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Sócrates y los sofistas

Contexto histórico:

Desde el año 460 a. C. hasta el final del siglo V, Atenas fue la polis (ciudad-estado) más
importante del mundo griego por su desarrollo político, social y cultural. En ella se
inicia una nueva búsqueda intelectual, ya no centrada en cuestiones físicas y
cosmológicas, sino en el propio hombre y su organización social (educación, moral,
política...)
Se consagra un modelo que hace compatibles los valores tradicionales de la aristocracia
–el valor, la fama, el éxito- con la participación libre y disciplinada de todos los
ciudadanos, ante la benevolente mirada de los dioses a través de la asamblea.
A partir de ahora ya no es el factor herencia el valor determinante ni el único que da
derecho a participar en la vida pública. Ésta se abre a todos los ciudadanos y la batalla
se libra ahora en el ágora de la ciudad. La vida del ciudadano se ventila en las
asambleas, en la plaza pública, en los tribunales: ahí es donde es necesario hacerse
presente, discutir las leyes que convienen a la mayoría, desenmascarar los intereses
privados o de grupo que pueden esconderse tras los discursos y las leyes establecidas.
Todo esto requiere el saber práctico del discurso y de la elocuencia: “el que sabe y no se
explica claramente es como si no pensara”, afirma Pericles. En este contexto, el saber se
convierte en una fuerza social: es importante saber para dominar. Estas circunstancias
hacen comprensible la buena acogida del saber práctico que ofrecen los sofistas, al
tiempo que ponen en cuestión los valores y las leyes tradicionales de la sociedad
ateniense y los fundamentos especulativos del pensamiento anterior.
A lo largo de todo el siglo V a. C., en Atenas se produjo un considerable aumento del
número de habitantes y una gran heterogeneidad cultural y étnica, gracias a la llegada de
población de distintos lugares. Esta variedad propició un ambiente social caracterizado
por: amplíar la educación a un mayor número de jóvenes y diversidad de opiniones, con
notables avances democráticos.
Aunque se mantuvo la esclavitud, las atenienses vivieron un clima de mayor libertad
desde entonces.
El interés por la naturaleza, propio de los presocráticos, es reemplazado poco a poco por
la reflexión sobre los problemas morales, sociales y políticos.
Los sofistas:

El término “sofista” deriva de la palabra griega sofós, que significa “sabio”. Referido a
esta época sirve para designar a aquellos “maestros del saber” que se dedican a enseñar
a otros cobrando como quien ejerce un oficio cualquiera.
En la segunda mitad del siglo V a. C. se dio en Atenas una situación de inquietud,
preocupación y difusión culturales como pocas veces se ha dado en la historia. Hombres
inquietos de toda la Hélade (arquitectos, escultores, dramaturgos, filósofos...) viajaban a
la rica Atenas.
Los sofistas expresaron esta situación cultural y se ocupan de problemas más cercanos,
de cuestiones que giran directamente entorno al hombre, su educación para vivir en
democracia.
Las cuestiones que afectaban a todos debían discutirse en el ágora, plaza pública donde
se reunía la asamblea soberana ateniense, en la que participaban todos los ciudadanos
mayores de dieciocho años, con el mismo derecho de palabra y de voto (hombres y
libres, nacidos en Atenas). Los gobernantes debían persuadir de la legitimidad de su
gestión, y cuantos intervenían se veían obligados a esgrimir argumentos convincentes
para hacer valer sus opiniones.
Por ello, los sofistas satisficieron una necesidad histórica ligada a la democracia:
enseñaban aquello que todo hombre libre anhelaba, la habilidad retórica o capacidad
política. Ellos educaban y preparaban a sus alumnos, cobrando la cantidad que había
sido pactada, para la vida activa de la polis; enseñaban la excelencia o areté que
capacitaba en el dominio del lenguaje, la habilidad retórica y política que permitía
argumentar, persuadir y mostrar las dos caras de toda cuestión.
Los principales sofistas fueron Protágoras, Gorgias
La práctica de los sofistas se sustentaba en varios supuestos:
a. Toda realidad puede modificarse, perfeccionarse, progresar e incluso
deteriorarse. Eso quiere decir que las cosas no tienen una naturaleza fija
(physis), un modo de ser específico, estable y constante, sino que son mutables.
Si las instituciones y normas hubieran sido impuestas por la naturaleza, éstas
serían las mismas en todas las sociedades (la naturaleza es la misma para todos
los hombres), pero esto no ocurre, sino que cada grupo social posee sus propias
normas. Ponen en duda la existencia de leyes naturales, con valor fijo y
universal, que aseguren qué es lo bueno y lo justo para el hombre.
b. Los valores, ya sean de tipo personal, moral, social, político, etc., son
convencionales porque dependen de los puntos de vista de quienes los aprecian
y de los aspectos que se tengan en cuenta, así como de los acuerdos
mayoritarios entre quienes discuten o están interesados en algo.
c. Lo verdadero y lo falso varían según las circunstancias y según quienes lo
juzguen. Por tanto, más que de “verdades”, se debe hablar de “convenciones”,
revocables y revisables. El acuerdo sustituye a la ley natural y el concepto de
verdad es sustituido por el de utilidad.
La desconfianza en la posibilidad de conocer lo que es por naturaleza ha derivado hacia
la conformidad con un conocimiento que le sirva al hombre, que le sea útil. Por esta
razón, más que la verdad abstracta de las cosas, interesa su valor, su utilidad, hay que
buscar lo que resultase más conveniente para el progreso del individuo en el contexto de
la vida pública democrática.
Para ello, es necesario aprender, educarse en el aprendizaje de los conocimientos y
métodos más útiles para el éxito de la vida personal, que, para los griegos, no puede
nunca desvincularse de la vida pública. Este aprendizaje se realiza con los Sofistas.
El método del sofista es la retórica, es decir, el arte de dar al lenguaje eficacia suficiente
para deleitar, persuadir o conmover. Los sofistas buscaban la reacción afectiva, seducir
por su ingeniosidad, la belleza de estilo o la grandilocuencia de sus expresiones y se
dirigían a sus discípulos mediante monólogos, utilizando largos discursos.

