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La sensibilidad compartida /340


2013-05-28 01:09:48

Por Tania Ganitsky


En Ecos de Páramo Fabienne Bradu dice que Rulfo es "el sacerdote
que magistralmente dirige su canto a la desesperanza, a la sordera de
Dios, escribe la gran oración que siempre nos hará falta para vivir y morir
un poco mejor: la poesía" (66). Marina Tsvietáieva escribe algo
semejante sobre Rilke: “Rilke es tan necesario para nuestro tiempo como
un sacerdote en el campo de batalla: para orar por los unos y por los
otros, por ellos y por nosotros: para pedir la luz para quienes aún están
vivos y el perdón para los que ya han caído” (73). Las dos observaciones
son muy parecidas, porque a ambos se les atribuye algo espiritual y
silencioso que afecta la manera en que quienes los escuchan viven y
mueren. Sin embargo, a primera vista estas citas están separadas por
una postura religiosa: el canto de Rulfo, dice Bradu, se dirige a la
desesperanza y a la sordera de Dios, mientras que la oración de Rilke sí
parece dirigirse hacia un oído sagrado. En su ensayo Rulfo y Rilke,
Alberto Vital afirma que si bien la poesía temprana de Rilke convoca a
Dios “como esporádico personaje, como vehemente vocativo, como
realidad próxima y superior” (17), en las Elegías de Duino ofrece “una
tácita réplica a Nietzche” (a su famoso “Dios ha muerto”) al advertir que
“en cuanto se refiera a Dios, el hombre aún tenía la misión de crearlo”
(17). Rosario Castellanos, la poeta mexicana, escribió algo parecido en
su poema Muro de lamentaciones: “Si no existes/te haré a semejanza de
mi anhelo/y a imagen de mis ansias”. Quizá la intensidad del deseo
rilkeano de crear hasta lo imposible a partir de la sordera de Dios fue lo
que llevó a Rulfo a escuchar y traducir las Elegías de Duino a lo largo de
ocho años: 1945-1953. “Y es que tiene que haber sido un interrogante en
Rulfo”, sugiere Vital, “previa al interés por los encomenderos y los
caciques, una cuestión más amplia, como si se tratara de pulsar el
estado de ánimo del universo y de la civilización y simultáneamente
descubrir voces y hacerlas resonar en el mundo poético creado” (18).
¿No es esto, acaso, lo que hace Rilke? Leamos de manera atenta este
fragmento de la segunda elegía traducida por Rulfo: Los amantes, si los
ángeles pudieran comprenderlos, conseguirían hablar extrañamente en
el aire nocturno. Porque parece que todo nos disimula. Mira, ahí están
los árboles, las casas que habitamos existen todavía. Sólo nosotros
pasamos como un trueque aéreo ante las cosas. Y todo conspira para
callarnos, a medias tal vez por vergüenza, a medias con una esperanza
inexpresable (113). En este fragmento también se descubren voces que
resuenan en el mundo poético creado. Los amantes de Rilke parecen
hablar como los habitantes y creadores de Comala, la Ciudad del
Sufrimiento que se levanta a partir del murmullo, esa habla extraña en el
aire nocturno: “Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta
entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero
sin sonido, como las que se oyen durante los sueños” (Rulfo 52). El habla
de Comala también es un habla que se disimula; y quizás lo que en esta
elegía conspira para callar a los amantes también conspira para callar a
los habitantes de Comala: el tiempo y la muerte –pero allí la conspiración
se pervierte y se vuelve, en vez, precisamente aquello que les hace
hablar. Rulfo nunca tuvo intenciones de publicar esta traducción, y no por
ello se tomó esta tarea a la ligera: “Clara Angelina Aparicio recuerda que
su esposo se pasaba horas alternando los dos extremos del lápiz,
estudiando, comparando, descartando, recobrando” (Vital 18). Así, este
es un documento trabajado e íntimo, un gesto de amistad y, también, un
“diálogo de poeta a poeta” (79), como bien lo sugieren Guadalupe
Domínguez y Susy Rodríguez. Sin embargo, este diálogo también tuvo
otros interlocutores: las versiones de las elegías traducidas por los
españoles Juan José Domenchina y Gonzalo Torrente Ballester.
