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La novia del agente secreto

Andrea Edwards
2º de la Serie Círculo Nupcial

La novia del agente secreto (2000)


Título Original: Secret agent groom (1999)
Serie: 2ª Círculo Nupcial
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Súper Jazmín 385
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Alex Waterstone y Heather Mahoney

Argumento:
Alex Waterstone había sido el chico con el que cualquier muchacha se
moriría por salir. Pero Heather Mahoney nunca salía con chicos… es más,
ni siquiera había asistido al baile de su graduación. Al único acto al que
asistiría sería a su propia boda… y desde luego, Alex sería el novio ideal.
Alex Waterstone estaba inmerso en una misión en la que trabajaba
encubiertamente, y la condenada sonrisa de Heather no lo dejaba
concentrarse. Pero no podía permitirse con ella ni un beso, si no quería que
aquella inocente belleza se transformara de inmediato en objetivo de riesgo,
y él haría lo que fuera por protegerla. ¿Pero quién protegería su corazón del
amor?
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Prólogo
—Vamos a contar historias de miedo —sugirió Dorothy, dejando a un lado su
álbum de recortes y acurrucándose en su saco de dormir, alrededor del cual se
encontraban sus mejores amigas.
¿Historias de miedo? Heather sintió que la boca se le quedaba seca.
—¡Genial! —exclamó Penny, incorporándose entusiasmada. A un lado
quedaron las revistas de las que estaba recortando fotografías de la boda real.
Heather sólo fue capaz de disimular a duras penas su terror. Se volvió para
mirar a través de la puerta de persiana. La oscuridad dominaba la granja forestal de
la familia de Penny, y prefirió volver los ojos hacia la seguridad de la habitación. Era
la primera vez que todas las amigas podían quedarse en casa de una de ellas a
dormir juntas, y puesto que se trataba de la casa de Penny, ésta tenía derecho a hacer
lo que quisiera, pero aun así…
Karin se levantó.
—Podemos apagar la luz y…
¿Apagar las luces?
—¡No!
Las tres chicas se volvieron a mirar a Heather, que intentó decir algo, pero tenía
la lengua pegada al paladar. Incluso intentó imaginar algo, lo que fuera, pero nada
acudió a su cabeza. Por fin, tras inspirar profundamente, se obligó a sonreír.
—No hemos terminado con los recortes —dijo.
—¿Qué más da? —contestó Karin, y apagó la luz—. Esto va a ser mucho más
divertido.
¿Divertido? ¿Estar tan asustada que no se pudiera dormir podía ser divertido?
A la edad de ocho años, Heather Anne Mahoney tenía una certeza absoluta
sobre unas cuantas cosas. Por ejemplo, sabía sin ningún género de dudas que si
jugaba en el bosque cercano al lago Palomara, la morderían mapaches rabiosos, y
horribles murciélagos y comadrejas, y moriría tras una agonía terrible, como aquella
niña que conocía la prima de la tía abuela de Millie. Si dejaba la ventana abierta las
noches de verano, se constiparía y terminaría con una neumonía que la conduciría a
una muerte certera por altísimas fiebres, como ese niño vecino de la mejor amiga de
la anciana señora Schubert. Y si salía a la calle en medio de una tormenta, terminaría
frita por un rayo, con el pelo echando humo, como aquel hombre que trabajaba con el
abuelo Mahoney en la serrería.
Al llegar a la edad de doce años, Heather había añadido unas cuantas
evidencias más a su lista: los chicos nunca se traían nada bueno entre manos…
aunque no supiera con exactitud lo que eso quería decir. A nadie le gustaban los
sabihondos, ni los fanfarrones, ni los santurrones, ni los aguafiestas. Y si cometía un
error en público, no dejarían que se olvidara de ello.

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Y ahora que tenía ya catorce años, estaba muy versada en los peligros del
mundo, la mayoría de los cuales pasaban desapercibidos para el resto de los
mortales.
—No estarás asustada, ¿no? —preguntó Karin.
—¿Por qué iba a estarlo? —replicó Dorothy, riéndose; la posibilidad le parecía
ridícula—. Son sólo historias, y Heather lo sabe.
Pero Penny la miró un instante.
—¿Prefieres que hagamos otra cosa?
Heather sintió el peso de la culpa sobre sus hombros. Penny era tan buena…
debería acceder a lo de contar historias de miedo. Al fin y al cabo, eso era lo que
Penny quería hacer. Pero ¿y si de verdad existían los fantasmas, y hablando de ellos
se los despertaba y venían a…?
Heather vio en aquel instante la fotografía de la princesa con su traje de novia y
se aferró a la idea.
—Vamos a planear nuestras bodas —sugirió.
—¿Planear nuestras bodas? —la voz de Karin contenía aburrimiento y desdén a
partes iguales—. ¿Se puede saber para qué?
—Pues por pura diversión —contestó Heather—. Podemos planear nuestra
boda y escribirlo todo con detalle para poder recordarlo dentro de diez años.
—Si no vamos a necesitarlo hasta dentro de diez años, podemos esperar unos
cuantos días más para escribirlo, ¿no? —respondió Karin, aún junto a la llave de la
luz—. Y esta noche, podemos contar historias de miedo.
—También podemos hacer las dos cosas —señaló Dorothy. Cerró su álbum de
recortes y se sentó con las piernas cruzadas en el sofá—. ¿Por dónde empezamos?
Con un sonoro suspiro, Karin se dejó caer en el sofá junto a Penny. Heather
intentó no mirarla. Enseguida se daría cuenta de lo divertido que podía ser.
—Seguro que todas queréis una boda como la de la princesa Diana —vaticinó
Karin—. Un vestido con una cola larguísima y montones de volantes, un marido rico
e importante y un carruaje decorado con flores y tirado por caballos. Ya está.
Heather inspiró profundamente y se llevó la almohada al pecho.
—Pues yo no quiero que mi boda sea así.
—¿Ah, no? —Dorothy parecía sorprendida—. Pues a mí me parece perfecta.
—¿Con tanta gente mirándote?
—Bueno, puede que no tanta —admitió Dorothy, y con un puñado de
palomitas en la mano, dejó que su mirada soñadora vagase por la habitación—. Pero
me gustaría llevar un vestido así, y que hubiese flores por todas partes.
—Yo quiero casarme al aire libre —dijo Penny—, en un jardín.
—Se te ensuciaría la cola del vestido —puntualizó Karin.

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—Es que yo no quiero un vestido con cola, sino uno muy sencillo y con un velo
corto —tomó un sorbo de soda—. Bueno, no. Mejor flores en el pelo en lugar de velo.
—¿Sabes lo que me parece a mí lo más romántico del mundo? —preguntó
Heather—. Una fuga.
Sus tres amigas la miraron sorprendidas. Dorothy dejó de comer palomitas,
Penny dejó de beber y Karin, de fruncir el ceño.
—¿Fugarte? —repitió Karin por fin.
Heather asintió.
—Estar tan enamorada que sólo quieras estar con él, y él contigo. ¿No sería eso
lo más maravilloso?
—¿No te gustaría que tu familia y tus amigos estuviesen en tu boda? —
preguntó Penny.
—Podríamos dar una fiesta después e invitar a todo el mundo.
Karin movió la cabeza.
—¿Sin arroz y sin latas atadas al coche?
—El arroz es malo para los pájaros.
Dorothy se incorporó.
—Pero si te fugases, la gente de Chesterton no podría ir a tu boda.
—Perfecto. Así Alex Waterstone no podría estropearlo todo corriendo por el
malecón —Heather se estremeció al pensar en el lucifer de la ciudad—. Es la última
persona a la que querría ver en mi boda.

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Capítulo 1
—¿Llueve por allí, cariño? —la preocupación de Edith era casi palpable, a pesar
de llegar a través de la línea telefónica—. Han dicho en la televisión que está
lloviendo en el norte de Indiana. Tendrás las ventanas cerradas, ¿verdad?
Heather se apoyó en la encimera de la cocina y miró a través de la ventana
hacia el cielo de la tarde.
—No está lloviendo, mamá. Ni siquiera hay nubes.
—Pues en la tele no mienten sobre estas cosas. Lo mejor sería que te metieras en
el sótano, por si acaso. Aún pueden llegar tornados a mediados de agosto.
Heather se irguió. La cena la esperaba en la mesa de la cocina, pero es que no le
gustaba nada comer mientras hablaba por teléfono.
—Mamá, estoy bien. La tormenta debe de quedar más al este.
—Por lo menos ten encendida la televisión para que puedas oír las noticias —le
aconsejó con un suspiro—. No deberíamos habernos marchado de allí. La rodilla de
tu padre podría avisarnos de si se acerca una tormenta.
Heather hubiera querido darle un abrazo a su madre para agradecerle su
preocupación, pero deseaba que dejase de inquietarse tanto. Acababa de cumplir
treinta y tres, y no trece, pero aquella era una batalla que nunca iba a ganar.
—Lo que necesitas es tener a un hombre al lado —sentenció su madre,
lanzándose a su tema favorito—. ¿Qué harías si te cayera un árbol encima de la casa?
—Pues llamaría a la granja de Penny.
Pero su madre continuó como si Heather no hubiese hablado.
—¿Y si te encontrases un ratón dentro de casa?
—Los gatos se ocuparían de él.
—¿Y si oyeses un ruido fuera en plena noche?
Heather había oído montones de ruidos en plena noche y había descubierto que
meterse bien bajo la ropa de la cama era un remedio tan efectivo como el de
levantarse a investigar. Y si eso no funcionaba, su cama era lo bastante grande como
para esconderse debajo. Y también estaba el armario.
Pero eso no era lo que su madre necesitaba escuchar.
—Si hubiese alguien merodeando por aquí, llamaría a la policía.
—¡Heather! —protestó su madre—. ¡Que estoy hablando en serio! Estás sola en
Chesterton, y me tienes muy preocupada.
Pero Heather no estaba sola. Tenía montones de amigos que la ayudarían si lo
necesitase.
—Mamá, si algo me ocurriese, siempre podría llamar a Alex.

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—¿Alex Waterstone? —Heather casi pudo sentir el estremecimiento de horror


de su madre—. Casi preferiría que tuvieses a Godzilla de vecino.
—Mamá, Alex es un buen tipo. No es que lo conozca demasiado, pero me
parece muy agradable.
—¿Agradable? —la voz de su madre era casi un graznido—. Nunca olvidaré las
pesadillas que tuviste después de verlo correr por el malecón con la bicicleta.
—Ya no hace esas cosas, mamá. Es profesor de universidad, muy serio y muy
propio —aunque, para hacer honor a la verdad, no parecía ni tan serio ni tan propio.
Seguro que sus estudiantes femeninas estaban locamente enamoradas de él—. Pero
supongo que podría deshacerse de un ratón si se lo pidiera.
—Lo dudo. La última vez que lo vi, me pareció un remilgado.
Heather tuvo que echarse a reír. A pesar de ser un hombre decididamente
atractivo, el niño salvaje que fue había llegado a transformarse en un adulto muy
sereno.
—De todas formas, no tienes que preocuparte por eso. Alex Warterstone y yo
casi no nos hablamos. Ni siquiera creo que haya sacado la nariz de sus libros de
poesía durante el tiempo suficiente como para darse cuenta de que existo.
—Ya. Pues él se lo pierde.
Heather contuvo la risa. Había percibido movimiento en el jardín. Y allí estaba
aquel pequeño animal gris, corriendo por entre las flores para desaparecer después
entre los rosales.
—Mamá, tengo que dejarte. La gatita salvaje ha vuelto.
—Ojalá fueses detrás de los hombres igual que vas detrás de los gatos —suspiró
su madre—. Ten cuidado, hija. Ponte guantes, por lo menos.

Alex Waterstone entró en el aparcamiento y se bajó del coche, con un libro de


poesía en la mano y su SIG–Sauer 380 automática en la pistolera de la pantorrilla.
Relajado y seguro de sí mismo, entró en el restaurante. La vida era bella. Tras pasar
unos larguísimos meses trabajando en su tapadera, la investigación por fin empezaba
a progresar.
Dos agentes lo esperaban sentados a la mesa, en un rincón. Vestidos como iban,
en manga corta y sin corbata, se mezclaban con el resto de los comensales sin
dificultad. Alex se unió a ellos y nadie pareció prestarles atención.
—¿Algún problema? —preguntó Fitzgerald en voz baja.
—No te habrán identificado, ¿verdad? —preguntó Casio, el supervisor de Alex.
El banco estaba forrado con vinilo y Alex tuvo de pronto la sensación de que iba
a quedarse pegado allí para siempre. El inmovilismo, el último de los horrores. Una
vida que transcurría al ritmo del segundero del reloj. Pero se limitó a sonreír.

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—¿Problemas? ¿Por qué iba a tener problemas un respetado profesor de


literatura de la Universidad del Medio Oeste?
—No empecemos —contestó Casio, exasperado—, que no podemos estar aquí
toda la noche.
—El único problema que tengo es decidir qué métrica voy a emplear en mi
próximo poema —contestó Alex, dejando sobre la mesa su libro de poesía para dar
mayor efecto a sus palabras. La carta estaba también sobre la mesa. No tenía hambre,
pero cuando la camarera se acercó, pidió cualquier cosa—. Té helado y una ensalada
de la casa.
La camarera se llevó la carta y entró en la cocina.
—Bueno, ¿qué noticias hay?
Casio dejó a un lado su ensalada a medio terminar.
—Nos ponemos en marcha mañana.
—Ya era hora.
Tenía la impresión de llevar toda la vida esperando.
No podía correr riesgos si no quería poner en peligro su tapadera, pero habría
terminado por volver a correr en bici por el malecón si hubiese tenido que seguir
esperando mucho más, aunque ¿se habría divertido tanto a los treinta y cuatro como
a los catorce con aquella travesura?
—¿A quién tenemos aquí? —preguntó, abriendo el expediente que le había
traído Casio.
Durante más de una hora, mientras comían, estuvieron examinando fotos,
información sobre el pasado de todos los delincuentes que sabían que intervendrían
en aquella operación, lo que sabían sobre la organización de juego clandestino y cuál
sería la mejor forma de infiltrarse en ella. Y cómo minimizar los riesgos. Aquellos
tipos disparaban primero y preguntaban después.
—Estoy preparado para ir esta noche —dijo Alex—. ¿Por qué esperar hasta
mañana?
—¿Es que escribir poesía no es lo suficientemente excitante para ti? —preguntó
Casio.
—Mi abuela siempre decía que hay que tener cuidado con lo que se desea —
intervino Fitz—. Uno puede llegar a entusiasmarse demasiado.
Alex inspiró profundamente.
—Estoy deseando poner a esa gentuza tras las rejas. Eso es todo.
Casi se echó a reír.
—Sí, ya. Tú lo que quieres es retirarte, quedarte en Chesterton y pasarte la vida
escribiendo poemas sobre El mago de Oz.

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—También es posible que le haya echado el ojo a alguien —replicó Fitz—.


Incluso puede que quiera echar raíces con alguna vecinita que le prepare galletas
caseras.
Alex sintió que le daba un vuelco el estómago. Llevaban cinco años trabajando
juntos, y aún no lo conocían. El retiro era sólo para los que perdían el valor. Las
raíces eran sólo para quienes querían sufrir.
Pero se limitó a sonreír a sus compañeros.
—La señora Fallón tiene sesenta y cinco años, es viuda y sólo me habla para
citar a su querido y difunto marido. Hay otra mujer más joven que vive al norte de
mi casa, pero no me ha dirigido la palabra desde el instituto. Y además, no creo que
le guste hacer galletas.
—Puede que esté loca por ti, pero que sea tímida.
—Y puede que tú necesites una vida propia de la que ocuparte —le espetó.
Luego continuaron ocupándose del caso, pero Alex estaba molesto, tanto
consigo mismo como con sus compañeros. Deberían conocerlo mejor, y él no debería
perder los nervios por sus chistes, aunque su explosión sólo era prueba de que
necesitaba entrar en acción. Todo estaba empezando a afectarle y, muy
especialmente, vivir en Chesterton.
A la agencia le había parecido que el hecho de que volviese a vivir en su ciudad
natal podría ser una tapadera perfecta para él, pero no habían tenido en cuenta lo
mucho que iba a tener que hacer para integrarse; cosas como tener que renovar sus
antiguas amistades, o tener que participar en el comité organizador del Festival de
Oz que se celebraba todos los septiembres. Incluso Heather Mahoney y su silencio
estaban empezando a afectarle. La semana anterior había estado sentada junto a él
durante la sesión de poesía y apenas le había dicho una palabra. Afortunadamente la
acción había llegado en el momento oportuno.
—¿Todo claro? —preguntó Casio.
—Mañana a las dos en punto —Alex dobló cuidadosamente el papel en el que
había anotado la dirección y se lo guardó en el bolsillo del pantalón—. Allí estaré.
Había oscurecido cuando salieron del restaurante, por separado y cada uno en
una dirección. Alex condujo su coche a una velocidad razonable, justo al límite de lo
permitido, pero su corazón corría mucho más.
La fase número uno de la operación estaba discurriendo sin complicaciones.
Había encajado perfectamente en su papel de profesor de la Universidad del Medio
Oeste. Su trabajo consistía en dirigir un programa de tutorías de reciente
implantación para el departamento de deportes, y sus estudiantes ya habían
empezado a ayudar a los jugadores de fútbol con sus tareas universitarias.
La segunda fase iba a dar comienzo al día siguiente. Si todo iba bien,
conseguiría entrar en el casino privado y convencería a todo el mundo de que era un
jugador de apuestas fuertes. Al cabo de una semana, estaría endeudado por el juego,
pero seguiría pidiendo préstamos para endeudarse aún más. Al cabo de dos, justo
cuando el primer partido de fútbol se jugase, alguien debería haberle propuesto que

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pusiera bajo arresto académico a unos cuantos jugadores clave del equipo. En un
mes, se esperaría de él que garantizase la pérdida de determinados partidos. En dos,
la acusación cobraría cuerpo y algunos de los peores delincuentes del país verían sus
lucrativos negocios cerrados, con lo que perderían una de las mayores fuentes de
financiación para sus otras actividades.
Alex sonrió. Aquello era mejor que sus mejores paseos en bici por el malecón.
Era la vida para la que había nacido. Ojalá lo hubiera descubierto antes; así no se
habría pasado cuatro años en la universidad obteniendo una licenciatura que su
madre deseaba más que él. Pero es que parecía querer tan desesperadamente que
Alex hubiese superado su vena salvaje que él habría hecho lo que fuera por
complacerla.
Pero ¿era esa vena salvaje algo que él podía superar, o formaba parte de su
personalidad?
Alex tomó la calle que conducía a su casa. Tenía que salir a correr y levantar
pesas más o menos durante una hora. Quería estar listo para el día siguiente. Al
acercarse a su domicilio, puso en marcha el escáner instalado en el visor del coche.
No es que desconfiase, porque nunca…
El monitor zumbó. Alex se quedó asombrado durante un momento y después
miró la pequeña pantalla. El sistema de seguridad del perímetro había sido violado,
pero no el del interior de la casa. Alguien había entrado en el jardín. Pulsó otro
botón. Habían entrado a las 21:55 horas, así que quienquiera que fuese podía estar
todavía en el jardín, y no era probable que se tratara de algún niño tras un balón
perdido.
Con el corazón acelerado, tomó una calle lateral y paró el coche en una avenida
que quedaba al sur de su casa. Con movimientos rápidos y seguros, bajó del coche,
cerró la puerta sin hacer ruido y, a cubierto tras unos arbustos, sacó el arma.
Demonios… no podía tratarse sólo de una coincidencia. No la noche anterior al
comienzo de la operación. ¿Lo habrían seguido? ¿Aquella noche, o quizás en otro
momento?
Echó a andar hacia su casa, sus pisadas crujían sobre la grava suelta. Al pasar
junto a una de las casas oyó música, los sonidos de la televisión de otra. Pasó de los
arbustos a la sombra oscura de un garaje hasta llegar a la valla de ladrillo de la casa
de la señora Fallón. Las farolas que iluminaban la avenida quedaban bastante
separadas las unas de las otras, de modo que no era difícil permanecer escondido.
A menos que alguien lo estuviera vigilando, claro.
Nada más pasar el jardín de la señora Fallón, se agachó para observar su casa,
intentando detectar el más mínimo movimiento. Su jardín estaba rodeado por una
valla metálica, y podía ver claramente su casa desde el lugar en el que se encontraba.
Un foco de encendido automático iluminaba el jardín por la noche, pero en aquel
momento no lucía. ¿Podría ser un fallo del sistema de alarma, que se hubiera
disparado por error? Posible, pero no probable.

