La praxis
3
Los pobres y los
oprimidos
En general, el sufrimiento
de los pobres no llegaba a
la pobreza extrema y a la
inanición, a no ser en época
de guerra o de carestía.
Padecían a veces hambre y
sed, pero, a diferencia de lo
que sucede hoy con
millones de personas,
raramente morían de
hambre. El principal
sufrimiento de los pobres,
entonces como ahora, era la
vergüenza y la ignominia.
Como dice el administrador
de la parábola, «mendigar
me da vergüenza» (Lc 16,
3).
Los económicamente
pobres dependían
totalmente de la «caridad»
de los demás. Para los
orientales, más aún que
para los occidentales, esto
es terriblemente humillante.
En el Medio Oriente, el
prestigio y el honor son
más importantes que el
alimento o que la vida
misma (4). El dinero, el
poder y la ciencia
proporcionan al hombre
prestigio y posición social
porque le hacen
relativamente
independiente y le permiten
hacer cosas en favor de
otras personas (5). El
hombre realmente pobre,
que depende de los demás y
no tiene a nadie que
dependa de él, se encuentra
en el nivel más bajo de la
escala social. No posee
prestigio ni honor. penas si
es humano. Su vida carece
de sentido. Un occidental
de hoy experimentaría esto
como una pérdida de la
dignidad humana.
Los «pecadores»
constituían otro grupo de
marginados sociales. Todo
el que, por alguna razón, se
desviaba de la ley y las
costumbres tradicionales de
la burguesía (los educados
y los virtuosos, los escribas
y los Fariseos) era
considerado inferior, como
perteneciente al populacho.
Los pecadores constituían
una clase social
perfectamente definida, la
misma clase social a la que
pertenecían los pobres en el
sentido más amplio del
término.
Su sufrimiento, por lo
tanto, adoptaba la forma de
frustración, culpa y
aflicción. Se sentían
frustrados porque sabían
que nunca serían aceptados
entre la gente «respetable».
De lo que más necesidad
sentían era de prestigio y de
estima pública (10), y esto
era algo que les estaba
negado. Ni siquiera tenían
el consuelo de pensar que
estaban a bien con Dios. La
gente instruida se
encargaba de decirles que
no eran del agrado de Dios,
y ellos «tenían que
saberlo». La consecuencia
era un complejo neurótico o
semi-neurótico de
culpabilidad que,
inevitablemente, conducía
al miedo y a la aflicción
que les inspiraban los
muchos y diversos tipos de
castigo divino en que
podían incurrir.
paganos orientales, el
cuerpo es la morada de un
espíritu (11). Dios insufla
en el hombre un espíritu
que le haga vivir. En el
momento de la muerte, ese
espíritu abandona el
cuerpo. Durante su vida,
otros espíritus pueden
también habitar el cuerpo
de una persona, ya se trate
de un espíritu bueno (el
Espíritu de Dios) o de un
espíritu malo e impuro, un
demonio. Esta circunstancia
sería observable en la
conducta de la persona.
Siempre que una persona
no era ella misma, siempre
que se hallaba fuera de sí y
manifestaba haber perdido
el control de sí misma, se
consideraba evidente que
algo había entrado en ella.
Aún seguimos nosotros
preguntando: «¿Qué es lo
que se le ha metido en el
cuerpo?».
En la concepción oriental,
no es el espíritu propio del
hombre el que actúa.
Evidentemente, está
poseído por algún otro
espíritu. Según se valore su
comportamiento
desacostumbrado, habrá
que decir que se trata de un
espíritu bueno o de un
espíritu malo. De este
modo, el extraordinario
comportamiento y los
inhabituales arrebatos de un
profeta (especialmente en
caso de trance) serían
conceptuados como
posesión por el Espíritu de
Dios; mientras que la
conducta patológica de los
mentalmente enfermos
habría de ser conceptuada
como posesión por un
espíritu malo (12).
Lo más sorprendente de
Jesús es que, a pesar de
pertenecer a la clase media
y no padecer personalmente
excesivas desventajas, se
mezclase socialmente con
los más débiles de los
débiles y se identificara con
ellos. Jesús se hizo
marginado
voluntariamente, en virtud
de una opción.
A lo largo de los
Evangelios, aun cuando no
se emplee la palabra,
podemos sentir este
movimiento de compasión.
Una y otra vez, dice Jesús a
la gente: «No lloréis», «No
os inquietéis», «No tengáis
miedo» (p. ej., Mc 5, 36; 6,
50; Mt 6, 25-34; véase
también Mc 4, 40; Lc 10,
41). No le conmovía la
grandeza del enorme
Templo (Mc 13, 1-2), sino
la pobre viuda que echó
unos cuartos en el cepillo
del Templo (Mc 12, 41-44).
Mientras todo el mundo se
quedó pasmado ante el
«milagro» de la hija de
Jairo, él se preocupó por
que le dieran a la niña algo
de comer (Mc 5, 42-43).
El término «compasión»,
sin embargo, es todavía
demasiado inexpresivo para
reflejar la emoción que
movía a Jesús. El verbo
griego esplagjnizomai,
usado en todos estos textos,
se deriva del sustantivo
esplagjnon, que significa
vientre, intestinos, entrañas,
corazón, es decir, las partes
internas de donde parece
surgir las emociones
profundas. El verbo griego,
por consiguiente, indica un
movimiento o impulso que
fluye de las propias
entrañas, una reacción
visceral. Por eso los
traductores han recurrido a
expresiones como «se sintió
movido de compasión o
lástima», «sintió pena» o
«su corazón se derramó
hacia ellos». Pero ni
siquiera estas expresiones
captan las profundas
connotaciones físicas y
emotivas de la expresión
griega para referirse a esa
compasión.
