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Los últimos días de Emmanuel Kant

Doy por sentado que toda persona instruida confesará cierto interés por la
historia personal de Emmanuel Kant, aunque le hayan faltado afición u
oportunidades para conocer la historia de sus opiniones filosóficas. Los
grandes hombres, aun cuando sigan caminos poco frecuentados, serán
siempre objeto de curiosidad para la gente ilustrada. Suponer al lector del
todo indiferente a Kant es suponerlo del todo inintelectual y en consecuencia.
aunque en realidad no le interese Kant, siempre se ha de presumir, por ficción
de cortesía, que sí le interesa, En virtud de este principio no me excusaré ante
ningún lector, filosófico o no, godo o vándalo, huno o sarraceno, por
presentarle un breve esbozo de la vida y las costumbres domésticas de Kant,
tomado de testimonios auténticos de sus amigos y discípulos. Cierto es que,
sin que medie en ello prejuicio alguno de parte del público, en este país las
obras de Kant no despiertan, por lo general, el mismo interés que existe en
torno a su nombre, lo cual puede atribuirse a tres causas: en primer lugar, al
idioma en que se escribieron dichas obras 1; en segundo lugar, a la supuesta

1
«El idioma», etc.: o sea el alemán. Es un hecho revelador —revelador de la gran
revolución en la dignidad consciente que comenzó a manifestarse en la raza alemana a
principios del siglo XVIII— que Leibniz, el precursor de Kant, quien ocupó durante
cincuenta años, de 1666 a 1716, el lugar que luego ocuparía Kant en la filosofía
durante otros cincuenta años, de 1750 a 1800, escribió sobre todo en francés, y cuando
no en francés en latín, mientras que Kant escribió casi exclusivamente en alemán.
¿Por qué? Sencillamente porque los principales soberanos de Alemania, que nada
tenían que objetar a las coronas y dólares alemanes, armaban sus pequeñas ma-
quinarias áulicas animados por un espíritu tan servil de imitación de Francia que hasta
el aire que les entraba por las narices era la atmósfera viciada y calenturienta de
Versalles «servida a domicilio» (como dicen las empresas de agua) de segunda mano
y para consumo de alemanes. El aire de los bosques alemanes que una vez fuera
suficiente para Arminio, el idioma de Alemania que Lutero hizo sonar como una
trompeta de resurrección no eran lo bastante superfinos para los Serenissimi
germánicos. Hasta Fritz el Único (Friederich der Einziger) —nombre alemán y
cariñoso de quien en Inglaterra llamamos el gran rey de Prusia—, el héroe de la
Guerra de los Siete Años, el amigo y también el enemigo de Voltaire fue, en este
sentido, aún más abyecto que sus predecesores. £1 no cambió nunca, pero Alemania
sí. El sumo poder y extensión de la lengua alemana, que el más vil de los servilismos
antinacionales oscurecía a ojos de quienes se sentaban en los tronos, se revelaron
gradualmente al pueblo de Alemania a medida que adelantaba su cultura. Así ocurrió
que las obras de Kant se escribieron casi exclusivamente en alemán o, en todo caso,
cuando no en alemán en latín, aunque en latín sólo por exigencias académicas. Esta
prosperidad dei idioma alemán sería la desgracia de la filosofía de Kant. Durante
oscuridad de la filosofía que en ellas se expone, sea ésta inalienable o debida
a la forma de exponerla propia de Kant y, en tercer lugar, a la impopularidad
de toda filosofía especulativa, cualquiera sea y de cualquier manera se trate,
en un país en el cual la estructura y tendencia de la sociedad imprimen a todas
las actividades de la nación un sentido casi exclusivamente práctico 2. Pero

muchos años su obra sólo fue accesible a quienes leían en alemán, habilidad rarísima
hasta la época de Waterloo y cuyo uso con fines literarios o filosóficos hubiese sido
muy improbable en los medios en que no era tan rara (por ejemplo entre los agentes
viajeros de las grandes casas comerciales que exportaban a Alemania y entre los
empleados de banca). Desde entonces Kant ha sido traducido al latín por Born, cuya
versión no conozco; por el profesor danés Philsedek, quien tradujo admirablemente su
libro más importante, y quizá por otros de los que no tengo noticia. También ha sido
traducido al inglés pero, si el breve fragmento que una vez me enseñaron, es una
buena muestra del estilo, a un inglés que no tiene muchas posibilidades de ganarle una
acogida favorable. Agregaré que eso sería tarea superior a cualquier idioma manejado
por cualquier artista. Se me dirá que parece injusto acusar a una versión, a pesar de su
torpeza, de un fracaso que en lo fundamental será el resultado de todas las versiones
posibles y aún de las más minuciosas y capaces. Respondo que sin duda la simple
pericia en el manejo del idioma no bastaría para popularizar una filosofía
esencialmente oscura. La Filosofía Transcendental no puede ser popular. Ése no es su
destino. Sin embargo, en los días en que el alemán continuaba siendo un idioma
sellado, una traducción bien hecha habría servido para quitarle todo lo que tuviera de
ofensivo a primera vista. Con ella se hubiese conciliado a los pocos que en cualquier
país son capaces de dominarla y, cuando menos, no hubieran tenido que encontrarse
con nada que fuese prima facie o gratuitamente repulsivo. Al igual que en otros casos,
esos pocos lectores habrían difundido gradualmente entre la mayoría muchos de los
elementos más valiosos. Aunque sólo fuese en lo relativo a la lógica y a la ética
habríamos recogido los beneficios de una legislación nueva y más severa. La lógica,
con su campo y sus límites propios más rigurosamente definidos, hubiera recobrado
sus derechos y, abandonando una jurisdicción que no es la suya, afirmaría con mayor
autoridad y eficacia la que en verdad le corresponde. Y la ética, fortalecida hasta el
vigor estoico al renunciar a todos sus femeninos coqueteos con el Eudemonismo,
colaboraría indirectamente con los sublimes ideales del cristianismo.
2
«Exclusivamente práctico»-. Al momento de escribirse, esta página se hallaba más
cerca de la verdad que ahora y por consiguiente requería menos explicaciones.
Pensándolo bien dudo que en ninguna época la situación llegara al punto que se
afirma en juicios tan corrientes como apresurados. En Inglaterra la filosofía
especulativa ha tendido siempre a ocultarse en la teología. En los estudios de religión
se esconde la filosofía. Durante más de tres siglos la teología inglesa conformó una
espléndida sección de la literatura nacional. A decir verdad no hay en el mundo sino
dos iglesias ilustradas y por lo tanto sólo dos teologías sistemáticas: la primera, la
Papal; la segunda, entre las iglesias protestantes, la Anglicana. ¿No cuenta, entonces,
la alemana? Sí, existe también, y ha existido durante los últimos cuarenta años, una
cualquiera sea la fortuna inmediata de las obras, toda persona curiosa e
inteligente ha de interesarse por el autor. Si medimos su poder por el número
de libros que se han escrito en favor o en contra suyo, para no hablar de los
que ha modificado de manera indirecta, no hay ningún autor filosófico —con
excepción de Aristóteles, Descartes y Locke— que pueda pretender acercarse
a Kant en la amplitud o profundidad de su influencia sobre el espíritu
humano. Éstos son los motivos que lo hacen digno de nuestra atención; repito
que por simple respeto al lector es razonable presumir que Kant le interesa lo
suficiente como para justificar este breve esbozo conmemorativo de su vida y
costumbres.

teología alemana que (por razones que son una mezcla de cobardía y de interés) se
llama a sí misma protestante. De ella baste decir que carece de toda clase de unidad,
buena o mala. Es desunida y fragmentaria; sin cohesión interna; no presenta un
conjunto sistemático; no se deduce de un credo aceptado ni se rige por principios
comunes de interpretación. ¿Acaso no es una teología ilustrada y, en segundo lugar,
una teología protestante? Todo hombre honesto comenzará por establecer una
distinción antes de responder a la primera pregunta. Si para construir una teología
sistemática basta sólo con la filología, la teología alemana es ilustrada en grado sumo.
Niego, sin embargo, que los frutos acumulados en tres siglos y medio de esfuerzos por
nuestra Iglesia Anglicana, la Iglesia Galicana y las diversas ramas de la Iglesia
Romana o, con más propiedad. Papal, puedan reducirse a simple filología. En nuestro
tiempo todos los estudios relacionados con el idioma han alcanzado una mayor
exactitud crítica, lo cual entraña grandes ventajas para el rigor de la investigación, y
en tal sentido la teología alemana aparece a una luz favorable. En cambio su obra de
meditación y su cuidadoso cotejo de textos son juegos de niños comparados a los
aportes colosales que han hecho nuestros heroicos trabajadores en este campo. En
cuanto a la segunda pregunta, la respuesta es breve y perentoria. ¿No es protestante?
No; sans phrase, no. Y nunca hubiera pasado por tal de no mediar la siguiente falacia.
Se supone que la característica principal del Protestantismo es el derecho al libre
examen; es corriente afirmar sin mayor escrúpulo que todos los protestantes ejercen el
derecho al libre examen. A lo cual se levanta un alemán que invierte la norma para
decir que todos los hombres que ejercen el derecho de libre examen son protestantes.
Con arreglo a tan cortés tolerancia la teología alemana es protestante, pues
ciertamente no le faltan el libre examen ni la audacia. Lo malo es que entretanto el
valor y eficacia de tal designación se han convertido en humo. No puede ser
protestante a q u e l l o que asume por turnos todas las relaciones posibles ante todos los
temas imaginables. Digamos tan sólo que la teología alemana va a la deriva y cambia
de dirección según el impulso que recibe: hoy obedece al capricho de un autor,
mañana a una pasajera moda intelectual. Presenta así tantas teologías incoherentes
como hay distintos autores. Por último, si surge una situación extrema de controversia
y de cisma, no posee ningún tribunal reconocido (hablo en sentido figurado, no me
refiero a una corte intelectual) de arbitraje o apelación.
Emmanuel Kant 3, el segundo de seis hijos, nació en Kónisberg, Prusia (por
entonces ciudad de unos cincuenta mil habitantes), el 22 de abril de 1724. Sus
padres, gente modesta que no eran acomodados ni siquiera para su condición,
lograron (con ayuda de un pariente cercano y también de un caballero que los
estimaba por su piedad y sus virtudes domésticas) dar a su hijo Emmanuel
una educación liberal. Cuando niño fue a una escuela de beneficencia y en
1732 pasó a la Academia Real (o Federica). Aquí estudió los clásicos griegos
y latinos y trabó íntima amistad con uno de sus condiscípulos, David
Ruhnken (luego muy conocido entre los humanistas por su nombre latinizado
Ruhnke- nius), que duró hasta la muerte de este último. En 1737 Kant perdió
a su madre, mujer de noble carácter y méritos intelectuales superiores a su
rango, quien contribuyó a la futura eminencia de su ilustre hijo con la
orientación que imprimió a su inteligencia juvenil y la elevada moral que
supo inculcarle. Hasta el fin de sus días Kant no habló nunca de ella sin la
mayor ternura y sin un vivo reconocimiento de las obligaciones que debía a
su cuidado maternal.
En 1740 entró a la Universidad de Könisberg, el día en que se celebra la fiesta
de San Miguel. En 1746, a los veintidós años, escribió su primera obra,
acerca de un tema en parte matemático y en parte filosófico: la evaluación de
las fuerzas vitales. El problema había sido planteado primero por Leibniz en
oposición a los cartesianos; Leibniz insistía en una nueva ley de esta eva-
luación y no sólo en una nueva evaluación; ahora, por fin, la controversia que
ocupara a la mayoría de los grandes matemáticos europeos durante más de
medio siglo quedó resuelta de una vez por todas. Kant dedicó su Disertación
al Rey de Prusia, que tal vez no la vio nunca; en realidad (aunque creo que fue
impresa) la obra no alcanzó a publicarse 4. Desde entonces hasta 1770, Kant
se ganó la vida como profesor en varias familias o dando clases privadas en
Könisberg, sobre todo a militares que estudiaban el arte de la fortificación.
En 1770 fue nombrado para la Cátedra de Matemáticas, que cambió poco
más tarde por la de Lógica y Metafísica. En esta oportunidad pronunció una
lección magistral (De Mundi Sensibilis atque Intelligibilis Forma et

3
Por el lado del padre la familia de Kant era de ascendencia escocesa; a ello se debe
que su padre firmase Cant, nombre escocés y que aún se encuentra en Escocia. Kant
cambió la C por K a fin de adaptar mejor su nombre a las analogías del alemán.
4
A esta circunstancia hemos de atribuir el que sea tan poco conocida entre los
filósofos y matemáticos de otros países, y también el hecho de que D'Alembert. cuya
filosofía era miserablemente inferior a sus matemáticas, continuara afirmando
muchos años después que se trataba de una mera controversia verbal.
Principia) que es notable por contener los primeros gérmenes 5 de la Filosofía
Trascendental. En 1781 publicó su gran obra, la Kritik der Reinen Vernunft o
Crítica de la Razón Pura. Murió el 12 de febrero de 1804.
Tales son las principales épocas de la vida de Kant. Fue una vida
extraordinaria, no por sus incidentes sino por la pureza y dignidad filosófica
de su temple cotidiano, del cual nos dejan la mejor impresión las memorias
de Wasianski, cotejadas y acreditadas por los testimonios colaterales de
Jachman, Rink, Borowski y otros. Lo vemos luchando con la angustia
provocada por la pérdida de las facultades y con el sufrimiento, la agitación y
el desánimo de dos enfermedades distintas, una de las cuales afectaba el
estómago, la otra la cabeza; todo lo superó victoriosamente, como
desplegando las alas, la bondad y nobleza de su temperamento. El mayor
defecto de estas y las demás memorias sobre Kant es que cuentan demasiado
poco de su conversación y sus opiniones. Tal vez el lector pueda quejarse
también de que los relatos son excesivamente minuciosos y detallados, por lo
que en ciertas ocasiones faltan a la dignidad y aun a la delicadeza. En cuanto
a la primera objeción cabe observar que, si bien las hablillas biográficas de
esta especie, este examen tan poco caballeresco de una vida privada, son algo
que una persona de honor no se permitiría escribir, en cambio es posible
leerlas sin culpa, y tratándose de un gran hombre, a veces hasta con provecho.
En lo que toca a la segunda objeción, apenas si sabría cómo disculpar a Mr.
Wasianski por haberse hincado de rodillas junto al lecho de su amigo agoni-
zante para registrar con la exactitud de un taquígrafo los últimos latidos del
pulso y los afanes de la naturaleza en tal extremidad, a menos de suponer que
a sus ojos la concepción idealizada que tenía de Kant como de un hombre
perteneciente a todos los tiempos trascendía y anulaba toda limitación
ordinaria de la sensibilidad y que esta impresión lo movió a aceptar, por
sentido del deber público, lo que, esperemos, hubiese rechazado de buena
gana conforme a sus sentimientos personales. Ahora ya podemos comenzar,
no sin antes advertir que quien habla casi todo el tiempo es Wasianski 6.