Sócrates:

Sócrates (470 – 399 a. C.) nació y murió en Atenas. No escribió nada y, por tanto, las
noticias que tenemos acerca de sus actividades y de sus doctrinas nos han llegado a
través de los escritos de sus discípulos (Platón) y de otros escritores contemporáneos
suyos.
Podemos asegurar que Sócrates hizo de la enseñanza la misión de su vida; debatía en
cualquier lugar y con cualquier persona sobre “lo que cada cosa realmente es”, sobre la
esencia de cada cosa. Utilizaba como método el diálogo y centraba sus actividades en
las cuestiones humanas: la actividad cognoscitiva, la virtud, la felicidad, etc.
Finalmente, fue acusado de impiedad, de introducir nuevos dioses y de corromper a la
juventud. En el juicio seguido contra él apenas se defendió de dichas acusaciones; fue
declarado culpable y condenado a morir tomando la cicuta.
Aunque pudo evitar el cumplimiento de la condena y huir, prefirió acatar la sentencia a
desobedecer las leyes de su ciudad o dejar la filosofía ya que consideraba que “Una vida
sin examen crítico, no merece ser vivida...”
Su discípulo Platón nos narró los últimos momentos del filósofo en el diálogo titulado
Fedón.
Sócrates cómo los sofistas centró sus preocupaciones en temas humanos: la política, la
virtud, la justicia, etc. y, por otra, se dedicaron a la actividad pedagógica: educar al
démos, a cualquiera de sus ciudadanos, sin distinción de clases ni capas sociales pero
Sócrates no percibía ningún tipo de remuneración por sus actividades, llevaba a cabo
sus enseñanzas mediante el diálogo, perseguía el rigor racional, esto es, convencer por
medio de razones.
Sócrates enseñaba que existía la verdad universal, una y la misma para todos los seres
humanos, que se expresa en el concepto universal.
El método socrático comienza con la conciencia de la propia ignorancia, de “saber que
no se sabe”. Solo cuando se es consciente de lo poco se sabe, se puede acometer el
esfuerzo de querer saber.
Para Sócrates existe una verdad objetiva y absoluta y, además, sí que es posible
conocerla. Admitir la propia ignorancia es una invitación a seguir indagando y a no
darse por satisfecho con simples certezas.
Sócrates afirmaba el carácter innato del conocimiento: según él, los seres humanos
poseen ideas innatas de las que, sin embargo, no son conscientes. No se dan cuenta, y,
por consiguiente, para investigar la verdad, debemos examinar los contenidos que se
encuentran en nosotros, en nuestra alma. El principio de la sabiduría radica en el
conocimiento de uno mismo: “conócete a ti mismo”.
El método adecuado para llevar a cabo esta tarea consiste en un proceso inductivo en el
que, por medio del diálogo interpersonal, partiendo de los conocimientos aparentes, de
las opiniones ingenuas y comunes, y de los prejuicios cotidianos logra descubrir la
verdad. En este proceso podemos distinguir dos momentos: un primer momento
negativo de ironía o refutación y otro positivo o mayéutica.
La ironía. La ironía es la actitud que aminora las certezas, las pone en entredicho y
suscita desconfianza frente a lo que alguien dice saber.
Partiendo de la premisa de la propia ignorancia, la ironía pretende hacer dudar al
interlocutor aduciendo otros puntos de vista, dudas y ambigüedades que obligan a
precisar e indagar más. Consiste, pues, en hacer ver a nuestros interlocutores que los
