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ADN Cultura
Viernes 15 de agosto de 2014 | Publicado en edición impresa
Conquistadores, caballeros y proveedores
¿Por qué cualquier político de tercera categoría, con sólo decir la palabra
futuro, remueve algo ancestral? ¿Por qué todas las culturas han
despreciado al que dilapida sus bienes y respetado al que lega algo a
sus hijos? ¿Por qué se festeja más al héroe de guerra que a la mujer que
pare? Porque la parturienta aporta una vida, pero quien se pone en
riesgo por la tribu está afirmando que la vida individual no es lo más
importante, sino que tiene que ponerse al servicio de algo más
duradero.
Beauvoir dice que en esto la mujer no difiere del varón: también ella,
faltaría más, valora el proyecto por encima de todo. Pero a la hora de
participar en los aspectos del proyecto que otorgan más prestigio -la
guerra, el liderazgo, la innovación técnica-, la tecnología del neolítico no
la ayuda. Con el sesenta por ciento de la masa muscular del varón, y
debido a que los humanos no tienen períodos de celo sino que pueden
procrear en cualquier momento, la mujer pasa su vida o bien
embarazada o bien cuidando niños. Recién cuando el telar, el tractor, la
pastilla anticonceptiva, la escuela obligatoria y el misil teledirigido
ponen a la mujer en igualdad de condiciones con el varón, se hace
natural reclamar la igualdad de derechos. "El patriarcado -resume
Beauvoir- fue una etapa en el progreso de la humanidad."
Lucifer lidera una revuelta en el cielo contra Dios. Cuando fracasa (la
escena está en El Paraíso perdido, de Milton), Dios lo exilia en el infierno.
El ángel rebelde entonces declara: "Prefiero ser libre en el infierno antes
que servir en el cielo". El arquetipo de Lucifer fue crucial en la formación
de la conciencia de Occidente, que tiene uno de sus ejes en el
individualismo y el cuestionamiento de la autoridad. Por otro lado, se
presta a interpretaciones diversas. Para los románticos, Lucifer
representó la revuelta del individuo; para Mijail Bakunin, la revuelta
social. "Satán -escribió el anarquista ruso- emancipa al hombre, pone en
su frente el sello de la libertad y la humanidad." Jean-Paul Sartre, antes
de dar su título definitivo a su trilogía Los caminos de la libertad, pensó
llamarla Lucifer. La idea subyacente era que, en un mundo sin Dios, el
hombre está obligado a crear sus propios valores; Lucifer aquí ya no es
un revolucionario, sino un exiliado de un orden que se derrumbó solo.
Esta posición estaba bien adaptada a la necesidad que tenían los
europeos bajo la ocupación nazi de crearse un espacio personal de
libertad, incluso en medio de la opresión.
DEL AMOR
Pero volvamos unos siglos atrás y volvamos al ámbito de la intimidad.
Mucho antes de la Revolución industrial, en los albores de la
modernidad, Occidente experimenta su primera revolución en las
relaciones entre los géneros. Es una revolución estilizada, que empieza
como una moda en las cortes de los nobles provenzales, pero de largo
alcance, porque establece nuevas exigencias para la hombría, que todo
varón en adelante deberá esforzarse en alcanzar para hacerse acreedor
al título de hombre.
Detrás del arquetipo de Cyrano hay intuiciones que todo varón, mal que
mal, conoce. Todo hombre, a fin de cuentas, tiene la nariz demasiado
grande. Llegado a cierta edad, todo hombre comprende que es feo. Si no
es fea su nariz, lo será su estupidez o su cobardía, y si es valiente y
lúcido, de todas formas quedará la esencial ridiculez de poseer órganos
reproductivos externos y una próstata que tiende a fallar y generar
tumores. Como dice Christopher Hitchens, los hombres son
espectacularmente poco atractivos; qué nos ven las mujeres es un
misterio para nosotros igual que para ellas. Es, de nuevo, el deseo
sexual, como la nariz oblonga de Cyrano freudianamente nos recuerda
en cada escena de la obra, lo que nos confunde con su tosquedad. Y sin
embargo el amor nos infunde un deseo irrazonable de pureza, de
sublimidad, de absoluto.
LA CRISIS DE LA MASCULINIDAD
Supongo que en este punto es necesario hacerse cargo de un hecho: el
elogio de los arquetipos de la hombría parece, fatalmente, algo
trasnochado. Los fantasmas de la hombría viven entre nosotros: Cyrano
de Bergerac, Prometeo, Sísifo, el rey Arturo, don Quijote, Bogart, Lucifer.
Pero las cualidades que les asignamos han sido por demasiado tiempo
acaparadas por los discursos de los dictadores o las quejas de los
jubilados en las plazas como para no resultar sospechosas.
Hubo, en efecto, una crisis de la hombría en el siglo XX. Una parte fue
causada por sus propias contradicciones internas. Si sacrificar el amor o
el bienestar o la vida en nombre del proyecto fue un aspecto
fundamental de la ética de la hombría, en la Primera Guerra Mundial la
carnicería llegó a ser tan grotesca que el sacrificio perdió su sentido.
¿Qué proyecto puede valer la muerte de toda una generación? En un
último intento por salvar a la hombría del descrédito, se dijo que aquella
iba a ser la guerra para terminar con todas las guerras; cuando, apenas
veinte años después, la Segunda Guerra demostró que la destrucción no
tenía techo, la vieja ética del sacrificio murió de muerte natural.
Quizá ninguna lo hace de manera tan explícita como la que para muchos
es la mejor serie de todos los tiempos: Breaking Bad (2008-2013). Su
protagonista, Walter White, es un hombre que siente que da para más.
Tiene una mujer y un hijo y sólo sabe con seguridad una cosa: que no
fue con ellos como le habría gustado ser. Walter Junior tiene una
afección que lo hace hablar con dificultad y moverse con muletas. Skyler
es voluntariosa y leal y mandona. Walter, ex genio que iba a ser el
próximo Steve Jobs, malvive dando clases, atiende la caja en un
lavadero de autos y en su cumpleaños número cincuenta no puede
juntar entusiasmo suficiente para hacer el amor con su mujer.