5
«Los primeros gérmenes»'. Creo que esto es lo que suele decirse pero, en realidad,
son más que gérmenes. A mi juicio este ensayo memorable parece más un resumen de
la Kritik der Reinen Vernunft, escrito por alguien que la recuerda vagamente, que un
esbozo del plan, fruto de un esfuerzo imperfecto de concepción.
6
«Quien habla es Wasianski»: Aunque esto no ha de entenderse al pie de la letra. Sin
duda sería una falta, y de mal ejemplo, repartir por igual y confundir las distintas
responsabilidades de varias personas. Cuando los juicios entrañan importantes
distinciones morales, a cada uno lo suyo y que nadie responda por más de lo que ha
reconocido solemnemente. De otra parte resultaría enojosísimo para el lector que se
asignase a cada uno de los diez o catorce breves textos de recuerdos sobre Kant un
certificado especial de origen y de propiedad. Wasianski loquitur puede considerarse
Conocí al profesor Kant mucho tiempo antes de la época de que trata lo
principal de esta breve relación. El año 1773 ó 1774, no podría decir con
exactitud cuál de ellos, asistí a sus clases. Más tarde le serví de amanuense y,
como es natural, gracias a tales funciones estuve más cerca de él que
cualquier otro estudiante, de modo que, sin que yo lo solicitara, me concedió
privilegio general para entrar libremente a su aula. En 1780 recibí las órdenes
e interrumpí todo contacto con la universidad, aunque seguí residiendo en
Konisberg, del todo olvidado, o al menos del todo inadvertido, por Kant.
Diez años después (o sea en 1790) lo encontré por azar en una fiesta, en que
celebrábamos la boda de un profesor de Konisberg. Mientras estuvimos
sentados a la mesa Kant repartió entre todos su conversación y sus
atenciones; acabado el convite, al dispersarse los comensales, vino a sentarse
amablemente a mi lado. En ese entonces yo era gran aficionado a las flores y
al enterarse de ello Kant se refirió a mi pasatiempo y pude darme cuenta de
que estaba muy bien informado. Conversando con él reparé que se hallaba al
corriente de todas las circunstancias de mi situación. Me recordó la relación
que antes existiera entre nosotros, dijo que le complacía saberme feliz y tuvo
la bondad de añadir que, en la medida en que lo permitiesen mis obligaciones,
le agradaría mucho que fuese a comer con él de vez en cuando. Poco más
tarde se puso de pie con intención de despedirse y, como ambos íbamos por el
mismo camino, me propuso que lo acompañara a casa. Así lo hice y me invitó
a visitarlo la semana siguiente y luego todas las semanas, autorizándome a
elegir el día que más me conviniera. En un comienzo me fue difícil
explicarme la distinción con que me trataba Kant y pensé que tal vez algún
amigo le había hablado de mí exagerando mis escasos méritos, pero al
tratarlo con mayor intimidad descubrí que era costumbre suya interesarse por
la suerte de sus antiguos discípulos, cuya prosperidad le alegraba
sinceramente. Así pues, parece que me equivocaba al creer que me había
olvidado.
La reanudación de mis relaciones con Kant coincidió casi exactamente con
un cambio completo en sus propios arreglos personales. Hasta entonces había
tenido por costumbre comer en table d'hôte. A partir de ahora prefirió
quedarse en casa e invitar todos los días a unos cuantos amigos, de manera
que el grupo (incluyéndolo a él) fuese de tres personas como mínimo y de
nueve como máximo y en toda ocasión más o menos festiva de cinco a ocho

el título general: no por ello se ha de entender que Wasianski es siempre responsable


de cada uno de los hechos u opiniones citados, a menos que sean tema de duda o
controversia. En tal caso la responsabilidad se discrimina y restringe cuidadosamente.
personas. Cumplía, pues, puntualmente la norma de Lord Chesterfield 7 en el
sentido de que el número de comensales, contando con el huésped, no debe
ser menor al número de las Gracias ni superior al de las Musas. En la
economía doméstica de Kant, sobre todo en sus invitaciones, había algo de
particular y de cómicamente ajeno a los usos convencionales de la sociedad;
no es que se faltara al decoro, como sucede a veces cuando no hay damas que
realcen el tono de los modales. La costumbre, que en ningún caso se
suspendía ni modificaba, era la siguiente: tan pronto estaba lista la comida,
Lampe, el viejo criado del profesor, se presentaba en el estudio con aire
mesurado para anunciarlo. No hacía falta que lo repitiera y, dirigiéndose al
comedor, Kant hablaba del clima 8, tema que por lo general mantenía durante
la primera parte de la comida. Los asuntos más graves, tales como los sucesos
políticos del día, no se trataban nunca antes de comer y ni siquiera se aludía a
ellos en el estudio. Al sentarse a la mesa, tras desplegar su servilleta, Kant
abría el debate sobre el tema de la hora con la fórmula: «¡Bueno, señores!»
Nada dicen estas palabras, pero el tono y el gesto proclamaban de manera
clarísima para todos que los trabajos de la mañana habían quedado atrás y que
ahora se abandonaba decididamente a los placeres de la buena compañía. La
mesa estaba servida como manda la hospitalidad, con suficiente variedad de
viandas para satisfacer gustos muy distintos, y las garrafas de vino no se
hallaban en una mesilla alejada, ni bajo la odiosa autoridad de un sirviente
(primo hermano de los Bar- mécidas) sino, al modo anacreóntico, sobre la
mesa y junto a cada invitado 9. Cada uno se servía a sí mismo

7
La norma no es de Lord Chesterfield, puesto que nos fue legada por la Grecia
clásica. £1 autor alemán, que lo ignoraba, buscó una persona aparente a la cual
adjudicar la paternidad de una fórmula tan elegante y demostró su buen tino al elegir a
Lord Chesterfield, pues, aunque no sea suyo, el mol no es superior a muchos que sí lo
son: merecería ser suyo.
8
Pues consideraba al clima como una de las fuerzas principales que afectan la
salud; su propia constitución era exquisitamente sensible a todas las influencias
atmosféricas.
9
Algunos de los que colaboran en esta relación dicen o insinúan algo acerca de
segundos platos. En honor a la verdad, cuando se
habla de un ménage tan humilde como el de un hombre de estudio que no tiene fortuna
o (es el caso de Kant) que cuenta tan sólo con unas modestas 4.000 libras esterlinas
ahorradas durante cuarenta años de frugalidad de sus magros salarios académicos, es
preciso recordar que cualquier alimento que se sirva aparte puede designarse con el
término técnico de «plato». Conozco a una persona que servía a sus invitados una
ensalada de rábanos y berros, que llamaba el tercer plato, y dos clases de galletas a
manera de cuarto. Por lo demás, tengo de fuentes privadas ciertas informaciones que
no admiten duda y que rectifican en parte el testimonio de Wasianski y Rink. ¿Acaso
y cualquier demora provocada por un ánimo excesivamente ceremonioso
exasperaba a Kant hasta tal punto que casi siempre manifestaba su
desaprobación, aunque sin enojarse. Tenía una razón particular para detestar
la demora y es que siempre trabajó duramente desde muy temprano en la
mañana, sin probar bocado hasta la hora de la comida. Por ello en la última
época de su vida, menos tal vez por verdadera hambre que a causa de una
sensación desagradable que le provocaban sus hábitos o de una irritación
periódica del estómago, apenas si tenía paciencia para esperar que llegase el
último de los invitados.
Todos los amigos de Kant consideraban una fiesta el día en que comían con
él. Kant, sin darse nunca aires de maestro, lo era de verdad y en el más alto
grado. Su inteligencia clarísima daba el tono general y le permitía tocar con
entera naturalidad y sin asomo de pedantería los temas que se iban
presentando al azar de la conversación; de la una a las cuatro o las cinco, y
aún más tarde, el tiempo pasaba volando, útil y deliciosamente. Kant no
toleraba la bonanza, que era el nombre que solía dar a las pausas
momentáneas, cuando languidecía la animación de la plática. Encontraba
siempre la manera de reavivar el interés y en esto le servía de mucho el tacto
con que inducía a cada uno de sus invitados a que hablase de sus propias
aficiones personales o la dirección particular de sus estudios; cualquiera
fuese el tema, Kant era capaz de opinar sobre él con los conocimientos y el
ingenio de un observador original. Muy interesantes habían de ser los asuntos
locales de Könisberg para que se les permitiera usurpar la atención en su
mesa. Y, lo que parecía aún más singular, pocas veces o ninguna llevó la
conversación a una de las ramas de la filosofía que él fundara. De hecho, se

me permito poner en tela de juicio la veracidad de estos caballeros? En absoluto: lo


trivial del asunto es garantía suficiente de su exactitud. No obstante, como es
inevitable, ambos se referían a un determinado período, fuera un mes o un año. Mis
dos informantes hablaron de períodos muy distintos, que distaban cinco y nueve años
de la época de Wasianski y estaban separados entre sí por un lapso de cuatro años.
Ambos (uno de ellos un inglés desde hace mucho tiempo instalado como comerciante
en Könisberg) me describieron una comida hasta en los más ligeros detalles. En suma,
me contaron que por entonces las comidas que ofrecía Kant para celebrar o
commemorar algún acontecimiento interesante eran largas y conversadas, como
deben ser todos los convites que tienen por principal objeto los placeres de la reunión.
Duraban tres o cuatro horas y las bandejas no se ponían sobre la mesa desde un
comienzo sino que iban pasando una por una sucesivamente. Esto hace imposible
hablaf del número de platos. Los comensales se reclinaban en sus sillas, como en
cualquier cena aristocrática de Inglaterra, charlaban durante media hora y sólo se
ocupaban otra vez de comer cuando aparecía una bandeja que les llamaba la atención.
hallaba enteramente libre de una falta que se advierte en muchos savants y
literati, la intolerancia ante las personas que, por razones de profesión, no
sienten ninguna simpatía por la propia especialidad. Su estilo de conversa-
ción no era académico sino popular en el más alto sentido de la palabra, al
extremo de que un extranjero que conociese sus obras, pero no su persona, no
hubiese creído que este comensal amenísimo y de tan buen humor pudiese ser
el autor profundo de la Filosofía Trascendental.
En la mesa de Kant los temas se escogían principalmente de la filosofía
natural, la química, la meteorología, la historia natural y sobre todo la
política. Se discutían las noticias aparecidas ese día en los periódicos, tras
examinarlas con cuidadosa atención 10. Ante toda narrativa que no contuviera
datos precisos de fecha y lugar, por más plausible que pareciese, Kant era un
escéptico inexorable y pensaba que no valía la pena repetirla. Tan aguda era
su penetración de lo interior de los acontecimientos políticos y la tendencia
secreta que los rige, que hablaba como un diplomático enterado de
informaciones de gabinete y no como un simple espectador de las grandes
escenas que en esos días podían verse en toda Europa. Al estallar la
Revolución Francesa aventuró muchas conjeturas, sobre todo en cuanto a las
operaciones militares, que entonces pasaron por anticipaciones paradójicas y
luego se cumplieron con la misma puntualidad que su memorable conjetura
sobre el vacío del sistema planetario entre Marte y Júpiter 11, que aún en vida

10
Y hasta con severo escepticismo, por cierto muy justificado en el caso de los
periódicos de Europa central (tal como entonces se redactaban). En ninguno de los
estados alemanes existían, ni podían
existir, luces que permitieran comprender ni tampoco libertad para elegir. La
Revolución Francesa, al igual que una serie de terremotos, había comenzado a
estremecer la tierra que sustenta y rodea los tronos. De pronto, en medio de
portentosas tinieblas, se abrían grietas enormes y atroces a los pies de la humanidad,
tan inciertas por su tamaño como por su dirección. En momentos en que la única
esperanza de que los reyes de la Cristiandad pudieran enfrentarse a la temible
república recién nacida junto al Sena hubiera sido una alianza fraternal y una lealtad
absoluta, la mayoría de ellos minaba pérfidamente, valiéndose de intrigas secretas
enderezadas a los fines más egoístas, las grandes confederaciones militares a las que
aseguraban su confianza. Prusia sobre todo, en el mediodía de sus agresiones contra
Francia, vociferaba infernales amenazas a París (que hacen verosímiles las
atrocidades que luego convirtieron a Francia en una carnicería) y al mismo tiempo
traicionaba desde un comienzo la palabra empeñada, volviendo los ojos voraces a las
próximas derrotas de Polonia y entregándose a su instinto feroz de ave de presa, como
si venteara desde lejos el olor a carroña en Oriente, en tanto descuidaba en Occidente
sus grandes intereses militares, tan peligrosamente encomendados al duque de
Brunswick. Este doble juego resultaba odioso para la austera integridad de Kant, y
que pudiera acusarse de ello a su país le afectaba muchísimo. Conocía personalmente
suya quedara plenamente confirmada con el descubrimiento de Ceres por
Piazzi y de Palas por el doctor Olbers. Ambos descubrimientos, dicho sea de
paso, le impresionaron mucho y le dieron un tema al que siempre se refería
con placer, si bien, con su habitual modestia, nunca dijo una palabra acerca
de la sagacidad que demostrara al indicar muchos años antes, partiendo de un
razonamiento a priori, la probabilidad de estos descubrimientos.
No sólo era Kant un compañero encantador sino que también brillaba como
el más cortés y generoso de los anfitriones; su mayor placer era que, una vez
terminados sus banquetes platónicos, los invitados se levantasen de la mesa
joviales y satisfechos, con la euforia que dan los placeres mixtos, o sea
intelectuales y, en el buen sentido de la palabra, sensuales. Si se mostró un
poco artista en la preparación de sus invitaciones fue tal vez por el deseo de
mantener este ambiente de cordialidad y buen humor. Es evidente que para
ello seguía dos normas, creo que sin permitirse ninguna excepción. La
primera era que hubiese variedad entre los comensales a fin de que también la
conversación resultara bastante variada, por lo que en sus reuniones podía
encontrarse toda la diversidad que ofrecía el pequeño mundo de Könisberg:
funcionarios, profesores, médicos, clérigos, comerciantes ilustrados. La

al rey de Prusia, que lo había tratado con la mayor consideración, y éste hubiera sido
otro motivo para negarse a leer los signos de la política prusiana como los leían otros.
Pero era demasiado sagaz para no sospechar la verdad y las pruebas de la honda
traición, causa de incontables sufrimientos para todos los estados de la Cristiandad, y
sobre todo para la misma Prusia, de 1806 a 1813, acabaron por volverse irresistibles.
11
Vesta y Juno fueron descubiertos en junio de 1804, o sea por la época en que
escribía Wasianski. En este punto no comprendo a mis fuentes alemanas. Cualquier
vacío que sospechara Kant en el sistema planetario, al menos por lo que sé de sus
opiniones, no se hallaba entre Marte y Júpiter, sino en una región mucho más elevada;
tampoco era de tal naturaleza que bastasen para remediarlo cuerpos celestes tan
pequeños como Ceres y Palas. Lo que Kant indicó en tanto que razón aparente para
suponer un vacío en nuestro propio sistema fue la transición tan abrupta de un orden
de órbitas a otros, es decir, del orden planetario, que puede considerarse de tendencia
circular, al comentario, que se aparta de dicha tendencia en todos los grados de
excentricidad. El paso del primero al segundo, pensaba Kant, no está debidamente
graduado: es discontinuo. En consecuencia, dio por supuesto que entre el más exterior
de los planetas conocidos, en ese entonces Saturno, y el sistema cometario debía
existir algún gran planeta que fuese un vínculo de transición, más excéntrico que
Saturno y menos que el más cercano de los cometas. Poco después Herschel (el padre)
descubrió el gran planeta Urano o (como lo llamó por gratitud a su mecenas) el
Georgium Sidus. El descubrimiento demostró lo bien fundado de la conjetura de Kant,
conjetura que era una pura especulación a priori como la que llevó al descubrimiento
de Neptuno, es decir, basada en exigencias a priori y no en el más mínimo indicio
experimental.
segunda de las reglas era contar con la debida proporción de personas
jóvenes, y a menudo muy jóvenes, elegidas entre los alumnos de la
universidad, para dar a la conversación un tono de alegría y desenfado
juveniles; tengo razones para creer que, además, se distraía así de la pena que
a veces le atormentaba al recordar la muerte prematura de algunos de sus
jóvenes y queridos amigos.
Esto me lleva a la manera tan singular que tenía Kant de interesarse por los
amigos enfermos. Mientras el peligro era inminente daba muestras de gran
ansiedad, preguntaba por su salud a cada instante, aguardaba la crisis con
impaciencia y a veces una extrema agitación le impedía seguir trabajando
como de costumbre. Pero tan pronto como se anunciaba la muerte del
paciente recobraba la compostura y asumía un aire de grave tranquilidad, casi
de indiferencia. En efecto, consideraba la vida en general y, por lo tanto, esa
afección particular de la vida que llamamos la enfermedad, como un estado
de oscilación y perpetuo cambio que mantiene una proporción natural con
pasiones fluctuantes tales como la esperanza y el miedo, proporción que
basta para justificarlas ante la razón; en cambio, la muerte, por ser un estado
permanente que no admite el más ni el menos, pone fin a toda ansiedad, acaba
con las dudas de la angustia y sólo puede adaptarse a un sentimiento perma-
nente e invariable. No obstante, también este heroísmo filosófico se doblegó
en una oportunidad y muchos recordarán lo tumultuoso de su dolor a la
muerte de Mr . Ehrenboth, joven inteligentísimo y de gran mérito por quien
sintiera el más vivo afecto. En fin, como es natural en una vida tan larga, a
pesar de la norma previsora de elegir, en la medida de lo posible, a sus amigos
entre la gente más joven, no pudo menos que lamentar la dolorosa pérdida de
muchos de ellos, que le fueron irreemplazables.
Volvamos ahora a la manera como pasaba el día. Terminada la comida, Kant
salía a caminar, por hacer ejercicio, aunque en esta ocasión no permitía que
nadie lo acompañase, en parte porque después de las distracciones de la mesa
y la conversación quizá creía oportuno proseguir sus meditaciones 12 y en
parte (como puedo dar fe) por una razón curiosísima: quería respirar sólo por

