El cambio de modelo productivo es hoy un objetivo compartido por casi todos los países de
la comunidad internacional. Se suele hablar de él cargado de connotaciones ideales, casi
como sí fuera una referencia-meta, algo que encarna y sustituye al "progreso".
Recuerda a los debates de los años 70 sobre el desarrollo económico planteado como una
meta única que significaba dejar atrás el subdesarrollo. Entonces la economía crítica se
encargó de demostrar que, en el capitalismo, "el subdesarrollo no era la etapa previa al
desarrollo", que la mayoría de los países estarían siempre encerrados en los círculos
viciosos de la dependencia, que las relaciones centro/periferia imponen un corsé que
reproduce desigualdades, que el control sobre los flujos financieros internacionales y las
relaciones de poder son las que determinan los éxitos económicos, que las crisis tienen
como función desplazar hacia la periferia sus peores consecuencias y los auges retener en el
centro las mejores opciones.
Pareciera también que, dentro de cada país, el cambio de modelo productivo fuera un
objetivo neutro con una meta única y un camino técnico, en el que las ideologías y los
intereses no influyeran o en el que el consenso social fuera evidente. Pareciera también que
una producción de mayor calidad y el desarrollo de sectores intensivos en I+D+i lleve
aparejado automáticamente el progreso social, una mejora del nivel de vida y una idea
revalorizada del trabajo. Nada más erróneo. Entre otras cosas porque los sectores intensivos
en tecnología no lo son en trabajo y lo que hoy se necesita es integrar la modernización
productiva con la creación de empleo que es nuestra principal tragedia. Y porqueel mejor
incremento de productividad surgirá, simplemente, de convertir en ocupado y
productivo lo que hoy está desocupado e improductivo.
La realidad es que hay que afrontar el modelo productivo como parte de un nuevo modelo
social y que son los equilibrios y las hegemonías políticas las que determinarán las
jerarquías de las metas, quienes consiguen ventajas, de qué modo, en qué medida y a
costa de quién se consiguen.
Las siguientes líneas apuntan algunas reflexiones que ofrecenotra mirada sobre lo que
significa hoy afrontar el tránsito hacia un nuevo modelo productivo. Son referencias
que uno sabe que están en el fondo de todo pero de las que no se suele hablar, pero que hoy
considero imprescindibles para construir un discurso alternativo que evite que ese objetivo
se convierta en una retórica vacía, un lugar común.
Mientras el capitalismo se había caracterizado hasta los años 80 del siglo pasado por la
concentración territorial de recursos en los países desarrollados, la globalización y el
neoliberalismo ha trastocado ese paradigma al dar libertad absoluta al movimiento de
capitales.
Ese consenso reflejan, por tanto, una verdad económica indiscutible, que las concede un
papel de actores imprescindibles comparables o predominantes incluso sobre el que se
concede a los propios estados.
Por ello, sin más dilación, conviene abordar los que considero los tres caminos posibles:
El primero exige un poder político capaz de obtener recursos fiscales suficientes para la
financiación de políticas públicas directas. Requiere no solo voluntad política sino una
sólida hegemonía progresista capaz de impulsar un gran consenso social y un esfuerzo
continuado durante muchos años y con muchos recursos. Descansa en la convicción que
el impulso de la competitividad de las PYMES es esencial para la actividad productiva y,
por eso, requiere un papel activo del Estado y políticas públicas sectoriales activas.
El segundo, implica el desarrollo de un modelo auto centrado capaz de desarrollar
empresas transnacionales propias que tengan peso específico en sectores con recorrido en
su propia cadena de valor. Su desarrollo requiere un proceso de acumulación previo muy
intenso, capaz de generar recursos financieros y un consenso nacional que fomente elites
empresariales ambiciosas y músculo empresarial exterior, objetivo al que deben
sacrificarse otros como la transparencia, la competencia y, al menos en alguna medida, los
equilibrios sociales internos.