Domínguez y Rodríguez agrupan su proceso de traducción en tres
grupos a partir de las versiones que lo influenciaron más: elegías 5,6,8,9,
influencia de Domenchina (quien realizó sus traducciones a partir de
otras traducciones); elegías 1 y 7, presencia de Torrente Ballester (quien
realizó sus traducciones directamente del alemán); elegías 2,3,4,10,
presencia más notoria de Torrente Ballester y un nivel de reelaboración
más complejo por parte de Rulfo (52-53). A continuación quisiera rastrear
algunos rasgos comunes entre Rilke y el Rulfo a partir de la traducción
que hizo de la décima elegía. En ésta hubo un proceso más profundo
de transcreación (Haroldo de Campos) y también aborda el tema del
viaje simbólico al reino de la muerte, una de las preocupaciones estéticas
y poéticas constantes en Pedro Páramo (Domínguez y Rodríguez 79).
Además, no podemos dejar de lado el hecho de que Rulfo publicó esta
novela solo dos años después de terminar su versión de las Elegías.
Antes que todo es importante que nos familiaricemos con esta elegía.
Rilke comenzó a escribir sus primeros quince versos en el castillo de
Duino en 1912; a finales de 1913, en París, la concluye de una manera
fragmentaria que abandona y retoma nueve años después, durante su
estancia en Muzot en 1922. En ésta, como en el resto de sus elegías, se
produce una relación extraña que afirma la vida y la muerta al abolir,
simultáneamente, sus distancias. Quizás Los cuadernos de Malte Laurids
Bridgge (1910) es el texto en donde Rilke formula de manera más clara
la crítica a la expulsión de la muerte en el reino de los vivos y la
necesidad de apropiarnos, también en vida, de lo imposible. Esta es, a mi
modo de ver, la tarea poética que se desarrolla en las elegías y no
resulta del todo extraño, por esto mismo, que un escritor mexicano
decida dialogar con esta obra, pues es bastante conocido el hecho de
que, para la cultura mexicana, la vida y la muerte son hospitalarias una
con otra. La décima elegía, narrativamente, trata sobre el viaje de un
joven que muere en “La ciudad del Sufrimiento” y es guiado por una
Lamentación al reino de los muertos. Así, al principio se describe la
violencia, la falsedad y las desgracias de “la ciudad del Sufrimiento” y
luego se contrastan estos aspectos con el reino de los muertos en donde,
solo a primera vista, estos parecen desaparecer. Parece, entonces, que
la falsedad que afecta al reino de los vivos se opaca frente a la verdad
que abre la muerte. Sin embargo, poco a poco, la Lamentación empieza
a confesarse, a mostrar que también los problemas morales y materiales
afectan el reino de los muertos. Así, los reinos que en principio se
oponían comienzan, en su lugar, a parecerse. Además, la muerte ya no
parece ser solamente el telos del mundo moderno sino, más que todo,
su origen. El mundo de los muertos se presenta, entonces, como el
sufrimiento originario. En este sentido, en su artículo The Tenth Duino
Elegy or the Parable of the Beheaded Reader (1974), Carol Jacobs
afirma que: This reversibility roles between the lamentations and the
humans, (…) as telos and origin, can no longer be written off as a
theocentric valorization of the Realm of Lamentation. Quite the contrary:
we are getting a glimpse at a dizzying endless displacement of origin and
telos that precludes any definitive location of a center (12).* Un
desplazamiento semejante ocurre en Pedro Páramo. El origen de la vida,
esto es, de la historia de Pedro Páramo y de cada habitante de Comala,
es el murmullo de ultratumba; allí la muerte es la base de toda existencia,
casa, calabozo y terreno. Cada una de estas voces es una Lamentación
que guía a Juan Preciado al poner en escena, de manera mítica y
originaria, la historia común del pueblo: “[Comala] está sobre las brasas
de la tierra, en la mera boca del infierno”(9 Cursivas mías), le señala
Abundio a Juan Preciado cuando llega a Comala. Se trata, entonces, de