12
Wasianski se equivoca. Continuar sus meditaciones en estas circunstancias podía
ser una inclinación a la cual cediera Kant, aunque no al extremo de justificar tal
práctica ni de convertirla en una norma de conducta. No le gustaba comer solo,
solipsismus convictorii como decía, pues estimaba que la persona a quien no distraen
la ocupación y el placer de la compañía da en pensar mucho o muy intensamente, y
creía que esto le era muy dañino en la primera fase de la digestión. Por lo mismo no le
gustaba pasear solo, a pie o en coche; era de opinión que el doble ejercicio de la
meditación y el movimiento corporal, practicado simultáneamente, tenía efectos
demasiado violentos sobre el estómago.
la nariz, cosa imposible si tenía que estar abriendo la boca para conversar.
Esto se debía a que el aire atmosférico aspirado por esta vía, que es la más
larga, llega a los pulmones mejor filtrado y a una temperatura más alta, por lo
cual tiene menos posibilidades de irritarlos. Estaba convencido de que su
constante perseverancia en esta práctica, que recomendaba siempre a sus
amigos, lo había hecho inmune durante mucho tiempo a la tos, la ronquera, el
catarro y todas las demás clases de menudas afecciones pulmonares, y lo
cierto es que muy rara vez lo atacaban. Más aún, yo mismo, aunque sólo he
seguido sus consejos de cuando en cuando, he podido comprobar que gracias
a ellos me defiendo mejor de tales ataques.
Al volver del paseo se sentaba a la mesa de la biblioteca y leía hasta el
anochecer. En esta hora de luz indecisa, tan grata al pensamiento, descansaba
reflexionando tranquilamente en lo que había leído, si el libro valía la pena, o
bien preparaba su lección del día siguiente o redactaba unas páginas de la
obra que tuviera entre manos. Mientras reposaba, invierno y verano, en el
mismo sitio, junto a la estufa, miraba por la ventana la antigua torre de
Lobenicht; no puede decirse con propiedad que la viera, sino más bien que
descansaba en ella los ojos, tal como llega a los oídos una música distante que
se percibe vagamente y sólo a medias se revela a la conciencia. Faltan
palabras para expresar el placer que le daba la vieja torre vista al caer la
noche, mientras se hallaba sumido en una actitud silenciosa y meditativa. Al
cabo se pudo apreciar lo importante que había llegado a ser esta costumbre
para su tranquilidad, pues habiendo crecido tanto los álamos del jardín vecino
que llegaron a ocultar la torre, Kant se sintió tan inquieto y molesto que no le
fue posible continuar sus meditaciones. Por suerte, el dueño del jardín era
persona muy considerada y amable, gran admirador de Kant por añadidura, y
en cuanto se enteró de lo ocurrido dio orden de podar los álamos. Así se hizo;
volvió a divisarse, a lo lejos, la torre de Lobenicht y Kant, recobrada la calma,
logró reanudar en paz sus meditaciones del atardecer.
Después que traían las velas Kant seguía estudiando hasta casi las diez de la
noche. Un cuarto de hora antes de acostarse se quitaba de la cabeza, en lo
posible, todos los pensamientos que exigieran ejercicio o esfuerzo de
atención, pues creía que si le estimulaban y excitaban demasiado podían
desvelarle y el más ligero cambio en la hora de conciliar el sueño le era en
extremo desagradable. Por suerte esto le sucedía muy rara vez. Se desvestía
sólo, sin ayuda del criado, pero con tanto orden y respeto tan romano por el
decoro y el TO icpéitov que siempre estaba listo a mostrarse al instante sin in-
conveniencia para sí ni para los demás. Hecho esto se tendía en la cama y se
envolvía en una colcha que en verano era de algodón y en otoño de lana; al
llegar el invierno usaba ambas, y en la época de más frío un edredón que, en
la parte que le cubría los hombros, no era de plumón sino relleno, o más bien
henchido, de varias capas de lana. Gracias a una larga práctica había
aprendido una manera muy hábil de anidarse y envolverse por completo en
las mantas. Comenzaba por sentarse al borde de la cama; luego, con ágil
movimiento, saltaba oblicuamente a su cubil; a continuación, llevaba una
esquina de las mantas al hombro izquierdo y, pasándola por debajo de la
espalda, le daba vuelta de modo que viniese a quedar bajo el hombro derecho;
en cuarto lugar, con un curioso tour d'adresse, hacía lo mismo con la otra
esquina y así lograba envolverse todo el cuerpo. Cubierto como una momia o
(según yo le decía) cubierto de sí mismo como un gusano de seda en su
capullo, esperaba el sueño que, por lo general, venía de inmediato. Kant tenía
una salud exquisita; no sólo disfrutaba de salud negativa, o sea la ausencia de
todo dolor, irritación y malestar (que no llega a «dolor», pero que a veces es
menos soportable) sino de un estado de sensación placentera, de la consciente
posesión de todas sus actividades vitales. Por ello una vez empaquetado para
pasar la noche del modo descrito solía decirse a sí mismo (y al día siguiente
nos lo contaba en la mesa): «¿Es posible imaginar a un ser humano que tenga
salud más perfecta que yo?» En efecto, tal era la pureza de su vida y tan feliz
su condición que nunca le excitaron las turbias pasiones, ni le preocuparon
los cuidados, ni vino el dolor a quitarle el sueño. Ni siquiera en los inviernos
más crudos se encendía fuego en su dormitorio; sólo en sus últimos años
cedió a la insistencia de los amigos y permitió uno muy pequeño. Kant no se
consentía a sí mismo ninguna blandura ni regalo. Aun con el clima más frío le
bastaban cinco minutos para entibiar la cama con el propio calor. Si alguna
vez debía salir de su habitación durante la noche (que siempre estaba a
oscuras, en invierno como en verano), se guiaba con una soga, que a la hora
de acostarse se ataba a una de las columnas de la cama, y que le conducía al
apartamento siguiente.
Kant no sudaba nunca 13 13, ni de noche ni de día. No obstante, asombra el
calor que soportaba en su estudio, y la verdad es que no se sentía cómodo si

13
Esto no parece tan extraordinario si se recuerda la descripción de Kant que hizo
Reichardt unos ocho años después de muerto el filósofo. «Kant», afirma este autor,
«era más árido que cualquier desierto» [y entonces lo sería más que el Sáhara, que es
el más seco de la categoría] «tanto de cuerpo como de espíritu. Era pequeño; tal vez no
hubo nunca sobre la faz de la tierra un hombre de anatomía más magra, seca y
apergaminada. La parte superior del rostro era noble —frente alta y serena, nariz
cortada con elegancia, ojos vivos y penetrantes—, pero con una fuerte expresión de la
sensualidad más grosera, que se manifestaba en su inmoderada afición a la comida y a
la bebida». No cabe duda de que este último aspecto de su carácter se evoca aquí con
excesiva dureza. Sólo hay dos cosas en la tierra que le gustaran a Kant de manera
inmoderada, el café y el tabaco, y es bien sabido que, por juzgarlas poco saludables,
disminuía un solo grado. La temperatura normal de esta habitación, en la que
pasaba la mayor parte de su tiempo, era de setenta y cinco grados Fahrenheit
y si acaso bajaba en cualquier época del año, Kant la hacía elevar por medios
artificiales hasta la norma habitual. Durante los grandes calores del verano se
vestía ligeramente y llevaba siempre medias de seda; pero como ni siquiera
con estas ropas podía estar seguro de no transpirar si hacía ejercicio,
guardaba en reserva un extraño remedio: retirándose a un lugar en sombra se
mantenía quieto —en la actitud de quien escucha o espera algo— hasta que se
restaurase su aridez habitual. Si advertía en su camisa de dormir la más leve
huella de sudor, aun durante las noches más sofocantes de verano, hablaba de
ello con vehemencia, como de un incidente que lo había escandalizado.
Ya que tratamos de las ideas de Kant sobre la economía animal añadiremos
otro detalle y es que, por temor a obstruir la circulación de la sangre, nunca
quiso usar ligas, y como se diera cuenta de que sin ellas le era difícil sujetarse
las medias, inventó un complicado sustituto que describo a continuación. En
un diminuto bolsillo, que ocupaba en cada muslo el lugar del bolsillo
destinado al reloj, llevaba una cajita, semejante a la de un reloj pero más
pequeña: en ella, un resorte de relojería en forma de rueda y, en torno a la
rueda, un elástico cuya tensión estaba regulada por otro mecanismo. A los
extremos de la cuerda había dos ganchos que pasaban a través de una abertura
hecha en los bolsillos y luego, bajando por la cara interna y externa del
muslo, se prendían a sendas presillas dispuestas a los lados de las medias.
Como podía esperarse, tan complejo aparato incurría, al igual que el sistema
planetario ptolemaico, en ocasionales perturbaciones; no obstante, con ayuda
de la buena suerte, se ponía fácil remedio a estos desórdenes que, de otra

solía abstenerse de ambas. Por cierto que el hecho de que Kant no sudara, visto en
relación con su magnífica salud, permite refutar (o al menos poner en tela de juicio)
ciertas sombrías insinuaciones que alguna vez se hicieron acerca de la desgracia que
arruinó la vida del poeta Cowper. Conocí personalmente a varios amigos y parientes
de Cow- per; uno de estos últimos, excelente abogado y hombre de gran fortuna, se
pegó un tiro llevado únicamente por el puro e n t i u i o t e d i u m v i í a e , en furiosa
rebelión contra la odiosa monotonía de la vida. T a e d e t m e h a r u m
q u o t i d i a n a r u m f o r m a r u m * fue su grito de protesta. ¡Ah! ¿Por qué ha de ser el
jueves un facsímil tan servil del miércoles? Esto parece indicar que el estigma de la
demencia se transmitía en la familia y no faltó quien, suponiendo que así fuera, lo
atribuyese a la incapacidad de transpirar. Sé con certeza que Cowper no sudaba nunca,
y poniendo esto en relación con su tendencia natural a la locura, podría creerse que
una particularidad fue causa de la otra. En cambio aquí tenemos a Kant, que tampoco
sudaba y jamás dio muestras de tendencia alguna a la locura.
* Me desagradan estas formas cotidianas. (N. del E.)
manera, hubiesen subvertido la comodidad y hasta la serenidad del gran
hombre.
Faltando exactamente cinco minutos para las cinco de la mañana, en invierno
como en verano, Lampe, el criado de Kant, que antes sirviera en el ejército,
entraba en el dormitorio de su patrón, con aire de centinela de guardia, y
decía en voz alta con entonación militar: «Sr. Profesor, es la hora.» Kant,
invariablemente, respondía en el acto al llamado, como un soldado que obe-
dece órdenes, sin permitirse nunca, por ninguna razón, la más mínima
demora, aunque le hubiese ocurrido el raro accidente de pasar la noche sin
dormir. Al dar el reloj las cinco estaba sentado a la mesa tomando el de-
sayuno, que consistía en lo que él llamaba una taza de té; sin duda él mismo
lo creía de buena fe, pero lo cierto es que, en parte por su acostumbrada
distracción y en parte por tener siempre la bebida caliente, volvía a llenar la
taza tantas veces que en realidad bebía dos, tres o un número indeterminado
de tazas. Inmediatamente después encendía una pipa (la única que se permitía
durante el día), pero fumaba con tanta rapidez que dejaba encendido y sin
fumar buena parte del tabaco. Dedicaba esos momentos a pensar en lo que
tenía dispuesto para la jornada, como ya lo había hecho el día anterior al
ponerse el sol. A eso de las siete se iba al aula y de allí regresaba a su
escritorio. A las doce y cuarto en punto se levantaba de la silla y avisaba en
voz alta a la cocinera: «Son las doce y cuarto.» Esto tenía la siguiente
explicación: durante la comida, inmediatamente después de la sopa, tenía por
costumbre beber una copa de vino de Hungría o del Rhin, o un cordial o bien
(a falta de estas tres bebidas) una mezcla inglesa llamada Bishop. Al
proclamarse las doce y cuarto la cocinera traía una garrafa o jarro con la
bebida. Kant se dirigía sin perder un instante al comedor, se servía su
quantum, lo dejaba preparado (aunque cubierto con un papel para evitar que
se evaporase) y volvía al escritorio, donde esperaba la llegada de sus
invitados, a quienes durante la última época de su vida recibió siempre
vestido de etiqueta.
Hemos vuelto así a la comida y el lector tiene ahora un cuadro detallado de
cómo pasaba el día Kant y conoce la sucesión usual de los distintos
incidentes. La monotonía de esta sucesión, que para él no resultaba ingrata,
contribuyó probablemente, junto con lo uniforme de su dieta y otras
costumbres no menos regulares, a alargarle la vida. Más aún, Kant llegó a
pensar que su buena salud y su edad avanzada se debían en gran medida a sus
propios esfuerzos. A menudo hablaba de sí mismo empleando la imagen de
un volatinero que se hubiera mantenido casi ochenta años sobre la cuerda
floja de la vida, sin inclinarse una sola vez a la derecha ni a la izquierda. En
efecto, a pesar de todas las enfermedades a que le expusieran las tendencias
de su constitución, aún conservaba triunfalmente su posición en la vida.
Este ansioso cuidado por su salud explica el gran interés que sentía por todos
los nuevos descubrimientos de la medicina o por las nuevas maneras de
teorizar sobre los antiguos. Estimaba del más alto valor, considerándola obra
de grandes ambiciones en ambos sentidos, la teoría del médico escocés
Browne o (como suele llamarse latinizando el nombre de su autor) el Sistema
Brunoniano. Tan pronto como Weikard lo adoptó 14 y divulgó en Alemania,
Kant se familiarizó con todos sus detalles. Lo juzgaba un gran paso adelante,
no sólo para la medicina sino también para los intereses generales de la
humanidad y creía percibir en él una evolución similar a la seguida en otros
campos aún más importantes, o sea, en un comienzo, un continuo elevarse
hacia lo más complejo para luego.retornar, sobre las propias huellas, a lo
simple y lo elemental. Los ensayos del doctor Beddoes acerca de la
producción por medios artificiales y la cura de la tuberculosis pulmonar, así
como el método de Reich para curar las fiebres, le causaron también una
impresión vivísima que, sin embargo, empezó a desvanecerse cuando estas
novedades (sobre todo la última) perdieron crédito 15. En cambio, su opinión
sobre el descubrimiento de la vacuna del doctor Jenner era mucho menos
favorable; temía que la absorción de miasmas brutales en la sangre, o al
menos en la linfa, tuviese consecuencias peligrosas y, en todo caso, estimaba
que en cuanto garantía contra la infección variolosa, requería aún mucho más

