(354-430)
N acido en Tagaste (Numidia) el año 354, hijo de padre pagano y madre cristiana, Agustín fue
educado por ésta en el cristianismo, aunque pronto abandonó su práctica. Estudio gramática
y literatura latinas y, posteriormente, hasta los veintinueve años de edad, enseñó retórica en
Cartago. Tras una juventud algo disipada en Cartago, la lectura de un escrito de Cicerón le llevó al
estudio de la filosofía y a la búsqueda de la verdad, que, en un principio, creyó encontrar en la doctrina
de los maniqueos, que defendió durante unos diez años. Cuando empezó a dudar de ella, se trasladó
a Roma, y luego a Milán, donde siguió ejerciendo como profesor de retórica. Sus dudas dieron como
resultado un escepticismo filosófico, del que se libró mediante la lectura de los neoplatónicos, en
especial de Plotino, que seguiría influyendo en su pensamiento posterior. La posesión de la verdad
sólo la encontró San Agustín en el cristianismo, al que se convirtió, por influencia del obispo
Ambrosio, de Milán, en el año 387. Desde entonces llevó una vida dedicada al estudio y a la
contemplación, que mantuvo prácticamente hasta su muerte, a pesar de las ocupaciones del ejercicio
pastoral, primero como presbítero (391) y, después, como obispo de Hipona (396), en el norte de
África, a donde había vuelto desde Italia en el año 388, donde confrontará con las doctrinas de
maniqueos, donatistas y pelagianos. Su muerte acaeció en el año 430, mientras los vándalos sitiaban
Hipona, cuando el Imperio Romano de Occidente daba los últimos estertores.
San Agustín es el primer gran talento filosófico desde la filosofía griega clásica. Contribuyó en gran
manera a afianzar la orientación platónica de la filosofía en los siglos siguientes, hasta el resurgir del
aristotelismo en el siglo XIII. Los primeros escritos de San Agustín están dedicados a combatir los
errores que él mismo había seguido durante su juventud. Así, combate a los escépticos, maniqueos y
pelagianos en su obras Contra los académicos, Sobre el libre albedrío, Soliloquios, De beata vita, De ordine, etc.
Sus obras más importantes, además de éstas, son las Confesiones, de carácter autobiográfico, Sobre la
Trinidad y La ciudad de Dios.
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FILOSOFÍA Y CRISTIANISMO
Señala Gilson en su clásico La Filosofía en la Edad Media que la filosofía medieval no
es posible separarla del medio teológico en que ha nacido sin violentar la realidad
histórica. Y es que el cristianismo supuso un cambio de rumbo de la filosofía: los griegos
la iniciaron como investigación, fun-damentación y, todo ello, realizado en libertad; el
cristianismo, en cambio, como religión que es, implica todo un sistema de creencias que
no son el fruto de una investigación, sino de una fe, de una revelación. El Cris-tianismo
no es un movimiento filosófico sino una religión de salvación. San Pablo, por ejemplo,
desdeña a la filosofía o sabiduría pagana:
Los judíos exigen pruebas y los griegos buscan la sabiduría; nosotros, en cambio,
predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los
gentiles, pero para aquellos que han sido llamados, sean judíos o griegos, poder de
Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de
los hombres.
Nicola Abbagnano indica como “La religión es la adhesión a una verdad que el hombre acepta
en virtud de un testimonio superior... La religión parece por esto excluir en su mismo principio la
investigación y consistir precisamente en lo contrario, en la aceptación de una verdad testificada desde lo
alto, independiente de cualquier investigación”.
Podemos decir, pues, que, aunque en la concepción cristiana siempre encontramos
muchos elementos de la filosofía griega -en Agustín, fundamentalmente platónicos,
neoplatónicos y estoicos (interiorización de la moral buscando la apathia, rigorismo
ético, etc.)-, el Cristianismo se impuso como una religión positiva, de redención, amor
y salvación, revelada por Dios a los hombres, que aporta elementos radicalmente
novedosos. Podemos destacar los siguientes:
El creacionismo. La idea judeocristiana de que Dios creó el mundo ex nihilo es
extraña a la filosofía griega, que pensaba que el universo era eterno. En el
cristianismo Dios es eternidad mientras que el tiempo es propio de los humanos,
de lo finito, pues en él se producen los cambios.