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Entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Habrían descubierto su tapadera? Y de ser así,


¿quién? Intentó serenarse. No importaba quién, al menos por el momento. Él no era
un inexperto al que pudieran agarrar desprevenido. Sabía bien lo que hacía.
Oyó un sonido, sintió un movimiento que provenía de detrás del garaje de su
casa y sonrió. No podía haber deseado un lugar mejor. Entre la pared del garaje por
un lado, y los arbustos que cerraban la valla por el otro, sólo había un lugar por el
que intruso podía salir, y ahí precisamente era donde iba a estar él.
Utilizando una rama baja de un árbol, saltó dentro del jardín. El movimiento
continuó. No se habían percatado de su presencia. Fue acercándose más y más. Era
casi demasiado fácil.
Ese pensamiento lo hizo detenerse y ocultarse de nuevo en las sombras. Pero
nada delataba la presencia de alguien más, y como el garaje iba a quedar a su
espalda, estaría a cubierto por ese flanco. Dos pasos más y quedó al descubierto,
apuntando con el arma a la figura que se movía detrás del lilo.
—No te muevas.
A la luz de las farolas de la calle, vio un cabello rubio recogido en un moño y
unos ojos azules que lo miraban, tan abiertos y asustados que pensó en un ciervo
atrapado por el haz de luz de un coche.
Su cuerpo se volvió de hielo durante un segundo, y después la rabia se apoderó
de él. Bajó el arma.
—¿Heather?
¿Qué demonios estaba haciendo allí? Podía haberle pegado un tiro. ¿Es que no
tenía sentido común? Inspiró profundamente, carraspeó e intentó utilizar su tono de
profesor.
—¡Qué sorpresa tan deliciosa! ¿Puedo ayudarte en algo?
Heather sólo podía mirar a Alex, y al arma que llevaba en la mano. El corazón
se le había parado y pensó que, en unos segundos, estaría muerta. Con un poco de
suerte, claro, porque si no, Alex…
Tragó saliva, parpadeó varias veces y cuando volvió a mirar, Alex se estaba
atando los zapatos y no había ni rastro del arma. Claro. ¿Cómo podía haberse
imaginado algo así? ¡Pero si era profesor de literatura! Un poeta como él jamás usaría
armas, y mucho menos poseería una. Tenía que habérselo imaginado. El estómago
siempre se le encogía en su presencia, y en aquella ocasión, el cerebro también.
Volvió a parpadear ya que le había funcionado una vez, pero después siguió
viéndose a sí misma en pijama sentada en la tierra del jardín trasero de Alex y a él
mirándola con el ceño fruncido.
—¿Heather? —dijo avanzando hacia ella—, ¿es que has perdido algo?
De pronto se dio cuenta de que no sólo la miraba sino que también le estaba
hablando. Tenía que hacer algo, o al menos decir algo. Pero, ¿qué? Intentó ponerse de
pie, pero las rodillas no parecían querer sujetar su peso. Si hubiera sido uno de los
niños de su jardín de infancia, se habría echado a llorar, o habría culpado de aquella

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situación a cualquier otro niño; incluso habría empezado a hablar de cualquier otra
cosa.
—El recital de poesía de la semana pasada fue muy bueno —dijo, queriendo
sonar inteligente, pero lo que en realidad salió de sus labios fue bastante opaco.
Estúpido, incluso. Era el comentario más estúpido que había pronunciado desde
hacía al menos un mes.
—Sí, fue muy edificante —contestó Alex en tono cauto, como si no estuviera
seguro de si era peligrosa o no—. ¿Te molestaría si te pregunto la razón por la que
estás aquí fuera en…?
—¿En pijama? —concluyó por él. Podría haber pasado por un pantalón corto y
una camiseta, pero los gatitos dormidos con que estaba decorado la delataban.
—Eh… —parecía haberse quedado sin palabras—. Bueno, lo que yo iba a decir
era aquí fuera, en la oscuridad.
—Ah.
Así que no se había dado cuenta. Cerró los ojos mortificada. ¿Dónde se metían
las arañas venenosas cuando se las necesitaba?
Abrió los ojos y volvió a mirarle. Alex era el hombre más atractivo de toda
Indiana: pelo oscuro que le caía ligeramente sobre la frente, alto y de espalda ancha…
y el hombre que más la asustaba de cuantos conocía. Desde que había vuelto a vivir a
Chesterton el año pasado para ocupar esa plaza de profesor en la Universidad, tenía
la sensación de que era aún más peligroso que cuando era niño, lo cual, bien mirado,
era una solemne tontería.
—Es que he visto una gatita entrar en tu jardín —admitió—. He intentando
atraparla esta tarde, pero no lo he conseguido, y he pensado que no te importaría que
entrase en tu jardín para intentarlo otra vez.
—¿Una gatita?
Parecía sólo un poco exasperado y se agachó junto a ella para mirar bajo los
arbustos.
—Está ahí al fondo —dijo Heather, poniéndose a cuatro patas para enfocar con
la linterna al fondo de los arbustos. La luz se filtró entre las hojas e iluminó una
pequeña criatura que se encontraba junto a un desagüe—. Hay una especie de boca
de drenaje. Se ha sentado en la entrada de la boca.
Alex se acercó a ella. Se acercó incluso demasiado, porque al inclinarse hacia
delante para mirar por debajo de los arbustos, le rozó el brazo. ¡Sólo era un brazo,
por Dios! Pero ella enrojeció de pies a cabeza y sintió que le subía la temperatura.
—Es muy pequeña —dijo.
Heather miró también. La gatita gris apenas se veía en la oscuridad, pero podía
sentir su miedo.
—Pobrecita —dijo—. Debe de estar…

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Alex metió un brazo entre las ramas para sacarla de allí. Hubo un bufido y un
movimiento… y Alex retiró el brazo rápidamente.
—¡En! —exclamó—. Que me ha mordido —se quejó, agitando la mano como si
le escociera.
—Ay, es culpa mía —contestó Heather—. Debería haberte advertido que es
salvaje. Lo siento mucho. No debería haberte dejado meter así el brazo.
Tomó la mano de Alex, examinó la mancha de sangre que tenía en la palma de
la mano y experimentó un tremendo alivio. ¿Era alivio u otra cosa? Sintió que las
mejillas le ardían y lo soltó.
—Es sólo un arañazo, no un mordisco. Te lo desinfectaremos, pero no tienes de
qué preocuparte.
—No estaba preocupado —le informó—. Y no has sido tú quien me ha dejado
meter el brazo. He sido yo sólito.
Su tono era brusco, pero no podía culparlo por ello. Debía de estar cansado y
molesto por haberla encontrado allí.
—¿Estás seguro que ha sido la gata? —le preguntó—. Podrían ser ortigas.
Él volvió a mirarla con la misma exasperación que antes.
—Ha sido la gata —confirmó—. Ha querido decirme que me vaya a hacer
puñetas.
¿A hacer puñetas? ¿Aquel comentario era propio del digno profesor
Waterstone? Pues no. Parecía algo más propio de Alex «mira lo que hago»
Waterstone. El crío que saltaba del roble de los Sheridan al tejado del garaje de los
Cauldwell mientras ella le gritaba que no lo hiciera. El adolescente al que le gustaba
ir a cazar serpientes al lago Palomara y llevar sus capturas en cajas para enseñarlas
por el vecindario. El chico del instituto que pintaba en el autobús del equipo rival de
Valparaíso «¡Viva Chesterton!»
Ojalá se metiera en su casa, o recordase que necesitaba algo de la tienda. La
estaba poniendo nerviosa con su mera presencia. Inspiró profundamente y volvió a
mirar entre los arbustos.
—Espero que le hayas dicho que no pensamos irnos a hacer puñetas —Heather
enfocó con la linterna teniendo cuidado de no proyectar la luz directamente sobre la
gata—. Y que hay una gatita que va a dormir caliente esta noche.
—Sí, se lo he dicho. Todo eso y mucho más.
Heather se concentró en abrir una lata de atún que llevaba consigo e intentó no
pensar en que Alex la estaba mirando. O en el hecho de que los pijamas no eran de
un tejido demasiado grueso. O que atrapar a una gata salvaje era algo mucho más
interesante de lo que ella podía soñar.
Echó el atún en un plato pequeño. «Haz lo que tengas que hacer», se dijo, «y
vuelve después a casa».
Empujó despacio el plato hacia la gata.

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—Aquí tienes, preciosa —dijo con dulzura—. ¿A que huele bien? Seguro que
tienes hambre, ¿eh?
Un suave maullido fue la respuesta y la gatita asomó la cabeza por el desagüe.
—Eso es —dijo Alex—. Sal a comer.
Heather se sobresaltó un poco. Alex estaba tumbado en el suelo junto a ella,
mirando también bajo el arbusto. ¿Tendría intención de ayudarla?
Por mucho que intentara que esa posibilidad no la afectase, la idea la animó por
dentro y por fuera. Rápidamente volvió a dirigir su atención a la gata. Intentar
comprender a Alex, o a cualquier hombre, era algo que excedía su capacidad.
—¿No quieres un poquito de este riquísimo atún? —la animó—. Vamos,
chiquitita. No tienes que tener miedo. No dejaré que el malo del tío Alex te haga
nada.
—¿El malo del tío Alex? —repitió él.
Heather no contestó porque la gatita empezaba a salir de la boca de drenaje,
atraída por el olor del pescado, y tenía que concentrarse en eso. Afortunadamente,
porque no habría sabido explicar por qué había dicho esa estupidez. Ella nunca hacía
cosas así. Quizás quien se había rozado con las ortigas fuese ella y el urticante se le
había subido a la cabeza.
—Vamos, cariño —susurró—. Ven a comer.
La gatita estaba casi fuera del drenaje. Un paso más, y estaría fuera. Otro, y casi
en el plato. Uno más, y ya estaba oliendo cuidadosamente el atún.
Entonces Heather, sujetándola por el pelo de detrás de la cabeza, a pesar de sus
airadas protestas, la metió en una bolsa de lona. Una vez la hubo cerrado con la
mano, la gata quedó en silencio y Heather se levantó.
—¿Ya está? —preguntó Alex, levantándose también—. ¿Quieres que la lleve yo?
—No, gracias, no es necesario. Recogeré el resto de…
Pero Alex había alcanzado la linterna antes que ella. Y el plato de atún.
—¿Lo tiro?
Cerró los ojos un instante. Debería llevárselo ella, o decirle que lo tirara. Debería
recordar el miedo que le inspiraba sentarse a su lado en el autobús del colegio por si
tenía bichos y se los enseñaba, o por si se colgaba por fuera de la ventanilla para
robar una manzana de un árbol al pasar. Pero en lo único que pudo pensar fue en
que no podía llevarlo todo.
Abrió los ojos y sonrió.
—Creo que esta jovencita se ha ganado su atún. ¿Podrías llevármelo hasta mi
casa?
—Claro.
Así que lo condujo hasta su casa descalza, en pijama y con la certeza de ser una
idiota. Parecía un hombre educado, agradable y digno de confianza, pero seguía

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siendo Alex Waterstone, y ella le seguía teniendo miedo. Cuando él estaba, ocurrían
cosas. ¿Por qué no podía haber sido aquel agradable vendedor de zapatos que se
había mudado dos casas más abajo el que viniera a ayudarla? Abrió la puerta de la
cocina y entró. Alex la siguió.
—Puedes dejarlo todo en la mesa —le dijo—. ¿Quieres llevar el plato abajo?
—¿Abajo?
Estaba cometiendo un error monumental. Era evidente que él no quería estar
allí, y ella debería poner en orden sus emociones. Pero no podría hacerlo mientras él
siguiera cerca.
—A la sala de los perdidos.
—¿La sala de los perdidos?
Heather dio media vuelta y salió de la cocina, y Alex la siguió. Debería haberse
puesto algo encima del pijama, pero qué tontería. Él iba a ver a los gatos, y no a ella.
—Trabajo para el Refugio de Mascotas —le explicó—. Doy albergue a unos
cuantos gatos mientras les consiguen una casa y, nada más llegar, los pongo en
cuarentena en el cuarto de los perdidos.
Entraron en la habitación y encendió la luz. Había una jaula de viaje de perro
grande en la que había puesto una manta. Dejó la bolsa, ligeramente abierta, en su
interior y cerró la puerta.
—¿Para qué es la jaula? —preguntó Alex, que de pronto parecía desconfiado y
molesto.
Heather suspiró. Ya había pasado antes por esa situación.
—La gatita es salvaje y hay que obligarla a ser sociable.
—¿Obligarla a ser sociable? —repitió. Había pasado de parecer molesto a
parecer ultrajado—. ¿Y cómo piensas conseguirlo? ¿Obligándola a ayunar hasta que
sea más amable?
—No —contestó Heather al tiempo que le quitaba el plato de atún—, pero
tengo que tocarla y tenerla en brazos varias veces al día, tanto si le gusta como si no.
—Así sólo vas a conseguir asustarla.
—Al principio, sí —corroboró y, rápidamente, abrió la puerta de la jaula para
poner el plato de comida en su interior. La gatita asomó la nariz desde debajo de la
manta, olfateando el aire. En cuanto se marcharan, saldría a buscar su recompensa—.
Pero es por su propio bien. No podrán encontrarle una casa si tiene miedo de la
gente.
—Ya… no lo había pensado —su enfado desapareció—. Supongo que sería muy
difícil encontrar una casa en la que quisieran a un gato que araña a quien se le acerca.
—Y hablando de arañazos, hay que limpiar el tuyo. No sé dónde tengo la
cabeza.
—Estoy bien.

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—Hay que limpiarlo —insistió, y pasando junto a él, se dirigió al recibidor—.


Ven, que tengo un desinfectante.
—No tiene importancia —dijo él, mirándose la mano—. Ni siquiera se ve ya.
—Tendrá importancia si se infecta la mano y acabas perdiéndola.
—No la voy a perder, no te preocupes.
Estaban ya en la cocina, que era una habitación espaciosa, pero que de pronto
parecía haberse vuelto muy pequeña. Pequeña y muy bien iluminada. Un gato
manchado estaba subido en la mesa, lamiendo la lata de atún vacía.
—Victoria —la riñó Heather, dejándola en el suelo—, ¿quieres hacer el favor de
comportarte?
Victoria se refugió bajo la mesa con aire ofendido y Heather abrió su botiquín,
del que sacó un antiséptico.
—Ten, lávate la mano con esto.
Alex tomó la botella y se acercó al fregadero.
Heather se tranquilizó un poco mientras lo veía lavarse. No había reparado en
lo bonitas que eran sus manos, con unos dedos largos pero fuertes. Como si…
—¿Cómo te has hecho eso? —le preguntó al fijarse en una cicatriz que le
surcaba la mano derecha.
Alex se miró la mano y se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que debí de hacérmela de pequeño, zascandileando por
ahí.
¿Cómo era posible que no se acordase de una cicatriz así? Entonces le vio otra,
una marca larga y roja que le subía por el brazo.
—¿Y esa otra? —le preguntó.
Pero él se limitó a reírse mientras se sacudía el agua de las manos antes de
secarse con la toalla que Heather le había dejado.
—Pues me temo que tampoco me acuerdo de esa. Puede que me la hiciera
cuando me caí del garaje de los Cauldwell.
Estaba mintiendo, porque no se había caído. En realidad, todos esperaban que
le ocurriera algo terrible, teniendo en cuenta las cosas que hacía, pero nunca le había
pasado nada. Quizás le diese vergüenza hablar de ello. O quizás pensara que no era
asunto suyo.
—Bueno, pues ya es hora de que me vaya a casa —dijo, dejando a un lado la
toalla.
—Gracias por tu ayuda. Has sido muy amable con todo esto.
—Habría sido difícil comportarse de otro modo, ¿no?
—Sí, bueno… es que, no sé… tenía la impresión de que eras más… estirado.
Incluso en tu manera de hablar.

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—¿Que soy estirado hablando? —repitió en tono extrañado—. Puede que cazar
felinos salvajes sea un comportamiento menos formal a tu juicio.
Parecía cambiar, transformarse en otra persona delante mismo de sus ojos, y
Heather sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Qué estaba pasando?
—Sí, tiene que ser eso —dijo despacio—. Gracias otra vez por tu ayuda.
—Ha sido un verdadero placer.
Y tras asentir levemente, sacó las llaves del bolsillo y salió.
Heather lo vio marcharse, oyó sus pisadas en la acera y después el sonido de su
puerta al cerrarse. Luego, la noche volvió a ser suya.
—Bueno, Victoria, ahora ya puedo respirar —dijo—. Hemos salido sanas y
salvas de nuestro encuentro con el profesor Alex Waterstone.
Pero Victoria acababa de recibir la visita de su otro gato, Henry, y los dos
estaban jugando con algo que había en el suelo. Heather se agachó apresuradamente,
esperando que no fuese un bicho.
Y no lo era. Se trataba de un pedacito de papel con una dirección escrita. Debía
de habérsele caído a Alex.

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Capítulo 2
Alex entró en su casa, reinició el sistema de seguridad, sacó una soda del
frigorífico y se sentó a oscuras en el salón, con la mirada fija en la tranquila calle que
discurría frente a la ventana. Las anticuadas farolas apenas podían competir con la
luz de la luna llena, y los sonidos del verano se colaban por las ventanas abiertas.
Una típica noche de verano en Chesterton. Una noche que en otro momento le
habría calmado los nervios acumulados en su interior durante el día, pero que no
estaba surtiendo el efecto deseado en aquella ocasión.
Estaba tenso, con los nervios de punta, irritable. Se sentía inquieto por algo que
no podía identificar y a lo que, por lo tanto, no podía poner remedio, y eso no le
gustaba. Ni una pizca.
Tiró de la anilla de la lata e intentó serenarse.
La situación con Heather era hasta divertida. Y había solventado bien lo del
arma. Menos mal que estaban a oscuras. Si no, Heather hubiese visto el arma con que
la apuntaba.
En fin… todo lo que está bien, termina bien. Aunque…
La imagen de Heather, descalza y en pijama, se le apareció ante los ojos,
desplazando al paisaje inundado de luz de luna. Había algo en su sonrisa que lo
atraía, algo en la nostalgia de su mirada. Casi se sentía culpable por haberla
engañado, lo cual era una locura. Había sido ella quien se había colado en su jardín,
disparando la alarma. Aunque eso tampoco era culpa suya.
Debería estar riéndose del incidente, en lugar de estar cada vez de peor humor.
Heather siempre había sido una chica muy sensible. Si alguien la miraba mal, se
echaba a llorar. No lo había hecho esa noche, sino que se había mostrado competente
y decidida. Iba a rescatar a esa gatita, y sabía exactamente cómo tenía que hacerlo.
De pronto una luz azul y otra roja llamaron su atención. Parecía un coche de
policía que avanzase con las luces encendidas pero sin sirena. ¿Se estaría
perpetrando algún robo? Alex se levantó y se acercó a la ventana. ¡Pero si se había
parado delante de su casa!
Demonios… tenía que haber sido la agencia. Estarían conectados a su sistema
de vigilancia y habrían llamado a la policía local.
Alex encendió algunas luces, dejó a un lado la lata de soda y acudió a la puerta
a recibir al oficial que se acercaba.
—Buenas noches, Toto —le dijo, saliendo al porche—. ¿A qué debo el placer de
tu visita?
—Hola, Alex —contestó el policía con una sonrisa—. ¿Cómo estás?
—Espléndidamente. No podría estar mejor —Alex hizo una pausa y aparentó
confusión—. ¿Cuál es el evento que te trae por mi casa?

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Toto se encogió de hombros.


—Hemos recibido una llamada diciendo que ocurría algo aquí.
—¿En mi casa? ¿Y qué podría ocurrir?
—No lo sé. He venido simplemente a echar un vistazo.
Alex se hizo a un lado rápidamente.
—Adelante, por favor. No me sentiré seguro hasta que no hayas cumplido con
tu deber.
El policía suspiró y entró en la casa mientras que Alex se quedaba en el porche,
apoyado contra la barandilla, contemplando las luces de la casa de Heather. Vio un
gato con manchas sentado en el alféizar de una ventana y tuvo la impresión de que
se burlaba de él, de que presumía porque no estaba solo y él sí. Alex se dio la vuelta
bruscamente. Como si a él le importasen esas cosas. A él le gustaba estar solo. Lo
prefería.
Pensó entonces en la expresión de Toto al entrar en su casa. Tom Tollinger era
unos años más joven que él, pero se conocían desde el instituto y, mientras el resto de
la gente parecía haber aceptado al nuevo Alex sin problemas, Toto no parecía
haberse tragado del todo el cambio.
—¿Y bien? —le preguntó con una máscara de preocupación al verlo salir.
Toto se encogió de hombros.
—No me parece que haya nada raro. Ha debido de ser una equivocación. Ni
rastro de merodeadores.
—¿Un merodeador? —Alex se estremeció y se echó después a reír como si se le
acabase de ocurrir algo—. Ay, Dios, ha debido de ser Heather. Es que ha estado en
mi jardín hace unos veinte minutos, buscando a una gata.
Toto se relajó.
—Sí, sería eso. Ha debido de llamar algún vecino desde un teléfono móvil. Es
uno de los inconvenientes de vivir en una ciudad tan pequeña como esta. Siempre
hay alguien observándote.
—Pero quien haya sido lo ha hecho por ayudar. Menos mal que era una falsa
alarma.
—Sí, menos mal.
Toto estrechó la mano de Alex mientras éste le daba las gracias por su
preocupación. Luego Alex se quedó en el porche esperando a que el coche patrulla se
alejase. Una vez hubo desaparecido, entró rápidamente para llamar a su supervisor.
Casio contestó inmediatamente.
—¿Qué demonios está pasando?
—Ha sido un pequeño accidente.
—¿Como cuánto de pequeño?

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Pensó en la figura menuda de Heather y frunció el ceño.


—Muy pequeño. Una vecina ha entrado en mi jardín en busca de un gato.
—¿Un gato? ¿Es que no era suyo?
—Su gato. Un gato. ¿Qué más da?
—Sólo quiero asegurarme de que no tenemos problemas.
—Es que no los tenemos. Ha sido un accidente.
—¿Seguro?
Qué paranoico.
—No era más que una vecina en busca de su gata. Es una mujer con la que fui al
colegio. No ha dado un problema en toda su vida, y no sería capaz de darlos ni
aunque lo intentase.
—Si estás convencido.
—Lo estoy. Es la última persona en el mundo de la que tendría que
preocuparme.

—Ya estás, preciosa —le dijo Heather a la gatita—. Que la abracen a una no está
tan mal, ¿verdad? A mí también me gusta.
Pero no era algo que le hubiera ocurrido con demasiada frecuencia
últimamente, pensó con un suspiro. Salía muy a menudo, pero tras un par de citas,
llegaba a la conclusión de que el hombre en particular no era el adecuado y no volvía
a salir con él.
A lo largo de los años, había salido con casi todos los solteros de la ciudad, de
modo que los abrazos habían llegado a ser algo raro para ella, aunque no por eso
había dejado de echarlos de menos.
Se levantó y sacó a sus dos gatos de la habitación. ¿Por qué se sentiría tan
nostálgica aquella noche, cuando debería estar contenta? Había podido atrapar a la
pequeña… pequeña… Bonnie, sí, era un buen nombre para ella, y era razón más que
suficiente para sentirse feliz. Incluso debería celebrarlo tomándose una limonada
antes de irse a dormir. Henry se detuvo en la puerta y maulló quejumbroso.
—No, la nueva gatita no se puede venir con nosotros. Tiene que quedarse un
poco más aquí.
Henry parecía decidido a discutir, pero Heather cerró la puerta frunciendo el
ceño y se apoyó en ella. La nota que se le había caído a Alex era tan molesta como su
persona. Quizás fuese de una clase de papel especialmente pesado, o que hubiese
absorbido la humedad del ambiente. En cualquier caso, le pesaba demasiado en el
bolsillo.
—¿Debo llevársela a su casa? —les preguntó a sus gatos mientras entraban en la
cocina.

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Ninguno de los dos le dio su opinión, ya que ninguno de ellos tenía más
experiencia con los hombres que ella; puede que pensaran también que ya era hora
de que tomase sus propias decisiones. Se detuvo en la puerta de la cocina y
contempló la casa de Alex. Había unas cuantas luces encendidas, de modo que
seguía despierto. Pero, ¿y si tenía invitados? ¿Y si estaba en la ducha? ¿Y si tenía
invitados en la ducha? La cara se le puso roja como la grana.
Pero sería aun peor que estuviera solo. Pensaría que utilizaba la nota como
excusa. Le parecería una pobre y desesperada solterona a la caza de un hombre.
—No, ya se la devolveré por la mañana —dijo, echando el cerrojo a la puerta—.
Se la dejaré antes de irme para Chicago a la prueba de Karin. O mejor aún: la meteré
en un sobre y se la dejaré en el buzón. Así no tendré que molestarlo.
Era un plan muy razonable. Apagó la luz de la cocina y caminó en la
semioscuridad hasta el salón.
Una llamada a la puerta de la cocina la dejó petrificada. ¿Sería Alex?
La cara le ardió, pero no fue nada comparado con la velocidad que habían
adquirido los latidos de su corazón. Dios del cielo… ¿Alex Waterstone en su casa?
¿Qué podía querer? ¿Y si se encontraba tan solo como ella y quería pasar allí la
noche?
El pánico la atenazaba. Era una situación a la que no se había enfrentado nunca.
¿Qué debía hacer? ¿Invitarlo a tomar algo?
¡No! Sólo tenía limonada y cerveza, nada sofisticado o intelectual. Y sus
aperitivos eran sólo galletas con formas de animales y helado. ¿De qué hablarían?
¡Además, seguía estando en pijama! Se pasó las manos por los costados. No
podía…
Sus manos se detuvieron al notar el papel.
Esa era la razón de que estuviera allí. Había vuelto a buscar la nota. Sus
absurdas preocupaciones se esfumaron. ¿De qué había tenido tanto miedo? ¿De que
se sintiera de pronto arrebatado por la pasión?
«¡Vamos, Heather Anne!», se reprendió.
Volvió a la cocina y abrió la puerta, pero no era Alex, sino Toto.
—¡Toto! —exclamó, invitándolo a entrar—. ¿Cómo es que vienes a estas horas?
¿Has sabido algo de Dorothy?
Su amiga, que había sido novia de Toto, se había marchado a vivir a París.
Toto entró, negando con la cabeza.
—No, pero Penny y Brad me prometieron que me llamarían cuando la hubieran
visto.
—Ha sido una suerte que Brad tuviese que asistir a esa conferencia en París, o
no sabríamos nada de ella.

