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ADN Cultura
Viernes 15 de agosto de 2014 | Publicado en edición impresa
Conquistadores, caballeros y proveedores

La masculinidad, un prisma que se


resquebraja
Una reflexión sobre el lugar que el varón ocupa en las sociedades actuales
llevó al autor de este ensayo a revisar los arquetipos de la hombría
engendrados por la cultura patriarcal. El resultado, un viaje por la literatura, la
mitología y la historia, que también alimentó la escritura de su más reciente
libro: Hacete hombre
Por Gonzalo Garcés |
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Es curioso, pero pocos han hablado tan bien de la masculinidad como la


pensadora feminista más importante del siglo XX. Simone de Beauvoir
sostiene que el patriarcado empezó con la agricultura: en ese momento,
la tribu descubre que si planta unas semillas y las cuida durante un
tiempo, su prosperidad aumenta en forma inaudita. Torsión extraña para
la inteligencia primitiva: obrar en función de lo que todavía no existe.
Pero el éxito de la agricultura causa una revolución ética: en adelante, la
raíz de todos nuestros valores es el proyecto.

¿Por qué cualquier político de tercera categoría, con sólo decir la palabra
futuro, remueve algo ancestral? ¿Por qué todas las culturas han
despreciado al que dilapida sus bienes y respetado al que lega algo a
sus hijos? ¿Por qué se festeja más al héroe de guerra que a la mujer que
pare? Porque la parturienta aporta una vida, pero quien se pone en
riesgo por la tribu está afirmando que la vida individual no es lo más
importante, sino que tiene que ponerse al servicio de algo más
duradero.

Beauvoir dice que en esto la mujer no difiere del varón: también ella,
faltaría más, valora el proyecto por encima de todo. Pero a la hora de
participar en los aspectos del proyecto que otorgan más prestigio -la
guerra, el liderazgo, la innovación técnica-, la tecnología del neolítico no
la ayuda. Con el sesenta por ciento de la masa muscular del varón, y
debido a que los humanos no tienen períodos de celo sino que pueden
procrear en cualquier momento, la mujer pasa su vida o bien
embarazada o bien cuidando niños. Recién cuando el telar, el tractor, la
pastilla anticonceptiva, la escuela obligatoria y el misil teledirigido
ponen a la mujer en igualdad de condiciones con el varón, se hace
natural reclamar la igualdad de derechos. "El patriarcado -resume
Beauvoir- fue una etapa en el progreso de la humanidad."

Diez mil años de patriarcado han dado forma a la cultura. De manera


injusta, los arquetipos que engendró -héroes, rebeldes, santos,
visionarios, creadores- se identificaron con el varón. Pero ahora que
sabemos que pueden igualmente identificarse con la mujer, ¿cabe
rescatarlos? Y ahora que el lugar del varón en la sociedad está menos
claro que nunca, ¿tiene sentido interrogar a los arquetipos de la hombría
en busca de valores? Esas preguntas me obligaron a escribir un libro;
esta nota busca rescatar algunas sorpresas que tuve al hacerlo.

SIMPATÍA POR EL DEMONIO


Primera sorpresa: todos los arquetipos occidentales de la hombría, pese
a haber sido engendrados por épocas y regímenes políticos muy
diferentes, guardan alguna relación con la libertad.

Lucifer lidera una revuelta en el cielo contra Dios. Cuando fracasa (la
escena está en El Paraíso perdido, de Milton), Dios lo exilia en el infierno.
El ángel rebelde entonces declara: "Prefiero ser libre en el infierno antes
que servir en el cielo". El arquetipo de Lucifer fue crucial en la formación
de la conciencia de Occidente, que tiene uno de sus ejes en el
individualismo y el cuestionamiento de la autoridad. Por otro lado, se
presta a interpretaciones diversas. Para los románticos, Lucifer
representó la revuelta del individuo; para Mijail Bakunin, la revuelta
social. "Satán -escribió el anarquista ruso- emancipa al hombre, pone en
su frente el sello de la libertad y la humanidad." Jean-Paul Sartre, antes
de dar su título definitivo a su trilogía Los caminos de la libertad, pensó
llamarla Lucifer. La idea subyacente era que, en un mundo sin Dios, el
hombre está obligado a crear sus propios valores; Lucifer aquí ya no es
un revolucionario, sino un exiliado de un orden que se derrumbó solo.
Esta posición estaba bien adaptada a la necesidad que tenían los
europeos bajo la ocupación nazi de crearse un espacio personal de
libertad, incluso en medio de la opresión.

