(hieroscopia o extispicina) no parece haber nacido en Grecia, sino más bien haber
provenido de Etruria, pero tuvo un éxito inmenso en la época clásica.
Hubo un tiempo -escribe Alain- en que el hombre se guiaba en sus aventuras por
el vuelo de las aves, y sabía prever los lugares en los que había pastos y fuentes
por el estómago del ciervo que mataba. La molleja del ave le enseñaba que podía
comer granos hasta ese momento sospechosos o mal conocidos, de donde vino la
costumbre política de decidir acerca de acciones importantes después de la
observación de las entrañas de animales.
Como el sacrificio era en Grecia el acto religioso por excelencia, las víctimas no
faltaban. La hieroscopia utilizaba todas las especies animales, pero sobre todo las
cabras, los corderos y los terneros. De igual modo, todas las vísceras podían
suministrar indicaciones útiles, pero el hígado tenía una importancia muy especial.
En el hígado hay tres cosas para examinar: los lóbulos, la vesícula biliar y la vena
porta. Así, en la Electra de Eurípides, Orestes, antes de matar a Egisto, le asiste
en un sacrificio cuyos funestos presagios anuncian el asesinato inminente, Egisto
toma de manos de Orestes las vísceras sagradas y las observa. En el hígado falta
un lóbulo; la vena porta y los vasos vecinos revelan a sus miradas inquietantes
irregularidades. Egisto se ensombrece y Orestes pregunta: ¿Por qué tal aire
desolado? Extranjero -responde Egisto- temo caer en una trampa tendida desde
afuera, Tengo un enemigo mortal, el hijo de Agamenón, quien está en guerra
contra mi casa.
Ese lóbulo del hígado cuya ausencia constituye un presagio particularmente grave
es el que la aruspicina latina llamará caput jecoris, la cabeza del hígado. La atrofia
o la desaparición de ese lóbulo, presagio de ruina y de muerte, es el más seguro
de los signos que suministra el examen de las vísceras: de ese modo fueron
advertidos de su fin próximo no solamente Egisto, sino también personajes
históricos como Cimón, Agesilao y Alejandro el Grande.