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Pobre Toto. Parecía perdido desde que Dorothy se había marchado a París,
hacía ya una semana.
—Me iba ya para casa —explicó él, agachándose a acariciar a los gatos—, y
como he visto tu luz encendida, he decidido pasarme a ver si todo iba bien.
—Me alegro de que lo hayas hecho. Todo va bien, pero siempre me viene bien
tener un poco de compañía. ¿Quieres un poco de limonada?
—Sí, gracias —Toto se acercó a la mesa de la cocina—. Es que esta noche hemos
recibido una llamada para que viniéramos a echar un vistazo a la casa de Alex.
Supongo que alguien ha debido de verte en su jardín y ha pensado que andabas
merodeando.
—¿Yo? —había empezado a servir la limonada, pero hizo un alto para mirar a
su amigo—. Ay, cómo lo siento. Espero no haberte causado problemas.
—No, qué va. Alex estaba tan tranquilo —Toto se sentó—. Lo que sí que me ha
sorprendido es saber que has estado allí. Siempre había pensado que le tenías miedo.
¿Cómo habían llegado a ese tema? Heather terminó de servir la limonada sin
prisas y llevó los vasos a la mesa. Después sacó las galletas con forma de animales y
se sentó.
—No le tengo miedo —contestó con despreocupación—. No sé de dónde te has
sacado esa idea.
Toto tomó un puñado de galletas.
—Pues porque antes te habrías desmayado si hubieras tenido que hablar con él.
—Qué tontería —sacó una galleta de la bolsa y se concentró en morderle las
patas—. Además, ya no estamos en el instituto.
¿Por qué tenía Alex que bombardear su vida de ese modo? Había vivido a su
lado durante casi un año sin apenas ser consciente de ello, y ahora, en una sola
noche, parecía incapaz de deshacerse de él. Lo mejor sería un cambio de tema.
—Creo que tú también deberías ir a París —le dijo.
La sorpresa dejó una galleta con forma de gorila a medio camino de su boca.
—¿A París?
—Claro —replicó Heather, entusiasmándose con la idea—. ¿Por qué no? Hace
años que no tienes vacaciones. Te sentaría bien.
Además, en un lugar tan romántico como París, se daría cuenta de que Dorothy
y él estaban hechos el uno para el otro.
—No puedo permitírmelo —contestó—. Ya sabes que acabo de comprarme una
casa.
E iba a permitir que la mujer con la que debía compartirla desapareciera de su
vida.
—Vamos, Toto, ¿cuánto puede costarte? Ve a ver a Dorothy y que ella te enseñe
la ciudad.

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—Pero necesitaría el pasaporte. Y unas fotos.


—Seguramente —contestó. No es que ella fuese una viajera experimentada. Ir a
Chicago ya había sido toda una aventura para ella—. Pregunta en la agencia de
viajes.
—No sé —suspiró, recostándose en la silla—. Lo más probable es que Dorothy
no quiera volver a verme.
—¿Quieres dejar de tenerle miedo a todo?
—Yo no le tengo miedo a nada —espetó—. Y además, mira quién habla.
¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo sin haberte tirado meses dándole vueltas?
—Hago muchas cosas sin pensarlas antes.
—Recoger gatos perdidos no cuenta.
—Hago otras cosas.
—Dime una.
E iba a decírsela, para que viera, pero es que no se le ocurría ninguna.
—A lo mejor no quiero.
—A lo mejor no puedes.
Heather frunció el ceño. ¿Por qué no se habría dado cuenta antes de lo pesado
que era?
—A lo mejor me parece que esta conversación es una estupidez.
Toto se incorporó.
—Tú haz una sola cosa atrevida, y yo iré a París.
¡Qué tontería!
—¿Vas a permitir que tu felicidad futura dependa de lo valiente que pueda ser
yo?
—¿Es que ir a París no sería demostrar lo valiente que soy?
—No. Lo loco que estás.
Toto se levantó sonriendo.
—Jamás serías capaz de correr riesgos, ¿verdad?
Heather eligió un león de entre las galletas y se lo metió en la boca.
—He corrido muchos riesgos en mi vida —dijo, aunque no se le ocurriese
ninguno en aquel momento—, y correré uno más, así que vete preparando el
pasaporte.
Toto se sorprendió.
—Tiene que ser algo verdaderamente osado, no una tontería.
—No me pongas restricciones. Cuando lo haga, te lo haré saber.
—Y creo que debería tener que ver con Alex.

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—Te he dicho que no acepto restricciones.


—Sólo estoy intentando dejar bien claro qué es para mí un acto de valentía.
—Tú sólo estás intentando escurrir el bulto —replicó Heather, poniéndose en
pie—. Pero te vas a enterar de quién soy yo.
Él se echó a reír. Parecía convencido de ganar la apuesta.
—Claro que sí. Te conozco, Heather —se acercó a ella y le pellizcó la mejilla—.
Cuídate. Y si necesitas algo, no tienes más que llamarme.
Heather lo vio subirse al coche patrulla y perderse de vista. Estaba tan seguro
de que ella no podía hacer algo atrevido que tuviera que ver con Alex, que iba a tener
que demostrarle que se equivocaba. Por el bien de Dorothy. Por el bien de Toto. Por
el bien de la felicidad que les aguardaba juntos, tenía que demostrarle que se
equivocaba.
Algo verdaderamente osado que tuviera que ver con Alex. No podía ser tan
difícil.

Dorothy tomó un bocado de croissant suspirando. Estaba desayunando en un


pequeño café que quedaba cerca de su apartamento. Los edificios estaban repletos de
historia, el barrio repleto de cultura y el café lo estaba de los aromas más deliciosos.
En la distancia, a través de la bruma temprana, podía ver la torre Eiffel. E incluso
había conseguido un trabajo en una pequeña galería de arte que quedaba a unas
cuantas manzanas de allí.
¿Por qué entonces no estaba loca de alegría?
—¡Dorothy!
Levantó la mirada para encontrarse con que Penny la saludaba desde la terraza
del café.
—¡Pen! ¡Cómo me alegro de verte! —exclamó, y acudió junto a su amiga para
darle un abrazo—. Dios, no puedo creer que Brad y tú vayáis a casaros de verdad.
—A veces yo tampoco me lo creo —contestó Penny riéndose, y ambas se
sentaron a la mesa de Dorothy—. ¿Qué tal te va?
—De maravilla —contestó, olvidándose por un momento de la soledad que la
seguía como una sombra—. Es todo lo que siempre había soñado y mucho más. ¿Qué
tal la conferencia?
—No lo sé. Brad ha ido a registrarnos en el hotel. Nos encontraremos más tarde.
Me alegro de que dejases el mensaje en el hotel de que nos viéramos aquí. Tenía unas
ganas tremendas de hablar contigo.
Penny se sentó y le dio las gracias al camarero que le trajo un café.
—¿Has sabido algo de Toto?

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—¿De Toto? —Dorothy no necesitó fingir confusión—. ¿Por qué iba a haber
tenido noticias suyas?
—Fue a buscarte la noche que te marchabas, pero llegó tarde a Chicago. Tu
avión ya había despegado.
Dorothy no sabía qué pensar, ni qué decir, ni qué sentir. Dejó el croissant
mientras intentaba ordenar sus ideas.
—¿Y qué quería?
Penny se encogió de hombros.
—Dijo que quería despedirse de ti y desearte buena suerte, pero quién sabe qué
quería de verdad.
La buena de Penny… siempre intentando arreglar las cosas de todo el mundo.
Pero a veces no se podía, por mucho que se intentase.
—¿Qué otra cosa habría podido querer? —preguntó Dorothy—. Somos amigos
desde hace veinte años. Estoy segura de que desea que todo me vaya bien aquí.
—Hay muchas otras cosas que habría podido querer decirte —contestó
Penny—. Suponía que te habría llamado por teléfono, ya que no había podido verte
en el aeropuerto.
Pero Dorothy seguía con la mirada a un hombre que pasaba por la calle
montando en bicicleta y con la cesta llena de pan recién horneado. Cuando tomó una
calle lateral y lo perdió de vista, Dorothy se volvió hacia su amiga.
—Todo terminó. G puede que, quizás, nunca haya habido nada. Si Toto y yo
hubiéramos estado enamorados como Brad y tú, lo habríamos sabido hace tiempo.
Ya era hora de seguir adelante, y éste era el lugar adecuado para hacerlo. La vida que
llevo aquí me encanta.
—Sí, pero… —Penny suspiró con tristeza—. Lo sé. Todos tenemos que
encontrar nuestro propio camino, pero yo quiero que seas tan feliz como lo soy yo.
—Y lo seré —le aseguró Dorothy—. Dame tiempo para encontrar al Jacques de
mis sueños.
—Pero a Toto y a ti se os veía tan bien juntos —se quejó Penny.
¿Cómo podía ser perfecta una pareja si permitían que todo un océano se
interpusiera entre ellos?
—A Jacques y a mí se nos verá aun mejor —declaró.
Ojalá pudiera creérselo su corazón…

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Capítulo 3
Alex decidió correr un par de kilómetros más, siguiendo el camino que
bordeaba el lago en lugar de volver a casa. Era temprano, el tráfico de la mañana
apenas había empezado y tenía energía más que de sobra para quemar. Energía e
irritación.
El episodio de la noche anterior con Heather había sido gracioso, un poco de
diversión que debería haber puesto un broche final y algo humorístico al día. Pero,
en lugar de ser punto final, no había parado de revivirlo o, al menos, de recordar
determinadas partes, durante toda la noche. Cada vez que se quedaba dormido,
volvía al jardín, sacaba el arma y estaba a punto de dispararla.
Qué locura. Él era un profesional. Jamás había disparado accidentalmente a
nadie, ni a la persona equivocada, ni a un observador inocente. Y sin embargo, en sus
sueños, se veía a sí mismo en peligro para que al fin resultase ser Heather. Qué
locura.
Pasó junto a la vieja caseta de botes y dobló en dirección al bosque, por el
camino que serpenteaba entre vetustos robles, olmos y arces. Aquel paraje siempre le
había gustado, y especialmente a primera hora de la mañana. No había nadie, y el
mundo era suyo.
Había empezado a ir por allí cuando tenía doce años, tras la muerte de su
padre, cuando la soledad era una bendición para él. En cualquier otro sitio al que
fuese, la gente parecía observarlo, compadecerlo, intentar cuidarlo, y él lo detestaba.
Había intentado decirles a todos ellos que estaba bien, pero nadie lo había escuchado,
y la compasión había seguido brillando en la mirada de todos, así que había hecho lo
que su padre habría querido: darles algo a lo que mirar. Empezó a subirse a todo lo
que se le pusiera delante: árboles, torres de riego, silos. Saltaba de tejados, ramas y
ventanas. Bajaba con su bicicleta por las cuestas más empinadas, tomaba las curvas
más cerradas a toda velocidad y hacía las mayores locuras, hasta que nadie supo ya
qué se podía esperar de él. Y eso era lo que él quería.
Quizás fue entonces cuando empezó su trabajo encubierto, pensó con una
sonrisa. O quizás fue entonces cuando permitió que su verdadera naturaleza ejerciera
el control sobre su vida. Sí, era lo más probable. Siempre había sido una persona
celosa de su intimidad, de modo que era lógico que hubiera escogido una profesión
que le permitiera salvaguardar esa intimidad.
Salió del bosque, atravesó el aparcamiento de la biblioteca y tomó su calle,
reduciendo la velocidad. Había ya más gente y más coches pero, aun en hora punta,
Chesterton era una ciudad adormecida, un lugar en el que era fácil engañar a las
personas.
¿Y por qué sería que eso empezaba a molestarlo? Vio a su anciana vecina
recogiendo el periódico de la puerta y la saludó con la mano.
Se sentía mucho mejor. Todas aquellas tonterías en que había andado pensando
no eran más que la tensión por el trabajo que se le avecinaba. Y no es que estuviera

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preocupado por ello. No. Era la espera lo que le ponía nervioso. Recogió su periódico
y dio la vuelta a la casa.
Y se topó de bruces con Heather.
—¡Ah! —gritó ella, dando un respingo con la mano en el corazón.
Alex la sujetó por los brazos, temiendo que pudiese caerse. Pero no fue así. Más
bien fue como si se encogiese y fuese a aterrizar contra su pecho. La abrazó como si
sus brazos hubiesen tomado por sí solos la decisión de hacerlo. No podía permitir
que se cayera en su propia acera, por supuesto. Pero el corazón le latía con tanta
rapidez que parecía burlarse de sus buenas intenciones. Y sus sentidos parecían
desbordados por el suave olor a flores de Heather.
—Vaya… Lo siento, Alex —dijo ella, separándose. Había enrojecido y su voz
sonaba temblorosa.
Alex sintió ganas de volver a abrazarla y, sin embargo, retrocedió un paso en
busca de un aire más respirable.
—¿Estás bien? —preguntó él—. No te habré hecho daño, ¿verdad?
—Estoy bien —contestó, aún con voz ahogada y sin atreverse a mirarlo de
frente—. Debería tener más cuidado de por dónde voy.
—¿Qué tal está hoy la gatita? —le preguntó. Quería calmar su inquietud. ¿Y qué
tenía eso de raro? Heather era una buena persona, que jamás le había hecho nada a
nadie. Calmarla era sólo un gesto de caballerosidad.
—Es un encanto —dijo, con una sonrisa todavía incierta—. Sigue teniendo
miedo de salir, pero ha mejorado —inspiró profundamente—. A lo mejor te gustaría
venir a verla. Ella me ha dicho que se alegraría de verte.
—Yo… eh… —balbució.
Heather parecía tan frágil, tan vulnerable, que apenas podía hablar. Rechazar la
invitación la dejaría maltrecha, pero no podía permitirse aceptar. Él era un solitario.
Siempre lo había sido y siempre lo sería. Aceptar y permitir que pudiera llegar a
pensar lo contrario sólo serviría para hacerla sufrir. ¿Por qué demonios habría tenido
que pensar la agencia que Chesterton era un buen sitio?
—Me temo que…
—Claro, por supuesto que no —se apresuró a decir ella, y sus ojos azules
volvieron a huir de los de él—. Ha sido una tontería. Estás muy ocupado.
—Es que voy a empezar a viajar mucho —le explicó—. Otro profesor y yo
hemos estado hablando del arte de la rima en Shakespeare y es posible que hagamos
un trabajo de investigación al respecto, de modo que vamos a tener que reunimos
muy a menudo.
—Lo comprendo. De todas formas, ha sido una proposición estúpida —había
algo en su voz que la traicionaba y Alex sintió un extraño dolor en el corazón—.
Venía a traerte esto. Se te cayó anoche en mi casa.

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Le puso un trozo de papel en la mano. Era la dirección del cuartel general de la


organización de juego ilegal.
Alex se quedó mirando la nota con una tremenda quemazón en el estómago.
Maldición… ¿Cómo podía haber sido tan descuidado? Esa clase de error podía
acarrear consecuencias directas para él y para sus socios. ¿Dónde demonios tenía la
cabeza?
Apretó el papel en la mano. A partir de aquel momento, tenía que ser más
cuidadoso. Mucho más cuidadoso. Extremadamente cuidadoso.
—Gracias —le dijo—. No habría podido localizar a mi colaborador en el trabajo
sobre Shakespeare sin esto.
—Y no podemos permitir que eso ocurra. Bueno, tengo que irme —dijo—. Ya
nos veremos.
—Sí. Por supuesto.
Pero había desaparecido casi antes de que él hubiera pronunciado aquellas
palabras, y había llegado a la puerta de su casa con tanta rapidez como si la
persiguieran. El mundo quedó, de pronto, en silencio. Estaba lleno de sonidos, sí: el
canto de los pájaros, el ruido distante del tráfico y el rumor de las hojas de los
árboles, pero eran todos sonidos huecos, vacíos, pálidos y burlones reflejos de un
mundo sin vida.
¡Qué tontería! Debía haberse intoxicado con el humo de los tubos de escape, o
haber sido salpicado por agua del lago que tuviese el poder de causar alucinaciones.
De un tirón, abrió la puerta trasera y lo primero que vio fue la luz parpadeante
de su sistema de alarma. Maldición. Otra vez no.
Alguien había estado en la puerta trasera hacía tres minutos. Heather. Tras
reiniciar el sistema, descolgó el teléfono y marcó un número.
Casio contestó.
—¿Quieres decirme qué demonios está pasando?
—Nada. Estoy bien. Todo está en orden. Este sistema es demasiado sensible.
—¿Demasiado sensible? Llevas viviendo meses ahí y nunca ha saltado y, ahora,
se dispara dos veces en doce horas.
—No pasa nada, Casio —repitió—. Dentro de unas horas, salgo para Chicago.

«Heather Anne», se decía mientras colocaba la falda del vestido de Karin, «eres
una fracasada».
No había conseguido estar a la altura de lo que se había propuesto. Ni siquiera
había conseguido dar el primer paso. Sí, le había devuelto a Alex la nota y lo había
invitado a ir a su casa, pero para ello había hecho el más absoluto de los ridículos.

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Gracias a Dios que había tenido que irse a Chicago para la prueba del vestido
que Karin iba a llevar en el Festival de Oz. Con suerte, y teniendo en cuenta todos los
trajes que estaba preparando, no volvería a encontrarse con Alex hasta dentro de tres
siglos.
Heather se apoyó en los talones y examinó el disfraz de Glinda, el Hada Buena.
—No te queda tan bien como la última vez —dijo—. Te tira un poco de la
cintura.
Karin se miró el estómago.
—¿No puedes sacarle un poco?
—Claro, pero ¿tú crees que es necesario? Puede que simplemente hoy hayas
comido más que de costumbre. Ya sabes que no deberías comer la comida del
hospital.
Karin se echó a reír, pero no había humor tras su risa.
—Qué más quisiera yo que fuese tan sencillo —dijo, sentándose en una silla—.
Me temo que va a durar algo más que un festín de comida mala. Unos nueve meses
más.
—¿Nueve meses? —repitió, atónita. ¿Podía haber entendido mal?—. ¿Estás
embarazada?
—Sorprendida, ¿eh? —Karin hizo una mueca—. No pensabas que fuese capaz
de dejarme convencer por la palabrería de algún idiota, ¿verdad?
—No, no me refería a eso. —¡Un niño! ¡Qué maravilla! Pero entonces reparó en
las sombras que había bajo los ojos de su amiga y en sus hombros hundidos—. Me
parece que no estás tan entusiasmada por la idea como lo estaría yo. ¿Qué le ha
parecido al padre?
—¿Al padre? ¿A qué padre? Ni siquiera ha querido admitir haber estado allí esa
noche.
—Vaya… —no era de extrañar que estuviera deprimida—. Si hay algo que yo
pueda hacer, no tienes más que decirlo. Lo que sea.
Karin esbozó una mínima sonrisa.
—Sí que hay algo, aparte de no decírselo a nadie por ahora.
—Cuenta con ello.
—Que le saques de ancho al vestido. Mi madre está entusiasmada con que su
hija vaya a ser el Hada Buena del Festival de Oz, así que no me gustaría tener que
renunciar porque no me vale el vestido.
Heather se levantó y abrazó a su amiga.
—Hecho. ¡Marchando un vestido premamá para Glinda!
Heather trabajó en el vestido durante una hora más y luego Karin se fue a
visitar a un paciente al que iba a operar al día siguiente. Fue cuando iba ya de vuelta
a casa cuando Heather cayó en la cuenta de que la noticia que le había dado Karin le

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había impedido volver a pensar en cómo se había comportado con Alex,


permitiéndole olvidarse del ridículo y disfrutar de la emoción de la buena nueva. Un
hijo. Karin era muy afortunada. Tener un hijo debía de ser la experiencia más
maravillosa del mundo.
Heather salió de su ensueño al darse cuenta de que el tráfico se había detenido
delante de ella. Al parecer, un camión había volcado en la calzada y dos grúas
estaban intentando levantarlo. No le quedaba más remedio que esperar. Frunció el
ceño y tamborileó con los dedos sobre el volante. Le hacía muy poca gracia conducir
con un tráfico tan denso: la gente cambiaba de carril inesperadamente, los camiones
le echaban encima sus nubes de humo… Los accidentes estaban siempre a punto de
ocurrir, y después sería ella quien necesitase que la rescataran.
Levantó la mirada hacia una de las señales que cruzaban la autopista. Qué
casualidad. La siguiente salida era la de Poplar, la calle que estaba escrita en el papel
que se le había caído a Alex.
No se podía avanzar por la carretera, pero la salida que conducía a la casa del
amigo de Alex estaba vacía y resultaba tentadora. Todo ese espacio para ella sola.
¿Por qué no? Podía seguir cualquier calle que discurriera en paralelo a la autovía y
volver e incorporarse cuando hubiese dejado atrás el accidente.
Tomó la salida y subió la rampa. Tenía que ser un barrio seguro si el amigo de
Alex vivía allí. No tenía por qué pasar nada, aunque, teniendo en cuenta su suerte,
Alex estaría en la puerta de la casa de su amigo y la vería pasar. El corazón estuvo a
punto de detenérsele al considerar esa posibilidad.
Bueno, ¿y qué si estaba? Ella ya era la nueva Heather, la mujer en busca de
cualquier reto. ¿Qué podía importarle que Alex la viera?
Pero a medida que avanzaba, las manos empezaron a sudarle. ¿Y si se le rompía
el coche y tenía que pedir ayuda en casa de su amigo? ¿Y si sufría un accidente, o era
testigo de un crimen?
Aquella era la mayor tontería que había hecho en su vida. La mayor estupidez,
sin duda, que se le había ocurrido desde que tenía uso de razón. ¡Menuda forma de
poner a prueba su valor recién estrenado!
Tenía que dar la vuelta antes de que su mala suerte pudiese ponerla en ridículo.
Lo único que tenía que hacer era encontrar un lugar donde dar la vuelta. Un cambio
de sentido. Una calle lateral. Un callejón. Lo que fuera.
Con la respiración agitada y sudándole las manos, Heather se aferró al volante
y miró a su alrededor. El barrio estaba decrépito. Aquella calle debía de haber sido
una zona comercial, pero evidentemente de eso hacía mucho. Se necesitaban más de
un par de inviernos de nieve y hielo para arrancar la pintura de las puertas, y más de
dos veranos de calor sofocante para que la madera se resquebrajara.
Puede que hubiese algún apartamento en el primer piso de aquellos edificios,
pero no era el lugar que un profesor de literatura elegiría para vivir. Debía de
recordar mal la dirección. O quizás había más de una calle Poplar en Chicago. Esa

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posibilidad la tranquilizó un poco, pero aun así, tenía que encontrar la forma de
volver a la autovía.
Allí, un poco más adelante, había una calle lateral, un poco más allá de donde
aquellos dos hombres estaban hablando.

