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Yo soy la verdad

Michel Henry

Introducción

Lo que Michel Henry intenta mostrar en este libro es la verdad del cristianismo. Dicha
verdad puede ser buscada, según él, en el conjunto de textos que recogen las enseñanzas de
Cristo. Sin embargo, la verdad del cristianismo no es algo que tenga que ver con el análisis de
textos ni con el estudio histórico1. Se trata más bien de la referencia que el texto hace a una
realidad distinta de él.

La historia considera como acontecimientos verdaderos aquellos que se han mostrado


en el mundo y de los que los individuos pueden dar cuenta, este es su criterio de objetividad.
Teniendo en cuenta que la gran mayoría de los hechos históricos no pueden ser atestiguados
por los individuos que los presenciaron, la historia ha tenido que ceñirse a los documentos. “Y
es así como de historia de los hombres se convierte en historia de los textos”.2 Es por ello que
el Nuevo Testamento es el único medio de acceso, al menos desde el la perspectiva de la
historia y su concepto de verdad, a Cristo y los hechos del mundo relacionados con él.

Si bien a partir del análisis histórico es posible dilucidar la veracidad de los documentos
y hasta de los hechos mismos, esto de ninguna manera puede ayudarnos a comprender la
verdad del cristianismo. No se trata de reconstruir la vida de un individuo llamado Jesús con
rigurosidad científica, sino de probar que “aquel que se decía el Mesías era verdaderamente
ese Mesías”.3

Para establecer el valor de verdad de semejante afirmación el conocimiento histórico


se ha revelado impotente. Las escrituras han conservado el relato de los hechos que
involucraron a Cristo y algunas de sus propias palabras, sin embargo el lenguaje también es
impotente de revelar una realidad que es distinta de la suya. No podemos tener acceso a la
verdad del cristianismo a través de un conjunto de significaciones que hacen referencia a
realidades distintas de ellas. La verdad del cristianismo debe ser auto-revelación, pues la
realidad no puede ser distinta de aquello que la muestra. Es por ello que Henry afirma que no
son los textos del Nuevo Testamento los que pueden acercarnos a la Verdad, sino que es ella
“la que puede darnos acceso a ella y, al mismo tiempo, permitirnos comprender el texto en el
que está depositada, reconocerla en él”.4

1
HENRY, M., Yo soy la verdad. Para una filosofía del cristianismo, trad. Javier Teira Lafuente, Salamanca:
Ediciones Sígueme, 2001, p. 11.
2
Ibid., p. 13.
3
Ibid., p. 14-15.
4
Ibid., p. 18.
I La verdad del mundo

El pensamiento clásico considera verdadero aquello que se muestra. Sin embargo,


Michel Henry considera que hay un desdoblamiento del concepto de verdad y ésta designa
tanto lo que se muestra como el hecho de mostrarse mismo independiente de aquello que
aparece. Para él “la esencia de la verdad está en el hecho de mostrarse, considerado en sí
mismo y en calidad de tal”.5 Dado que todo aquello que aparece en la luz lo hace en un
horizonte previamente desplegado, podemos decir que la verdad óntica es deudora de la
verdad ontológica o fenomenológica.

Por esta razón el conjunto de fenómenos o entes que aparecen, que se nos muestran
no conforman el mundo, sino que éste es el horizonte de visibilidad en el que se manifiesta
todo fenómeno. “Por tanto, el mundo no designa lo que es verdadero sino la Verdad misma”.
Lo que es verdadero es lo que se muestra. En este sentido “el Ser en cuanto tal es la verdad en
cuanto tal, el puro hecho de mostrarse considerado en sí mismo, como aparición y como
manifestación pura”.6

Ese mostrarse tomado en sí mismo es, desde Descartes, la conciencia. Todo fenómeno
aparece en la conciencia en calidad de ob-jeto, está puesto delante, re-presentado. La
conciencia es la manifestación pura, el acto de poner delante aquello que aparece
independientemente de él. “El hecho de ser puesto delante es la verdad, la manifestación, la
conciencia pura”.7 Poner delante equivale a poner afuera de la conciencia. El afuera de la
conciencia es el mundo. Este afuera en que se manifiesta la verdad del mundo no es un afuera
real, sino el acto de la conciencia de poner delante de sí lo otro de sí.

El desdoblamiento del concepto de verdad se debe justamente a la indiferencia del


acto de producción del horizonte de visibilidad con respecto a todo lo que se muestra en él.
Kant llama a este poder imaginación trascendental. “Es el afuera mismo lo que se exterioriza,
desde y por sí mismo”.8 La forma en que se exterioriza ese horizonte extático es el tiempo.
Tiempo y mundo son dos nombres para el proceso de auto-exteriorización de la conciencia.
Todo lo que deviene visible en el horizonte de visibilidad lo hace como temporal, es decir,
dentro del flujo continuo en el que los entes se muestran, los tres modos del tiempo: pasado,
presente y futuro.

En el permanente arrojarse fuera de sí de la conciencia las cosas mismas son vaciadas


de su contenido real para aparecer como simples imágenes del mundo. Lo que permite ver es
lo mismo que despoja a las cosas de su realidad y las precipita a la nada. El tiempo es ese
deslizamiento. En el acto de arrojar fuera de sí al mundo y lo que en él aparece se produce el
aniquilamiento de la cosa. “El tiempo aniquila todo lo que exhibe porque su poder de hacer

5
Ibid., p. 22.
6
Ibid., p. 23-24.
7
Ibid., p. 24.
8
Ibid., p. 26.
patente reside en el fuera de sí. Pero el modo de hacer patente el tiempo es el del mundo. Es
el modo de permitir ver del mundo, es la verdad del mundo que destruye”.9

Lo que aparece en el mundo no puede ser nunca verdadero, pues el sólo hecho de
aparecer significa que ha sido despojado de toda su realidad, se ha convertido en una imagen,
un fantasma. Sin embargo, debe haber otra verdad que la del mundo, ya que de no ser así no
habría realidad. Esa verdad es, para Henry, la verdad del cristianismo.

II La Verdad según el cristianismo

La verdad del cristianismo es la verdad de la aparición del mundo como horizonte de


visibilidad considerada en sí, independiente de todo ente o fenómeno que se muestre en él. La
verdad del cristianismo no consiste en lo que se muestra sino en el hecho de mostrarse. La
aparición del mundo es la condición de posibilidad de cualquier conocimiento.

Como vimos más arriba, la indiferencia entre la verdad del mundo, la manifestación
pura, y el carácter de verdadero de lo que aparece en él, se debe a la lógica del proceso de
auto-exteriorización en el que las cosas, para ser vistas, son vaciadas de su realidad y arrojadas
a la nada. Es el ver situado fuera de sí lo que divide el concepto de verdad, ya que la cosa ha
sido expulsada fuera de sí para poder ser situada delante de la conciencia.

En la verdad del cristianismo “no hay separación entre el ver y lo que es visto, entre la
luz y lo que ésta ilumina”, ya que no se produce un poner delante, no se instaura ninguna
distancia entre uno y otro. La verdad y lo verdadero no difieren puesto que la manifestación es
captada en sí misma, no siendo ningún fenómeno lo que se manifiesta, sino la misma
fenomenalidad. Siendo que lo que se manifiesta es la propia manifestación que se revela a sí
misma podemos hablar de auto-revelación. “Dios es la Revelación pura que no revela nada
distinto de sí. Dios se revela. La revelación de Dios es su auto-revelación”.10

Queda claro que en este caso la referencia a la visión es puramente metafórica. El ver
solo es posible en el mundo porque existe un distanciamiento en la producción del horizonte
de visibilidad. La distancia entre la vista y lo visto es lo que permite la visión.11 La verdad del

9
Ibid., p. 28.
10
Ibid., p. 35.
11
Ya Aristóteles en De Anima ha tematizado esta cuestión. Los objetos no producen ninguna sensación
en contacto directo con los órganos de los sentidos. Para que se produzca sensación es necesario que
exista una mediación entre ellos. Esa mediación, que en Aristóteles, por ejemplo, toma el nombre de
aire cuando se trata de la percepción del sonido, puede ser comprendida desde una perspectiva
fenomenológica como el horizonte de visibilidad, la proyección que la conciencia hace de un mundo
para permitir a los objetos aparecer en él. Esto queda aún más claro cuando se refiere al olfato, ya que
reconoce que existe un medio en el que se perciben los olores aunque carece de nombre. No podría
tratarse simplemente del aire, ya que reconoce que los peces también tienen olfato. Si bien la teoría
aristotélica parece demostrar la necesariedad de un elemento físico que medie entre el objeto y el
cristianismo no pertenece al mundo, y por lo tanto, no se manifiesta en el afuera de sí, no
establece ningún tipo de distancia consigo misma, lo que se “ve” no difiere del mismo acto de
“ver”. Por ese motivo Cristo dice: “Yo no soy de este mundo” (Juan 17, 14). Su revelación no
tien ninguna relación con la fenomenalidad del mundo.

El pensamiento es también pensamiento del mundo, es un ver inteligible en lugar de


sensible. El pensar intencional se dirige siempre a algo distinto de la conciencia. Incluso el
pensamiento acerca de la conciencia la ubica como lo otro de sí, mediante la reflexión se mira
a sí misma de la misma forma en que mira a cualquier otro objeto del mundo.

