolátrico desarrollado en Wydah.
Éste sólo constituía una forma local de adoración, tal como
ocurrió en Cuba dentro del culto religioso denominado
Regla Arará, originado por los africanos de igual proce-
dencia dahomeyana (dajomes o ararás).
Estudios posteriores realizados en Cuba, luego de la
desaparición física de Don Fernando, confirman estas
certeras apreciaciones suyas. Es sólo en los últimos años
que esforzados investigadores han podido adentrarse en
las informaciones entonces vedadas, tanto sobre la Re-
gla Arará en la zona occidental del país, como los cultos
vodú, traídos por los braceros haitianos, que llegaban
por decenas de miles en las primeras décadas republica-
nas, para realizar las labores de los cortes de caña en la
región oriental.

174
Por otra parte, Ortiz reconoce que las afirmaciones
de Wil1iam sobre las prácticas del obeah
—como se le designa en la literatura especializada en
inglés— introducidas por los esclavos de procedencia
achanti en Jamaica y otras islas colonizadas por Gran
Bretaña, además de contar con el apoyo de una impor-
tante investigación bibliográfica, fueron respaldadas por
la personal observación de estos ritos en los años de
residencia del autor en esa isla antillana.
Ortiz destaca que el obí —como él prefirió escribir—
«es hechicería», y que tanto en Jamaica como entre los
africanos achanti esta practica ritual «lucha con la reli-
gión ortodoxa (...). Una es secreta, perseguida y temida;
otra es abierta, solemne y reverenciada». Por desdicha
no aprovechó la oportunidad para describir sus elemen-
tos más significativos, cuya divulgación quizás hubiese
contribuido a que oportunamente fuesen reconocidos en
nuestro suelo algunas de estas actividades ocultas que,
probablemente, eran practicadas por los numerosos bra-
ceros antillanos de habla inglesa introducidos en Cuba
para las más penosas tareas de la industria azucarera.
Otro de los estudios compilados es el que se refiere
a la «Fiesta afroide de Loíza Aldea», como la denominara
su propio autor. Este trabajo es un prólogo que hace Ortiz
al libro del antropólogo social Ricardo E. Alegría: La fies-
ta de Santiago Apóstol en Loíza Aldea, donde se descri-
be un festejo de tipo patronal referido a dicho apóstol y
la manera en que se ha transculturado esta celebración
en Puerto Rico, sobre todo en la población que posee un
mayor número de individuos y tradiciones de origen afri-
cano.

175
Esta celebración colectiva ha conservado muchos
de sus elementos hispánicos. Ortiz señala algunos, como,
por ejemplo, la motivación principal de la fiesta: la adora-
ción al Santiago a caballo, el Santiago matamoros es-
pañol, celebración popular que se realiza en la Península
y en muchos lugares de América, aunque es de señalar
que —desde el punto de vista eclesiástico— el patrono
oficial de ese poblado puertorriqueño es San Patricio, y
fue introducido por una familia de hacendados irlande-
ses. Otro elemento hispánico que también señalara Ortiz
son los enmascarados que participan en los festejos, como
los llamados caballeros, los viejos, las locas y, sobre todo,
los diablos vejigantes, conocidos en Puerto Rico por este
último nombre.
Los españoles traspasaron estos diablos a la Améri-
ca Latina, donde todavía danzan en varias naciones como
Bolivia, Venezuela, República Dominicana y Panamá. En
cambio, hace siglos desaparecieron de Cuba esos mis-
mos diablos que en Europa participaban —dice Don Fer-
nando—

en varios autos sacramentales y fiestas de iglesia,


sobre todo en la procesión del Corpus Christi, a cuya
cabeza iban individuos disfrazados de demonios,
vestidos de negro y rojo, con caretas cornudas y de
facciones luciferinas, los cuales abrían paso al corte-
jo procesional (...)

Pero Ortiz, basándose en las informaciones de Ricar-


do Alegría, encuentra en las celebraciones una serie de
elementos que pudieran ser originariamente africanos.

176
Hace notar la diversidad de la participación social en las
fiestas, en las cuales tres grupos distintos de personas
rendían culto a tres imágenes diferentes; existían días
dedicados al «Santiago de los hombres», al «Santiago de
las mujeres» y al «Santiaguito de los niños». Esto podría
corresponderse con formas de agrupamiento por edades
y sexos muy observadas en África.
En igual sentido señala la expresividad de las care-
tas, muchas de las cuales son elaboradas con la cáscara
del coco, y en donde «los rostros parecen estar algo
deshumanizados, por la forma insólita de sus bocas, ojos
y demás facciones y por la mucha intervención del color
blanco en la pintura de sus caras». Ortiz nos recuerda
que este color no es de habitual empleo en Europa para
representar a los demonios y sí se utiliza en África para
las máscaras de sus ritos funerarios y las de sus socieda-
des secretas. Asimismo, destaca la manera como se con-
ducen los vejigantes, asustando a las mujeres y los niños
y hablando con voz afectada, que pretende ser «sobre-
natural», como es corriente en los enmascarados rituales
afrocubanos, y la intervención de comparsas, con instru-
mentos típicos puertorriqueños, pero con la repetida for-
ma antifonal de los cantos africanos.
Don Fernando no pudo conocer, por haberse origi-
nado hace pocos años, la pública representación que de
esta festividad hace la colonia puertorriqueña de New
York alrededor de la fecha del 25 de julio de cada año, en
la que rememoran en lo posible todos los elementos de la
por ellos también denominada «fiesta de Loíza Aldea», y
que han instaurado como una forma de lucha por la con-
servación de la identidad cultural puertorriqueña y como

177
un reconocimiento a sus raíces afrohispánicas.
Una descripción de estos festejos informa que una
gran cantidad de personas concurre en horas de la maña-
na a escuchar una misa cantada en un templo católico,
que oficia un cura nativo de Puerto Rico; en el atrio de la
iglesia, como pudiera haber ocurrido en un antiguo auto
sacramental, se sitúan los personajes del caballero, el
viejo, la loca y, por supuesto, los vejigantes. Al finalizar
la ceremonia religiosa, comienzan su danzar ambulatorio
las comparsas, las cuales se dirigen hacia un parque pú-
blico; allí, durante el resto del día se representarán con-
juntos musicales, actividades artísticas, concursos de
comparsas y de máscaras, etcétera.
La descripción actual de esta celebración en el hostil
exilio neoyorquino, en su conjunto y particularmente en
lo referente a las comparsas —algunas con nombres muy
significativos, como por ejemplo «Las siete potencias
africanas»— parecen reflejar una versión más afroide que
la que apareció en el libro del investigador puertorrique-
ño, y nos inclina a considerar la posibilidad de que esta
edición, o más probablemente, de que este reforzamiento
de los aspectos más africanos en esta moderna repro-
ducción de la fiesta original, sea una resultante de la nu-
merosa presencia afrocubana en el llamado «Harlem
latino».
Sin embargo, Ortiz sí pudo conocer y valorar otra
prueba de esa presencia en los Estados Unidos. Ello apa-
rece desarrollado en el artículo que aquí compilamos so-
bre la influencia afrocubana en el jazz norteamericano.
En dicho trabajo Ortiz estudia la transformación que ex-
perimenta el jazz nacido, dice, «en la densa mulatez de

178
Nueva Orleans, la capital de la Luisiana, ciudad de gran
sedimentación blanqui-negra, africana y latina», por las
innovaciones musicales y danzarias del bop, el cual le
aportaría «una más abundante y completa entretejedura
de ritmos y una profusión de armonías disonantes». Y
precisamente esta vigorización del ritmo en el jazz se de-
bió principalmente al influjo directo de la música
afrocubana. Afirma Ortiz: «Y todo esto brotó del fol-klore
del pueblo cubano y su genio amorenado».
En este artículo, junto a los nombres mere-cidamente
divulgados de Louis Amstrong, Charlie Parker, Stan
Kenteon o Dizzie Gillespie, aparecen los menos conoci-
dos de los músicos cubanos que participaron en esta
revolución musical, como Mario Bauzá, Machito, Carlos
Vidal y, sobre todo «Chano» Pozo, para el cual reclamaba
Ortiz que se le recordara, de modo que su nombre no se
perdiera como los de tantos otros que mantuvieron la
genuina cubanía de nuestra música.
Para terminar, deseamos consignar que las tareas para
la elaboración de esta compilación han sido en alto grado
facilitadas por las informaciones
—organizadas muy profesionalmente en la Bio-Biblio-
grafía de don Fernando Ortiz— compiladas por Araceli
García-Carranza;16 las atenciones y servicios de los fun-
cionarios y trabajadores del Instituto de Literatura y Lin-
güística, e igualmente, de la Biblioteca Nacional José
Martí; y la eficiente labor mecanográfica del compañero
Félix Canda. A todos nuestro reconocimiento y gratitud.
15
Fernando Ortiz. «Informe de la Sociedad de Estudios
Afrocubanos», en Estudios Afrocubanos. La Habana, 1945-1946,
vol. V, p. 131.

179
Fernando Ortiz y el encuentro
de dos mundos

La proximidad de la fecha en que se cumple el medio


milenio del arribo de los europeos a las tierras americanas
ha despertado, tanto en América como en Europa, las
más enconadas opiniones contrapuestas, que polarizan
desde la glorificación más reverenciada hasta el anatema
más maldiciente.
Así nos lo expresa el recordado escritor argentino
Gregorio Selser —recientemente fallecido—, en las pági-
nas de una revista de diáfano título: América, la Patria
Grande, la cual desde su aparición en México en 1998, ha
dedicado todo su espacio impreso a publicar trabajos
relativos a la rememoración del ahora llamado, con una
indubitable fórmula de compromiso, Quinto Centenario
del Descubrimiento de América/Encuentro de dos Mun-
dos. Selser nos advierte que la polémica

...cubre ambas costas del Atlántico, sin diferencias a


americanos de iberos (y sus adyacentes celtas, vas-
cuences y catalanes) e incluyendo a sociólogos,
antropólogos e historiadores de ambas Alemania,
Italia y Francia.

Y nos previene, con un riguroso diagnóstico, del


negativo efecto del entrechoque de encontrados crite-
rios: «Las razones y las sinrazones se entremezclan en un

180
debate donde lo superfluo empequeñece lo profundo y
memorable.»1
La lectura de éste y otros trabajos de dicha publica-
ción nos ha forzado a retomar los conceptos contenidos
en la obra de Don Fernando Ortiz sobre aquel notorio
suceso y nos ha inducido a destacar lo acertado de su
pensamiento y a mostrar la actualidad que podría
atribuírsele, al compararlo con muchos de los más recien-
tes juicios emitidos por destacados estudiosos de nues-
tros días.
Es conocido que Ortiz dedicó muchas reflexiones a
la figura del navegante genovés y a la más temprana
irrupción de los españoles en el ámbito antillano, e in-
cluso que a ambas temáticas proyectaba dedicar una
importante obra,2 que desdichadamente ha quedado in-
édita hasta el momento o —lo que es mucho más deplo-
rable—, que quizás nunca llegó a configurarse lo
bastante para ser editada, como informa Julio Le Riverend
en una nota que hiciera pública al entregar para su pu-
blicación el prólogo escrito por Don Fernando para uno
de los textos que formaban parte de ese proyecto edito-
rial:

Se prefiguraba una obra —quizás en cinco volúme-


nes— relativa a la biografía de Colón, la sociedad y
la economía europea a fines del siglo XV, a las cultu-
ras indígenas de América antes de 1492 y a las prime-
ras décadas de la ocupación y colonización de las
Antillas (1492-1530).3

En dicho prólogo —que sólo ahora hemos conoci-

181
do— Ortiz nos entrega un adelanto del contenido de ese
volumen aún inédito y nos anuncia que tratará sobre «...las
ocurrencias de aquellos albores del siglo XVI en el Archi-
piélago invadido por Colón...», agregando para destacar
el carácter esencial de su análisis historiográfico: «Cuan-
do la oleada invasora llega a Cuba ya trae consigo la
sangrienta dialéctica de dos economías, de dos culturas,
de dos razas, de dos mundos».4
Resulta de notable interés para nosotros constatar
cómo estos conceptos se han repetido recientemente,
casi con las mismas palabras, por el brillante lingüista
norteamericano Noam Chomski, cuando nos expone:

Seguramente hubo encuentro de dos mundos. Pero


la frase «descubrimiento de América» es obviamen-
te errónea. Lo que descubrieron fue una América
descubierta miles de años antes por sus habitantes.
Se trataba, por ende, de la invasión de América. La
invasión de una cultura ajena.5

Cuando la Sociedad Cubana de Estudios Históri-


cos tomó el acuerdo de efectuar los Congresos Nacio-
nales de Historia, como su más importante evento
anual, decidieron que la Presidencia de cada uno fuese
otorgada como «un homenaje que se rindiese cada año
a un intelectual cubano que se haya distinguido por
su valiosa obra historiográfica y su elevada ejecutoria
moral y cívica», recayó en el doctor Fernando Ortiz la
honrosa distinción de presidir el Primer Congreso, quien
por esa circunstancia debió pronunciar su discurso
inaugural el 8 de octubre de 1942, en el Palacio Munici-

182
pal de La Habana.
La ceremonia de la ocasión en que se celebraba
«el noveno cincuentenario del descubrimiento que hizo
Cristóbal Colón» —como lo llamara Ortiz—, determinó
que le dedicara numerosos párrafos de su exposición a
tan importante acontecimiento histórico. Pero aún en
tan señalada ocasión conmemorativa, Ortiz asumiría
una posición de acentuado americanismo, que debe-
mos suponer muy distante de las habituales lisonjas
retóricas. Así nos diría: «...al mismo tiempo que Colón
y sus compañeros descubrieron la América, los hijos
de ésta descubrieron a Europa». Es decir, que señala-
ría la participación de ambos pobladores de los dos
continentes en el fortuito encuentro, desechando la
idea de conferir un único protagonismo a los nave-
gantes europeos.
Unas líneas después resaltaría que no fue tampoco
la sorpresiva visión para cada parte de unos hombres
desconocidos, ni el inesperado tropiezo para los avezados
marinos de unas costas que no aparecían en sus cartas
de marear, lo que daría a tal suceso su memorable signifi-
cado:

El mutuo encuentro no fue simplemente el de unos


hombres blancos con unos hombres cobrizos. (...)
No fue, pues, tan sólo el encuentro de unos hombres
diversos, ni el hallazgo de tierras ignotas, sino el
inesperado contacto, abrazo material y espiritual de
dos civilizaciones o, como quizás se diría mejor, de
dos culturas.6

183
«Mutuo encuentro», «encuentro de dos culturas»,
«encuentro de dos mundos» u otras similares son expre-
siones que en los años recientes nos ha parecido oír re-
petidamente y que, para nosotros, son reiteraciones que
confirman la justeza con que las había empleado Ortiz
medio siglo atrás.
Más adelante, en el propio discurso, al hacer men-
ción de cómo en aquel propio recinto de la municipalidad
habanera, hacía cincuenta años, en 1892, cuando aún era
asiento de la «Capitanía General de la Siempre Fiel Isla de
Cuba», se había celebrado con las consabidas «fiestas
reales», el Cuarto Centenario de aquel acontecer históri-
co, con la presencia de una «altiva infanta de la realeza
borbónica»; y le añadiría una nota de entrañable conno-
tación personal —envuelta en el tono irónico que acos-
tumbraba utilizar cuando hacía referencia de sí mismo—,
describiendo su participación, cuando apenas contaba
unos once años de edad, en otra actividad festiva, que
en esta ocasión se había efectuado a muchas millas de
distancia, en Menorca, en una de las islas baleares, don-
de desde muy temprana edad se desarrollara su niñez en
el seno de su familia materna:

Yo no estaba entonces aquí, sino en una pequeña


isla del Mar Mediterráneo donde también se
rememoraban las hazañas de don Cristóbal Colón.
En el pobre instituto donde yo estudiaba también se
hicieron festejos y en su escenario escolar los cole-
giales representaron un apropó-sito que para el caso
compuso nuestro profesor de literatura y latín. A mí,
creo que por la circunstancia de ser el único hijo de

184
América que había en el colegio, me honraron con el
papel del Almirante don Cristóbal. Y llegada la hora
solemne, desde la proa de una carabela de cartón,
entre rojas bengalas y estampidos de cohetes, hube
de sacar una espada y señalando con ella el horizon-
te iluminado por un sol esplendente que amanecía,
les grité a todos, a los reyes católicos, a los cortesa-
nos, a las damas, a los mercaderes, a los frailes, a los
judíos, a los soldados, a los marinos y a los villanos,
estas frases de retórica bilingüe: «Vamos, vamos to-
dos a descubrir América; he aquí un Nuevo Mundo.
¡Aleluya! ¿Gloria in excensis Deo et in terra pax
hominibus!» Y, entre aplausos, cayo el telón.7

Alzado hasta el empinado nivel de su madurez inte-


lectual, el antaño infantil remedo del Almirante de la Mar
Oceana, vislumbraría con mayor claridad la trascenden-
cia de aquel suceso imperecedero, pues a partir de él, en
su concepto, «...el mundo fue completado y todo él pudo
ir iluminándose por un ecuménico ideal de progresiva
civilización, de cultura igualitaria y fraterna».8
No debe pensarse que estas últimas afirmaciones,
pronunciadas precisamente en los trágicos días en que
se sucedían las invasiones hitleristas a los pueblos que
se pretendían someter a una por siempre imposible hege-
monía unipolar —agresiones a las que Ortiz denunció
consecuentemente—, mostrasen que estimase que se
habían alcanzado, sino más bien proyectaban sus anhe-
los de que ellas se obtuviesen en una tierra de paz, que,
como sabemos, tampoco con la terminación de aquella
contienda bélica se materializó para todos los hombres.