14
Luego la teoría se modificó mucho en Alemania y, a juzgar por los vistazos que de
cuando en cuando echo sobre estos temas, aún se defiende en dicho país.
15
Parece un hecho singular, aunque en realidad demuestra el predominio del azar en
la atención desigual y desproporcionada que prestan los más ilustres estudiosos a las
novedades más importantes y sugestivas —y en parte indica asimismo la difusión tan
imperfecta que en esos días se daba a los descubrimientos más útiles en las
publicaciones científicas— que, en lo relativo al tratamiento de las f i e b r e s , Kant no
parezca haberse enterado nunca de la «a f u s i ó n d e a g u a f r í a » que introdujo el
doctor Currie ni tampoco de los principios revolucionarios que aplicaron el doctor
Kentish y otros en el tratamiento de las q u e m a d u r a s . Kant había oído hablar del
doctor Beddoes, que fue casado con una hermana de Mi s s Edgeworth y padre de
Beddoes el poeta (hombre este último de verdadero genio) y seguía sus actividades
con mucho interés. Aunque él no lo supiese cumplía así un acto de justicia. En efecto,
allá por los primeros años del siglo el doctor Beddoes leyó a fondo la literatura
alemana, cuando estos estudios no atraían en Gran Bretaña a más de una docena de
personas. Más aún, fue el primero en mencionar el nombre de Jean Paul Richter en un
libro inglés; yo mismo fui el primero (en diciembre de 1821) que ofreció una muestra
del estilo de Richter en nuestro idioma (un fragmento de su F l e g e l - j a h r e que en
ese momento tenía a mano). Kant conocía y admiraba a Beddoes, seguidor de la
escuela (si tal puede llamarse) del espléndido Eras- mus Darwin aunque, al parecer,
no oyó hablar nunca del propio Darwin, jefe de ese grupo de librepensadores.
tiempo de prueba 16. Aunque estas opiniones carecieran de todo fundamento,
resultaba entretenidísimo escuchar los argumentos y analogías tan fecundos a
que recurría en su defensa. Uno de los temas que le ocupó al final de su vida
fueron las teorías y los fenómenos del galvanismo, si bien nunca llegó a
dominarlos plenamente. El libro de Augustin sobre esta cuestión fue casi el
último que leyó y todavía pueden verse, escritas a lápiz en los márgenes de su
ejemplar, sus dudas, preguntas y sugerencias.
Ahora comenzaron a insinuarse en Kant los achaques de la edad, que le
afectaron de varias maneras. Kant tenía una memoria prodigiosa para todo lo
que fuese de carácter intelectual y, al mismo tiempo, padeció desde muy
joven de una debilidad extraordinaria de esta facultad en relación con los
asuntos más comunes de la vida cotidiana. Se recuerdan ejemplos notables de
sus días infantiles; ahora, al comenzar la segunda infancia, esta debilidad
suya aumentó muy claramente. Uno de los primeros indicios fue que empezó
a repetir las mismas historias más de una vez el mismo día. Su memoria
decaía de modo demasiado palpable como para que no lo notase y, a fin de
precaverse y tener la seguridad de que no aburría a sus huéspedes, dio en
escribir un syllabus o lista de temas para la conversación de cada día en
tarjetas, sobres de cartas o cualquier otro pedazo de papel. Pero estas notas se
acumulaban rápidamente, o se perdían, o no aparecían cuando había
necesidad de ellas, y logré convencerlo de que utilizara un libro de hojas en
blanco que aún se conserva y en el cual constan algunos testimonios
conmovedores de su flaqueza, de la que él mismo tenía conciencia. En
cambio, como suele ocurrir en tales casos, recordaba perfectamente los más
lejanos acontecimientos de su vida y era capaz de repetir con entera facilidad
largos pasajes de poemas alemanes y latinos, sobre todo de la Eneida,
mientras que olvidaba por completo las palabras que acababan de pro-
nunciarse un momento antes. El pasado surgía nítido y vivaz como una
existencia inmediata, en tanto que el presente se desvanecía en la oscuridad
de la infinita distancia.
Otra señal de su disminución mental fue la ineptitud con que ahora empezó a
teorizar. Todo lo explicaba por la electricidad. En ese tiempo se supo de una
mortalidad excepcional entre los gatos de Viena, Basilea, Copenhague y
otros lugares muy distantes entre sí. Como el gato es un animal

16
En sus objeciones de principio a la inoculación de la vacuna se confundirá a Kant
con el doctor Rowley y otros adversarios fanáticos de la vacunación. Esto no debe
hacernos pasar por alto que los hechos han vindicado en gran medida la sagacidad de
Kant cuando se inclinaba a considerar la vacuna sólo como una garantía provisional
contra la enfermedad. Ahora se conviene en que, para que la vacunación sea una
garantía absoluta contra la viruela natural, es preciso repetirla cada siete años.
eminentemente eléctrico, Kant atribuyó esta epizootia a la electricidad.
También por entonces se convenció de que prevalecía una determinada
configuración de nubes y lo tomó como una nueva prueba de su hipótesis
eléctrica. Luego recurrió al mismo principio para explicar sus propios dolores
de cabeza, que muy probablemente eran simple efecto lejano de la vejez y
efecto inmediato de su incapacidad para pensar con la facilidad y el rigor de
antes 17. En esto sus amigos no tenían ningún deseo de desengañarlo, pues
como en cada ciclo de años predomina un mismo tipo de clima (y es probable
que una misma distribución de la energía eléctrica), el paso a otro ciclo
ofrecía, en su caso, ciertas posibilidades de alivio. Aparte de un proceso de
verdadera mejoría, nada más deseable que la ilusión que trae consigo el
consuelo de la esperanza, y el hombre a quien en tales circunstancias se
curase de su engaño, «cui demptus per vim mentis gratissimus error», podría
exclamar con toda razón: «Pol, me occidistis, amici» 18.
Tal vez crea el lector que si en este caso particular Kant atribuyó al estado de
la atmósfera su propia pérdida de facultades, lo hizo movido por la flaqueza
de la vanidad o por el deseo de no enfrentarse al hecho innegable de que sus
fuerzas estaban decayendo. No es así. Tenía perfecta conciencia de su propia
condición y, ya en 1799, dijo en presencia mía a un grupo de amigos:
«Caballeros, soy viejo, débil y pueril, y deben ustedes tratarme como a un
niño.» O tal vez se crea que le aterraba la visión de la muerte, pues los dolores
de cabeza parecían amenazarle con una apoplejía que podía sobrevenir de un
día al otro. Tampoco es cierto. Vivía en constante resignación, preparado
para aceptar cualquier decreto de la Providencia. «Caballeros», dijo un día a
sus invitados, «no tengo miedo de morir. Les aseguro, como si estuviéramos
delante de Dios, que si esta misma noche me llegara de pronto el llamado de
la muerte, lo oiría con calma y levantando las manos al cielo diría: ¡Bendito
sea Dios! Todo sería muy distinto si una vez me susurrara al oído: Has vivido
ochenta años y en ese tiempo has hecho mucho daño a tu prójimo».
Quienquiera haya escuchado a Kant hablar de su propia muerte puede dar
testimonio del tono de honda sinceridad que en tales ocasiones se advertía en
su actitud y sus gestos.

17
Probablemente Wasianski se equivoca en esto de medio a medio. Si bien los
obstáculos que oponía la naturaleza al acto de pensar se hallaban en aumento, por otra
parte la voluntad de pensar —según él mismo lo reconoce— disminuía. Como el
poder y la costumbre se modificaban de manera proporcional no hay ninguna razón
para creer en esa perturbación del equilibrio a la que, según parece, atribuye los
dolores de cabeza.
18
Por Pólux, me matasteis, amigos. ( N . del E.)
Una tercera señal del decaimiento de sus facultades es que perdió todo
sentido exacto del tiempo. Un minuto y —qué digo un minuto— sin
exagerar, un espacio mucho menor, crecía en su percepción de las cosas hasta
alcanzar una duración agotadora. Puedo citar de ello un ejemplo más bien
curioso que se repetía constantemente. Al comenzar el último año de su vida,
Kant se acostumbró a beber una taza de café después de la comida, sobre todo
los días que yo le visitaba. Tal era la importancia que asignaba a este pequeño
placer que hasta se anticipaba a escribir una nota en el libro en blanco que le
regalé, haciendo constar que al día siguiente comería con él y que, por
consiguiente, habría café. A veces le distraía el interés de la conversación y se
le pasaba la hora de tomarlo, lo que a mí no me pesaba, pues temía que el
café, al que Kant nunca estuvo acostumbrado 19, perturbase esa noche su
descanso. Pero si esto no ocurría, asistíamos a una escena no desprovista de
cierto interés. Había que traerle el café «en el acto» (expresión que traía
siempre en la boca en sus últimos días), «sin perder un instante». Y aunque
por la fuerza de viejas costumbres sus manifestaciones de impaciencia
seguían siendo muy gentiles, al mismo tiempo eran tan vivaces y llenas de
ingenuidad pueril que ninguno de nosotros lograba contener una sonrisa.
Previendo lo que sucedería yo tenía buen cuidado de que estuviesen hechos
todos los preparativos: el café ya estaba molido, el agua hirviendo y, en el
momento en que se daba la orden, el sirviente se lanzaba como una flecha y
echaba el café en el agua. Sólo había que esperar que hirviese, pero a Kant

19
Cómo fuera esto posible, y en Alemania, no lo explica Wasianski. Tal vez los
comerciantes ingleses de Könisberg, que se contaban entre los más antiguos e íntimos
amigos de Kant, le acostumbraron muy pronto a beber té y a otros gustos ingleses. Sin
embargo, Jachmann afirma que a Kant le gustaba muchísimo el café, pero que se
forzaba a la abstinencia por considerarlo malo para la salud; no explica si por alguna
otra razón además de su tendencia a quitar el sueño. Para abstenernos del café
tenemos en Inglaterra una razón mucho mejor que todas esas fantasías delirantes
sobre su carácter nocivo, y es la infame manera como lo preparan. En lo que toca, a la
cocina y a todo proceso culinario que pueda imaginarse, los ingleses (y, en grado
superlativo, los escoceses) son lo más inculto del género humano. Hay un viejo dicho
de un francés sarcastico al visitar la bárbara ciudad de Londres (la primera por muchas
grandes cualidades, pero la ciudad más bárbara del mundo, con excepción de
Edimburgo y Glasgow, en todas las artes gastronómicas): «Esta tierra tiene sesenta
religiones», dijo el francés, aludiendo a las muchas subdivisiones de disidencia
protestante, «y una sola salsa». Lo último no es cierto; por más desgraciada que sea y
haya sido Inglaterra en tal sentido, por lo menos pueden contarse veinticinco. ¿Qué
pensaría el francés de Escocia, donde no existe ni siquiera una sola? Aún hoy se come
en toda Escocia el horrible pescado que llaman h a d d y sin salsa de ninguna clase, lo
que hace que su atrocidad sea diez veces más atroz.
esta demora insignificante le resultaba insoportable. Cualquier intento de
consolarlo era inútil: por más que cambiásemos nuestras fórmulas nunca le
faltaba una respuesta. Si alguien le decía: «Querido profesor, en seguida
traerán el café», contestaba: «Eso es lo malo, que sólo lo traerán,

«El hombre nunca es, siempre será feliz.»