Pero también hay un satanismo de derecha: en los años sesenta, Anton


LaVey fundó la Primera Iglesia de Satán, en parte como reacción contra
el New Deal y el Estado de bienestar. LaVey, un hombre ingenioso que
usaba su cabeza rapada, su capa de terciopelo negro y sus dotes
histriónicas para hacer oír su mensaje, denunciaba la seguridad social, el
igualitarismo y el movimiento por los derechos civiles; abogaba por un
darwinismo social que recuerda a la flamígera escritora conservadora
Ayn Rand, y no muy diferente del que enarboló, treinta años después, la
ideología neoliberal.
¿Qué significa esto? Que Lucifer puede ser, según la época, romántico,
socialista, anarquista, neoliberal o conservador, porque representa un
principio de negación que trasciende las posiciones concretas. Es
interesante notar que todas las cosmogonías arcaicas incluyen un
principio de negación. Según el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas,
Hunab Ku creó el paraíso; pero como contrapeso tuvo que crear también
a Xibalba, el mundo subterráneo. La mitología escandinava imagina a un
dios, Odín, que construye el mundo; pero necesita imaginar también que
Odín tiene un hermano adoptivo, Loki, cuya función es confundir,
desbaratar, desorganizar, burlarse de los planes divinos.

En realidad, el arquetipo de Lucifer resulta de una tensión interna de la


cultura. Es el modo que encuentra la mente civilizada de reconciliar dos
ideas opuestas: por un lado, para que haya vida es necesario un orden,
pero para que sea un orden vivo es necesario que en su interior incube
la negación del orden.

¿Y qué es un arquetipo? Es una ficción identitaria. Un modelo cuya


función es educar al individuo para que, a través del mito, asuma como
propia la memoria colectiva. Se trata de convertir a esa inmanencia que
se llama varón o macho en esa conciencia trascendente que se llama
hombre.

ROBAR EL FUEGO DEL CIELO


Porque el hombre (y ésta es mi segunda sorpresa) no existe. No existe,
quiero decir, como fenómeno natural. Al igual que los arquetipos de la
mujer, las formas de la hombría son obra de la imaginación colectiva.
Son, ya lo dije, ficciones identitarias: dispositivos cuya función es
construir, sobre el yo del individuo, un yo social. De ahí la expresión
"hacete hombre": de algún modo, desde el potrero sabemos que la
hombría no es un hecho biológico sino algo por hacerse, un código de
comportamiento, una ética, una perspectiva sobre las cosas.

La hombría, entonces, es un instrumento. Para ser más precisos: un


instrumento de progreso. Parte del feminismo actual y buena parte del
progresismo en su acepción más vaga asocian la idea misma de hombría
con un aparato social represivo; los llamados roles de género serían
retrógrados en sí mismos y la única posibilidad de liberación consistiría
en difuminarlos o abolirlos. Sin embargo, entre los arquetipos de la
hombría está Prometeo.

El titán amigo de la humanidad, el que se compadece de los mortales


que padecen hambre y frío mientras los dioses lo tienen todo, roba
fuego del carro de Helios y se lo regala a los hombres; por esa
transgresión, sufre un castigo terrible. Lo amarran con cadenas a una
roca y cada día un águila le devora el hígado; durante la noche el hígado
vuelve a crecerle para que el suplicio pueda renovarse. La elemental
decencia de elevar a los que están abajo, de reparar la desigualdad, al
precio que sea, late en el arquetipo de Prometeo. Ahí están contenidos
todos los movimientos de liberación y de justicia, incluido por supuesto
el feminismo.

Pero Prometeo, como arquetipo, no sólo orienta al individuo en


formación hacia la idea de justicia: trae también consigo la fiebre de la
innovación técnica. Y en este punto de nuevo resulta absurda la imagen
caricatural, que sostiene cierto feminismo pop, de una conspiración
secular de caballeros con bigote manubrio que urden la opresión de las
mujeres. A partir de la Revolución industrial, la figura de Prometeo
vuelve a gravitar con fuerza sobre la conciencia de Occidente; en la
medida en que contribuyó a formarlo, es responsable por el método
científico, el telar mecánico, el motor, el automóvil, la asepsia, la
anestesia, la penicilina, los antibióticos, el trabajo mecanizado, la
economía de servicios, la vacuna contra el virus del papiloma humano y
la pastilla anticonceptiva, cosas todas sin las cuales la emancipación de
la mujer habría sido materialmente imposible.