185
Ortiz complementaría su concepción de que la im-
portancia de aquel acontecimiento radicaba en la revela-
ción de la conformación de una total humanidad, al valorar
críticamente el casual conocimiento de unas tierras hasta
entonces inexploradas por los europeos, cuando éstos
buscaban una nueva ruta hacia las fuentes productoras
de las especies del Oriente:

Ni es el hecho del descubrimiento colombino en sí lo


que los pueblos consideran, sino toda la inconmen-
surable significación de los valores humanos que
esa efemérides representa. No fue en realidad un
mundo nuevo lo encontrado, sino varios nuevos
mundos. Dos mundos que se ignoraban se descu-
brieron uno al otro, y para ambos, que de dos meros
semimundos pasaron a ser un mundo solo y verda-
dero, también fue nueva, novísima, cual nunca vie-
ron las edades, la realidad geográfica y humana de la
única y definitiva mundialidad.9

Al releer estos conceptos nos parece escuchar cómo


se repiten las cercanas palabras de Mario Benedetti cuan-
do expresa que la fecha del 12 de octubre es «una fecha
de relieve histórico ya que sirvió para comunicar dos
mundos que se ignoraban», aunque el lúcido ensayista
uruguayo precisa que tal comunicación tuvo consecuen-
cias trágicas para «los pobladores autóctonos de un con-
tinente que vino a llamarse América», agregando que no
está tampoco de acuerdo con el empleo de la palabra
«descubrimiento», pues «en realidad América fue descu-
bierta (antes de ser nombrada) por sus primitivos pobla-

186
dores».10
Don Fernando había abundado en rechazar este equí-
voco de denominar «descubrimiento» al de unas tierras,
que si bien ignoradas por los europeos, no lo eran para
unos pueblos que a través de los siglos las había explora-
do, asentándose en ellas, aprovechando racionalmente
sus recursos naturales y aun modificando su entorno
con el desarrollo de grandes civilizaciones.
La contrapuesta valoración que se podía establecer
entre el descubrimiento fortuito y el penoso esfuerzo de
los pueblos aborígenes por poblar las enormes porcio-
nes de las tierras continentales y de sus islas cercanas, le
haría exclamar a Ortiz:

Glorificamos a Colón porque descubrió al Nuevo


Mundo para los blancos: pero, ¿quién sabe los nom-
bres de los que descubrieron el continente america-
no por primera vez, por los dificilísimos pasos del
norte y por las maravillosas navegaciones
subecuatoriales del Pacífico? A la «raza blanca» de
Colón y sus compañeros, porque descubrieron a
América, las exaltamos a veces como superior, pero
olvidamos o hasta envilecemos a la «raza de color»
de quienes, con mayores dificultades, ya la habían
descubierto y poblado con muchos siglos de ante-
rioridad.11

Y no fueron remisas tampoco sus palabras para el


«descubrimiento» de nuestra isla, que aunque no hubie-
se alcanzado en su poblamiento autóctono los esplendo-
res de algunas de las civilizaciones continentales, se

187
encontraba igualmente ocupada a la llegada de los euro-
peos:

Es también craso error que la isla de Cuba fue prime-


ramente descubierta por Colón el día 27 de octubre
de 1492. Esto no es sino una petulancia europea.
Cuba había sido descubierta varias veces por otros
hombres de siglos anteriores, pues de fuera, aunque
no de Europa, le vinieron sus aborígenes.12

Estas palabras nos recuerdan las emitidas no hace


tanto tiempo por Elena Poniatowska, la escritora de ori-
gen francés radicada en México, donde ha realizado su
notable labor intelectual, cuando nos ha dicho: «Llamar
descubrimiento a lo que estaba no sólo descubierto sino
habitado y contaba con una cultura anterior a la Era Cris-
tiana, es simple y llanamente prepotencia europea».13
«Petulancia europea», o «prepotencia europea»
son expresiones que nos muestran la entraña
eurocentrista de aquellas manifestaciones tan reite-
radamente emitidas y profusamente difundidas, so-
bre un hecho histórico, que por otra parte, su
importancia no puede minorizarse hasta su negación,
sin grave atentado a la razón histo-riográfica.
No habría de ser ésta, como debemos esperar, la po-
sición científica de Ortiz, quien no desconocía que ya en
aquel momento de la eclosión renacentista, Europa había
atesorado los bienes culturales de muy diversas civiliza-
ciones anteriores —algunas de las cuales no se habían
originado en los límites de sus naturales fronteras conti-
nentales—, al recordar que en ella «...se habían alquitarado

188
las multiseculares esencias espirituales del Nilo, de Cre-
ta, de Grecia, de Roma, de Judea y del Islam...»14
En posesión de tal herencia cultural los pueblos euro-
peos estaban en condiciones de transferir a las nuevas
tierras que colonizaban muy importantes logros del pen-
samiento universal, los principales de los cuales Don
Fernando pretendió enumerar en una apretada síntesis:

Con Cristóbal Colón vinieron a estas tierras que tanto


amamos ciertas potencias que parecían sobrehuma-
nas: el hierro, la pólvora, la rueda, el caballo, el buey, la
brújula, la moneda, el capital, el salario, la letra, la im-
prenta, el libro... También llegaron entonces el ya senil
feudalismo con sus sádicas crueldades y el capitalis-
mo mercantil en la intrepidez aventurera de su fecun-
da juventud. También trajo Colón consigo en su cara-
bela a Moisés y a Jesucristo; y en él mismo encarnado
estaba el espíritu investigador de las realidades y do-
minador de sus secretos.15

¿Sería la transferencia de estos avances del conoci-


miento más desarrollado para la época el único fruto de la
relación entre ambos continentes? Ortiz no aceptaba que
hubiera establecido un aporte en un solo sentido, en la
que América sólo tendría la función de recipiendaria, o, a
lo sumo, de usufructuaria de los logros alcanzados por el
desarrollo científico y técnico de las naciones europeas.
Para Don Fernando desde las primeras incursiones
de
16 los conquistadores en sus territorios, América propor-
Araceli García-Carranza (compiladora). Bio-Bibliografía de don
cionó igualmente
Fernando numerosos
Ortiz. Biblioteca bienes
Nacional Joséque, ciertamente,
Martí. La Habana,
acrecentaron
1970. notablemente el nivel de vida de los pue-

189
blos europeos. Así los menciona casi taxativamente:

Si el Mundo Viejo hizo al Nuevo Mundo el regalo de


su maravillosa cultura, América pagó a Europa sus
servicios con otros dones de su cultura indígena. Si
Europa proporcionó sus trigos y carnes para el mejor
sustento de este hemisferio, América correspondió
para la mayor nutrición del otro con sus papas y sus
maíces, que hoy son la gran base alimenticia de mu-
chos y grandes pueblos. Si Europa aportó la blanca
leche, América le pagó con el moreno chocolate; si
aquélla le brindó su azúcar, ésta le obsequió con su
pimienta; si del Mediterráneo de allende trajeron el
vino que aviva la sangre y las energías musculares,
de este Mediterráneo Occidental, y precisamente de
Cuba, se llevaron el tabaco que anima los pensamien-
tos y las energías del cerebro.16

El aporte americano a la riqueza de los pueblos euro-


peos, que le facilitasen a éstos acelerar la temprana ven-
taja del régimen capitalista, lo que le permitió dejar
sumidos en el subdesarrollo —del que aún no han sali-
do— a casi todos los pueblos de los otros continentes,
fue considerado por Ortiz a partir de la instancia coloni-
zadora que le propiciara adquirir el enorme caudal de las
riquezas naturales americanas:

Si Europa le dio a América lo mejor de la cultura huma-


na, ahorrándole a ésta para su evolución más milenios
que los de su joven historia, América en cambio agran-
dó enormemente el señorío de Europa sometiéndoles

190
territorios virginales varias veces mayores que los de
su antiguo y cansado suelo. América pagó plenamente
en valores de espacio lo que de Europa recibió en valo-
res de tiempo.17

Y no sería solamente en el aspecto material, el del flujo


continuado del oro y los demás minerales preciosos, ni de
los abundantes productos alimentarios y madereros, el bien
único que recibirían las naciones más adelantadas del conti-
nente europeo. El auge de su riqueza material y el poderío
que representaba el dominio colonial habría necesariamente
de manifestarse en el desarrollo de una ciencia y de una
tecnología aplicadas a la mejor explotación de unas tierras
que le aportaban tan fabulosos recursos. Pero Ortiz no se
detiene solamente en estos aspectos del desarrollo material,
sino que pone a consideración cómo de su conocimiento y
aprovechamiento devendrían también el desenvolvimiento
de la cultura espiritual en los más avanzados exponentes del
pensamiento europeo, al posibilitar la aparición de nuevas
concepciones del mundo, de la sociedad y del hombre:

...los pueblos de América, por su mera presencia afir-

1
Gregorio Selser. «Hacia el V Centenario», en América, la Patria
Grande. Órgano informativo del Foro y Concurso Internacio-
nal Independiente: Emancipación e Identidad de América La-
tina, 1492-1992. México, D.F., no. 2, enero, 1989, p.20.
2
Se trata de Los amaneceres del capitalismo en América, cotejada
inicialmente por el doctor Julio Le Riverend y actualmente
por el investigador Orestes Gárciga, del Instituto de Historia
de Cuba. Esta obra será publicada por la Fundación Fernando
Ortiz. (N. del C.)

191
mativa de una humanidad diversa y sus vivos ejem-
plos de variadas, graduales y contras-tantes cultu-
ras, rompieron en la de Europa la ilusa concepción
unitaria y estática de la vida humana y provocaron
en grado antes jamás querido el estudio científico
de la naturaleza y del hombre, la afirmación de sus
derechos y libertades y, en fin, crearon la concien-
cia del progresivo reformismo. Fue América la que
sugirió al pensamiento europeo las primeras Uto-
pías revolucionarias, desde la de Tomás Moro, ese
filósofo inglés que los comunistas tienen hoy por
genial precursor de sus doctrinas, y los eclesiásti-
cos por un mártir santo de sus altares. Fue en la
revolución geográfica que trajo consigo la apari-
ción del Nuevo Mundo donde Galileo fundó la suya
de la cosmografía heliocéntrica por la cual el mismo
sol se consideró alcanzado por los hombres, toda
la tierra fue para siempre movida y pasó como si el
descubrimiento más que de un Nuevo Mundo, el de
un Nuevo Universo hubiese acontecido. Fue la pro-
digiosa realidad de América la inspiradora del
experimentalismo pragmático y filosófico de Francis
Bacon, que abrió a la ciencia las amplias vías del
futuro. Fue la luz de América la que incendió el ilu-
minismo, fue su infinita variedad de sorprendentes
novedades la que forzó a escribir la enciclopedia.
Fue América la que con Bartolomé de las Casas ori-
3
Julio Le Riverend. «Un texto inédito de Fernando Ortiz. Prólo-
go», en Revolución y Cultura. La Habana, no. 4, julio-agosto,
1991, p.15.
4
Ibídem.

192
ginó el india-nismo, progenitor de la etnología, hizo
concebir a Juan Jacobo Russeau su «hombre natu-
ral» y le sugirió la revolucionaria teoría de su pacto
societario.18

Consideramos que las citas de Ortiz que hemos se-


leccionado acreditan cómo sus juicios sobre la llegada
de los europeos a estas tierras nuestras y las más próxi-
mas consecuencias que originaron, no sólo mantienen
una incuestionable vigencia, sino que muestran ser los
maduros frutos del mesurado razonamiento científico que
caracterizó su labor intelectual.

5
«Tener conciencia de la historia...» (Entrevista con Noam
Chomsky), en América, la Patria Grande, no. 3, abril-junio,
1989, p. 11.

193
Del autor

Isaac Barreal Fernández (La Habana, 1918-1994). Abogado


de profesión, desde 1961 fue subdirector del Instituto de Et-
nología y Folklore de la Academia de Ciencias de Cuba, y
desde 1976 formó parte de la Comisión Nacional para la ela-
boración del «Atlas de la Cultura Popular Tradicional de
Cuba», luego Atlas Etnográfico de Cuba, publicado parcial-
mente en CD-ROM, en el año 2000. Colaboró con diversas
publicaciones periódicas como Etnología y Folklore, Bohe-
mia, Santiago, Boletín del Archivo Nacional de Cuba, Anales
del Caribe y otras. Impartió múltiples conferencias sobre te-
mas de la cultura cubana y caribeña, y participó en diversos
eventos científicos dedicados e estos temas. Fue un activo
impulsor de los Simposios de la Cultura de la Ciudad de La
Habana y de los Festivales del Caribe de Santiago de Cuba.

6
Fernando Ortiz. «Por Colón se descubrieron dos mundos», en
Revista Bimestre Cubana. La Habana, vol. I, no. 2, septiembre-
octubre, 1942, p. 187.

194
Índice

Prólogo
Tendencias sincréticas de los cultos populares en
Cuba
Unidad y diversidad de los elementos culturales
caribeños
Fernando Ortiz y la cultura popular tradicional
Santería y candomblé: notas preliminares para un
estudio comparativo
Retorno a las raíces (I): Antonio Bachiller y Mora-
les, y Emilio Roig de Leuchsenring
Retorno a las raíces (II): Ana María Arisso
Prólogo a Estudios etnosociológicos de Fernan-
do Ortiz
Fernando Ortiz y el encuentro de dos mundos
Prólogo a Etnia y sociedad de Fernando Ortiz
Prólogo a Los negros brujos de Fernando Ortiz
Del autor

195
7
Ibídem, p. 180.
8
Ibídem, p. 186.

196
9
Ibídem, pp. 186-187.

197
10
Mario Benedetti. «La América por descubrir», en América, la
Patria Grande, no. 2, enero, 1989, p. 4.

198
11
Fernando Ortiz. El engaño de las razas. Editorial Páginas. La
Habana, 1946, p. 370.
12
Fernando Ortiz. «Cómo eran los indocubanos», en Revista
Bimestre Cubana. La Habana, vol. XXXV, no. 1, enero-febrero,
1935, p. 26.

199
13
Elena Poniatowska. «Memoria e identidad: algunas notas his-
tórico-culturales», en América, la Patria Grande, no. 3, abril-
junio, 1989, no. 4.
14
Fernando Ortiz: «Por Colón se descubrieron dos mundos», en
ed. cit, p. 188.

200
15
Ibídem, p. 187.

201
16
Ibídem, p. 188.

202
17
Ibídem.

203
204
18
Ibídem.

205
Prólogo a Etnia y sociedad
de Fernando Ortiz*

Un lugar cimero alcanza Don Fernando Ortiz en


nuestra vida republicana, por su continuada acti-
vidad científica y ciudadana, por la importancia de
su magisterio, su acción como propulsor de cultu-
ra, sus aportes al esclarecimiento de tantos aspec-
tos anteriormente poco conocidos de la realidad
social cubana y, sobre todo, por la trascendencia de
su cuantiosa obra escrita en el campo de las cien-
cias sociales.
Tal vez lo primero que nos asombra cuando nos
acercamos a su vida y a su obra es la pasmosa curio-
sidad científica que se muestra en el abarcador espa-
cio a donde dirige sus inquietudes intelectuales. Esto
se refleja en la vastedad de un campo de indagación
que contiene los más diversos objetos de estudio,
seleccionados con el propósito de que comprendie-
sen los más variados fenómenos del modo de vida y
del pensamiento del hombre de sus días; pero, sobre
todo, del hombre de esta tierra que le viera nacer y
que acogiera sus últimos momentos.
Ningún paisaje del espacio físico de nuestro
suelo ni ningún pasaje del espacio temporal de

* Tomado de la Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1993,


pp. VII-XXXIII.

208
nuestro pueblo le dejó indiferente, y quiso apre-
sarlos y expresarlos desde diferentes puntos de vista
disciplinarios, en un afán totalizador de conocimien-
tos y en una pretensión de divulgación enciclo-
pédica.
Ortiz, con la natural modestia del sabio verda-
dero, minimiza la proporcionalidad de este esfuerzo
másculo [sic] cuando nos lo presenta como apenas
un inicial tanteo destinado a señalar las dimensio-
nes de una problemática de estudio ineludible:

Los especialistas en esas novedosas disciplinas


científicas, como son las de la antropología cul-
tural, o no los hay en Cuba o no han llegado a
comprender todavía la riqueza de observación que
el ambiente cubano reserva a sus estudiosos; y
el autor de estos párrafos, que lamenta la mag-
nitud de sus propias limitaciones, carece de es-
pecialidad científica alguna que satisfaga sus
inquietas curiosidades, no siendo sino un aficio-
nado a escudriñar en la formación y cultura de
su pueblo y un atrevido que comunica las pecu-
liaridades, agradables o no, que a veces descu-
bre en cosas, hechos e interpretaciones, para que
un día puedan ser estudiados objetivamente por
quienes tengan preparación, ánimo y posibili-
dades de hacerlo.1

1
Fernando Ortiz. La africanía de la música folklórica de Cuba.
Ministerio de Educación; Dirección de Cultura. La Habana,
1950, p. XIII.

209
Pero un destacado colaborador suyo en algunas
de sus empresas culturales y muy ligado a su perso-
na por vínculos de amistad, José Antonio Portuondo,
nos sitúa más objetivamente en el sentido de esta
empeñosa búsqueda y de sus alcanzados logros cien-
tíficos, cuando nos expresa:

Como escaseaban, o no existían, simplemen-


te, entre nosotros los especialistas, Ortiz se
hizo él mismo criminólogo, antropólogo, so-
ciólogo, etnólogo, lingüista, musicólogo,
folklorista, economista, historiador, geógrafo,
político, para poder contestar los incesantes
problemas que una investigación científica
plantea a cada paso. No esperó que surgieran
los especialistas, se hizo él mismo especialis-
ta en cada disciplina y estimuló el nacimiento
y desarrollo de esas especialidades en manos
más jóvenes y ambiciosas. 2

Esta asombrosa amplitud de sus intereses te-


máticos no redujo la cuantía ni la calidad de sus
fuentes informativas. Cada obra de Ortiz se basa
en una amplísima y paciente indagación bibliográ-
fica, que avanza desde las obras de consultas más
generales, recorre los volúmenes de los textos clá-

2
José Antonio Portuondo. «Fernando Ortiz, humanismo y
racionalismo científico», en revista Casa de las Américas. La
Habana, año X, no. 55, julio-agosto de 1969, p. 9.

210
sicos sobre la materia en estudio, escudriña en las
últimas novedades publicadas en diferentes idio-
mas, hasta recoger la volandera nota de la prensa
periódica, complementando la información, si el
caso lo posibilitase, con los testimonios de los in-
formantes, con los cuales desarrolló, sobre todo para
sus obras acerca de la cultura popular tradicional
cubana, un continuado y sistemático trabajo
investigativo.
El rigor metodológico le llevaría, durante mu-
chas décadas, a dedicar largas horas cada día a la
lectura y la prolija anotación de los textos. Rubén
Martínez Villena, quien ejerciera su profesión de
abogado durante muchos años en el bufete de Don
Fernando, en el prólogo que escribiera en 1923 para
una obra en dos volúmenes con una selección de
sus discursos, quiso dejarnos esta descripción de
su quehacer diario:

Para los que hemos podido observar de cerca a


Fernando Ortiz, sabemos que es, además, el tra-
bajador por excelencia. La virtud ubicua de su
talento abarca y resuelve a la vez complicados y
disímiles asuntos. Simultáneamente le hemos
visto, con asombro, desarrollar todo el conjun-
to de sus actividades: redactar un alegato jurí-
dico; despachar su consulta; confeccionar un
proyecto de ley; reorganizar una compañía mer-
cantil; afrontar un problema parlamentario; re-
volver, de paso, una librería de viejo. Y terminada

211
la jornada fatigosa, los que pasaran frente a su
casa en las altas horas de la noche, pudieran ver
iluminada la ventana de la biblioteca donde se
entrega, como un descanso, a la labor de nutrir
con la lectura su espíritu incansable. 3

Pero no debe pensarse que esta dedicación a la


profunda indagación de las infinitas motivaciones
cognoscitivas que lo asediaban convirtió a Ortiz en
un intelectual de gabinete, olvidado de las necesida-
des y de los anhelos de este pueblo nuestro y suyo;
por el contrario, de él pudo decirse con justicia, cuan-
do ya había alcanzado «su pirámide de años», lo que
expresara Fernando Campoamor al brindarle un ho-
menaje, como presidente de un grupo de escritores
y artistas, el 9 de octubre de 1951:

Dijo hace cinco lustros: «No se salva un pueblo


que no se salva solo.» Para salvar a Cuba del
virus nativo y de la uña extranjera, ha revisado
los fundamentos de la patria. Dicho de pronto,
significa renovar el hecho histórico falsificado,
alzarse en el parlamento, en la tribuna, en la
cátedra, en el texto, destapando nuestras cul-
pas y sus corolarios.”4

3
Rubén Martínez Villena. Prólogo al libro de Fernando Ortiz:
En la tribuna discursos cubanos. La Habana, 1923, t. 1, p. X.
4
Fernando G. Campoamor. «Don Fernando, el maestro fuerte»,
en periódico Alerta. La Habana, 17 de octubre de 1951, p. 4.

212
En esa misma ocasión el «maestro fuerte» —como
unos minutos antes le llamara Campoamor—, diría:

El cubano que os habla desde lo alto de su pirá-


mide de años ve horizontes muy sombríos y ha
creído su deber aprovechar esta ocasión, de sa-
gaz y obligado auditorio, para decirlo con fran-
queza. Muy pronto, 10 de octubre, sonarán de
nuevo las campanas de La Demajagua.
Año tras año, no han cesado de tocar en Cuba a
rebato por la libertad. Y ahora vibran otra vez
con nuevos timbres, como para una nueva reden-
ción. No ha perdido su actualidad el grito de
¡Viva Cuba libre!5

Es de señalar que no habían transcurrido aún


cuatro años desde que la Campana de La Demajagua
hubiera sido traída de Manzanillo —donde se en-
contraba como perenne objeto de veneración patrió-
tica—, por el dirigente estudiantil Fidel Castro Ruz,
para que tañese en un acto que se celebraría en la
Escalinata de la Universidad de La Habana el 6 de
noviembre de 1947. Ello no fue posible porque ha-
bía sido sustraída del recinto universitario por
personeros del régimen grausista, lo que provocó
un sonado escándalo público.
Cuanto nos revelara en sus obras para el cono-
cimiento verdadero de la nación real, hasta enton-

5
Fernando Ortiz. «Por la libertad de la idea», en periódico Aler-
ta. La Habana, 22 de octubre de 1951, p. 4.

213
ces tan oculta por las falsas apariencias acumula-
das, lo expresaría Juan Marinello, cuando en la oca-
sión de su desaparición física escribiera:

Tan ancha y honda fue la tarea de don Fernando


que puede cargar, sin pandearse, con el título
altísimo de tercer descubridor de Cuba en compro-
metida secuencia con el genovés temerario y
Humboldt, el sabio. Para medir con justeza lo
que debemos a Ortiz, bastaría preguntarse lo que
conocíamos de dilatadas regiones de nuestra
naturaleza, de nuestra historia y nuestra socio-
logía y lo que sabemos ahora, por obra y gracia
de su indagar incansable. Desde los estratos más
remotos, como la arqueología, pasando por la
malaventura colonial española y las fétidas tem-
bladeras de la República ilegítima y sometida,
todo quedó anotado con responsabilidad cientí-
fica y penetración criolla.6

Y desde el alto estrado de su magisterio conti-


nental, Alfonso Reyes, al prologar uno de sus más
importantes volúmenes dedicados al estudio de los
aportes del negro a nuestra cultura colonial, nos da
esta semblanza del hombre y del creador intelectual:

Pertenece a la mejor tradición: es sabio en el


concepto humanístico y también en el concepto

6
Juan Marinello. «Fernando Ortiz (1881-1969)», en revista Casa
de las Américas. La Habana, año X, no. 55, julio-agosto de
1969, p. 4.