El monoteísmo, un solo Dios verdadero y trascendente (herencia de la religión judía)
frente al politeísmo de la tradición griega y de la Roma pagana, que siempre habían
puesto a los dioses en relación con la naturaleza, bien como inteligencia
ordenadora en Anaxágoras y Platón, bien como primer motor en Aristóteles, bien
como Razón universal en los estoicos.
La omnipotencia de Dios. Sólo si es creador y es único puede ser todopoderoso.
Mientras que los dioses de la filosofía griega no eran omnipotentes ya que estaban
sujetos al orden necesario del mundo.
Universalismo, defensa de una única verdad revelada por Dios.
Paternidad divina. Dios-padre se ha hecho humano para salvar a los hombres.
Tiempo lineal: frente a la concepción circular del tiempo griega, dominada por el
mito del eterno retorno, que toma por modelo del devenir el tiempo cíclico de la
naturaleza observable, la concepción lineal tiene por trasfondo el acontecer
histórico del hombre, donde nada se repite. El mundo tiene un punto inicial
absoluto (la creación), un trazado, que es el suceder de las generaciones jugándose
su destino, y un punto y se acabó, que es el juicio final. “Yo soy el y el ”,
principio (Génesis) y fin (Apocalipsis). Para la concepción cristiana el tiempo cíclico
es sinónimo de desesperación, únicamente en el modelo lineal se puede fundar la
esperanza, ya que tanto ésta como la fe se remiten a un futuro. Aquí también
interviene la voluntad divina pues
Providencialismo de la historia: Dios interviene en la historia, el cristianismo pone a
Dios en relación con el acontecer humano. La misma naturaleza es reducida, en
el cristianismo a escenario donde se desenvuelve el destino escatológico del
hombre, donde éste lucha por su redención y salvación.
El ideal de santidad. El cristianismo sustituyó el ideal griego del sabio por el de
santo contemplativo, es decir, la de aquel que alcanza la visión beatífica Por eso,
mientras que el filósofo griego poseía una verdad que había obtenido con el
esfuerzo de su inteligencia (una verdad siempre relativa) el hombre cristiano se
presentaba en posesión de la verdad definitiva y absoluta, a la que consideraba
una gracia de Dios y a la que se adhería por la fe.
La idea cristiana del hombre, hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, libre y
responsable. La salvación por medio de la redención llevará a su resurrección
después de la muerte. Esta nueva concepción antropológica posee las siguientes
características: el hombre es hecho a imagen y semejanza de Dios, el alma es
inmortal (doctrina presente ya en Platón y en otros pensadores griegos), los
cuerpos resucitarán al final de los tiempos. La concepción cristiana de la vida
humana traía también una importante novedad en el ámbito de la doctrina moral.
La filosofía griega es básicamente intelectualista respecto de la moral, en cambio,
la moral cristiana no es intelectualista. En el intelectualismo, el mal moral no es
sino ignorancia; en el cristianismo el mal moral no es ignorancia, sino pecado, y
el pecado es el resultado de dos factores: la maldad humana que inclina a pecar y
la libertad humana que cede a tal inclinación.
COMPLEMENTARIEDAD DE RAZÓN Y FE
San Agustín jamás se preocupó de trazar límites entre fe y razón. No puede
comprender como puede llamarse filósofo al que no reconoce la existencia de Dios,
(Filosofía sin Dios no es filosofía). Filosofía no designa para él un modo de conocer
racional sino de vida espiritual, “filosofar es dialogar con Dios, hacer vida
contemplativa” (Ciudad de Dios,VIII, 4).
