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Sobre el concepto de Estado-nación

Antonio Negri

“Nación” ha sido durante mucho tiempo un concepto difícil de definir de forma desvinculada del
concepto —distinto— de Estado-nación. Hoy las cosas han cambiado mucho.

Pero empecemos por el principio y, por lo tanto, precisamente, por el concepto de Estado-nación.
Este ha estado conformado por dos elementos: el primero, político y jurídico, el de Estado; el
segundo, histórico, étnico y cultural, el de nación. Aunque si la nación se ha convertido en
realidad, si la fuerza soberana ha dado origen a la nación, solo ha sido a partir del concepto de
Estado-nación. Al hablar de nación es preciso no olvidar nunca dicha génesis. Siempre se han
propuesto criterios de definición variados, con diferentes raíces ideológicas, del concepto
“nación”. Los puntos de vista desde los cuales se suele abordar son tres.

En primer lugar, una categoría comprende los elementos naturales, por ejemplo, el elemento
étnico —población— y el geográfico —territorio—. El elemento étnico se ha vinculado algunas
veces con la idea de raza, pese a que por parte de los teóricos de la nación este concepto no haya
dado lugar a aplicaciones biológicas más que en contadas ocasiones. Y cuando esto ha sucedido,
siempre —y no solo en el caso, vil, del nazismo— se ha tratado de operaciones políticas
desprovistas de cualquier fundamento científico, invariablemente terroristas, destructivas y
agresivas.

La segunda categoría comprende los factores culturales como la lengua, la cultura, la religión y/o
la continuidad del Estado. En algunos casos, la primera y la segunda categoría pueden estar
estrechamente relacionadas entre sí, de tal forma que pueden llegar confundirse, por ejemplo, los
criterios étnico y lingüístico, así como los criterios político y religioso.

Una tercera categoría de elementos definitorios comprende los factores subjetivos: la conciencia,
la voluntad, el sentimiento nacional. En base a estos criterios, el concepto de nación no se
fundamentaría en algo predefinido sino, por el contrario, en un acto de voluntad más o menos
determinable por parte de los miembros de la población —y esto es lo que constituye la propia
nación—. En este sentido, Ernest Renan define la nación como un “plebiscito cotidiano”.

Otros autores han establecido una clasificación asentada en la oposición entre dos criterios
fundamentales: un modo “naturalista” y uno “voluntarista”. Mientras el “naturalismo” se atribuye,
sobre todo, a pensadores alemanes, el “voluntarismo” suele calificarse de “cliché” francés... Esta
distinción es, por supuesto, bastante confusa: baste recordar que, en sus Reden an die Deutsche
Nation, Fichte califica la nación como un acto de conciencia y voluntad, no de naturaleza.

Así las cosas, ¿qué se puede decir? Si nos atenemos a la vieja definición del Estado-nación es
absolutamente evidente que el concepto nación posee un carácter complejo, ambiguo y difícil de
determinar: los criterios propuestos no solo se oponen entre sí, sino que suelen superponerse.
Incluso cuando la definición del concepto nación aspira a ser completa y precisa, se ve fatalmente
obligada a evitar o ignorar la multiplicidad de las diferencias y condiciones históricas que, sin
embargo, dan lugar a las naciones. Añadamos, por último, que las doctrinas sobre la nación nunca
han logrado determinar con precisión ni el concepto de realidad nacional, ni el de
comportamiento nacional.

Para llegar directamente al corazón del problema —la relación entre Estado y nación— hay que
partir, por lo tanto, de un análisis del desarrollo histórico del concepto nación. En este sentido es
preciso reconocer que fueron, sobre todo, las grandes unificaciones nacionales del siglo XIX
(Alemania, Italia, etc..) las que pusieron en evidencia un proceso que trataba de hacer coincidir
nación y Estado. Esta identificación es lo que ha permitido que la nación haya sido durante mucho
tiempo considerada un concepto central de las doctrinas políticas. Bastaría, a este respecto, con
hacer referencia a las escuelas historiográficas preponderantes en todos los países europeos. Pero
no solamente a ellas. El derecho ―público y privado― se convirtió en el siglo XIX en una
emanación del Estado-nación y todas las concepciones antagonistas, bastante abundantes por
cierto, se vieron reducidas al silencio.