214
humano. El estudio no lo aísla del mundo, an-
tes robustece en él los saludables intereses por
la vida que lo rodea. Su sencillez está hecha de
señorío natural, su firmeza ignora la adustez, si
bien, puesto a la obra, no se perdona esfuerzo
alguno ni se consiente la menor negligencia. Y
llega así, en la feliz madurez y cargado de miel
de años, a la culminación que representa este
libro, llamado sin duda a sobrevivir entre los
clásicos del pensamiento americano. 7

Por esa misma época, desde el distanciamiento


de su larga estadía venezolana, Alejo Carpentier tam-
bién mensuraba la estatura intelectual y humana de
Don Fernando, al decir:

He aquí un hombre que no puede considerarse


un escritor frustrado, no realizado aún, puesto
que la lista de sus obras incluye treinta y cinco
títulos de tomos que a menudo suman más de
quinientas páginas.
He aquí un hombre que no puede achacar al
destino que le haya sido tacaño en premios de
gloria, puesto que su nombre es admirado,
reverenciado, en Europa y en América, y tiene
ganado, desde hace muchos años, la lucha que

7
Alfonso Reyes. Prólogo al libro de Fernando Ortiz: Los bailes y
el teatro de los negros en el folklore de Cuba. La Habana, 1951, p.
VII. Publicado por la Editorial Letras Cubanas. La Habana,
1981.

215
todo gran espíritu libra contra la muerte y el
olvido.
He aquí un hombre que, por ser vástago de una
familia de abolengo y por disfrutar de una hol-
gada posición económica, podía gastar amable-
mente «los años que le quedan» en viajes, dis-
traerse, gozar de una fama justamente adquirida,
descansar en medio de honores y recepciones.
¿Qué hace en cambio? Ya lo saben ustedes: está
cumpliendo con «el deber de aprovechar los años
que le quedan en publicar el material cubano
acumulado en cincuenta años».8

Sólo una labor sin desmayo durante toda una


vida larga y sabiamente aprovechada, además, por
supuesto, de su enorme capacidad creadora y su in-
dudable talento, pudieron permitir a Don Fernando
entregar a su patria tal cúmulo de conocimientos y
de acertadas interpretaciones de nuestra realidad.
Cuando se cumplían, y quiso recordarse públi-
camente con un homenaje nacional, las seis déca-
das de la edición de su primera obra escrita, en las
palabras que le dedicara aquel ejemplar maestro que
fuera Medardo Vitier, proclamaría:

Por espacio de unos cincuenta años ha investi-


gado don Fernando Ortiz, con seria dirección
científica en varias disciplinas de tema huma-

8
Alejo Carpentier. «Ese gran don Fernando», en diario El Nacio-
nal. Caracas, 3 de octubre de 1951, p. 12.

216
no. Periódicamente sus libros han impresiona-
do la dedicación de unos y la curiosidad de otros.
Hoy, medio siglo de producción permite el re-
cuento, y sobre todo, nos deja percibir en su
dibujo la total imagen de una labor consecuen-
te, cuya extirpe, en líneas de cultura, hay que
buscar en nuestra mejor gente del siglo diez y
nueve. 9

Se refería, sin dudas, a aquellos hombres de fun-


dación y aliento patriótico que el propio Ortiz había
presentado como paradigmas en una conferencia
pronunciada en 1911, cuyo transparente título era
«Seamos hoy como fueron ayer». Resaltaba, en ella,
a quienes

Fundando revistas, diarios, escuelas, cátedras,


museos, jardines botánicos; costeando becas;
importando profesores, publicando libros,
memorias e informes sobre todos los proble-
mas cubanos, nos demuestran cómo la labor
de un grupo de hombres de fe puede hacer de
una factoría esquilmada un pueblo y una na-
cionalidad. 10

19
Medardo Vitier. «El aliento cubano y el espíritu científico en la
obra de Fernando Ortiz», en Revista Bimestre Cubana. La Ha-
bana, enero-diciembre de 1955, vol. LXX, p. 29.
10
Fernando Ortiz. «Seamos hoy como fueron ayer». Discurso
leído el 9 de mayo de 1914 en la Sociedad Económica de
Amigos del País. La Habana, 1914, p. 6.

217
Pero Ortiz no se contentó con ofrecer a otros la
ejemplaridad de aquellos constructores de nuestra
nacionalidad, sino, como era también un hombre de
fe, la afirmaba en aquella ocasión «teniendo la certe-
za de que nuestra salvación depende únicamente de
nosotros». Se encaminaría a la acción repitiendo unas
tras otras todas las tareas realizadas por esos próce-
res del siglo anterior, para hacer de aquella naciona-
lidad, entonces maltrecha por la intromisión ajena y
la desidia propia, esta nación que ahora tenemos y
de la que podemos enorgullecernos.
Pero quizás nada refleje mejor la valoración y el
acertado juicio de quienes le acompañaron a través
de muchos años en sus empeños culturales, que la
dedicatoria que el grupo de intelectuales de la comi-
sión organizadora del homenaje nacional antes men-
cionado expusiese en la Miscelánea de estudios dedicados
por sus discípulos, colegas y amigos:
«A Fernando Ortiz:
»Varón clarísimo, doctísimo, eminentísimo.
»Al cumplirse hoy los sesenta años de la apari-
ción de su primera obra impresa, inicio de una serie
de publicaciones valiosísimas, consagradas a ilus-
trar la antropología, la sociología, el derecho y la
historia de nuestro pueblo, hemos querido consa-
grar este volumen como un homenaje de nuestra
amistad y nuestra admiración, de que participamos
todos sus ilustres colaboradores y para que sirva a
las edades futuras de perpetua memoria de la obra
ingente cumplida a lo largo de una vida ejemplar en
beneficio del pueblo de Cuba, por el más erudito de

218
sus doctos, el más sagaz de sus investigadores, el
más elocuente de sus creadores, el más elegante de
sus escritores». 11
Fernando Ortiz Fernández nace el 15 de julio de
1881, en la calle de San Rafael esquina a Lucena, en
la ciudad de La Habana, de madre cubana, doña Jo-
sefa Fernández y González del Real, y de padre mon-
tañés, don Rosendo Ortiz y Zorrilla. Al padre se le
atribuyen ideas liberales. Era dueño de un estableci-
miento de ferretería denominado «La Escuadra», lo
que permite presumir sus ideales masónicos.
No mucho tiempo después habría de tener lu-
gar su primera larga expatriación, pues la madre
embarcó con él, de apenas catorce meses, hacia la
villa de Ciudadela, en Menorca, una de las Islas Ba-
leares, con sus playas tocadas por los infinitos ca-
minos que surcaban el Mediterráneo, y por donde le
llegaron, durante centurias, los más variados alijos
de culturas. Allí vivió hasta los catorce años, edad
en que regresó a Cuba.
Residiendo en el seno de la familia materna, Ortiz
debió aprender al mismo tiempo a hablar el español
y el menorquín, un dialecto del catalán que le marca
con una enfática entonación, la cual no le abando-
nará en toda su larga vida. El ambiente social de la
pequeña isla mediterránea, un tanto marginada de
los más agitados modos de vida de aquellos tiempos
11
Miscelánea de estudios dedicados a Fernando Ortiz por sus discípu-
los, colegas y amigos, en ocasión de cumplirse sesenta años de la
publicación de su primer impreso en Menorca en 1895. La Habana,
1955-1957, s/p.

219
finiseculares, debió influir en su formación ciuda-
dana, como lo evocaría muchos años después:

El ritmo pausado de aquella vida medieval, en-


tre castillos morunos y altares cristianos, entre
señoríos y artesanías, me enseñaron sobriedad
de ambiciones, constancia laboriega, costumbre
con deberes y lealtades recíprocas, amén de in-
conformidad y reformismo.
Las supervivencias mahometanas, judaicas y pro-
testantes en aquella católica isla me hicieron
comprender cuán fecundos son los abrazos de
las culturas, aun siendo forzados (...)12

Debió contribuir a resaltar la peculiaridad de esas


disímiles expresiones culturales, las prédicas de la
madre cubana. Ella le mostraba sus diferencias con
las de la otra pequeña isla atlántica, que rememoraba
«hermosa y digna», como después recordara Don Fer-
nando. Sin dudas, el contacto con aquellos
fecundantes «abrazos de las culturas» le estimula-
ron el afán de indagar sobre los procesos que gene-
raban tales encuentros y contribuyeron a que
germinara el núcleo central de su quehacer
investigativo.
Apenas con trece años publica un pequeño tra-
bajo en el semanario El Noticiero, donde, al parecer,

12
Fernando Ortiz. «Más y más fe en la ciencia», en Revista
Bimestre Cubana. La Habana, enero-diciembre de 1955,
vol. LXX, pp. 46-47

220
criticaba algunas costumbres sociales menorquinas.
Esta crítica fue duramente refutada en El Vigía Cató-
lico, lo que dio motivos para que se le expulsara del
colegio clerical donde cursaba la segunda enseñan-
za. Debió entonces trasladarse a Mahón, la capital
de la isla menorquina, para continuar sus estudios
de bachillerato.
Poco después publica su primera obra impresa, con
el título de Principi y prostes, de la que apenas conoce-
mos que era un «folleto de artículos de costumbres en
dialecto menorquín» y que fue impreso en Ciudadela,
en la imprenta de Fábregas, con 96 páginas.
Se produce enseguida el retorno de Ortiz a su
ciudad natal. Él nos lo dirá escuetamente:

A los catorce años y ya bachiller, volvía a mi


patria y vi que era tan hermosa y digna como me
había enseñado mi madre; y porque ya la quería
antes de conocerla, me fue fácil seguirla que-
riendo y sufrir con sus penas en aquellos cruen-
tos años de la reconcentración weyleriana y de
la guerra por alcanzar su estrella.13

Matricula la carrera de Derecho en la Universi-


dad de La Habana, la cual sigue mediante la enseñan-
za libre hasta 1898, en que, por decisión paterna, debe
continuar sus estudios en España, hasta obtener la
Licenciatura en la Universidad de Barcelona; luego se
traslada a Madrid, donde alcanza el Doctorado.

13
Ibídem, p. 47.

221
En la Universidad de Madrid fue discípulo de
quien calificara como «el primer sociólogo de Espa-
ña», don Manuel Sales y Ferré. En un artículo que le
dedicara en 1911, cuando se conoció la noticia de su
muerte, comenta la manera en que el profesor con-
ducía a sus alumnos a lugares históricos para pro-
fundizar y motivar su aprendizaje:
Recuerdo de modo imborrable el efecto extraor-
dinario que en mi mente produjeron aquellas excur-
siones con don Manuel y con muchos jóvenes
escolares que constituíamos el Instituto Sociológi-
co de Madrid.

No llegué a comprender la grandeza romana y la


grandeza de la colonización, sino bajo las arca-
das del acueducto de Segovia (...); la prestación
política de las nacionalidades españolas sino cuan-
do él me las enseñaba entre los muros del histó-
rico alcázar segoviano y en las alturas áridas de la
Peña Grajera; los problemas de la ciencia peni-
tenciaria moderna sino en las infectas galeras del
correccional de Alcalá de Henares, donde me dejó
don Manuel para que pudiera por días y días vivir
aquella vida y observarla de cerca; el espíritu me-
dieval hasta que pude frecuentar con el sabio va-
lenciano los claustros solitarios y las vetustas y
floridas bóvedas de la Catedral de Toledo y las
sinagogas e igliesucas y alcázares toledanos.14

14
Fernando Ortiz. «Sales y Ferré», en revista El Fígaro. La Haba-
na, año XXVII, no. 4, 9 de marzo de 1911, p. 47.

222
En 1901 presentó su tesis de grado para obtener el
doctorado en Derecho sobre un tema penal, muy in-
fluido por las entonces modernas teorías criminológicas
de Cesare Lombroso y Enrico Ferri, titulado «Base para
un estudio sobre la llamada reparación civil». El tribu-
nal de cinco profesores que debía evaluarla se dividió
radicalmente en su dictamen: dos profesores votaron
por la nota de suspenso, mientras los otros tres le otor-
gaban la nota de sobresaliente.
Entre las actividades en que se desenvuelve en el
Instituto Sociológico, debemos mencionar que hacia
finales de 1901 leyó dos conferencias sobre las fiestas
de San Juan en la villa de Ciudadela, las que, refundi-
das más tarde, constituyeron en 1908 un folleto de
41 páginas —el primero de Ortiz que se imprime en
Cuba—, con el título Para la agonografía española: estu-
dio monográfico de las fiestas menorquinas. En este tra-
bajo juvenil de Ortiz ya encontramos algunas de las
características de sus trabajos posteriores. Podemos
destacar el adecuado análisis de la festividad
sanjuanera, fundamentado en el estudio bibliográfi-
co de sus antecedentes y en la detallada observación
directa; el empleo de un tratamiento interdisciplinario
con el uso de métodos históricos, sociológicos y
etnológicos; la recreación de un fenómeno cultural
concreto con la utilización del léxico popular, y la
vívida descripción que nos permite representarnos el
objeto de estudio que se pretende exponer.
Otra participación de Ortiz en las actividades de
la institución estudiantil va a resultar muy signifi-
cativa en su acercamiento a la temática que luego

223
calificaría como afrocubana. Conociendo sus enton-
ces ya señaladas inclinaciones criminológicas, se le
pidió que comentase un libro recién publicado por
Constancio Bernardo de Quirós y José María
Aguilaniedo, denominado La mala vida en Madrid, y
que señalase las similitudes y las diferencias que en
tal género ocurrían en La Habana. Ortiz ha referido
posteriormente cómo escapó del comprometido lan-
ce para él:

Yo me vi muy apurado porque harto poco sabía


del escabroso asunto; pero salí airoso hablando
de algo allí tan exótico como los ñáñigos, de los
cuales yo entonces no sabía más que lo publica-
do por Trujillo Monagas en su obra Los crimina-
les de Cuba y lo que yo había visto en el madrile-
ño Museo de Ultramar, donde se guardaban
algunos vestidos de diablitos, instrumentos y de-
más adminículos de esa asociación que tan té-
trica fama tuvo durante la Colonia.
Pero en realidad yo nada sabía de los ñáñigos, y
desde entonces me propuse estudiarlos y escri-
bir un libro que se titulara La mala vida en La
Habana, incluyendo el ñañiguismo como uno de
sus capítulos más llamativos. 15

Ortiz proyectó realizar esta obra en unión de


dos escritores de mayor experiencia: el novelista

15
Fernando Ortiz. «Brujos o santeros», en revista Estudios
Afrocubanos. La Habana, nos. 3-4, vol. III, p. 86.

224
Miguel de Carrión escribiría «sobre los aspectos
habaneros de la prostitución» y el periodista Mario
Muñoz Bustamante «tomó a su cargo el examen de
la mendicidad»; Ortiz se reservó, como era de espe-
rarse, el tratamiento de los ñáñigos, pero pronto
comprendió que éstos eran sólo una cuenta, quizás
muy destacada por el rojo color de la sangre vertida
que se les atribuía, dentro de un extenso rosario de
fenómenos sociales, originados por la presencia de
numerosas culturas africanas y engarzadas en nues-
tra sociedad como consecuencia de la trata esclavista
y de la propia esclavitud:

Comencé a investigar, pero a poco comprendí


que, como todos los cubanos, yo estaba con-
fundido. No era tan sólo el curiosísimo fenó-
meno de una masonería negra lo que yo encon-
traba, sino una complejísima maraña de
supervivencias religiosas procedentes de diver-
sas culturas lejanas y con ellas variadísimos li-
najes, lenguas, músicas, instrumentos, bailes,
cantos, tradiciones, leyendas, artes, juegos y fi-
losofías folklóricas: es decir, toda la inmensidad
de las distintas culturas africanas que fueron
traídas a Cuba, harto desconocidas por los mis-
mos hombres de ciencia. Y todas ellas se pre-
sentaban aquí intrincadísimas por haber sido
trasladadas de uno a otro lado del Atlántico, no
en resiembras sistemáticas sino en una caótica
trasplantación, como si durante cuatro siglos la
piratería negrera hubiese ido fogueando y talan-

225
do a hachazos los montes de la humanidad y
hubiese arrojado, revueltas y confusas, a las tie-
rras de Cuba, barcadas incontables de ramas,
raíces, flores y semillas arrancadas de todas las
selvas de África.16

El trabajo conjunto de los tres escritores nunca


llegó a producirse. Ortiz, compelido por la necesi-
dad de obtener un empleo acorde con sus estudios
universitarios, debió aceptar un cargo consular que
lo llevaría nuevamente a Europa entre 1902 y 1905.
Desempeña su labor en la Coruña, Génova, Marse-
lla y París.
Estas estancias breves —pero ya en posesión de
una formación académica— en ciudades de un in-
tenso movimiento intelectual, acrecentó en mucho
su nivel informativo y le abrió nuevas perspectivas a
su producción científica. Italia, sobre todo, le daría
la posibilidad de adentrarse en las más recientes teo-
rías del positivismo criminológico. Allí estableció
relaciones personales con Lombroso y Ferri, lo cual
le dio la oportunidad de colaborar en la revista que
editaban en Turín, donde se exponían los para en-
tonces modernos conceptos sobre antropología cri-
minal, psiquiatría y medicina legal.
Como complemento para una mejor y equilibra-
da reflexión, asistió en Génova a las clases de so-

16
Fernando Ortiz. «Por la integración cubana de blancos y ne-
gros», en Revista Bimestre Cubana. La Habana, no. 3, marzo-
abril de 1943, vol. II, p. 258.

226
ciología del profesor Alfonso Asturero, «de confesada
cercanía con el marxismo y, por ende, antipositivista,
aunque no totalmente», según expresa Julio Le
Riverend,17 quien aprecia su huella en la formación
científica de Ortiz. Éste, como en prenda de gratitud
a tan beneficiosas enseñanzas recibidas, resaltará las
simpatías italianas por la lucha independentista de
los cubanos contra el colonialismo español, en un
folleto publicado en Marsella en 1905 y luego en otros
trabajos posteriores.
El retorno a Cuba será casi coincidente con el
envío a imprenta de un libro originado en la inicial
reflexión sobre la «mala vida» habanera. «Mi libro
Los negros brujos —señala Ortiz— fue publicado en
1906, habiendo sido redactado por mí desde 1902 a
1905, de cuyos años tres los pasé en Italia y sólo
uno en La Habana [sic.], donde inicié mis investiga-
ciones directas», nos dirá Ortiz.18 El volumen de 432
páginas, con el sobretítulo genérico de Hampa
afrocubana y un subtítulo aclaratorio de Apuntes para
un estudio de etnología criminal, se publicaría en Ma-
drid, con una carta-prólogo de Lombroso fechada en
Turín, donde le solicita a su autor autorización para
reproducir en su revista algunos de los materiales
del manuscrito que se le había enviado; el libro es-
taba además enriquecido con unos excelentes dibu-
17
Julio Le Riverend. Prólogo al libro de Fernando Ortiz:
Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Caracas, 1978, pp.
XII-XIII. Publicado por la Editorial de Ciencias Sociales. La
Habana, 1983 y 1992.
18
Fernando Ortiz. «Brujos o santeros», en ed. cit., p. 85.