De ahí que fe y razón sean elementos complementarios para el conocimiento de la
verdad (Intellige ut credas, crede ut intelligas); explicitemos la afirmación de Agustín de
Hipona: si es cierto que la razón reclama la ayuda de la autoridad, la fe, a su vez, requiere
el ejercicio de la razón. Debe, en efecto, antecederla, acompañarla y seguirla. Nadie
puede creer si antes no sabe lo que debe creer. ¿Qué otra cosa es creer sino pensar con
asentimiento? No todo el que piensa, cree; pero si, todo el que cree piensa; y creyendo
piensa y pensando cree. La razón debe seguir a la fe. La fe nos sirve para filosofar mejor.
Mediante las Sagradas Escrituras no tenemos un conocimiento de la realidad, pero sí
una norma de vida y de conducta moral, somos nosotros quienes hemos de buscar la
verdad en las cosas, como señala Blondel: “No podemos permanecer en la filosofía, debemos
llegar a ser cristianos”.
No hay pues frontera entre los contenidos de la revelación cristiana y los contenidos
racionales. En esta característica de la filosofía agustiniana hay claros vestigios de la
filosofía neoplatónica, para ella el entendimiento podía conocer la divinidad y las
realidades inmateriales. En su esquema deductivo –al igual que la filosofía platónica– es
imposible trazar límites a la razón; será Tomás de Aquino (s. XIII) quien analice el
conocimiento desde un esquema inverso (de abajo a arriba, inductivo), al igual que
Aristóteles, él parte del conocimiento de las realidades sensibles.
R. Mondolfo ha descrito este proceso como “El defecto del Neoplatonismo y la victoria del
cristianismo”, de ahí que esa conciencia religiosa insatisfecha esté inclinada a aceptar el
concepto de Creación, como acto de voluntad y bondad divina, la realización y
cumplimiento de la perfección de Dios. Es el triunfo del cristianismo. El cambio del
paradigma neoplatónico por el cristiano después de cuatro siglos. Atrás ha quedado la
concepción antropológica de Proclo donde el hombre queda como nada en un continuo
ascenso y descenso a Dios, donde sólo se aspiraba a una perfecta integración del hombre
en Dios. Era el cierre del círculo donde se identificaban el punto de partida y el de
llegada, quedando difuminada la causa primera; frente a ello el cristianismo como
religión, y la relación entre el Creador y sus criaturas.
La oposición entre el mundo cristiano y la república es algo que ya Tertuliano se
había cuestionado: “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén, la Academia con la Iglesia?”,
preguntó; para terminar afirmando: “No cabe relación entre el juramento de lealtad rendido a
Dios y el rendido a un hombre, entre el estandarte de Cristo y el del demonio, entre el campo de la luz
y el de las tinieblas”.
Es en los últimos tiempos del Imperio romano cuando convierten al cristianismo en
religión oficial, siendo motivo de júbilo (“Lloremos pues cuando los paganos se sienten felices, y
alegrémonos cuando empiecen a llorar”). Dos modos, en definitiva, de entender y vivir la vida.
CONOCIMIENTO E ILUMINACIÓN
El planteamiento gnoseológico agustiniano está dirigido por su afán de alcanzar a
Dios, plantearse su conocimiento cierto y los niveles que se presentan antes de poder
acceder a él es lo que le exige reflexionar sobré cómo conocemos. La autorreflexión será
su punto de partida y el instrumento inicial para alcanzar la verdad. En la teoría del
conocimiento de San Agustín podemos distinguir tres tipos de conocimiento: sensible,
racional y contemplativo. A través del conocimiento sensible captamos los objetos por medio
de las informaciones de nuestros sentidos. No es un conocimiento verdadero, sólo nos
ofrece opinión, ni ciencia ni verdad, y es propio “de los hombres y de los brutos”. Las
manifestaciones que los sentidos nos producen son informaciones, pero es “la mente
quien juzga”, apostilla San Agustín, es un conocimiento inferior, el grado más bajo que
sólo otorga opinión (recordemos a Parménides y a Platón); añadiendo que este nivel
gnoseológico es oneroso, un obstáculo y una carga de la que hay que prescindir para
purificarnos de todo aquello que recibimos por los sentidos (Contra académicos, I, 1 y De
Trinitate, XI, 2).