Siendo que la verdad del cristianismo no puede ser representada no es posible que se
manifieste en el mundo. El lugar en el que esta se revela es aquel cuya fenomenalidad es
distinta de la del mundo y en la que aquello que se muestra no difiere del acto de mostrar. Ese
lugar es para Henry la Vida, pues ella se auto-revela. La auto-revelación es la vida, pues se da a
sí misma de manera completa y transparente, sin distancia bajo la forma de afectividad. Para
Henry aquí se halla la primera ecuación fundamental del cristianismo: “Dios es Vida, es la
esencia de la Vida o, si se quiere, la esencia de la Vida es Dios”.12

Conviene aclarar que no se trata de la propiedad de auto-revelarse lo que se considera


la esencia de la Vida o Dios, sino el hecho de la auto-revelación, el acto de mostrar-se. Por ser
su esencia la manifestación no puede considerarse a la auto-revelación como un elemento
contingente y temporal, una posibilidad de actualización que dependa de una voluntad fuera
de ella. La esencia de la Vida es revelarse a sí misma sin descanso. Entendida de esta manera la
auto-revelación alcanza un estatuto totalmente diferente al concepto griego de Ser. Éste
pertenece al lenguaje de los hombres y por lo tanto está sujeto a la fenomenalidad del mundo,
se refiere a lo que se muestra en él pero no al acto de mostrarse que es su condición de
posibilidad. Por ese motivo el Ser resulta inadecuado para referirse a Dios, ya que no es su
esencia aparecer, sino ser él mismo quien realiza el acto de revelación. Más allá de la identidad
entre el acto de mostrar y lo que se muestra, la perspectiva henryana subraya el hecho de ser
él mismo quien detenta el poder de la manifestación.

En otras palabras, auto-revelación quiere decir, por un lado, que “es la Vida la que
lleva a cabo la revelación, la que revela”, y por otro, que “lo que se revela es ella misma”. Por
el contrario el modo de revelación del mundo es totalmente distinto, ya que lo que revela es lo
fuera de sí. Lo que aparece en el mundo es una exterioridad vaciada de su sustancia propia, es
una irrealidad, es exterior al poder que la manifiesta. La auto-revelación de la vida ignora el
mundo. “No es posible vivir en el mundo”. “La vida no arroja afuera lo que revela, lo guarda en
sí y lo retiene en un abrazo tan estrecho que lo que revela y retiene es ella misma”.13

La auto-revelación de la Vida constituye la única realidad. Lo que se manifiesta es


idéntico al poder de manifestación, no hay fuera de sí. Por ese motivo la crítica al cristianismo
como huída de la realidad se convierte en un sinsentido. De lo que el cristianismo huye es del
mundo, de la misma forma que la realidad, la vida, huye de él.

órgano, el caso del olfato deja manifiesto que la importancia del medio es la distancia que interpone
entre ambos (DA 419a 25-35). Lo mismo sucede con el ojo que sólo puede verse a sí mismo en el espejo.
12
Ibid., p. 38.
13
Ibid., p. 40.
El modo de fenomenalización en que la vida se alcanza a sí misma y se experimenta sin
distancia es en cuanto materia afectiva pura, como carne de un pathos. La forma en que la
vida se experimenta a sí misma en el goce de sí. La afectividad es la materia fenomenológica
en que la vida se manifiesta a sí misma y goza de sí.

III Esa Verdad llamada la Vida

La diferencia radical entre la forma de fenomenalización del mundo y la de la Vida


comprenden a su vez dos criterios de verdad opuestos. El cristianismo entiende la Vida como
fenomenológica y por lo tanto idéntica a la Verdad. Por ser ella el poder de revelación y al
mismo tiempo aquello que se revela la Vida es la Verdad y única realidad. Por el contrario la
verdad del mundo como manifestación tomada en sí misma difiere de aquello que se muestra
como verdadero, siendo totalmente indiferente a él. Solo es verdadera la Vida como
manifestación pura, irreductible a la del mundo, “una revelación original que no es la
revelación de otra cosa y que no depende de nada distinto, sino una revelación de sí”.14

Tanto la ciencia como la percepción ordinaria han intentado conocer la vida en la


verdad del mundo. A partir de manifestaciones que dependen de poderes ajenos a ellas y por
lo tanto se encuentran totalmente vaciados de realidad. El ejemplo paradigmático de esta
perspectiva es el de la biología. Se trata de formas de conocimiento objetivo en las que lo que
aparece lo hace en calidad de fuera de sí, sin embargo la Vida no se manifiesta en el mundo ni
en nada distinto de ella misma. Jamás puede poner distancia con respecto de sí para
conocerse como un ver. Así el hombre resulta reducido a un conjunto de datos otorgados por
la percepción sensible, como suele ser interpretado por la percepción ordinaria. Por eso Cristo
enseña que la esencia del hombre y su relación con lo absoluto no es accesible a partir de
ningún conocimiento, sino que procede de la ignorancia.

La ciencia da un paso más al poner entre paréntesis las cualidades sensibles. La ciencia
moderna, inaugurada por Galileo, excluye a la vida sensible de su campo de investigación y
pone en su lugar “el estudio físico-matemático de las partículas materiales que constituyen la
realidad de nuestro universo”.15 “Reducción absurda si se pretende afirmar que lo que se
experimenta a sí mismo en el abrazo patético inquebrantable del sufrir y gozar es en realidad
algo que no experimenta nada y se encuentra por principio incapacitado de hacerlo: las
partículas materiales”.16 El conocimiento científico ha tomado la forma del mundo y su verdad,
aquella en la que la Vida nunca se muestra.

Aquello que vemos junto a los objetos del mundo y creemos semejante a nuestra
propia vida no es la Vida. “Vemos a los seres vivos pero nunca vemos su vida”.17 El ser vivo no

14
Ibid., p. 44.
15
Ibid., p. 47.
16
Ibid., p. 50.
17
Ibid., p. 51.
es más que una significación adherida a las percepciones sensibles que tenemos de tales seres.
Percepciones que se producen en el mundo en forma de significaciones vacías, intencionales,
al decir de Husserl, irreales. Sin embargo, estas significaciones intencionales que mientan la
vida nunca pueden ser plenificadas y de esta forma transformarse en percepciones. Nunca
percibimos en el mundo la vida de esos seres como su experimentarse a sí mismos.

La sustitución de la Verdad de la Vida, la que proclama Cristo, por la verdad del mundo
conduce a una concepción de la vida a partir de atribuir a todo viviente una serie de
propiedades de las que otros carecen. Propiedades y caracteres objetivos que aparecen en el
mundo: motilidad, nutrición, excreción, reproducción, etc.18 Ciertamente, la elección de estas
propiedades no es arbitraria ya que es la vida la que motiva estos movimientos, sin embargo, si
bien es la vida la que mueve y la que toca esta no es visible en el mundo. Lo que vemos es la
exteriorización objetiva del acto pero nunca el ver en cuanto tal, el ver de la vida, el tocar de la
vida, como auto-afectividad. El ente viviente se diferencia del resto de los entes mundanos
pero no deja de ser un ente que “no toma su ser más que de su calidad de fenómeno”.19

El pensamiento occidental no reconoce como verdadero más que la relación exterior


con los organismos objetivos, la verdad del mundo. Desde esta perspectiva resulta enigmática
la comprensión del poder que los organismos vivientes parecen manifestar en el mundo al
igual que el Dasein heideggeriano.

Es Schopenhauer quien a principios del siglo XIX opone a la verdad del mundo
entendida como representación, una voluntad a la cual se encuentra subordinada. Voluntad es
allí otro nombre para la vida. Sin embrago, al igual que para Freud, esa voluntad es totalmente
ciega, por ser ajena al afuera del mundo, y por lo tanto no sabe qué quiere, ni siquiera que
quiere. Por esta razón el descubrimiento de Schopenhauer de una realidad distinta de la del
mundo y ajena a él pierde su valor por la negación de su poder específico de revelación. Ese
que consiste en mostrarse a sí misma sin distancia y totalmente transparente a sí. Al no poder
tematizar una forma de conocimiento distinta de la representación, el poner delante, el ver, la
vida es comprendida como fuerza ciega e inconsciente.

Resumiendo, la vida ha sido calumniada de diversa maneras. En primer lugar por la


biología que la ha reducido a procesos materiales. En segunda instancia, la filosofía occidental
ha confundido a la Vida con el ente viviente en su ser-en-el-mundo. Y finalmente, haciendo de
la vida un principio metafísico del universo, despojada de su capacidad más propia, la de auto-
revelarse y experimentarse a sí misma, de vivir.

El cristianismo se opone a estos pensamientos denigrantes de la vida. Las palabras de


Cristo señalan con certeza que la Vida, lejos de ser ciega o inconsciente, es Verdad y la Verdad
es Vida. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14, 6). “La revelación primordial que lo
arranca todo de la nada permitiéndole aparecer y, por tanto, ser, se revela en primer lugar a
ella misma en un abrazo anterior a las cosas, anterior al mundo, y que no le debe nada”.20

18
Ibid., p. 54.
19
Ibid., p. 56.
20
Ibid., p. 62.
Desde su origen en Grecia el pensamiento clásico ha entendido al hombre como un
viviente con Logos, es decir, con razón y lenguaje. En otras palabras, el hombre es más que la
vida. Heidegger afirma que la vida puede comprenderse de manera negativa a partir del
hombre por el camino de una exégesis privativa. Como si la vida fuera el resultado de quitarle
al Dasein sus atributos esenciales. Para el cristianismo la vida es más que el hombre, más que
la razón y el leguaje. “La vida, que no dice palabra, lo sabe todo”.21

Para vislumbrar la radicalidad de la Verdad del cristianismo hace falta comprender que
la Vida es más que el hombre no sólo porque entienda a este como un ser vivo, sino que es
más que el viviente también. La Vida no es la vida del hombre, sino la de Dios, quien no la
recibe de nadie más que de sí mismo. Para Henry la relación de la Vida con el viviente, como
generación y nacimiento respectivamente, es el tema central del cristianismo.