227
jos —publicados con el seudónimo de Gustavino—
del «abogado italiano señor Gustavo Rosso».
En él se puede reconocer no solamente las in-
fluencias de la nueva escuela criminológica de
Lombroso y Ferri, sino la igualmente novedosa del
único libro que le precede en el estudio de los fenó-
menos religiosos de origen africano en América, de-
dicado al estudio de lo que denominaba el «animismo
fetichista» de los negros de Bahía, publicado en fran-
cés en 1901, y cuyo autor e iniciador de los estudios
afroamericanistas, el médico legista brasileño
Raimundo Nina Rodrigues, había enviado a Ortiz.
No trata el libro de este último, únicamente, de
los aspectos de las supersticiones de la población de
origen africano. Ortiz pretende situar el estudio de
estos aspectos de religiosidad vulgar en las coorde-
nadas de las líneas de investigación históricas,
etnológicas y sociológicas que faciliten una mejor
comprensión del fenómeno religioso. Así presenta
importantes informaciones —a las que, ciertamen-
te, dará un mayor desarrollo en su obra posterior—
sobre datos demográficos, los lugares de proceden-
cia africana, las características, la resistencia negra
al sistema de opresión servil, las rebeliones de es-
clavos, algunos aspectos del modo de vida del liber-
to y de los nacidos libres, las ceremonias fúnebres,
las fiestas públicas, los bailes y la música, y cómo
éstas se manifestaban en los cabildos y en el Día de
Reyes. Es decir, que en fecha tan temprana como en
el primer quinquenio de este siglo, ya aparece el
núcleo primigenio de una buena parte de su pro-

228
ducción posterior en la vertiente denominada
afrocubana.
No sería posible entrar en esta oportunidad en
una consideración crítica de este libro que, inde-
pendientemente de la evaluación que muchas déca-
das después podamos otorgarle, no puede dejar de
reconocérsele el indudable mérito de haber sido la
primera obra que con un carácter científico acome-
tió la tarea de estudiar la presencia del negro en
nuestra sociedad.
El contenido de sus limitaciones fue expresado
por el propio Ortiz cuando, en ocasión de una se-
gunda edición aparecida nuevamente en Madrid en
1917, reconoce:

Para tocarla y completarla con los datos acumu-


lados en diez años sería necesario una refundi-
ción completa. Esta edición, pues, obedece a una
insistente demanda de librería, que no permite
esperar una labor extensa y difícil como la re-
fundición, forzosamente lenta. 19

La edición posterior de esta obra nunca llegó a


tomar forma para su publicación, al igual que otras
que repetidamente anunciara como parte de una co-
lección bajo el rubro general de Hampa afrocubana,
sobre los negros horros, los negros curros y los negros

19
Fernando Ortiz. Los negros brujos. Apuntes para un estudio de
etnología criminal. Madrid, 1917, p. 17. Publicado por la Edi-
torial de Ciencias Sociales. La Habana, 1995.

229
ñáñigos. Sólo aparecería el dedicado a los negros es-
clavos, aunque algunos de los materiales destinados
a estos textos, que nunca llegaron a editarse, fue-
ron hechos públicos en forma de conferencias y de
artículos.
Ortiz comienza a ejercer su profesión de aboga-
do. Desempeña cargos como el de fiscal en la Audien-
cia de La Habana, lo cual le garantiza un desen-
volvimiento económico que le permite continuar la
intensa labor de investigar, publicar y asumir las ta-
reas de servicio cultural que desarrollará a lo largo de
su vida. Durante años ocupará distintas cátedras como
profesor interino de la Escuela de Derecho de la Uni-
versidad de La Habana. Habiendo obtenido su ingre-
so mediante elección como Miembro de la Sociedad
Económica de Amigos del País, reinicia, en 1910, la
publicación de la Revista Bimestre Cubana, órgano de
esa institución, la cual había dejado de editarse en
1834, cuando las autoridades coloniales desterraron
a su director, el político reformista José Antonio Saco.
Ortiz dirigió la importante durante casi cincuenta
años, hasta que dejó de existir la institución que la
auspiciaba en 1959.20
Prosigue su incansable labor de publicar en dis-
tintas revistas y periódicos, dictar conferencias y
promover actividades culturales. En 1911 se publica
en París, por la editora de Paul Ollendorf, su libro

20
La Sociedad Económica de Amigos del País fue reactivada en
1994, junto con la Revista Bimestre Cubana, en el segundo
semestre del propio año. (N. del C.)

230
La reconquista de América; reflexiones sobre el panhis-
panismo, que en sus 352 páginas reproduce artícu-
los publicados en Cuba contra cierta campaña
sustentada por una universidad española que preco-
nizaba determinada doctrina, la cual Ortiz definía
de esta manera:

El «panhispanismo» abarca, pues, la defensa y la


expansión de todos los intereses morales y ma-
teriales de España en los otros pueblos de len-
gua española: influencia intelectual y moral,
conservación del idioma, proteccionismo adua-
nero, privilegios económicos, legislación obrera
para sus inmigrantes, etcétera. Mas no quisiera
el pueblo de mayor sentimiento imperialista,
salvo la directa acción política que no es lo prin-
cipal ni lo necesario, como en Cuba podemos
testimoniar en relación con el imperialismo nor-
teamericano. 21

Es muy alentador señalar que años más tarde,


en 1928, durante un banquete que en Madrid le ofre-
ciera lo más granado de la intelectualidad española,
Ortiz sostuvo estas mismas ideas contra tales espe-
culaciones, fundamentadas incorrectamente en la
igualdad de raza, religión e idioma.
21
Fernando Ortiz. «El panhispanismo», en La reconquista de
América; reflexiones sobre el panhispanismo. La Habana, 1910,
pp. 7-8. También publicado por la Fundación Fernando Ortiz,
en Fernando Ortiz y España a cien años de 1998. Colección
Fernando Ortiz. La Habana, 1998, pp. 131-134.

231
En París, y nuevamente la misma casa editora,
publica un volumen de 230 páginas titulado Entre
cubanos. Psicología tropical, que recoge artículos su-
yos, casi todos publicados en la revista habanera Cuba
y América entre 1906 y 1908.
Podemos detener nuestra atención en el hecho
de que estos primeros libros de Ortiz debieron im-
primirse en el extranjero, tal como generalmente
ocurría con los de tantos otros autores cubanos. Esto
debió de hacerle reflexionar dolorosamente sobre la
escasa posibilidad de que un escritor cubano fuese
editado en su propio país y sobre la ausencia de tex-
tos de autores de nuestra nacionalidad en el preca-
rio comercio librero de la época.
En un artículo que llamó «La crisis librera»,
publicado en Cuba y América en 1908, había mani-
festado:

En Cuba no hay crisis librera. Porque no hay


producción de libros. Aquí nos surtimos de las
traducciones de los editores españoles, a veces
muy defectuosas y siempre muy tardías. Cuan-
do un libro puede ser leído en castellano, casi
siempre ha recorrido todos los centros intelec-
tuales y resulta mundialmente casi vulgarizado.22

En sus búsquedas de documentos inéditos, Ortiz


encontró unos manuscritos originales redactados en

22
Fernando Ortiz. «La crisis librera», en revista Cuba y América.
La Habana, no 5, 18 de diciembre de 1908, vol. XXXV, p. 3.

232
1823 por José María Callejas, hasta ese momento
desconocido como historiador, y después de ordenar
las dispersas y apolilladas cuartillas, las publicó en
la Revista Bimestre Cubana. Luego, en 1911, confec-
cionó una edición con un prólogo suyo y con el tí-
tulo de Historia de Santiago de Cuba.
Unos años más tarde esta ausencia de ediciones
nacionales, que lastraba un desenvolvimiento cul-
tural tan notable unas décadas antes por la calidad
de la obra de los pensadores, literatos y críticos crio-
llos, le hace tomar la decisión de convertirse él mis-
mo en editor para facilitar el conocimiento de las
principales figuras de las letras cubanas a las jóve-
nes generaciones que las desconocían.
Un trabajo suyo que publica en la Revista Bimestre
Cubana en 1913, constituye el prospecto que anun-
ciaba el empeño editorial que organizaba. No pode-
mos evitar repetir sus párrafos iniciales:

Nuestro amor por los libros, especialmente por


los libros viejos, en cuyas páginas podemos atis-
bar las siluetas del pasado esfumadas por el ol-
vido, nos llevan a iniciar un esfuerzo, que desde
hace tiempo nos atraía, como atrajo a otros cu-
banos muchos años atrás.
En Cuba hay mucho libro cubano olvidado. Las
ediciones, generalmente cortas y caras, se han
agotado, a veces con prontitud; y rara vez, aun
siendo solicitadas, han merecido la reproduc-
ción librera. Han faltado los editores mercanti-

233
les conocedores de los buenos libros de esta tie-
rra, y muertos los respectivos autores, ningún
espíritu ni del interés ni de la gloria, ha dado
nueva vida a los libros agotados.23

Y más adelante añadiría:

En espera, pues, de que un editor ilustrado rea-


lice la magna obra de revivir esos cien libros
muertos, en los cuales palpita desnuda el alma
de la patria, nos proponemos nosotros, modes-
tos y llenos de fe, cooperar con la pequeñez de
nuestras energías a la obra de reconstrucción.
Y eso habrá de ser esta biblioteca que inicia-
mos. Eso deberá ser la «Colección cubana de li-
bros y documentos inéditos o raros»; trabajo de
reconstrucción, fuerza de vida para obras ente-
rradas por la polilla o el olvido de los cubanos;
resurrección para nombres de compatriotas as-
fixiados bajo el polvo de los años.24

A partir de ese año la «Colección» devolvió a la


vida un apreciable grupo de obras cuya publicación,
al parecer, no ofrecían mayor interés a los editores;
eran, sin embargo, libros de tanto interés ciudada-
no como la que la iniciaba un texto publicado por
primera y única vez en 1857, por el historiador José
23
Fernando Ortiz. «Una colección cubana de libros y documen-
tos inéditos o raros», en Revista Bimestre Cubana. La Habana,
no. 3, mayo-junio de 1913, vol. VIII, p. 161.
24
Ibídem, p. 171.

234
María de la Torre, titulado Lo que fuimos y lo que so-
mos o La Habana antigua y moderna.
En 1927 logra interesar a una importante casa
editorial habanera. Cambia su actividad como edi-
tor independiente por la dirección de una nueva
«Colección de libros cubanos», esta vez con mayo-
res posibilidades productivas y comerciales. Entre
ambas actividades editoriales, que se prolongarían
hasta 1935, Ortiz publicó alrededor de un medio
centenar de volúmenes de autores cubanos o de
extranjeros que escribieron sobre Cuba. Aunque
pudo contar en tales proyectos con la colaboración
de los más destacados intelectuales de aquel mo-
mento, se hizo cargo de la edición de numerosos
títulos, mediante lo cual nos entregó importantes
análisis historiográficos sobre notables figuras cu-
banas o relacionadas con nuestro país, como las
sendas introducciones que redactó para las tres
obras publicadas del pensador político José Anto-
nio Saco, o la del historiador Pedro José Guiteras
o la del científico alemán Alexander von Humboldt.
La aguda crisis económica de la década del 30 tron-
chó esta inapreciable tarea editorial. Ortiz perte-
neció a la Academia de Historia y en reconocimiento
a su labor en esta disciplina fue elegido para pre-
sidir en 1942 el Primer Congreso Nacional de His-
toria.
En 1916 había publicado en La Habana, tam-
bién a sus expensas, su obra Los negros esclavos.
Estudio sociológico y de derecho público, con veinti-
trés capítulos y numerosos apéndices (en total 536

235
páginas), que representa un notable esfuerzo de
síntesis e interpretación sobre la condición de vida
del hombre negro esclavizado, sobre todo del es-
clavo rural. Encontramos aquí abordados con una
mayor extensión y profundidad algunos de los te-
mas tratados en su anterior libro sobre los negros
brujos. Tratará ahora acerca del desarrollo históri-
co de la esclavitud y la trata; del trabajo y el régi-
men de vida, las enfermedades y la muerte del
esclavo rural; de la condición jurídica del esclavo y
del emancipado; de las rebeldías esclavas y de las
insurrecciones negras en Cuba. Puede señalarse que
la amplia información que contiene mantiene la
vigencia de esta obra a más de siete décadas de su
publicación.
Por estos años Fernando Ortiz decide interve-
nir en la contienda política cubana por el Partido
Liberal. Ocupó asiento en dos ocasiones como miem-
bro de la Cámara de Representantes y desempeñó
una vicepresidencia. Su labor parlamentaria debió
chocar con una situación ciudadana muy poco pro-
picia a las proyecciones de un pensamiento político
avanzado. Algunas de sus proposiciones de leyes,
como la que reconocía la autonomía universitaria,
debieron esperar para su realización el estallido re-
volucionario de 1930; y otras, como la que estable-
cía el servicio militar obligatorio o la que prohibía
erigir monumentos o dar a edificios o plazas públi-
cas nombres propios de personas durante su vida,
no lograron su vigencia sino luego del triunfo revo-
lucionario de 1959.

236
Un lúcido analista de su obra, Julio Le Riverend,
quien se ha detenido a estudiar su participación
política, nos dice:

En rápido resumen: había propuesto leyes pro-


hibiendo los juegos con apuestas; suprimiendo
los fraudes en la Lotería; estableciendo normas
de orden público que impedirían a la camarilla
política de Menocal sus excesos; creando el Con-
sejo Nacional del Trabajo; regulando las ventas
de azúcar al extranjero y otras más. Ninguna
fue aprobada.25

La posición de Ortiz de franco disentimiento con


las directrices y las prácticas que se ejercían desde
los partidos políticos que se alternaban en el disfru-
te de la cosa pública, le lleva a publicar, a comienzos
de 1919, un folleto titulado La crisis política cubana;
sus causas y remedios, que, además del análisis pro-
fundo del penoso estado de la vida política republi-
cana, propone todo un programa de transformaciones
avanzadas para la nación.
Por esa misma fecha encabeza en su partido un
movimiento rectificador, el cual tendría la denomi-
nación de Izquierda Liberal que, por supuesto, no
logró romper los moldes tradicionales de la politi-
quería al uso.

25
Julio Le Riverend. Prólogo al libro: Órbita de Fernando Ortiz.
La Habana, 1973, p. 30.

237
Ortiz decidió abandonar la política partidaria.
Muchos años después expondría su juicio sobre su
participación en las contiendas electorales:

Cuando hace ya más de treinta años, con


sobranza de energías e ilusiones, milité en polí-
ticas banderizas, en ellas entré con gusto y
curiosidad y salí sin penas ni otro provecho que
la experiencia. Fui liberal y amante de la demo-
cracia republicana «por el pueblo y para el pue-
blo», combatí corrupciones y desafueros, actué
en todo momento a favor de la libertad y el adelan-
to nacional y siempre actué en la oposición; des-
pués de salir de los partidos, invariablemente
me he mantenido en una perenne inconformi-
dad. 26

Si Ortiz se alejaba del palenque de los comba-


tes por las posiciones partidarias, no era para de-
sertar de las luchas políticas en su sentido más
amplio. En 1923, quizás emprendía su más caballe-
resca aventura, al promover y encabezar un movi-
miento cívico de la más amplia cobertura, integrado
por personas representativas de las principales ins-
tituciones y agrupaciones del país, y algunas per-
sonalidades individuales, con el proclamado
propósito de desarrollar una campaña de permanen-
te denuncia sobre los males de la república
mediatizada y corrompida.

26
Fernando Ortiz. «Más y más fe en la ciencia», en ed. cit., p.48.

238
El día 4 de abril de 1923 el periódico Heraldo de
Cuba, que al servicio de intereses políticos partida-
rios mantenía una posición contraria a las diversas
irregularidades promovidas por el gobierno de Alfredo
Zayas, publicaba el «Manifiesto de la Junta Cubana
de Renovación Nacional», dirigido «a los cubanos»,
y le concedía un titular a lo ancho de toda la primera
página, además de numerosos subtitulares de dis-
tintas dimensiones y tipografías.
Este «Manifiesto», encabezado por la firma de
su redactor Fernando Ortiz, estaría, además, calza-
do por más de una decena de otras firmas de signifi-
cación por su representatividad en la vida social y
económica de la nación. La Junta se proponía como
deber principal la propaganda cívica con el propósi-
to de:

exponer sin ambages ni eufemismos cuáles son


las causas del descontento nacional, o lo que es
lo mismo, cuáles son los profundos males que
carcomen el tronco de nuestra existencia repu-
blicana y amenazan a dar con ella en la tierra,
arruinando así el ideal cruento de varias genera-
ciones. 27

Entre los males que denunciaba se encontra-


ban, entre otros: la dilapidación de los dineros pú-
blicos, el abandono de las obras públicas (ponía como
ejemplo que ninguna ciudad cubana, incluida la ca-

27
Ibídem, p. 48.

239
pital, tenía un sistema de acueductos); las deficien-
cias de la beneficencia pública; la falta de protección
a la mujer, tal como ocurría con «la explotación por
altas autoridades de la trata de blancas»; el creci-
miento del analfabetismo, que alcanzaba más del uno
por ciento anual; el hecho de que más de la mitad de
los niños cubanos no fuesen a la escuela. Señalaba,
además, que «si la ilustración primaria es deficiente,
la secundaria y la superior están en ruinas».
Denunciaría también directamente al Poder Le-
gislativo y al Ejecutivo por el abuso en la
promulgación de indultos, lo cual provocaba el
desprestigio de la administración de justicia; sos-
tendría que

casi ninguna de nuestras leyes orgánicas ha sido


votada (...) ni un código fundamental ha mere-
cido del Congreso su atención para su reforma
(...), la Ley del Presupuesto de los ingresos y
gastos públicos jamás ha sido discutida a fondo
[mientras], han pasado más de cuatrocientas
leyes de pensiones y donativos, y más de dos-
cientos cincuenta leyes de obras públicas, que
hubieran bastado, si se hubieran podido y que-
rido cumplir, para cruzar de carreteras toda la
isla, sembrar de escuelas los campos y ciudades
y dotar de bellos edificios todos los departamen-
tos de la Administración. 28

28
Ibídem, p. 13.

240
El «Manifiesto» tocaba otros trascendentales
asuntos, como propugnar el mejoramiento de las
condiciones de vida de la clase obrera y pedir el
cumplimiento de las leyes laborales. Afirmaba que
el ejército «había sido sacudido desde lo alto por
inicuas ambiciones antipatrióticas», y terminaba
diciendo:

El pueblo cubano quiere ser igualmente libre,


así de los extranjeros que arriarían su bandera,
como de los nacionales que la envilecen y aca-
barán por hundirla. Quiere que Cuba sea libre,
muy libre, así de los malos extraños, como de
los malos compatriotas, y porque sabe que la
continuación de la iniquidad interna habría de
llevarnos forzosamente a caer en la iniquidad
extranjera; quiere que cese el actual estado, pre-
cursor de una irreparable disolución nacional,
como paso firme e indispensable para asegurar
la independencia patria y afianzarla por siempre
en el porvenir.29

Este Movimiento, que aparecía en momentos de


gran conmoción política y social, podría quizás ha-
berse convertido en una tercera opción partidaria
dentro del ya tradicional forcejeo de los llamados
«liberales» y «conservadores», en verdad tan seme-
jantes entre sí.