Distingue entre dos tipos de objetos, a los cuales corresponden dos tipos de
conocimiento: “Hay conocimiento de dos clases de cosas; de aquellas que la mente percibe a través de
los sentidos corporales y de los que percibe por sí misma”. La primera incluye los objetos que
conocemos por medio de los sentidos, el mundo material, son informaciones que
recibimos a través de ellos. La segunda clase es el mundo inteligible al que la mente
conoce independientemente de la experiencia sensorial. Entre estos últimos, figura la
mente misma, la tarea de lograr la autorreflexión, el conocimiento de sí mismo. El
conocimiento racional es un conocimiento dirigido a la acción, para ello parte de los datos
de la sensación y emite juicios sobre los objetos que conoce a través de ellos
comparándolos con los modelos eternos (Ideas, Formas, Rationes de las cosas en la mente
divina, principios a priori de la razón, reflejo de la eterna verdad divina) que residen en
la mente de Dios. Comenta Copleston como este nivel de conocimiento es “una especie
de estación intermedia... es peculiar del hombre y no es compartido por los brutos... aunque es inferior a
la contemplación directa de objetos eternos e incorpóreos”.
Por último tenemos el conocimiento contemplativo (sabiduría), en el cual se contemplan los
verdaderos modelos de las cosas, las verdades necesarias, inmutables y eternas. Esa
verdad es una realidad inteligible que Agustín de Hipona identificará con Dios. Es el
ideal de la sabiduría contemplativa. Pero para llegar a esas ideas, formas, rationes eternas
es precisa una ayuda, la ayuda de Dios a través de la iluminación. Dios está presente en
cada uno de los grados de conocimiento, el hombre lo necesita y depende de Él para
alcanzar la beatitud en la visio Dei. Ahí radica la felicidad y donde el amor es la fuerza
que alienta al hombre en su recorrido.
Para superar la limitación de la mente humana (finita, temporal, mudable, etc.) y
poder alcanzar estas verdades inmutables y eternas, el hombre es iluminado para ser capaz
de aprehender lo que trasciende de nuestras mentes. Es una iluminación espiritual,
divina “porque ninguna criatura, por muy racional e intelectual que sea, se ilumina por
sí misma, sino que es iluminada por participación en la Verdad eterna”. Por eso la
Verdad es el interior del hombre. Aquí está, en la teoría de la Iluminación, una vez más,
encontramos la huella de Platón y su legado (República 508 y ss.), la Idea de Bien es como
el Sol del mundo inteligible; y del Neoplatonismo pues Plotino situó las ideas en la mente
divina (Nous) y establecía un escalonamiento, una degradación de lo real desde Dios a la
materia, estando en contacto con Dios la parte superior del alma (espíritu). Así como en
el Evangelio de San Juan, “El Verbo (lógos) es la luz verdadera que ilumina a todo
hombre que viene a este mundo”.
El amor orienta la vida del cristiano hacia ese Dios personal, para ello el hombre debe
realizar esa búsqueda interior para alcanzar la trascendencia, es la Interiorización (la
Verdad habita en el interior del hombre, este es el camino para llegar a Dios). Una vez
que haya recibido de Dios la luz natural estará capacitado para ver las verdades esenciales
y necesarias. De ahí su apotegma, “Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat
veritas, et si tuam naturam mutabilem inveneris transcende et te ipsum”; “No vayas fuera, vuelve a ti
mismo. En el hombre interior habita la verdad. Y si encontraras mutable a tu propia naturaleza,
transciéndete también a ti mismo”.
Su punto de partida es, pues, la intimidad de la conciencia, que por un proceso
ascendente lleva al hombre más allá de sí mismo (autotranscendi-miento). En el proceso
de interiorización podemos distinguir tres momen-tos, que se corresponden con los tres
niveles de conocimiento señalados:
Aversión mundo sensible.
Introversión, esto es, descubrimiento de las ideas como modelos eternos.
Transcendencia, la unión con Dios como fundamento último.