Entre los siglos XIX y XX, das Volk, the people, la Nación impusieron, por así decirlo, su dictadura a
las biopolíticas.

Es preciso señalar asimismo que la fusión de los conceptos nación y Estado no hubiera bastado por
si sola para obtener la adhesión de los ciudadanos y la legitimación de su obediencia —sobre todo
en los “estados de excepción y de necesidad”— si tal fusión no se hubiera encontrado a su vez
atravesada por la referencia a la patria, noción de orígenes muy antiguos, con una larga historia a
sus espaldas y dotada de una tremenda carga emotiva. Si la nación es producto de las
circunstancias y el Estado una institución convencional, la patria es, por el contrario, el resultado
de una elección —y es esta elección, este juicio de valor, lo que probablemente produjo la
conexión cultural entre ambos conceptos, Estado y nación, entre los siglos XVIII y XIX. La nación se
convierte en patria y el Estado, ese aparato compuesto de fuerza y de derecho donde se afirma y
organiza la nación, polariza en sí mismo el amor y la devoción reservadas a la patria, ese bien
supremo. Es evidente que en esta fusión resuenan ecos rousseaunianos pero aún más, si cabe,
como ahora veremos, sonoridades románticas. Las características de la unificación de los
conceptos Estado y nación en Hegel son, no obstante, mucho menos poéticas. El Estado hegeliano
no es una construcción abstracta: emerge del reconocimiento de un elemento económico y social
—la sociedad civil— y de la afirmación del principio nacional, considerado actor de la Historia.
Hegel es el verdadero teórico del Estado moderno pues yendo aún más lejos que los teóricos de la
soberanía de los siglos XVI y XVII y que los teóricos de la sociedad civil del siglo XVIII, es él quien
pone en el centro el factor nacionalidad.

Lo que digo es evidentemente reduccionista respecto a las dimensiones del fenómeno “nación” y
me disculpo por ello. Pero la reducción operada aquí no pretende tener efectos mistificadores: el
concepto nación es siempre contradictorio, exalta los valores que impone, asocia despotismo y
amor. Y cuando otorga la ciudadanía al sujeto lo hace únicamente a condición de que esta vaya
acompañada de alienación y sujeción. Las contradicciones se mantienen incluso cuando la
dimensión patriótica del concepto se considera central —a este respecto contamos con un texto
formidable, Pro Patria mori in Medieval Political Thought, de Ernst H. Kantorowicz—. De acuerdo a
Kantorowicz, en el seno de la noción de patria conviven dos tensiones opuestas pero unidas desde
el medievo. Por un lado, el sentimiento de vivir en la nación, política, patrióticamente, como
dentro de un “cuerpo místico”y, al mismo tiempo, la idea de que esta adhesión puede y debe
producir conductas y consecuencias sociales. “Quienes declaran la guerra al santo reino de Francia
declaran la guerra al rey Jesús”. Por otro lado, cuando el Estado secular exalta su soberanía y su
poder a través del concepto de patria, también impone al ciudadano una obediencia que es
sacrificio, una identidad que lo deja en una situación de generosa generosa disponibilidad para el
Estado. Las dos dimensiones del Estado-nación se encuentran, por consiguiente, en su genealogía,
así como en el concepto patria.

Pero volvamos a lo que nos interesa. El Estado-nación ha sido, por lo tanto, la gran realidad
política producida por el siglo XIX, el fruto de un proceso histórico complejo y heterogéneo,
intensificado por una elaboración teórica igualmente compleja y heterogénea. El desarrollo de las
principales corrientes políticas que se enfrentan en Europa hasta principios del siglo XX estuvo
muy condicionado por esta imponente realidad y este condicionamiento emerge a través de la
mediación general que las teorías políticas —liberales, socialistas, cristianas— construyeron
respecto al concepto de nación. Desde este punto de vista sería por ejemplo interesante señalar
hasta qué punto la ideología y la práctica políticas del socialismo han oscilado entre
internacionalismo y patriotismo, entre cosmopolitismo y nacionalismo.

