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PALESTINA EN EL SIGLO I

El Imperio romano fue el marco en el que el cristianismo se extendió y consolidó, pero fue en
Palestina, una pequeña región adscrita a la provincia de Siria, donde se desarrolló la actividad de
Jesús y de la primera comunidad cristiana. Todo lo que podamos conocer acerca de su situación social
y económica, de su organización política o de su vivencia religiosa es de gran importancia para
comprender los evangelios, que reflejan este ambiente en cada una de sus páginas.

1. Ambientación geográfica
Con el nombre de Palestina se designa una región natural situada al este del Mediterráneo, que fue
el territorio del pueblo de Israel y que tuvo su centro cultural y religioso en Jerusalén desde los
tiempos de David.
Abarca una franja relativamente estrecha delimitada al Norte por el mar de Galilea o lago de
Tiberíades, y al Sur, por el mar Muerto. Verticalmente, de Oeste a Este se distinguen claramente
cuatro franjas: la zona costera, que es llana, vive del comercio marítimo (Gaza, Tolemaida, Cesarea),
de la agricultura y de la pesca; después viene una cadena montañosa de cuya vertiente oriental arranca
una profunda fosa que sirve de lecho al río Jordán; finalmente, al otro lado del río se encuentra la
Transjordania, zona esteparia apta para el ganado menor.
De Norte a Sur existen tres regiones: primero, Galilea, poblada por gentes de diversa procedencia
y que vive sobre todo del cultivo de cereales en las llanuras y de la pesca en el lago; Samaría, situada
entre Galilea y Judea, religiosamente separada del culto de Jerusalén, alcanzó gran importancia sobre
todo como residencia de los gobernadores romanos, que fijaron su sede en la ciudad costera de
Cesarea; finalmente, la región de Judea, zona montañosa que vive del cultivo de la vid y el olivo y
sobre todo del comercio y la artesanía que se desarrollan en Jerusalén en torno al Templo, que es el
centro de la religión oficial.