Si otro anunciaba: «El café llega inmediatamente», respondía: «Sí, y también


la hora que viene, y una hora es lo que llevo esperando.» Luego se reprimía
con aire estoico para agregar: «Bien puede uno morirse, después de todo; no
hay sino que morir; en el otro mundo, gracias a Dios, no se bebe café y por lo
tanto no hay que esperar que lo traigan.» A veces se levantaba de la silla,
abría la puerta y gritaba con tono débil y quejumbroso, como apelando al
último vestigio de humanidad que quedase en el prójimo: «¡Café, café!» Y
cuando por fin oía los pasos del criado en la escalera se volvía hacia nosotros
y, con la alegría del vigía encaramado en lo alto del palo mayor, exclamaba:
«¡Tierra, tierra! Mis queridos amigos, veo tierra.»
Este decaimiento general en las facultades activas y pasivas de Kant fue
provocando gradualmente una revolución en sus costumbres. Hasta ahora,
como he dicho, se acostaba a las diez y se levantaba poco antes de las cinco.
Siguió observando esta última práctica, pero no la primera. A partir de 1802
se retiró a las nueve y luego todavía más temprano. El aumento de sus horas
de descanso le hizo tanto bien que en un primer momento se sintió dispuesto
a lanzar un éúpr)xa como ante un gran descubrimiento en el arte de restaurar
la naturaleza agotada; sin embargo, al seguir aplicando el método no le
pareció que el éxito estuviese a la altura de sus expectativas. Ahora limitaba
sus paseos a unas cuantas vueltas por los jardines del rey, situados a poca
distancia de su casa. Para caminar con mayor seguridad adoptó una manera
muy especial de pisar: movía los pies no en línea oblicua y hacia adelante
sino perpendicularmente, como si aplastara algo, para tener una base más
ancha y apoyar toda la planta de una vez. A pesar de estas precauciones un
día se cayó en la calle. No consiguió levantarse por sí solo y dos señoritas que
vieron el accidente corrieron a ayudarle. Con sus graciosos modales de
siempre les dio rendidas gracias por su asistencia y obsequió a una de ellas
una rosa que por casualidad llevaba en la mano. La dama no conocía per-
sonalmente a Kant, pero quedó encantada con el pequeño regalo y aún
conserva la rosa, frágil recuerdo de su brevísima entrevista con el gran
filósofo.
Tengo razones para creer que este accidente fue causa de que en adelante
renunciase por completo al ejercicio. Todo lo hacía ahora muy lentamente y
con manifiesta dificultad —hasta leer— y cualquier ejercicio que le exigiese
el menor esfuerzo físico le agotaba. Sus pies se negaban cada vez más a
cumplir su oficio; se estaba cayendo constantemente al ir de un lado a otro de
la habitación y aun mientras se hallaba de pie y sin moverse: pero era raro que
en estas caídas se hiciese daño y siempre estaba riéndose de ellas; afirmaba
que nada podía pasarle debido a la extrema ligereza de su persona, y a decir
verdad para entonces no era sino la sombra de un hombre. A menudo, sobre
todo por la mañana, se quedaba dormido en su silla de pura fatiga y
agotamiento; muchas veces se caía al suelo y no podía levantarse hasta que
uno de sus sirvientes o amigos no entrase por azar a la habitación. Luego se
evitaron estas caídas con un asiento de brazos circulares que se unían y
cerraban por delante.
Se amodorraba en cualquier momento y esto le expuso a un nuevo peligro. En
varias ocasiones metió la cabeza entre las velas encendidas; el gorro de
algodón ardía al instante y de pronto se encontraba envuelto en llamas. En
todas estas ocasiones Kant se portó con gran presencia de ánimo. Sin hacer
caso del dolor echaba mano del gorro llameante, lo arrojaba por tierra y
pisaba el fuego hasta apagarlo. Me di cuenta, sin embargo, de que al hacerlo
ponía su bata en peligrosa vecindad con las llamas, y por ello le convencí de
que cambiase de gorro y dispusiese las velas de otra manera; al mismo tiempo
ordené que se dejase siempre a su lado un gran vaso de agua, y conjuré así un
peligro que probablemente habría acabado por serle fatal.
Los rasgos de impaciencia que he descrito a propósito del café hacían temer
que, al ir aumentando su debilidad, Kant se volviese de humor cada vez más
voluntarioso y obstinado. Así pues, por mi propio bien tanto como por el
suyo, me fijé la norma que en adelante habría de regir mi conducta en su casa,
y fue no permitir nunca que mi reverencia por él me impidiera expresar con
toda firmeza lo que considerase la opinión más justa sobre las cuestiones
relativas a su salud y, en los casos de gran importancia, no ceder un ápice ante
sus caprichos sino, por el contrario, insistir no sólo en que se escuchase mi
opinión sino también en que se la llevase a la práctica; en caso de no
aceptarse mis condiciones me retiraría de inmediato, negándome a hacerme
responsable del bienestar de una persona ante la cual carecía de influencia.
Este comportamiento me ganó la confianza de Kant, pues nada le repugnaba
tanto como aquello que en algo recordase el servilismo o las concesiones de
la timidez. A medida que aumentaba su senilidad fue volviéndose cada día
más propenso a engañarse con alucinaciones; en particular se le ocurrían
ideas fantásticas sobre la conducta de sus criados, por lo que dio en tratarles
con aspereza. En tales ocasiones yo guardaba, por lo general, profundo
silencio. Sin embargo, de cuando en cuando me preguntaba mi opinión, y
entonces no tenía escrúpulos en decirle: «Para hablar con franqueza, señor
profesor, creo que usted se equivoca.» «¿Cree usted?», respondía, sin perder
la calma, preguntándome mis razones, que luego escuchaba con gran
paciencia y candor. Más aún, es evidente que cuanto más firme fuese la
oposición tanto más la respetaba, siempre que estuviese fundada en
argumentos y principios razonables, mientras que su nobleza de carácter le
movía a despreciar la aprobación temerosa y parcial de sus opiniones por más
que, a causa de su debilidad, deseara vivamente que se le aprobase.
Hasta ahora, Kant había estado muy poco acostumbrado a que se le
contradijera. Su soberbia inteligencia, el brillo de su conversación —debido
en parte a su ingenio alerta y algo cáustico, y en parte al prodigioso alcance
de sus conocimientos—, el aire de noble confianza en sí mismo que la
conciencia de estas ventajas daba a sus actitudes y el general respeto que
inspiraba la severa pureza de su vida, todo ello se unía para otorgarle frente a
los demás una posición de superioridad que le evitaba casi siempre cualquier
contradicción abierta. Si alguna vez tropezaba con un antagonista ruidoso e
indiscreto, o con pretensiones de agudeza, se retiraba sin alterarse de esos
inútiles altercados e imprimía a la conversación un giro que le ganaba el favor
de los asistentes e imponía silencio, o al menos cierta modestia, al rival más
decidido. No cabe suponer que una persona tan poco acostumbrada a la
menor oposición sometiera siempre su voluntad a la mía sin resistencia
alguna o, cuanto menos, sin desagrado. No obstante así fue. La mayoría de las
veces bastaba señalar que una costumbre, por antigua que fuera, afectaba su
salud para que renunciase a ella. En tales casos seguía una práctica excelente:
se inclinaba de inmediato y sin titubear a favor de la propia opinión o bien, si
prefería la ajena, la aceptaba con toda sinceridad y al ponerla en práctica lo
hacía lealmente y sin medias tintas. Lo que no sucedió nunca fue que tras
adoptar un plan, por insignificante que fuese, sugerido por otra persona, lo
hiciese fracasar o estorbase su aplicación interponiendo sus propios ca-
prichos. Con ello, aun en el período de su decaimiento, dio tantas nuevas
muestras de los aspectos amables y nobles de su carácter que mi afecto y
reverencia por su persona fueron creciendo día a día.
Puesto que he mencionado a sus servidores aprovecharé la oportunidad para
hablar de su criado Lampe. Para Kant, en medio de la ancianidad y sus
flaquezas, fue una gran desgracia que también este hombre envejeciera y
revelara sus propias debilidades. Lampe había servido en el ejército prusiano
antes de entrar al servicio de Kant. Ocupaba su puesto desde hacía cuarenta
años y, aunque siempre fue tardo y estúpido, solía cumplir sus obligaciones
con aceptable fidelidad. Pero últimamente, confiado en que su conocimiento
perfecto de los usos de la casa y la debilidad de su patrón le hacían
indispensable, cometía constantes descuidos y graves irregularidades. Poco
antes, Kant se había visto obligado a amenazarle varias veces con despedirle.
Sabiendo que Kant era el más bondadoso pero también el más firme de los
hombres, yo preveía que, una vez anunciado, el despido sería irrevocable, ya
que la palabra de Kant era tan sagrada como los juramentos de otras personas.
Por ello me valía de todas las oportunidades para reprochar a Lampe la locura
de su conducta y su esposa se unía a mí en estas amonestaciones. Pero ya no
se podía dejar más tiempo sin hacer algo: Kant estaba tan débil que se caía a
cada instante y era muy peligroso dejarle al cuidado de un viejo bellaco que
también se caía a menudo por hallarse embriagado. Lo cierto es que, desde el
momento en que empecé a hacerme cargo de los asuntos de Kant, Lampe
comprendió que se había terminado el viejo sistema de abusar de la confianza
de su patrón en cuestiones de dinero, así como todas las demás ventajas que
había logrado aprovechándose de la situación indefensa en que le veía. Esto
le enfureció y dio en comportarse cada vez peor hasta que, una mañana de
enero de 1802, Kant me anunció que, aunque la confesión le parecía
humillante, Lampe acababa de tratarlo en una forma que le daba vergüenza
repetir. Me sentí tan dolorosamente sorprendido que no quise afligirle
preguntándole más detalles. El resultado fue que Kant insistía, serena pero
firmemente, en que se despidiera a Lampe. Se contrató de inmediato a un
nuevo criado, de nombre Kaufmann, y al día siguiente se despidió a Lampe,
no sin antes dotarle de una amplia pensión de por vida.
Aquí debo mencionar una pequeña circunstancia que hace honor a la
benevolencia de Kant. En el supuesto de que Lampe le serviría hasta su
muerte, le había dejado en su testamento un legado muy generoso, pero al
concertarse el nuevo arreglo de la pensión hubo que revocar lo dispuesto; así
se hizo, por separado, en un co- dicilo que empezaba con las siguientes
palabras: «Como consecuencia de la mala conducta de mi servidor Lampe,
estimo conveniente», etc. Poco después, pensando que una declaración tan
precisa y solemne de la falta de Lampe podía causar grave perjuicio a sus
intereses, suprimió el pasaje y volvió a redactarlo de tal manera que no
quedase indicio alguno de su justo enojo. Su naturaleza tan bondadosa se
sintió complacida al saber que, borrada esta frase, no podía encontrarse en
sus copiosos escritos públicos o privados ninguna otra que estuviese
redactada en el lenguaje de la ira o que diese alguna razón para dudar que
había muerto en caridad con todo el mundo. Sin embargo, se sintió muy
apurado al presentarse Lampe a pedirle una carta de recomendación; en este
caso la conocida reverencia de Kant por la verdad, tan austera e inflexible, se
opuso a su primer movimiento de generosidad. Estuvo sentado mucho tiempo
ante el certificado, preguntándose lleno de ansiedad cómo debía llenar los
espacios en blanco. Yo me hallaba presente pero en asunto tan delicado no
me atreví a aconsejarlo. Por último, tomando la pluma, escribió: « —
me ha servido mucho tiempo y con fidelidad» (pues Kant ignoraba que su
sirviente le
había robado), «pero no demostró tener las cualidades especiales que se
requieren para atender a una persona vieja y enferma como yo».
Por fortuna esta escena desagradable que para Kant, tan amante de la paz y la
tranquilidad, significó un golpe que hubiera preferido evitar, fue la única de
su clase durante el tiempo que le restaba de vida. Kaufmann, el sucesor de
Lampe, demostró ser un hombre honesto y respetable, y pronto cobró gran
afecto a su patrón. Desde entonces la situación en casa de Kant cambió por
entero: al suprimirse uno de los beligerantes se restauró la paz entre la
servidumbre y cesaron las guerras entre Lampe y la cocina, que habían sido
interminables. A veces era Lampe quien llevaba la guerra de agresión a
territorio enemigo, a la propia cocina; a veces la cocinera se vengaba de estos
insultos emprendiendo incursiones contra Lampe en el terreno neutral del
salón o aun invadiendo su santuario en la despensa del mayordomo. La
gritería no tenía cuando acabar y para el filósofo fue una suerte que
comenzara a fallarle el oído, gracias a lo cual se evitó muchos alardes de
odiosas pasiones y abyecta violencia que mortificaron a sus visitantes y
amigos. Ahora todo cambió de medio a medio: un silencio profundo reinaba
en la despensa; la cocina ya no resonaba con alarmas marciales y el salón
estaba libre de escaramuzas y persecuciones. No obstante, como es fácil
suponer, a los setenta y ocho años Kant no acogía de buen grado ningún
cambio, aunque fuese para mejor: tan intensa había sido la uniformidad de su
vida y costumbres que le incomodaba la más mínima novedad en la
disposición de artículos insignificantes como el cortaplumas o las tijeras, no
si los encontraba a dos o tres pulgadas de su posición habitual sino tan sólo si
estaban un poco torcidos; en cuanto a los objetos más grandes, tales como
sillas, etc., cualquier trastorno del orden usual, toda transposición o
incremento de su número le sumía en una total perplejidad y su mirada
parecía buscar con impaciencia la causa del desequilibrio hasta que se
restauraba la antigua armonía. Con tales costumbres el lector podrá
imaginarse lo doloroso que le sería, en esta época en que disminuían sus
facultades, el adaptarse a un nuevo criado, una nueva voz, un nuevo paso, etc.
Pensando en ello, la víspera de que el nuevo criado entrara en servicio le
entregué un papel en que había descrito la rutina seguida por Kant hasta en
las circunstancias más nimias y triviales de la vida diaria. Todo lo aprendió
con la mayor rapidez y para mayor seguridad hicimos un ensayo del ritual; él
repetía las maniobras y yo lo observaba y le daba órdenes. Sin embargo, me
seguía inquietando la idea de dejarlo librado a su criterio en su verdadero
début y decidí estar presente en día tan importante; en los pocos casos en que
el nuevo recluta cometió un error bastó una mirada o una señal mía para
hacérselo comprender.
Sólo había una parte del ceremonial cotidiano de la que ninguno de nosotros
sabía nada, la escena que nunca vieron ojos mortales con excepción de los de
Lampe: el desayuno. Para hacer todo lo que estuviera a nuestro alcance yo
mismo asistí al primero, a las cuatro de la mañana. Era, lo recuerdo, el
primero de febrero de 1802. A las cinco en punto apareció Kant y no es
posible dar una idea del asombro que le produjo encontrarse conmigo.
Acababa de salir de la confusión del sueño y le aturdían tanto la presencia del
nuevo criado como la falta de Lampe y mi propia visita; fue muy difícil ha-
cerle comprender el propósito que me animaba. En los apuros se ven los
amigos: en ese momento hubiéramos pagado cualquier cosa por los consejos
de un sabio de Tebas que nos enseñara cómo disponer la mesa del desayuno.
El misterio no había sido revelado a nadie con excepción de Lampe. Por
último, el propio Kant se encargó de todo y al parecer quedó satisfecho. Sin
embargo, yo le notaba incómodo o desasosegado. Le dije que con su permiso
tomaría una taza de té y luego fumaría con él una pipa. Aceptó mi
ofrecimiento con su habitual cortesía, pero no fue capaz de acostumbrarse a
la novedad de la situación. Yo estaba sentado frente a él y al cabo me dijo,
con el tono más amable de disculpa, que se veía obligado a rogarme que me
sentase fuera de su vista, pues habiendo tomado a solas su desayuno durante
mucho más de medio siglo, no le era posible adaptarse a un cambio tan
brusco, que alteraba gravemente su pensamiento. Hice lo que me pedía; el
criado se retiró a la antecámara donde esperó que se le llamase y Kant
recobró su serenidad de siempre. La misma escena se repitió cuando le visité,
a la misma hora, una hermosa mañana de verano, meses más tarde.
A partir de entonces todo marchó bien; si alguna vez se cometió un pequeño
error, Kant se portó de modo muy considerado e inteligente, y él mismo
señaló que un nuevo criado no podía conocer todos sus humores y
costumbres. En un aspecto el nuevo servidor se adaptó al gusto cultivado de
su patrón mejor de lo que Lampe había sido capaz. Kant era algo exigente en
materia de pronunciación y Kaufmann tenía gran facilidad para retener el
sonido exacto de las palabras latinas, los títulos de libros y los nombres o
cargos de los amigos de Kant, mientras que Lampe, el más insufrible de los
idiotas, no alcanzó nunca ninguna de estas hazañas. Por ejemplo, algunos
viejos amigos de Kant me contaron que, durante los treinta y ocho años que
tuvo por costumbre leer el periódico de Hartung, Lampe se lo entregó cada
día incurriendo en el mismo error. «Sr. Profesor, aquí está el periódico de
Hartmann.» A lo que respondía Kant: «¿Eli? ¿Cómo? ¿Qué dices? ¿El
periódico de Hartmann? Ya te tengo dicho que no es Hartmann sino Hartung;
vamos a ver, repite conmigo: no Hartmann sino Hartung.» Y Lampe, ceñudo,
erguido, tieso como un soldado de guardia, con el mismo tono monótono con
que solía dar la voz de «¿Quién vive?», ru- gía: «No Hartmann sino
Hartung.» «Otra vez», decía Kant, y Lampe volvía a rugir: «No Hartmann
sino Hartung.» «Una tercera vez», gritaba Kant, y por tercera vez aullaba
Lampe, con truculenta desesperación: «No Hartmann sino Hartung.» La
curiosa escena, que evocaba una revista militar, se repetía
ininterrumpidamente: cada vez que se publicaba el periódico (o sea dos veces
por semana) el viejo asno irremediable ejecutaba las mismas maniobras, a las
que en la próxima ocasión seguía, sin falta, el mismo disparate. El
incorregible mentecato debe haber repetido el mismo error sin una sola
variación ciento cuatro veces al año (dos veces por semana), multiplicadas
por treinta y ocho, que es el número de años. Durante un transcurso superior a
la mitad de la vida normal del hombre según las Escrituras, el nunca bien
ponderado viejo burro se hundió al estrellarse puntualmente contra el mismo
escollo. Sin embargo, a pesar de la ventaja que en esto tenía el nuevo criado,
además de su general superioridad, Kant era de temperamento demasiado
amable, bueno e indulgente ante todas las flaquezas que no fueran las propias
como para no echar de menos la voz y la «vieja cara familiar» a la que se
acostumbrara durante cuarenta años. En el libro de apuntes encontré una
muestra conmovedora del cariño de Kant por el viejo necio de su criado;
otros anotan lo que quieren recordar; Kant registró aquí lo que quería olvidar:
«Mem. — Febrero 1802, a partir de ahora no recordar más el nombre de
Lampe.»
En la primavera de este año, 1802, aconsejé a Kant que saliese a tomar aire.
Hacía mucho tiempo que no dejaba la casa 20 y la posibilidad de salir a
caminar había quedado descartada. En cambio se me ocurrió que tal vez el
movimiento del coche y el aire fresco podrían reanimarlo. No es que confiara
mucho en el poder de las imágenes y sonidos de la primavera, que dejaron de
afectarle desde años antes. De todos los cambios que la primavera trae
consigo sólo uno seguía interesando a Kant, quien lo aguardaba con
expectativa tan intensa e impaciente que era casi doloroso advertirlo: el
retorno de un pájaro (un gorrión, creo, o quizá un petirrojo) que cantaba en el
jardín delante de su ventana. El mismo pájaro, u otro de una generación
anterior, había cantado durante años en el mismo sitio y Kant se sentía
inquieto cuando el frío duraba más de la cuenta y retrasaba su regreso. Sentía,
como Lord Bacon, un amor infantil por los pájaros y hacía todo lo posible
para que los gorriones anidasen encima de las ventanas de su estudio; cuando
esto ocurría (con cierta frecuencia, debido al hondo silencio que reinaba en la

20
Wasianski expresa aquí su agradecimiento a una persona desconocida que,
habiendo observado que en sus últimos paseos Kant gustaba de apoyarse contra una
pared a fin de mirar el paisaje, hizo colocar un banco en ese sitio para que pudiese
sentarse.
habitación) observaba sus idas y venidas con el gozo y la ternura que otros
reservan a los seres humanos. Volviendo a lo que decía, Kant acogió con muy
poco entusiasmo mi propuesta de salir. «Me hundiré en el asiento», dijo; «iré
de un lado a otro como un montón de trapos». Insistí con suave importunidad,
instándole a que hiciera la prueba y asegurándole que regresaríamos de
inmediato si el esfuerzo le parecía superior a sus fuerzas. Así fue como un día
pasablemente cálido de comienzos de verano 21 , un viejo amigo y yo le
acompañamos a una pequeña propiedad que yo tenía alquilada en el campo.
Mientras atravesábamos las calles, Kant comprobó encantado que podía
sentarse derecho y resistir el movimiento del coche; parecía sentir un placer
juvenil al mirar las torres y otros edificios públicos que no había visto durante
años. Llegamos a nuestro destino de excelente humor. Kant bebió una taza de
té y trató de fumar un poco. Luego se sentó a tomar el sol y escuchó con
deleite el canto de los pájaros, que se reunían en gran número en ese lugar.
Distinguía a cada pájaro por su canto y lo llamaba por su nombre. Allí
estuvimos una media hora antes de emprender el regreso a casa; Kant seguía
de buen ánimo, aunque se mostraba fatigado por las diversiones del día.
En esta oportunidad no había querido llevarle a un parque público por temor a
malograr su placer exponiéndole a las miradas de la curiosidad pública. A
pesar de ello se supo en Kónisberg que Kant había salido y, mientras el coche
nos llevaba de vuelta, de todos los barrios afluyó gente en nuestra dirección y
al llegar a la casa encontramos una multitud ante la puerta. Mientras nos
aproximábamos lentamente a la entrada la gente abrió calle y dejó pasar a
Kant, a quien sosteníamos en brazos su amigo y yo. Distinguí entre la
multitud a muchas personas de alto rango y a extranjeros distinguidos;
algunos veían a Kant por vez primera y muchos de ellos por última vez.
A medida que se acercaba el invierno de 1802-1803, Kant dio en quejarse
más que nunca de una afección al estómago que ningún médico había sido
capaz de aliviar y ni siquiera de explicar. El invierno pasó entre
lamentaciones; estaba cansado de la vida y anhelaba que llegase la hora de
partir. «Ya no puedo ser útil al mundo», decía, «ya para mí mismo soy una
carga». A menudo yo trataba de animarlo anticipando las excursiones que
haríamos juntos cuando volviese el verano. Las esperaba con tal ansiedad que
acabó por repartirlas, según una escala o clasificación ordinaria, en 1.
Salidas; 2. Excursiones, y 3. Viajes. Nada puede compararse a la impaciencia
exacerbada que expresaba por la llegada de la primavera y el verano, no tanto