“Al que es engendrado en la Vida en calidad de Primer Viviente el cristianismo le


denomina Hijo primogénito, o Hijo único, o, según la tradición hebraica, Cristo o Mesías. Al que
es engendrado en la Vida como hombre, es decir, al hombre mismo, le denomina Hijo de Dios.
El cristianismo denomina Padre a la Vida absoluta, por cuanto se engendra a sí misma y, al
hacerlo, engendra al Primer Viviente”.22

IV La auto-generación de la Vida como generación del Primer Viviente

“Según el cristianismo, no hay más que una sola Vida, la única esencia de todo lo que
vive”.23 Esa Vida es Dios, un Dios único que genera todos los vivientes.

Ese Dios no puede ser pensado por el intelecto, no es posible tener acceso a Él a través
del pensamiento. No hay representación posible que pueda dar cuenta de Dios. No es posible
probar su existencia “haciéndolo ver” en el horizonte de visibilidad del mundo donde Él nunca
se muestra. La Vida no se presenta como evidencia.

No tenemos acceso a Dios, es decir, a la Vida absoluta, en el mundo sino en la Vida, “es
la Vida misma la que llega a sí”.24 La Vida es auto-revelación. Sobre el propio llegar a sí mismo
de la Vida el viviente llega a ella.

Es evidente que el lenguaje no puede proporcionar un acceso a la Vida. El lenguaje es


el lenguaje del ser y la vida no es adviene. “Esta venida incesante de la Vida es su eterno llegar
a sí, que es un proceso sin fin, un movimiento”.25

21
Ibid., p. 63.
22
Ibid., p. 63-64.
23
Ibid., p. 66.
24
Ibid., p. 67.
25
Ibid., p. 68.
El sentirse a sí mismo de la Vida, la experiencia que realiza en el goce de sí, “es la
forma primordial de toda fenomenalidad concebible”. Es la forma en que la fenomenalidad se
fenomenaliza: “como pathos y en la carne afectiva de éste.” “Esta identidad entre lo que
experimenta y lo experimentado es la esencia original de la Ipseidad”.26 Esta Ipseidad no es el
resultado de la fenomenalización, sino su condición, la forma en que la revelación se lleva a
cabo como auto-revelación.

La Ipseidad es una y singular, ya que es la Vida que goza de sí arrojándose a sí misma.


La Vida que se engendra a sí misma es en este abrazo consigo, como un Sí singular, es el Primer
Viviente. En los términos del cristianismo esto significa que el Padre, como ese movimiento en
que la Vida se arroja a sí misma, engendra en Él al Hijo, como al Primer Viviente, como la
experiencia que el Padre hace de sí. Padre e Hijo resultan consustanciales, ambos son
engendrados en el mismo movimiento de la Vida. Henry le da el nombre de Archi-Hijo al
Primer Viviente por esta condición de ser engendrado necesariamente en el Comienzo mismo.
La vida que recibe no es preexistente, sino que surge en ese proceso de auto-generación.
Podría decirse que el Padre y el Hijo son las dos perspectivas posibles desde las que se puede
abordar la auto-revelación. El primero es la donación originaria de la Vida a sí misma y eel
segundo, la experiencia patética que esta Vida hace de sí. Aquello que revela y lo que es
revelado, que en su identidad conforman la Ipseidad del Sí.

El Archi-nacimiento trascendental que se produce en la Vida subvierte por completo la


acepción mundana de filiación. Ningún padre puede dar vida a un hijo en el mundo. El
concepto originario de nacimiento se encuentra ligado al único modo de manifestación que
conoce el pensamiento occidental: mostrarse en el mundo. Sin embargo, la aparición en el
mundo depende de la original venida al ser, la venida de la Vida a sí misma anterior a cualquier
horizonte extático. En otras palabras, algo como un nacimiento en el mundo sólo es posible,
como fenómeno, porque la fenomenalización de la fenomenalidad ya se ha producido.

“Nacer no es venir al mundo. Nacer es venir al seno de la vida”.27 Esta afirmación debe
entenderse en un doble sentido. Por un lado, es la vida la que viene, la que llega. Y, por otro,
esa vida que llega viene de la vida. La vida es a la vez punto de partida y de llegada.

Según Henry, el cristianismo consiste en una red de relaciones trascendentales: “de la


Vida absoluta con el Primer Viviente –del Padre con el Hijo, de Dios con Cristo–; realción de la
Vida absoluta con todos los vivientes –del Padre con los hijos, de Dios con los hombres–;
relación del Hijo con los hijos, de Cristo con los vivientes; relación de los hijos, de los vivientes,
de los hombres entre ellos”.28 Estas relaciones, incluidas las de los hombres entre sí son no
intencionales, es decir, no se producen en el mundo, sino en la Vida. Toda relación extrae su
esencia de la Vida.

Cristo, como el Primer Viviente co-engendrado en la venida original de la Vida a sí


misma, es el único que puede dar testimonio de sí. Este testimonio es la auto-revelación de la
Vida, la Verdad que da testimonio de sí. La pregunta que surge si aceptamos que Cristo ha

26
Ibid.
27
Ibid., p. 72.
28
Ibid., p. 74.
venido al mundo para salvarlo, dando a conocer a Dios, es: ¿cómo los hombres pueden
reconocer en testimonio, una Verdad, que es irreductible al lenguaje de la palabra?

V Fenomenología de Cristo

Las Escrituras dan cuenta de la llegada de Cristo, sin embargo, a partir de la


comprensión de la tesis esencial del cristianismo, que afirma que “ningún hombre es hijo de
otro hombre, y mucho menos de una mujer, sino solamente de Dios”29, el Nuevo Testamento
obtiene una significación liberada de las aparentes contradicciones que se le han adjudicado.

Jesús puede ser hijo de María y José en el mundo, pero su verdadero nacimiento tiene
lugar en la Vida absoluta. Lo mismo ocurre con todos los hombres, como vivientes, sólo
pueden venir a la vida a partir de ella. No es posible vivir en la exterioridad extática del mundo.
Todo hijo es hijo de la Vida. Todo nacimiento es trascendental. Desde esta perspectiva, el
cristianismo comprende al hombre en su verdadera dimensión, como hijo trascendental de la
Vida, cuya esencia no es posible encontrar en el mundo objetivo. De allí que el secreto de la
humanidad del hombre escape a cualquier pensamiento objetivo como el de la biología o el
psicología.

Ningún viviente puede dar vida, ya que ésta le ha sido dada no pudiendo él mismo ser
origen de ella. Sólo Dios, un dios viviente, puede dar vida porque en primer lugar es capaz de
dársela a sí mismo. Sólo en la representación del mundo es posible una relación padre-hijo en
la que los términos son reversibles. Es decir, quien es hijo puede a su vez convertirse en padre.
Sin embargo, este tipo de relación es a la vez temporal y exterior. Por un lado está sujeta a la
temporalidad del mundo y a la secuencialidad de los fenómenos que ocurren en el. Por el otro,
el hijo es engendrado afuera del padre, separado y diferente de él. Afirmar la posibilidad de un
nacimiento en el mundo significa dejar de considerar al hombre como un viviente para
percibirlo como un organismo, un ser vivo que se muestra en la exterioridad del mundo.

Hemos dicho que el Primer Viviente es hijo de la Vida al igual que el resto de los
hombres, sin embargo existe entre ellos una diferencia esencial. Los hombres son contingentes
con respecto a la Vida absoluta, reciben su vivir de ella como podrían no recibirlo. Mientras
tanto, el Archi-Hijo co-pertenece a la auto-generación de la vida como la experiencia patética
que ésta hace de sí en su auto-donación. Sin Él no hay vida, por cuanto ésta sólo es tal porque
se experimenta a sí misma en su goce conformando la Ipseidad del Sí. El co-engendramiento
de Cristo en la auto-revelación del padre es lo que sostiene todas las citas del Nuevo
Testamento en que se manifiesta la atemporalidad de Cristo. Su nacimiento en el mundo no
puede ser considerado su verdadero nacimiento, el nacimiento a la Vida y de la Vida, puesto
que éste es la condición de posibilidad de cualquier aparecer, se produce en el Comienzo
radical en que la Vida se alcanza a sí misma originariamente.

29
Ibid., p. 84. (¿Por qué “mucho menos de una mujer”?)
Para el cristianismo, Cristo ha venido al mundo para salvar a los hombres revelándoles
al Padre. La Revelación de Dios es Cristo hecho carne. Sin embargo, ¿cómo se distingue Cristo
en el mundo del resto de los hombres? La respuesta es que la Revelación de Dios en Cristo,
que no es más que su auto-revelación, no se manifiesta en la apariencia visible de ese hombre
que es Jesús. El creer en la Revelación es para los hombres un creer ciego, pues ésta nunca se
muestra el mundo, es esencialmente invisible. La irreductibilidad fenomenológica radical entre
dos modos de revelación, el de la auto-revelación de la Vida, y el de la luz del mundo, supone
la mayor dificultad para el cristianismo, cómo revelar la Vida en el afuera de sí. Sin embargo,
esta aporía significa la imposibilidad de los hombres de conocer a Dios si estos son
considerados en la exterioridad del mundo y no como hijos trascendentales de la Vida. Es en
calidad de Hijo de Dios que el hombre puede acceder a su salvación.