Antes de abordar la crisis actual, así como de discutir sobre el nuevo despertar de la idea nacional,
es preciso definir otros elementos incluidos en la concepción que los siglos XIX y XX tuvieron de
ella y que completan su definición original. En efecto, no cabe comprender la realidad del Estado-
nación si no hundimos de lleno su concepto en la historia del capitalismo moderno. Obviamente
no se trata de olvidar que en ciertos países europeos la constitución de la nación es anterior al
nacimiento del capitalismo; pero esta construcción de la nación producida por monarquías
absolutas como en Gran Bretaña, Francia y España, cambia radicalmente cuando se confronta con
las características que irán, en lo sucesivo —y para todos— inextricablemente vinculadas a la
identidad étnica y cultural de la nación en el contexto del desarrollo capitalista. El Estado-nación
no posee una sola alma — capaz de disolver, por así decirlo, toda ambigüedad— un alma ideal,
ligada al patriotismo y a las pasiones de la identidad, sino que tiene, asimismo, un alma otra, que
cabría tildar de materialista, en la que la identidad y el patriotismo suelen expresarse a través del
egoísmo y la agresividad en relación al otro. El Estado-nación nace, no conviene olvidarlo, del
romanticismo, como una lucha contra el jacobinismo revolucionario y el expansionismo
napoleónico, contra la Ilustración revolucionaria —y su deriva—. Mejor aún: traduce la afirmación
de la identidad nacional en un principio “reaccionario” en relación al universalismo, es decir, en un
principio de diferencia y, a menudo, de exclusión, para todos aquellos que, desde el punto de vista
del suelo o de la sangre, no forman parte de él. Sería preciso recordar a este respecto la evolución
del joven Hegel —entre otros muchos, sin duda—, que se adhirió al jacobinismo revolucionario
francés para pasar después a la conciencia de lo que “Alemania no tiene de metafísico” —
refiriéndose a que Alemania no tenía un Estado unitario soberano—. Esta idea se desarrolla más
adelante en el pensamiento hegeliano maduro mediante la construcción de una dialéctica entre lo
económico y lo político, entre la instancia capitalista y la instancia soberana, que se vuelve decisiva
para la construcción del Reich alemán y la potencia capitalista alemana.

Esta es la base sobre la que el Estado-nación se liga estrechamente al desarrollo capitalista. Los
grandes Estados soberanos de la modernidad —Gran Bretaña y Francia— ya habían dado lugar,
como recordé anteriormente, a la acumulación primitiva de capital, así como vencido las
resistencias de la dimensión comunal y de los usos agrarios precapitalistas, favoreciendo los
procesos de acumulación manufacturera. Pero más allá de esta expropiación de los commons y de
la acumulación primitiva, el marco del Estado-nación moderno permite, sobre todo, la
organización de las formas jurídicas, administrativas y políticas adaptadas a la estabilización del
crecimiento capitalista y a la formación del Estado burgués. En suma: el alma contra-
revolucionaria y anti-ilustrada fundamento de la formación de las ideologías y la más reciente
creación del Estado-nación, ese alma, se encarnará, con el empuje del desarrollo capitalista, en
unas figuras que, aunque quizá no demasiado previsibles al principio, fueron rápidamente
consideradas fundamentales para el ejercicio del poder estatal y el desarrollo del poder
económico “de clase”. Estas figuras fueron asimismo decisivas para el mantenimiento de la unidad
de la nación frente a las dificultades de la acumulación y el desencadenamiento de la lucha de
clases. Esta es la situación en la que el Estado-nación europeo libera plenamente su propia
vocación. Esto es, las figuras de la conquista colonial, las prácticas de la agresión imperialista y las
producciones ideológicas fascistas, hasta llegar finalmente a la producción de monstruosas
maquinarias de guerra a las que se ha querido vincular la propia existencia de la nación.