21
El señor Wasianski dice a fines del verano; pero como en otro lugar emplea la
misma expresión «a fines del verano» para describir un día anterior al día más largo
del año, y como la multitud de pájaros que siguen cantando no nos permiten creer que
el verano esté muy avanzado, he traducido por lo que creo más exacto.
por lo que en sí mismas tienen de amenas esas estaciones cuanto porque en
ellas se puede viajar. En su libro de apuntes escribió esta nota: «Los tres
meses de verano son junio, julio y agosto», por decir que son los tres meses
en que se viaja. En la conversación revelaba la fuerza afiebrada de sus deseos
con tono tan conmovedor y lastimero que todos le tenían gran compasión y
hubieran querido adelantar por arte de magia el curso de las estaciones.
Durante ese invierno se encendió fuego varias veces en su dormitorio.
Guardaba en él una pequeña colección de libros, unos cuatrocientos
cincuenta volúmenes, casi todos ellos ejemplares dedicados por los autores.
Parecerá raro que Kant, que leyó tanto, no fuese dueño de una biblioteca más
grande, pero tenía menos necesidad de ella que otros estudiosos, ya que en
sus primeros años fue bibliotecario de la Biblioteca Real del Castillo y, a
partir de entonces, disfrutó de la generosidad de Hart- knoch, su editor (a
quien, por su parte, cedió sus derechos de autor, también en condiciones muy
generosas), que le prestaba todo libro nuevo a medida que aparecía.
Al terminar este invierno (o sea, en 1803) Kant empezó a quejarse de tener
sueños desagradables, y a veces aterradores, de los que despertaba muy
agitado. A menudo las melodías que en su más temprana juventud oyera
cantar en las calles de Kónisberg resonaban dolo- rosamente en sus oídos sin
que pudiera librarse de ellas por ningún esfuerzo de abstracción. Esto le tenía
despierto hasta muy tarde y cuando lograba dormirse, tras mucho velar, por
más profundo que fuese su sopor pronto venían a interrumpirlo sueños
horribles que le alarmaban hasta lo indecible. En la habitación del criado, que
estaba encima de la suya, había una campanilla con la que podía llamarle a
cualquier hora; casi todas las noches Kant tiraba violentamente de la cuerda,
presa de la mayor agitación. Por más rápido que bajase el sirviente, casi
siempre llegaba demasiado tarde; su patrón ya había saltado de la cama y huía
aterrado a otra parte de la casa. En tales ocasiones, como tenía los pies tan
débiles, estaba expuesto a graves caídas y por último logré convencerle (no
sin mucho trabajo) de que permitiese al criado dormir en la misma habitación
que él.
La afección morbosa al estómago que era causa de las pesadillas se hizo
ahora cada vez más molesta y Kant ensayó diversos calmantes, que hasta
entonces fuera el primero en condenar, tales como unas gotas de ron en un
poco de azúcar, nafta, etc. 22 Pero sólo eran paliativos, pues su avanzada edad
excluía toda esperanza de una cura radical. Los sueños se volvieron cada vez
más atroces: una sola escena o pasaje de estos sueños bastaba para componer

22
Para la enfermedad que aquejaba a Kant, tal como la describen sus otros biógrafos,
un cuarto de grano de opio cada ocho horas hubiese sido el mejor remedio, tal vez el
remedio perfecto.
en su integridad grandes tragedias, cuya profunda impresión se extendía aun
a las horas de vigilia. Entre otras imágenes más tremendas e indescriptibles,
veía constantemente en sueños el bulto de asesinos que llegaban hasta su
lecho: y tanto le espantaban las temibles procesiones de fantasmas que
desfilaban ante él cada noche que, en la primera confusión del despertar, solía
tomar a su criado, que corría en su ayuda, por un asesino. Durante el día
conversábamos acerca de estas sombras engañosas; Kant, con el desprecio
estoico por las flaquezas nerviosas de toda clase que le era habitual, se reía de
ellas y, para fortalecer su propia voluntad de resistirlas, escribió en el libro de
apuntes: «No rendirse ahora al pánico de la oscuridad.» Sin embargo, por
sugerencia mía, mantenía ahora una luz encendida en su dormitorio,
dispuesta de manera que no le diese en la cara. En un comienzo se resistió
mucho a ello, aunque poco a poco fue acostumbrándose a la idea. El solo
hecho de que pudiese soportarla fue para mí un indicio de la gran revolución
cumplida por la acción tremenda de los sueños. Hasta ahora la oscuridad y el
silencio absolutos eran los dos pilares en que se apoyaba su descanso; no
resistía el ruido de un paso cerca del dormitorio y, en cuanto a la luz, le
bastaba ver que un rayo de luna se filtraba por una rendija de la persiana para
sentirse incómodo; aun más, las ventanas de su cuarto se mantenían cerradas
noche y día. Ahora, en cambio, la oscuridad le aterraba, el silencio le era
opresivo. Además de la lámpara llevó al dormitorio un reloj de repetición. Al
comienzo el ruido era demasiado fuerte, pero se logró silenciar un poco el
martillo y en adelante el tic-tac y los golpes de las horas le hicieron compañía.
En esta época (primavera de 1803) comenzó a perder el apetito, lo que no me
pareció buena señal. Muchos insisten en que Kant tenía por costumbre comer
demasiado, más de lo que convenía a su salud 23. Por mi parte no puedo

23
No se dice quiénes fueron estas buenas gentes que critican las comidas de Kant. La
única posibilidad que tuvieron de ejercer sus facultades en torno a esta cuestión fue en
calidad de anfitriones, huéspedes o comensales, y cabe pensar que en tales
circunstancias un caballero estimaría degradante para sí mismo fijar la atención en
estos detalles. Los argumentos de ambas partes pueden resumirse como sigue: Kant,
según convienen todos sus biógrafos, comía una sola vez al día, pues su desayuno
consistía apenas si en una infusión de té muy débil (vide al respecto las Cartas de
Jachmann) sin pan ni alimento de ninguna clase. Por el contrario, se cree que sus crí-
ticos se enfrentaban «de la mañana a la fresca noche» a las siguientes comidas: 1.
Desayuno por la mañana temprano. 2. Desayuno ¿ la fourchette a eso de las diez. 3.
Almuerzo a la una o dos de la tarde. 4. Colación de la tarde. 5. Colación de la noche, lo
cual parece una cantidad razonable para una persona que está dispuesta a dictar esa
misma noche una lección sobre la abstinencia. Pondré punto final a la discusión
aduciendo un hecho muy sencillo. Había dos cosas, y no más, por las que Kant sintió
un apetito inmoderado toda su vida: el tabaco y el café; de ambas se abstuvo casi por
aceptar tal opinión, puesto que Kant comía una sola vez al día y no bebía
cerveza. Más aún, era el más decidido enemigo de ese licor (me refiero a la
cerveza negra fuerte). Si alguien moría prematuramente solía decir:
«Supongo que bebía cerveza», y si se enteraba de que alguien estaba enfermo
preguntaba sin falta: «¿Bebe cerveza?», y sus previsiones sobre el paciente se
ajustaban a la respuesta. En suma, mantuvo siempre que la cerveza fuerte es
un veneno lento. Voltaire, dicho sea de paso, respondió a un joven médico
que atacaba al café usando la misma expresión de «veneno lento»: «Tiene
usted razón, amigo mío; es lento y hasta horriblemente lento, pues hace
setenta años que lo bebo y todavía no me mata», pero Kant no habría ad-
mitido esta respuesta tratándose de la cerveza.
El 22 de abril de 1803, día de su cumpleaños, el último de su vida, se reunió
para celebrarlo la plena asamblea de sus amigos. Había aguardado la fiesta
con gran expectación y le encantaba saber cómo iban adelantando los
preparativos, pero cuando llegó el día, la excesiva nerviosidad y tensión de la
espera acabaron por tener efectos contrarios. Trató de parecer alegre aunque
el bullicio de un grupo tan numeroso lo confundía y agitaba y su buen humor
era evidentemente forzado 24 . Sólo esa noche, después que se fueron los
visitantes, pareció recobrar verdaderamente animación, mientras se desvestía
en su estudio. Habló entonces con gran entusiasmo de los regalos que en esta
oportunidad se harían a los sirvientes, puesto que Kant no se sentía feliz a
menos que viera felices a quienes le rodeaban. Hacía muchos regalos pero, al
mismo tiempo, no toleraba el efecto teatral tan estudiado, el despliegue de
solemnes felicitaciones y de patetismo sentimental con que se hacen en
Alemania los regalos de cumpleaños 25 . En todo ello su temperamento
masculino encontraba algo de desabrido y ridículo.

entero, llevado tan sólo por su sentido del deber y basándose en razones
probablemente equivocadas. Se permitió una cantidad muy pequeña de tabaco (y
todos saben que la moderación es virtud más difícil que la abstinencia) y se privó por
completo de café hasta que la obra de su vida no estuvo terminada.
24
El lector inglés recordará la exquisita estrofa de Wordsworth:
«Graves leyes nos rigen
Y perdida la alegría
Nos forzamos a sonreír
En recuerdo de otros tiempos.»
25
En esto, como en muchas otras cosas, el gusto de Kant era enteramente inglés y
romano; por el contrario, me pesa añadir que, en este mismo aspecto, hay ingleses
eminentes que demuestran tener el gusto afeminado y en falsetto de los alemanes. Por
ejemplo, cuando Coleridge describe en El Amigo la costumbre que existe entre los
niños alemanes de hacer regalos a sus padres en Nochebuena (costumbre que,
inexplicablemente, supone exclusiva de Ratzeburg), presenta a la madre «sollozando
Llegó el verano de 1803 y un día, mientras visitaba a Kant, me quedé atónito
al oír que me ordenaba, con la mayor seriedad, que preparase los fondos
necesarios para un viaje por el extranjero. No me opuse a ello pero le
pregunté las razones de la decisión y adujo sus terribles dolores de estómago,
que se habían vuelto insoportables. Sabiendo el poder que siempre tuviera
sobre Kant la cita de un poeta latino, respondí simplemente: «Post equitem
sedet atra cura» 26, y por ahora no dijo más. Pero la impaciencia patética y
conmovedora con la que en todo momento rogaba por un clima más cálido
me hizo dudar si, al menos en parte, no convendría satisfacer sus deseos y le
propuse una pequeña excursión a la casa de campo que habíamos visitado el
año anterior. «A cualquier parte», dijo, «no importa dónde, siempre que sea
lo bastante lejos». Así pues, a fines de junio pusimos en práctica nuestro
proyecto. Al subir al coche Kant nos dio la orden del día: «Distancia, dis-
tancia. Lo único que quiero es ir lejos», pero no hacíamos sino atravesar las
puertas de la ciudad y ya se le antojaba que la excursión duraba demasiado.
Al llegar a la casita nos estaba esperando el café y apenas se dio tiempo a
tomarlo antes de llamar el coche a la puerta. £1 viaje de regreso le pareció
intolerablemente largo, aunque lo hicimos en menos de veinte minutos. «¿No
acabará nunca?», exclamaba a cada momento, y grande fue su alegría cuando
se encontró otra vez en su estudio, desvestido y en cama. Esa noche durmió
tranquilamente, libre una vez más de la persecución de los sueños.
Poco después empezó a hablar de nuevo de excursiones, de viajes a países
remotos, etc., y, en consecuencia, repetimos varias veces nuestra salida; las
circunstancias fueron más o menos las mismas en todas las oportunidades y
terminaron siempre por un desengaño en cuanto al placer inmediato que se
había previsto, pero también es innegable que, a fin de cuentas, los paseos le
levantaban el ánimo. Sobre todo en días soleados y tranquilos, la casita de
campo, entre los altos alisos que la protegían, sobre un valle callado y
solitario por el que corría un arroyuelo, cortado por una cascada de grato son
a los oídos, procuraba a Kant un placer vivísimo; en una ocasión, por
accidental coincidencia de la luz y las nubes de verano, el pequeño paisaje
pastoral despertó de pronto el hondo recuerdo, mucho tiempo adormecido, de

de alegría» y al viejo idiota del padre «con lágrimas que le corren por la cara», etc., ¿Y
todo por qué? Por una tabaquera y un estuche de lápices o algún artículo de joyería.
Nosotros los ingleses estamos de acuerdo con Kant en cuanto a este despliegue
grotesco de sentimentalismo teatral, y nos inclinamos a sospechar que las lágrimas del
padre se deben a un ponche de ron. Seamos tiernos, por supuesto, con toda la hondura
que pueda imaginarse, pero en ocasiones apropiadas y por causas que convengan a
nuestra dignidad.
26
Después de los ejercicios viene la negra preocupación. (Nota del E.)
una celeste mañana de verano que pasara en su juventud, bajo una enramada
a la ribera del río que atravesaba las tierras de su viejo y querido amigo el
general von Lossow. La impresión fue tan fuerte que en verdad le parecía
vivir otra vez esa mañana, pensar como entonces había pensado y conversar
con amigos queridos ahora muertos.
Hizo la última de sus salidas en agosto de ese año (1803), no a mi casita sino
al jardín de un amigo suyo. En esta oportunidad manifestó una gran
impaciencia. Había convenido en encontrarse en el jardín con un viejo amigo,
y otros dos caballeros y yo le acompañamos. Nuestro grupo llegó primero y
tuvimos que aguardar a los demás, aunque sólo unos pocos minutos. Sin
embargo, tal era la debilidad de Kant y tan completa la pérdida de su
capacidad para calcular el paso del tiempo que, tras esperar unos momentos,
imaginaba que habían pasado horas y que, por lo tanto, su amigo ya no
vendría. Con esta impresión volvió a casa, presa de enorme desasosiego. Así
terminaron los viajes de Kant en este mundo.
Al llegar el otoño comenzó a perder la vista del ojo derecho; mucho tiempo
antes había perdido el uso del izquierdo. Es notable que descubriera por puro
azar la primera de estas lesiones. Un día se había sentado a descansar en
medio de un paseo y se le ocurrió comparar la vista de sus ojos; al echar mano
al periódico que traía en el bolsillo se llevó la sorpresa de comprobar que con
el ojo izquierdo no distinguía una sola letra. En años anteriores había sufrido
dos serias afecciones a la vista: la primera fue que, al regresar de una de sus
caminatas, le aconteció ver en doble los objetos durante cierto tiempo; la
segunda fue que en dos oportunidades estuvo completamente ciego. Los
oculistas sabrán mejor que yo si estos accidentes son extraordinarios. Lo cier-
to es que preocuparon muy poco a Kant quien, hasta que la vejez rebajó el
tono de sus facultades, vivió en constante preparación estoica para lo peor
que pudiera sucederle. Me apenó pensar lo mucho que se agravaría su
oneroso sentido de dependencia si acaso perdía del todo la vista. Ya para
entonces leía y escribía con gran dificultad; a decir verdad su letra no era
mucho mejor que la que se escribe con los ojos cerrados para dar muestras de
destreza. Acostumbrado al estudio solitario, no le gustaba que le leyeran en
voz alta, y me acongojaba la insistencia tan patética con que me rogaba cada
día que le consiguiese un lente de lectura. Intenté todo lo que me sugerían mis
conocimientos e hice que los mejores ópticos trajesen sus lentes para
modificarlos de acuerdo con sus instrucciones, pero todo fue en vano.
En este último año de su vida Kant recibía de muy mala gana las visitas de
extraños y, de no mediar circunstancias particulares, se negaba a ellas.
Confieso, sin embargo, que yo no sabía cómo proceder cuando los viajeros
habían dado un gran rodeo sólo por verle. Negarme con demasiada pertinacia
era dejar la impresión de que me daba aires de persona importante. Por lo
demás he de reconocer que, con excepción de unos cuantos impertinentes que
expresaron groseramente su vil curiosidad, fui testigo de la delicadeza que
manifestaron gentes de todas las clases sociales ante la condición del anciano
recluso. Junto a sus tarjetas solían enviar un mensaje diciendo que preferían
no satisfacer su deseo de ver a Kant si con ello corrían el menor riesgo de
mortificarlo. Lo cierto es que, en efecto, tales visitas le mortificaban, ya que
le parecía degradante exhibir su invalidez y tenía conciencia de la propia
incapacidad, que le impedía corresponder debidamente a la atención de que
era objeto. No obstante se aceptaban unas cuantas visitas 27 y con arreglo a las
circunstancias y al estado de ánimo en que por azar se encontrase Kant en ese
momento. Recuerdo que entre ellas nos complació muy especialmente la de
M. Otto, el mismo que firmó el tratado de paz entre Francia e Inglaterra con el
actual 28 Lord Liverpool (entonces Lord Hawkesbury). También surge ahora
en mi memoria un joven ruso por el entusiasmo excesivo (y, a mi juicio,
sincero) que demostrara. Al ser presentado a Kant avanzó rápidamente, le
tomó ambas manos y se las besó. Kant, que por haber vivido tanto entre sus
amigos ingleses, tenía mucho de su digna reserva y detestaba toda clase de
escenas, se retrajo un poco ante el saludo, como sintiéndose incómodo. Creo,
sin embargo, que el gesto del joven no exageraba sus verdaderos
sentimientos, pues volvió al día siguiente a preguntar por la salud de Kant, se
interesó mucho por saber si su ancianidad le pesaba y rogó encarecidamente
que se le diese algún recuerdo del gran hombre para llevarse consigo.
Casualmente el criado acababa de encontrar un pequeño fragmento suprimi-
do del manuscrito original de la Antropología de Kant que, con mi
asentimiento, entregó al ruso. Éste lo recibió arrobado, lo besó y a cambio dio
al sirviente el único tálero que traía; luego, creyendo sin duda que era
demasiado poco, se quitó la chaqueta y el chaleco y le obligó a aceptarlos.
Kant, que por la sencillez innata de su carácter estaba muy poco predispuesto
a sentir simpatía por cualquier extravagancia de sentimiento, no pudo menos
que sonreír de buen grado cuando le contamos este ejemplo, por la
ingenuidad y entusiasmo de su joven admirador.
Llego ahora al acontecimiento con el que se inicia la última etapa de la vida
de Kant. El 8 de octubre de 1803, por vez primera desde su juventud, estuvo
seriamente indispuesto. En la universidad, siendo estudiante, había sufrido de