Sólo aquellos hombres que se esfuercen y desplieguen su interioridad serán dignos
de alcanzar la gracia divina. Es la ayuda sobrenatural concedida por Dios al hombre para
la práctica del bien y alcanzar la bienaventuranza. Sólo mediante la gracia divina puede
reintegrarse el hombre a su situación anterior al pecado original (caída) y ello lo hace
mediante la iluminación del entendimiento. Mediante ella volvemos al estado de
inocencia que Dios concedió a nuestros primeros padres; somos libres pues proporciona
la fe, el hombre sin la gracia es incapaz de cumplir la ley, supone el libre albedrío (liber
arbitrium), esto es, la posibilidad de elección que tiene el hombre entre el bien y el mal.
La libertad sólo se alcanza mediante la gracia. El libre albedrío consiste en poder no pecar. La
libertad en no poder pecar. La libertad era el estado en que vivía el hombre antes del
pecado original (la Caída), después fue el libre albedrío, sobre él descansa el soporte de
todo el orden moral y el principio de un mundo de valores superiores, pero a la vez
supone la facultad de elegir el mal, la facultad de caer, que es una imperfección de la
voluntad humana. El hombre se aparta de la felicidad-libertad y es responsable de su
propia decisión-acción libre, aunque la gracia le empuje hacia el bien. El mal es una
carencia del Bien. Es la definición de Plotino que lo caracterizaba como una privación
y no como una realidad positiva. Luego no puede ser atribuido a Dios ni a ninguna causa
como hacían los maniqueos. Es el hombre quien elige entre el bien y el mal a través del
liber arbitrium (libre albedrío). La libertad y la gracia conducen a la felicidad, sólo se
encuentra en Dios, en su posesión amorosa y en la unión sobrenatural y plena con El
(fundamento de la ascesis y la mística cristiana). La única razón de ser filósofo es para
ser feliz (Platón), sólo aquél que es verdaderamente feliz es filósofo... y sólo el cristiano
es feliz. Para ello ha de volverse cada hombre hacia el Soberano Bien, quererlo, adherirse
a Él.
Solo pueden explicarse por una iluminación divina: estas verdades han sido
depositadas de alguna manera por Dios en la mente humana. Dios es como el sol
platónico e ilumina nuestras mentes. De este modo, la búsqueda en el interior del ser
humano encuentra por las verdades eternas algo que trasciende al alma hacia Dios. Si
Dios es la verdad y el conocimiento humano es posible por iluminación divina, se
comprende que para Agustín no haya colisión entre fe y razón (que será más tarde un
problema candente de la filosofía cristiana), sino perfecta armonía... La fe es la guía más
segura: “Si no creéis, no llegaréis a comprender”, pero también la razón puede asistir a
la fe: “comprende para creer, cree para comprender”. La fe no se opone a la razón como
algo irracional (Tertuliano), sino que busca la inteligencia. La fe orienta e ilumina a la
razón, y ésta a su vez aclara los contenidos de la fe. Nadie puede creer si antes no sabe
lo que debe creer, ¿qué otra cosa es creer sino pensar con asentimiento? La razón debe
seguir a la fe, he aquí, de nuevo, la filosofía como servidora de la fe.
El alma sabe que existe, vive y entiende, al igual que la inteligencia; conoce que quiere
y recuerda, lo cual supone la existencia y la vida. Memoria, entendimiento y voluntad
implican un objeto al cual se refieren. Para pensar, querer y recordar, es preciso existir.
La teoría de la iluminación es la concepción agustiniana del conocimiento. El
pensamien-to y el razonamiento descubren sus objetos, no los crean. No establece
ninguna distinción entre las proposiciones de la lógica y la matemática y las certezas
básicas del juicio moral; para él, son igualmente claras e ineludibles. El resultado de esta
ampliación del ámbito de las “verdades eternas” es que éstas quedan dentro de un vasto
mundo inteligible.