2. Situación política
Desde el año 61 a.C., en que Pompeyo tomó la ciudad de Jerusalén, Palestina se encontraba
sometida al poder romano. No era una situación nueva para un pueblo que había vivido ya sometido
a los persas y a los griegos durante un largo período de su historia reciente. A lo largo de este período,
que comenzó con el exilio en el siglo VI a.C., los judíos vivieron en la constante tensión de tener que
admitir las influencias culturales y políticas y conservar, al mismo tiempo, el núcleo de sus tradiciones
y de su modo de vida.
En el siglo I d.C. la situación política de Palestina es el resultado de la herencia de Herodes el
Grande, que había gobernado toda la región como rey durante cuarenta años (37-4 a.C.), gracias a un
tratado firmado con Roma. En su dilatado gobierno, el país alcanzó un esplendor sólo comparable al
que tuvo en la época de David: comenzó la reconstrucción del Tempo, edificó acueductos, modernizó
las ciudades y rodeó a Palestina de una cadena de fortalezas militares. A sus dotes de buen diplomático
unía las de militar valeroso y las de buen administrador. Pese a todo, no fue querido por sus súbditos
debido a su origen extranjero, a su cruel comportamiento con la familia real (los asmoneos), y sobre
todo por su descarado colaboracionismo con los opresores romanos.
A su muerte dividió su magna herencia entre sus tres hijos: a Arquelao lo nombró etnarca de Judea,
Samaría e Idumea; a Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y Perea; y a Felipe, tetrarca de la región de
Transjordania. Los nuevos continuaron con el mismo régimen de vasallaje que habían tenido bajo
Herodes, excepto los territorios encomendados a Arquelao, que desde el año 6 d.C. se convirtieron
en una especie de provincia secundaria, al frente de la cual se encontraba un procurador o prefecto
romano.
El motivo por el cual Arquelao fue desposeído de sus territorios hay que buscarlo en el descontento
de las clases dominantes de Jerusalén hacia la dinastía de Herodes. Enviaron una embajada a Roma,
y Augusto colocó en lugar de Arquelao un gobernador que residía en Cesarea, pero que iba a Jerusalén
con motivo de las fiestas o en previsión de desórdenes y revueltas. A dicho gobernador competían los
asuntos militares, judiciales y económicos, y aunque existía una cierta dependencia con respecto al
legado de Siria, de hecho, gozaba de una gran autonomía. Para ejercer sus funciones militares contaba
con una pequeña fuerza militar. El ejercicio de la justicia era tarea del Sanedrín, aunque éste no podía
condenar a muerte (él estaba reservado al poder romano). Las atribuciones económicas,
especialmente la recaudación de los impuestos, completaban el marco de su jurisdicción. Como se
ve, estos procuradores romanos tuvieron que encontrar un cierto equilibrio con las autoridades del
lugar. Su actitud con respecto a las creencias religiosas es un buen ejemplo de ello: por un lado,
respetaban las prácticas y lugares sagrados, hasta el punto de que las tropas no llevaban nunca sus
insignias dentro de la ciudad santa; pero, por otro, era el gobernador quien nombraba al sumo
sacerdote.
De los seis procuradores romanos que administraron Judea entre el año 6 y el 41 d.C., sin duda el
más conocido y el más interesante para nosotros es Poncio Pilato (26-36 a.C.), pues durante su
gobierno tuvo lugar el ministerio de Jesús y el nacimiento de la primera comunidad cristiana. Las
informaciones que de él dan los escritores de la época son bastante negativas y contrastan con las que
dan de sus predecesores. Flavio Josefo y Filón narran algunos episodios que tienen como común
denominador la dureza y la provocación. El último de ellos, la matanza de un grupo numeroso de
samaritanos sin razón proporcionada le valió el exilio y el final de su carrera política.
El año 41 d.C. Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, educado en la corte imperial y amigo
personal de Calígula y de Claudio, volvió a reunir todos los territorios de Palestina, pero su muerte
repentina en Cesarea el año 44 d.C. hizo que se volviera al régimen de los procuradores. Desde el año
44 al 66 se sucedieron en Palestina siete procuradores. Bajo su gobierno la situación se fue
deteriorando progresivamente hasta desembocar el año 66 d.C. en la llamada , cuyo desenlace fue el
asedio de Jerusalén y la destrucción del Templo por las tropas de Tito. A partir de entonces Palestina
se convirtió en una provincia imperial distinta de Siria, que llevaba el nombre de Judea y era la sede
de la X Legión.
La dominación romana se traducía sobre todo en una creciente opresión económica. Además de los
, las provincias tenían que pagar a Roma un , que los gobernadores tenían que sacar del pueblo. De la
tarea se encargaban los grandes financieros, que a su vez contrataban recaudadores. Estos, que
poseían amplios poderes, eran los que se ocupaban del cobro directo. No existía control de los
métodos ni de las cantidades recaudadas. Bastaba con que se alcanzaran las cotas fijadas para él . Por
eso no es difícil imaginar que existieran abusos, ni es extraño que estos recaudadores fueran
considerados despreciables por un pueblo que desde los tiempos de Herodes el Grande sufría una
continua sangría económica.
Frente a este estado de cosas que encontramos en la Palestina de la primera mitad del siglo, se
dieron tres posturas distintas: el colaboracionismo, la resistencia y la de los que ante todo intentaban
sobrevivir. A los colaboracionistas se los encuentra entre las clases próximas al poder político o
religioso: los herodianos y saduceos, cortesanos y miembros del alto clero, respectivamente. La
resistencia recluta sus adictos entre las clases bajas, que son las más oprimidas. Son sobre todo
motivaciones religiosas las que irán alimentando los grupos de oposición, pero esto ocurrió sobre
todo a partir del año 44 d.C. bajo la segunda serie de procuradores. Finalmente, el grupo más
numeroso, la mayoría del pueblo, se apunta a los que desean sobrevivir. Aquí está la mayoría de los
fariseos y escribas, que veía con buenos ojos la marcha de los romanos, pero esperaban la liberación
del pueblo por intervención directa de Dios. En cualquier caso, se vivía una situación de creciente
tensión ante la que era necesario tomar una opción y en la que se alimentaba la esperanza de unos
tiempos nuevos y de un futuro mejor.