Alex cruzó despacio el aparcamiento de grava arrastrando los pies y con los
hombros caídos. Con un poco de suerte, daría la imagen de un tipo que se había
jugado hasta el último céntimo, y no la de un agente federal trabajando
encubiertamente y con una diminuta cámara camuflada en su alfiler de corbata.
Con un triste suspiro, ya que uno nunca podía saber quién iba a estar
observándolo, se acercó a la valla que cerraba el aparcamiento y se apoyó en ella a
contemplar los coches. Un gato marrón y blanco se movía cautelosamente entre ellos
y Alex sonrió. Menos mal que Heather no estaba allí. Se subiría a la valla sin dudarlo
para perseguirlo, y adiós investigación.
Su sonrisa se transformó en un gesto de preocupación. ¿De dónde había salido
ese pensamiento? Tenía que recuperar la concentración, y sacó unas cuantas
fotografías del aparcamiento. No es que esperase mucho de ellas, pero quién sabe.
Las cosas iban muy bien. Casio y él habían entrado en la timba ilegal de juego.
No sabía qué había hecho Casio, pero él había perdido varios miles de dólares, tal y
como habían planeado, y había tomado un par de docenas de fotos. Si los tiburones
del préstamo no se acercaban a él, volvería dentro de unos días y perdería aún más.
Más tarde o más temprano, le ofrecerían el préstamo y avanzarían en la
investigación.
—¿Qué haces aquí? ¿Entrando en contacto con los barrios bajos?
Alex se volvió. El hombre que le había hablado iba bien vestido y tenía el aura
de un profesional, pero ¿profesional de qué?
—Da la impresión de que Las Vegas fuese más tu sitio.
Alex se encogió de hombros y se tocó el botón del traje.
—Demasiado lejos. Y las barcazas están llenas de abueletes jugando a las
tragaperras. Ando buscando un poco más de acción —quizás debía de arriesgar un
poco más—. Y un sitio que sea un poco más generoso con el crédito.
No obtuvo respuesta. Sólo una mirada dura. Luego el hombre se distrajo
contemplando los coches del aparcamiento como si fuesen objetos raros y hermosos
que pudieran ser admirados.
—¿Es que estás en racha? —preguntó el hombre un momento después.
Alex se humedeció los labios, como haría un hombre puesto contra las cuerdas
pero que intentase mantener su orgullo masculino.
—Lo único que necesito es un poco más de dinero para pasarme el resto de la
vida sacando sietes y onces.

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—Pero el dinero no es gratis.


El hombre lo miró de arriba abajo, reparando sin duda en su traje, corbata,
camisa y zapatos. No podía tener idea del cuidado que Alex había puesto en su
apariencia, pero sabría apreciar su valor.
—Hombre, uno necesita dinero para hacer dinero —contestó Alex—, y yo sólo
lo necesitaría durante unos días.
—Sí, claro —el hombre cambió de postura—. ¿Tienes algún documento que te
identifique?
Alex le entregó el permiso de conducir y dos tarjetas de crédito, y el hombre
anotó sus números en una pequeña agenda electrónica que sacó del bolsillo, antes de
devolvérselos. Alex se tocó el botón del traje unas cuantas veces más.
—Tengo un despacho en la parte de atrás —dijo el hombre—. Ven dentro de
media hora.
—Claro. Genial. Gracias.
Alex sonrió mientras guardaba toda la documentación. El hombre no se molestó
en contestarle, limitándose a dar media vuelta y marcharse.
Alex echó a andar despacio por el aparcamiento, conteniendo la excitación.
Todo estaba saliendo tal y como lo habían planeado. En cuestión de minutos,
aquellos delincuentes lo averiguarían todo sobre Alex Waterstone III. Bueno, no
todo. Alex se permitió una sonrisa. Pero sí averiguarían lo bastante para darse cuenta
del potencial que había en él.
Todo iba a pedir de boca.
Echó un vistazo a la calle mientras con la mano metida en el bolsillo cambiaba
la película de la cámara y después reanudó su deambular nervioso por el
aparcamiento. Al fin y al cabo, estaba esperando que le aprobasen el crédito. Debían
de estar observándolo y tenía que interpretar su papel a la perfección.
Pero no estaba solo. Fitz llegó en aquel momento paseando, en vaqueros y una
sudadera. Se movía con despreocupación y se detuvo, de espaldas a él, mientras
fingía encender un cigarrillo. Alex siguió caminando y al pasar a su altura, Fitz sacó
un arma y le apuntó con ella al costado.
—¡Eh!
—¡Manos arriba! —Fitz le presionó el costado con el arma—. Y cierra el pico.
Mientras Alex hacía lo que le habían ordenado, Fitz le quitó la cartera del
bolsillo y sacó de ella las tarjetas de crédito y el par de dólares que Alex había dejado
dentro. Fitz tiró la cartera al suelo y metió la mano en el bolsillo interior de su
chaqueta para sacar de él la película que Alex había sacado de la cámara.
—Dame eso también, pedazo de…
Pero de pronto Fitz cayó al suelo. Alex se dio inmediatamente la vuelta. Una
mujer que blandía un gran bolso estaba dándole una patada al arma de Fitz para
alejarla de él. Bueno no era exactamente una patada; se trataba más bien de un

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tímido empujón, de un roce, pero que al fin y al cabo alejaba el arma de su


compañero.
¡No podía ser!
—¿Heather? —Alex recogió el arma—. ¿Qué demonios haces aquí?
Disponerse a desmayarse podía ser una respuesta. Estaba blanca como el papel,
tenía los ojos desmesuradamente abiertos y aferraba el bolso con manos temblorosas.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella estaba mirando a Fitz, que seguía en el suelo.
—No irás a dispararle, ¿verdad? —le preguntó, mirándolo.
Él frunció el ceño.
—No pienso dispararle a nadie.
—Asegúrate de que te devuelva tus cosas antes de dispararle —dijo, mientras
buscaba ciegamente dentro del bolso. La voz le temblaba, pero no parecía demasiado
asustada. Desgraciadamente.
—No voy a dispararle —repitió Alex. Ahora iba a tener que cuidar no sólo de
su coartada sino también de la de Fitz—. Eh, tú, devuélveme las tarjetas de crédito.
Fitz se las devolvió y despacio se puso en pie.
—Y el resto también —dijo Heather, que seguía buscando en el bolso—. Te ha
quitado algo del bolsillo de la chaqueta.
Alex la miró. Quizás fuese mejor que se desmayara. El intercambio de películas
le había salido muy bien y ahora ella lo iba a echar todo a perder.
—No. Quería el reloj, pero no me lo he quitado.
Fitz estaba a unos pasos, intentando parecer tan arrepentido como debería
estarlo un ladrón al que pillan con las manos en la masa, pero por encima de todo
parecía confuso. Alex sabía exactamente cuánto.
—Estaba segura de que… —Heather siguió rebuscando hasta que por fin sacó
una pequeña ampolla del bolso—. ¡Aja!
Cascó el pequeño frasco de cristal por el cuello y se lo llevó a la nariz para
inspirar profundamente, hasta que por fin se dio cuenta de que los dos hombres la
miraban sorprendidos.
—No te preocupes, no tiene importancia —le dijo a Alex, y se guardó la
ampolla en el bolsillo. Después sacó un teléfono móvil del bolso—. Tú vigílale
mientras yo llamo a la policía…
—No —dijo Alex rápidamente, como si él también hubiese olido las sales—.
Tenemos que marcharnos de aquí.
Heather frunció el ceño.
—Pero…

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Llamar a la policía era lo único que les faltaba. Como si no hubieran llamado ya
la atención. Tomó la mano de Heather y tiró de ella para alejarla de Fitz.
—Podría tener cómplices esperándolo —dijo, mirando a su alrededor con
nerviosismo—. Lo mejor es que nos vayamos.
Heather miró también a su alrededor y se apretó el bolso contra el pecho. Su
rostro perdió un punto más de color, y Alex se sintió fatal por estar haciéndole pasar
tanto miedo, pero es que aquella condenada mujer se lo había echado todo a perder.
Pero ni aun así se sentía mejor. Estaba siendo un cerdo con ella. Tiró el arma de
Fitz a un contenedor de basura, de dónde sabía que su compañero la recuperaría sin
dificultad, y arrastró a Heather hacia su coche.
—Vámonos de aquí.

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Capítulo 4
—¿Seguro que estás bien? —Heather detuvo el coche delante de su casa—.
Puedo llevarte a urgencias si quieres.
—No necesito que me vea el médico —contestó Alex—. No he sido yo quien ha
venido todo el camino oliendo sales.
—No es verdad que haya venido oliéndolas todo el camino —protestó—. Sólo
lo he hecho una vez y para ver cuánto tiempo mantenían sus cualidades.
—Deberías haberme dejado conducir.
—No podías conducir. Acababan de atracarte.
—Y tú estabas a punto de desmayarte.
Le estaba hablando en tono cortante, lo cual debía ser una reacción lógica tras
haber sido víctima de un atraco, así que no le dio importancia. Por mucho que ella
hubiera preferido evitar encontrarse con él, no podía dejar que lo asaltaran en su
presencia sin intentar hacer algo. Aun no se podía creer que hubiese tenido lugar
mientras ella pasaba con el coche. Era como había sido siempre: cada vez que estaba
cerca de Alex, ocurrían cosas. Paró el motor y lo miró. Parecía estar bien, pero ¿cómo
podía estar segura? ¿Y si tenía algún daño interno?
—Deberíamos haber ido al hospital en Chicago. Debería de haber insistido.
—Y yo debería haber ido para que te vieran a ti —contestó Alex mientras se
soltaba el cinturón de seguridad.
—Estoy bien.
—Y yo también.
Era su orgullo masculino lo que estaba herido, y Heather lo sabía. Le daba
vergüenza que ella supiera que le habían atracado, o que hubiese sido precisamente
ella quien lo hubiera librado del atracador a bolsazos. Lo cual había sido una enorme
estupidez. Se quitó el cinturón de seguridad y bajó del coche para dar rápidamente la
vuelta y tomarlo por el brazo.
—¿Se puede saber qué haces ahora? —preguntó él.
—Pues ayudarte a salir del coche —contestó y cerró la puerta—. ¿Seguro que no
te duele nada? ¿Te mareas? ¿Tienes el estómago revuelto?
—Heather, estoy bien —dijo despacio y pronunciando por separado cada
palabra—. No me pasa absolutamente nada.
No podía ignorar que había algo en su voz que debía de ser impaciencia,
extrañeza o desconcierto, pero no estaba dispuesta a permitir que la molestara.
Estaba haciendo lo que tenía que hacer, lo que habría hecho por cualquiera que se
hubiese encontrado en la misma situación que Alex.

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—Entra y siéntate un rato —le dijo, aún llevándole por el brazo. Estaba
intentando recordar lo que hubiera podido leer sobre lesiones internas—. Prepararé
algo de cenar.
Alex dejó de caminar. Incluso puede que no hubiese arrancado en ningún
momento. No estaba segura. La única certeza era que la miraba frunciendo el ceño.
—Te agradezco la ayuda, de verdad, pero preferiría irme a casa. Solo.
Heather también prefería irse sola a su casa, pero sabía que no debía dejarlo
solo.
—No —replicó—. ¿Y si te desmayas, o empiezas a sangrar, o a tener
alucinaciones?
—Mira, Heather…
¿Por qué tenían que ser los hombres tan testarudos?
—No, mira tú. He pasado un susto de muerte pensando que los atracadores
pudieran venir siguiéndonos, así que, ahora que te he traído hasta aquí, no voy a
dejarte solo en tu casa y que puedas sufrir un ataque de estrés postraumático.
Esperaba una discusión, otra negativa, pero lo que consiguió fue una mirada
atónita.
—¿Pensabas que seguíamos en peligro?
Ojalá hubiera tenido el valor suficiente para darle un puñetazo, o al menos una
buena bofetada. ¿De verdad se creía que, por el hecho de que él la acompañaba, iba a
dejar de tener miedo?
—Ya sabes, siempre he sido muy cobarde —contestó sin más—. Venga, entra.
Pero él siguió sin moverse.
—¿Y qué hacías tú allí? —preguntó.
Heather enrojeció.
—Pasaba con el coche —contestó sin más—. ¿Quieres hacer el favor de entrar?
En cuanto estés sentado tranquilamente, podremos hablar todo lo que quieras.
Sin decir nada, entró en su casa. Victoria y Henry vinieron a saludarlos, pero
Heather acomodó a Alex en el sillón antes de devolverles el saludo. Los dos animales
la siguieron a la cocina.
—Menuda aventura hemos tenido —les dijo mientras llenaba el cacharro del
agua—. No puedo creer que haya sido capaz de abatir a un atracador.
La noticia no le causó a Victoria ni frío ni calor, pero Henry se frotó contra sus
piernas. Heather lo tomó en brazos y lo abrazó. Ahora que ya estaba a salvo en casa,
lo ocurrido parecía empezar a afectarla.
—He estado a punto de vomitar un montón de veces —le dijo a Henry—. Tenía
tanto miedo…
—Entonces ¿por qué lo has hecho?

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Heather se dio inmediatamente la vuelta. Alex estaba apoyado en el marco de la


puerta, sorprendido. Era tan atractivo, con sus hombros interminables y sus caderas
tan delgadas que Heather tardó unos instantes en reaccionar.
—¿Qué estás haciendo? —le riñó. Necesitaba tomar aliento, así que dejó a Henry
en el suelo y empujó a Alex de vuelta al salón—. En cuanto me descuide, te me vas a
desmayar y tendré que buscar otra ampolla de sales, que resultará estar pasada y no
servirá para nada, pero tú tendrás una reacción alérgica y tendré que llamar al
servicio de urgencia, que no podrá sacarte por la puerta porque tienes los hombros
demasiado anchos.
Heather se detuvo, horrorizada, y Alex se volvió a mirarla. ¿De verdad había
dicho lo que creía haber dicho? Sólo una idiota, o una mujer que sólo recibía cartas
de amor escritas a lápiz por escolares de cinco años, podía decir algo así. ¿Qué estaría
pensando de ella?
Intentó parecer más profesional, más competente, al empujarlo de nuevo hacia
el sillón.
—Siéntate, por favor —le dijo—. Tengo que ir a ver a Bonnie; luego prepararé
algo para cenar.
—¿Quién es Bonnie? —preguntó, sin sentarse y sin tener el aspecto de alguien
que va a desmayarse.
—La gatita que salvamos la otra noche. La he llamado Bonnie.
—Ah. ¿Así que vas a socializar con ella ahora?
Heather retrocedió un paso. Dios, qué alto era. La boca se le quedó seca.
—Iba a ponerle agua fresca y a comprobar que está bien. Había pensado
trabajar un poco con ella mientras se hacía la cena.
—No tengo mucha hambre. Vamos a ver a Bonnie.
—Lo que yo creo que…
Suspiró. Debería insistir en que se sentase. Pero también debería haber insistido
en que fuesen al hospital en Chicago. Es que insistir no era su especialidad.
—De acuerdo. Iremos a verla rápidamente y luego te sientas mientras yo
preparo la cena.
Y echaron a andar hacia la habitación de la gata. Al menos, aquella vez sí que
estaba vestida.
Abrió la puerta de la habitación y la cerró cuando ambos hubieron entrado. Le
intimidaba estar en una habitación cerrada con él. Pero al mismo tiempo, era también
una sensación deliciosa. No sabía qué pensar.
—¿Cómo funciona esto? —preguntó él.
Menos mal que Alex no parecía afectado por la misma inercia mental que ella.
Heather se acercó a la jaula. Bonnie se estaba despertando y estiraba sus patitas. Cada
vez que la veía, sentía algo muy especial por aquella pequeña criatura y, al mismo

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tiempo, una punzada de pena por no tener a nadie a quien dar su amor, aparte de a
los gatos. Nadie especial.
Pero, ¿qué le pasaba hoy? Cualquiera diría que la habían atracado a ella y no a
él. Arrodillándose en el suelo, abrió la puerta de la jaula. Bonnie se apartó de su
mano, pero Heather la sacó y la acurrucó contra su pecho.
—Me limito a sacarla de la jaula —le explicó—, y a acariciarla y hablarle en voz
baja hasta que la siento ronronear. Tiene que acostumbrarse a no tenerme miedo.
—Parece fácil.
—¿Quieres probar? Ven, siéntate aquí y te la doy.
—No —le espetó Alex.
—¿No?
—No a lo de sentarme —dijo, y tomó a Bonnie con las manos—. Pero sí a la
gatita.
Se la acercó al pecho y comenzó a acariciarla, susurrándole naderías al oído.
Apenas había empezado cuando Bonnie ronroneaba tan fuerte que podrían oírla en el
resto del vecindario.
Y cuanto más acariciaba a la gata, más se contraía el estómago de Heather.
¿Pero qué le estaba pasando? Sólo con verle así con aquel diminuto animal bastaba
para que el corazón se le disparase, tanto que tuvo que mirar hacia otro lado.
Entonces cayó en la cuenta de lo que le había dicho.
—¿Qué quieres decir con que no a lo de sentarte?
—Pues lo que he dicho: que no pienso sentarme.
—¿Por qué?
—Porque tú no estás dispuesta a contestar a mi pregunta —replicó—. Cada vez
que te pregunto por qué me has ayudado, evitas contestar.
Qué tontería. Tomó a Bonnie de manos de Alex y después de besarla y
abrazarla, volvió a meterla en su jaula. No tenía por qué ventilar su irritación con la
gata.
—No te he contestado porque la respuesta es obvia.
—Ilumíname, por favor.
—Necesitabas ayuda, ¿no? Pues yo te la he prestado. ¿Dónde está el misterio?
Abrió la puerta y se hizo a un lado para que saliera de la habitación.
Alex salió tan despacio que Heather hizo una mueca. Era la peor enfermera del
mundo. Rápidamente se puso a su lado y le tomó el brazo.
—Ahora, me gustaría que te sentaras. Voy a preparar un té helado… No, puede
que la cafeína no te siente bien. El alcohol, tampoco. Lo mejor será que bebas agua
fresca.
—La mayoría no lo haría, ya lo sabes.

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—¿Qué no? Claro que sí que lo harían. ¿Prefieres sentarte en la cocina? —


sugirió, a pesar de que no parecía estar débil, ni pálido—. Se está muy fresquito.
Lo hizo entrar y él se sentó, aunque Heather tuvo la impresión de que lo hacía
sin darse cuenta, lo mismo que miraba sin ver el papel de margaritas de la pared.
—A la mayoría de la gente le importan un comino los demás, y jamás se
arriesgarían por otra persona.
—¿Cómo has llegado a ser tan cínico? —sacó del armario dos vasos que
llevaban grandes letras bailando sobre el cristal, y los llenó con agua y cubitos de
hielo.
—Mis niños me los regalaron el año pasado por Navidad —le informó.
—¿Tus niños?
—Mi clase. Soy profesora de jardín de infancia.
—Claro —pareció despertar—. Ya me había preguntado yo por qué no estabas
casada y con un montón de críos correteando por la casa.
Heather se lo quedó mirando, helada.
—Estás teniendo alucinaciones. Ay, Dios, ¿qué hago yo ahora?
Pero él se echó a reír, y eso la alarmó aun más. Alucinaciones. ¿Qué se debía
hacer en casos de alucinaciones? No comer en los resfriados; comer si se tenía fiebre.
Descansar y aplicar hielo a las torceduras… ¿Por qué no habría prestado más
atención en los cursos de primeros auxilios?
—¿Estás mareado? —preguntó, precipitándose hacia él—. ¿Cuántos dedos hay
aquí? —le preguntó, mostrándole la mano.
—Estoy bien, de verdad. No tienes por qué asustarte.
—¿Asustarme? No me digas eso —contestó, tocándole la frente—. Hoy he
acabado con un atracador, así que tengo todo el derecho del mundo a asustarme si
creo que alguien se va a desmayar en mi cocina.
Pero al ponerse a su lado, él se levantó y, tonta de ella, se tropezó con sus pies.
Alex la sujetó por la cintura con tanta naturalidad como si lo hubiera estado haciendo
siempre.
—No voy a desmayarme —le dijo con suavidad.
—Pero yo puede que sí.
Las piernas debían habérsele vuelto de espagueti, porque no eran capaces de
sujetarla, aunque, por otro lado, los brazos de Alex eran tan fuertes que se estaba
muy bien así. ¡Pero eran los brazos de Alex! Aun así, apoyó la cabeza en su pecho y
cerró los ojos.
—Has tenido un día duro —dijo él.
—He golpeado a un hombre —ella se estremeció y él la abrazó con más
fuerza—. Y creía que iban a matarte a ti.

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—Has sido muy valiente.


Lo estaba diciendo sólo por ser amable, seguro.
—He estado a punto de desmayarme al menos diez veces —confesó—. No era
verdad que estuviera comprobando la potencia de las sales.
—Deberías haberme dejado conducir.
—Podías estar herido, mientras que yo soy una miedosa patológica.
—¿Quieres dejar de menospreciarte?
Heather levantó la cabeza justo cuando él la bajaba y, por alguna extraña razón,
él acabó por besarla. ¿O fue al contrario? ¡Fuera como fuese, partiera de quien
partiese la idea, eso era algo que no debía ocurrir! Pero los labios de Alex eran tan
suaves, tan sedantes, tan deliciosos que no pudo resistirse. Jamás había recibido un
beso así. Nunca la habían hecho sentirse tan viva, tan preciosa, tan deseable, y se alzó
de puntillas para poder saborearlo mejor.
Él la abrazó con más fuerza y ella experimentó una sensación cálida,
maravillosa y aterradora que partió de sus labios para terminar cubriendo todo su
cuerpo. La cabeza le daba vueltas y por un momento pensó en sus sales, pero aquella
era una sensación totalmente distinta. Una sensación que le gustaba y de la que no
quería deshacerse. Una sensación…
Alex la estaba soltando y el mundo y su realidad volvían a cobrar cuerpo. Se
sentía como si acabase de bajar de una montaña rusa. ¿Qué diantres estaba haciendo?
Dio un paso hacia atrás, incapaz de mirarlo directamente a los ojos. Aquello no
era ser valiente, sino estar loca.
—Será mejor que me vaya —dijo él.
—¿Y qué pasa con la cena? —preguntó Heather.
Parecía tan perdida e indefensa como la gatita que habían rescatado la noche
anterior, y Alex se sintió fatal. De pronto él era el atracador y ella su víctima. ¿Qué le
estaba pasando? ¿Por qué la había besado? ¿Por qué había entrado tan siquiera en su
casa? Debería haber sido más listo.
¿Y por qué habría aparecido ella en escena? De no haber sido así, nada de todo
aquello habría ocurrido. Era una complicación incómoda en aquel momento. Bueno,
en aquel momento y en cualquier otro.
—Creo que debería irme a casa y echarme un rato —dijo, y echó a andar hacia
la puerta de atrás—. Me sentiré mejor.
—¿Estás seguro de que puedes estar solo?
El puñal entró más adentro y giró. Todo aquello no era culpa de Heather, sino
suya. Él la había besado. Él la había sacado del escenario. Él había dejado caer esa
estúpida nota en su cocina el día anterior. Ahora era cosa suya romper con la
incipiente relación y minimizar la posibilidad de que volviese a surgir. Era hora de
echar una mentira.
—Eh… bueno, es que no voy a estar solo.