Es la presencia en la memoria colectiva, desdibujada pero todavía viva,


del arquetipo de Prometeo lo que vuelve inteligibles a ciertos personajes
contemporáneos. Uno de los libros más vendidos en lo que va de la
década de 2010 ha sido la biografía de Steve Jobs por Walter Isaacson.
Pero lo notable es la sensación que muchos han reportado, incluido el
autor de esta nota, de conocer de antemano, antes de abrir el libro, sus
elementos fundamentales: la intuición genial, el robo del fuego celestial
de las computadoras, hasta entonces reservado a científicos y militares,
para ponerlo al alcance de cualquiera; la incomprensión, el triunfo, la
caída, el castigo bajo la forma de la megalomanía, la soledad, el
ostracismo y por fin el cáncer.

DEL AMOR
Pero volvamos unos siglos atrás y volvamos al ámbito de la intimidad.
Mucho antes de la Revolución industrial, en los albores de la
modernidad, Occidente experimenta su primera revolución en las
relaciones entre los géneros. Es una revolución estilizada, que empieza
como una moda en las cortes de los nobles provenzales, pero de largo
alcance, porque establece nuevas exigencias para la hombría, que todo
varón en adelante deberá esforzarse en alcanzar para hacerse acreedor
al título de hombre.

En su tratado De amore, que se supone escrito entre 1184 y 1186,


Andreas Capellanus procura codificar los preceptos que llegarán a
conocerse, en las baladas de los trovadores, como amor cortés. Nadie
sabe con exactitud cómo nació en el siglo XII este movimiento, que fue
ético tanto como estético, a favor de un lugar más encumbrado para las
mujeres y de relaciones consensuales -aunque usar ese término sea un
anacronismo deliberado- entre los sexos. El ensayista suizo Denis de
Rougemont llegó a sostener que era un movimiento religioso encubierto.
Esto tiene cierto sentido: entre otras cosas, el amor cortés se opuso con
vehemencia a la Iglesia católica en lo referente a la mujer, que aquella
consideraba oficialmente, siguiendo a San Pablo, como "puerta del
demonio" y "camino de perdición". La religión consideraba el contacto
carnal como un mal necesario, y dentro del matrimonio, como un
derecho del marido; en contraste, Andreas Capellanus sostiene que
"aquello que se toma contra los deseos de la amante carece de todo
valor" y ordena lo siguiente: "Al practicar el solaz del amor, nunca
excedas los deseos de tu amante".

Esto es, pura y simplemente, la primera condena universal de la


violación. Pero me interesa examinarlo también como un punto de no
retorno en el proceso de formación de un arquetipo de la hombría. Como
en otros casos, en la historia de la hombría en Occidente, lo que
tenemos es la búsqueda de una resolución, a través del mito, de
realidades contradictorias.

¿Cuáles? Por un lado, la realidad cruda, incontrolable, a menudo brutal,


del deseo. El deseo sexual, en especial el deseo masculino, es rudo. Por
otro lado, un componente ético que ya desde el neolítico había formado
parte de los códigos de la hombría: la abnegación, la protección de los
menos fuertes, la postergación del placer en nombre de algo más
trascendente. El trovador del siglo XII es un primer intento de llegar a
una síntesis.

Pero yo arriesgaría que el arquetipo recién cristaliza con la puesta en


escena de Cyrano de Bergerac (1898), la obra en verso de Edmond
Rostand. El argumento es bien conocido: Cyrano, bravo guerrero, púdico
poeta, está enamorado sin remedio de su prima Roxane, pero no se
atreve a confesar ese amor por temor a que ella se ría de su enorme
nariz. Ella, en cambio, quiere a Christian, que es por confesión propia un
muchacho más bien ordinario, incapaz de elevar sus pulsiones a
palabras y frases (y menos en versos alejandrinos de doce sílabas), pero
de una apostura sin tacha. Cyrano hace con él un pacto: él será su voz,
Christian será su cara. Entre los dos conquistarán a Roxane.

