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Cita de EL SEGUNDO SEXO de SIMONE DE BEAUVOIR

El hombre no asume orgullosamente su sexualidad sino en tanto que es un modo de


apropiación del Otro: y ese sueño de posesión solo desemboca en fracaso. En una auténtica
posesión, lo otro es abolido como tal, es consumido y destruido: únicamente el sultán de Las
mil y una noches tiene poder para cortar la cabeza a sus amantes tan pronto como el alba las
expulsa de su lecho; la mujer sobrevive a los abrazos del hombre y por eso mismo se le
escapa; tan pronto como él abre los brazos, su presa se convierte en una extraña; hela ahí
toda nueva, intacta, dispuesta a ser poseída por un nuevo amante de una manera igualmente
efímera. Uno de los sueños del varón consiste en «marcar» a la mujer de manera que
permanezca suya para siempre; pero el más arrogante de ellos sabe muy bien que jamás le
dejará más que recuerdos y que las imágenes más ardientes resultan frías al precio de una
sensación. Toda una literatura ha denunciado este fracaso. Se objetiva en la mujer, a quien se
dice inconstante y traidora, porque su cuerpo la consagra al hombre en general y no a un
hombre singular. Su traición es más pérfida aún, puesto que es ella quien hace una presa del
amante. Solamente un cuerpo puede tocar a otro cuerpo; el varón no se adueña de la carne
codiciada más que convirtiéndose él mismo en carne; Eva le es dada a Adán para que cumpla
en ella su trascendencia, y ella le arrastra a la noche de la inmanencia; al igual que la madre
ha formado para el hijo esa ganga tenebrosa de la cual este quiere escapar, la amante cierra
en torno al hombre esa arcilla opaca en el vértigo del placer. El hombre quería poseer, y hele
ahí poseído. Olor, humedad, fatiga, fastidio, toda una literatura ha descrito esa lúgubre pasión
de una conciencia que se hace carne. El deseo, que a menudo arropa a la repugnancia,
vuelve a la repugnancia una vez satisfecho. Post coitum homo animal triste. «La carne es
triste.» Y, sin embargo, el hombre ni siquiera ha encontrado en los brazos de la amante un
apaciguamiento definitivo. Muy pronto renace el deseo, y, a menudo, no es solamente deseo
de la mujer en general, sino de esa mujer. Entonces se reviste ella de un poder singularmente
inquietante. Porque, en su propio cuerpo, el hombre no encuentra la necesidad sexual sino
como una necesidad general análoga al hambre o la sed y cuyo objeto no es particular: así,
pues, el vínculo que le une a ese cuerpo femenino singular ha sido forjado por el Otro. Es un
lazo misterioso, como el vientre impuro y fértil en donde tiene sus raíces, una suerte de fuerza
pasiva: es mágico. El vocabulario trasnochado, de los folletines en que la mujer es descrita
como una hechicera que fascina al hombre y lo embruja, refleja el más antiguo, el más
universal de los mitos. La mujer está destinada a la magia. La magia, decía Alain, es el
espíritu que hay en las cosas; una acción es mágica cuando, en lugar de ser producida por un
agente, emana de una pasividad; precisamente los hombres han mirado siempre a la mujer
como la inmanencia de lo dado; si produce cosechas e hijos, no es por un acto de su voluntad;
no es sujeto, trascendencia, potencia creadora; es un objeto cargado de fluidos. En las
sociedades en que el hombre adora estos misterios, la mujer, a causa de esas virtudes, es
asociada al culto y venerada como sacerdotisa; pero, cuando el hombre lucha por hacer
triunfar la sociedad sobre la Naturaleza, la razón sobre la vida, la Sabida es la diferencia que
distingue al sacerdote del mago: el primero domina y dirige las fuerzas que ha domeñado de
acuerdo con los dioses y las leyes, para el bien de la comunidad, en nombre de todos sus
miembros; el mago opera al margen de la sociedad, contra los dioses y las leyes, según sus
propias pasiones. Ahora bien, la mujer no está plenamente integrada en el mundo de los
hombres; en tanto que lo Otro, se opone a ellos; es natural que se sirva de las fuerzas que
posee, no para extender a través de la comunidad de los hombres y en el futuro la influencia
de la trascendencia, sino, estando separada, en oposición, para arrastrar a los varones a la
soledad de la separación, a las tinieblas de la inmanencia. Es la sirena cuyos cantos
precipitaban a los marinos contra los escollos; es Circe, que transformaba en bestias a sus
amantes, la ondina que atrae al pescador al fondo de los estanques. El hombre, cautivo de
sus encantos, ya no tiene voluntad, ni proyectos, ni porvenir; ya no es ciudadano, sino una
carne esclava de sus deseos; está excluido de la comunidad, encerrado en el instante,
zarandeado pasivamente entre la tortura y el placer; la maga perversa levanta la pasión contra
el deber, el momento presente contra la unidad del tiempo, retiene al viajero lejos de su hogar,
escancia el olvido. Al intentar apropiarse de lo Otro, es preciso que el hombre siga siendo él
mismo; pero, ante el fracaso de la posesión imposible, trata de convertirse en eso otro con lo
que no logra unirse; entonces se aliena, se pierde, bebe el filtro que le hace extraño para sí
mismo, se sumerge en aguas huidizas y mortales. La Madre consagra su hijo a la muerte al
darle vida; la amante arrastra al amante a renunciar a la vida y abandonarse a un sueño
supremo. Este lazo que une al Amor y la Muerte ha sido patéticamente iluminado en la
leyenda de Tristán, pero encierra una verdad más original. Nacido de la carne, el hombre se
realiza en el amor como carne, y la carne está prometida a la tumba. En su virtud, se confirma
la alianza entre la Mujer y la Muerte; la gran segadora es la figura inversa de la fecundidad
que hace crecer las espigas. Pero también aparece como la pavorosa desposada cuyo
esqueleto se revela bajo una tierna carne mentirosa.
Así, pues, lo que primeramente anhela y detesta el hombre en la mujer, tanto amante como
madre, es la imagen fija de su destino animal, es la vida necesaria a su existencia, pero que la
condena a la finitud y la muerte. Desde el día en que nace, el hombre empieza a morir: esa es
la verdad que encarna la Madre. Al procrear, afirma a la especie contra sí mismo: eso es lo
que aprende entre los brazos de la esposa; en la turbación y el placer, aun antes de haber
engendrado, olvida su yo singular. Aunque intenta distinguirlas, en una y otra solo encuentra
una evidencia: la de su condición carnal. Unas veces desea cumplirla: venera a su madre y
desea a su amante; otras veces se rebela contra ellas en la repugnancia y el temor.

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