un relato configurado por un habla extraña y nocturna en donde la vida y
la muerte están descentralizadas. Paradójicamente, la memoria narrada
de cada muerto es la condición de posibilidad de su existencia. Ahora
bien, no me interesa demostrar que la traducción que hizo de las elegías
influenció la creación de Pedro Páramo, porque no creo que esto se
pueda probar. Sin embargo, sí es claro que existe un Rulfo lector de la
décima elegía y que ésta, a merced de la versión original y también del
lenguaje utilizado por Rulfo en la transcreación, presenta unos rasgos
comunes a los que aparecen en esa novela. Quisiera, ahora,
concentrarme en algunos aspectos de la versión de la elegía de Rulfo
que, me parece, recuerdan ciertos rasgos de Comala o, por lo menos,
crean una atmósfera semejante. Algunos de los cambios que Rulfo le
hace las versiones de Domenchina y Torrente Ballester, recuperan una
atmósfera perteneciente al imaginario que el escritor produjo en su
novela, y que quizás empezó desarrollar a partir de este ejercicio de
traducción y de escritura. En los versos séptimo, octavo y noveno, Rulfo
traduce: Que mi rostro inundado de llanto me torne más radiante: que la
sencilla lágrima florezca (201). Su traducción del primer verso recupera
la de Rilke y se aleja de la de Domenchina y Torrente Ballester, ya que
ellos, donde dice “llanto”, tradujeron “lágrimas”. El rostro inundado de
llanto crea una atmósfera mucho más violenta y desolada. El tercer
verso, que dice “lágrima”, en la traducción de los españoles dice “llanto”.
Rulfo, en cambio, modifica estas versiones –y también la de Rilke que
vuelve a aludir al llanto o al lloriqueo (Weinen)– y sitúa allí, con su
delicadeza usual para el idioma, una sola lágrima. Las palabras que la
rodean: “sencilla” y “florezca”, en efecto reclaman la sutileza de una única
lágrima tenue, y no la violencia del llanto. Esta manera delicada de hablar
visualmente se asemeja a la de la madre de Juan Preciado, Dolores,
cuyas descripciones manejan este tipo de tenue visibilidad: “Un pueblo
que huele a miel derramada” (22), “No sentir otro sabor sino el del azahar
de los naranjos en la tibieza del tiempo” (23); allí también florecen las
imágenes sencillas. Los versos 24-36 presentan una concepción de la
ciudad que se parece a la que los muertos edifican: Comala bajo el
imperio de Pedro Páramo: ¡Ah! qué extrañas son, es cierto, las
callejuelas de la Ciudad del Sufrimiento donde, en un falso silencio hecho
de ruidos, con violencia, como vaciado del molde del vacío, estalla el
estrépito de oro, se exhibe el alabancioso monumento! Oh, cómo, sin
dejar huella, un ángel pisará su feria del consuelo, que circunda una
iglesia, su iglesia, que se compró edificada totalmente: tan limpia y
cerrada en su desilusión como una oficina de correos en domingo
(203). Estas callejuelas, y el falso silencio hecho de ruidos, recuerdan
los pasos de Colorado después de la muerte de Miguel Páramo: –¿Qué
es lo que pasa, doña Eduviges? (…) – Solamente es el caballo que va y
viene. Ellos eran inseparables. Corre por todas partes buscándolo y
siempre regresa a estas horas. Quizás el pobre no puede con su
remordimiento. ¿Cómo hasta los animales se dan cuenta de cuando
comenten un crimen, no? –No entiendo. Ni he oído ningún ruido de
ningún caballo (25). Asimismo, Pedro Páramo, ese alabancioso
monumento que al final de la novela cae como una escultura hecha
pedazos (Bradu), le compra el perdón de su hijo al Padre Rentería. Así,
él también compró la iglesia edificada a la medida de su mal. En este
orden de ideas, la relación entre iglesia y religión, en Pedro Páramo, se
ciñe a la concepción que Rilke tenía de la misma: una espiritualidad
comercial y vana que transforma a la justicia divina en el negocio de la
más amarga injusticia. A lo largo de su traducción, Rulfo señala el
carácter femenino de la Lamentación que lo guía en su viaje de la Ciudad
del Sufrimiento hacia “la realidad”, que es, en el poema, la muerte.