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—Ah…
Enrojeció de tal modo y en sus ojos apareció un dolor que le habría roto el
corazón si él lo hubiese permitido.
Qué demonios… no podía hacerlo.
—No, no me refiero a eso —aunque era exactamente a lo que se refería—. No
voy a estar solo porque espero la llegada de unos cuantos estudiantes. Soy
responsable del programa de tutoría de los equipos deportivos y algunos de los
tutores han de pasarse por mi casa.
—Ah, comprendo.
El rojo de sus mejillas palideció hasta transformarse en un rubor sonrosado. Un
rubor tan tentador que…
Tenía que salir de allí inmediatamente.
—Bueno, gracias por todo —le dijo—. Ya nos veremos.
—No permitas que los estudiantes te tengan levantado hasta tarde —le dijo—.
Necesitas descansar.
Él asintió.
—Sí. Y tú. Has tenido un día duro también.
—La verdad es que ha sido emocionante —confesó—. Ahora que ya ha pasado
todo, quiero decir.
—Pues no abuses de esa clase de diversión —le espetó—, porque el atracador
era un inocente, que si no…
—Y puede que no siempre estés tú ahí para quitarle el arma —añadió.
—Exacto. Bueno, será mejor que me vaya de una vez.
Y salió, pero el aire de la tarde no era lo bastante fresco como para conseguir
aclararle las ideas. No sabía por qué, pero tampoco quería saberlo.
Se apresuró a llegar a su casa, abrió la puerta y entró, deteniéndose después
para tomar una bocanada del aire acondicionado.
—¿Una cena agradable? —preguntó Casio.
Alex se quedó paralizado y tardó siglos en contestar.
—¿Qué demonios haces aquí?
¿Cómo había podido bajar la guardia de ese modo? Debería haber presentido la
presencia de Casio antes de abrir la puerta. Independientemente del sistema de
seguridad, debería haber sabido que había alguien allí, pero estaba tan embotado por
Heather que ni pensaba con claridad, ni reaccionaba debidamente. En aquella
ocasión, la sorpresa se la había dado su supervisor. La próxima, podía provenir de
alguien más peligroso, razón de más para mantener a Heather fuera de su vida.
—¿Que qué hago aquí? Soy tu supervisor, y mi trabajo consiste en vigilarte,
¿recuerdas?

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Alex intentó calmarse. Casio y él iban a charlar relajadamente sobre cómo iban
las cosas. Una conversación sin importancia. A menos que él se la diera.
—Sí, claro —Alex se acomodó en el sofá—. Es que he tenido un día muy largo y
estoy un poco cansado.
—¿Qué tal te ha ido dentro?
—Muy bien. He perdido una buena suma y después se me acercó un tipo que
quería patrocinar mi pérdida de buena suerte.
—¿Y?
Alex frunció el ceño.
—Y mañana tengo que ultimar los detalles. Un… imprevisto me ha impedido
concluir hoy la operación.
¿Qué sabría Casio, y cuánto debería confesarle él?
—¿Te refieres a lo del rescate?
Maldición. Ya se había imaginado que tendría que darle explicaciones, pero
esperaba haber tenido tiempo suficiente para encontrar una explicación razonable.
Un tiempo que no tenía.
—Sí. Al rescate.
—Bueno, ¿y qué pasa con esa vecinita tuya? Por cierto, es una monada.
¿Una monada? Alex tuvo que contenerse para no contestarle con un
improperio. ¿Pero de quién demonios se creía que estaba hablando? Pero era una
locura. Entre Heather y él no había nada; es más, eran vecinos que apenas se
conocían. No había razón para ponerse a la defensiva.
—Sí. Al verme pensó que necesitaba ayuda.
—Fitz me ha dicho que le sacudió un bolsazo.
Alex se encogió de hombros.
—Sí. Está bien, ¿no? Me pareció que exageraba un poco para disimular.
—Está bien. ¿Qué hay entre tú y la vecina, Alex?
Ya no podía más y tuvo que levantarse del sofá.
—¿Cómo que qué hay? Pues nada, ¿qué va a haber? Simplemente pasaba por
allí, nos vio a Fitz y a mí y sacó una conclusión equivocada. Espero que no se haya
echado nada a perder —iba a entrar en la cocina, pero se detuvo—. ¿Quieres algo de
beber?
—No, gracias. No me apetece nada —Casio se levantó y lo siguió a la cocina—.
De hecho, lo de que se presentase allí así fue una ventaja.
Alex se detuvo, tenía la mano en el tirador del frigorífico y la respiración
congelada en la garganta.
—¿Qué quieres decir?

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—Pues que dabais la imagen perfecta de alguien que está en las últimas.
—Para dar esa imagen no me hacía falta ella —replicó.
—Sí, ya sé que lo estabas haciendo bien, pero que ese bomboncito acudiese en
tu ayuda ha puesto la guinda. Parecía preocupada de verdad. Quienquiera que os
estuviera vigilando, se habrá dado cuenta de que no era un montaje.
—Ha sido un accidente —contestó Alex, y de un tirón abrió la puerta—. Y no
volverá a ocurrir.
—Si investigasen un poco sobre ti, pensarían que era tu novia.
Alex sacó un refresco y cerró la puerta de un golpe.
—No es mi…
—Tenemos que conseguir que piensen que sí lo es —le interrumpió Casio.
No podía creer lo que estaba oyendo.
—Las cosas podrían ponerse peligrosas, y no es buena idea tener civiles
involucrados.
—Ella no estaría involucrada. No sería más que —se encogió de hombros—
pura decoración.
A Alex no le gustaba nada el cariz que estaba tomando todo aquello.
—Pero la decoración también puede correr peligro.
—No es como si fuese a tomar parte de verdad en la misión, pero si quiere
rescatarte y hacerte unos cuantos mimos, no nos vendría mal. Seguramente corre más
peligro cruzando la calle que estando involucrada periféricamente en esto.
Había varias clases de peligros, desde luego, pero no quería que Heather
corriese ninguno de ellos. No quería tener que preocuparse por ella, o que alguien
pudiese ir tras ella por error. O…
¿O qué? ¿Quedar atrapado en su sonrisa? No. Rotundamente no. Eso no iba a
ocurrir jamás.

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Capítulo 5
Heather sintió verdadero alivio cuando Alex se marchó. Sí, bueno, puede que
también sintiese un extraño dolor por donde más o menos debía de estar el corazón,
pero era por haber echado a perder otra oportunidad de ser valiente. Igual que su
reacción ante el beso de Alex se debía al estrés del atraco. Alex Waterstone era el
último hombre sobre la faz de la tierra por el que querría ser besada. Y si su loco
corazón le gritaba que estaba mintiendo como una bellaca, sólo se trataba de una
demostración más del estrés que había acumulado en aquel día de prueba.
Ella siempre había preferido su vida tranquila al tumulto que acompañaba a
Alex a todas partes. No le gustaba el alboroto. Para ser sincera, el alboroto la
asustaba. Se lo estuvo diciendo toda la tarde hasta que se fue a dormir.
A la mañana siguiente, se levantó con el alba y empezó las tareas domésticas.
Era demasiado temprano para que alguien pudiese estar también levantado, así que
salió en pijama, en esta ocasión con estampado de ositos de peluche, y llenó los dos
baños de pájaros que tenía en el jardín trasero. Después, regó con la manguera la
trepadora que les proporcionaba sombra y volvió hacia la casa.
Fue entonces cuando lo vio.
Alex salía de su casa en ese momento con ropa de correr, y parecía la
encarnación del sueño de cualquier mujer: piernas largas y musculosas, brazos
fuertes y labios que sabían mejor de lo que se habría podido imaginar.
¡Y ella, otra vez en pijama! Y no es que fuese un atuendo precisamente
revelador. Se trataba de un conjunto de pantalón corto y camiseta el algodón. Nada
de encaje, ni de finos tirantes, ni de escotes que los hombres encontraban tan
atractivos. Aun así, sintió un nudo en el estómago, y era un temor que no tenía nada
que ver ni con el pasado ni con su comportamiento como vecino. Era algo que
manaba de su interior. Era una reacción ante él. Sabía que debía echar a correr, pero
no podía moverse. Aquella era su oportunidad de ganar la apuesta con Toto.
—Hola —lo saludó—. Te has levantado temprano.
Él la miró sorprendido.
—Tú también.
Su voz parecía tensa. Quizás no hubiese dormido bien.
—¿Qué tal estás? —le preguntó ella—. ¿Algún efecto secundario de lo de ayer?
—Depende de a lo que te refieras con efecto secundario, pero no me duele nada.
Estaba bromeando, así que ella se echó a reír, pero él no. Mirándolo con
atención, tenía los ojos cansados y se le apreciaban unas arruguitas como de
preocupación alrededor de los labios. ¿Y si…?
¡No! ¡No iba a preocuparse por él! Eso no formaba parte de la apuesta que había
hecho con Toto. Sólo tenía que ser valiente, y eso era lo que estaba haciendo. Por si
acaso, retrocedió un par de pasos.

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—Espero que puedas disfrutar de una buena sesión de ejercicio —dijo


alegremente—. Admiro a quienes tienen la disciplina necesaria para correr con
regularidad. Yo me paso la vida diciéndome que debería hacerlo, pero estoy segura
de que no podría dar más de cuatro pasos sin un ataque de asma.
—No sabía que padecieras asma —contestó—. Verte involucrada en un atraco
no debió favorecerte demasiado.
Heather hizo una mueca. Se había acorralado ella sola.
—No ha tenido importancia. Además, hace mucho que no tengo un ataque —
para ser exactos, desde hacía diez años—. Cuando era pequeña era peor.
Él frunció el ceño y Heather sintió una vibración que le llegó hasta los tobillos.
¿Podría ser que estuviera preocupado por ella?
—Pero podría repetirse —dijo, como si estuviese enfadado—. Cualquier clase
de estrés podría desencadenar otro ataque.
—No lo creo —contestó. No sabía muy bien qué estaba pasando, pero tenía que
aligerar la tensión—. Además, no tengo tiempo para un ataque de asma. El colegio
empieza la semana que viene y aun tengo un montón de trajes que terminar para el
festival de Oz.
—¿Es que te haces tu propio traje?
—¿El mío? —se echó a reír. No la conocía en absoluto, y eso la ayudó a
desembarazarse de su hechizo—. Yo no me disfrazo. Me limito a confeccionar los
trajes para los demás. Ahora estoy con el de la bruja buena para Karin Spencer. ¿Te
acuerdas de ella? Va a recibir el premio de la comunidad de este año.
—Eso había oído. Es todo un honor.
—Es que lo ha hecho muy bien. Es cirujana en el Hospital Presbiteriano de
Chicago —hizo una pausa—. Pero tú también lo has hecho muy bien. Eres profesor
de una prestigiosa universidad. No sé por qué no te han propuesto también para el
premio.
Alex pareció sorprenderse ante la idea.
—Por mí es perfecto que no se les haya ocurrido. No me gustaría.
—Pero has conseguido llegar tan alto como Karin —tenía que haberle herido el
que no pensaran en él, aunque intentase fingir lo contrario—. Voy a hablar con el
comité. Como Owen Philips no va a poder recibir el premio porque tiene que
someterse a una operación de corazón, están buscando a otro hombre de la
comunidad que se merezca el premio, y tú serías la persona ideal. Se limitarán a
hacer un breve repaso de tu curriculum…
—No —la cortó Alex. Parecía molesto, pero seguro que lo que estaba era
herido—. Preferiría que no lo hicieras, de verdad.
—Vamos, no seas tan tímido. Piensa en lo orgullosa que estaría tu madre.

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—Es que… ese es precisamente parte del problema —una pausa—. No estoy
seguro de que mi madre pueda venir este año al festival, y no me gustaría que se lo
perdiera —miró el reloj—. Uy, se ha hecho muy tarde. Será mejor que me vaya.
—Que tengas un buen día —contestó Heather, y lo vio dar unos cuantos pasos
hacia atrás antes de darse la vuelta y echar a correr.

Heather entró por el camino de grava y paró el coche. La abuela de Penny, que
se llamaba Emma, pero a quien todas las amigas de Penny llamaban tía Em, salió al
porche. Aún cojeaba un poco tras la operación de cadera, pero ya no necesitaba usar
muletas.
—Hola, tía Em —la saludó Heather al bajarse del coche—. Te veo de maravilla.
¿Has sabido algo de Penny y Brad?
—Que se lo están pasando estupendamente en París, pero que les da miedo que
esté aquí sola. Cualquiera diría que tengo doce años.
Heather se echó a reír y subió las escaleras del porche para darle un abrazo.
—No te enfades conmigo por haber accedido a vigilarte en su lugar. Además, lo
hago por puro egoísmo. Últimamente apenas te veo.
—En cuanto el tonto del médico vuelva a darme luz verde, podré conducir y te
hartarás de verme.
—Nunca —Heather le entregó un pequeño recipiente—. Sé que puedes cocinar
perfectamente, pero es que me he hecho demasiada ensalada para comer y, como era
una pena que se echase a perder, he pensado en traértela.
—Eres un encanto, Heather, pero no necesito que me mimes así. Lo que
deberías hacer es buscarte un hombre al que mimar.
Heather volvió a reír y entraron juntas en la casa.
—Eres amiga de Gloria Waterstone, ¿verdad? ¿Sabes si va a venir al festival este
año?
—Pues no lo sé —contestó, mientras sacaba una cazuela de barro del horno—.
¿Por qué?
—Es que el nombre de Alex ha salido como posible sustituto de Owen Philips
para el premio de este año y quería saber…
—¿Alex? —tía Em parecía estupefacta y dejó la cazuela con un golpe sobre la
mesa—. ¿Qué locura es esa?
—No es una locura —Heather sacó un par de vasos del armario y los llenó de té
helado—. Ha llegado muy alto y se merece la distinción tanto como Karin.
La tía Em colocó el recipiente con la ensalada sobre la mesa e invitó a Heather a
sentarse.
—Pues más vale que tengas cuidado con él.

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—¿Cuidado? ¿Por qué?


La tía Em sirvió dos platos de estofado. Bueno, más bien lazó con fuerza varias
cucharadas de estofado contra los platos.
—Porque Alex Waterstone no se trae nada bueno entre manos.
Heather suspiró. Aquella no era la clase de conversación que se había
imaginado iba a acompañar la cena.
—Es un profesor de universidad muy respetado.
—Eso dice él.
—Y es así. Penny lo tiene de profesor.
—Sólo da una clase a la semana —dijo tía Em—. Y Penny dice que no sale con
nadie.
Heather empezó a comer.
—Puede que esté saliendo con alguien que viva en otro sitio. Viaja mucho, ya
sabes.
—¿Ah, sí? ¿Tiene muchos invitados en su casa?
Heather lo pensó.
—La verdad es que no. No recuerdo haber visto a nadie.
—¡Ahí lo tienes! ¿Ves? No puede traerse nada bueno entre manos.
—Eso no es prueba de nada. ¿Qué pasa si no tiene un montón de amigos aquí
en Chesterton? Lleva muchos años fuera, y puede que a sus amigos de fuera no les
apetezca venir aquí.
—Por cierto, y respecto a lo de vivir aquí: ¿por qué ha vuelto?
Aquella conversación estaba tomando tintes verdaderamente raros.
—Pues puede que porque este lugar fue su hogar hace tiempo. Mucha gente
vuelve a su ciudad natal después de haber viajado mucho.
La tía Em se separó de la mesa.
—Yo creo que es un espía.
—¿Un espía?
—Sí. Es un tipo misterioso, viaja mucho y nunca te contesta a las claras cuando
le haces alguna pregunta.
—Eso no quiere decir que sea espía. Simplemente podría ser introvertido.
—Estoy segura de que si le siguiéramos, le pillaríamos por la noche en
callejones oscuros y vestido de negro.
O en aparcamientos a plena luz del día. ¿Qué haría en aquel barrio? Pero no iba
a caer en las garras de la fantasía de tía Em.

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—Pero como no vamos a seguirle, nunca lo sabremos. ¿Puedo servirme un poco


más de tu delicioso estofado, por favor?
La tía Em le sirvió varias generosas cucharadas.
—Me pregunto qué clase de arma llevará.
Heather se quedó paralizada. No, eso lo había soñado. No iba armado la otra
noche. Se lo había imaginado.
—Es profesor —replicó, pero su voz sonó menos convincente que antes.
La tía Em tardó un poco en contestar.
—¿Cuánto tiempo falta para que empieces otra vez con las clases? ¿Una
semana?
—Más o menos.
La mujer asintió.
—Más que de sobra para investigar un poco. Tengo mi propio título de
detective privado, ¿sabes? Bueno, lo tendré cuando haya concluido el curso por
correspondencia. Nos pondremos manos a la obra inmediatamente.
¿Una investigación? ¿Pero de qué estaba hablando?
—No creo que debamos hacer una cosa así.
Pero ¿no sería lo mejor saber de una vez si su vecino era algo más que un
profesor universitario de maneras afables? Averiguarlo podría considerarse como un
gesto de valentía y ¿no les debía algo a Dorothy y a Toto por todo lo que habían
hecho por ella al cabo de los años?
Heather inspiró profundamente y dejó el tenedor.
—De acuerdo. ¿Qué tenemos que hacer?

—¿Una tarde difícil? —preguntó el hombre.


Alex se volvió con un perrito caliente en una mano y una cerveza en la otra.
Llevaba un rato contemplando el aparcamiento cerrado por una valla, dándole
vueltas al lío en el que se había metido con Heather mientras esperaba que llegase el
momento de salir para su reunión con Casio. Junto a él estaba uno de los guardias de
seguridad del antro de juego.
Alex volvió a meterse en su papel.
—Sólo me estoy tomando un descanso. He salido a respirar un poco.
—Es una buena idea —el hombre encendió un cigarrillo y se apoyó en la valla
también él—. A veces se necesita un respiro para poner los nervios bajo control.
Como cuando Michael Jordán va a lanzar un tiro libre.
Alex asintió y tomó otro bocado del perrito.

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—La suerte me va a venir. Lo siento en los huesos.


—Eso está bien —el hombre dio otra chupada al cigarrillo y lo aplastó con el
pie—. Muy bien.
Y se alejó.
Alex siguió comiéndose el perrito, aunque no le estaba sentando demasiado
bien. Lo único que podía ver eran los ojos brillantes de Heather mientras le quitaba
importancia a lo de su asma, su alegría al rescatar a Bonnie y su certeza al afirmar que
todo lo que necesitaba un corazón temeroso para sanar era amor.
Vivía en un mundo de sueños que él ni siquiera había visitado. Bueno, puede
que, antes de que muriera su padre, fuese su mundo también, pero no desde que él
faltaba. Y nunca volvería a serlo. Estaba donde debía estar, y debía empujar a
Heather para que ella recuperase también su sitio.
Miró el reloj. Era casi la hora. Casio se había marchado del casino de mala
muerte hacía más o menos una hora, y ya podía marcharse él también. Se apartó de
la valla, a punto de tomar su último bocado de perrito caliente, cuando vio en el
aparcamiento a un gato que lo estaba mirando.
Era pequeño y desaliñado, marrón y blanco de piel, los ojos verdes y las orejas
desgarradas por varios sitios. Debía de ser malo como la piel del diablo para haber
podido sobrevivir en aquellos andurriales, y lo miraba directamente a los ojos con un
brillo acusador en la mirada.
—Lo estoy intentando —le dijo al animalito—. Sé que no tiene por qué meterse
en este lío, y voy a sacarla de él. Tienes que darme una oportunidad.
El animal seguía mirándolo Y Alex miró el trozo de perrito caliente que le
quedaba en la mano.
—Ahí tienes, socio —le dijo, echándoselo a los pies.
El animal se acercó no sin antes mirar a su alrededor para asegurarse de que no
había peligro. Después, tras mover el trozo con la pata, lo mordió y se lo llevó bajo
un coche para comérselo.
Si aquel gato hubiera sido Heather, se habría acercado a él para darle las gracias
por el detalle, seguro de que se podía confiar en todo el mundo. Alex tragó saliva.
Pues no iba a ser él quien la ayudase a aprender que eso no era cierto.
Echó a correr y alcanzó el autobús que estaba a punto de partir. Tras cuatro
cambios de autobús y un tramo de metro, pasó una hora comprando en un centro
comercial para perder a cualquier posible perseguidor y luego se dirigió a la suite del
hotel que Casio estaba utilizando como despacho. Su supervisor parecía a punto de
estallar.
—¿Qué pasa? —le preguntó casi gritando nada más verlo entrar—. ¿Lo has
conseguido?
Alex se dejó caer en una silla frente a Casio.

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—Todo ha salido bien. Me han dado el préstamo sin problemas. Tengo que
hacer el primer pago la semana que viene.
—¿Entonces…?
Alex lo miró con dureza.
—No quiero que mi vecina participe en la operación.
Casio frunció el ceño.
—No está participando.
—Es que no quiero que tenga que ver con ella ni de lejos.
Su supervisor miró hacia otro lado.
—No te preocupes, que no corre ningún peligro.
—Quiero que te olvides de ella —insistió, y guardó silencio hasta que su
supervisor volvió a mirarlo—. Por completo.
—¿Hay algo entre vosotros?
Alex se echó a reír. Ojalá la risa le sonara mejor a Casio de lo que le sonaba a él
mismo.
—Claro que no.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—El problema es que… —que le gustaba. Que la admiraba—. Que fui a colegio
con ella. Conozco a su familia, a sus amigos…
—Fue ella la que se metió, y yo no puedo hacer nada si esos mañosos piensan
que es tu chica. Además ya te he dicho que no corre ningún peligro.
—De eso no puedes estar seguro, y no quiero correr riesgos.
—Mira —Casio se apoyó en la mesa—, estamos dispuestos a…
—Yo estoy dispuesto a dejar el grupo —le cortó.
Casio abrió y cerró varias veces la boca sin emitir un solo sonido. Parecía un pez
en una pecera. Alex sentía una tremenda quemazón en el estómago. No quería dejar
el grupo, sino continuar con aquella operación, pero no estaba dispuesto a consentir
que Heather corriese peligro. Y no porque hubiese algo entre ellos, sino porque era lo
que tenía que hacer.
—Ya te he dicho que la protegeremos —murmuró Casio.
—¿Puedes garantizar al cien por cien que no va a ocurrirle nada?
—¡Demonios, Alex! ¡Ya sabes que no puedo garantizar eso ni para mí mismo!
—Entonces, queda fuera. Completamente.
Casio se recostó en su asiento y miró al techo. Pasaron unos minutos. Después,
volvió a mirar a Alex.
—Está bien.