29
Ibídem.

241
Eran los días de la ola popular —nos expondrá
Julio Le Riverend— en cuyo pináculo se encon-
traba la Gran Revolución Socialista de Octubre,
los días formativos de la Hermandad Ferroviaria
de Cuba, de la Federación Obrera de La Habana,
de los primeros núcleos marxistas, de la funda-
ción de la Federación Estudiantil Universitaria,
del inicio del movimiento feminista radical, de
la protesta permanente contra la crisis y el
intervencionismo. 30

Pero la magnitud de la agitación que caracteri-


zaba este año crucial en la vida de la república que
fue 1923, promovería otros acontecimientos que
invalidarían la acción de la Junta creada y dirigida
por Ortiz.
En el mismo ejemplar del Heraldo de Cuba en que
se publicara el «Manifiesto», aparece una pequeña
información donde se da cuenta de que el día prime-
ro de ese mes y año —abril de 1923—, se había cons-
tituido una agrupación integrada por un grupo de
«intelectuales, abogados, periodistas y artistas» que
con la denominación de «Falange de Acción Cuba-
na» se proponían, mediante la prédica pública, «el
mejoramiento del pueblo y de la patria».
Se trataba de un proyecto de activismo cívico
lidereado por Rubén Martínez Villena y Juan
Marinello, quienes eran acompañados en ese empe-
ño por algunos participantes de la denuncia pública

30
Julio Le Riverend. Op. cit., p. 30.

242
contra la fraudulenta compra por parte del Estado
del Convento de Santa Clara y que originó la llama-
da «Protesta de los Trece».
Pronto, sin embargo, esta agrupación, al igual
que la Junta preconizada por Ortiz, desaparecía, al
tomar fuerza el denominado «Movimiento de Vete-
ranos y Patriotas», cuya heterogénea dirección com-
prendía no sólo a los «veteranos» combatientes de
las luchas independentistas, sino también a un grupo
de intelectuales en franco proceso de radicalización,
como el propio Martínez Villena y Julio Antonio
Mella.
Ortiz reconocería que la desaparición de la Jun-
ta fue una consecuencia lógica de la aparición de
este «Movimiento». Sus participantes más audaces y
honestos se proponían conducirlo hasta la lucha
armada.
Las inquietudes encaminadas a las luchas polí-
ticas partidarias no desviaron las dedicadas a los es-
tudios de carácter científico. Así, durante estos años,
ha dado a conocer dos interesantes trabajos sobre
manifestaciones sociales del negro en la sociedad
cubana: «La fiesta afrocubana del Día de Reyes», que
publicara en 1920 como un extenso artículo en la
Revista Bimestre Cubana, y «Los cabildos afrocubanos»,
que aparece en la propia publicación al siguiente año.
Por esta época es que también comienza sus in-
cursiones en el campo lexicográfico, con una serie
de artículos publicados entre 1921 y 1922, que de-
nominaría «Un catauro de cubanismos». Este traba-
jo, aunque alcanzó el formato de libro en 1923,

243
reproducía la forma fragmentada con que había apa-
recido en la revista de su dirección. Más de medio
siglo después, ya con su salud muy quebrantada,
Don Fernando lo redactó de nuevo, como un volu-
men orgánico donde, según sus editores, «adicionó,
quitó, amplió, enmendó, resumió», y llegó a compo-
ner un texto nuevo, el cual apareció como obra pós-
tuma en 1974, con 526 páginas y el título de Nuevo
catauro de cubanismos.
En esta línea de investigación publica igualmen-
te un importante artículo, en la propia revista, con
el nombre de «Los afronegrismos de nuestro len-
guaje» (1922) y posteriormente un grueso volumen
editado en La Habana, con 554 páginas, denomina-
do Glosario de afronegrismos (1925).
Concede también una mayor dedicación a sus
indagaciones sobre las poblaciones indocubanas. Es
cierto que ya en dos artículos publicados en la revis-
ta Cuba y América, titulados «Los caneyes de muer-
to» (1913-1914), había reseñado el hallazgo del
importante sitio arqueológico nombrado Guayabo
Blanco, en la Ciénaga de Zapata, provincia de Ma-
tanzas; pero no es hasta 1922 que aparece en dos
números de la revista Cuba Contemporánea su «His-
toria de la arqueología cubana», donde resume y ana-
liza las teorías y los descubrimientos que se habían
producido en Cuba en el campo de las investigacio-
nes arqueológicas. Muchas otras veces volvió sobre
estos temas en conferencias y artículos, donde in-
trodujo novedosas teorías, y, aunque no todas tu-
vieron una general aceptación entre los estudiosos,

244
siempre despertaron la interesada atención de los
especialistas.
Entre sus estudios paleoetnográficos más suge-
rentes, se encuentran los libros Las cuatro culturas
indias de Cuba, publicado en La Habana en 1943 (176
páginas), y El huracán, su mitología y sus símbolos,
editado en 1947 por el Fondo de Cultura Económica
en Ciudad de México (686 páginas). Ortiz formó
parte y presidió por algunos períodos la Junta Na-
cional de Arqueología y Etnología.
Don Fernando participa de manera principa-
lísima en el más destacado esfuerzo instituciona-
lizado que se realiza durante la República
neocolonial en favor del estudio y divulgación de la
cultura popular tradicional. El día 6 de enero de
1923, seleccionado por su simbólica referencia al
«Día de Reyes», y que, además, era la única fecha de
festividad pública de los negros esclavos, fue fun-
dada la Sociedad del Folklore Cubano. Reunidos
en los salones de la Sociedad Económica de Ami-
gos del País, un notable grupo de hombres y mu-
jeres de diversas edades, profesiones y devociones
políticas, eligieron para presidirla a Ortiz. De-
sempeñó este cargo hasta 1930, cuando su salida
del país —debido a su oposición a la feroz dicta-
dura de Gerardo Machado— significó también el
fin de la institución.
La Sociedad tuvo su órgano de difusión en la
revista Archivos del Folklore Cubano, que dirigiera el
propio Ortiz, quien alcanzó a editar diecinueve fas-
cículos, entre trabajos teóricos sobre esta disciplina

245
folklórica, reproducciones de los costumbristas cu-
banos del siglo anterior y otros temas folklóricos de
interés. Se recogieron artículos inéditos de miem-
bros de la Sociedad, entre ellos, naturalmente, de su
presidente.
Consideramos que debe destacarse el esfuerzo
personal que dedicó Ortiz para propiciar la aparición
y la permanencia de esta publicación. Desprovista la
Sociedad de toda ayuda económica estatal, la revista
inicialmente fue sostenida casi en su totalidad por
su peculio particular. Después que aparecieron los
primeros ocho números, Don Fernando se dirige a
la directiva de la Sociedad y le expone que la publi-
cación no había tenido más ingresos que los obteni-
dos por concepto de suscripción (cuarenta
suscriptores para el primer volumen y treintidós para
el segundo) y el pago de los anuncios de novedades
bibliográficas que publicaba. Expresa, además, la
imposibilidad en que se hallaba de continuar sufra-
gando el desbalance económico que se originaba, y
plantea que una casa editorial con la cual se encon-
traba relacionado —y a la que nos hemos referido
anteriormente— le había hecho la proposición de
que si dicha publicación fuese de su propiedad par-
ticular y no de una entidad social, estaba en condi-
ciones de seguirla imprimiendo, sin alterar su formato
y periodicidad, de manera gratuita para la institu-
ción. La aceptación de tal propuesta fue lo que per-
mitió su continuidad.
Ortiz publica en 1926 su Proyecto de código cri-
minal cubano, inspirado en el positivismo crimi-

246
nológico italiano, a tal punto que en un comenta-
rio que le enviase Enrico Ferri, la figura más repre-
sentativa —ya desaparecido Lombroso— de esta
escuela y que se inserta en el volumen, le dice: «lo
estimo más científico y positivista que el que lleva
mi nombre».
En ese mismo año, Ortiz funda, con el respaldo
de un grupo de españoles y cubanos, la Institución
Hispano Cubana de Cultura; ésta propiciaría, princi-
palmente, que las más destacadas figuras de la cien-
cia y de la cultura de España viniesen a Cuba a divulgar
sus conocimientos e ideas. Cabe destacar que por su
tribuna desfilaron, entre otros muchos, Federico
García Lorca, Juan Ramón Jiménez y don Ramón
Menéndez y Pidal. Mediante el sistema del pago de
una pequeña cuota mensual, los asociados tendrían
derecho a asistir a las conferencias y a otras activida-
des culturales y artísticas, así como recibir una mo-
desta publicación denominada Mensajes. El éxito inicial
de la Institución fue rotundo, pero en este caso nue-
vamente la ausencia de su principal animador, quien
debió marchar al exilio por su oposición a la dictadu-
ra machadista, provocó su cierre temporal.
En 1935 Ortiz la reanima nuevamente. Ahora
habría de contar con una nueva publicación, que
esta vez se pondría a la venta pública, una «revista
de revistas» llamada Ultra (1936-1947), que bajo el
cuidado directo y personal de Don Fernando, resu-
mía y reproducía lo que se consideraba de mayor re-
levancia en las publicaciones de Europa, los Estados
Unidos y América Latina.

247
La guerra civil española y las pugnas políticas
que dividieron a los españoles residentes en Cuba,
restaron una buena parte del apoyo económico a la
Institución, dado que ésta, con la orientación de
Ortiz, tomó partido en la contienda al seleccionar
para sus actividades a los intelectuales y artistas
que defendían la República Española del artero ata-
que del falangismo interno y de la reacción inter-
nacional.
En el seno de la Institución, cuando las fuerzas
negativas del fascismo nazi amenazaban con borrar
toda huella de libertad en la humanidad, Don Fer-
nando crea —en 1941— la Alianza Cubana por un
Mundo Libre, cuyos propósitos se definían del si-
guiente modo: «defender los ideales de la libertad, la
democracia y la justicia social como fundamentales
para la vida civilizada y pacífica de los pueblos».
Con igual sentido progresista, cuando la agre-
sión hitleriana a la Unión Soviética definía aún más
nítidamente el carácter de aquella contienda bélica,
Ortiz aceptaría presidir el Instituto Cultural Cuba-
no-Soviético (1945) e iniciar y dirigir su publica-
ción Cuba y la URSS.
En distintos párrafos anteriores nos hemos re-
ferido a su exilio por oponerse al gobierno tiránico
de Gerardo Machado. En efecto, la soberbia de este
típico caudillo tropical forzó a Ortiz a redactar un
documento titulado «Base para una efectiva solu-
ción cubana», donde solicitaba la renuncia del man-
datario, que ilegalmente había prolongado su período
presidencial, y del gabinete y el parlamento cómpli-

248
ces, y en el que anunciaba las bases para establecer
un gobierno de transición.
En el exilio, Ortiz continuó no solamente sus
denuncias contra el despótico régimen que impera-
ba en Cuba, sino que estableció en forma pública la
responsabilidad de los Estados Unidos por apoyar
un gobierno que el pueblo cubano rechazaba.
Al salir de su patria, Ortiz presidía la Sociedad
Económica de Amigos del País, por lo que debió soli-
citar licencia mientras durase su ausencia. La Junta
General de esta institución no sólo se la otorgó sino
que le concedió la distinción de «Socio de Mérito»,
que únicamente había otorgado en dos ocasiones en
su centenaria existencia. El respaldo institucional se
hizo conocer por otros medios: al frente de la Revista
Bimestre Cubana le sustituye interinamente el histo-
riador Elías Entralgo, quien, en lo más sombrío del
anochecer machadista, publica un valeroso artículo
en el que establece un parangón con el período más
oscuro de la medianoche colonial:

1834. Manda el tirano Tacón. Con la ruina eco-


nómica del país —esquilmado por los impues-
tos— se fabrican acueductos, paseos, hospita-
les y otros edificios públicos (...) La cultura
estorba, las instituciones que la propagan, los
hombres que la propugnan, molestan; bajo su
ira sucumben la Comisión de Literatura, la Re-
vista Bimestre Cubana: su odio lo lleva a decretar
el destierro de la figura central de ambos movi-
mientos: Saco.

249
1931. Por una especie de doble reencarnación
espírita, Vives desgobierna de nuevo. Tacón manda
otra vez (...) Se clausuran los centros oficiales de
enseñanza secundaria y la única Universidad; el
director de la Revista Bimestre Cubana en quien,
por sus vastas curiosidades, su espíritu investi-
gador, su tendencia erudita, su preocupación por
los problemas étnicos y sociales y su afán difusor
de cultura, concurren notorias afinidades con su
antecesor, tiene que vivir como él en el destierro
(...) Acaba de reincidirse en la censura, en todo
lo demás ya se había reincidido.31

El sostenido trabajo de Don Fernando acerca de


las manifestaciones de origen africano en la cultura
cubana, fue propiciando la aparición de un grupo de
estudiosos interesados en esas temáticas. Esto per-
mitió que en 1936 se constituyese, bajo la presiden-
cia de Ortiz, la Sociedad de Estudios Afrocubanos.
Aunque se dirigía a estudiar particularmente los as-
pectos culturales de esa procedencia, proclamaba el
reconocimiento a la importancia de la integración
de blancos y negros en la constitución de la nacio-
nalidad cubana. Así se expresaba en su declaración
de principios:

Blancos y negros deben conocerse y reconocer-


se recíprocamente en Cuba; y, sintiéndose con-

31
Elías Entralgo. «Motivos centenares», en Revista Bimestre
Cubana. La Habana, 1931, vol. XXVII, pp. 325, 326-327.

250
juntamente responsables de la fuerza histórica
que integran, propender honradamente, en una
identificación totalitaria, al examen profundo,
inteligente, valeroso e imparcial de los fenóme-
nos producidos en la isla a causa del contacto
entre sus pobladores más étnicamente caracte-
rísticos. 32

Entre sus varias actividades, como la presenta-


ción de conferencias y conciertos, la Sociedad tuvo
su órgano oficial, la revista Estudios Afrocubanos, que
publicó su primer número en 1937 y alcanzó a im-
primir cinco volúmenes, el quinto de ellos con fe-
cha de 1945-1946. Aunque en los cuatro primeros
volúmenes figura como director el historiador Emi-
lio Roig de Leuchsenrig, tan ligado a Ortiz en nu-
merosas actividades culturales y cívicas, la revista
siempre tuvo la orientación del presidente de la So-
ciedad, quien publicó en ella numerosos trabajos.
La asistencia de Ortiz al Primer Congreso In-
teramericano de Demografía, efectuado en la Ciudad
de México, en el mes de octubre de 1943, le permi-
tió corporizar un viejo anhelo suyo, el de constituir
un organismo que se dedicara al estudio de la pre-
sencia africana en las poblaciones americanas. Res-
pondiendo a su invitación, un grupo de notables
antropólogos sociales dedicado a los estudios

32
«La Sociedad de Estudios Afrocubanos contra los racismos.
Advertencia, comprensión y designio», en revista Estudios
Afrocubanos. La Habana, no. 1, 1937, vol. 1, p. 3.

251
afroamericanistas conformó, en ese propio mes y
año, con sede en la Ciudad de México, el Instituto
Internacional de Estudios Afroamericanos, donde
participarían personalidades tan destacadas como los
antropólogos mexicanos Gonzalo Aguirre Beltrán y
Alfonso Caso, los brasileros Arthur Ramos y Renato
de Mendoza, los africanistas norteamericanos
Melville H. Herskovits y Alain Locko, el etnólogo y
novelista haitiano Jacquez Roumain, y otros. Todos
ellos constituyeron un Comité Ejecutivo bajo la pre-
sidencia de Ortiz. De este loable propósito, que las
dificultades originadas por la Segunda Guerra Mun-
dial impidieron desarrollar, quedaron dos excelen-
tes números de la revista Afroamérica (1945-1946).
Una de las obras más reimpresas y traducidas de
Ortiz, el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, se
publica en primera edición con un prólogo del
etnólogo polaco Bronislaw Malinowski, y con un
subtítulo aclaratorio de su contenido: Advertencia de
sus contrastes agrarios, económicos, históricos y socia-
les, su etnografía y su transculturación.
En dicha introducción Malinowski, reconocido
como la figura más destacada de la llamada escuela
«funcionalista» de la antropología social, sitúa a Ortiz
dentro de la tendencia científica que él orientaba:

Fernando Ortiz pertenece a esa escuela o ten-


dencia de la ciencia social moderna que ahora se
apellida con el nombre de «funcionalismo». Él
se percata tan claramente como cualquiera de
que los problemas económicos y ecológicos del

252
trabajo y de la técnica son los fundamentales de
las industrias aquí tratadas; pero el autor tam-
bién se da plena cuenta del hecho de que la psi-
cología del fumar, la estética, las creencias y los
sentimientos asociados con cada uno de los pro-
ductos finales aquí tratados son factores impor-
tantes de su consumo, de su comercio y de su
elaboración. 33

Malinowski muestra su plena aceptación del neo-


logismo que Ortiz introduce en este libro, el térmi-
no transculturación, consignando que, al decir de su
creador, introducía este nuevo vocablo «para reem-
plazar varias expresiones corrientes, tales como “cam-
bio cultural”, “aculturación”, “difusión”, “migración
u ósmosis de cultura” y otras análogas que él consi-
deraba como de sentido imperfectamente expresivo».
Malinowski expresa la entusiasta acogida que otor-
gaba a la nueva expresión, prometiendo adoptarla y
«usarla constante y lealmente siempre que tuviera
ocasión de hacerlo». Este nuevo vocablo científico
ha tenido una amplia difusión en las ciencias socia-
les contemporáneas.
El Contrapunteo es, como podría esperarse, una
obra de la más plena madurez de Ortiz, lo cual se
evidencia, entre otros aspectos, por la riqueza y ga-
lanura del lenguaje en que está escrita. El crítico
33
Bronislaw Malinowski. Introducción al libro de Fernando
Ortiz Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Jesús Montero
ed. La Habana, 1940, p. XXI. Publicado por la Editorial de
Ciencias Sociales. La Habana, 1983 y 1991.

253
literario Salvador Bueno, quien ha dedicado muchas
páginas al estudio de la personalidad y la obra de
Ortiz, así lo considera: «Es uno de sus libros capita-
les. Con un lenguaje rico, pulposo, lleno de reso-
nancias criollas, en un tono y estilo que recoge su
vitalidad y su humor.»34
Al aceptar impartir una cátedra de investigacio-
nes acerca de «La formación étnica y social del pue-
blo cubano» en una programación extramural de la
Universidad de La Habana, Ortiz consideró necesa-
rio ofrecer previamente un curso en que expusiese
la información que durante décadas había venido
acumulando y los criterios que sustentaba sobre el
concepto de «raza». Este curso se desenvolvió en 1944,
en el más intenso período de una guerra que tuvo
entre sus proclamados fundamentos ideológicos com-
batir el agresivo racismo de las doctrinas nazis.
Los materiales que se revisaron y sintetizaron
para ser utilizados en este curso dieron lugar a un
importante libro que, con el título de El engaño de las
razas, se publicó en La Habana en 1946 por la Edito-
rial Páginas, la cual pertenecía —y es dato a tenerse
en cuenta— al partido marxista cubano de aquel
momento.
Ortiz no se dejaba confundir por el espejismo
de las apariencias que se aprecian en la superestruc-
tura social, enmascarando las causas reales que se

34
Salvador Bueno. «Fernando Ortiz, tercer descubridor de Cuba»,
en revista Bohemia. La Habana, año 68, no. 34, 20 de agosto de
1976, pp. 12-13.

254
mueven en la base económica de la sociedad; y así lo
expresa rotundamente en el párrafo inicial del pró-
logo que redactó para esta primera edición:

La humanidad está debatiéndose en un torbelli-


no de intereses económicos, nacionales y socia-
les, cubierto casi siempre por espumaje de ra-
zas. Éstas no son sino las burbujas que coronan
las olas embravecidas; las fuerzas que las for-
man y agitan están debajo y generalmente no se
ven. Por eso son temas inevitables de cada día
así las razas, todas ellas impuras y arbitrarias,
como los racismos, siempre agresivos y todos
bastardos. 35

Y agrega Ortiz, en lo que puede considerarse no


sólo la orientación que enrumba este texto, sino la
brújula por la que rige su actividad intelectual y ciu-
dadana en estas últimas décadas de su vida pública:

Se insiste en decir que los seres humanos están


divididos en razas distintas según inequívocos,
originarios, hereditarios, permanentes y corre-
lativos caracteres anatómicos, fisiológicos y es-
pirituales, que determinan de manera inelucta-
ble toda su vida individual y su historia colectiva.
Se persiste aún en sostener que tales caracterís-

35
Fernando Ortiz. El engaño de las razas. Editorial Páginas. La
Habana, 1945, p. 11. Publicado por la Editorial de Ciencias
Sociales. La Habana, 1975.

255
ticas raciales son fatalmente inmutables, que su
transformación no es posible sino por selección
lentísima y que toda mezcla de ellas conduce a
la esterilidad y a la degeneración. Y, en fin, se
pretende con obstinación a veces cínica, que
unas razas son superiores y otras inferiores:
aquéllas predestinadas para el predominio y es-
tas otras para la servidumbre.36

Esta postura de enfrentar resueltamente los ne-


gativos prejuicios que niegan la justa valoración
igualitaria en las relaciones entre razas o naciones,
halló el reconocimiento de quienes los habían su-
perado, dedicando su labor intelectual a combatir-
los. Así ocurrió, entre otros, con un negro
eminente, el sabio haitiano Jean Price-Mars, en
quien encontramos muchas semejanzas con Don
Fernando por su continuada preocupación en ele-
var la autoestimación de su pueblo y, en general, la
del hombre negro, quien, tomando en cuenta ex-
plícitamente este libro, expresó acertados juicios
sobre la posición científica adoptada por su autor a
lo largo de toda una vida:

Él interroga la Historia, la Geografía, la Socio-


logía, la ciencia del Derecho —qué sé yo cuán-
to— para conocer por qué el hombre negro apa-
recía como diferente de las demás variedades
humanas.