conocimientos que creían ciertos e indudables no son tales. Sócrates salía del ágora y
allí interrogaba al artista, al maestro, al general y sirviéndose de ciertas preguntas
atinadas les hacía cobrar conciencia de su ignorancia. De esta manera, conducía al
interlocutor a una situación sin salida aparente en la que todos los conocimientos se
tornaban problemáticos: “Sólo sé que no sé nada” (ironía socrática).
La mayéutica, es el segundo momento del proceso. Significa “ayudar a generar, a nacer
ideas”. Todo individuo puede alcanzar conocimientos, pero hay que ayudarlo a
engendrarlos. El filósofo ayuda al interlocutor, como lo hace la comadrona en el parto, a
extraer la verdad como una conquista personal. Con ello, señala que la función de la
filosofía no es dar respuestas, sino enseñar a razonar.
Sócrates, que era hijo de un escultor y una comadrona, comparaba su oficio con el de
sus progenitores: de la misma manera que su padre no “construía” estatuas, sino que
ante un bloque de mármol se limitaba a eliminar las partes sobrantes hasta permitir que
surgiera la figura que previamente existía en el interior, y de idéntico modo a su madre
que ayudaba a dar a luz los niños concebidos con anterioridad por otras mujeres, pero
ella no los concebía; así , él tampoco enseñaba nada, sino que se limitaba a orientar a
sus discípulos para que ellos hallaran las verdades que con anterioridad residían en sí
mismos, en su interior, en su alma ( innatismo).
Los dos momentos del método van encaminadas a una conclusión: formular una
definición o inducir un concepto o principio general que tenga cierto valor universal u
objetivo aplicable al asunto tratado.
El método socrático, pues, consiste en un proceso inductivo en virtud del cual de lo
general vamos a lo particular, de los conocimientos poco rigurosos y siempre dudosos o
falsos al conocimiento intelectual, es decir, al conocimiento universal.
Pero entre todos los conceptos universales o a través de todas las esencias, los que más
interesan a Sócrates son los éticos y/o morales, esto es, aquéllos mediante los cuales
podemos ordenar nuestra conducta y averiguar nuestras obligaciones y nuestros deberes.
Ser trata pues, de conocer el bien, la virtud, la justicia, etc., para ser buenos, virtuosos y
justos.
Él pensaba que si cada uno entiende por justo y por bueno una cosa distinta, si para cada
uno las palabras “bueno” y “malo”, “justo” e “injusto” poseen significaciones distintas,
la comunicación y la posibilidad de entendimiento entre los hombres resultará
imposible. La tarea más urgente es la de restaurar el valor del lenguaje como vehículo
de significaciones objetivas y válidas para toda la comunidad humana.
Según este filósofo, desde el punto de vista moral, el bien y la virtud proporcionan la
auténtica felicidad. Consecuentemente, si la virtud y el bien otorgan la auténtica
felicidad nadie obrará mal intencionadamente, pues nadie querrá ser infeliz o
desgraciado.
De este modo, Sócrates concluyó con un intelectualismo moral, según el cual se
identifica el bien con el saber y el mal con la ignorancia: el sabio es bueno y el malo es
ignorante. Nadie se equivoca queriendo. De esta forma comienza con el desarrollo de la
Ética.

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