“El amor a la patria” —sin duda, la expresión no ha sido nunca tan apropiada— nos impide seguir
este hilo hasta el final y describir cuidadosamente los resultados, mejor aún, las terribles derivas,
de este desarrollo. La barbarie colonial es de sobra conocida; la violencia de las conquistas y las
agresiones imperialistas resurge y reaparece, de vez en cuando, como telón de fondo de la
actualidad; pero es en los fascismos y en los delirios imperialistas en los que debe concentrarse
toda nuestra atención: en los millones de muertos que las guerras del siglo XX dejaron tras ellas.
¿Fue en ese momento cuando los conceptos de patria y nación se separaron definitivamente?
¿Cuando las pasiones ligadas al amor por lo cercano y por esa suerte de familia extensa que para
cada uno de nosotros representa su propio país, dejó de reconocerse en las aventuras y las
estructuras del Estado-nación? Tal vez. De lo que no cabe ninguna duda es de que en ese
momento comienza una nueva historia del concepto. De que nace una nueva manera de
considerarse ciudadanos. ¿Ciudadanos del mundo? Una vez más: tal vez. Algunas voces se
lamentan hoy de que el concepto de nación haya sido trastocado y, por así decirlo, derribado, por
las estructuras del mercado globalizado. Pero el tránsito de un economía internacional —una
economía asentada en los Estados-nación y en su interacción en el mercado mundial— a una
economía globalizada en la que el capital puede funcionar a escala planetaria y reduce los Estados-
nación al papel de simples articulaciones del poder global, es un giro que debería considerarse
afortunado. Afortunado si se comparan las nuevas condiciones de vida de los hombres en este
contexto globalizado, con las condiciones en las que vivían cuando las naciones se masacraban
entre sí.

No creemos que estas nuevas condiciones sean capaces de poner fin a los desacuerdos entre los
pueblos y de acabar con las guerras. Es evidente que las violencias provocadas por los
nacionalismos son poco a poco remplazadas por violencias aún más feroces arraigadas en el odio
religioso y la conminación sagrada y no nos queda más remedio que constatar la vuelta de
racismos tanto dentro como fuera de las comunidades nacionales, también aquí, en Europa. Por
supuesto, todo esto es terrible. Pero en algún lugar de nuestra conciencia sentimos que, más allá
de estos episodios, puede existir un mundo donde estos horrores no tengan cabida. El capitalismo
ha creado la globalización: nuestra tarea consiste en construir una sociedad democrática de escala
global.
Retomemos ahora el análisis de las características de la referencia al Estado-nación, de nuevo en
boga. El Estado-nación ha sido un concepto “centrípeto”. En efecto, la nación ofrecía al gobierno, a
una función centralizada de mando, un carácter absoluto que garantizaba el paso de los actos de
gobierno de la decisión a la ejecución. Kantorowicz lo expresa muy claramente: el gobierno tiene
dos cuerpos. El primero es la función real, la soberanía, la nación. Preside la definición del carácter
absoluto del poder soberano. Es la monarquía. El segundo vive y muere, es la contingencia y la
discontinuidad del gobierno, de la representación política, las pausas y las interrupciones
históricas de la vida de los Estados —pero este carácter “mortal” está atravesado por el efecto
soberano, que garantiza su inmunidad e impide su decadencia—. Hoy, en el mundo
contemporáneo, estos dos cuerpos, estas dos funciones del poder, se han debilitado y tienden, al
menos parcialmente, a disolverse.

Ahora bien, si el concepto de Estado-nación desaparece no es simplemente por la transición de


una economía internacional a una economía globalizada que se caracteriza por una interconexión
financiera a escala planetaria. La decadencia del Estado-nación llega de la mano de otra transición:
la que ha llevado del gobierno a la gobernanza —una transición indicativa de la hibridación entre
el ámbito público estatal y el ámbito privado del mercado pero ante todo reveladora, entre todos
los aspectos del carácter jurídico del mercado, de la dimensión real de los intercambios globales.
Esta transformación desafía la unidad de los sistemas de legitimación del Estado-nación y del
derecho internacional privado y público; mella, asimismo, su capacidad de gobierno y reinscribe
en una escala global las figuras y funciones de los órganos de regulación capitalista.