36
Ibídem.

256
Él pasó por el tamiz del análisis los defectos del
negro, sus cualidades, su estructura biológica,
con una penetración y una sagacidad que consti-
tuye el honor de su oficio de escritor y que hacen
el valor sacerdotal del sabio. Así él consigna en
libros magníficos, como El engaño de las razas, las
pruebas de que ese espejismo de las diferencias
étnicas no es más que un mito entre los mitos,
una apariencia entre las apariencias. Y en una
comprobación magistral él conjuga una suma de
conocimientos sobre el negro como sujeto prin-
cipal, que se puede resumir en una maravillosa
síntesis: que todos los hombres son el hombre.37

Roger Bastide, uno de los más destacados in-


vestigadores sobre las religiones negras en el Brasil
y en el resto de las que él llamara «las Américas ne-
gras», pone su atención sobre otro de los aspectos
tratados en esta obra, el de la fecundidad biológica
y, sobre todo, espiritual, de las relaciones inter-
étnicas:

Sólo hay originalidad en la apertura —no en el


repliegue—. Sólo hay creación en la síntesis de
las culturas que se fecundan mutuamente inter-
penetrándose, no en el encierro voluntario en el
interior de un sistema rígido y separado —no
hay progreso en la eliminación de valores, en la

37
Jean Price-Mars. «Hommage á Fernando Ortiz», en Miscelá-
nea..., ed. cit., p. 1251.

257
discriminación y segregación y, finalmente, en
el rechazo desdeñoso de los aportes considera-
dos como extraños a nuestra inteligencia, a
nuestra sensibilidad—: la invención es fruto de
los matrimonios, la suerte milagrosa de los es-
ponsales en la gran fiesta del amor, entre cultu-
ras que no se reniegan en lo absoluto, sino que
se enriquecen al mezclarse. Esto es lo que Fer-
nando Ortiz ha demostrado y, haciéndolo así,
ha aportado al mundo de hoy una lección de
sabiduría, de tolerancia, al mismo tiempo que
de ciencia.38

Consecuentemente con estos criterios, firme-


mente sustentados, Ortiz realiza numerosas inter-
venciones públicas y da paso a proyectos llevados
por él a la práctica social. Pongamos sólo como ejem-
plos la proposición que hace en el Primer Congreso
Demográfico Internacional (al cual nos hemos refe-
rido antes) cuando plantea que en todo documento
oficial, legislativo, jurídico o administrativo «se evi-
te el uso del vocablo raza a no ser con un criterio
clasificatorio por sus características corporales o
hereditarias, sin implicación alguna de caracteres psi-
cológicos ni culturales»; y el hecho de que creara y
presidiera en su patria una Asociación contra las
discriminaciones racistas.

38
Roger Bastide. «Para Fernando Ortiz», en revista Casa de las
Américas. La Habana, año X, no. 57, noviembre-diciembre de
1969, p. 102.

258
Como resultado de sus muchos años de investi-
gaciones, Don Fernando se encontraba en condicio-
nes de emprender el magno proyecto de redactar una
trilogía de obras sobre la música, los bailes y el tea-
tro, y los instrumentos musicales cubanos que te-
nían una posible relación originaria con las culturas
africanas.
En un espacio de apenas cinco años, los talleres
de impresión entregaron estas tres obras. Contaban
de siete volúmenes, con más de tres mil páginas,
más de setecientas ilustraciones, que comprenden
fotografías originales o de archivo, grabados anti-
guos, dibujos y anotaciones musicales, y con una
bibliografía que supera algo más del millar de libros,
folletos o artículos consultados.
La primera de estas obras editadas se titula La
africanía de la música folklórica de Cuba y apareció en
1950, con 477 páginas divididas en cinco capítu-
los, los cuales tratan de la música afrocubana y la
indocubana; la expresividad musical y oral de los
africanos; los ritmos y las melodías de la música
africana; y la música instrumental y oral de los
negros.
Le siguió Los bailes y el teatro de los negros en el
folklore de Cuba, publicada en 1951 con 466 páginas,
que se agrupan en cuatro capítulos sobre la socialidad
de la música africana, y los bailes, la pantomima y el
teatro de los negros.
Cerraba la trilogía la obra Los instrumentos de la
música afrocubana, en cinco volúmenes, aparecidos
entre 1952 y 1955, con más de 2000 páginas.

259
El musicólogo norteamericano Gilbert Chase
hizo un análisis en conjunto de los siete volúmenes
y estableció claramente que no se trataba de una
obra destinada a la descripción de los fenómenos
artísticos, sino que pretendía, y lo lograba, estable-
cer en toda su dimensión el basamento social en
que se fundamentaban, mediante:

La ponderada consideración que el autor conce-


de a los factores geográficos, históricos y socia-
les en la formación de la música afrocubana. Esta
música es el producto de aquellos factores. Se-
ría factible estudiar el producto, descriptiva y
analíticamente, sin ocuparse de los factores
formativos. Pero eso no sería hacer historia,
puesto que la historia es siempre un proceso
cultural algo dinámico y no estático. La historia
musical, en tanto que es una rama de la historia
de la cultura, debe fundarse en la premisa de
que la música es hecha por hombres y mujeres
situados históricamente en un tiempo y un es-
pacio, cuyas dimensiones culturales son preci-
samente aquellos factores geográficos, sociales,
etnográficos, lingüísticos y hasta económicos,
en los que hace hincapié el autor.39

39
Gilbert Chase. [Reseña sobre los siete tomos del doctor
Ortiz], en Revista Interamericana de Bibliografía. Washington,
no. 1, enero-marzo de 1957, vol. VII, p. 16.

260
La Universidad Central de Las Villas, que le ha-
bía otorgado el título de Doctor Honoris Causa
—tal como lo había hecho anteriormente la nortea-
mericana Universidad de Columbia—, publica la úl-
tima obra original que Don Fernando entrega para
su impresión. Se trata de la Historia de una pelea cu-
bana contra los demonios, en cuya portadilla se expli-
ca el contenido del libro en un extenso párrafo:

Relato documentado y glosa folklórica y casi


teológica de la terrible contienda que, a fines
del siglo XVII y junto a una boca de los infiernos,
fue librada en la villa de San Juan de los Reme-
dios por un inquisidor codicioso, una negra es-
clava, un rey embrujado y gran copia de piratas,
contrabandistas, mercaderes, hateros, alcaldes,
capitanes, clérigos, energúmenos y miles de dia-
blos al mando de Lucifer.40

El voluminoso texto recoge el episodio histórico


que se produjo cuando se trató, sin éxito, de que una
villa ubicada en la región costera de la parte central
de la isla se desplazara hacia otro territorio más in-
ternado para preservarla de los cruentos y desoladores
ataques de piratas y corsarios. El cura párroco de la
villa, el cual era Comisario del Santo Oficio de la In-

40
Fernando Ortiz. Historia de una pelea cubana contra tos demo-
nios. Universidad de Las Villas. Santa Clara, Cuba, 1959, p. 3.
Publicado por la Editorial de Ciencias Sociales. La Habana,
1975.

261
quisición y a quien interesaba que el traslado se hi-
ciese a unas tierras que eran de su propiedad, preten-
dió agregar a los argumentos muy materiales que
aconsejaban el nuevo emplazamiento, los metafísi-
cos de la teología católica, sosteniendo que precisa-
mente el asentamiento del poblado se encontraba
junto a una de las bocas de los antros infernales.
Terminada la revisión de sus cuartillas, luego
del triunfo revolucionario del 1º de enero de 1959,
Ortiz pudo introducir algunas referencias al orto del
año nuevo y de la nueva vida que inauguraba para su
patria:

De las más altas cumbres de Cuba bajó el cuba-


no dios Huracán, con bufidos y vértigo de revo-
lución, y una hueste nueva, intensa, con es-
tampa de profetas. Brilló otra vez en Cuba la
lucecita de Yara, con destellos de lucero en el
alba nueva (...) La estrellita de Cuba centellea
en otra alborada con sus fulgores de sangre.
Parece que el sol en el oriente de su escudo está
saliendo del todo y brillará entero.41

Los muchos años vividos y la continuada exis-


tencia de intenso trabajo habían quebrantado la sa-
lud del incansable luchador. En momentos en que
se comprendía mejor su apostolado y más se le ad-
miraba y respetaba, cuando existían mayores facili-
dades para su producción intelectual y mejores

41
Ibídem, pp. 554-555.

262
posibilidades para ejercer su público magisterio, no
podía apoyarse en las condiciones físicas que antes
había puesto permanentemente en tensión y con las
cuales había alcanzado numerosos logros.
En los períodos que su salud le permitía, volvía
a sus viejas fichas para poner en marcha antiguos
proyectos, como lo realizó con sus papeletas
lexicográficas sobre «cubanismos» y lo intentó con
su interrumpida redacción sobre los negros curros.
Las nuevas ediciones de estos textos, efectuadas con
posterioridad a su fallecimiento, incorporan mucho
de los aportes y revisiones que fueron penosamente
procesados en estos años de enfermedad.
No negaba, sin embargo, su concurso a las pro-
yecciones del nuevo Estado, que implementaba mu-
chos de sus viejos anhelos y superaba otros casi
imposibles de alentar apenas unos años atrás; así
ocurrió cuando se le llamó en 1961 para formar par-
te de la Comisión Nacional de la Academia de Cien-
cias de Cuba.
El 10 de abril de 1969, a la edad de 87 años,
hallaría término su larga y fecunda vida. Cátedras,
distinciones, instituciones, escuelas, fábricas y cen-
tros de servicios evocan ahora, cada día, de alguna
manera, su vida y su obra.
A los estudiosos de cualquier aspecto de la vida
social de nuestra patria, nos dejó, además, el ejem-
plo de su modestia, cuando nos dice:

Viví, leí, escribí, publiqué, siempre apresurado


y sin sosiego porque la fronda cubana era muy

263
espesa y casi inexplorada, y yo con mis pocas
fuerzas no podía sino abrir alguna trocha e in-
tentar derroteros. Y así ha sido toda mi vida.
Nada más. 42

Nada menos. Nos atrevemos, por una vez, a rec-


tificar a nuestro viejo maestro.

42
Fernando Ortiz. «Más y más fe en la ciencia», en ed. cit., p.47.

264
Prólogo a Los negros brujos
de Fernando Ortiz*

La edición de esta obra en 1906, la primera dedicada


por Don Fernando Ortiz al estudio del importante
componente africano en la sociedad cubana, señala
el inicio de su profundo y extenso sondeo de lo que
denominó afrocubanía, la cual aflora en el enorme
caudal de valiosas informaciones y de atinados jui-
cios que nos legara acerca de la presencia, integra-
ción y valoración de los aportes materiales y
espirituales del negro en la conformación de nues-
tra nacionalidad y nuestra cultura.
Quizás, este libro ha sido el más controvertido
en su amplio catálogo de textos, acatados de manera
casi unánime por sus irrefutables aciertos en el aná-
lisis historiográfico, sociológico y etnográfico —en-
tre otros enfoques disciplinarios de las ciencias
sociales— de una sociedad a la cual viera ascender
paralelamente al transcurrir de su larga existencia,
desde la chatura colonial en que le tocó nacer, ganar
altura por los torcidos senderos de una república
mediatizada por la que transitó junto con su adultez,
hasta alcanzar los aireados espacios de una nación
definitivamente liberada, después del triunfo revo-

* Tomado de Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1995,


pp. V-XXI.

265
lucionario del 1º de enero de 1959, en la cual quiso
permanecer, al expresar públicamente su propósito
de no abandonar su suelo patrio.
El contenido de este texto que prologamos de-
sató enjuiciamientos muy encontrados. Pudiera
recopilarse una larga lista de juicios encomiásticos
—sobre todo, en las primeras décadas de su apari-
ción— que comprendería los más mentados nom-
bres de las ciencias jurídicas —en especial, de los
personeros de la entonces vigorosa escuela
criminológica positivista—, un extenso catálogo de
elogiosos comentaristas, que encabezaría Cesare
Lombroso —quien le concedió la gracia de que una
carta suya apareciera como prólogo de la primera
edición—, se continuaría con sus más cercanos se-
guidores, como Enrico Ferri y Raffaele Garófalo, y se
extendería con toda una notable cohorte de recono-
cidas personalidades de aula y gabinete.
Y comprobaríamos que, entre nosotros, algunos
de los aspectos más destacados de la obra —y, qui-
zá, no de los más destacables— se asumirían como
propios en el traspaso del relevo de varias generacio-
nes de profesores de antropología jurídica, inserta-
das sus aseveraciones en textos que se repetían bajo
diferentes firmas.
Los testimonios adversos publicados no serían
tan abundantes, pero debemos suponer que nume-
rosos contradictores, que no poseían un fácil acceso
para expresar sus opiniones en las páginas impre-
sas, guardarían esenciales reparos —hasta llegar a
un total rechazo— al contenido de este libro.

266
Ortiz no ignoró que una prejuiciada lectura
de este texto lo condenaría, al adjudicarle a su
autor una intención que estaba muy alejada de
su propósito científico. Así lo reconocería mu-
chos años después en el homenaje que se le ofre-
ciera el 12 de diciembre de 1942 en una sociedad
de la pequeña burguesía negra habanera, el Club
Atenas:

Mi primer libro, aun cuando escrito con serena


objetividad y con criterio positivista (...) fue re-
cibido por lo general entre la gente blanca con
benevolencia, pero siempre con una sonrisa com-
placiente y a veces desdeñosa (...) y entre la gente
de color el libro no obtuvo sino silencio de dis-
gusto, roto por algunos escritos de manifiesta
aun cuando refrenada hostilidad (...) A los ne-
gros les pareció un trabajo ex profeso contra
ellos, pues descubría secretos muy tapados, co-
sas sacras de ellos reverenciadas, y costumbres
que, tenidas fuera de su ambiente por bochor-
nosas, podrían servir para su menosprecio co-
lectivo. 1

No obstante estas encontradas corrientes de


opinión sobre su actividad científica, Ortiz supo
arrostrar su decisión de proseguir la indagación acer-

1
Fernando Ortiz. «Por la integración cubana de blancos y ne-
gros», en Estudios Afrocubanos. La Habana, vol. V, 1945-1946,
pp. 219-220.

267
ca de las más ostensibles formas de participación
del negro en la vida social de Cuba, las cuales, en su
criterio, no era posible soslayar para quien se propo-
nía revelar los aspectos más significativos de la rea-
lidad cubana.
La convicción de la necesidad de profundizar
en el conocimiento de los muy diversos elemen-
tos aportados por la cuantiosa población de ori-
gen africano y sus descendientes inmediatos —en
siglos anteriores había llegado a ser mayoritaria
en Cuba—, lo conduciría a estimar que el trata-
miento de una faceta aislada, aun cuando resulta-
se tan adaptado a sus iniciales intereses crimino-
lógicos, no podía reflejar siquiera una pequeña
porción de esos aportes:

Comencé a investigar, pero a poco comprendí


que, como todos los cubanos, yo estaba con-
fundido. No era tan sólo el curiosísimo fenó-
meno de una masonería negra lo que yo encon-
traba, sino una complejísima maraña de
supervivencias religiosas procedentes de diferen-
tes cultura lejanas y con ellas variadísimos lina-
jes, lenguas, música, instrumentos, bailes, can-
tos, tradiciones, leyendas, artes, juegos y
filosofías folklóricas; es decir, toda la inmensi-
dad de las distintas culturas africanas que fue-
ron traídas a Cuba.2

2
Ibídem, p. 218.

268
Resulta grato reconocer como no tan sólo los
hilos de esa «complejísima maraña de superviven-
cias religiosas», sino también la intrincada urdim-
bre de toda «la inmensidad de las distintas culturas
africanas», pudieron quedar hilvanadas en definitiva
en la obra de Ortiz, combinando sus delicados mati-
ces y resaltando sus fuertes contrastes.
En tanto su obra se abría cada vez más a dilata-
dos campos de investigación, este texto inicial de-
bía esperar por una revisión conceptual y un aumento
sustancial de su contenido factual, lo que nunca
llegó a producirse. En más de una ocasión, su autor
—como podrá corroborar el lector más adelante— se
refirió a las razones de tiempo que le impedían hacer
su «refundición completa» y también anunciaba que
se proponía una reedición, con igual título, de la
parte dedicada de manera exclusiva al aspecto reli-
gioso, la cual resultaría un nuevo volumen «com-
pletamente remozado y más que duplicado en su
contenido».
Las otras secciones que formaban parte de la
primera edición se programaron para que integrasen
otros libros; todos ellos conformarían una serie edi-
torial bajo el equívoco título de Hampa afrocubana
—pensamos que tan sólo se mantenía para otorgar-
le cierta continuidad bibliográfica—, en un plan de
ediciones que sólo se cumplimentó en parte.
Ahora se reedita completa la primera edición,
pues la Editorial de Ciencias Sociales —desde 1974
viene desarrollando un ambicioso proyecto para di-

269
vulgar los textos más relevantes de Ortiz— 3 consi-
dera que no incorporar a dicho propósito editorial
esta obra —convertida en la actualidad en una rare-
za bibliográfica—, que devino realidad el primer in-
tento de una indagación acerca de las religiones y
otras manifestaciones culturales del negro en Cuba,
no sólo significaría una omisión que dificultaría
constatar las ideas sustentadas en los primeros años
de vida republicana en torno a la presencia social del
negro, sino que imposibilitaría, además, establecer
una correcta apreciación de la progresiva evolución
de las concepciones intelectuales de su autor.
3
De esta selección de los textos más importantes de Fernando
Ortiz, la Editorial de Ciencias Sociales (La Habana) ha edita-
do, hasta la fecha, los siguientes: Nuevo catauro de cubanismos.
Edición póstuma, 1974, 526 pp.; Los negros esclavos. Prólogo
a la segunda edición de José Luciano Franco, 1975, 525 pp.
(reimpreso en 1988); El engaño de las razas. Prólogo a la se-
gunda edición de Mariano Rodríguez Solveira, 1975, 441 pp.;
Historia de una pelea cubana contra los demonios. Prólogo de
Mariano Rodríguez Solveira, 1975, 625 pp. (reimpreso en
1991); Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Prólogo «Ortiz
y sus contrapunteos», de Julio Le Riverend, 1983, 484 pp.;
Ensayos etnográficos. Selección de Miguel Barnet y Ángel Luis
Fernández, 1984, 424 pp.; Los negros curros. Texto estableci-
do, prólogo y notas aclaratorias por Diana Iznaga, 1986, 320
pp.; Entre cubanos. Prólogo a la segunda edición de Julio Le
Riverend, 1987, 126 pp.; Glosario de afronegrismos. Prólogo a
la segunda edición de Sergio Valdés Bernal, 1991, 502 pp.;
Estudios etnosociológicos. Selección,, prólogo y notas de Isaac
Barreal, 1991, 284 pp.; Etnia y sociedad. Selección, prólogo y
notas de Isaac Barreal, 1993, 290 pp. Posteriormente se pu-
blicó El pueblo cubano. Edición de Gladys Alonso González y
prólogo de Ana Cairo Ballester, 1997, 98 pp. (N. del C.)

270
Deseando contribuir al esclarecimiento de esta
progresión del pensamiento de Ortiz, el cual pode-
mos vislumbrar a partir de una limitadora concep-
ción de la entonces muy en boga escuela positivista
criminológica encabezada por Lombroso —y no de-
bemos olvidar que ella representaba el criterio cri-
minalista más avanzado de aquellos años—, hasta
desplazarse hacia interpretaciones historiográficas,
sociológicas y etnológicas cada vez más esclare-
cedoras de la realidad social del pueblo cubano, he-
mos estimado conveniente intercalar en este texto
numerosas notas extraídas de su propia obra poste-
rior en tanto su autor iba adquiriendo un dominio
más certero acerca de la integración racial, la histo-
ria social y la cultura que caracterizan nuestra iden-
tidad nacional.
Desde muy temprana edad, Ortiz había mostra-
do una fuerte inclinación hacia los estudios pena-
les. Cuando regresa a su patria desde la pequeña isla
de Menorca, donde había residido en la villa de Ciu-
dadela hasta los 14 años en el seno de su familia
materna, ya había terminado sus estudios de bachi-
llerato en Mahón, capital de aquella isla balear, y
obtenido su título de bachiller, expedido el 30 de
junio de 1895 por el rector de la Universidad de Bar-
celona. Se matricula entonces por el sistema de en-
señanza libre en la Universidad de La Habana para
estudiar la carrera de Derecho; entre las asignaturas
que cursa alcanza sobresaliente y premio en Dere-
cho Penal.

271
La situación imperante en Cuba, cuyos ingen-
tes sacrificios en la «guerra necesaria» convocada
por José Martí desembocarán en un frustrante de-
senlace por la intromisión imperialista, forzó en
1898 la decisión paterna de que continuara sus
estudios en la Universidad de Barcelona, donde el
29 de junio de 1900 adquiere su Licenciatura en
Derecho.
Ese mismo año se matricularía en la Universi-
dad Central de Madrid para obtener el título de Doc-
tor en Derecho; por tanto, luego de vencer
determinadas asignaturas, debió presentarse a exa-
men de grado, para lo cual seleccionó un tema de
contenido penal con el título: «Base para un estudio
sobre la llamada reparación civil»,4 el cual imprimió
en un folleto. Éste venía a ser su primera obra edita-
da en español, pues debemos recordar que antes
había publicado un folleto en dialecto menorquín
acerca de costumbres populares.5
Desde su primera línea, el trabajo de diploma
enfatizaba el tópico fundamental que pretendía man-
tener: «Un olvido, verdaderamente lamentable, se ha
tenido con las víctimas del delito» (p. 1). Y en sus
«Conclusiones» insistía en tal sentido: «El resarci-
miento del daño personal del delito ha sido
4
Memoria para optar al grado en Derecho, leída y sostenida por
Fernando Ortiz Fernández, Abogado. Tema: Base para un estudio
sobre la llamada reparación civil. Librería de Victoriano Suárez.
Madrid, septiembre de 1901, 106 pp.
5
Fernando Ortiz. Principi y prostes. Imprenta Fábregas. Ciuda-
dela (Menorca), 1895, 56 pp.