El tercero, requiere subordinarse a las demandas del mercado de capitales y a las pautas
de captación de asentamientos de transnacionales ajenas con la confianza que traigan
consigo un mestizaje con las élites locales. Significa ante todo, una fuerza de trabajo lo
más barata posible, capacitada y no conflictiva, exenciones fiscales y seguridad jurídica
para no perjudicar los derechos del inversor.
Esos vías o carriles implican prioridades políticas y sociales distintas. El primero, es la
opción progresista: aspira a construir competitividad y valor añadido desde los equilibrios
internos entre lo público/privado y entre capital/trabajo y a hacer compatible la
competitividad con el progreso social y la mejora de la calidad de vida de los
ciudadanos. Es un camino contracorriente que revaloriza el papel del Estado para vencer las
resistencias de lobbies poderosos y requiere democratizar los modelos económicos. No
reniega de las grandes transnacionales pero las pide una apuesta clara y a medio plazo, sin
privilegios fiscales.
A ese camino le faltan referentes actualizados y necesita superar obstáculos de todo tipo.
No es el menor la crisis financiera de las cuentas públicas, inducida pero real, ni la
debilidad política y social del mundo del trabajo, colocado a la defensiva tanto por las
condiciones de dispersión y precariedad en las que se desarrolla como en los aspectos
ideológicos.
El segundo camino, prioriza lo privado sobre lo público pero también las soluciones
patrocinadas por empresas nacionales respecto a las foráneas y las habilidades de las élites
nacionales representadas por los directivos, respecto a la aportación colectiva del trabajo. El
Estado está presente pero en un papel subsidiario y de apoyo a los intereses y programas
avalados por las grandes corporaciones dinamizadoras de la presencia exterior.
Por supuesto, caben posiciones intermedias mezcla de uno y otro. De alguna forma,
significan alianzas entre clases sociales, proyectos autónomos o compartidos, que son el
resultado de la madurez y posibilidades de unos y otros, de las dimensiones y fuerza
política y social, del sometimiento de unos principios a otros. Pero también de la
inteligencia de los programas de unos y otros. En mi opinión, esta cuestión está en el fondo,
es el debate esencial para el cambio de modelo productivo.
Es obvio que el primer camino es el menos transitado. Hacia él intenta dirigirse hoy
Ecuador, ejemplo de un país pequeño que, después de sufrir toda clase de tropelías y abusos
en nombre de la modernidad neoliberal, ha encontrado en la figura del presidente Correa un
proyecto político solvente apoyado por amplias mayorías sociales. Seguiremos su recorrido.
En el otro extremo, está representado por China, un capitalismo de Estado con retórica
social/nacionalista, que gobierna sobre el 20% de la población mundial, cuya autonomía
sobre “los mercados” le permite ser referencia, en muchas parcelas, a los llamados BRIC
(Brasil, Rusia, India, China).
El desarrollado por Finlandia en los 80 podemos considerarlo un camino mixto entre las
dos opciones primeras pero sirve, también, para que lo tomamos como referencia para
comprender el tamaño del reto: consumió una década y alrededor del 50% del PIB en
recursos acumulados en innovación y formación, en buena medida públicos, para pasar de
una economía primaria basada en la pasta de papel a otra basada en las nuevas tecnologías
de la información. Su desarrollo giró en gran medida alrededor de la empresa Nokia. Su
desnacionalización reciente vía venta a la norteamericana Microsoft, es, sin embargo, un
buen ejemplo alos limites a la autonomía y dependencias en una economía globalizada.
En general, los grandes países denominados BRIC representan una síntesis entre la segunda
y la tercera vía, con la particularidad de que el tamaño de su mercado interior ha sido un
factor suficiente para generar potentes grupos "nacionales" en diferentes sectores y les
permite negociar alianzas en condiciones favorables con grupos extranjeros.