27
Se cuenta que cuando sus visitantes le manifestaban el placer que les causaba
conocerle, Kant respondía siempre: «En mí ven ustedes a un pobre viejo senil y
agotado.»
28
« E l a c t u a l »: es decir, el L o r d Liverpool que enfermó de parálisis siendo primer
ministro de Jorge IV y a quien desde hace treinta años se llama el a n t i g u o L o r d
Liverpool.
fiebres que desaparecieron cuando dio en caminar a manera de ejercicio; años
después padeció unos dolores de cabeza, provocados por una contusión, pero
salvo estas dos excepciones (si tal pueden llamarse) nunca estuvo, hablando
con propiedad, enfermo. Ahora la causa de su indisposición fue la siguiente:
en los últimos tiempos su apetito había sido irregular, o tal vez debiera decir
depravado; ya no le gustaba comer sino pan con mantequilla y queso inglés 29.
El 7 de octubre, a la hora de comer, casi no probó otra cosa, aunque su amigo
y yo, que le acompañábamos, hicimos lo posible por disuadirle. Por primera
vez creí advertir que le molestaba mi importunidad, como si estuviera
rebasando el justo límite de mis deberes. Insistió en que ese queso no le había
hecho daño nunca y no se lo haría ahora. No tuve más remedio que callarme y
dejarle hacer lo que quería. Las consecuencias fueron las que podían
preverse: una noche intranquila, seguida al otro día por una indisposición
memorable. A la mañana siguiente todo iba como de costumbre cuando, a eso
de las nueve, Kant, que estaba apoyado en el brazo de su hermana, se
desplomó sin sentido. De inmediato fue a buscarme un mensajero; corrí a la
casa y encontré a Kant, inconsciente y sin habla, acostado en la cama que se
había llevado al estudio. Hice llamar al médico y, antes de que éste llegara,
Kant se había repuesto un poco por reacción de la propia naturaleza. Una
hora después abrió los ojos y estuvo mascullando cosas incomprensibles
hasta la noche, en que se repuso algo y tornó a hablar racionalmente. Por
primera vez en su vida tuvo que guardar cama durante unos días, sin probar
alimento. El 12 de octubre tomó un refrigerio y hubiera comido su alimento
favorito pero, aun a riesgo de enojarle, yo estaba decidido a oponerme. Así
pues, le expuse detenidamente las consecuencias de su último exceso del
cual, según pude darme cuenta, no tenía ningún recuerdo. Me escuchó con la
mayor atención y, sin perder la calma, dijo estar seguro de que me
equivocaba, aunque por el momento se sometió. No obstante, pocos días más
tarde descubrí que había ofrecido un florín por un trozo de pan con queso, y
luego un tálero y aún más. Como se lo negaran se quejó mucho, pero poco a

29
El señor W. cae aquí en el error tan común de confundir la causa y la ocasión, y
puede dar la impresión de que Kant (que fuera desde su juventud un modelo de
sobriedad) murió por un exceso de orden material. La muerte de Kant tuvo por causa
el decaimiento general de las facultades vitales y, en particular, la atonía de los
órganos digestivos que hubiera acabado con él muy pronto a pesar de cualquier
cuidado o abstinencia. Ésta fue la causa. La ocasión accidental que dio eficacia a
dicha causa el 7 de octubre pudo o no ser la que dice el señor W. Pero, en vista del
estado de lasitud en que vivía Kant, la cuestión de si su enfermedad data de un 7 de
octubre o de un 7 de noviembre no tiene gran importancia.
poco logró irse dominando y no volvió a pedirlo, aunque a veces se traicio-
naba y pudimos darnos cuenta de lo mucho que lo seguía deseando.
El 13 de octubre se reanudaron sus acostumbradas invitaciones a comer y se
le consideró en convalecencia, pero en adelante fue raro que recobrase el
ánimo tranquilo que mantuviera hasta el reciente ataque. Siempre había
gustado de prolongar la sobremesa de su única comida —o, como él decía,
con expresión clásica, «coenam ducere» 30 — y ahora, en cambio, no se
terminaba nunca tan pronto como él hubiese querido. Acabando de comer, a
eso de las dos de la tarde, se iba directamente a la cama y se adormecía a
ratos, aunque siempre venían a despertarle imágenes y sueños aterradores. A
las siete empezaba a sentir una gran ansiedad que le duraba hasta las cinco o
seis de la mañana y aun hasta más tarde; pasaba la noche acostándose y
levantándose a caminar, por momentos tranquilo, a menudo agitadísimo.
Ahora se hizo necesario contar con alguien que le cuidase por las noches,
pues el criado quedaba exhausto con las labores del día. Nadie mejor que su
hermana, tanto por haber recibido de él una generosa pensión cuanto por ser
su pariente más próximo, para dar testimonio de que no faltaron a su ilustre
hermano, en sus últimas horas, todas las comodidades y atenciones que
permitía su situación. Nos dirigimos, pues, a ella y aceptó cuidar a Kant,
alternándose con el criado; se le instaló una mesa por separado y se le
aumentó en mucho la pensión. Resultó ser una persona dulce y callada, que
no provocó el menor trastorno entre la servidumbre y se ganó muy pronto la
estima de su hermano por el estilo reservado y modesto de sus modales y,
puedo añadir, por el sincero afecto fraternal que le demostró hasta lo último.
El 18 de octubre las facultades de Kant quedaron gravemente afectadas pero
no del todo destruidas. Durante breves intervalos, al retirarse las nubes que la
cubrían, su inteligencia majestuosa volvía a brillar como antes. En estos
momentos de fugaz posesión de sí mismo recobraba su habitual benignidad;
conmovía oírle dar las gracias a quienes le rodeaban por sus esfuerzos y dis-
culparse por las molestias que les causaba, de las que tenía conciencia. Sobre
todo deseaba vivamente que se premiase a su criado haciéndole espléndidos
regalos y me instaba a que no fuese parco en ello. A decir verdad Kant tenía
del dinero una idea principesca, y la única vez que se le oyó manifestar
apasionadamente su desprecio fue a propósito de hechos o costumbres
egoístas o mezquinos. Quienes sólo lo conocieron por haberlo visto en la
calle no le creían generoso ya que, por principio, se negaba a dar a los
mendigos. En cambio, era muy liberal en su ayuda a las instituciones de
caridad pública y, en secreto, asistía también a sus parientes pobres de modo

30
La expresión se suele traducir «cenar» simplemente, pero su acepción literal es
«conducir la cena», o sea, prolongarla.
mucho más amplio de lo que hubiese sido razonable suponer; ahora
descubrimos que tenía a su cargo muchos otros meritorios protegidos, de los
que no habíamos tenido la menor noticia hasta que su ceguera cada vez
mayor, así como sus demás achaques delegaron en mí la obligación de pagar
las pensiones. También debe recordarse que la fortuna de Kant (que, aparte
de sus sueldos oficiales, no ascendía a más de 20.000 táleros) era el fruto
honorable del trabajo de casi sesenta años, y que él mismo sufrió en la
juventud todas las privaciones de la pobreza, aunque nunca debiera nada a
nadie; estas circunstancias de su historia, al revelarnos lo bien que conocía el
valor del dinero, encarecen aún más el mérito de su desprendimiento.
En diciembre de 1803 ya no fue capaz de firmar. Desde tiempo antes le
fallaba tanto la vista que en la mesa no podía encontrar la cuchara sin ayuda;
cuando yo comía con él empezaba por cortar en trozos lo que tuviera en el
plato, luego le ponía el bocado en una cuchara de postre y le guiaba la mano
hasta ella. Pero su inca- capacidad para firmar no se debía tan sólo a la cegue-
ra: por falta de memoria no lograba recordar la letras de su nombre y, si
alguien se las decía, no conseguía representarse en la imaginación la forma de
las letras. A fines de noviembre, notando que sus dificultades eran cada vez
mayores, le convencí de que firmara por anticipado todos los recibos, etc., de
que habría necesidad hasta terminar el año; más adelante, a petición mía, me
otorgó un poder legal para que firmase en su nombre, con objeto de evitar
todo incidente.
Por más disminuido que estuviese todavía le ocurría tener ocasiones de
recreación social. Le seguía gustando pensar en su cumpleaños y, unas pocas
semanas antes de su muerte calculaba yo lo que faltaba para ese día,
animándolo con la perspectiva de los festejos que entonces celebraríamos.
«Todos sus viejos amigos se reunirán para beber una copa de champaña a su
salud», le dije. «Eso», me contestó, «tiene que hacerse en el acto», y ya no
descansó hasta que, en efecto, reunió a todos sus amigos. Bebió con ellos un
vaso de vino y celebró anticipadamente, con excelente humor, el cumpleaños
que no habría de ver.
En sus últimas semanas de vida se produjo un gran cambio en su estado de
ánimo. A la jovialidad sin una sola nube que hasta entonces reinara en la
mesa sucedió un melancólico silencio. Le molestaba ver que sus dos
comensales hablaban entre sí, mientras él parecía un personaje mudo que no
tiene ningún papel que representar en escena. Hacerlo participar en la
conversación hubiera sido aún más molesto, pues oía muy imperfectamente;
ya el esfuerzo de escuchar le era penoso; y aunque su pensamiento fuese
todavía bastante preciso, sus expresiones se volvieron casi incomprensibles.
Lo notable es que, en el punto más bajo de su depresión, siendo
perfectamente incapaz de conversar con sentido acerca de las cuestiones más
ordinarias, seguía respondiendo con toda exactitud y claridad, de modo en
verdad asombroso, a cualquier pregunta de filosofía o ciencias, sobre todo de
geografía, física, química e historia natural. Se encontraba peor que nunca y
hablaba con entera coherencia de los gases, exponiendo cabalmente diversas
proposiciones de Kepler, en especial la ley de los movimientos planetarios.
Recuerdo que el último lunes de su vida, cuando su extrema debilidad
conmovió hasta las lágrimas a un grupo de sus amigos, Kant estaba sentado
entre nosotros, insensible a todo lo que pudiéramos decir, encorvado o, más
bien, derribado sobre la silla en una masa informe, sordo, ciego, aletargado,
inmóvil; y aun entonces dije a los demás en voz baja que haría que Kant
participase en la conversación con rigor y vivacidad. Se les hizo duro de
creer. Me acerqué a él y, hablándole al oído, le hice una pregunta sobre los
moros de Berbería. Ante la sorpresa de todos —no la mía— nos ofreció de
inmediato un resumen de sus usos y costumbres, señalando de paso que en
alemán la palabra Argel debe pronunciarse con una g de sonido fuerte.
Durante la última quincena de su vida Kant se ocupaba sin cesar de una
manera que no sólo parecía carente de sentido sino hasta contradictoria.
Ataba y desataba veinte veces por minuto el pañuelo que llevaba al cuello, así
como una especie de cinturón que usaba con la bata; en cuanto estaba cerrada
la hebilla la abría con impaciencia, y luego se sentía igualmente impaciente
por cerrarla otra vez. No es posible dar una idea suficiente de la fatigosa
inquietud con que cumplía estas labores de Sísifo de la mañana a la noche
—haciendo y deshaciendo— irritado porque no podía hacer algo, irritado
porque lo había hecho.
Para entonces apenas si reconocía a quienes estábamos a su alrededor y nos
tomaba a todos por extraños. Esto sucedió primero con su hermana, luego
conmigo y por último con el criado. Tal alienación de todos nosotros me
entristeció aún más que cualquier otro aspecto de su decaimiento; aunque
supiera que en realidad no me había retirado su afecto, su actitud y la forma
como se dirigía a mí me daban a cada instante esta impresión. Tanto más me
enternecía cuando lo veía recobrar la justeza de sus percepciones y recuerdos,
aunque esto ocurría a intervalos cada vez mayores. En tal condición,
silencioso o balbuceante como un niño, ensimismado o neciamente abstraído,
ocupado con las sombras y alucinaciones que él mismo se creaba,
despertándose un momento por cosas insignificantes para luego hundirse
durante horas en lo que tal vez eran fragmentos inconexos de grandes
ensoñaciones mortales: ¡qué contraste con el Kant que fuera una vez el centro
resplandeciente de los círculos que más brillaban en Prusia por el rango, el
ingenio o los conocimientos! Un distinguido personaje de Berlín, que lo
visitara el verano anterior, quedó tan impresionado por su apariencia que
exclamó: «No he visto a Kant sino a la envoltura de Kant.» Con mucha más
razón lo diría si le hubiese visto ahora.
Llegó el mes de febrero de 1804, el último que Kant estaba destinado a ver.
Es notable que, en el libro de apuntes que ya he mencionado, Kant insertase
con fecha del verano, unos seis meses antes de su muerte, el fragmento de una
vieja canción (que yo encontré más tarde) en la cual se dice que la carga del
mes de febrero es menos pesada, por la razón evidente de que es dos o tres
días más corto que los demás; y se termina afirmando, con curioso patetismo:
«Oh febrero feliz, en que el hombre soporta menos; menos dolor, menos
pena, menos remordimientos.» Kant ni siquiera tuvo que soportar doce días
de este mes tan corto, pues murió el día decimosegundo, y aun podría decir
que se estuvo muriendo desde el primero. Ahora apenas si vegetaba, aunque
todavía el rescoldo de lo que había sido su inteligencia magnífica arrojaba de
cuando en cuando momentáneos resplandores.
El 3 de febrero pareció que los resortes vitales dejaban de funcionar; a partir
de ese día, hablando propiamente, Kant no volvió a comer nada. Desde
entonces su existencia fue como una mera prolongación del ímpetu derivado
de una vida de ochenta años, una vez interrumpida la energía que ponía en
marcha el mecanismo. Su médico lo visitaba todos los días a determinada
hora; acordamos que yo siempre estaría presente para recibirle. Nueve días
antes de la muerte, durante la visita habitual, ocurrió un pequeño incidente
que nos emocionó al recordarnos vivamente la inagotable bondad y cortesía
de la naturaleza de Kant. Al llegar el médico me acerqué y le dije: «Aquí está
el Dr. A....» Kant se levantó de su silla y, tendiendo la mano al doctor,
murmuró algo en que se repetía varias veces la palabra «puestos», con aire de
que deseaba que lo ayudásemos a pronunciar el resto de la frase. El Dr. A...,
que entendió postas, pensó en las estaciones que alquilan caballos de posta y,
suponiendo que divagaba, le dijo que todos los caballos estaban alquilados y
le rogó que se calmase. Pero Kant siguió hablando, a pesar del esfuerzo que le
costaba, y añadió: «Muchos puestos, puestos importantes —entonces mucha
bondad, enton- ees mucha gratitud.» Dijo todo esto con aparente inco-
herencia aunque con gran calor y una mayor posesión de sí mismo. Adiviné
perfectamente lo que Kant quería decir bajo la nube de la senilidad, e hice de
intérprete: «Lo que el profesor quiere decir, Dr. A..., es que teniendo en
cuenta los muchos e importantes puestos que usted desempeña en la ciudad y
en la universidad, es gran bondad de su parte dedicarle a él tanto tiempo»
(pues el Dr. A... se negaba a aceptar honorarios de Kant), «bondad por la que
se siente profundamente agradecido». «Eso es», dijo Kant con gran ani-
mación: «eso es». Sin embargo, continuó en pie, aunque se iba cayendo al
suelo. Hice notar al médico que Kant no se sentaría —estaba convencido de
ello— por más que seguir de pie le hiciera sufrir, hasta que no supiese que sus
visitantes habían tomado asiento. El doctor pareció ponerlo en duda, pero
Kant, que nos había escuchado, confirmó con un esfuerzo prodigioso mi in-
terpretación de su conducta y pronunció claramente estas palabras. «No
quiera Dios que caiga yo tan bajo como para olvidar mis deberes de
humanidad.»
El Dr. A... se despidió al anunciarse la comida. Había llegado otro visitante y,
en vista de la animación que Kant acababa de demostrar, yo tenía esperanzas
de que la reunión de hoy fuera agradable; me engañaba, pues Kant se sentía
más agotado que nunca y aunque se llevó la cuchara a la boca no probó
bocado. Desde tiempo antes los alimentos habían perdido para él todo sabor y
yo intentaba, con muy escaso éxito, estimularle los órganos del gusto
recurriendo a la nuez moscada, la canela, etc. Ese día todo fracasó y no pude
convencerle de que probase ni siquiera una rosquilla, una galleta o algo por el
estilo. Lo había oído decir que varios amigos suyos aquejados de marasmo
terminaron su enfermedad con cuatro o cinco días libres de todo dolor y sin
ningún apetito, antes de adormecerse en una muerte tranquila e inconsciente.
Ahora temía que él mismo estuviera llegando a tal estado.
El sábado 4 de febrero oí que sus amigos expresaban en voz alta el temor de
no volver a verlo, que no pude menos que compartir. No obstante, el...
Domingo 5, comí en su mesa en compañía de su íntimo amigo, R. R. V. Kant
se hallaba presente, pero estaba tan débil que se le caía la cabeza sobre las
rodillas y se hundía en el lado derecho de la silla. Fui hasta él para arreglarle
los almohadones que lo sostenían y en los que apoyaba la cabeza y, hecho
esto, le dije: «Ahora, mi querido señor, está usted otra vez en orden.» Grande
fue mi sorpresa al oír que me respondía firme y claramente con la expresión
militar romana: «Sí, testudine et facie», y agregaba de inmediato: «Listo para
el enemigo y en formación de batalla.» Sus poderes mentales ardían todavía
entre las cenizas; de cuando en cuando una llamarada o una gran emanación
de luz indicaban que el antiguo fuego duraba aún en rescoldo.
El lunes 6 estuvo mucho más débil y aletargado: no pronunció una sola
palabra, aparte de responder a mi pregunta sobre los moros, como ya he
dicho, y pasó el día perdido en sí mismo, la mirada ciega, sin tan siquiera
reparar en nuestra presencia, de modo que tuvimos la sensación de que un
poderoso fantasma de siglos olvidados había venido a sentarse entre
nosotros.
Para entonces Kant se hallaba mucho más tranquilo y compuesto. En las
primeras fases de su enfermedad, cuando su fortaleza aún intacta entró en
activo conflicto con los primeros ataques de decaimiento, solía ponerse de
mal humor y a veces hablaba con dureza y hasta con enojo a los sirvientes.
Esto, si bien era del todo contrario a su carácter, resultaba muy excusable en
vista de las circunstancias. No lograba hacerse entender, por lo que
constantemente le estaban trayendo cosas que no había pedido mientras que
en muchas ocasiones todos sus esfuerzos por decir el nombre de lo que quería
resultaban incomprensibles. Además le asaltaba por momentos una violenta
irritación nerviosa debida a la falta de equilibrio entre las distintas funciones
de su naturaleza; el vigor desproporcionado de un órgano hacía más palpable
la debilidad de otro. Al cabo cesó la lucha; todo el sistema, completamente
desgastado, avanzaba con movimiento rápido y armonioso hacia la diso-
lución. Desde entonces no se le escapó nunca un gesto de impaciencia ni una
palabra de reproche hasta que todo hubo concluido.
Yo le visitaba tres veces al día; y el...
Martes 7 de febrero, a la hora de comer, encontré al grupo habitual de sus
amigos conversando entre ellos; Kant guardaba cama. La escena era una
novedad en la casa y aumentó nuestros temores de que el final se aproximaba.
Sin embargo, como le había visto recobrarse tantas veces, no quise correr el
riesgo de que al día siguiente se encontrase sin comensales a su mesa y, en
consecuencia, nos reunimos en su casa, como de costumbre, a la una de la
tarde, el...
Miércoles 8 de febrero. Le saludé con el aire más alegre que me era posible y
ordené que sirvieran la comida. Kant se sentó con nosotros a la mesa; se llevó
a los labios una cuchara con un poco de sopa pero la dejó inmediatamente y
se retiró a la cama, de la que ya no volvió a levantarse.
El jueves 9 cayó en la postración de los moribundos y se apoderó de él la
apariencia cadavérica (facies Hippocratica). Le visité varias veces durante el
día y la última, a eso de las diez de la noche, le hallé sin conocimiento. No
logré que diera señal alguna de reconocerme y le dejé al cuidado de su
hermana y el sirviente.
El viernes 10 fui a verle a las seis de la mañana. Era un día muy tormentoso y
durante la noche había caído mucha nieve. Recuerdo también que una banda
de ladrones había pasado a través de la propiedad para robar al vecino de
Kant, un orfebre. Al acercarme al lecho le dije «Buenos días»; Kant
respondió a mi saludo con un «Buenos días», pero con voz tan apagada y
desfalleciente que apenas se le entendía. Me alegré de encontrarle consciente
y le pregunté si me reconocía. «Sí», respondió y, tendiendo la mano hacia mí,
me tocó suavemente la mejilla. Durante el resto del día me pareció sumido
otra vez en la inconsciencia siempre que entré a verle.
El sábado 11 yacía con ojos fijos y sin luz mas al parecer enteramente
tranquilo. Le pregunté otra vez si me conocía. No podía hablar, pero volvió
hacia mí el rostro e hizo señas de que le besara 31. Una honda emoción me

