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Desde que iba en la preparatoria, aproximadamente a los 16 años, disfrutaba de sobremanera

el caminar por las calles del centro de la CDMX. Recuerdo que solía llegar al metro Hidalgo;

caminaba a Bellas Artes y de ahí directo a Buena Vista, ya que como todo adolecente que

tiene un gusto por el Rock y el Metal, gustaba de ir al Mercado del Chopo algunos sábados.

Aprovechaba esos viajes para caminar por la ciudad y conocer distintas calles, rutas y lugares.

Otras veces viajaba de Revolución al Chopo, y otras tantas me aventuraba desde el Zócalo a

sus calles aledañas, buscando y conociendo nuevos lares para mí.

Cada vez que hice estas caminatas pensaba en la ciudad como un lugar tranquilo, donde uno

podía caminar libremente. Creo que esa visión estaba equivocada, me hacía falta conocer

muchos otros barrios y lugares peligrosos donde poca gente quiere poner sus pies por

voluntad. Mientras fui creciendo la visión que tenía de la ciudad fue cambiando, ella se me

mostró con muchas otras facetas. Conocí la ciudad de noche, el peligro del Metro Toreo (sí,

a cualquier hora), me sabía de memoria en cuáles calles y lugares comprar distintas cosas,

dónde buscar ciertas otras, y aunque conocía lo malo de la ciudad, no perdí el gusto por

caminar en ella.

Con todo esto no quiero apuntar a lo diverso de las calles de la ciudad, pues es algo que

cualquiera que haya atravesado la ciudad puede notar, sino a una experiencia que

últimamente tengo sobre ella: me pregunto por ella. Ahora cuando camino observo los

edificios y no puedo evitar percatarme de que los dividimos por zonas. Algunas de ellas,

llamadas zonas comerciales, están llenas de locales de compra y venta de todo tipo de cosas;

otras tantas son zonas habitacionales, donde encuentras casas de todo tipo y alguno que otro

local. En fin, supongo que comprende a qué me refiero. La ciudad, junto con sus edificios,

nos brinda una sensación muy diferente según el punto en el que estemos parados. Sé que no
puede evitar sentirse en peligro cuando se para en Tepito y puede observar que parte de ello

se debe a la peculiaridad de sus edificaciones. Por otro lado, si llega a Santa Fe, no puede
evitar sentirse seguro, aunque quizá pueda sentirse observado, sobre todo en las zonas

cercanas a la famosa Universidad “Ibero”. Así, es posible notar que la estructura de los

edificios que nos rodean nos predispone a un modo de estar en un lugar: andamos con cuidado

en Tepito, y nos portamos juiciosos en Santa Fe.

No sólo se trata de que lo anterior pueda comprobarlo, lo importante y fundamental para mí

sería preguntar ¿por qué? ¿Por qué las paredes grises nos dan una sensación diferente a las

zonas coloridas; o por qué nos sentimos seguros en Polanco y no en Cuatro Caminos? Esta

pregunta de primera vista puede resultar compleja, pero ello podría llevarnos a comprender

los límites de nuestras acciones en la ciudad. Cabe aclarar, antes de continuar, que no

pregunto qué dicen de “nosotros” los edificios, ni si representan adecuadamente nuestros

ideales, pregunto por los límites.

En las caminatas que he descrito después de cierto tiempo comencé a notar un cambio en la

ciudad. Avanzaba por las calles y notaba el cambio radical que puede haber de una calle a

otra; el mejor ejemplo de ello que viene a mi mente es la famosa glorieta de Insurgentes, pues

depende a dónde camines encontrarás una sensación bastante distinta. Al notar esos cambios,

y con el paso del tiempo, el caminar por la ciudad me pareció desagradable, repugnante, y de

un tiempo hacía acá, siento que toda ella tiene un hedor insoportable. Lo cual ha sido motivo

para que evite ir a esos lugares a toda costa, a menos que sea absolutamente necesario. Pero

cuando llega ese momento en mi mente sólo hay lugar para el lamento. Notar ese asunto me

llevo a la pregunta: ¿será ese hedor, el hedor de una ciudad, reflejo de la podredumbre y

miseria de sus habitantes? ¿Los edificios son reflejo de quiénes somos? En ese entonces

pensé que sí, que la ciudad y sus caracteristicas son reflejos de quiénes somos y cómo nos

comprendemos, pensé que estábamos determinados a vivir siempre en una ciudad tan
asquerosa como nosotros.
El desagradable olor de las cloacas o el olor a cloaca que se ha hecho parte de nuestra ciudad

fue uno de los motivos principales para que yo desistiera de caminar allá. Ahora que observo

con más detenimiento las cosas creo que puede resultar parte de un gran prejuicio el

pensamiento de que los edificios de nuestra ciudad corresponden con nosotros. Sin duda, en

muchas ocasiones el gris es señal de pobreza, pero ella no es señal de delincuencia, su vínculo

no es necesario. Al mismo tiempo, un edificio es señal de “civilización” y riqueza, pero puede

tener conexión con el crimen. Cuando observé esto me quité de la cabeza la creencia de que

los edificios nos determinan y mucho menos lo hace una zona en concreto.

Con lo anterior me refiero a que no somos alguien por nacer en una zona, que no por caminar

en Tepito soy un delincuente, pero tampoco soy honesto por vivir en un gran edificio. Muchas

veces juzgamos sin notar los detalles, pensamos en general, y cuando ello sucede no vemos

las instancias particulares del Ser, de lo que se nos muestra. No los invito a ser diferentes, en

absoluto, los invito a pensar en los límites de la educación. La observación final, el hecho de

que nuestra ciudad no nos determina a ser como somos, nos remite a pensar en los límites de

nuestra educación, pues así como no dependemos de una zona o ciudad para ser tal cosa,

tampoco dependemos de ciertas creencias para actuar y decidir.

Cuando en una ciudad como la nuestra, en donde se intentan justificar las acciones por la

pertenencia a una nación, a una ciudad; en donde por vivir en casa gris soy delincuente y por

vivir en Polanco no; en donde el “soy mexicano” explica la mala conducta, y en tan mentada

frase convergen posiciones tan contrarias; resulta interesante preguntar por los límites en que

esa estructura nos determina, pues el que yo decida ser bueno o malo no depende, en ninguna

instancia, ni de que sea mexicano, ni de que viva en una de las calles más peligrosas de la

ciudad. A final de cuentas, los edificios y nuestra ciudad no determinan nuestro modo de ser
ni de pensar, pues podemos elegir, siempre y cuando tengamos un interés por preguntar

quiénes somos.

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