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Capítulo 6
Heather oyó un ruido que la sacó del profundo sueño y disparó los latidos de
su corazón. Estaba empezando a amanecer y estaba tumbada en el sofá del salón, en
el que debía de haberse quedado dormida mientras esperaba a que Alex volviera a
casa.
Pero no era su vuelta lo que había oído, sino más bien…
El timbre de la puerta volvió a sonar y Heather se puso en pie de un salto.
¿Quién iba a presentarse en su casa a aquellas horas? Eran poco más de las cuatro.
Tenía que ocurrir algo malo. De dos zancadas llegó a la puerta, justo cuando el
timbre sonaba por tercera vez.
Abrió rápidamente y se encontró con tía Em, que sonreía de oreja a oreja.
—¿Tía Em? —exclamó—. ¿Qué haces aquí? ¿Ocurre algo?
—Lo único que ocurre es que no estás vestida todavía —le espetó, y entró en la
casa—. Aunque supongo que tu pijama puede ser tan buen disfraz como cualquier
otro. Podrías decir que eres sonámbula si nos pillan.
—¿Si nos pillan haciendo qué? —preguntó, frunciendo el ceño—. ¿Por qué has
venido?
—Tenemos un trabajo que hacer.
Tía Em entró en el salón y dejó sobre la mesa una carpeta y una bolsa de lona
que hizo un sonido metálico.
Heather sintió que el estómago se le retorcía. Aquello tenía que ser la locura esa
de la investigación. ¿Por qué habría accedido? Debería haberle dicho simplemente
que iba contra la ley y que no iba a participar.
—Muy bien —dijo, sacando varios documentos de la carpeta—. Esto es lo que
vamos a…
—Son las cuatro de la mañana —puntualizó Heather—. Alex no se habrá
levantado aún, si es que está en casa. No le he oído llegar.
—¿Ah, no? —tía Em la miró con interés y se apresuró a acercarse a la ventana,
apartó la cortina y miró—. No veo su coche en el garaje.
Así que no había vuelto a casa. Heather sintió que la moral se le caía a los pies, a
pesar de que se decía que una tontería. Sabía que tenía una vida de la que ella no
formaba parte.
—Supongo que la investigación tendrá que esperar.
—¿Por qué? —tía Em volvió rápidamente a la mesa y rebuscó en los papeles—.
El que no esté en casa es un verdadero golpe de suerte. Acabo de aprender a abrir
puertas. Podemos echar un vistazo dentro de su casa en lugar de…
—¿Entrar en su casa? ¿No va eso contra la ley?

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—Bah, sandeces —contestó tía Em y sacó algo de su bolsa—. Eso es sólo lo que
parece.
—¿Cómo algo puede ir contra la ley sólo en apariencia?
Victoria se acercó para frotarse contra su pierna. Heather la tomó en brazos,
agradecida de sentir el consuelo de su calor, pero no consiguió disipar sus temores.
—Pues porque parece que estás haciendo algo ilegal, sólo en apariencia, cuando
en realidad estás haciendo algo importante y bueno. De eso se trata en el fondo.
Sacó unas cuantas cosas más de la bolsa.
—No comprendo.
—Eso es porque no eres una investigadora profesional como yo —tía Em se
colocó un delantal—. Tú haz lo que yo te diga y no te preocupes.
¿Qué no se preocupara?
—¿Y si se dispara la alarma? Aparecería un montón de coches de policía y
podríamos resultar heridas.
—No tiene sistema de alarma. Ya me he asegurado.
—¿Cómo?
Tía Em apenas podía ocultar su impaciencia.
—He estado echándole un vistazo a su jardín. La gente que tiene sistemas de
alarma tiene esos cacharritos clavados en la tierra cerca de la puerta, y él no lo tiene.
Heather inspiró profundamente. Cada vez se sentía peor.
—Me parece que voy a tener un ataque de asma.
—No te va a pasar nada —replicó tía Em, y metió una cuantas herramientas en
uno de los bolsillos de su delantal, una linterna delgada como un lápiz en el otro, y
unas cuantas hojas de papel en un tercero—. En cuanto estemos dentro, yo me
ocuparé de la cocina y tú de su dormitorio.
—¿Y si llega mientras estamos dentro?
—Entonces, lo seduces.
Heather se quedó mirándola con la boca abierta. ¿Se habría dado cuenta de con
quién estaba hablando? Si le quedase algo de aire en los pulmones, se habría echado
a reír.
—Yo no puedo seducirlo. No sé cómo hacerlo.
—Todas las mujeres sabemos cómo seducir a un hombre. Nacemos con esa
capacidad. Es como saber hacer tarta de manzana.
—Yo no he seducido a nadie en toda mi vida —gimió Heather—. Sólo con
pensarlo, me muero de vergüenza.
—Mira, Heather, deja de preocuparte —dijo tía Em en voz baja y
tranquilizadora—. Todo va a salir bien. Es algo que tenemos que hacer. Es nuestro
deber. Es por Dios y por la patria.

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¿Por Dios y por la patria? Ni siquiera iba a cuestionar el absurdo de aquella


afirmación.
—Alex no ha hecho nada malo, tía Em.
—Sé que guarda algún secreto. Lo sé.
—No, estás…
La imagen de Alex por las calles más sucias de Chicago se materializó en su
imaginación. No se había atrevido a preguntarle qué hacía allí, pero fuera lo que
fuese no tenía nada que ver con las rimas de Shakespeare. La tía Em tenía razón:
guardaba algún secreto.
Pero los secretos no tenían por qué ser necesariamente malos. Podía ser sólo
una carga que no fuese capaz de compartir con nadie, o tal vez no tuviese a nadie con
quien compartirla. Quizás necesitase ayuda y no supiera cómo pedírsela.
—De acuerdo —dijo al final—. ¿Tienes alguna linterna que prestarme?

Alex palpó el despertador de la mesilla pero sin éxito, y se incorporó de golpe


en la cama. ¿Las cuatro veintitrés de la mañana? No era el despertador lo que sonaba,
sino la alarma de la casa.
Tenía el control remoto en la mesilla y tras introducir el código de seguridad, la
alarma cesó y pudo respirar. No tenía más remedio que ir a ver qué la había
disparado. Tecleó otro código y en la pantalla aparecieron las letras «patr». Alguien
estaba en la puerta trasera. Con un poco de suerte, sería sólo otro gatito.
Sacó el arma de debajo del colchón y caminó en silencio de habitación en
habitación, revisando rápidamente cada una de ellas mientras avanzaba hacia la
cocina. No parecía que hubiese algo abierto. Quizás fuesen cosas de los críos, que al
no haber visto su coche aparcado donde solía dejarlo, pensaran que no había nadie
en la casa. Era poco probable que se tratase de alguno de la timba de juego. No tenía
que devolver el primer plazo del préstamo hasta la semana siguiente.
Revisó la puerta principal y entró en la cocina. Alguien parecía estar raspando
en la puerta y, tras inspirar profundamente, se acercó a la ventana. Desde allí, y
gracias a la luz de la luna, pudo ver dos figuras delante de su puerta, e incluso
identificar a una de ellas.
—Maldita sea… —masculló y buscó un lugar donde ocultar el arma. No podía
ponérsela en la cintura porque sólo llevaba unos pantalones cortos y nada más, así
que la metió en el cajón de los cubiertos, lo cerró de golpe y abrió la puerta de par en
par.
—¿Qué demonios estáis haciendo aquí? —rugió.
Heather dio un respingo que debió de alzarla medio metro en el aire y tía Em
tiró lo que tenía en la mano y dio un paso hacia atrás. Alex miró lo que había
quedado en el suelo. ¿Una ganzúa?

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—Yo podría preguntarte lo mismo —replicó tía Em, adoptando un aire


molesto—. ¿Se puede saber por qué demonios le estás gritando a dos señoras?
Pero Alex apenas la oyó. Estaba mirando a Heather. Parecía a punto de
desmayarse, pálida como estaba y con los ojos de par en par. Pero fueron las curvas
que se intuían bajo su pijama de gatos y perros lo que le llamó la atención y le hizo
sentir un despertar, una especie de fuego que le molestó aun más… aunque consigo
mismo.
—¿Qué estáis haciendo en mi porche? —preguntó, volviéndose a tía Em—.
¿Intentando forzar mi puerta? —añadió, mirando la herramienta que había quedado
en el suelo.
—Eh… —Em miró la ganzúa y después a Heather—. Heather, dile a Alex por
qué estamos aquí.
—¿Que le diga por qué estamos aquí? —graznó Heather.
Parecía tan aterrorizada y tan avergonzada que Alex hubiera deseado, o bien
agarrarla y lanzarla a su jardín por encima de la valla, o abrazarla y consolarla.
¿Cómo podía ser que en ambos casos tuviera que tomarla en brazos? No podía seguir
así.
—Quiero que alguien me diga qué estáis haciendo aquí —les espetó,
mirándolas—. Cualquiera de las dos.
Pero ninguna respondió.
—No estaremos persiguiendo otro gatito, ¿verdad? —probó.
—¿Gatito? —repitió tía Em, volviéndose hacia Heather.
—Sí, un gatito —replicó la más joven, aferrándose a la excusa—. Debe de ser un
compañero de carnada de Bonnie.
—¿Bonnie? —preguntó tía Em, frunciendo el ceño.
El miedo de Heather lo conmovía de un modo inesperado, pero de ningún
modo iba a permitirles salirse con la suya.
—Y el gatito ha entrado en mi casa, ¿no?
—¿Ah, sí? —preguntó Heather.
—Claro. Esa es la razón de que estuvieseis intentando entrar.
Heather y tía Em se miraron la una a la otra.
Todo aquello hubiera podido ser divertido, de un modo, digamos, surrealista,
de no ser por el peligro en que se estaba poniendo Heather. Le había costado mucho
apartarla de aquella operación, y no quería que volviese a entrar en ella por error.
Era demasiado vulnerable. Cualquiera se daría cuenta de que ella era el eslabón débil
de la cadena, así que tenía que sacarla de allí inmediatamente.
—Estoy seguro de que debe de haber una buena razón para todo esto —dijo—,
pero ¿qué tal si lo olvidamos? Vosotras os volvéis a casa, ya que no son ni siquiera las
cuatro y media, y yo me vuelvo a dormir.

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Heather se mordió un labio. Parecía la viva imagen de la inocencia y la


seducción al mismo tiempo, y Alex contuvo la respiración para intentar que la
calidez que emanaba de su persona no le llegase dentro. Pero no funcionó.
—Tienes razón —dijo Heather, y retrocedió—. Sentimos…
—¡Ay, mi rodilla! —exclamó tía Em, tambaleándose sobre la pierna izquierda.
Alex la sujetó rápidamente por un brazo.
—¿Qué ocurre?
—¡Tía Em! —exclamó, sujetándola por el otro—. ¿Estás bien? Vamos a llevarte a
casa.
Alex la sujetó con más fuerza.
—¿Por qué no…
—Sólo necesito sentarme un momento —contestó, y entró sin más en la cocina
de Alex para dejarse caer bruscamente en una de las sillas—. Ah… ya me siento
mucho mejor.
No había necesitado mucha ayuda para llegar hasta la silla, se dijo Alex
frunciendo el ceño. Era evidente que las dos querían entrar en su casa por alguna
razón y el dolor de rodilla era una treta para conseguirlo. Bueno, al menos así nadie
podría verlas.
Pero al mirar a Heather, vestida con ese absurdo pijama que realzaba todas sus
curvas, la respiración se le aceleró, al igual que la presión sanguínea.
Tenía que cortar aquello como fuera.
—Ya que estáis dentro, podríais decirme qué está pasando —espetó—. A menos
que la rodilla de la tía Em haya mejorado de pronto y podáis marcharos ya.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó tía Em—. ¿Es que no sabes nada de
las reglas de buena vecindad?
—¿Buena vecindad?
—Sí —se apresuró a contestar Heather—. Hemos venido a prepararte el
desayuno.
—¿Quieres decir que estabais forzando la puerta de mi casa para prepararme el
desayuno?
—No estábamos forzando nada —insistió tía Em—. Es que queríamos que fuese
una sorpresa.
—Ya sabes que el desayuno es la comida más importante del día —contestó
Heather, abriendo su nevera.
Alex se volvió a mirarla, y verla en su cocina en pijama y zapatillas era más de
lo que podía soportar. Pero él era un hombre fuerte, un tipo duro. Había plantado
cara a grupos armados sin tan siquiera pestañear. Había convencido a secuestradores
para que liberasen a sus rehenes. Y no iba a permitir que una mujer menuda y en

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pijama lo venciera. Si estaban decididas a hacerle el desayuno antes de marcharse,


que así fuera. Puede que aquello fuese una especie de apuesta.
—Tomaré tostadas —dijo, apoyándose contra la encimera.
—¿Tostadas? —repitió Heather, cargada con huevos, mantequilla y pan—. Eso
no es un desayuno. Necesitas algo más sustancial, algo como…
—Como lo que necesita —concluyó tía Em.
Heather no debió de comprenderla porque se volvió a mirarla.
—¿Y qué es lo que necesita?
Estaba claro que tía Em pretendía hacerle entender algo con la mirada que a
Heather la puso nerviosísima de pronto. ¿Qué se traerían entre manos?
—Y zumo de naranja con las tostadas —añadió, sólo para que no se tomaran la
molestia de hacer café.
—De acuerdo —dijo Heather, dejándolo todo en la encimera, pero Alex no
estaba seguro de si le contestaba a él o a tía Em—. Zumo de naranja y tostadas.
—¿Sabes dónde está el zumo, cariño, o tiene que ayudarte Alex?
—Está aquí —contestó él, y sacó el paquete de un armario.
—Gracias —contestó Heather, y Alex sintió un temblor por todo el cuerpo.
—De nada —contestó, decidido a no mostrar ninguna emoción. Y, a ser posible,
a no sentirla… A no sentir nada más, claro.
Por el rabillo del ojo vio a tía Em haciéndole un gesto de impaciencia a Heather,
y ésta se acercó un paso más a él.
—¿Podrías sacar también un vaso, por favor?
Respirar era un poco más difícil estando tan cerca de ella, como también era
algo más difícil no mostrar reacción alguna, pero iba a poder hacerlo. Cuanto antes
terminaran con aquel juego, antes se marcharían. Tenía que tratarse de una apuesta,
una broma o algo así. Sacó un vaso del armario y se lo entregó.
Sus manos se rozaron levemente y una llama le abrasó la piel, carbonizando el
camino que llevaba hasta su corazón. Sintió un irrefrenable deseo de abrazarla, de
borrar sus precauciones con un beso y transformar su rubor en el fuego del deseo.
Pero dio un paso atrás, hasta donde estaba la cordura.
—¿Algo más? —preguntó, pero su voz no sonó brusca e impaciente como a él le
habría gustado, así que miró el reloj de la cocina—. Siento tener que presionarte, pero
he de salir enseguida.
—¿Dónde va un profesor de universidad a las cinco de la madrugada? —quiso
saber tía Em.
A cualquier parte en la que pudiera respirar y recuperar el control.
—Tengo una reunión.

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—Entonces, ¿te estamos molestando? —preguntó Heather mientras ponía el


pan a tostar.
¿Molestarlo?
—No, claro que no —mintió—. Tenía que levantarme pronto, y es agradable
tener compañía.
—¿Y no es muy temprano para una reunión corriente? —insistió tía Em.
—Es que yo no tengo reuniones corrientes —contestó—. Como el profesor
extraordinario que soy, tengo reuniones extraordinarias.
Tía Em frunció el ceño. ¿Era a él, o a Heather?
—Me gustaría poder asistir a alguna de tus clases —dijo Heather. ¿Cómo había
vuelto a acercarse tanto?—. ¿Tienes horario de tarde?
—Normalmente no —contestó. Dar otro paso atrás hubiera sido un signo de
debilidad, aunque puede que también de inteligencia. Pero es que daba la casualidad
de que ya tenía la espalda pegada al frigorífico.
—Qué pena.
Tenía los ojos azules más bonitos que había visto. Tan grandes como el cielo,
llenos de promesas y misterio.
—¿Y cuál es tu próxima misión? —preguntó tía Em.
Heather parpadeó y aquellos maravillosos ojos desaparecieron durante una
décima de segundo, que bastó para romper el hechizo y que las palabras de tía Em le
llegaran al cerebro.
—¿Eh?
—Sabemos que no eres un simple profesor de universidad.
Alex se volvió a mirarla con la sensación de que una mano de hielo le recorría la
espalda. ¿Lo sabían? Con la cantidad de gente que había trabajado para montarle la
tapadera y ahora, en un segundo, descubría que no había servido de nada. ¿Cómo
habría podido ocurrir?
—¿Para qué potencia extranjera trabajas?
—¿Potencia extranjera?
—No pasa nada, Alex —le dijo Heather y le tomó de la mano. Un calor
flamígero le recorrió el cuerpo, como si fuera lava—. Seguramente te metiste en algo
así por accidente.
¿Meterse en qué? Podría seguir mejor aquella conversación si Heather estuviera
vestida en condiciones.
—No le busques excusas, niña —la reprendió tía Em—. ¿Para quién trabajas?
Alex no sabía qué estaba pasando pero, afortunadamente, ni tía Em ni Heather
lo sabían tampoco. Se soltó de la mano de Heather para servirse un vaso de zumo
justo cuando el tostador escupía las tostadas.

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—¿Que para quién trabajo? —repitió—. Me temo que…


Por el rabillo del ojo vio que Heather abría el cajón de los cubiertos. Y antes de
que pudiera reaccionar, la vio quedarse más pálida que una sábana, oyó un grito
ensordecedor y vio que se desmayaba.
Logró sujetarla antes de que se golpeara con el suelo, arreglándoselas para
cerrar el cajón al mismo tiempo.

Heather sintió un peso helado en la frente y una nariz, fría y húmeda, en la


mejilla. Desgraciadamente sabía qué eran ambas cosas: un paquete de hielo porque
se había desmayado y Henry, que quería asegurarse de que estaba bien.
—Menos mal que te despiertas —dijo tía Em—. Alex quería llamar a una
ambulancia, pero yo le he dicho que no era necesario. Menos mal que has
demostrado que no soy una mentirosa.
Heather intentó incorporarse y miró a su alrededor con una inquietud que
esperaba no fuese demasiado evidente. Henry estaba con ella en la cama, Victoria en
la cómoda observándolo todo y tía Em sentada en una silla junto a la cama. No se
veía a nadie más.
—¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Te ha traído Alex. Le tenías verdaderamente preocupado. Es más, he de
decirte que su preocupación me ha sorprendido. Puede que lo haya juzgado mal.
No, no lo has juzgado mal, hubiera querido decirle, pero no consiguió
pronunciar la frase.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Lo he mandado de vuelta a casa. No tenía sentido que anduviera por aquí
mientras que tú y yo tenemos que hablar —tía Em se acercó más—. Cuéntame: ¿qué
fue lo que te hizo gritar y desmayarte?
Tía Em la miraba llena de expectación y Heather supo, de pronto, que no podía
decírselo. No podía hablarle del arma, de que Alex ocultase algo. Y mucho menos de
la forma en que se le aceleraba el corazón con tan sólo pensar en él.
—Vi un gusano —dijo, mirando hacia otro lado. Tía Em frunció el ceño y ella se
dedicó a acariciar a Henry—. Sé que ha sido una estupidez, pero es que era un gusano
enorme y me he asustado. Es que, de todas formas, estaba un poco mareada. Como
no había desayunado…
—¿Por qué no me dijiste que necesitabas desayunar antes de salir?
—No lo sé. Supongo que no lo pensé. ¿Qué hora es? —preguntó, por cambiar
de conversación—. ¿Llevo mucho tiempo inconsciente?
—No son ni siquiera las seis. Tienes tiempo más que de sobra para…

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—¿Y qué pasa contigo? —se apresuró a cortarla—. ¿No tenías que preparar el
horario de tres cuadrillas de poda para el vivero?
La mujer frunció el ceño aún más y miró el reloj.
—Tienes razón —suspiró—. Penny me dejó a cargo de todo antes de irse a
París. Será mejor que me vaya.
—¿Estás segura de que puedes conducir?
—Me preocupa más dejarte sola —dijo tía Em, poniéndose de pie—. Sigues
estando pálida como un fantasma. Quizás debería llamar a…
—¡No! —la cortó, antes de que pudiera tan siquiera mencionar el nombre de
Alex—. Estoy bien, de verdad.
Aunque no parecía estar muy convencida, tía Em se marchó, dejándola en la
cama. Victoria vino a acurrucarse a un lado y Henry lo hizo al otro. A ninguno de
ellos parecía preocuparles que hubiera hecho el ridículo. Ojalá ella pudiera sentir lo
mismo.
—Es que no quería que tía Em tuviera razón —les dijo—. No quería que Alex
fuese un espía, o un ladrón de bancos o algo así.
Era una locura. No tenía sentido, pero ella quería que fuese un profesor de
universidad, sin más.
—¿Heather?
¡Alex! El corazón se le detuvo y se incorporó. La boca se le quedó tan seca como
un desierto y las sienes empezaron a palpitarle. Debía de estar en la cocina. ¿Qué
podía querer?
Victoria y Henry corrieron a ocultarse bajo la cama y Heather deseó poder hacer
lo mismo, pero no sería propio de una dama, ni de buena educación. Pero es que no
podía volver a mirarlo a la cara… no después del ridículo que había hecho aquella
mañana. Si no podía ocultarse bajo la cama, siempre le quedaban el armario y el
baño. Sin prestarle atención a las palpitaciones de las sienes, se levantó, entró en el
baño y cerró la puerta con cuidado, justo cuando él llegaba al dormitorio.
—¿Heather? Necesito hablar contigo.
Ella se apoyó contra la puerta cerrada. Tenía una voz tan profunda que le
producía un extraño efecto en el estómago. La ponía nerviosa, y le hacía desear cosas
con las que sólo había soñado. ¡Razón de más para mantenerse alejada de él!
—Iba a darme una ducha —le dijo. Debería abrir el grifo para darle más
realismo a la escena, pero el esfuerzo era demasiado, así que se limitó a aferrarse a la
toalla que colgaba detrás de la puerta.
—¿Podríamos hablar primero?
Estaba tan cerca… en su habitación. Debería abrir la puerta y salir. Debería
sonreír y decirle que no pasaba nada. Hacer incluso alguna broma sobre el arma y su
desmayo, y después ofrecerse a terminar de prepararle el desayuno.

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Ya. Podría hacer todo eso, lo mismo que podría haberlo seducido. Enrojeció de
pronto al recordar su idiotez. ¡Jamás podría volver a mirarle a la cara!
—Es que no tengo tiempo —le dijo sin abrir la puerta—. Tengo un taller para
profesores al que no tengo más remedio que asistir.
—No son ni siquiera las seis.
—Es que es en Bend.
Bend quedaba a una hora de allí. Parecía razonable.
Durante unos minutos no dijo nada, pero sabía que seguía allí.
—Sólo quería asegurarme de que estabas bien —dijo al fin.
Después de que hubieran irrumpido en su casa, ¿se preocupaba por si estaba
bien? ¿Cómo alguien tan encantador iba a ser un espía?
—Estoy bien —contestó, mirando el jarrón lleno de jabones con forma de
concha que le había regalado uno de sus alumnos. Inspiró profundamente. Iba a
conseguirlo. Era una experta en salir de aquella clase de situaciones—. Me desmayo
siempre que veo gusanos. No tiene importancia.
—¿Gusanos?
Parecía sorprendido.
Heather se mordió el labio.
—Sí; era enorme. Me pasó por encima del pie.
—¿Un gusano? —repitió—. ¿Te desmayaste porque viste un gusano?
—Qué tontería, ¿verdad? Pero así soy yo.
—Pensé que podrías haber…
—El verano es una estación difícil para mí —dijo. No quería oír lo que iba a
decir—. Hay lombrices y gusanos por todas partes y me desmayo cada dos por tres.
Ya nadie me invita a una barbacoa.
—Ya me imagino.
Parecía no estar muy convencido. Cerró los ojos aliviada y se sentó en el borde
de la bañera.
—Gracias por venir a verme, pero estoy bien —añadió—. No me queda más
remedio que estarlo, teniendo el festival tan cerca.
Él no contestó y Heather sintió miedo. Quizás no se lo estaba creyendo. Quizás
sospechaba de ella, o estaba molesto. Incluso podía estar preocupado pensando que
intentaba echarle el lazo.
—Tengo muchos trajes aún por terminar —dijo—. Seguro que no volveremos a
vernos hasta dentro de un mes —¿sería tiempo suficiente?—. Incluso en dos meses.
Quizás deberíamos desearnos Feliz Navidad ahora, por si acaso.
—Puede —contestó él.