31
«Que le besara»-. El patetismo de esta forma de última despedida depende
enteramente de su contraste con el tono general de los usos en la sociedad en que
embargó al inclinarme a besar sus labios exangües, sabiendo que con este
acto solemne de ternura quería expresar su agradecimiento por nuestra vieja
amistad y darme su última despedida. Nunca le había visto conferir esta
prenda de amor a nadie, como no fuese a su hermana, a quien, pocas semanas
antes de morir, estrechó contra su pecho y besó. El beso que ahora me diera
fue la última señal de que me reconocía.
Cualquier líquido que ahora se le ofreciera pasaba por el esófago con un
sonido ronco, como sucede a menudo con los agonizantes; todo indicaba que
la muerte estaba cerca.
Quise quedarme con él hasta que todo hubiese terminado y, así como estuve
entre los testigos más cercanos de su vida, ser también testigo de su partida;
ya no volví a dejarlo, salvo cuando tuve que ausentarme unos minutos para
atender un asunto personal. Pasé la noche a su cabecera. Aunque durante el
día había estado inconsciente, al caer la tarde dio a entender por señas que
deseaba que le arreglaran la cama; lo levantamos en brazos, ordenamos
rápidamente las mantas y almohadas y volvimos a acostarlo. No dormía;
rechazaba casi siempre la cuchara de líquido que le acercábamos a los labios,

ocurre el incidente. Durante el siglo pasado prevaleció en algunos lugares del


Continente la costumbre afeminadísima de besarse entre hombres a manera de saludo
tras una larga separación. Con tales reglas de urbanidad, el beso de despedida a los
moribundos no puede tener efectos muy patéticos. Por el contrario, en naciones tan
inexorablemente viriles como la inglesa, cualquier acto que parezca desviarse un
ápice de la norma usual de virilidad causa una profunda emoción, pues evoca en el
pensamiento del espectador el poder tremendo que es capaz de provocar tal
revolución: el poder de la muerte en su plena actividad. El hombre valeroso deja de
ser, en un sentido excluyeme, un hombre y se convierte en niño por la debilidad, en
mujer por la necesidad de compasión y ternura. Forzado por la agonía, depone su
carácter sexual y mantiene tan sólo su carácter genérico de criatura humana, y el más
varonil de los hombres que le rodean será también el primero en emocionarse ante un
cambio tan conmovedor. Ludlow, el general parlamentario de caballería, hombre de
nervios de hierro y particularmente hostil a todo despliegue escénico de sentimientos,
menciona sin embargo en sus memorias, con compadecida ternura, el caso de un
joven derribado por tierra y mortalmente herido quien, sintiendo se le escapaba la
vida, rogó a un primo suyo que desmontase y «le diera un beso». Todos recuerdan la
escena inmortal a bordo del Victory, a las cuatro de la tarde del 21 de octubre de 1805,
y las palabras de adiós —«Bésame, Hardy»— del gran almirante. También en la
despedida del estoico Kant leemos una nueva indicación, pronunciada a manera de
oráculo por los labios agonizantes de las más recias naturalezas, de que la última
necesidad —el llamado que sobrevive a todos los demás en hombres de corazón noble
y apasionado— es la necesidad de amor, el reclamo de una caricia piadosa que
fomente por un instante una imagen fantasmal de ternura femenina, en momentos en
que la presencia real de una mujer es imposible.
pero a eso de la una de la mañana hizo un gesto hacia la cuchara y comprendí
que sentía sed; le di una pequeña cantidad de vino y agua azucarada, pero los
músculos de la boca no tenían fuerza suficiente y, para evitar que la bebida se
le escurriera, se llevó la mano a los labios hasta que logró pasarla con un
estertor. Parecía querer más y seguí dándole de beber hasta que dijo, de modo
que pude entenderle: «Basta» 32. Ésta fue la última palabra que pronunció.
¡Basta! ¡Sufficit! ¡Poderosa y simbólica palabra! De rato en rato arrojaba las
mantas y se descubría; yo volvía a cubrirle y en una de esas ocasiones advertí
que el cuerpo y las extremidades se enfriaban y que el pulso era intermitente.
A las tres y cuarto de la mañana, el domingo 12 de febrero de 1804, Kant se
estiró como si adoptara una posición para el último de sus actos y ya no
cambió de postura hasta el momento de morir. Le toqué en las partes donde
late el pulso: había dejado de ser perceptible en las manos, los pies y el cuello
y sólo golpeaba con fuerza, aunque interrumpiéndose, en la cadera izquierda.
A eso de las diez de la mañana sobrevino un cambio notable; la mirada se
volvió rígida, la cara y los labios descoloridos y de una palidez cadavérica. A
pesar de ello, tan intensos eran los hábitos de su naturaleza que no hubo ni
asomo del sudor frío que suele acompañar la última agonía mortal.
Eran casi las once de la mañana cuando se acercó el momento de la
disolución. Su hermana estaba al pie del lecho, el hijo de su hermana a la
cabecera. Yo me había puesto de rodillas con objeto de seguir comprobando
las fluctuaciones del pulso, y llamé al criado para que asistiese a la muerte de
su buen señor. La agonía de Kant tocaba ahora a su fin, si acaso puede
hablarse de agonía cuando no hay lucha de ninguna clase. Precisamente en
este momento entró a la habitación su distinguido amigo R. R. V., que yo
había hecho llamar con un mensajero. La respiración comenzó por hacerse
más débil, luego se volvió irregular y cesó por completo; el labio superior
parecía ligeramente convulso; siguió una breve exhalación o suspiro, y luego
nada más, pero el pulso latió aún unos segundos, más despacio y más débil,
más despacio y más débil, hasta interrumpirse; el mecanismo se detuvo; el
último movimiento había terminado y en ese momento preciso el reloj dio las
once.
Poco después de la muerte de Kant se le afeitó la cabeza y, bajo la dirección
del profesor Knorr, se tomó un molde de yeso —no sólo una mascarilla sino
un molde de toda la cabeza— destinado (creo) a enriquecer la colección
craneológica del doctor Gall.

32
«Basta»: Ha apurado el cáliz de la vida, el cáliz del sufrimiento. Para quien
observe, como hacían los griegos y romanos, el hondo sentido que a veces se esconde
en expresiones triviales (sin intención ni conciencia de parte de quien las emplea) la
última palabra que dijera Kant parecerá intensamente simbólica.
Una vez amortajado y dispuesto en el féretro el cadáver, acudió a verlo un
número inmenso de gente de toda condición, de la más noble a la más
humilde. Todos querían aprovechar la última oportunidad que tendrían para
decir: «Yo también vi a Kant.» Durante varios días el público llenó la casa de
la mañana a la noche. Grande fue el asombro de todos al advertir la extrema
delgadez de Kant, y hubo acuerdo general en que nunca se vio un cadáver tan
magro y consumido. La cabeza descansaba sobre el almohadón en que una
vez los caballeros de la universidad le presentaron un homenaje; creí que no
podía darle destino más honorable que poniéndolo en el ataúd para que
sirviera de última almohada a esa cabeza inmortal.
Años antes, en un memorándum especial, Kant había expresado sus deseos
sobre el estilo y la forma de su entierro. En él indicaba que se le enterrase por
la mañana temprano, con el menor ruido y agitación que fuese posible y tan
sólo en presencia de unos cuantos de sus amigos más íntimos. Habiendo
encontrado el memorándum mientras, a petición suya, ordenaba sus papeles,
le expresé con entera franqueza mi opinión de que tales disposiciones me
traerían grandes dificultades en mi calidad de albacea suyo, ya que
probablemente se presentarían circunstancias en las que sería casi imposible
aplicarlas. Ante tales razones, Kant rompió el papel y lo dejó todo a mi
criterio. Preveía yo que les alumnos de la universidad no permitirían que se
les privara de la oportunidad de manifestar su veneración en exequias
públicas. Los hechos demostraron que no me había equivocado, pues la
ciudad de Kónisberg no asistió nunca, ni antes ni después, a un funeral tan
solemne y magnífico. Los diarios públicos y los relatos aparecidos en
folletos, etc., contienen una descripción tan detallada que me limitaré a
recordar aquí sólo los aspectos principales de la ceremonia.
El 28 de febrero, a las dos de la tarde, todos los dignatarios de la Iglesia y el
Estado, no sólo residentes en Kónisberg, sino también venidos de los más
apartados rincones de Prusia, se reunieron en la capilla del castillo. A partir
de este lugar fueron escoltados por los miembros de la universidad, vestidos
espléndidamente para el funeral, y por muchos oficiales militares de alta
graduación —que siempre sintieron gran afecto por Kant—, hasta la casa del
profesor desaparecido; los restos salieron a la luz de las antorchas, mientras
tañían las campanas de todas las iglesias de Kónisberg, y se llevaron a la
catedral, que estaba iluminada para la ceremonia con innumerables cirios.
Los seguía una multitud enorme. En la catedral, después de los ritos fune-
rarios usuales, que estuvieron acompañados por todas las expresiones
posibles de veneración nacional por el extinto, se llevó a cabo un solemne
servicio musical, admirablemente interpretado, al terminar el cual los des-
pojos mortales de Kant se depositaron en la bóveda académica, donde ahora
descansa entre los patriarcas de la universalidad. PAZ A SUS RESTOS; HONOR
ETERNO A SU MEMORIA.

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