Agustín identifica el mundo inteligible con la mente divina, que se conoce a sí misma
intemporalmente, que contiene las ideas arquetípicas de todas las cosas creadas. Las
formas están dentro de la mente divina y la luz intelectual que las hace inteligibles es una
iluminación divina dentro de la mente humana. A la iluminación se refiere de muchos
modos: como participación de la mente en la palabra de Dios; como la presencia de
Dios interior a la mente; como la permanencia de Cristo en el alma humana, etc. San
Agustín rechazó la teoría platónica de la reminiscencia ya que implicaba la preexistencia
del alma y conllevaba dificultades teológicas. Para Agustín la verdad no es recuerdo sino
presencia, es algo constantemente descubierto a la luz que está siempre presente en la
mente.
LA CIUDAD DE DIOS (De civitate Dei)
La Ciudad de Dios, obra de Agustín de Hipona escrita, entre los años 413 y 427, tuvo
su origen en las acusaciones que hacían los paganos contra los cristianos con motivo del
saqueo de Roma por Alarico en el año 410. Los paganos reprochaban la falta de
protección de un Dios omnipotente y bueno como el cristiano. De cualquier modo, la
obra contiene una concepción de la sociedad y la historia, que para el cristianismo es el
escenario donde Dios se manifiesta al hombre y tiene lugar el drama de la salvación.
Hay una perspectiva moral en su interpretación de la historia universal, desarrollando
una concepción lineal de la historia y no cíclica como la de los griegos. “Siguiendo el camino
recto, que para nosotros es Cristo y teniéndole a Él por guía y salvador, abandonemos esos círculos
vacíos e inútiles” (De civ. Dei, XII, 21).
Desde Séneca y Marcial se iba preparado y madurado el enfrentamiento entre estas
dos concepciones de la vida y el mundo, paganismo/cristia-nismo, dos ciudades, dos
sociedades, porque ante todo ciudad significa sociedad (De civ. Dei, XV, 8, 2).
Los cristianos rechazaban la sociedad imperial como civitas diaboli, civitas terrena, civitas
impiorum; frente a ella la civitas Dei, espiritual e invisible para los no creyentes. Las dos
sociedades corresponden a Satán y a Dios, dos comunidades espirituales (orden/caos,
ideal/instinto, etc.) y en medio, el hombre (“Qué cada uno se pregunte a sí mismo a quién ama,
y averiguará de cual de esas dos ciudades es ciudadano”)
Desde la caída (pecado original) siempre ha habidos dos ciudades, es la tensión entre
Caín y Abel. La ciudad terrena se rige por una ley que no es la eterna; es una ciudad
imperfecta donde la salvación hay que buscarla individualmente, aunque el Estado
representa un cierto grado de orden supraindividual. En la ciudad de Dios todo es
perfección, ya que es una comunión de todos los hombres que están en gracia y son los
elegidos por la voluntad de Dios. El modelo literario de espejo de príncipes cristianos tiene
su precedente en el libro V, capítulo 24 de La ciudad de Dios.
San Agustín caracteriza la ciudad terrena como la habitada por unos hombres que se
aman a sí mismo hasta el desprecio de Dios, es una ciudad imperfecta, debido a la caída
y se rige por una ley que no es la voluntad divina, sino una ley dada por los hombres.
En la ciudad de Dios los hombres lo aman hasta el desprecio de sí mismos. La ley que
impera es la ley de Dios, todo es perfección. Sólo los elegidos pueden vivir en esta ciudad
celeste. En esta simbología agustiniana vemos una metáfora de la sociedad imperante y
de la deseada en la época de San Agustín. De ahí que La ciudad de Dios, mas que una
filosofía de la historia sea una teología de la historia, pues lo temporal es juzgado desde
la eternidad divina. El auténtico fin del hombre está más allá de la historia. La Iglesia
como señala Salvador Giner en su Historia del Pensamiento Social : “es el agente o brazo de la
divinidad en el gran teatro del mundo...la historia de los reinos y los imperios anteriores a Cristo está
ordenada por la Providencia Divina... Dios establece las líneas generales de la historia”.