Sus modelos productivos se caracterizan por una explotación intensiva del trabajo, eso es
cierto, pero con un trabajo de creciente cualificación, con ingenieros y científicos
dispuestos a trabajar 50 horas a la semana con salarios ínfimos, a los que, por cierto, nos
acercamos rápidamente. La creciente salida de capitales desde China a Bangladesh o
Birmania, indica que nadie está a salvo de un proceso de deslocalización y que aún en los
modelos más dependientes, pueden encontrarse países capacitados para elaborar bienes y
servicios de medio/alto valor y no solo productos de baja gama.
Para entender lo que ello ha significado merece la pena repasar el cambio radical de los
flujos de inversión exterior producido en los 25 años transcurridos desde 1980 hasta 2006,
poco antes de la crisis. España participó en ese cuarto de siglo de flujos de inversión
exterior, IED, con un saldo casi equilibrado, con un neto positivo de sólo el 0,7% del PIB,
pero ese saldo fue el resultado de unas entradas de capital equivalentes, en promedio anual,
al 6.9% el PIB y unas salidas del 6.2% del PIB. Lo importante, sin embargo, es su
comportamiento temporal, opuesto en su signo y paradójicamente simétrico. La mayor
parte de las entradas se localizaron entre 1980 y 1998, periodo en el que España recibió
anualmente alrededor de un 6% en términos netos por IED (casi 50 mil millones de euros)
mientras las salidas se localizaron entre 1999 y el 2006, en los que invirtió una cifra neta
relativa similar, un 6% también, (casi 60 mil millones de euros).
Con todo, ¿significa ese paso “un cambio de modelo productivo” o, al menos, un paso
adecuado en la dirección adecuada? ¿Por qué no? ¿Por qué sí?
¿Qué significa esa especialización? Pues en primer lugar que, por su condición de servicios
no comerciables, se trata de un tipo de inversión que se concentra en sectores sin capacidad
de arrastre sobre los flujos de comercio. Ello explica, entre otras cosas, que Latinoamérica,
la región a la que se destinaron casi en exclusiva las primeras inversiones no haya mejorado
su contribución al comercio manteniéndose en torno al 6% de las exportaciones españolas.
Y es que mientras los modelos de internacionalización basados en la industria aportan, casi
desde el comienzo, una gran capacidad de arrastre sobre las exportaciones, no solo vía
filiales/matriz como afirmaba UNCTAD sino vía las PYMES que actuaban como
proveedores habituales y estratégicos en su país de origen, nuestra especialización en
servicios no comerciables no tiene ese tirón.
Pero haríamos mal en dejarnos llevar por el significado aparentemente marginal del
nombre. La denominación servicios no comerciables no debe confundir: se trata de sectores
estratégicos esenciales tanto para el sistema en su conjunto como para los países. Por un
lado, en ellos se juega buena parte del futuro del poder global capitalista, por cuanto están
en la frontera de lo público y lo privado; por otro, representan una contribución altísima al
PIB de las más diversas naciones: Brasil 48%, Argentina 53%, Méjico 59%. Ese peso
elevado no es rasgo especial de Iberoamérica sino que se mantiene o incrementa en todos
los países, incluidos los más desarrollados: Bélgica 67%, Japón 63%, Estados Unidos 69%,
Corea del Sur 46%. Ello explica que, una vez que Latinoamérica permitió a las grandes
empresas ganar músculo y experiencia en la gestión de riesgos y de recursos, pudieran
diseñar el salto a otros mercados tan maduros y difíciles como el europeo, del que las
operaciones entre Santander y Abbey, BBVA y BNL, Telefónica y O2 fueron primeros
pasos.
Con ello, España profundizó en su condición de país de servicios un término que cada vez
que se plantea el debate sobre cambio de modelo productivo se sigue considerando una
carencia, algo absolutamente incomprensible a no ser por la obsesión con un modelo como
el alemán, cuyo éxito radica en su especialización en una industria de tecnología
media/alta.