VI El hombre en calidad de Hijo de Dios

La ciencia y la religión han entendido al hombre como un ente mundano –aunque


privilegiado– y con ello han perdido de vista lo propio de lo humano. En este sentido, tanto
ciencia como el sentido común –objetivismo científico y realismo ingenuo– coinciden en
comprender al hombre a partir de la imagen de él que aparece en el horizonte extático, como
una parte material de este universo.30

Se opone a esta perspectiva la concepción de hombre trascendental de la filosofía


moderna. Tanto Descartes, como Kant, Husserl y Heidegger reconocen como condición
esencial del hombre el estar abierto a la relación con el mundo. Sin lograr jamás huir de él, el
mundo es el fondo de una experiencia que nunca cesa. Sin embargo, “es el aparecer primordial
y presupuesto del mundo lo que precede y hace posibles todos los modos en que el hombre se
refiere a él. Pero el aparecer del mundo es la verdad del mundo”. Por el contrario, para el
cristianismo, el hombre no es un ser-del-mundo, “no lo es ni en sentido natural ni en sentido
trascendental”.31

Al considerar la doble naturaleza de Cristo debemos recordar que su aspecto humano


no lo reduce a un ente mundano, puesto que ningún hombre vive en el mundo. Por el
contrario, debemos considerar a al hombre a la luz de Cristo, en calidad de hijo de la Vida, que
es una sola y única, y de la cual obtiene su nacimiento trascendental. Tal como Cristo que
exclama: “Yo no soy del mundo” (Juan 17, 14), el hombre tampoco lo es. Esto significa que no
puede ser comprendido como un ser natural, a la manera en que lo hacen las ciencias y el
realismo ingenuo. Pero, más aún, tampoco puede ser entendido como un ser trascendental
“cuyo mundo constituye el horizonte de todas sus experiencias”, ya que “el mundo no tiene
carne, porque en el fuera de sí del mundo no son posibles ninguna carne ni ningún vivir.32 El

30
Ibid., p. 112.
31
Ibid., p. 113.
32
Ibid., p. 119.
hombre tiene una experiencia de sí diferente y ajena a la que tiene del mundo y ésta es su
verdadera esencia. El sentirse constantemente afectado por sí mismo que lo constituye en un
ego.

Eso significa que “Dios creó al hombre a su imagen”, que le otorgó su propia esencia, el
auto-engendramiento de la Vida, la condición de viviente por la que se experimenta a sí mismo
“en la inmanencia radical en la que no hay ni fuera ni mundo”. Sin embargo, la elucidación
radical de esta cita bíblica sólo se alcanza desde la perspectiva cristiana del nacimiento
trascendental de todo viviente. En primer lugar, quiere decir que el hombre no es creado, ya
que no pertenece al mundo. Y en segundo lugar, que no es una imagen, pues sólo hay imagen
–como representación externa de aquello que es mentado– en el mundo. Es necesario,
entonces, renunciar a la concepción mundana del hombre. La imagen del hombre que aparece
en el mundo toma su aparecer del aparecer del mundo con todas sus leyes: espacio, tiempo,
causalidad, etc. “Ese hombre es el hermano de los autómatas susceptibles de ser construidos
según las mismas leyes”. 33

La vida se auto-engendra como un yo mismo en su auto-afección. Afección es aquí un


manifestarse en el que lo que se muestra es lo mismo que lo mostrado. Lo que afecta es
idéntico a lo afectado, por ese motivo afección y verdad son equivalentes. La identidad de lo
que afecta y lo afectado implica también que no es posible ser afectado por algo distinto de sí.
La auto-afección es la interioridad radical de la que no se puede salir. Ésta es la esencia de la
Vida.

Resulta pertinente distinguir entre dos sentidos distintos del concepto de auto-
afección. En sentido fuerte, la vida se auto-afecta de dos maneras simultáneamente. Por un
lado, es ella misma el contenido de su propia afección, es ella misma lo que se experimenta.
Por otra parte, ese contenido afectivo es producido por ella misma, no proviene de ningún
afuera, es auto-donación. El concepto fuerte de auto-afección sólo es adecuado para referirse
a la vida fenomenológica absoluta, es decir, a Dios. El concepto débil de auto-afección designa
el modo en que el Yo trascendental viviente se afecta a sí mismo. Éste se experimenta a sí
mismo pasivamente, no es él la fuente de esa experiencia. Es afectado por sí mismo
constantemente y por eso es un yo, sin embargo no es ese yo quien se ha puesto en condición
de experimentarse a sí mismo. “No me afecto en absoluto sino que, para decirlo con rigor, soy
y me hallo auto-afectado”.34 “El Sí no se afecta sino porque la Vida absoluta se auto afecta en
él”.35

Ese Sí que se experimenta pasivamente sin descanso en su sufrirse, en su imposible


huida de sí, genera sus modalidades patéticas esenciales. La angustia nace del querer escapar
de sí y no poder hacerlo. El Sí no puede escapar de sí mismo pues no es él quien se arroja a la
experiencia de sí, se halla siempre en ella sin poder romper el lazo que lo une consigo. La
pulsión es el esfuerzo de esta vida constantemente atormentada por sí por deshacerse de sí.
Por no poder romper el vínculo que la une a sí misma, intenta cambiarse convirtiendo su
sufrimiento en alegría.

33
Ibid., p. 121.
34
Ibid., p. 125.
35
Ibid., p. 126.
La relación entre Dios y el hombre trascendental se encuentra mediada por Cristo. La
auto-afección en sentido fuerte, como auto-donación sólo es vida en la medida en que se
experimenta a sí misma en Sí del Primer Viviente. La vida del hombre sólo es posible porque
esta vida que recibe implica la Ipseidad de un primer Sí. Un Sí que es co-engendrado con la
donación misma de la Vida y sin la cual ésta no podría efectivizarse. El hombre como viviente
llega a la vida bajo la condición de que en ésta ya se haya edificado la Ipaseidad de la que
tomará la posibilidad de ser un yo. “Hijo de Dios, no puede serlo sino en calidad de Hijo en el
Hijo”.36

VII El hombre en calidad de Hijo en el Hijo

La mediación del Primer Viviente en la relación entre Dios y los hombres es la que
determina a priori que todo viviente es siempre un yo. Cristo es quien posibilita la Ipseidad
original sin la cual no sería posible algo así como un Sí o un yo. “No soy yo mismo y no puedo
serlo más que a través de la Ipseidad original de la Vida. La carne patética de esta Ipseidad en
la que la Vida se une a sí misma es la que me une a mí mismo de tal modo que soy y puedo ser
este yo que soy. Por lo tanto no puedo unirme a mí mismo sino a través de Cristo, puesto que
es Él quien ha unido la vida eterna consigo misma, haciendo de ella el primer Sí”.37 La carne del
Primer Viviente es la sustancia fenomenológica que hace posible todo Sí, toda relación
consigo.

La carne del yo es la carne de Cristo. En esa carne, el yo se une consigo mismo sin ser él
quien se da a sí. La carne viviente de Cristo es el medio entre la donación de la Vida absoluta y
los hombres que la experimentan sufriéndose a sí mismos pasivamente. Todo yo lo es en
función de la fuerza de Cristo que lo mantiene continuamente estrechado contra sí mismo, por
lo tanto todo viviente vive en Él, en la vida única. Por ese motivo las relaciones entre los
hombres siempre tienen lugar en Cristo. De allí se desprenden las consecuencias éticas del
cristianismo que analizaremos más adelante.

El cristianismo ha establecido la originalidad radical del concepto de Individuo al


entenderlo como Yo trascendental viviente. La relación entre Individuo y vida no es exterior y
contingente, sino que uno no puede existir sin el otro. Toda vida es un Sí, pues como auto-
afección consiste en el experimentarse a sí mismo sin descanso en el sufrir y gozar de sí.

El pensamiento romántico intentó tematizar la vida despojándola de su determinación


esencial: el Individuo. Pensadores como Hegel, entendieron la vida como separada del
individuo y superior a él, una vida universal y despersonalizada. La consecuencia de la
separación de vida e individuo es una vida sin Ipseidad, una vida incapaz de experimentarse a
sí misma, una vida inconsciente. La vida inconsciente es el resultado del análisis de la vida en el

36
Ibid., p. 130.
37
Ibid., p. 135.
horizonte extático, a partir de las leyes de la fenomenalidad del mundo a las que ella se hurta.
Las aporías de este tipo de razonamiento conducen al sinsentido de concebir una vida privada
de Ipseidad, es decir, una vida que no se encuentra afectada por sí misma, una vida que no
vive.

Asimismo, la búsqueda de la esencia del individuo en el mundo, es decir, fuera de la


vida, conduce al mismo tipo de resultados. El criterio de individuación extático se encuentra
determinado por las leyes del aparecer en el mundo, el tiempo y el espacio. Bajo esta
perspectiva, los hombres no reciben su principio de individualización de otro modo del que lo
recibe cualquier otro ente mundano. Ente que no es más que una imagen vaciada de su
realidad, un fenómeno. “No hay individualidad sino del Individuo”.38 Ésta es su Ipseidad, que
no existe más que en la vida.