Torrente Ballester y Domenchina dejan el género de la lamentación de
lado con frecuencia, pero para Rulfo es elemental señalarlo cuando tiene
la ocasión de hacerlo. Por esto es significativo recordar que quien
conduce a Juan Preciado hacia Comala no es Pedro Páramo sino su
madre, cuya voz siempre interrumpe la narración con una orientación
idealizada: “Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. (..) Mi
pueblo levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas como una
alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos” (62-63). La
Lamentación que guía al joven en el poema tiene una función parecida a
esta: “Le muestra los grandes árboles del llanto/y los campos de la
melancolía en flor/ (que los vivientes sólo conocen como tierno follaje)”
(209). Y cuando le muestra las constelaciones, en el cielo del Sur,
observan “en un claro resplandor, la suprema inicial,/ la inicial de las
Madres…” (213). No debemos dejar escapar tampoco, pese a que esta
puede ser solo una coincidencia, la semejanza significativa del nombre
de ambas guías: la Lamentación y Dolores. Al final de la elegía, cuando
el joven ya ha descendido al reino de los muertos que origina el
sufrimiento, Rulfo traduce: “Él, solitario, trepa hasta las cimas/del dolor
primigenio. Y su propio paso no resuena/al pisar los caminos del dolor
insonoro” (215). La relación estrecha que la elegía crea entre la muerte y
el sonido es igual de fuerte a la que tiene lugar en la novela. El murmullo
de los muertos no suena (52), las voces del dolor son insonoras. Cuando
Juan Preciado muere, su propio paso tampoco resuena y el libro entero
es sacudido por un sutil enmudecimiento: “Me mataron los murmullos”, le
dice a Dorotea, con quien comparte su rincón bajo tierra, “Aunque ya
traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no
pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me
reventaron las cuerdas” (62). Y, por último, Juan Preciado también trepa
la cima de la Media Luna para alcanzar el dolor primigenio del mito de
Comala: Pedro Páramo. Imposible comprobar que las Elegías de
Duino fueron el dolor primigenio de Pedro Páramo. Sin embargo, la
lectura y traducción de Rulfo, en comparación con su novela, demuestra
que en efecto se puede hablar de una sensibilidad poética compartida
entre ambos poetas. Ambos desearon, recordando las palabras de Vital
citadas al principio de este ensayo, pulsar el estado de ánimo del
universo y de la civilización y simultáneamente descubrir voces y
hacerlas resonar en el mundo poético creado.
***
(*) Los roles reversibles entre las Lamentaciones y los humanos, como
telos y origen, ya no pueden ser escritos a partir de una valoración
teocéntrica del Reino de las Lamentaciones. Al contrario: podemos
percibir sutilmente el vértigo interminable del desplazamiento entre origen
y telos que excluye cualquier posibilidad de localizar un centro.
(Traducción propia). REFERENCIAS - Alberto Vital (2006). “RULFO Y
RILKE”. Tríptico para Juan Rulfo. México: Fundación Juan Rulfo. - Bradu,
Fabienne (1989). Ecos de Páramo. México: Fondo de Cultura
Económica. - Dieter Rall (2006). “DUINESER ELEGIEN de Rainer María
Rilke”. Tríptico para Juan Rulfo. México: Fundación Juan Rulfo.
- Guadalupe Domínguez y Susy Rodríguez (2006). “ELEGÍAS DE
DUINO EN LA VERSIÓN DE JUAN RULFO”. Tríptico para Juan Rulfo.
México: Fundación Juan Rulfo. - Jacobs, Carol (1974) “The Tenth Duino
Elegy or the Parable of the Beheaded Reader”. MLN, Vol. 89, No. 6.
Comparative Literature. E.U.: John Hopkins University Press. pp. 978-
1002. Accedido el 22 de mayo de 2013 en: www.jstor.org/stable/2906945

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