272
lastimosamente descuidado» (p.106), afirmando el
carácter disciplinario en que se sustentaba, corres-
pondiente a la sociología criminal, para demandar la
responsabilidad social que le era atinente: «La socie-
dad tiene necesidad de que el resarcimiento del daño
del delito sea efectivo, basado en la justicia, y en el
poder preventivo de aquél, y en la protección debida
a los más débiles» (p.107).
La tesis planteada debió parecer muy audaz a
algunos de los integrantes del tribunal. De allí que
se diera el «insólito fallo» —como lo calificara Ortiz—,
al producirse una votación dividida: dos de sus
miembros votaron suspenso mientras los tres res-
tantes le otorgaban la calificación de sobresaliente.
Esto ha sido expuesto en detalle por Mariano
Rodríguez Solveira, quien lo escucharía de labios
del propio Don Fernando, con quien mantuvo una
estrecha amistad. 6
La inmediata motivación que le impulsara a re-
dactar este libro que comentamos, ha sido expresa-
da por el propio Ortiz y expuesta de manera reiterada
por los comentaristas de su obra. Durante su estan-
cia en Madrid (1900-1901) con el fin de alcanzar el
doctorado en la carrera jurídica, tuvo una activa par-
ticipación en el llamado Instituto Sociológico, inte-
grado por los alumnos del profesor don Manuel Sales
y Ferré, a quien Ortiz llamara «el primer sociólogo
de España» y quien, sin dudas, ejerció una gran in-

6
Mariano Rodríguez Solveira. Prólogo a: Historia de una pelea
cubana contra los demonios, ed. cit.

273
fluencia en la formación científica del futuro inves-
tigador.
Sales y Ferré, impulsado por el sentido positi-
vista que orientara sus concepciones sociológicas,
acostumbraba a conducir a sus discípulos a diversas
localidades, donde les explicaba in situ las inciden-
cias de la historia social de la nación española. Ortiz
recordaría esta forma de pedagogía activa en un ar-
tículo, publicado cuando se produjo el fallecimiento
de su apreciado maestro y amigo. Dice Ortiz:

Recuerdo de modo imborrable el efecto extraor-


dinario que en mi mente produjeron aquellas
excursiones... No llegué a comprender (...) los
problemas de la ciencia penitenciaria moderna
sino en las infectas galeras del correccional de
Alcalá de Henares, donde me dejó don Manuel
para que pudiera por días y días vivir aquella
vida y observarla de cerca.7

Como resultado de las enseñanzas que recibía,


efectuaría, igualmente, prácticas antropológicas y
antropométricas en la Cárcel Modelo de Madrid. Hay
una particular referencia a su estancia en aquellos
verdaderos almacenes de reclusos, que aparece en
un artículo que le dedicara el médico y notable na-
rrador cubano Miguel de Carrión, quien fuese un
cercano interlocutor suyo por aquellos años:

7
Fernando Ortiz. «Sales y Ferré», en El Fígaro. La Habana, año
XXVIII, no.4, 22 de enero de 1901, p. 47.

274
Las excursiones científicas de Ortiz al través del
mundo criminal, a cuyo estudio ha dedicado su
esfuerzo en estos últimos años, están llenas de
curiosos episodios y de anécdotas sabrosísimas,
que él refiere a sus íntimos con sencillez encan-
tadora. Sus fracasos, sus pasos en falso en el
laberinto de la investigación le hacen reír de la
mejor gana. Cuenta cómo los huéspedes de los
establecimientos penales españoles han solido
tomarle el pelo [y cómo] de los engaños y las bur-
las de los penados ha sacado la luz que brilla en
sus trabajos; y el resto le ha servido para hacer
unos cuantos chistes, sin concederle la menor
importancia a la magnitud de su labor.8

Que el joven alumno fuese seleccionado para


extraer del propio medio carcelario las enseñanzas
que la vida hacía prevalecer sobre el aprendizaje for-
mal, nos indica que ya se reconocían sus inclinacio-
nes hacia las investigaciones penales, lo cual
contribuyó a que sus condiscípulos le solicitasen
que comentara el libro La mala vida en Madrid,9 en el
Instituto Sociológico.
El autor principal de esa obra era un destacado
profesor de criminología de la universidad madrile-
ña, donde iniciaría una prolongada amistad con Don

8
Miguel de Carrión. «EI doctor Ortiz Fernández», en Azul y
Rojo. La Habana, año II, no. 24,14 de junio de 1903, pp. [2-3].
9
Constancio Bernaldo de Quirós y José M. Llanas Aguilaniedo.
La mala vida en Madrid. B. Rodríguez Serra, ed. Madrid, 1901.

275
Fernando. De este texto, cuyo interés científico
movía a discusión a los estudiantes, se ha dicho que
constituía un serio intento psicosociológico, pues
sus redactores

además de definir a las gentes de mal vivir, se


ocupan de la embriología de la mala vida, de la
vida penitenciaria, diferencian las especies mal
vivientes, analizan sus caracteres comunes y
brindan atinadas sugerencias para la elevación
de la vida. Sus autores se adhieren a la tesis del
parasitismo social.10

Ortiz suponía que en la elección para que inter-


pretase dicha obra también mediaba la comentada
decisión que se aplicó a la discusión de su tesis de
grado:

Era yo conocido entonces en aquel grupo de jó-


venes universitarios por mis dedicaciones
criminológicas. Había sido algo comentada mi
graduación de doctorado sobre una tesis positi-
vista, que mereció del Tribunal la singularísima
votación de tres sobresalientes contra dos sus-
pensos, y por estos antecedentes me obligaron
a comentar allí el libro de Bernaldo de Quirós,
10
Israel Castellanos. «Fernando Ortiz en las ciencias
crimino1ógicas», en Miscelánea de estudios dedicados a Fernando
Ortiz por sus discípulos, colegas y amigos, en ocasión de cumplirse
sesenta años de la publicación de su primer impreso en Menorca en
1895. La Habana, 1953, vol. 1, p. 307.

276
señalando de su contenido las diferencias con
La mala vida en La Habana.11

Aunque desconocemos la fecha exacta en que se


le formulara esta petición, podemos presumir que
ella también pudiera estar influida por el hecho de
que, en fechas muy cercanas, Ortiz preparaba la lec-
tura de dos conferencias en el Instituto Sociológico
acerca de las festividades dedicadas a San Juan en
Menorca, las cuales presentó el 23 de noviembre y 7
de diciembre de 1901; en éstas no sólo mostró un
acertado acopio de informaciones historiográficas,
sino, sobre todo, un notable aporte de observacio-
nes etnográficas, efectuadas personalmente en la villa
de Ciudadela, donde habían transcurrido su niñez y
temprana adolescencia.
En ambas disertaciones —recogidas años más
tarde en un folleto publicado en La Habana—,12 Ortiz
daba muestra de su precoz capacidad para la obser-
vación directa del medio social, al exponer una vívi-
da descripción de una fiesta popular —la celebración
de San Juan Bautista—, de la cual debió sentirse
participante. En su exposición pudiera repararse la
ausencia de algún tipo de referencias comparativas
—tan habituales en sus posteriores trabajos
etnográficos— con la descripción de similares cele-
11
Fernando Ortiz. «Brujos o santeros», en Estudios Afrocubanos.
La Habana, vol. 1, nos. 3-4, 1939, pp. 85-86.
12
Fernando Ortiz. Para la agonografía española; estudio monográfico
de las fiestas menorquinas. Imprenta La Universal. La Habana,
1908, 41 pp.

277
braciones de la misma festividad en la sociedad co-
lonial de Cuba. Pero, a poco que nos detengamos en
ello, esta omisión parecerá justificada por el escaso
conocimiento que pudiera poseer quien sólo resi-
diera en la Isla durante un corto período (1895-1898),
en el cual no debieron ser muy significativos dichos
festejos, a causa de las cruentas condiciones de nues-
tra guerra de liberación.
Para la reseña que se le pedía, tenía que ser igual-
mente limitado su conocimiento de unas formas de
«mala vida» totalmente ajenas, muy distantes de las
practicadas por su capa social, si tomamos en cuen-
ta además la escasez, casi absoluta, de toda docu-
mentación bibliográfica.
Muchos años después, Don Fernando recono-
cería la imposibilidad en que se encontraba de enca-
rar el solicitado estudio comparativo:

Yo me vi muy apurado porque harto poco sabía


del escabroso asunto; pero salí airoso hablando
de algo allá tan exótico como los ñáñigos, de
los cuales yo entonces no sabía más que lo pu-
blicado por Trujillo Monagas en su obra Los cri-
minales en Cuba y lo que yo había visto en el
madrileño Museo de Ultramar, donde se guar-
daban algunos vestidos de diablitos, instrumen-
tos y demás adminículos de esa asociación que
tan tétrica fama tuvo durante la Colonia. 13

13
Fernando Ortiz. «Brujos o santeros», en Estudios Afrocubanos,
p. 86.

278
En realidad debe haber resultado del mayor in-
terés lo expuesto a su auditorio en el ámbito uni-
versitario, el cual ya había sido motivado, quizá, por
la novedad y el pintoresquismo de aquella temática,
aunque acerca de ella había muy pocas referencias
en la bibliografía española. Según sus propias pala-
bras —citadas antes—, desconocía, en aquel momen-
to, una conferencia ofrecida en Madrid por el médico
y criminólogo Rafael Sali1las, la cual se imprimió
con posterioridad en un folleto. Salillas se había in-
teresado en este tema después de la visión
impresionista que tuvo de sus manifestaciones más
externas, cuando en ocasión de una visita profesio-
nal a la prisión existente en la Fortaleza de Achió,
en la isla de Ceuta —uno de los lugares de expatria-
ción de los cubanos condenados a la pena de destie-
rro por los colonialistas españoles—, pudo asistir
en una explanada de esa fortaleza

a la aparición de un cortejo extraño, con figuras


extrañas, vestidos algunos de ellos en trajes fan-
tásticos, tocando una especie de tambores de
estructuras primitivas, cantando, accionando y
bailando. Aquella era una verdadera exhibición
ñáñiga, tan auténtica como las presenciadas en
las calles de La Habana, con actores provenien-
tes de aquel país, que habían traído con sus per-
sonas, sus costumbres y su ceremonia. 14

14
Rafael Salillas (cita de Lidia Cabrera: La Sociedad Secreta
Abakuá, narrada por viejos adeptos. Ediciones C. R. La Habana,
1959, p. 58-59).

279
Aunque ignorase de la disertación de Salillas, el
libro de Trujillo Monagas,15 con los errores de apre-
ciación e información —los cuales eran de esperar-
se—, dados la fecha y los propósitos de su texto,
contenía una gran cantidad de datos. Trujillo
Monagas había sido un inspector de Policía en La
Habana y había elaborado extensos informes oficia-
les dirigidos a sus superiores acerca de los entonces
comúnmente denominados ñáñigos. El libro, edita-
do en 1882 en Barcelona, constituía una abultada
reseña de los servicios policíacos prestados por su
autor en nuestra Isla y destacaba, en especial, su
participación en una campaña encaminada contra la
sociedad secreta abakuá —como acostumbra ahora de-
cirse—, emprendida por el entonces gobernador ci-
vil de la provincia de La Habana, Carlos Rodríguez
Batista.
Esta figura de la política española ha resultado
muy mencionada en relación con su empeño por
suprimir el ñañiguismo. Nacido en el poblado de
Regla —donde precisamente tuvo su origen en 1836
la primera «potencia» abakuá—, allí transcurrió par-
te de su juventud hasta partir a los Estados Unidos
a completar su educación. Luego de desempeñar re-
levantes cargos en la Península, fue designado para
15
José Trujillo y Monagas. Los criminales de Cuba y don José
Trujillo, narración de los servicios prestados en el Cuerpo de Policía
de la Habana; y la historia de los criminales presos por él en diferen-
tes épocas; de los distintos empleos que ha desempeñado hasta el 31
de diciembre de 1881. Establecimiento tipográfico de Fidel Giró.
Barcelona, 1882.

280
la gobernación de la capital de «el último botón de la
corona española», cuando ésta ya se desgajaba del
tronco ibérico.
Precisamente su bregar por extirpar las agrupa-
ciones ñáñigas ha hecho resaltar su mandato políti-
co en Cuba. Poseía tales conocimientos de estas
asociaciones, que se ha pretendido que había sido
«juramentado» en alguna de ellas; esto fue aceptado
por Ortiz, quien nos dice:

Parece cierta la iniciación del gobernador


Rodríguez Batista en el ñañiguismo, quien
como tal conocería sus organizaciones, ritos,
atributos y costumbres, y el nombre de sus
amigos y correligionarios. Esto más que todo
otro factor explica su éxito, aparatoso y por vía
tan pacífica como insincera y sin trascenden-
cia efectiva. 16

El supuesto éxito de su propósito, a todas luces


pasajero, consistió en lograr el público anuncio
—por los propios integrantes— de la disolución de
algunas «potencias» y la entrega de sus «atributos»
—como vulgarmente se designa a estas agrupacio-
nes y a sus enseres rituales—, llevados estos últi-
mos por Rodríguez Batista a España al cesar en su
cargo en 1890 y donados al Museo de Ultramar, donde
los viera Ortiz.

16
Fernando Ortiz. Los instrumentos de la música afrocubana. Cár-
denas y Cía. La Habana, 1954, t. IV, p. 82.

281
No obstante las dificultades que le presentaba
la temática solicitada —o quizá más bien incentivado
por ellas—, Ortiz se propuso seguir estudiando lo
que era, en verdad, un interesantísimo fenómeno
etnosociológico del trasplante de una sociedad se-
creta africana a América, pero forzado por sus tem-
pranas inclinaciones a las ciencias penales,
acrecentadas por sus estudios universitarios, sólo
quiso analizarlo desde el aspecto disciplinario de la
criminología. Por ello, el libro en proyecto intenta-
ba estudiar la «mala vida habanera», enfatizando las
actividades del ñañiguismo tenidas por antisociales
y delictivas, tal como lo ha expuesto de manera táci-
ta Ortiz: «en realidad, yo nada sabía de los ñáñigos,
y desde entonces me propuse estudiarlos y escribir
un libro que titularía La mala vida en La Habana, in-
cluyendo el ñañiguismo como uno de sus capítulos
más llamativos».17
En contacto con la realidad social de la pobla-
ción habanera, enseguida comprendió que el tema
desbordaba las posibilidades de una rápida redacción,
y urgido, al parecer, de su inmediata edición, deci-
dió recabar el aporte de dos colaboradores para ter-
minar el proyecto:

De regreso a Cuba pensé que mi tarea crimi-


nológica sería cosa de pocos meses; pero pronto
me di cuenta de mi error. La Habana tenía pro-

17
Fernando Ortiz. «Brujos o santeros», en ed. cit., p. 86.

282
blemas peculiares en su mala vida, derivados de
su singular historia y de la conglomeración cul-
tural de blancos, negros, amarillos en su
subsuelo. Ante las dificultades que me exigi-
rían muy largo tiempo, me asocié a dos buenos
amigos y meritísimos literatos de aquellos años,
para escribir entre los tres el proyecto. Miguel
de Carrión, el fino novelista, se encargó de es-
tudiar los aspectos habaneros de la prostitución,
y el acerbo periodista Mario Muñoz Bustamante
tomó a su cargo el examen de la mendicidad.18

Este promisor proyecto de redacción colectiva


nunca llegó a culminar, desestimulado de seguro por
la nueva partida de Ortiz hacia Europa en un tiempo
relativamente breve.
Mientras recopilaba informaciones y materiales
para la redacción del libro, Ortiz debió reiniciar en
la Universidad de La Habana los estudios de la ca-
rrera de Derecho, interrumpidos cuando su partida
a España; pues, aunque allí había alcanzado su li-
cenciatura y doctorado en las universidades de Bar-
celona y Madrid —como dijimos antes—, no había
podido lograr la entrega del correspondiente diplo-
ma acreditativo del doctorado, por carecer en aquel
entonces de las 1 500 pesetas españolas que le exi-
gían las disposiciones legales vigentes.
Por tanto, al verse impedido de solicitar la reválida
del título ganado en la prestigiosa Facultad de De-

18
Ibídem, p. 86.

283
recho madrileña, decidió completar las asignaturas
no cursadas antes en Cuba. En muy breve término
realizó los exámenes correspondientes, y en los pri-
meros meses de 1903, con una tesis de Derecho Pe-
nal, obtenía su título en Derecho Civil ante un
tribunal integrado por los doctores Ricardo Dolz,
Pablo Desvernine y Octavio Averoff, y poco tiempo
después, el de Derecho Público ante los doctores
Leopoldo Cancio, Francisco Carrera Justiz y Orestes
Ferrara.
En tanto reanudaba sus estudios universitarios,
Ortiz iniciaba su vasta lista de colaboraciones en
publicaciones periódicas cubanas. Debe señalarse que
su primer artículo publicado en Cuba, con el título
«Vulgarizaciones criminológicas» —21 de septiem-
bre de 1902, revista habanera Cuba Libre—, mostra-
ba una vez más su dedicación a las materias del
Derecho Penal.
Este artículo, con el cual Ortiz anunciaba su
interés de publicar una serie de trabajos de divulga-
ción de las nuevas corrientes en esa disciplina, para
tratar así de influir en los poderes públicos de Cuba,
a quienes consideraba «inficionados de un clasicis-
mo [en materia penal] que se bate en franca retirada
tras las legislaciones positivistas», contenía una des-
carnada descripción de la sociedad cubana en aque-
llos primeros años de su vida republicana, y en el
cual afirmaba que

la sociedad no solamente descuida la represión


del crimen, sino que no lo previene. Y así, el

284
consumo del alcohol no se refrena, ni la prosti-
tución se canaliza, ni las luchas económicas
merecen atención, ni la educación pública es
digna de consideración, ni las inmigraciones,
ni la alimentación, ni el juego, ni las institu-
ciones preventivas como la Policía, ni las rela-
ciones sexuales, ni la crianza de los niños, ni el
pauperismo, ni la prensa, en fin.

Y después de presentar tan sombrío panorama


social de una nación que surgía penosamente del
embrollo colonial, opinaba que tal desatención ofi-
cial era consecuencia del enfoque arcaico de los go-
bernantes, quienes en su excesivo apego a las caducas
concepciones del derecho criminal, tampoco eran
compulsados por una opinión pública alertada por
el conocimiento de las nuevas corrientes crimino-
lógicas; ambas situaciones coadyuvaban a hacer ino-
perante la lucha contra el delito:

Los legisladores saturados de clasicismo, supo-


nen que el que delinque es porque quiere, que
el delito es el resultado del fiat de una voluntad
omnipotente que no puede comprender los mil
factores que, con demostrada influencia, deben
decrecer o aumentar la criminalidad o adoptar
formas diversas.19

19
Fernando Ortiz. «Vulgarizaciones criminológicas», en Cuba Libre.
La Habana, año IV, no. 31, 1 de septiembre de 1902, pp. 6-7.