Toda Ipseidad es anterior al mundo, se engendra en el abrazo patético de la Vida


consigo misma, en la efectuación de su Archi-nacimiento, en Cristo. “La Ipseidad es el Logos de
la Vida, aquello en lo cual y como lo cual la Vida se revela revelándose a sí misma”.39 El
individuo empírico no es un Individuo. No es posible concebir a un hombre que no sea un Sí,
por lo tanto, no existen hombres en el mundo.

“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14, 6), es según Henry, la tesis
fundamental de una fenomenología de la vida. A continuación intentaremos mostrar la
identidad entre los cuatro términos de la misma.

La Vida constituye la Verdad original por cuanto la primera en su auto-afección hace


coincidir en sí el mostrar y lo que se muestra. De esta forma todo aquello que aparece lo hace
tal cual es. La auto afección patética es el modo en que la fenomenalidad se fenomenaliza
independiente de cualquier ek-stasis.

El Camino es la Verdad, ya que la manifestación, tomada en sí misma, es en cuanto


fenomenalidad, la vía de acceso a todo fenómeno. Este Camino del cristianismo no se
confunde la fenomenalidad del mundo. La Vida es el Camino en lo que lo que se manifiesta es
igual al acto mismo de manifestarse. En otras palabras, el Camino de la Vida conduce siempre
y a ningún otro lugar que a la Vida que se auto-revela en su auto-afección.

Finalmente, el Yo es el Camino ya que este se entiende como el Yo del Archi-Hijo.


Aquel que ha reunido la Vida consigo misma, permitiéndole experimentarse como un Sí. Es
esta Ipseidad trascendental la condición de posibilidad de todo viviente como su carne. Es, por
lo tanto, ese Yo el Camino que conduce la vida a sí misma.

La relación de reciprocidad entre la Vida absoluta y el Archi-Hijo “marca la distancia


infinita que separa a Cristo del resto de los hombres”.40 Mientras que Cristo es co-engendrado
en el Comienzo mismo del abrazo de la Vida con sí, constituyendo su efectivización, el resto de

38
Ibid., p. 144.
39
Ibid.
40
Ibid., p. 150.
los vivientes son totalmente contingentes con respecto a la Vida. Padre e Hijo podrían vivir
eternamente sin que ningún viviente viniese nunca a la vida.41

La Archi-Ipseidad de la Vida es la condición de posibilidad de todo viviente como Yo


trascendental. Gracias a esta Ipseidad en la cual cada viviente entra en relación consigo
mismo, siendo arrojado sin pausa a experimentarse a sí mismo, cada individuo se distingue de
cualquier otro. “No porque experimente algo diferente a lo que experimenta cualquier otro o
porque sienta algo diferente a lo que siente cualquier otro. Sino porque es él quien lo
experimenta y lo siente”.42 Cada viviente es diferente de cualquier otro por esta razón, sin
poder ser nunca precedido o reemplazado.

Siendo que los hombres son Hijos de Dios como Hijos en el Hijo, llevan en sí la Vida
divina y su inmensidad. Sin embargo, muchos de ellos no creen pues han olvidado su
condición.

VIII El olvido por el hombre se su condición de Hijo: Yo, yo; Yo, ego

El olvido de su condición de Hijo es producido por el ocultamiento del proceso en el


que la Vida se genera como un Sí. El hombre ha olvidado lo que hace de él un hombre, no por
razones externas o contingentes, sino por la condición inherente en la que recibe la Ipseidad.

El yo no es el responsable de su propia afección, se encuentra ya siempre arrojado a


ella no pudiendo escapar de sí jamás. El Sí le es dado por la Ipseidad original del Primer
Viviente. “El yo se experimenta pasivamente a sí mismo sobre el fondo de la Ipseidad original
de la Vida que lo da a sí mismo y hace de él a cada instante lo que es”.43

En esa experiencia que hace de sí mismo, el yo entra en posesión de sí, esto es, de
todos los poderes que lo atraviesan. El yo está en condiciones de poner en acción esos poderes
porque coincide absolutamente con ellos, tanto los poderes del cuerpo, como los del espíritu.
Estas dos categorías no difieren en su naturaleza, todos los poderes pertenecen al yo por la
experiencia patética que tiene de cada uno de ellos, y esto es lo que lo hace un yo.

El yo es un yo puedo, capaz de desplegar cada uno de sus poderes como experiencias


interiores de las que dispone por coincidir plenamente con ellos. Pero junto con el poder del
yo hay un no-poder que le es mucho más esencial. Se trata de su condición de afectado por sí
mismo que le viene dada y nunca cesa; no puede escapar de ella o negarla. El yo se halla en
posesión de sus poderes sin haber sido él mismo quien se los prodigó.

41
Ibid. ¿Por qué entonces hay vivientes? ¿Qué produjo –o produce, ya que no puede haber orden
temporal fuera del mundo– la donación de la Vida a los vivientes luego del abrazo patético de la Vida
absoluta con sí misma, si su efectuación en la relación del Padre y el Hijo es auto-suficiente?
42
Ibid., p. 151.
43
Ibid., p. 158.
La fuente de todo poder consiste en el Sí del Archi-Hijo, que en su Ipseidad original
reúne a todo poder consigo. Solo es posible actuar en la medida que me identifico plenamente
con el poder; por el contrario, no es posible tener poder de algo distinto de mí. “Fuerza, poder,
acción sólo se despliegan sin son previamente dados a sí mismos en la auto-donación de la
Vida absoluta”.44 El ego es ese yo que ha entrado en posesión, además de su ser propio, de sus
poderes y se encuentra en condición de ejercerlos. En otras palabras, es el pasaje del yo
pasivo, que recibe lo que es sin ser él mismo quien se lo da, al ego activo capaz de ejercer
libremente sus poderes.

“Toda libertad reposa en un poder previo y no es más que su puesta en práctica. El ego
es libre porque se halla en posesión de ese poder”. Todo ego es libre por encontrarse en
condición de disponer de sus poderes a su antojo. Sólo es posible negar su condición
sujetándolo a los “múltiples determinismos que componen el universo objetivo”, es decir,
desconociendo su irreductibilidad al mundo, olvidando que su Ipseidad pertenece a la Vida. 45

El ego en posesión de sus poderes y en condición de ejercerlos se toma así como


fuente de ese poder. De este modo se produce la ilusión trascendental del ego, en virtud de la
cual éste se olvida de la Vida y de su Ipseidad original, del poder que lo une consigo mismo, y
se considera a sí mismo el causante de la donación que lo entrega al encuentro de sí. Olvida su
condición de Hijo d la Vida.

Sin embargo, la ilusión trascendental del ego comporta una parte de realidad y de
verdad. Esto se debe a que el darse a sí de la Vida que otorga a ego su sí es efectivamente un
don. Además, el ego se encuentra realmente en posesión de sí y de sus poderes y es realmente
libre de ejercerlos. El poder de este ocultamiento no proviene del ego, sino de la Vida. Ésta al
darse a sí misma y unir al ego con sí haciendo coincidir cada una de sus partes en él se torna
totalmente invisible. El ego sólo puede estar en posesión de sus poderes y ser capaz de
desplegarlos porque no percibe ninguna mediación ni distancia entre ellos. Esto se debe a que
la Vida no es un nexo que une dos elementos exterior entre sí, sino la carne patética de la
unión.

Por lo tanto, más allá de la ilusión trascendental del ego, es la propia esencia de la Vida
la que produce su olvido. Ésta es invisible por naturaleza y no se muestra jamás en el mundo.
Su permanente ocultamiento favorece la proyección del ego sobre el mundo, volviéndolo su
único objeto de preocupación. “Olvidadizo de su yo, el ego se preocupa del mundo”.46

Más allá de que se encuentre lanzado hacia las cosas del mundo, el ego se interesa por
ellas en función de sus bienes y valores. Estos no se encuentran en el mundo, sino que
pertenecen al propio ego. “En consecuencia, no es de las cosas de este mundo sino de sí
mismo de lo que a fin de cuentas se preocupa el ego”.47 Ese sistema en el que el ego se sitúa
como principio y como fin recibe el nombre de egoísmo trascendental. Esta relación consigo
del ego lo lanza delante de sí, hacia afuera de sí, al horizonte extático del mundo. Se proyecta
así como un sí exterior y, por lo tanto, irreal.

44
Ibid., p. 161.
45
Ibid., p. 162.
46
Ibid., p. 166.
47
Ibid.
A esta relación consigo del ego en la preocupación de sí se opone la relación consigo
del ego en la vida. Una relación determinada por la Ipseidad de la Vida, absolutamente
inmanente, encontrándose en ella sin distancia. Esta relación en la vida jamás se presenta en el
afuera de sí que es el mundo.

“Dado que la Preocupación es del mundo, se encuentra despojada desde el principio


de la capacidad de dar aquello de lo que se preocupa”.48 Todo lo que se presenta en el mundo
lo hace vaciado de su realidad, por lo tanto la satisfacción que pueda producir es sólo
aparente. Por ese motivo la Preocupación se experimenta como el sufrimiento de un deseo
vacío, incapaz a priori de ser llenado por ningún objeto del mundo.