Cabría preguntarse entonces si, mucho más allá de todas las ideologías e historiografías
bendecidas por la propia nación, la génesis y composición de los Estados-nación, su realidad
histórica, no deberían remitirse, en vez de a un origen trasformado en telos como forma de
realización, a una suerte de “popurrí” constituyente indefinido: a un nudo de
encuentros/enfrentamientos entre poblaciones, grupos y formas de gobierno diferentes; a unas
dinámicas contradictorias compuestas por fracciones capitalistas, manejos aristocráticos,
levantamientos democráticos; a un desarrollo discontinuo de estrategias neomercantilistas, de
manipulaciones fiscales y aduaneras, etc. Y además, en el caso de ciertos Estados-nación más
periféricos, a las consecuencias y derivas de los movimientos coloniales y de las estrategias
imperialistas —así como, sobre todo, a los movimientos poblacionales determinados por
aquellos—. Por último, en la actualidad, a los modos de comunicación y de transporte, a la
porosidad y plasticidad de las fronteras, etc. Todas las determinaciones, no solo las naturalistas
sino también las culturales, del Estado-nación, parecen estar disolviéndose en estos sobresaltos y
transformaciones.

A la luz de este breve recorrido por la historia del concepto de Estado-nación, ¿no tenéis la
impresión de hallaros, en realidad, ante algo artificial y precario, ante algo más propio de una
esfera arcaica? ¿De que, abordada desde el punto de vista de su génesis, nos hallamos ante una
cosa relacionada con el azar, la precariedad y la incertidumbre? De que, por último y más allá de
esa génesis, cuando se habla del declive del Estado-nación moderno, de los delirios fascistas y de
los millones de víctimas de las guerras, la violencia y el odio, el concepto nación se convierte
simplemente en el emblema de una historia terrorífica, en la cuasi marca de una inhibición
radical? ¿De que el concepto patria tiene a su vez aspectos perversos? No creo que nadie pueda
responder serenamente a esta pregunta. Pero si logramos rechazar cum ira et studio el
reconocernos en esa identidad también lograremos reconocernos en un mundo diferente. Más
adelante cabría discutir sobre las aventuras de esa nueva existencia post-moderna. Pero por el
momento, si miramos hacia atrás podemos concluir diciendo a propósito del Estado-nación lo que
antaño se dijo a propósito del fin del Imperio romano: si entonces “latifundia detruere imperium”
—el latifundio destruyó el imperio—, hoy “los Estados-nación han destruido la soberanía
moderna”.

Tratemos de razonar ahora sobre el retorno de la “nacionalidad” —un término que solo es, a mi
juicio, el reflejo pálido y nostálgico del sentimiento nacional situado en el terreno ideológico—, de
nuevo en la escena actual de los acontecimientos que nos rodean y, sobre todo, de los conflictos
entre los protagonistas del orden global. Nos enfrentamos, en mi opinión, a escaladas de egoísmo
que buscan dignificarse gracias a la memoria o, por mejor decir, gracias a la nostalgia de la historia
nacional. Estos rebrotes han hallado un terreno favorable en la crisis actual de la globalización. A
finales del siglo XX, tras la caída del muro de Berlín y con el fin del dualismo histórico entre Oriente
y Occidente, la globalización conllevó un importante esfuerzo de reconstrucción de nuevos
sistemas jurídicos y políticos de escala planetaria. El fracaso de las élites globales en la
construcción de un nuevo orden ha sido, sin embargo, estrepitoso, y hoy nos enfrentamos a sus
consecuencias —consecuencias que se ponen de manifiesto en la crisis de los mercados, en la
caída de la producción mundial, en las incertidumbres monetarias, en la dificultad de controlar los
movimientos financieros...— ¿Quién hubiera sido capaz de prever que las consecuencias del nuevo
orden, unánime y felizmente bienvenido tras la caída del Muro, iban a ser de esta naturaleza?