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Tenía que ser su imaginación, pero su voz le sonaba rara; no exactamente


desilusionada, lo cual no tendría sentido, sino resignada quizás.
—Entonces, Feliz Navidad.
—Eh… sí, y Feliz Año Nuevo.
Desde luego su voz seguía siendo rara, pero no intentó descifrar por qué.
Conteniendo la respiración, esperó, y tras un momento que duró varios siglos, lo oyó
marcharse de la habitación. Un minuto después, oyó cerrarse la puerta trasera de su
casa.
Dejó escapar el aire que había estado conteniendo en forma de suspiro y se
apoyó en la pared el baño. Alex Waterstone era un espía. Un chico malo. Si
estuviesen en una película, llevaría sombrero negro y todo el mundo le abuchearía
cuando apareciera en la pantalla.
Ahora sí que sabía cómo ganar la apuesta con Toto… conseguir alguna prueba
de la maldad de Alex y reformarlo. Pero ella jamás podría hacer algo así.

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Capítulo 7
Alex salió a la calle con los tutores, apartando deliberadamente la mirada de la
casa de Heather. Se negó a preguntarse por qué tendría aún las luces encendidas en
el salón, cuando normalmente se iba a la cama alrededor de las diez. Y, desde luego,
no perdería el tiempo preguntándose qué pijama llevaría puesto aquella noche: si el
de los gatos o el de los ositos de peluche.
Debería resultarle más fácil no prestar atención a Heather. Había pasado una
semana desde que fue a su casa. Una semana de largas horas de trabajo encubierto.
Una semana de volver a casa para cortos descansos a horas intempestivas. Una
semana de contener la respiración cada vez que sonaba el timbre de la puerta o del
teléfono, pensando que podía ser Heather.
Una semana de estar con los nervios tan de punta que se desilusionaba al
descubrir que no era ella quien llamaba a la puerta, lo cual era una locura porque eso
era precisamente lo que quería. Eso era lo que tenía que hacer para mantenerla a
salvo. Y en aquel momento, lo que debería era seguir concentrado en su trabajo
encubierto y en el hecho de que, tal y como estaba planeado, no había podido
cumplir con el pago del primer plazo de la deuda. No podía permitirse distracción
alguna. Nada de vecinas, ni de gatos ni de nada.
—Teniendo un día de fiesta a la vuelta de la esquina, sed flexibles con los
programas, que no somos carceleros —dijo al detenerse junto a los coches de los
estudiantes—. ¿Alguna pregunta más?
—Sí. ¿Podríamos conseguir más entradas para el primer partido? —preguntó
uno de los estudiantes—. Mi hermano va a venir y me gustaría que pudiese ver el
primer partido.
Alex se echó a reír.
—Veré lo que puedo hacer. Al menos me has dejado una semana para
ingeniármelas.
—Si puedes conseguir más entradas, yo también tengo un hermano al que le
gustaría venir —dijo otro.
Todos se echaron a reír y se subieron a los coches aparcados delante de la casa
de Alex.
Tras mucho agitar la mano, hacer sonar el claxon y acelerar motores, se
pusieron en marcha, giraron en el semáforo que quedaba a un par de manzanas de
su casa y se perdieron de vista. Volvió la tranquilidad de la noche y la oscuridad se
hizo más densa. Las farolas de la calle parecían incapaces de penetrar las sombras, y
recordó la noche en que Heather había entrado en su jardín en busca de Bonnie.
Regresó hacia su casa. No quería hacerlo, pero la cabeza lo hizo por voluntad
propia.

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¿Qué tal estaría la gatita? ¿Habría mejorado lo suficiente para que la sacaran de
la jaula? ¿Estaría incluso fuera de la habitación? Una cosa más que nunca sabría. Una
cosa más que era mejor no saber.
Al volverse para entrar en su casa, vio algo que parecía moverse en el jardín de
Heather. Parecía un papel. Lo menos que podía hacer por ella era recogerlo.
Se acercó, recogió una hoja de periódico que se movía con la brisa y la arrugó
con la mano mientras miraba hacia la casa. Los arbustos eran algo más altos por
aquel lado, y el que quedaba a la derecha de la puerta necesitaba una buena poda. Y
el jazmín tenía que…
—Eh, profesor.
Alex se dio la vuelta, sorprendido.
—¿Te has dejado algo?
Pero no era uno de sus estudiantes, sino un hombre corpulento vestido de traje
que estaba sólo a un par de pasos de distancia. Otro hombre más bajo pero igual de
corpulento lo observaba de cerca. Sólo entonces vio el coche aparcado unos metros
más allá.
Maldición. Los esbirros del prestamista. ¿En qué demonios había estado
pensando? La vida en Chesterton le estaba volviendo descuidado.
—Nosotros no nos hemos olvidado de nada, pero un pajarito nos ha dicho que
tú sí —contestó el más grande, y le dio un empujón. Una mezcla de olor a sudor y
cerveza impregnó el aire.
—¡Eh! —exclamó Alex, e hizo ademán de encararse, pero recordó a tiempo que
era un profesor. Un catedrático que no sabía nada de defensa personal y que,
además, jamás pegaría a nadie.
Miró furtivamente a su alrededor y después al hombre.
—Sólo necesito un poco más de tiempo —gimió, al tiempo que oía un ruido a
su espalda, algo como una ventana que se abría en casa de Heather.
Maldición. Cerró los ojos un instante. Después de haber insistido tanto en que
ella quedase al margen, ahora lo iba a echar todo a perder. Tenía que salir de aquella
situación rápidamente y sin alborotos. Ó al menos, llevársela lejos del jardín de
Heather.
—Si venís a…
—Lo único que nos interesa es el dinero que debes —le interrumpió el segundo
de los agresores, agarrándole por la pechera.
En ese mismo instante, Alex estaba dando un paso hacia su propio jardín en un
intento de alejarse del de Heather, y el inesperado movimiento del hombre lo hizo
desplazarse hacia la izquierda y tropezar con la goma de regar. Intentó recuperar el
equilibrio, pero no lo consiguió y tuvo la mala fortuna de caer de espaldas y
golpearse con algo duro en la cabeza. El aspersor de riego del jardín, pensó al tiempo
que la oscuridad de la inconsciencia amenazaba con engullirle.

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—¿Con qué demonios le has pegado? —preguntó el más alto de los dos a su
compinche—. Sólo teníamos que asustarlo un poco.
—No le he pegado —murmuró el otro—. Sólo le he empujado un poco y se ha
caído. Debe de tener la cabeza de cristal.
Alex intentó mantenerse consciente, e iba a incorporarse, pero se lo pensó.
Quizás fuese mejor que pensaran que estaba inconsciente; así se marcharían y
Heather no saldría a investigar.
Así que cerró los ojos y esperó a que los matones se marcharan. Pero
desgraciadamente se había caído sobre una isleta de flores, y el olor era tan intenso
que sintió que empezaba a formarse un estornudo. ¿Por qué Heather no podía tener
un césped sin más, como todo el mundo, en lugar de flores por todos los rincones?
Uno de los hombres lo empujó con el pie y Alex gimió un poco para dar
teatralidad. Ya podían marcharse. ¿Por qué diantres seguían allí?
—¿Qué hacemos con él? —susurró el primer hombre.
—Las farolas no iluminan mucho. Podemos dejarlo aquí mismo.
—Lo mejor es que lo metamos en su casa.
Eso no estaría mal, pensó Alex. De ese modo, ningún inocente se vería
involucrado.
—No sé. Me parece que hay alguien dentro.
¿Pero de qué estaban hablando? En su casa no había nadie. Maldición. La niebla
que aturdía su cabeza se disipó por un instante. ¡Pensaban que la casa de Heather era
la suya!
—¿Y si lo dejamos en el porche?
—De acuerdo. Levántalo por los pies, que yo lo sujeto por los hombros.
—No —Alex se levantó. El mundo giraba un poco a su alrededor, pero
sobreviviría—. Estoy bien.
El más pequeño de los dos matones se echó a reír y tiró el cigarrillo.
—Me parece que nuestro amigo tiene miedo de su parienta.
Alex frunció el ceño. No tenía miedo de nada, y mucho menos de Heather, pero
no le gustaba que aquel cerdo hablase así de ella.
—¿Cómo puedes tenerle miedo a alguien que lleva un pijama como ese? —
preguntó el otro.
¡Habían estado mirando por la ventana de Heather! La ira de Alex explotó.
Aquellos cerdos no podían reírse de Heather, que era una mujer dulce, amable y
llena de buenos sentimientos, y sujetó por la pechera al que tenía más cerca.
—Déjala en paz, baboso —espetó.
—¡Eh!
—¿Hay alguien ahí? —preguntó Heather desde la casa.

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Alex se volvió con el corazón en la garganta. No pensaría salir, ¿verdad? De


pronto sintió que algo muy sólido lo golpeaba en la barbilla, que la oscuridad se lo
tragaba y que caía de espaldas. Lejos del aspersor, con un poco de suerte.
Sintió un golpe sólido en la cabeza y tuvo tiempo de darse cuenta de que sus
esperanzas habían sido vanas antes de que todo se volviese negro.
Heather salió al porche. Bien. Los chicos que acompañaban a Alex ya se habían
marchado y podía cambiar de sitio el aspersor. No iba a salir en pijama a hacerlo
mientras él y sus amigos se despedían en la calle, aunque seguramente a ninguno de
ellos le hubiera importado lo más mínimo lo que ella llevase puesto.
Salió al césped mirando a su alrededor. Billy Masón les había dicho aquella
mañana en clase que un murciélago se le había metido en casa la semana anterior.
Pero se quedó clavada en el sitio al ver que había algo sobre el césped, cerca de
la acera. ¿Y si era una comadreja? No, demasiado grande para eso? ¿Un oso, quizás?
¿Habrían osos por aquellas latitudes? Era poco probable, así que, tragando saliva, se
acercó un poco más.
¡Dios, pero si era Alex!
Verlo incorporarse tembloroso la empujó a correr a su lado.
—Alex, ¿estás bien? ¿Qué ha ocurrido? —le preguntó, arrodillándose sobre la
hierba recién mojada.
Él la miró como si no la reconociera. ¿Habrían vuelto a atracarle? Sería la
primera vez que ocurría algo así en Chesterton.
—¿Son los osos, o los gatos? —le preguntó.
Ay, Dios… estaba delirando. Aquello era más serio de lo que parecía, así que se
acercó más a él e hizo que le pasara un brazo por encima de los hombros, para que se
apoyara en ella. Tanta proximidad surtía un efecto curioso en su estómago, pero se
prometió no prestarle atención. No era momento de tonterías.
—Vamos dentro —le dijo—. Ya hablaremos de eso más tarde.
Y le pasó el brazo por la cintura. Vaya musculatura. Debía de estar duro por
todas partes. Seguro que podría levantarla con un solo brazo. ¿Cómo sería bailar con
él?
Le cayó una gota en el brazo, luego otra y después otra, un oportuno
recordatorio de que debía concentrarse en lo que tenía que hacer y dejarse de
sandeces.
—No necesito ayuda —dijo él.
—Claro, ya lo sé.
Heather lo ayudó a levantarse. Parecía capaz de mantener el equilibrio, pero no
dejaba de frotarse la nuca.
—Tienes un aspersor bien duro —murmuró.

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—Sí, lo siento —le dijo sin pensar, al tiempo que lo hacía avanzar hacia la casa
tan a regañadientes como si fuese un caballo desconfiado. «Tú sigue andando» se
decía, porque si se caía allí, no conseguiría volver a levantarlo.
Pero cuando llegaron al arco de luz que salía al césped por la puerta abierta, se
detuvo.
—Tengo que ir a casa —dijo.
—Primero hay que verte la cabeza —le dijo—. Podrías tener una conmoción, o
algo peor.
Él le quitó el brazo de alrededor de los hombros y se separó.
—Estoy bien.
—No estás bien. Acabas de perder el conocimiento.
—Sólo me he tropezado.
¿Por qué tenía que ser tan testarudo?
—Hay que ir a urgencias para que te vean.
—No pienso ir a ninguna parte.
—Entonces, llamaré para que vengan a verte.
—No lo necesito. Me voy a mi casa.
—Para que te desmayes y te mueras allí solo, ¿no? Pues no pienso permitirlo,
señor sabelotodo.
Alex la miró fijamente. No entendía por qué, pero no parecía dispuesta a ceder.
—No me voy a morir —dijo en tono algo más suave.
Y precisamente fue ese tono lo que le dio a Heather el valor suficiente para
doblar su determinación. Incluso la empujó a tomarlo de la mano.
—Entra y déjame echarle un vistazo a tu cabeza —dijo—. Si no, llamaré a los
servicios de urgencia y les diré que te has vuelto loco.
Alex suspiró exasperado, pero subió las escaleras del porche y entró en la casa.
—Es que no es necesario —insistió.
—Haz el favor de entrar en la cocina. Allí es mejor la luz.
Acompañados por Victoria y Henry, entraron en la cocina e hizo que se sentara
mientras buscaba la linterna. Había un ronroneo feliz en el aire. ¿Podía ser de sus
gatos?
—Esto es una ridiculez —masculló Alex.
—Baja la cabeza, por favor.
Encendió la linterna y la enfocó a su nuca. De pronto, hundir los dedos en su
pelo le pareció demasiado… íntimo, pero no necesitó tocarle para ver el chichón que
tenía.

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—Madre mía —exclamó—. Menudo golpe. ¿Cómo ha ocurrido?


—Pues no lo sé —dijo, poniéndose de pie—. Me tropecé, supongo.
Aquel era el hombre que hacía toda clase de locuras cuando era niño y al que
jamás le pasaba nada, ¿y ahora tenía que creerse que se había vuelto tan torpe que se
tropezaba con un aspersor? Pero no iba a insistir más en aquel momento.
—Tienen que verte ese chichón. Apuesto a que has sufrido una conmoción
cerebral.
—No sería la primera vez —contestó él, encogiéndose de hombros—. No tiene
importancia.
Y dio media vuelta para salir, pero ella fue más rápida y le bloqueó el paso,
cruzándose de brazos. Menos mal que no se notaba cómo le temblaban las piernas.
—Si no estás dispuesto a ir a urgencias, no voy a permitir que te vayas a
ninguna otra parte. Alguien tiene que vigilarte cada dos o tres horas.
La idea no parecía hacerle ninguna gracia. De hecho, su expresión era oscura
como una tormenta, pero Heather no se dejó intimidar. Hubiera bastado con que él le
soplara para que se rindiera, como había hecho toda la vida, pero como no lo hizo,
sino que se limitó a volver a la silla…
—No lo comprendes —dijo—. Yo no debería estar aquí. Va a dar una impresión
equivocada.
Ella se echó a reír.
—Nadie nos ha visto —le aseguró—, y aunque así fuera, me importaría un
comino. Ven, te acompaño a la habitación de invitados.

Toto aminoró la marcha al pasar frente a la casa de Heather. Todas las luces
estaban encendidas.
—Qué raro —le dijo a Junior—. Nunca está levantada a estas horas. Será mejor
que echemos un vistazo.
Toto paró el motor y Junior y él salieron del coche. No estaba seguro de si a
aquel viejo perro policía le gustaba la lluvia, pero a él le parecía una bendición
después de un día de tanto calor. Cuando terminase su turno, podrían dar una
vuelta. De todas formas, no había mucho para él en casa desde que Dorothy se
marchó.
Penny y Brad habían vuelto de París. No los había visto por no dar la impresión
de que estaba ansioso por recibir noticias de Dorothy. Y lo estaba, pero no tenían por
qué saberlo.
Cruzó el césped y examinó el perímetro de la casa. Las cortinas estaban echadas
en la mayoría de habitaciones, excepto en la cocina, pero allí las luces estaban
apagadas. A la luz que provenía del salón, vio a uno de los gatos sentados en lo alto
de la nevera. Todo parecía tranquilo.

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Aun así, Junior y él subieron las escaleras de atrás y Toto abrió la puerta de la
cocina.
—¿Heather? —la llamó con suavidad.
El gato se bajó de un salto de la nevera y desapareció. Un momento después,
Heather llegaba a la cocina.
—¿Toto?
—¿Qué ocurre? —le preguntó. Parecía tensa.
Pero Heather se limitó a mirar por encima del hombro y salió con Toto fuera.
—No pasa nada —susurró—. Alex está aquí.
—¿Qué Alex está aquí? ¿Para qué? —era una hora muy intempestiva para hacer
visitas—. ¿Pasa algo malo?
—¿Malo? —Heather parecía enrojecida—. ¿Por qué preguntas eso?
—Pues porque tú no sueles estar levantada a estas horas, y Alex no suele estar
aquí.
Toto la vio sonreír tímidamente a la luz de la luna.
—La verdad es que se trata de algo personal —dijo—. Estaba recortando hojas
de papel para los niños de mi clase y Alex vino a ayudar, y luego, eh… bueno, ya
sabes.
Entonces fue Toto quien enrojeció y se alejó de la casa, como si quisiera ocultar
su azoramiento.
—Dios, Heather, cómo lo siento. No pretendía interrumpir —ojalá todo aquello
no tuviera que ver con su estúpida apuesta, pero no tuvo el valor de preguntárselo—.
Será mejor que me vaya.
—Gracias por haber pasado, Toto —le dijo, apoyando la mano en su brazo.
Tenía la mano fría, casi como si estuviese preocupada o tuviera miedo, pero su voz
no sonó así. Y desde luego, su gato no había actuado como si ocurriera algo raro, así
que dio otro paso.
—Si va a quedarse aquí un rato —dijo, ocultando su azoramiento—, debería
cerrar la puerta de su casa.
—¿Es que está abierta? —Heather dio un paso hacia la casa de Alex, pero se
detuvo—. Eh… Toto, ¿podrías prestarme a Junior esta noche? Es que estoy…
trabajando con una gatita nueva y me gustaría ver cómo se comporta con un perro.
Toto miró a su amigo, su única compañía durante aquellos días. El animal
movía la cola como si hubiese entendido las palabras de Heather y la miraba con ojos
implorantes.
—Claro —suspiró. Podía dar el paseo solo. No tenía importancia. ¿Y qué si todo
el mundo tenía ya quien le hiciese compañía?—. ¿Crees que tendrás suficiente con
una sola noche? Junior estaría encantado de quedarse un par de días y cuidar de tu
gatita.

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—¿No vas a necesitarlo estos días?


—La verdad es que sería mejor que estuviera contigo. Voy a tener que trabajar a
doble turno y así no estaría solo.
—Estupendo. Nos lo vamos a pasar bien, ¿verdad, Junior?
El animal movió la cola, y Toto les sonrió a ambos sin demasiado entusiasmo.
Estaba empezando a acostumbrarse a la soledad.
—Voy a cerrar la puerta de Alex y me iré a casa —dijo.
—No te preocupes —contestó Heather—. Yo… eh… tengo que ir a buscar una
cosa.
—No te separes de mí, Junior —le susurró al animal al abrir la puerta de la casa
de Alex. No se oía ningún ruido, así que no debía de haber nadie. El perro entró a su
lado, pero echó a correr.
—¡Junior!
El animal se paró en seco y volvió junto a ella, pero seguía sin oírse ningún
ruido en el resto de la casa. Estaba en un salón amueblado con un sofá, unas cuantas
sillas, una televisión y varias estanterías.
—Tenemos que llevarnos su cepillo de dientes —le dijo al perro.
Era algo perfectamente razonable, pero sus pies no querían moverse del sitio,
así que allí se quedó. Había una luz encendida en la cocina, pero el resto de
habitaciones estaban a oscuras. A oscuras y llenas quizás de asaltadores. Junior no se
movió, y al final suspiró para decirle:
—Bueno… voy a buscarlo.
Atravesó rápidamente el salón, llegó al baño, encendió la luz, sacó un cepillo
rojo del vaso con la pasta y apagó la luz.
—Ya lo tengo —le dijo a Junior, que no parecía impresionado—. Ya sé que me
estoy comportando como una idiota, pero ahora podemos…
El timbre del teléfono rompió el silencio y Heather se quedó inmóvil. El corazón
tenía que habérsele parado también. No, no. Le latía a todo correr. ¿Quién podía
llamar a aquellas horas de la noche?
—Qué tontería —le dijo a Junior—. Sólo porque a mí no me llamen a estas
horas, no quiere decir que a Alex no puedan llamarlo. ¿Crees que debo contestar?
Pero antes de que pudiera tomar una decisión, el contestador automático se
puso en marcha. Aunque pareciera el colmo de la mala educación, debería oír el
mensaje y transmitírselo a Alex. Podía ser importante.
—¿Waterstone? —dijo una voz, e hizo una pausa para toser—. Las cosas se han
descontrolado esta noche así que voy a demostrarte lo buen tipo que soy. Te doy un
día más para reunir la pasta, pero ni un solo minutos más. O apareces con lo que me
debes mañana por la mañana a las ocho, o te mando de vacaciones con las truchas
del lago Michigan —otra tos—. Si no eres lo bastante hombre para soportar la
presión, juega a la lotería y deja lo demás para los hombres de verdad.

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El hombre colgó, y el silencio se hizo de nuevo en la habitación. Un silencio


sepulcral. Heather miró a su alrededor despacio, como si quisiera que aquella
habitación le demostrase que lo que había oído no era cierto. Pero no encontró nada.
Ni un solo luminoso de neón proclamando la inocencia de Alex. Ningún sacerdote
alabando las cualidades de su carácter. Nada.
Sólo la confirmación de que Alex era un jugador, y empedernido al parecer. Eso
debía de ser lo que estaba haciendo en Chicago cuando lo asaltaron, y el episodio
acontecido aquella noche seguro que también tenía que ver con el juego. Le debía a
alguien una buena cantidad de dinero, y esa persona estaba dispuesta a hacer
cualquier cosa para recuperarlo. Estaba metido en un buen lío.
—¿Heather?
Se dio la vuelta y se encontró con Alex en la puerta. ¿Habría oído el mensaje?
¿Sabría que ella conocía su secreto? No sabía qué decirle. Quizás lo mejor fuese
distraerlo para que no tuviera la oportunidad de hacerle preguntas. Sí, distraerlo,
pero, ¿cómo?
Sólo se le ocurrió una forma de conseguirlo.