Para comprender a fondo la vía que propone el cristianismo para superar el


sufrimiento que produce el olvido por el hombre de su condición de Hijo, es necesario analizar
las características particulares de este olvido. En el lenguaje ordinario decimos que olvidamos
aquello en lo que ya no pensamos. Como dijimos anteriormente, ese tipo de pensamiento
corresponde con la estructura extática de la fenomenalización, es establecer una relación
intencional con un elemento distinto de sí. En este tipo de relación aquello de lo que nos
olvidamos podemos siempre recordarlo. Aquello que se muestra en el pensamiento tiene la
capacidad de aparecer o no en él. En el caso de la Vida se trata de un olvido radical. Decimos
que hay un olvido de la Vida porque ella no se muestra nunca en el horizonte de visibilidad. La
Vida no puede nunca separarse de sí y establecer consigo una distancia que le permite ponerse
delante de sí misma. Por otro lado, la Vida no podría nunca olvidarse de sí porque ella es
totalmente transparente a sí misma y se experimenta constantemente y sin pausa. En
definitiva la Vida no puede olvidarse ni recordarse, es Inmemorial.

La representación de la Vida como sucesión de vivencias a las que tenemos acceso a


través de la memoria no debe confundirse con la vida. La misma despliega un diferimiento que
lejos de reunir la vida consigo misma presenta imágenes de una vida pasada, es decir, de una
vida que no vive. El Sí de la Vida, el único posible, es radicalmente inmanente. No puede ser
constituido por ningún tipo de pensamiento ni imagen. Sólo es posible en la medida que nada
se interpone entre el yo y su sí mismo. Cualquier identificación que busca fundar el Sí en una
imagen exterior produce, no sólo el olvido de la Vida del que hemos hablado, sino el olvido del
Sí. Toda imagen exterior del Sí está, por definición, vaciada de realidad y por lo tanto nunca
puede producir una Ipseidad. Por haber olvidado su condición de Hijo, al hombre se le escapa
su condición de ego.

Sin embargo, aún en el olvido de Sí, el ego sigue permanentemente afectado por sí
mismo, experimentándose sin distancia y en posesión de todos sus poderes. La relación
inmanente del Sí con sí mismo no puede romperse nunca. Es el olvido de su condición de Hijo,
el Archi-Olvido de esa condición, lo que lo lanza al deseo vacío, a la Preocupación. La salvación
según el cristianismo consiste en la superación de ese Olvido radical y es posible uniéndose a la
Vida absoluta de Dios.

48
Ibid., p. 170.
IX El segundo nacimiento

La salvación del hombre es posible por su condición de Hijo. Por experimentar en él la


Vida absoluta, ese Yo trascendental se experimenta como un viviente. La salvación no puede
ser alcanzada a través del conocimiento, no puede ser aprehendido. El hombre puede salvarse
porque porta en sí la esencia de su salvación, la esencia de la Vida como auto-afección. Es por
eso que el primer paso hacia la salvación supone la puesta entre paréntesis de todo lo que el
hombre demanda habitualmente, todo deseo de obtener algo distinto que él.

La relación del hombre con Dios no puede ser reducida a conseguir una prueba de su
existencia. Toda evidencia supone la producción de una exterioridad que no se logra más que
al precio de vaciarla de todo contenido real. “Reclamar una prueba de la existencia de Dios
supone emplazar a Dios ante el tribunal del mundo, obligarle a aparecer según ese modo de
aparecer que es la luz de este mundo, el ek-stasis de la exterioridad: allí donde se muestran
cosas e ideas”.49 Someter a Dios al modo de manifestación del mundo implica desconocer un
modo de manifestación que le es propio y hacerlo depender de un poder de manifestación
distinto de Él. Significa ignorar que Dios no puede ser revelado, sino que es Él mismo quien se
revela a través del “modo original de fenomenalización que es la auto-afección de la Vida”.50
Por ese motivo, el acceso a Dios, ese Dios vivo, sólo es posible en la Vida.

La salvación del hombre consiste en el regreso a ese Antes-absoluto en que en el auto-


engendramiento de la Vida vino a sí como un ego. Este Antes-absoluto no tiene ninguna
relación con la temporalidad del mundo. El Antes-absoluto de la Vida no está sujeto a una
secuencia de aparición y desaparición. El tiempo fenomenológico no es otra cosa que una
puesta a distancia, un venir afuera en que se abre un horizonte de visibilidad. Un ek-stasis. El
tiempo es el modo de fenomenalización del mundo. Tiempo y mundo son idénticos.

Opuesto a la aparición en la distancia que supone el horizonte de visibilidad que


posibilita el ek-stasis temporal, se encuentra el pathos. La relación patética consigo mismo en
la que el Sí viviente se experimenta a sí mismo afectivamente. En el movimiento continuo en
que la Vida llega a sí misma experimentándose sin distancia reside una temporalidad
totalmente distinta a la del mundo. Se trata de un temporalidad inmanente, inextática y
patética. No existe antes ni después sino el movimiento de permanente llegada a sí de la Vida.

El ego, en su condición de Hijo, puesto en contacto consigo mismo por un poder ajeno
a él, por el poder de la Vida absoluta, puede inscribirse en el auto-movimiento de la Vida.
Puede hacerlo porque la fuerza que lo une consigo y lo mantiene siendo ese yo que es, es la
esencia de la Vida absoluta viniendo a sí. Todo viviente está vivo porque el Hiper-poder de la
Vida lo entrega a sí. La relación del viviente con la Vida no puede romperse nunca y por ese
motivo, habiéndola perdido puede volverla a encontrar. “Volver a la vida, re-nacer, es lo que le
está dado como posibilidad principal siempre presente al que ha nacido de la Vida”.51

49
Ibid., p. 181.
50
Ibid., p. 182.
51
Ibid., p. 190.
Así como es posible distinguir entre dos acepciones del concepto de auto-afección, es
posible distinguir dos vidas, la que se da a sí misma en su auto-generación, siendo ella misma
quien porta el poder de la donación, y la vida que se encuentra arrojada a sí misma por un
poder que le es ajeno. La primera es la Vida absoluta, la segunda la vida del viviente. “La
inmanencia de la Vida absoluta en la vida propia y singular del ego es lo que hace teóricamente
posible la salvación”.52

Sin embargo, más allá de esta posibilidad teórica, la salvación necesita de una
transformación efectiva. Dicha transformación, que consiste en la superación del Olvido de la
Vida, no puede venir de ninguna cosa exterior a la Vida. Como ya dijimos, no se trata de una
cuestión de conocimiento, sino de una auto-transformación de la vida que la conduce a su
esencia verdadera, a la Vida absoluta. Esta auto-transformación consiste en un hacer y es lo
que determina la ética cristiana. “Así, la ética cristiana se presenta de entrada como un
desplazamiento desde el orden de la palabra, a saber, el del pensamiento y el conocimiento
también, al de la acción”.53 De esta manera el ego es reconducido de la verdad del mundo a la
de la Vida; verdad que es identificada con el poder interior de la acción y no con la
representación del lenguaje; así, el poder del ego de de tomarse por sí mismo como fuente y
fin de la acción para adecuarse a la voluntad del Padre. El requisito para re-nacer a la Vida
absoluta es hacer la voluntad del Padre.

La centralidad de la acción se explica por la esencia del poder. El poder del ego, la
posesión del conjunto de sus poderes y la capacidad de desplegarlos le viene de la Vida que en
su venida a sí lo pone en contacto con ellos. Es por eso que la acción “lleva en sí la vida como
su pre-supuesto insoslayable, porque sólo hay hacer en cuanto dado a sí mismo en la auto-
donación de la vida”.54

La misericordia es la superación del egoísmo trascendental. Esto se produce cuando se


abandona la ilusión trascendental del ego en que éste se toma como fuente de su poder y ya
no se toma como principio y fin de su acción. El olvido del de sí del ego reconduce su poder al
Hiper-poder de la Vida absoluta en el que está dado a sí mismo. Vuelto a la Verdad de la Vida
al ego se le revela la Ipseidad original, no su propio Sí, sino aquel del que todo viviente obtiene
su sí. “Ya no soy yo quien actúa, es el Archi-Hijo que actúa en mí”.55

X La ética cristiana

Para el pensamiento antiguo, clásico o moderno, actuar consiste en la exteriorización


de un proyecto subjetivo exterior, en la producción de un contenido objetivo situado frente a
la mirada de la conciencia. La acción es entonces, un proceso de ob-jetivación, “es el

52
Ibid., p. 191.
53
Ibid., p. 192.
54
Ibid., p. 194.
55
Ibid., p. 196. (¿Sigue habiendo libertad en este actuar?)
movimiento mediante el cual lo que sólo existía en estado de virtualidad interior resulta
propiamente colocado fuera, puesto ante la mirada”.56 A fin de cuentas la acción resulta un
hacer-venir-afuera, al horizonte extático del mundo.

En su lugar, el cristianismo propone un concepto de la acción diametralmente opuesto.


Hacer es realizar un esfuerzo y sufrir hasta que el sufrimiento se transforma en la alegría de la
satisfacción. “Hacer designa esa auto-transformación interior patética de la vida, encuentra en
ella su única motivación, su única finalidad y, en primer lugar, el medio mismo en el que se
cumple y es posible”.57 El actuar humano no puede reducirse a un proceso material sujeto a las
mismas secuencias causales que el resto de los fenómenos objetivos

“Lo que llamamos el resultado exterior de la acción no es más que la re-presentación


global en la verdad del mundo de lo que tiene su asiento original en la Verdad de la Vida”.58 De
la misma manera la acción humana no es la que expresa el individuo empírico con su cuerpo
objetivo, sino el yo trascendental en su cuerpo viviente, ese cuerpo que coincide con la
posesión de sus poderes. La acción es invisible en el mundo al igual que la Vida.