Nace así, con la obra agustiniana, la teoría de los dos poderes, temporal y espiritual,
la potestas del Rey y la auctoritas del Pontífice. El gobernante perfecto para Agustín de
Hipona es el gobernante cristiano, Carlomagno basó su modelo del Sacro Romano
Imperio, que es una teocracia, en La Ciudad de Dios. El teocentrismo (Dios como centro
del universo) característico de los sistemas filosóficos medievales se presenta en San
Agustín de un modo inequívoco. Dios y la Providencia como los autores de la historia
(incluido el saqueo de Roma para purificar y santificar a los pecadores); pues es en el
marco, en el contexto de la historia donde se desarrolla la salvación del hombre. Los
cristianos que tengan que desempeñar tareas seculares buscarán en sus actuaciones
políticas el mantenimiento del orden y de la paz civil, pero será consciente que ningún
tipo de gobierno perfecto se alcanzará en el tiempo histórico... la ciudad terrena es una
ciudad transitoria.
Truyol y Serra indica que la conclusión agustiniana, el llamado agustinismo político,
radica en que la Iglesia es una sociedad más perfecta que el Estado, de ahí que el poder
espiritual del Papa deba estar por encima del temporal del Emperador. El Estado
cristiano debe estar dirigido, como decía San Pablo, por el amor. Luego la Iglesia es
superior al Estado porque es una sociedad perfecta, y es quien ha de conformar
moralmente al Estado, quedando éste minimizado, reducido a mero organizador de la
convivencia y de la paz. Esta concepción –dependencia del poder temporal del
espiritual- va a prevalecer hasta el siglo XIV (conflicto entre el Papa Juan XXII y el
Emperador Luis de Baviera), Guillermo de Ockham reivindicó frente al absolutismo
papal la libertad de la conciencia religiosa y la separación entre el poder temporal y
espiritual. El agustinismo será recogido por Lutero y la Reforma protestante del siglo
XVI.
La teología de la historia agustiniana es, en última instancia, una moral donde hay una
subordinación de la razón a la fe, de lo natural a lo sobrenatural, de lo temporal a lo
divino, del odio-egoísmo al amor, del Estado a la Iglesia. Copleston en su Historia de la
filosofía (II) lo resume así:
Lo que el santo quiere hacer constar es que el Estado no encarnará la justicia
verdadera, que no será realmente un Estado moral, a menos que sea un Estado
cristiano; es el cristianismo el que hace a los hombres buenos ciudadanos. El Estado
en sí mismo, como un instrumento de fuerza, tiene sus raíces en las consecuencias
del pecado original, y, dado el hecho del pecado original y de sus consecuencias es
una institución necesaria; pero el Estado no puede ser justo a menos que sea
cristiano.
Es la Iglesia, por tanto, la que debe impregnar al Estado de sus principios.
Gilson ha señalado como prolongación y transformación de la concepción
agustiniana de la historia una serie de obras vinculadas con La Ciudad de Dios. Desde la
República cristiana de Roger Bacon, la Monarchia o Imperio universal de Dante, la paz de
la fe (pax fidei) de Nicolás de Cusa, e incluso ha visto una metamorfosis de la Civitas Dei
en la Ciudad del sol, la utopía renacentista de Tomás Campanella.
EL AGUSTINISMO MEDIEVAL
El pensamiento de San Agustín configuró un conjunto de doctrinas que se mantuvo
a lo largo de la Edad Media, sobre todo en la Escolástica, al entrar en disputa con el
aristotelismo y, a partir de él, con el tomismo, difundidos en el siglo XIII. Entre los
representantes del agustinismo medieval podemos destacar, en el apogeo de la
Escolástica, a los franciscanos Alejandro de Hales, San Buenaventura y Duns Scoto.
Entre las doctrinas agustinianas que pervivieron encontramos:
El voluntarismo: la primacía de la voluntad sobre el entendimiento.
La preeminencia de la fe respecto de la razón.
El iluminismo, o doctrina de la iluminación interior del alma al conocer, que se
opuso a la teoría aristotélica de la abstracción, defendida sobre todo por Tomás
de Aquino.
La doctrina política de las dos ciudades.
La linealidad del tiempo histórico
SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA
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