285
Para cumplimentar su anunciado propósito,
Ortiz continúa de inmediato la publicación de una
serie de artículos, siempre con similares temáticas.20
Apenas unos días más tarde de hacerse público el
primer artículo, aparecería otro —titulado «Rectifi-
caciones criminológicas»— con iguales intenciones
divulgativas. Le sigue uno acerca de las actividades
punibles y una novísima «profilaxis del delito» en
relación con las tarjetas postales. En éste, además
de referencias a conocidas figuras delictivas —como
el envío de postales injuriosas o pornográficas—,
daba a conocer la interesante experiencia de una ins-
titución norteamericana protectora de la infancia, la
cual enviaba tarjetas postales —con devolución pa-
gada— a los vecinos de personas condenadas por
20
Fernando Ortiz: «Rectificaciones criminológicas», en Diario
de la Marina. La Habana, 29 de septiembre de 1902; «Las
tarjetas postales y la criminología», en Azul y Rojo. La Haba-
na, año I, no. 10, 5 de octubre de 1902, s/p.; «Zola, crimina-
lista», en Azul y Rojo. La Habana, año I, no. 11, 12 de octubre
de 1902, s/p.; «La última obra de Lombroso», en Azul y
Rojo. La Habana, año I, no. 13, 26 de octubre de 1902 s/p;
«El presidio de La Habana», en Azul y Rojo. La Habana, año
I, no. 15, 9 de noviembre de 1902, s/p.; «La cultura latina»,
en Azul y Rojo. La Habana, año I, no. 19, 9 de diciembre de
1902, s/p; «Hamlet (vulgarizaciones criminológicas)», en
Azul y Rojo. año I, no. 20, 14 de diciembre de 1902, s/p.;
«Niño-salvaje-criminal», en Azul y Rojo. La Habana, año II,
no. 1, 4 de enero de 1903, s/p.; «El alcoholismo» (reseña al
folleto de Constancio Bernaldo de Quirós), en Azul y Rojo.
La Habana, 22 de febrero de 1903, s/p; «La teoría
criminológica de Max Nordeau», en Diario de la Marina. La
Habana, 16 de abril de 1903.

286
maltrato a menores; si repitiesen el abuso debían
remitir las tarjetas de vuelta, con lo cual se daría
cuenta a las autoridades competentes. De esta ma-
nera se crearía una expectativa que actuaría sobre
los victimarios, evitando su reincidencia.
En un artículo con motivo del fallecimiento del
novelista francés Émile Zola, manifiesta que éste «en
sus novelas ha vulgarizado diversas figuras crimina-
les, que le han prestado los nutridos y modernos
archivos criminales», y, luego de glosar unos crite-
rios encomiásticos que Lombroso le dedicara al es-
critor en un libro, termina expresando:

No olvidará el porvenir al conocedor profundo


de las miserias de la bestia humana, que diseca-
da y embalsamada por él, figura en sus obras,
como en las vitrinas de un museo antropológico,
para estudio y provecho de los hombres libres.

Otro artículo se consagraría a una obra recién


publicada por Lombroso, en el cual rectificaba lo
informado en una revista habanera, al exponer que
esta obra consistía en una recopilación de trabajos
editados antes, y que no sólo trataban acerca de al-
gunas formas delictivas conocidas desde antaño, sino
también de otras que se habían conformado hace
poco de acuerdo con las nuevas condiciones socia-
les, en las cuales se estudiaban la personalidad y las
motivaciones de sus comisores.
Un documentado trabajo, pleno de observacio-
nes directas e ilustrado por más de una decena de

287
fotografías, versó del más notorio centro nacional
de reclusión, al cual «el hampa lo llama Hotel de la
Punta», por el lugar donde estaba situado en el lito-
ral habanero. Luego de proclamar rotundamente de
inicio que el mismo «desobedece los más elementa-
les principios penales y que debe desaparecer como
establecimiento inadecuado y perjudicial» (p. [5]),
nos ofrece una prolija información acerca de la na-
cionalidad y la raza de los reclusos, el motivo de su
condena, lo impropio del sistema de trabajo retri-
buido, el costo promedio por internado, la pulcra
higiene del edificio y de los allí recluidos, el cuidado
de su salud, la alimentación abundante, etc. Todo
esto lo conduce a establecer un juicio comparativo
con el régimen carcelario que había prevalecido du-
rante la colonia, y tomando en cuenta las experien-
cias conocidas desde adentro en las prisiones
españolas, comenta:

Ya el Presidio no es aquel inmundo e infecto


establecimiento penal que, como todos los es-
pañoles, es un sistema de aplicación lenta de la
pena de muerte. Hoy mueren en un año tantos
presidiarios como antes en un mes (p. [7]).

Y volvía de nuevo sobre un motivo que parecía


asediarlo desde su trabajo de diploma madrileño:
«Y las víctimas de estos afortunados caballe-
ros, llorarán el bien perdido sin que puedan espe-
rar acción reparadora alguna», enfatizando lo poco
equitativa, de manera comparativa, que resultaba

288
la vida de «los obreros honrados [que] sobrellevan
su desventajosa posición y no pueden probar carne
y se resignan a vivir en los cuartos de esas
pestilentes ciudadelas» (p. [10]), para terminar plan-
teando que «se estudie el modo de hacer posible el
trabajo regenerador al preso, para que se atenúe en
algo los aspectos nocivos de la ociosidad forzosa»
(Ibídem).
En una reseña sin firma, pero cuyos conceptos
y estilo permiten atribuir a Ortiz, da cuenta de la
aparición de una «revista científica internacional»
denominada La Cultura Latina; Ortiz hubo de dedi-
carles múltiples esfuerzos a su redacción, traduc-
ciones, corrección y edición. La revista estaba
dirigida por el doctor Francisco Federico Falco, un
médico nacido en Penna, en los Abruzzos, Italia,
donde había sido candidato al congreso legislativo
por el partido republicano; naturalizado cubano des-
pués de haber desarrollado una intensa labor como
secretario del comité central italiano «Por la Liber-
tad de Cuba» y haberse incorporado a las fuerzas
mambisas, en las cuales alcanzó el grado de coman-
dante de la Sanidad Militar, desempeñó distintos
cargos en Cuba, como el de cónsul del gobierno cu-
bano en su propio país de nacimiento, donde publi-
có varios trabajos acerca de la joven república que
había contribuido a formar y «le puso a un hijo suyo
el nombre de Maceo».21

21
Fernando Ortiz. Italia y Cuba. 1887-1917. Imprenta y Papele-
ría La Universal. La Habana, 1917, pp. 23 y 40.

289
Como Ortiz tenía una decidida orientación ha-
cia la corriente positivista criminológica, había os-
tentado la representación oficial de Cuba en el
Quinto Congreso de Antropología Criminal celebrado
en Amsterdam. La revista aparecía como órgano ofi-
cial de la Unión Internacional de Derecho Penal y se
publicaba en español dirigida a América Latina, pues,
como se decía en la reseña, intentaba ser «la arteria
por donde han de llegar hasta los latinoamericanos
los latidos de la ciencia criminológica europea». Su
primer número comunicaba que «se ocupará princi-
palmente de biología, antropología, psicología, so-
ciología, psiquiatría, ciencias penales y de las otras
materias que se relacionan con esta disciplina».22
En su primer número, la publicación presenta-
ba un fragmento de la ponencia del doctor Falco en
el mencionado congreso, en la cual se exponían sus
criterios acerca de la aplicación que tenían en Cuba
los principios de la escuela positivista en crimi-
nología.
Cuando se iniciaba su edición ya estaba señala-
da la partida de Falco para hacerse cargo del consu-
lado cubano en Génova, por lo cual se notificaba
que la redacción y administración se trasladaban para
esa ciudad. Por el momento, esto separaría física-
mente a sus dos principales propulsores —aunque
volverían a coincidir después en el propio consula-
do, donde fue destacado Ortiz por algún tiempo—,

22
La Cultura Latina. La Habana, año I, número especial, no-
viembre- diciembre de 1902.

290
en lo cual debe radicar la causa de que sólo pudiera
editarse un número más.
Un nuevo artículo nos ofrece una evidente de-
mostración de la distorsión conceptual que origina-
ba la aplicación de las teorías penales positivistas,
cuando se aislaban de los demás factores sociales.
Al glosar ideas de Alfredo Niceforo, en un análisis
poco feliz, Ortiz tomaba como paradigmas compara-
tivos al hombre moderno en su edad pueril, al hom-
bre históricamente considerado en las etapas
formativas de la humanidad y al adulto que delin-
quía por atavismo, para integrar una tríada de niño-
salvaje-delincuente; y no sólo reseñaba una serie de
cualidades negativas del menor que aún no había
asumido los principios más elementales de respon-
sabilidad social —teniendo en cuenta sus impulsos
naturales de egoísmo, inestabilidad afectiva, escaso
raciocinio, entre otros—, para equipararlos a los que
se producían en el hombre primitivo y en el delin-
cuente nato, sino que incluso llegaba más lejos, al
hallar semejanzas no sólo en sus caracteres mora-
les, sino hasta en sus características somáticas.
En otro trabajo escogería de nuevo la literatura
como una manera efectiva de proseguir sus
«vulgarizaciones criminológicas». Mediante el per-
sonaje shakespereano de Hamlet nos manifestaría
que el genial dramaturgo inglés nos había legado
tres tipos fundamentales de criminales: Macbeth
(delincuente nato), Otelo (delincuente pasional) y
Hamlet (delincuente loco). Para él, éste era el más
interesante, por constituir el menos tratado por los

291
escritores, quienes generalmente nos presentan
como personajes a quienes delinquen de manera
ocasional o pasional.
En una breve reseña —aparecida también, como
los trabajos anteriores, en la revista habanera Azul y
Rojo— acerca del folleto El alcoholismo de Constancio
Bernaldo de Quirós, Ortiz criticaba la conducta de
quienes entre nosotros escribían sobre la nación
española, tomando como ejemplo un artículo de «un
periodista español», quien al hacer unos comenta-
rios en torno a los trabajos del criminólogo francés
Gabriel Tarde, reprochaba lo que se pensaba en Cuba
sobre la antigua metrópoli, cuando en realidad lo
que se expresaba era —según Ortiz— la ignorancia
acerca de su propia patria de origen, de la cual debe-
rían informar al pueblo cubano, en lugar de reiterar
criterios poco acordes con el progreso alcanzado en
la nación española.
Toda esta vehemente labor emprendida con tal
entusiasmo para divulgar las materias penales, con-
siderada por él como una contribución al mejora-
miento de las condiciones de vida del pueblo cubano
y a la cual debió destinar una importante parte de su
tiempo, no impidió que Ortiz trabajase de manera
afanosa en la colección de materiales para su libro
acerca de los ñáñigos.
Pero el abogado de reciente graduación, aunque
su nombre empezaba a conocerse por sus escritos,
no lograba situarse en una posición económica sa-
tisfactoria en su desempeño profesional. Esto lo lle-
vó a solicitar empleo al coronel mambí Aurelio Hevia,

292
a la sazón secretario de Estado, quien le ofreció, te-
niendo en cuenta sus estudios en Derecho Público,
un cargo consular itinerante, que lo situaría tempo-
ralmente en aquellas ciudades donde la cancillería
cubana confrontaba alguna circunstancia particu-
lar. Y, como nos informa él mismo, debió marchar
sin haber iniciado siquiera la redacción de su libro:
«y yo, por otra revuelta de la fortuna, fui a parar a la
tierra de César Lombroso y Enrico Ferri, con un
número de datos, pero sin haber escrito una sola
línea».23
El artículo que le dedicara Miguel de Carrión
—y publicado precisamente el día anterior a su
nueva partida de Cuba— detalla las enormes difi-
cultades que debió vencer el autor para su elabo-
ración; entre otras, la incomprensión y el
desinterés que suscitaba este trabajo de investi-
gación científica en las capas ilustradas y en las
camadas gobernantes:

el doctor Ortiz dará a la prensa el valioso estu-


dio sobre el Ñañiguismo en Cuba, en el que se
ocupa sin descanso. Ningún trabajo más arduo
que el coleccionar los datos necesarios para este
libro, durante el cual le hemos seguido paso a
paso. El investigador tropezaba día a día con la
dificultad que hace en nuestro país infructuoso
el esfuerzo de los hombres de ciencia: nada existía
hecho con anterioridad; era preciso crearlo todo,

23
Fernando Ortiz. «Brujos o santeros», en ed. cit., p. 86.

293
ordenando los pocos datos incompletos y aisla-
dos que llegaban a su noticia, y para colmo de
males la fe del autor estrellábase con la apatía
del mundo científico local y en las esferas del
gobierno, que se preocupaban poco con que un
«desocupado» escribiese monografías de ñáñigos,
cosa bien trivial por cierto al lado de los grandes
intereses de la política. Los materiales, no obs-
tante, se reunieron: las notas, los datos esta-
dísticos, las fotografías, los documentos de toda
especie amontonados unos después de otros,
formando el esqueleto indispensable de una obra
de este empeño.24

De Los negros brujos se hicieron únicamente dos


ediciones durante la vida de su autor. 25 La simple
lectura de los elementos impresos en ambas porta-
das nos inducen a establecer algunas delimitacio-
nes aclaratorias. En cuanto a la primera debemos
destacar que de las «48 figuras» que se mencionan,
24
Miguel de Carrrión. «El doctor Ortiz Fernández», en Azul y
Rojo. La Habana, pp. [2-3].
25
Fernando Ortiz. Hampa afrocubana. Los negros brujos (apuntes
para un estudio de etnología criminal). Con una carta-prólogo
del doctor César Lombroso, con 48 figuras, dibujos de
Gustavino. Librería de Fernando Fe. Madrid, 1906, 439 pp.
Fernando Ortiz. Profesor de Derecho Público de la Universi-
dad de La Habana. Hampa afrocubana. Los negros brujos (apun-
tes para un estudio de etnología criminal). Con una
carta-prólogo de Lombroso; figuras intercaladas en el texto
de la obra. Biblioteca de Ciencias Políticas y Sociales. Edito-
rial América. Madrid [1917], 406 pp.

294
no todas se corresponden efectivamente con los ex-
celentes dibujos a pluma realizados sobre fotos, an-
tiguos grabados o tomados del natural, por el
abogado italiano doctor Gustavo Rosso, bajo la fir-
ma artística de Gustavino, pues están constituidos
en parte por un grabado de Mialhe, una reproduc-
ción de un autógrafo y cinco fotografías de procesa-
dos por imputárseles delitos estrechamente
relacionados con el contenido de la obra. Acerca de
la segunda, debemos llamar la atención de que se
publicaba como parte de la Biblioteca de Ciencias
Políticas y Sociales, que dirigía en Madrid el conno-
tado historiador, novelista y poeta venezolano Rufino
Blanco Fombona.
En lo relativo a su texto, entre ambas ediciones
encontramos ciertas diferencias de forma y conteni-
do. En su aspecto formal, apenas se incorporan al-
gunas precisiones mínimas en el texto de la segunda,
así como muy pocas modificaciones de estilo. Pero
sí debe ser objeto de una mayor consideración que
una parte de la edición original no se incluyese en la
posterior. Ortiz ofreció la explicación de esta omi-
sión en unas «Advertencias preliminares» que intro-
ducen al lector a la segunda edición:

Hasta aquí el prólogo de la primera edición de


este libro. Hoy ve de nuevo la luz en la casa
Editorial América de Madrid, después de varios
años de estar agotada.
La dedicación del que suscribe a los estudios
del hampa afrocubana no ha cesado. Acaba de

295
producir un libro: Los negros esclavos, y en breve
concluirá otro: Los negros horros, y después ha-
brá de terminar tres más: Los negros curros, Los
negros brujos y Los negros ñáñigos; todos ellos
integrarán la serie titulada Hampa afrocubana, que
inicié en 1906 con la publicación de este libro
que hoy de nuevo se edita, sin pensar en su re-
fundición completa. Los negros esclavos y Los ne-
gros horros son ampliación de lo que fue la pri-
mera parte de la presente obra. Ésta queda
reducida en la presente edición a la parte pro-
piamente dedicada al estudio del fetichismo
afrocubano.
Queda intacta. Para tocarla y completarla con
los datos acumulados en diez años sería necesa-
rio la refundición completa. Esta edición, pues,
obedece a una insistente demanda de librería,
que no permite esperar una labor extensa y difí-
cil, como la refundición, forzosamente lenta.26

En la obra allí mencionada, Los negros esclavos


—publicada en fecha muy cercana a la impresión de
los párrafos antes citados—, después de repetir una
parte de la «Introducción» a la primera edición de la
obra que venimos comentando, Ortiz le agregaba:

Esta declaración formó parte de las «Adverten-


cias» en la edición de mi obra publicada en 1906,
con el título de Hampa afrocubana. Los negros bru-

26
Fernando Ortiz. Los negros brujos, 2ª. ed., p. 17.

296
jos. Lo que fue primera parte de ese libro forma
hoy, grandemente ampliado y refundido, el pre-
sente volumen. La segunda parte de aquél, lo
que propiamente constituía el estudio acerca del
fetichismo afrocubano, será objeto de un nuevo
volumen, también completamente remozado y
más que duplicado en su contenido, con el mis-
mo título del anterior.27

En verdad, una importante porción del conteni-


do de lo que Ortiz llamara en las dos ocasiones «pri-
mera parte» de la edición original, no se incluía en
la segunda ni tampoco pasaría a integrar el texto
acerca de los negros esclavos —en especial, todo el
contenido del epígrafe IV, que comprendía desde la
página [62] hasta la 110 e insertaba las primeras 13
figuras de la primera impresión—, y cuyas páginas
estaban referidas a los negros urbanos o libertos.
Esta materia omitida quedaba destinada, probable-
mente, a conformar el nuevo libro que prometía en
torno a los negros horros; su texto nunca llegó a
completarse, aunque deben haberse redactado algu-
nas de sus secciones, como se corrobora por la ela-
boración de una nota introductoria, dada a conocer
por la investigadora Diana Iznaga. Esto permite de-
ducir que su redacción ya se había iniciado y quizá
se hallaba con una fase avanzada, como el propio

27
Fernando Ortiz. Hampa afrocubana. Los negros esclavos (estu-
dio sociológico y de Derecho Público.) Con 34 figuras. Revis-
ta Bimestre Cubana. La Habana, 1916, p. VIII.

297
Ortiz informaba en 1917, cuando afirmaba que «en
breve concluiría» dicho texto.
En esa nota introductoria, Ortiz revelaba a qué
elementos se referiría este nuevo material:

El presente volumen dedicado a los negros


horros, está consagrado principalmente al es-
tudio de los negros libertos y de su vida, espe-
cialmente en el propio ambiente social de la
esclavitud, y a conservar la descripción y hacer
el análisis sociológico de las más culminantes
supervivencias africanas (...) En este estudio
sobre Los negros horros trataré de trazar con
unos cuantos brochazos los aspectos más típi-
cos del negro libre en la remota sociedad colo-
nial, cuáles fueron su preparación personal para
la vida civilizada, las manifestaciones más cul-
minantes de su vida, sus adaptaciones más o
menos rudas y completas al ambiente cubano;
cuál fue éste, en fin, en relación con los ne-
gros libertos. 28

La omisión de estas páginas en la segunda edi-


ción —que no pasaron a integrar ninguno de los
textos ulteriores de Ortiz hasta ahora conocidos—
valora la acertada decisión de la Editorial de Cien-
cias Sociales de reeditarla completa en su forma ori-

28
Diana Iznaga. «Fernando Ortiz y su hampa afrocubana», en
Universidad de La Habana. La Habana, no. 220, mayo-junio de
1983, pp. 162-163.

298
ginal, la cual, a pesar de las deficiencias y carencias
que puedan señalársele, iniciaba el estudio científi-
co del aporte del negro a la sociedad cubana en la
obra de su más continuado expositor y más brillan-
te exponente, Don Fernando Ortiz.

Ciudad de La Habana, enero de 1994

299
Del autor

Isaac Barreal Fernández (La Habana, 1918-1994).


Abogado de profesión, desde 1961 fue subdirector
del Instituto de Etnología y Folklore de la Academia
de Ciencias de Cuba, y desde 1976 formó parte de la
Comisión Nacional para la elaboración del «Atlas de
la Cultura Popular Tradicional de Cuba», luego Atlas
Etnográfico de Cuba, publicado parcialmente en CD-
ROM en el año 2000. Colaboró con diversas publi-
caciones periódicas, como Etnología y Folklore, Bohemia,
Santiago, Boletín del Archivo Nacional de Cuba, Anales
del Caribe, y otras. Impartió múltiples conferencias
sobre temas de la cultura cubana y caribeña y parti-
cipó en diversos eventos científicos dedicados e es-
tos temas. Fue un activo impulsor de los Simposios
de la Cultura de la Ciudad de La Habana y de los
Festivales del Caribe de Santiago de Cuba.

300
Índice

Prólogo 7
Tendencias sincréticas de los cultos populares 17
en Cuba
Unidad y diversidad de los elementos cultura- 33
les caribeños
Fernando Ortiz y la cultura popular tradicio- 47
nal
Santería y candomblé: notas preliminares para 81
un estudio comparativo
Retorno a las raíces (I): Antonio Bachiller y 104
Morales y Emilio Roig de Leuchsenring
Retorno a las raíces (II): Ana María Arissó 132
Prólogo a Estudios etnosociológicos de Fernan- 144
do Ortiz
Fernando Ortiz y el encuentro de dos mundos 192
Prólogo a Etnia y sociedad de Fernando Ortiz 208
Prólogo a Los negros brujos de Fernando Ortiz 265
Del autor 300

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