Que Jesús se sintiera
movido por este tipo de
emoción es algo que está
fuera de toda duda
razonable. Es un
sentimiento eminentemente
humano que los
evangelistas y la Iglesia
primitiva no tenían
necesidad de razones
apologéticas para
atribuírselo a Jesús.
Además, como veremos,
gran parte de la actividad y
el modo de pensar de Jesús,
así como el impacto que
producía en la gente, no
podrían entenderse si, de
hecho, no se hubiera
sentido profundísimamente
movido de compasión hacia
los pobres y los oprimidos.
Si el sufrimiento de los
pobres y oprimidos causaba
tan gran efecto en Jesús,
¿qué tuvo que producirle la
perspectiva del sufrimiento
mucho mayor que había de
darse en el futuro? La
compasión es una respuesta
al sufrimiento. El
pensamiento de la
inminente catástrofe que
había de sumir a tanta gente
en un baño de sangre y
había de producir unos
sufrimientos demasiado
horribles para ser
contemplados, tuvo que
sacudir profundamente a un
hombre tan compasivo y
sensible. « ¡Ay de las que
estén encinta o criando
aquellos días! » (Lc 21, 23).
«Te arrasarán con tus hijos
dentro» (Lc 19, 44)
Los exorcistas
profesionales atribuían su
éxito precisamente a la
observancia exacta de
ciertas fórmulas rituales
antiguas. Este ritual
incluiría encantamientos,
acciones simbólicas, el
empleo de ciertas
sustancias y la invocación
del nombre de los antiguos
y doctos hombres de Dios
(como Salomón), a quienes
se suponía les había sido
revelado el ritual (1). Todo
esto apenas se distingue de
la magia.
En un determinado sentido,
eso sí, Jesús hizo uso de la
oración espontánea (Mc 9,
29), pero su idea de lo que
sucedía en tales casos
difería profundamente de la
de los hombres santos que
oraban para obtener la
lluvia o una curación. Ellos
confiaban en su propia
santidad, en su propia
estima a los ojos de Dios
(4); Jesús, por el contrario,
confiaba en el poder de la
fe. No era la oración en sí
la que ocasionaba la
curación, sino que era la fe
(Mt 21, 22).
El grano de mostaza y el
desplazamiento de la
montaña son metáforas. La
fe, como el grano de
mostaza, es una cosa
aparentemente pequeña e
insignificante que puede
lograr cosas
desmesuradamente grandes.
Lo que la fe puede lograr es
algo así como mover
montañas o, como diría
Lucas, como mover una
morera (17, 6). Uno
imagina que hay aquí una
cierta confusión de
metáforas. Sin embargo, el
punto esencial es
suficientemente claro. Para
Jesús, la fe es un poder
omnímodo, un poder que
puede alcanzar lo imposible
(7).
Consiguientemente, aunque
Jesús no pretendía probar
nada, su éxito milagroso
mostraba verdaderamente
que era Dios quien actuaba,
liberando a su pueblo
gracias a la fe que Jesús
había engendrado en ellos.
5
El perdón
«Y decís: '¡Vaya un
comilón y un borracho,
amigo de recaudadores y
descreídos!'» (Lc 7, 34; Mt
11, 19).
Indudablemente, los
mendigos se resistirían al
principio, y los pecadores
se lo pensarían dos veces
antes de invitar a Jesús a
sus casas. Para vencer tan
arraigadas costumbres,
Jesús se vería precisado en
ocasiones a obligar a los
mendigos a acudir, y tal vez
se invitaría él mismo a la
casa de algún pecador.
Lucas ilustra esto último
con el relato del episodio de
Zaqueo (19, 1-10).
Se ha señalado muchas
veces que el hecho de que
Jesús compartiera la mesa
con los pecadores constituía
un perdón implícito de sus
pecados (6). Para apreciar
esto, habría que entender lo
que en aquellos tiempos se
pensaba acerca de los
pecados y del perdón.
El perdón significaba la
cancelación o remisión de
las deudas para con Dios.
En griego, perdonar
(afíemi) significaba
exonerar, eximir o liberar.
Perdonar a alguien es
liberarle de la dominación
de su historia pasada.
Cuando Dios perdona, es
que olvida deliberadamente
el pasado de la persona
perdonada y suprime o deja
sin vigencia las
consecuencias presentes o
futuras de las pasadas
transgresiones.
El gesto de amistad de
Jesús manifestaba con toda
claridad que era esto
precisamente lo que
pretendía. Olvidaba el
pasado de aquellos a
quienes perdonaba y
rehusaba guardar algo en
contra de ellos. Los trataba
como a personas que ya no
debían nada a Dios (si es
que se lo habían debido
alguna vez) y, por
consiguiente, no eran ya
merecedoras de rechazo y
de castigo. Habían sido
perdonadas.
Su amor agradecido y su
irrefrenable gozo eran una
señal cierta de su liberación
del pecado. De hecho, la
alegría era la consecuencia
más característica de toda
la actividad de Jesús entre
los pobres y los oprimidos.
Las comidas que hacía con
ellos eran banquetes,
celebraciones festivas.
Evidentemente, Jesús tenía
una manera propia de
conseguir que la gente se
alegrara en aquellas
reuniones, lo cual
escandalizaba a los
Fariseos.
Incomprensiblemente, el
regocijarse y el celebrar
con los pecadores era
motivo de escándalo (Lc
15, 1). Los Fariseos
únicamente eran capaces de
suponer que Jesús se había
convertido en un hombre
ansioso de deleites, en «un
comilón y un borracho» (Lc
7, 34.