En la exterioridad del mundo las cosas están sujetas a sus leyes. Más allá de las leyes
físicas, los individuos empíricos también parecen estar sujetos a leyes. Unos y otros se
encuentran determinados por leyes que son exteriores a ellos. Un sistema ético que rige la
conducta de un pueblo es trascendente respecto de ellos. Ese tipo de Ley se manifiesta en la
exterioridad del mundo.

Las críticas del cristianismo a la hipocresía se basan en el reconocimiento de una


escisión del actuar en dos modos de fenomenalización irreductibles: el de la exterioridad
objetiva del mundo, y el de la interioridad radical de la vida. Sólo bajo este supuesto es posible
impugnar una acción exterior que se corresponda con un valor ético deseable, si ésta ha sido
realizada dentro del sistema del egoísmo trascendental.

Del mismo modo, la ley que debe regular el actuar se desplaza del ek-stasis a la
interioridad de la Vida. Sólo el auto-movimiento de la Vida absoluta debe regular la acción de
los hombres. La ley exterior se encuentra vaciada de realidad como toda representación, por lo
que su contenido es ininteligible. Por otro lado, además de irreal es impotente, ya que por
estar desprovista de realidad no posee la posibilidad de su efectuación, es decir de actuar. Sólo
la ley que mora en la vida tiene el poder del actuar en sí. “La Ley ya no es una representación y
no puede serlo. Y ello porque la Ley que ordena el actuar no podría ser de otro orden que el
actuar mismo, el cual pertenece a la Vida, sólo despliega su esencia en ella”.59

El Mandamiento no puede ser exterior a la vida porque como tal no tendría el poder
de actuar, no podría ni impedir ni producir la acción. El Mandamiento es la relación de la Vida
con el viviente que tiene su origen en el nacimiento trascendental del ego. Por eso la ética

56
Ibid., p. 200.
57
Ibid., p. 201.
58
Ibid.
59
Ibid., p. 211.
cristiana se dirige al yo trascendental y no al individuo empírico. El primer mandamiento de la
ética cristiana es “vivirás, más precisamente, serás este Sí viviente, éste y ningún otro”.60

En posesión de todos sus poderes el ego se encuentra en la libertad de ejercerlos, esta


libertad constituye el principio de toda ética posible. Sin embargo, el mandamiento de la Vida
que lo arroja ese ego así convirtiéndolo en ese sí que es en su continuo sufrir y gozar de sí. El
Mandamiento es igual al proceso de generación del viviente en su condición de Hijo. Es el
Mandamiento del amor a sí de la Vida, su propia esencia que radica en el goce del abrazo
patético que la vida realiza en él. Amar a Dios es amar la vida, y en su condición de Hijo, amar
la vida es amar la única Vida que hay y de la que recibe la suya todo viviente. En este sentido,
podemos decir que el amor a Dios es el amor a la Vida, que como ego trascendental me es
dada tanto a mí como a cualquier Otro viviente.

XI Las paradojas del cristianismo

La ética cristiana parece dejarnos frente a una serie de paradojas que ponen en
cuestión algunos de sus fundamentes.

La primera de ellas está relacionada con la crítica de las obras como posibilidad de
salvación de los hombres. Pablo dice que es sólo por la gracia de Dios que el hombre puede
salvarse y no por sus obras. Sin embargo, esta paradoja es sólo aparente, ya que el cristianismo
entiende por hombre al yo trascendental y no al individuo que actúa en el mundo. El yo
trascendental en posesión de sus poderes es el ego, y éste entra en contacto con ellos en su
nacimiento trascendental en la Vida. Por lo tanto, el poder de actuar del ego proviene y
coincide con el poder con que la Vida absoluta, es decir Dios, actúa en él. En otras palabras, la
salvación del hombre proviene de la gracia de Dios y de los actos del hombre, ya que estos no
se contradicen en la medida que el actuar no está guiado poniendo al ego como su principio y
fin. “Lo que Pablo critica en la pretensión de que las obras salven por sí mismas es creer que
son algo hecho por el hombre gracias a su actividad autónoma”.61

El poder de actuar, la vida, no es exterior al ego, como lo es la Ley moral. Por eso no se
puede objetar que sea ésta la que produce el obrar guiando los actos del hombre. Ya hemos
discutido sobre la impotencia de la Ley exterior. La Fe de Pablo no es una forma de
pensamiento, sino una determinación de la Vida. Ésta se experimenta patéticamente y no
como una intencionalidad mentada. El hombre, que no se ha dado la vida a sí mismo, la
experimenta, sin embargo, como una certidumbre innegable. “La Fe es en la vida de cada yo
trascendental la experiencia que éste tiene de la Vida absoluta”.62 Esa experiencia es el
resultado de la auto-revelación de la Vida que lo reúne consigo mismo y con sus poderes. La Fe

60
Ibid., p. 212.
61
Ibid., p. 223.
62
Ibid.
“es la Revelación en el hombre de su condición de Hijo, la captación del viviente en la auto-
captación de la Vida”.63

Existen cuatro intenciones fundadoras del cristianismo que permiten comprender las
aparentes paradojas que se le señalan: la duplicidad del aparecer; la estructura antinómica del
la Vida; la diferencia entre la Vida y el viviente; y la significación decisiva de la praxis y de la
Ipseidad en la esencia de la vida.

El cristianismo reconoce dos modos del aparecer. El aparecer de la Vida que se revela a
sí misma como pathos, sin distancia; y el aparecer del mundo como el afuera en el que se
presentan las cosas y las ideas. Todo lo que aparece lo hace entonces de dos maneras, como
nuestro propio cuerpo que se presenta en el mundo como aquel que puedo ver y tocar,
nuestro cuerpo objetivo, y en nuestro interior aparece como ese cuerpo viviente con el que
coincidimos junto con todos sus poderes. Este doble aspecto de todo lo que aparece significa
que existe una realidad, por un lado, y una imagen o copia de ese realidad, por otro. Así se
instituye “la posibilidad permanente del engaño y de la mentira, la duplicidad del aparecer
despliega un universo cuyo principio es la hipocresía”.64

Consciente de la doble naturaleza de lo que aparece y de la esencia de cada uno, el


cristianismo invierte radicalmente en criterio de verdad tradicional. Ya no es tomado como
verdadero aquello que se muestra en la luz del mundo, sino lo que por principio se oculta de
ella. Esta inversión es una paradoja que trastorna completamente los modos de pensar de la
humanidad. “Quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Marcos 10, 15).
Esta sentencia ilustra perfectamente la inversión radical que opera el cristianismo sobre el
criterio de verdad. Según ella, lo esencial se concede a los que no tienen conocimiento, los que
son como niños, pues no es posible acceder a Dios bajo los modos de fenomenalización de la
exterioridad, esos en los que se muestran las cosas y las ideas.

Más allá de la duplicidad del aparecer, en que se oponen el de la Vida y el del mundo,
la estructura antinómica de la Vida constituye una paradoja en sí. Esto se debe al modo de
revelación propio de la vida que consiste en experimentarse a sí misma constantemente y sin
distancia. Experimentarse a sí mismo quiere decir sufrirse a sí mismo, auto-afectarse
patéticamente. La estructura del viviente consiste en estar lazado a sí mismo y experimentarse
afectivamente en todo su ser, conformándose así como un yo. La estructura fenomenológica
de la vida consiste ese pathos, esa afectividad pura, que se afecta a sí misma con una tonalidad
afectiva determinada: el sufrirse a sí mismo. Esa Ipseidad producida por el sufrirse a sí mismo
del viviente le significa una carga de la que nunca se puede liberar y que se le ha entregado sin
él haberlo querido. “Del sufrimiento de ese Sí cargado de sí en el sufrir de su ipseidad se eleva
entonces la angustia, angustia del Sí de ser un sí”. Esta sensación no llega al viviente a partir de
las vicisitudes de su experiencia extática, sino que es parte de la esencia constitutiva de su
propia existencia. La angustia y la desesperación no advienen, “sino que nacen en él, en la

63
Ibid., p. 224.
64
Ibid., p. 226.
estructura fenomenológica de la Ipseidad que hace de él un Sí y en la tonalidad afectiva del
sufrirse a sí mismo en que consiste la esencia de esa Ipseidad”.65

Sin embargo, en ese sufrirse a sí, el yo es puesto en posesión de sí mismo y de cada


una de las modalidades de su vida. En la posesión de sí el yo goza de sí, este goce es la alegría.
Queda así expuesta la estructura antinómica de la vida, que como carne afectiva lanzada
continuamente al encuentro de sí, se experimenta a sí misma en su sufrirse, del que nacen
junto con él la angustia y la alegría. Estas tonalidades fenomenológicas afectivas son
constitutivas de su Ipseidad y no pueden nunca advenirle del exterior. El yo experimenta
alegría y angustia porque son los modos esenciales en los que hace la experiencia de sí. Sufrir y
gozar están ligados por una afinidad esencial. No puede existir uno sin el otro. El goce de sí
solo se conserva por la condición de la vida de sufrirse a sí misma permanentemente. A la luz
del descubrimiento de la estructura antinómica de la vida adquieren sentido un conjunto de
paradojas del cristianismo como la que reza: dichosos los que sufren.