Detrás del arquetipo de Cyrano hay intuiciones que todo varón, mal que
mal, conoce. Todo hombre, a fin de cuentas, tiene la nariz demasiado
grande. Llegado a cierta edad, todo hombre comprende que es feo. Si no
es fea su nariz, lo será su estupidez o su cobardía, y si es valiente y
lúcido, de todas formas quedará la esencial ridiculez de poseer órganos
reproductivos externos y una próstata que tiende a fallar y generar
tumores. Como dice Christopher Hitchens, los hombres son
espectacularmente poco atractivos; qué nos ven las mujeres es un
misterio para nosotros igual que para ellas. Es, de nuevo, el deseo
sexual, como la nariz oblonga de Cyrano freudianamente nos recuerda
en cada escena de la obra, lo que nos confunde con su tosquedad. Y sin
embargo el amor nos infunde un deseo irrazonable de pureza, de
sublimidad, de absoluto.

¿Cómo resuelve esa contradicción el arquetipo de Cyrano? Parte su


conciencia en dos: será el poeta de la cara deforme y el opa con mentón
perfecto. El hombre de los deseos sublimes nunca tocará a Roxane.
Desde la oscuridad pronunciará palabras estremecidas que subirán
hasta el balcón de Roxane y la harán suspirar; pero el que trepará al
balcón y se comerá a la prima será Christian.

ALGÚN DÍA ENTENDERÁS ESTO


La tentativa de escapar de los imperativos de la propia carne, que late
con fuerza en Cyrano de Bergerac, vale como recordatorio de una idea
indispensable para pensar la hombría: si bien ésta no puede separarse
de cierta idea de libertad, a menudo se trata de libertad respecto del
propio yo, de la propia personalidad, de las propias limitaciones. La fuga
siempre es hacia el futuro: hacia el proyecto.

En 1942, en Estados Unidos, el proyecto era la defensa de la modernidad


liberal contra el neopaganismo nazi. En nombre de ese proyecto,
Humphrey Bogart escapa de su propia naturaleza, que lo impulsa a
quedarse con Ingrid Bergman a cualquier precio. Es ese engranaje moral
-y no el pucho en la comisura de la boca ni el impermeable ni el
chambergo empapado de lluvia- lo que convirtió al personaje de Bogart
en la película Casablanca en un arquetipo moderno de la hombría.

Recordemos las circunstancias. Bogart vive en una de las tristes


posesiones coloniales francesas en África del norte, bajo la hegemonía
de los nazis, y no es el pez peor adaptado para prosperar en ese charco.
Los funcionarios coloniales son corruptos; Bogart permite que el capitán
Renaud apueste en su ruleta clandestina a cambio de no molestarlo en
sus negocios. En cuanto a los alemanes, su condición de extranjero
neutral lo protege. Podría llevar una vida bastante cómoda en esa
sordidez, pero se levanta por encima de ella porque es un hombre.

No tiene vocación de mártir. Ni siquiera le importa tener buena imagen.


Pero si una cosa no le gusta es la gente maleducada. Cuando el mayor
Strasser le pregunta si puede imaginar las tropas del Tercer Reich en
Nueva York, Bogart le da la mejor respuesta de la historia del cine:
"Bueno, mayor, hay barrios de Nueva York que no le aconsejaría invadir".
La frase es una martingala perfecta: Bogart parece decir que el Bronx o
Harlem son tan sórdidos que no merece la pena invadirlos, casi como si
se disculpara ante el potencial conquistador, pero al mismo tiempo le
está diciendo que para correrlos a ellos con un par de pungas alcanza.
Nuestro arquetipo, ya lo vemos, es valiente, pero también es chicanero.

Algo fundamental separa Casablanca de mil y una películas patrioteras:


ni una vez aparece en el horizonte la palabra victoria. No se anticipa
ningún triunfo personal. Ni siquiera el triunfo de un país. Bogart tiene
que tomar una decisión que le concierne sólo a él: o entrega a la
Gestapo a su rival en el amor, Lazlo, y se va en el avión con Ingrid
Bergman, o bien deja que Ingrid se vaya con Lazlo y él se queda para
enfrentar una vida peligrosa y casi seguro la muerte. Elige lo segundo,
no porque eso signifique ganar la guerra, sino porque esa conducta lo
convierte en un hombre. O para decirlo a la manera de Kant: Bogart en
este momento identifica su persona con la Ley Moral. A efectos
prácticos, el proyecto humano ahora es él. Ahí parado, con su
impermeable gastado, es invulnerable y refulgente y no termina nunca.