3. Contexto económico y social


La situación social y la económica están generalmente relacionadas. En este campo se dan
complejas interacciones difíciles de describir en breves pinceladas. Comenzaré por la organización
de la sociedad romana y luego diré dos palabras acerca de los recursos económicos y su distribución.
Jurídicamente se distinguían tres clases de hombres: los ciudadanos romanos, los hombres libres
de las provincias y los esclavos. Los ciudadanos romanos son los hombres libres que viven en la
península: poseen el derecho de elegir a los magistrados, están exentos de los tributos y sólo pueden
ser juzgados por un tribunal romano. Este derecho de ciudadanía lo tenían también algunos hombres
libres de las provincias. Es el caso de Pablo, que hace uso de este derecho ante el procurador Félix
(Hch 25,1-2). Los hombres libres de las provincias representan a las clases dirigentes y a los pequeños
y medianos empresarios: comerciantes, labradores, artesanos, etc., que ganan su vida y hacen
prosperar el Imperio. Finalmente, los esclavos componen un importantísimo grupo social en el
Imperio. Su número era muy elevado. Se calcula, por ejemplo, que en Atenas vivían 40.000 hombres
libres, unos 10.000 libertos y alrededor de 110.000 esclavos. En teoría, los esclavos no tenían el rango
de personas humanas, y a ellos se les confiaba de manera a veces despiadada los trabajos más duros
en el campo y en la casa. Sin embargo, los esclavos tuvieron un notable influjo social: protagonizaron
revueltas populares, como la capitaneada por Espartaco en los años 73-71 a.C., tuvieron una
importancia decisiva en la transmisión de la cultura griega como maestros y preceptores de las
familias nobles y, finalmente, desempeñaron un papel de primer orden en la introducción de ideas y
prácticas religiosas procedentes del Oriente, que fueron ganando adeptos entre sus señores. Así
ocurrió precisamente con el cristianismo, que tuvo en la clase de los esclavos una importante vía de
expansión.
Además de esta división en clases, existían en el Imperio otros factores de enorme influjo social.
Anotemos sólo dos: la extensa red de comunicaciones y la importancia creciente de la ciudad.
Efectivamente, la extensa red de caminos que comunicaban el Imperio y la facilidad de las
comunicaciones en un mar limpio de piratas constituyeron la base del comercio y de las
comunicaciones. El horizonte del mundo conocido se ensancha y las noticias corren con velocidad.
Este factor influyó mucho en la expansión del cristianismo, como pude advertirse leyendo los viajes
de Pablo en la segunda parte del libro de los Hechos. Ahora bien: los puntos neurálgicos de dichas
comunicaciones eran las ciudades y muy principalmente las ciudades costeras del Mediterráneo. La
cultura helenística fue esencialmente urbana. La ciudad era el centro de la vida comercial
administrativa y cultural. Debido a su elevada densidad de población, se vive en ellas en constante
comunicación e interacción. No tiene, pues, nada de extraño que fuera en estas ciudades donde
primero echó raíces el cristianismo, que con ello se embarcaba en un interesante proceso de
urbanización, el cual supuso un trasvase cultural desde el ambiente rural en que vivió Jesús y sus
primeros seguidores hasta el ambiente urbano en el que tuvieren que desenvolverse las primeras
comunidades cristianas.
La economía del Imperio se basaba en la agricultura, la artesanía y la pequeña industria, agilizadas
por el intenso comercio que facilitaba la amplia red de comunicaciones que atravesaba sus provincias.
La agricultura proporcionaba el alimento necesario gracias al intercambio: cereales de Egipto, vino y
aceite de España, etc. En cualquier tienda de una ciudad medianamente grande podían encontrarse
fácilmente estos productos. Su producción se basaba normalmente en la explotación de los
campesinos, sometidos a servidumbre por los reyes o señores locales.
La artesanía y la pequeña industria alcanzaron un gran desarrollo, en parte debido a la importación
de minerales y a las necesidades creadas por la guerra (industria bélica) y las construcciones
imperiales. Los pequeños artesanos formaban entre sí asociaciones y solían vivir en el mismo barrio.
Este es el caso de Pablo, que encuentra en Corinto a un matrimonio de su misma profesión (Hch 18,1-
4), o el del gremio de los orfebres, que intentaron eliminarle en Efeso (Hch 19,23ss).
Evidentemente, la vida económica y social era mucho más compleja de cuanto hemos dicho aquí.
Para completar el cuadro sería necesario hablar también de la evolución de la institución familiar, la
relajación de las costumbres o la influencia del sistema de impuestos. Además, deberíamos tener en
cuenta que en cada región estos datos generales se concretan de forma distinta. La intención de esta
descripción ha sido mostrar la influencia que estos factores pueden tener para comprender los escritos
que vieron la luz en el seno de aquella sociedad.

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