La afinidad esencial entre goce y sufrimiento podría ser tomada como una nueva
paradoja de no ser por la tercera intuición fundadora del cristianismo, a saber, la diferencia
entre la Vida y el viviente. Si la sensación es aquello que se experimenta tal cual es de modo
indubitable, la afirmación de que el sufrimiento es a la vez un goce resulta contradictoria. Por
ese motivo es necesario recordar que existe una diferencia esencial entre la Vida y el viviente
que consiste en que la Vida absoluta es la que se dona a sí misma y se revela a sí, siendo ella
misma la que revela y la que se revela. En cambio al viviente no le pertenece el poder en que
se halla lanzado contra sí y por el que se experimenta como un Sí. En consecuencia, el viviente
recibe su ipseidad de la Ipseidad original de la Vida en su auto-revelación y es sólo en ella y por
ella que el viviente puede experimentarse a sí mismo. En otras palabras, se experimenta a sí
mismo porque la Vida que se experimenta a sí misma vive en él y lo arroja contra sí, Es la Vida
absoluta la carne patética en la que el viviente halla el sufrir y gozar de sí. “En él se revela
siempre, como lo que lo revela a sí mismo, más oculta y más incontestable por tanto que la
suya, una vida distinta: el sufrir y el gozar de la Vida absoluta de la cual el sufrimiento sólo e
una modalidad”.66

Las maldiciones que el cristianismo profetiza a los que gozan –“¡Ay de vosotros los que
ahora estáis hartos!”–, están basadas en esta diferencia. Los que gozan en la tierra lo hacen en
función de ponerse a sí mismos como principios y fines de sus acciones, cegados por la ilusión
trascendental del ego que se ve a sí mismo como quien se ha dado la vida. Por eso decimos
que la ilusión trascendental del ego consiste en el olvido de su condición de Hijo. Quien goza
de esta manera no lo hace realmente, pues el Hambre y la Sed de la Vida que ha dejado de
experimentar en sí, no puede ser saciada más que en y por la Vida. El goce de sí de la Vida
absoluta se debe a que por su condición de ser ella misma la que brota de sí y se recibe, no
padece más que su alegría y amor sin límites. Mientras tanto, el ego no es quien se da a sí
mismo, por lo que ese contenido que tiene que cargar sin haberlo querido le produce
sufrimiento. En ese sufrirse el ego es capaz de experimentar el gozar únicamente cuando lo
hace en el gozar de sí de la Vida absoluta y en ella, es decir, en su condición de Hijo. Es en la

65
Ibid., p. 231.
66
Ibid., p. 236.
aceptación de su propia impotencia que el ego puede experimentar la potencia sin límites de
la vida y liberarse de la carga de su sufrimiento.

La diferencia entre la Vida y el viviente conduce a la más grande de las paradojas del
cristianismo, la que sostiene que la vida propia del ego no existe por sí. Esto se debe a que
recibe su sí del Sí de la Vida absoluta que se abraza originalmente en su auto-revelación. El ego
sólo puede ser revelado por el poder de la auto-revelación de la Vida.

XII La palabra de Dios, las Escrituras

La cuestión de la palabra divina expone una nueva paradoja del cristianismo.


Habiéndose negado el valor al lenguaje para ubicarlo en la acción, por ser el primero exterior a
la vida, resulta difícil creer que el texto de las Escrituras pueda portar realmente la Verdad de
Dios y revelarlo.

La duplicidad del aparecer que establece el cristianismo, supone también dos modos
distintos de darse de la palabra, uno que corresponde al lenguaje humano que se articula en el
mundo y otro que pertenece a la interioridad de la Vida, la Palabra de Dios.

La explicación tradicional a esta paradoja diferencia la palabra humana de la de Dios,


por ser esta última inspirada por Él. Como si a través del lenguaje humano, Dios se revelara de
una forma que los hombres pudiesen comprender. Esta explicación resulta insostenible, ya que
infiere que Dios necesita revelarse a sí mismo con un poder de revelación que no le es propio,
a partir de establecer una distancia con respecto de sí. Más aún, de ser posible establecer esa
distancia y ofrecerse en una forma distinta que Él, la imagen que recibirían los hombres sería
irreal e incapaz de portar la realidad de su esencia.

La palabra humana, el lenguaje, es un conjunto de signos que hacen referencia a cosas


distintas de ellas. El modo mediante el cual un término remite a un objeto es a través de
mostrarlo, de hacerlo ver. Sin embargo, lo que el término hace ver no es la cosa sino un
conjunto de propiedades que se le atribuyen. Es decir, muestra determinados aspectos de la
cosa pero nunca a ella en toda su realidad. Su manera de mostrar sólo puede realizarse en el
horizonte de visibilidad del mundo.

El mostrar de la palabra humana tiene entonces cuatro características propias.


Siempre “se da mostrándose en el afuera de un mundo, al modo de una imagen”; “se da como
irreal”, es decir que hace aparecer a la cosa vaciada de su realidad; su mostrar no tiene el
poder de dar existencia a aquello que nombra, sólo puede ofrecer una apariencia vacía; y
finalmente, como consecuencia de lo anterior, aquello a lo que el lenguaje remite no tiene su
origen en él ni en el mundo. Este significado pre-supuesto por la palabra humana, según el
cristianismo, tiene su origen en la otra palabra, la Palabra de Dios.67

La Palabra de Dios es la Vida. “La Vida es una palabra porque, como toda palabra, es
enteramente fenomenológica: porque muestra, porque hace manifiesto”.68 La Vida en su auto-
revelación habla, muestra, aparece, y aquello que revela es ella misma. El modo en que la vida
se revela en la fenomenalidad de su pathos, en su sufrir y gozar de sí.

La Palabra de Dios tiene los caracteres opuestos a los de la palabra humana. Para
empezar nunca se muestra en el mundo ni como una imagen porque jamás sale fuera de sí.
Además, se muestra como lo más real, completamente llena de sí y en todos sus aspectos,
nunca de manera parcial. Y, sobre todo, la Palabra de la Vida no sólo revela la Vida sino que la
da, la trae a la existencia. La Palabra de la Vida es auto-donación, ella es el poder de revelación
y el contenido que se revela.

Aunque hemos establecido las diferencias entre estas dos clases de palabras, no
hemos resuelto la paradoja de las Escrituras. Es evidente que la palabra de las escrituras
corresponde al lenguaje humano y por la tanto no puede mostrar más que imágenes vacías.
Pero si reconsideramos la impotencia radical del lenguaje humano para producir aquello que
muestra, resulta claro que eso a lo que hace referencia ya existe. En otras palabras, una
palabra sólo puede ser entendida en la medida que se dispone a priori la capacidad de
comprenderlas. “En el caso de la palabra del mundo, la capacidad de oírla reside en el hecho
de que estamos abiertos al mundo”.69 El hablar y el oír suponen la apertura del mundo, un
Diferimiento del Oír primitivo. Cuando se habla de la voz de la conciencia moral, se la suele
interpretar bajo el único modo de fenomenalización que conoce el pensamiento occidental, el
del mundo. Quien escucha esa voz es el mismo que la dice, sin embargo, es interpretada bajo
los mismos preceptos que la palabra del mundo. De esta manera se exterioriza lo que proviene
del interior, el oír así entendido se percibe como cualquier fenómeno extático.

La Palabra es la que da la vida a todo viviente y, como tal, existe una afinidad natural
entre ellos. Esta afinidad es para el viviente la posibilidad de oír la Palabra, posibilidad que es
“contemporánea a su nacimiento, consustancial a su condición de Hijo”.70 La Palabra de la Vida
no deja de hablarle al viviente y darle así la vida, reteniéndolo contra sí en el abrazo patético
de la Vida. Sin embrago, en el Diferimiento del mundo se establece una distancia entre el habla
y la escucha. El Habla de la Vida es una llamada permanente que coincide con su Escucha en la
perfección de su auto-revelación. Pero, en el mundo, se produce una distancia entre la llamada
y la respuesta a esa llamada. Mientras que la llamada nunca cesa, la respuesta del viviente
puede producirse o no, allí radica su libertad. No debe entenderse esa falta de respuesta como
la falta de escucha de la llamada. El viviente no tiene permiso de no escuchar la llamada, como
no ha tenido permiso de no querer vivir, se encuentra siempre arrojado a ella. Lo que sucede
es que en la estructura extática del mundo establece una distancia entre el Hablar y el
Escuchar original. Distancia que no es más que ilusoria, ya que se presenta en el afuera del

67
Ibid., p. 251-252.
68
Ibid., p. 253.
69
Ibid., p. 257.
70
Ibid., p.259.
mundo y bajo su fenomenalidad. Por eso Henry dice que “no es la palabra de las Escrituras la
que nos hace oír la Palabra de la Vida. Es ésta, engendrándonos en cada instante, haciéndonos
Hijos, la que revela en su verdad propia la verdad que reconoce y testimonia la palabra de las
Escrituras. Quien escucha esa palabra de las Escrituras sabe que dice la verdad porque auto-
escucha en sí la Palabra que le instituye la Vida”.71

Hay un conocimiento primitivo en el viviente que conserva intacta la Verdad de la Vida.


Éste, ha sido olvidado en el olvido de su condición de Hijo. Las Escrituras son necesarias para
remediar ese olvido.

71
Ibid., p. 264.

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