Pero es un hombre y eso significa también que en el centro de su


seriedad hay algo un poco cómico. También es algo muy masculino y la
mayoría de las mujeres reconocerá la situación sin problema. Al final,
cuando le revela que él no va a subirse al avión, Bogart le dice a
Bergman: "No soy bueno para ser noble, pero no cuesta mucho ver que
en este mundo desquiciado los problemas de tres pequeñas personas no
valen nada. Algún día entenderás esto". Ese remate condescendiente le
da una comicidad secreta a la escena. Porque Bogart ha olvidado que la
autora de esa idea, en realidad, es Bergman: la noche anterior, cuando
discutían, ella le dijo que los problemas personales no importan cuando
el mundo se hunde. Tal vez ella prefiere no arruinarle el momento; quizá
también lo ha olvidado.

LA CRISIS DE LA MASCULINIDAD
Supongo que en este punto es necesario hacerse cargo de un hecho: el
elogio de los arquetipos de la hombría parece, fatalmente, algo
trasnochado. Los fantasmas de la hombría viven entre nosotros: Cyrano
de Bergerac, Prometeo, Sísifo, el rey Arturo, don Quijote, Bogart, Lucifer.
Pero las cualidades que les asignamos han sido por demasiado tiempo
acaparadas por los discursos de los dictadores o las quejas de los
jubilados en las plazas como para no resultar sospechosas.
Hubo, en efecto, una crisis de la hombría en el siglo XX. Una parte fue
causada por sus propias contradicciones internas. Si sacrificar el amor o
el bienestar o la vida en nombre del proyecto fue un aspecto
fundamental de la ética de la hombría, en la Primera Guerra Mundial la
carnicería llegó a ser tan grotesca que el sacrificio perdió su sentido.
¿Qué proyecto puede valer la muerte de toda una generación? En un
último intento por salvar a la hombría del descrédito, se dijo que aquella
iba a ser la guerra para terminar con todas las guerras; cuando, apenas
veinte años después, la Segunda Guerra demostró que la destrucción no
tenía techo, la vieja ética del sacrificio murió de muerte natural.

Un anticipo de lo que iba a suceder a escala mundial se encuentra en


Una mujer en Berlín. La autora anónima de ese documento
extraordinario cuenta que en 1945, al día siguiente de la rendición de
Alemania, todos los varones de Berlín habían perdido su virilidad: cedían
la iniciativa a las mujeres, ponían la seguridad por encima del honor,
descreían de palabras como país, pueblo o futuro. Para decirlo de algún
modo, el soplo del proyecto los había abandonado. Este vaciamiento de
la hombría pronto se extendió a todas las naciones de Occidente. Como
escribe Henry Sullivan, la explosión del flower power en los años sesenta
fue el funeral de la modernidad. Cada valor de la contracultura fue la
negación explícita de los valores que habían hecho de la hombría el
motor del progreso en los diez siglos anteriores: actitud prescindente
respecto del proyecto colectivo, rechazo de la razón de Estado,
desconfianza hacia la tecnología, fatalismo orientalizante, mentalidad
adolescente, apariencia andrógina.

Al mismo tiempo, la estructura económica había cambiado. De 1750 a


1945, Occidente había experimentado un crecimiento desaforado de la
producción, con un consumo per cápita comparativamente estable;
como sabemos, esta disparidad generó excedentes que obligaron a abrir
mercados mediante la conquista imperial. Pero a mediados del siglo XX
la economía imperial estaba agotada y el énfasis pasó de la producción
al consumo. El excedente ya no se iba a volcar en mercados externos,
sino que sería absorbido por un aumento constante de la demanda. Para
esto era necesario poner en marcha una cultura del consumo. Los
arquetipos de la hombría que habían contribuido a formar Occidente,
con su énfasis en la autonomía personal, la postergación de la
satisfacción, la frugalidad y el pensamiento a largo plazo, ya no eran
funcionales para la nueva economía.

El reemplazo de la figura del "hombre" -en el sentido cultural- por la del


consumidor es un hecho. En 2013, una encuesta realizada por los
investigadores John Gerzema y Michael D'Antonio, que incluyó a gente
de América latina, Asia, Europa y Estados Unidos, planteó la pregunta:
"¿El mundo sería mejor si los hombres pensaran más como las
mujeres?". Dos tercios de los consultados respondieron que sí.

Lo que llama la atención es qué significa, en el estudio de Gerzema y


D'Antonio, "pensar como las mujeres". Más que femeninos, los valores
que rescata el estudio parecen la descripción del perfecto consumidor:
siempre de acuerdo con aquel, las mujeres "son expresivas, ahorran, son
razonables, son leales, son flexibles, son pacientes, son intuitivas, son
colaboradoras". Los rasgos positivos que se asocian con la masculinidad
se limitan a dos: son "decididos" y "resistentes".