A partir de entonces las relaciones internacionales se han teñido de una peligrosa ausencia de
claridad y sus actores han protagonizado una serie de desacuerdos, conflictos e incomprensiones
mutuas; nada de esto contribuye a orientarse. A la unidad del orden global —intercambios
mercantiles y financieros— le ha sucedido un conjunto de rupturas e intentos de reconfiguración
de ese mismo paisaje globalizado, pero ya no a través de los Estados-nación en sí mismos, sino de
la relación entre estructuras continentales. Estados Unidos, China, Europa en devenir, América
Latina e India —que aún conservan cierta consistencia geopolítica— se corresponden en la crisis
con unas bases reguladas por el soft power americano de verdaderos cataclismos políticos. En lo
sucesivo, el movimiento de una parte del planeta determinará —positiva o negativamente, según
el caso— el de todos los demás elementos del sistema globalizado.

En la crisis del sistema global emerge además, y con enorme violencia, la crisis del proceso de
acumulación capitalista y del desarrollo de las instituciones democráticas. A la dimensión macro
responde la dimensión micro y viceversa. La geopolítica y las crisis industriales y financieras, las
desigualdades crecientes de los sistemas sociales, etc., se pasan unas a otras la pelota de causas y
efectos. Podríamos extender infinitamente esta descripción de la dimensión global de la crisis
actual, a la vez interna y externa a los Estados. Pero estas primeras características recién señaladas
deberían bastar, en mi opinión, para entender la razones por las cuales en muchos países la
exigencia de retornar a las políticas nacionales, de volver a situar en el Estado-nación el punto de
imputación y de responsabilidad del desarrollo, han regresado con fuerza al primer plano.

Ahora bien, la nostalgia del Estado-nación es inútil además de peligrosa: la dimensión global en la
que el capitalismo se ha organizado constituye un marco fijo para el movimiento de todas las
instituciones, ya sean estatales o políticas, industriales o financieras. Estas instituciones actúan en
el ámbito global y volver a insertarse en un marco nacional sería muy difícil para ellas. Aunque al
caos parece determinar su forma, la globalización no tiene vuelta atrás. Por otra parte, las
identidades nacionales tienden a reaparecer revestidas de ideologías y de prácticas religiosas y
fanáticas. Si antaño fue una religión laica, el patriotismo se ha transformado ahora en idolatría
racial o en fanatismo religioso. Si a lo largo de su historia el nacionalismo ha tenido momentos
creativos e impulsado la fusión de pueblos y de personas diferentes, si el concepto de nación ha
servido en ciertas ocasiones para movilizar pasiones generosas y un noble sentido de la libertad,
este concepto adopta hoy una forma muy distinta: está impregnado de rencor porque, en tanto el
regreso al pasado es no solo difícil sino a veces imposible, dicha impotencia se proyecta contra
adversarios falsos e imaginarios, contra enemigos a quienes se atribuye la causa de las dificultades
presentes. El populismo es la forma que adoptan estos sentimientos duros y llenos de odio. Un
populismo que no solo amenaza el orden internacional, sino también, y de manera muy evidente,
la forma democrática de gobierno. ¿Acaso se pretende transformar la democracia, pero
transformarla, reconstruirla, mediante una norma que se considera justa? ¿Cómo olvidar en
cualquier caso las desigualdades, las divisiones de clase, las vicisitudes de una norma nacional
siempre expuesta a la guerra? En la actualidad, en la medida en que renuncia a la utopía de un
orden internacional en la estela de la globalización y a la de un orden democrático en la estela del
internacionalismo democrático, la idea de nación nos expone simplemente a una intemperie
borrascosa.