En cuanto a cualidades como la crítica, la imaginación, el sentido de la


justicia, el orgullo, la fantasía, la independencia, el coraje o el humor, al
parecer no son ni masculinas ni femeninas: simplemente han dejado de
existir, al menos entre las opciones que Gerzema y D'Antonio proponen
a los encuestados.

VIVIR LIBRE O MORIR


Si lo anterior es cierto, ignoro qué podría indicar sobre nuestra época el
hecho de que, desde hace algunos años, vuelvan a aparecer en la
cultura de masas, con la insistencia de un pensamiento obsesivo, los
arquetipos de la hombría.

Se habla mucho de la edad de oro de la televisión. Desde precursoras


como Los Soprano (1999-2007) hasta la reciente True Detective (2014),
pasando por obras maestras como Six Feet Under (2001-2005) o House
of Cards (2013-2014), el consenso parece indicar que las series
televisivas han alcanzado la edad de la madurez y se han convertido en
la forma de ficción más vital de la época. No puede ser casual que todas,
de una manera o de otra, lidien con el tema de la masculinidad.

Quizá ninguna lo hace de manera tan explícita como la que para muchos
es la mejor serie de todos los tiempos: Breaking Bad (2008-2013). Su
protagonista, Walter White, es un hombre que siente que da para más.
Tiene una mujer y un hijo y sólo sabe con seguridad una cosa: que no
fue con ellos como le habría gustado ser. Walter Junior tiene una
afección que lo hace hablar con dificultad y moverse con muletas. Skyler
es voluntariosa y leal y mandona. Walter, ex genio que iba a ser el
próximo Steve Jobs, malvive dando clases, atiende la caja en un
lavadero de autos y en su cumpleaños número cincuenta no puede
juntar entusiasmo suficiente para hacer el amor con su mujer.

Entonces, como a Hans Castorp en La montaña mágica, la muerte viene


a sacudirlo de su sopor. Le diagnostican un cáncer inoperable. El
pronóstico: seis meses de vida. ¿Qué va a pasar con Skyler y con Junior?
Secundado por un ex alumno que apenas sale de su asombro ("¿Un
cuadrado como usted, a esta edad va a tomar el mal camino?"), Walter
se hace narco. No ocurre de la noche a la mañana. Tiene que despojarse
de su timidez, de sus ganas de agradar. Tiene que aprender a matar,
incluso con las propias manos. Tiene que aprender (y esto para un
hombre como Walter es casi más difícil que matar) a perder el aprecio
de la gente que quiere.

Más tarde, cuando Walter dude y se pregunte si perder el amor de su


mujer no es un precio demasiado alto, habrá una figura mefistofélica
que sabrá ponerlo otra vez en camino: el capo narco Gustavo Fring. Un
hombre... un hombre provee para su familia, le susurra Fring. Mientras
tengas hijos, tenés una familia. Ellos son tu prioridad, tu responsabilidad.
Y un hombre... un hombre provee. Y provee incluso cuando no es
apreciado, ni respetado, ni siquiera amado. Simplemente se aguanta. Y
sigue adelante. Porque es un hombre.

En efecto, la coartada de Walter es siempre, gracias al negocio de la


droga, dejar algo para su familia. Pero lo real es su transformación, lenta
pero fulgurante, en hombre. Y en cierta forma todos los arquetipos de la
hombría pasan por su atormentada historia. Ahí lo vemos, ambicioso
("No se metan en mi territorio"), paternal (dos hombres están por atacar
a su joven socio y Walter los atropella y después los remata de un tiro en
la cabeza), napoleónico ("Me preguntaste si lo mío es hacer dinero o
fabricar metanfetamina. Ninguno de los dos. Lo mío son los imperios"),
místico ("Estoy despierto"), orgulloso ("No estoy en peligro; yo soy el
peligro"), responsable ("¿Con quién crees que estás hablando, Skyler?
¿Sabes qué pasaría si no voy a trabajar? Un negocio grande como para
figurar en el Nasdaq se viene abajo").

Para cuando le toca la segunda dosis de quimioterapia, la patente de su


auto lleva esta leyenda: "Vivir libre o morir". Lucifer no lo habría dicho
mejor..

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