Abordemos finalmente un último problema. El capitalismo tardío y globalizado está en crisis: este
es un hecho incuestionable del que venimos siendo testigos desde hace varios años. Tampoco
cabe dudar de las consecuencias de esta crisis que se prometen duraderas. ¿Cabría concluir
entonces que la globalización que ha representado el triunfo del capitalismo podría convertirse
asimismo en su enfermedad? ¿En una enfermedad letal? No es posible, a mi juicio, responder en
términos tan definitivos y asertivos. Pero lo que sí parece evidente es que la crisis se ha instaurado
allí precisamente donde el poder capitalista se había afirmado con mayor determinación, esto es,
en ese nivel de abstracción del poder, de distancia respecto a los movimientos ciudadanos que
parecía haber convertido al capital global en definitivamente autónomo en su potencia —y fuera
del alcance de las posibles resistencias que eventualmente podrían haberse enfrentado a él—.
Ahora bien, esa autonomía y consistencia que le son propias se tornan cada vez más pobres:
pobres en valores, incapaces de progresar, ciegas respecto al deterioro de las condiciones del
desarrollo, insensibles a los impulsos vitales y a las innovaciones cooperativas. Es interesante —y
simbólicamente apasionante— poner de manifiesto que la crisis financiera —ligada a los efectos
de la organización del orden del capital financiero— se desarrolla esencialmente en el terreno
monetario. Sí, precisamente la moneda, esa moneda siempre tan vinculada al imaginario nacional.
Pero aún es más interesante constatar, sin duda, que la crisis de cualquier moneda particular
responde a un funcionamiento global. No es, por ende, posible, en ningún caso, esconderse detrás
de la moneda nacional propia para protegerse de la crisis. O solo es posible a riesgo de
desencadenar, pura y simplemente, la catástrofe.

Mi conclusión es, por lo tanto, que la globalización es un destino inexorable. Y que la única vía de
salvación, la que nos permitiría ser asimismo libres, sería, sin duda, la de un éxodo democrático
fuera del Estado-nación. ¿Qué significa esto? Pues significa que si nos importa todo aquello que en
la nación cabe considerar como positivo y creativo, si nos importan su lengua y su literatura —en
caso de tener una propia—, o su memoria y su imaginación —si estas valen la pena— o sus
paisajes, el olor de su tierra y sus relieves, que suelen ser las cosas que más estimamos—, si nos
importa todo esto, y tantas otras cosas más, habrá que renunciar a convertir la nación en un
Estado. ¿Y cómo cabría hacer tal cosa? No lo sé.

Sin embargo estos últimos días he tenido entre mis manos el libro de un antropólogo de la
Universidad de Yale, James C. Scott, un libro reciente titulado Zomia. The art of not being
Governed. “Zomia” es el término empleado por James C. Scott para designar un conjunto de
territorios que se alza a una altitud superior a los 300 metros, atraviesa 5 países (Vietnam,
Camboya, Laos, Tailandia y Birmania) y cinco provincias chinas, y se extiende desde los altos valles
de Vietnam hasta las regiones del noreste de la India. Hablamos de casi 100 millones de personas
pertenecientes a unas minorías étnicas y lingüísticas de una diversidad absolutamente asombrosa.
Pues bien: aunque así les gustaría considerarlas a los segmentos de Estados-nación que las rozan
de forma marginal, estas poblaciones no son una suerte de multitudes que no habrían llegado a
convertirse en pueblos. Son multitudes, sí, pero multitudes que huyeron de esa posibilidad, que se
sustrajeron a las diferentes formas de opresión que se les ofrecían. La construcción de un Estado-
nación en los valles del territorio de Zomia significaba esclavitud, conscripción —esto es, servicio
militar obligatorio—, impuestos, epidemias, guerras. En Zomia huyeron de todo esto. ¿Acaso la
crisis del Estado-nación nos está ofreciendo, a nosotros, como única vía de salvación, esa misma
fuga que escogieron algunas poblaciones precisamente en el momento en que nacían los Estados-
nación? Quizá esta no sea la mejor solución o no, al menos, bajo esta forma. Pero nosotros no
somos los responsables de los problemas que hemos de afrontar. Y cuando estos problemas se
plantean es necesario ir probando para tratar de inventar.
No es cuestión, por lo tanto, de volver al pasado, sino de abrir un nuevo proceso de
experimentación.

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