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Capítulo 8
—¿Qué haces aquí? —preguntó Alex. Sí, su voz sonaba molesta, pero es que
Heather había desaparecido sin decir palabra. Había entrado en el cuarto de baño
para lavarse el chichón, ya que esa iba a ser la única forma de impedir que lo hiciese
Heather, y al salir había desaparecido. Lo primero que pensó era que los matones
habían vuelto, y ahora se la encontraba allí, dando vueltas por su casa con la única
protección de Junior.
—Nada —contestó Heather—. Salía ya.
Pero las cosas podían ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar.
—¿Hay alguien más aquí? Me ha parecido oír voces.
—Sólo Junior y yo —replicó, y le mostró el cepillo de dientes—. He venido a
cerrar las puertas y a por esto —le dijo y sonrió.
Alex ya había sido en otras ocasiones el destinatario de las sonrisas de otros.
Sonrisas que provenían de labios mucho más experimentados que los de Heather,
pero ninguna había surtido el mismo efecto que aquella. De pronto se sintió como un
barco que hubiese perdido la quilla, una cometa sin hilo, volando a merced de la
corriente y con una única boya de salvación: su sonrisa.
—Me gusta que los hombres que se quedan a dormir en mi casa tengan su
propio cepillo de dientes.
Era una declaración escandalosa, teniendo en cuenta su situación, y mucho más
cuando su propia voz gritaba a voces la mentira, pero aun así Alex sintió que algo le
ardía en la boca del estómago. Algo que podría haber sido identificado como celos,
de no ser porque no tenía ningún sentido.
Tenía que protegerla, y el único modo de hacerlo, por el momento, era no
separarse de ella. Su seguridad era todo lo que quería, y para conseguirla lo primero
que tenía que hacer era sacarla de allí.
—Deberías haberme dicho a mí que la puerta estaba abierta. Yo mismo habría
venido a cerrarla. No deberías andar por ahí sola, de noche.
—Junior venía conmigo.
—¿Es…? Un momento —frunció el ceño—. ¿De dónde ha salido? No estaba en
tu casa.
—Toto se pasó a verme y me lo ha dejado unos días, pero no te preocupes, que
no le he dicho nada.
Su voz era suave como la seda y su tono le decía que se relajase, pero en lo
único que podía pensar era en que ella se había acercado un par de pasos.
—¿Nada de qué? —preguntó.
—De tu accidente.

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Pero apenas la oyó. Había algo en sus ojos que no había visto antes, una
preocupación que iba más allá de lo que pudiese ocurrir en aquel momento. Una
serenidad en la que se podía confiar. Una generosidad que le impresionaba.
Fuera lo que fuese, algo despertó en el fondo de su corazón. Una urgencia
extraña que nunca antes había sentido, una necesidad sobrecogedora de conservar
aquel momento.
Algo que era precisamente lo último que necesitaba en ese instante. Tenía un
trabajo que hacer, que quería hacer. Un trabajo que no tenía nada que ver con ella,
excepto por el hecho de que la casualidad la había involucrado. Su instinto masculino
le decía que tenía que echar a correr y apartarse de los ojos azules de Heather pero, al
mismo tiempo, ese mismo instinto le decía que tenía que quedarse y protegerla. El
mundo era un lugar duro, lleno de malas personas.
—Volvamos a mi casa —dijo ella.
Alex consiguió librarse del trance en el que había caído. Tenía que protegerla,
sí, pero también de sí mismo.
—Sí. Voy a apagar las luces —dijo. Necesitaba alejarse de ella.
—Yo apagaré las de la cocina —se ofreció, y echó a andar.
Un paso, dos, tres, pero Alex no conseguía respirar mejor. Se dio la vuelta y se
apresuró a apagar la luz de la mesa. Tenía que sobreponerse. Aquello no era nada
comparado con los tres balazos que había recibido y a los que había sobrevivido, o
con la noche de supervivencia en una ciénaga, en la que los mosquitos habían sido la
menor de sus preocupaciones.
Apagó la luz de la mesita al mismo tiempo que ella las de la cocina, y la
habitación quedó más oscura que la misma noche.
—¡Ay! —oyó exclamar a Heather desde algún lugar cercano a la televisión—.
No, Junior, no pasa nada. Estoy bien.
—Lo siento. No esperaba que se quedase todo tan a oscuras. Voy a…
Se volvió hacia la luz, pero se encontró a Junior en el camino y, al intentar
esquivarlo, tropezó con Heather. Sin querer, habían acabado el uno en los brazos del
otro.
—¡Vaya!
—Lo siento —dijo él.
¿Pero de verdad lo sentía? Y, de ser así, ¿por qué no podía soltarla?
Su delicado aroma lo rodeó, atrapándolo de nuevo en su hechizo. Las piernas
no podía moverlas, pero los brazos sí, y la apretó contra su cuerpo. Sus manos
encontraban fuego dondequiera que tocase.
Inclinó la cabeza y encontró sus labios. Suaves, carnosos y llenos de poder.
¿Cómo no había percibido su fuego antes? Tocarla, besarla, saborear su pasión sólo
incrementaba su necesidad de ella. Sólo aventaba su fuego y su necesidad.

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Sus labios se volvieron más insistentes, la abrazó con más fuerza, su hambre de
ella se hizo más urgente. Pero no era bastante. No podía responder a la necesidad
que gritaba en su corazón.
Entonces Junior ladró, y eso fue lo único que trajo a Alex de vuelta a la realidad.
Soltó a Heather, dando gracias al cielo por la oscuridad que ocultaba la confusión de
su rostro.
—¿Qué pasa, Junior? —le preguntó.
Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y corrió a la puerta. ¿Qué clase
de hombre era si podía olvidarse de sus responsabilidades en cuanto tenía cerca de
una mujer hermosa? Debería haber sido él quien vigilase, y no Junior. Pero no se
trataba más que de un vecino que paseaba a su perro por el otro lado de la calle.
Inspiró profundamente y sintió que Heather llegaba a su espalda. No podía
volver a caer. Tenía que estar alerta, vigilante.
—¿Estás preparada? —le preguntó, con el corazón en la garganta ante su
proximidad. Iba a necesitar tener alguna distracción en su casa—. Voy a por un par
de libros y algunos vídeos.
—Pero si es muy tarde. Más de medianoche, y yo siempre me acuesto pronto.
¿Acostarse? De ningún modo iba a meterse en una cama en su casa.
—Para mí es temprano —dijo, al tiempo que recogía un par de libros y de
vídeos de una estantería cercana. No podía ver lo suficiente para leer los títulos, pero
no importaba—. No te preocupes, no tienes por qué hacerme compañía. De hecho,
podrás dormir aún mejor sabiendo que Junior y yo estamos de guardia.
—Pero el golpe que…
—Estoy bien —le aseguró mientras salían. Junior saltó en la oscuridad mientras
Alex cerraba la puerta y activaba la alarma. Menos mal que no la había conectado
cuando se marcharon los estudiantes, que si no Casio…
Maldición. Casio. Seguro que estaba a punto de enviar de nuevo a las tropas.
Debía haberse puesto en contacto con él hacía ya mucho. Lo llamaría desde casa de
Heather una vez ella se hubiera dormido.
Volvieron a la casa. Los gatos los esperaban y Victoria y Henry saludaron a
Junior como a un viejo amigo, pero un tercer gatito gris lo miraba con el lomo erizado
y bufando.
—¿Es Bonnie? —preguntó—. ¿Ya ha salido de la cárcel?
—No era una cárcel.
Alex se echó a reír y acarició a la gatita.
—Ya lo sé. Era por su propio bien. Era la única forma de salvarla. A veces, hay
que ser duro para poder ser bueno.
Heather lo miró con extrañeza.
—Sí, es cierto.

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—Bueno, voy a leer un poco antes de irme a dormir —dijo.


—Muy bien —contestó ella—. La cama de la habitación de invitados está hecha.
Me levantaré dentro de unas tres horas para echarte un vistazo.
—Bien.
No se molestó en decirle que no era necesario, porque hubiera resultado inútil.
Además, tenía un tremendo dolor de cabeza, pero tampoco iba a decírselo.
Heather asintió y entró en su habitación mientras él, con sus libros y sus vídeos,
entraba en el salón. Junior y los gatos lo siguieron. Cuando se acomodó en el sofá con
un suspiro, todos se agruparon frente a él, observándolo.
—¿Qué? —les preguntó en voz baja—. Yo no soy el malo, así que no tenéis por
qué desconfiar de mí. Sólo intento que no le pase nada.
Oyó el agua correr en el cuarto de baño, así que se levantó para revisar la puerta
principal y las ventanas: todo estaba cerrado.
—¿Alex?
Demonios… se apresuró a volver al sofá y se sentó. Junior estaba a su lado,
moviendo la cola como si se tratase de un juego nuevo, y los gatos lo miraban
precavidos.
—¿Alex?
Levantó la mirada. Tenía las mejillas sonrosadas y el pelo recién cepillado. Era
una visión irresistible.
—Hay palomitas en la nevera y galletas en el armario.
Él sonrió.
—Gracias. No te preocupes.
—De acuerdo. Buenas noches.
—Buenas noches y gracias.
—No hay de qué.
Alex suspiró al oír los ruidos amortiguados de su dormitorio. Luego, sólo hubo
silencio. Uno de los gatos se había ido con Heather y el marrón estaba sentado junto
a Junior, observándolo. Bonnie mantenía la vigilancia desde debajo de una mecedora,
cerca de la cocina. No sabía si estaban esperando pasar un buen rato con él, o que
cometiera un crimen para poder delatarlo.
—¿Os parece que es buen momento ahora para revisar las ventanas? —les
preguntó en voz baja.
Ninguno contestó, y ninguno pestañeó tan siquiera cuando se levantó para ir
hasta la zona de comedor. Las dos ventanas estaban cerradas, pero revisó también la
de la cocina y del baño principal.

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Se detuvo junto a la puerta de Heather, pero como era demasiado pronto para
revisarla, volvió al salón y a su libro, una disertación sobre el uso de los árboles en la
poesía medieval. Leyó la misma página tres veces y lo dejó sobre la mesa.
—¿Se duerme rápido Heather? —le preguntó al gato, que se limitó a fruncir el
ceño como respuesta.
Debía de haber pasado ya media hora desde que se fue a la cama. Ese tiempo
debía ser suficiente, ¿no? Fue hasta su puerta y se paró a escuchar. Al principio no
oyó nada, pero después percibió una respiración rítmica y tranquila.
Abrió la puerta y a punto estuvo de tropezarse con el gato marrón que entraba
a toda carrera en la habitación. El animal saltó sobre la cama y Alex a punto estuvo
de tener un ataque al corazón, porque estaba seguro de que Heather se despertaría.
Pero no fue así.
De puntillas y a la suave luz de una lamparilla de noche caminó hasta la
ventana y la comprobó. Estaba cerrada.
Al darse la vuelta, vio a Heather en la cama. Estaba tumbada de lado y sintió un
cosquilleo en la mano por el deseo de acariciar aquellas curvas. Su respiración se
volvió entrecortada porque la necesidad de sentirla tumbada junto a él era casi
insoportable.
Había sentido deseo en otras ocasiones, pero nunca había sido así. Nunca había
sido tan fuerte que casi podía oler su propia carne ardiendo. Nunca había sido tan
fuerte como para tener el corazón a punto de reventar. Era como si Heather lo
hubiera hechizado.
Ella se movió levemente y él contuvo la respiración. ¿Qué estaba haciendo,
mirándola así? Se apresuró a llegar a la otra ventana, la comprobó y salió de la
habitación en menos de un segundo. Luego se fue a la cocina y llamó a Casio.
—¿Dónde demonios has estado? —le preguntó su supervisor—. Llevo horas
intentando localizarte.
Alex no contestó a su pregunta.
—Tenemos un problema —dijo—. He tenido dos visitas esta noche.
—Maldita sea… ¿Estás bien?
—Tengo un chichón del tamaño de un balón de rugby en la cabeza pero, aparte
de eso, estoy bien.
—No esperaba una reacción tan violenta —comentó.
Junior entró en la cocina. Intentaba hablar en voz baja, pero evidentemente no lo
era lo bastante, así que se volvió hacia la puerta.
—Creo que no pretendían que ocurriera, pero no importa. El problema es que
piensan que la casa de Heather es la mía. Que Heather y yo estamos viviendo juntos.
—¿Y?
—¿Cómo que «y»? Heather está en peligro.

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—¿Por qué va a estarlo? Eres tú el que ha pedido el préstamo.


—¿Y si vienen por ella para obligarme?
—¿No me habías dicho que no hay nada entre ella y tú?
Pero Alex apenas lo había oído. A través del cristal de la puerta se veía la
calle… y un coche avanzando lentamente con las luces apagadas. ¿Eran
imaginaciones suyas o había aminorado la marcha al pasar delante de la casa de
Heather y la suya?

Heather recogió el libro del suelo del salón y apagó la lámpara. La habitación
estaba débilmente iluminada por la luz del incipiente amanecer, pero aun así podía
ver perfectamente a Alex dormido en el sofá, con Junior dormido a su lado y Bonnie
acurrucada en el arco de su brazo. Contemplar aquella imagen le humedeció los ojos.
Aquel era un Alex que casi nadie veía, un hombre que la mayoría ni siquiera
creería que existía. Sin embargo, ella había tenido la oportunidad de vislumbrar ese
otro lado suyo al verlo con Bonnie, y ahora tenía la certeza de que una parte secreta y
mucho más amable de él existía de verdad.
Se había levantado una hora antes para asegurarse de que se encontraba bien, y
él le había echado una buena reprimenda por hacerlo. Típica actitud de macho duro.
Pero ya no iba a dejarse engañar más.
Recordó cómo era Alex de pequeño. Le encantaba el béisbol, subirse a los
árboles y hacer cosas con su padre. Recordaba haberlos visto jugar juntos en el jardín,
lavar el coche juntos, incluso apartar la nieve del camino juntos. Entonces no buscaba
aventuras.
Fue después de que su padre muriera de cáncer cuando cambió. Fue entonces
cuando se convirtió en el chico duro que aceptaba cualquier desafío, que vivía todos
los momentos al límite. Siempre necesitaba ser el centro de atención, como si temiera
no gustarle a nadie de otro modo. ¿Seguiría sintiéndose así, o se habría
acostumbrado de tal modo a las emociones fuertes que creería no poder vivir sin
ellas?
Pensó en la llamada que había oído en su casa. De hecho, apenas había podido
pensar en otra cosa. ¿Qué le diría cuando se lo contara? Lo sabía muy bien.
El chico duro Alex fingiría que no tenía importancia. Que podía solucionarlo.
Y ese lado más tierno de su persona quedaría enterrado cada vez más hondo,
hasta que ni siquiera pudiera asomar en momentos así. ¿Habría forma de salvarlo de
sí mismo? ¿Habría alguna forma de librarlo de su ansia de emociones fuertes para
que su lado más tierno pudiese tener una oportunidad?
Debió de suspirar, o moverse, o hacer alguna clase de ruido porque Bonnie
levantó la cabeza y bostezó y, a pesar de sus preocupaciones, Heather sonrió. La
gatita había llegado tan lejos, desde el animalillo salvaje que era dos semanas antes.
Una vez se había atrevido a confiar en alguien…

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Una idea se materializó en su cabeza. ¿Se atrevería a ponerla en práctica? Era


muy atrevida, pero también podía ser la única forma de salvar a Alex. Además, él
había estado de acuerdo con la idea la noche anterior. Claro que hablaban sobre
Bonnie, pero…

Dorothy se colocó la última horquilla en el pelo y retrocedió para comprobar su


imagen en el espejo. Genial. Necesitaba parecer sofisticada pero sin recargar.
Parisina. Trabajaba en una galería de arte que atraía a los turistas, así que no podía
parecerlo ella.
Ese era el problema principal. Seguía pareciendo una turista, de modo que los
habitantes de aquella ciudad la trataban con la amabilidad reservada a los turistas, y
no con verdadera amabilidad. Y había tantos cafés y pequeños restaurantes que
conocer que todavía no había encontrado el adecuado, en el que la gente pudiera
llegar a ser sus nuevos amigos. No, tenía que ser paciente y darse tiempo. Pronto
empezaría a sentirse como en casa.
El timbre del teléfono rompió el silencio. Qué curioso. ¿Quién podía llamarla a
aquel rincón del mundo? Brad y Penny se habían marchado la semana anterior, y se
quedó mirando el aparato un momento, casi como si esperase que fuera una
alucinación.
Podía ser su nuevo jefe en la galería de arte. Quizás había cambiado de opinión
y ya no quería que trabajase para ellos. Dejó las horquillas que le quedaban en la
mano sobre la cómoda y se tumbó sobre la cama para alcanzar el teléfono.
—¿Dorothy?
—¿Heather? —preguntó, sentándose en la cama con incredulidad.
—Prometí estar en contacto y aquí me tienes.
—Sí, pero… Dorothy miró el reloj, que por alguna extraña razón seguía
llevando la hora de Chesterton—. Pero allí apenas son las cinco de la mañana.
—Yo siempre me levanto temprano, y he pensado que para ti estaría bien.
Penny me ha dicho que todo el mundo en París vive la noche, así que pensé que no te
levantarías hasta por la tarde.
—Bueno, no todo el mundo puede mantener esa costumbre —se rió, esperando
ocultar con la risa la realidad de su vida en aquella ciudad—. ¿Qué tal estás? ¿Cómo
está todo el mundo por allí?
Qué bocazas. Ahora Heather se iba a pensar que le estaba preguntando por
Toto.
—Estoy bien. Todos estamos bien.
¿Todos?
—Me alegro —dijo, y rascó con la uña una pelusa que se le había pegado a la
falda—. Me alegro muchísimo —repitió—. ¿Brad y Penny llegaron bien?

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—Sí, estupendamente. Traían un montón de historias que contar. Nos ha dado a


todos una envidia tremenda.
—¿A todos?
—Bueno, ya sabes: tía Em, yo, la señorita Fogarty, Nancy Abott…
Pero nada de Toto. Y no es que saberlo la alegrase o la desilusionara. No le
importaba un comino lo que hiciera o dejase de hacer.
—¿Qué tal está Junior? —preguntó, y se dejó caer de espaldas sobre la cama.
Otra pregunta estúpida.
—¿Junior? —Heather se echó a reír—. Pues mira, se va a quedar aquí con
nosotros unos cuantos días.
Había algo en la voz de Heather…
—¿Nosotros?
Heather se echó a reír, pero le pareció una risa extraña.
—Con Victoria, Henry, la nueva Bonnie y yo.
—Ah. Os lo pasaréis bien con él.
—Eso espero —hizo una pausa y Dorothy notó sus dudas—. La verdad es que
tenía un motivo para llamarte. Me gustaría saber si puedes ayudarme.
—Estaré encantada de intentarlo.
Debía de ser algo tremendamente importante para merecer una llamada
transoceánica.
—Es que estaba pensando en la cabaña que utilizaste el verano pasado. Ya
sabes, esa que era propiedad del matrimonio que conociste en Florida. Creo haberte
oído decir que iba a estar vacía todo el verano y que podías utilizarla cuando
quisieras.
—Sí —contestó Dorothy—. Está en la península, al noroeste de un pueblecito
llamado Watton.¿Porqué?
Heather carraspeó. Estaba pasando vergüenza.
—Es que… me preguntaba si podría utilizarla este fin de semana.
—¿Que quieres estar sola en medio del monte en Michigan? —¿Que la tímida y
miedosa Heather quería pasar un fin de semana en un lugar aislado, en medio de
ninguna parte, con un suministro eléctrico errático y un bosque lleno de bichos que
ululaban, aullaban y acechaban por la noche?—. ¿Eres de verdad Heather Mahoney,
o una impostora?
Heather se echó a reír, esta vez de verdad.
—Es que no pensaba ir sola —dijo con cuidado—. Un amigo se va a venir
conmigo y, como queríamos pasar un par de días solos, he pensado que sería el lugar
ideal.
—Comprendo.

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Qué sorpresa. No se habría podido imaginar que Heather tuviese a alguien


especial. Pero llevaba ya varias semanas fuera, y las cosas podían cambiar en ese
tiempo.
—No es que vayamos a estar solos del todo —corrigió Heather—. Junior se
viene para mantener a raya a los animales salvajes, y tengo que llevarme a la gatita
nueva porque si la dejo sola esos días, cuando vuelva tendré que empezar de cero.
—Puedes usar la cabaña con toda libertad —le aseguró Dorothy—. Todo el
tiempo que quieras. ¿Vas a subir pronto?
—Esta misma mañana —contestó, y su voz reflejaba alivio y excitación—. Voy a
saltarme los talleres de profesores, y tendré que llamar a tía Em o a Penny, a ver si
pueden echarle un vistazo a los gatos mientras esté fuera.
—Seguro que lo pasaréis bien.
—Eso espero.
Dorothy sintió que el corazón se le hacía más y más pesado mientras le daba las
indicaciones para llegar y, cuando se despidieron y colgó, tenía el alma cargada de
nostalgia. Sus amigas iniciaban una nueva vida sin ella. Era normal, y era también lo
que quería, pero no podía evitar que fuese triste también.

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Capítulo 9
Alex se despertó al olor del café y del pan caliente. No, esas cosas sólo podían
formar parte de un sueño, así que no podía estarse despertando. No olía a café hasta
que él lo hacía y…
Sintió una respiración en la cara y abrió los ojos. Estaba tumbado en un sofá con
un gato sentado sobre su pecho, mirándolo. Los recuerdos de la noche anterior
acudieron a su cabeza. El enfrentamiento con los matones. El golpe en la cabeza. El
empeño de Heather en que viniera a su casa. Su necesidad de tocarla y de sentirse
tocado por ella.
El gato saltó cuando Alex hizo ademán de levantarse. Le dolían todos los
músculos del cuerpo y tenía la cabeza a punto de explotar. Pero había un dolor más
profundo que no podía localizar, más fuerte que el resto, lo cual sólo venía a
demostrar qué mala idea era dejar que alguien entrase en su vida, aunque fuera sólo
marginalmente.
—Ah, ya te has levantado.
Heather estaba al otro lado de la habitación, en la puerta de la cocina, pero su
voz suave le envolvió el corazón. Se volvió a mirarla, con tanto temor como deseo de
hacerlo, y sus ojos bebieron en ella, en la belleza de su sonrisa, en el calor de sus ojos.
Sólo con mirarla le bastaba para sentirse mejor. Más fuerte. Más vivo.
Estaba tan preciosa, incluso con aquel sencillo pantalón corto y camiseta.
Parecía una flor delicada y, precisamente, esa delicadeza hacía que el resto del
mundo, por contraste, resultase más sórdido, más sucio, y que fuese más necesario
protegerla.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
—Bien. Muy bien.
Y se levantó del sillón con energía, ignorando las protestas de sus músculos.
Había tomado una decisión durante las largas horas de la noche, y verla le afirmó
más en ella. Tenía que salir de allí. Unos cuantos meses fuera de la ciudad serían
perfectos. Incluso podía contentarse con unas cuantas semanas. Hasta con un fin de
semana de tres o cuatro días.
Heather volvió a entrar en la cocina.
—Espero no haberte despertado yo —le dijo desde allí—. He intentado no hacer
ruido.
—No te he oído. Es que suelo despertarme pronto.
No iba a echarla de menos. El dolor que sentía en la zona del corazón era
simplemente debido a haber dormido en un sofá tan pequeño. Con estirarse bastaría.
Buena idea. Doblándose por la cintura, apoyó las manos en el suelo y estiró los
músculos de las piernas.

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—¿Qué tal la cabeza? Heather volvió con una taza de café—. ¿Quieres crema o
azúcar? Te lo he traído solo.
—La cabeza va bien —dijo, incorporándose—. Y el café me gusta solo —¿cómo
lo habría sabido? No es que importase. Tomó la taza y bebió un sorbo—. Esto es todo
un lujo.
—¿Y eso?
—Pues porque nadie me sirve el café cuando estoy en casa.
La siguió a la cocina.
—¿Quieres desayunar, o prefieres ducharte primero?
—Me ducharé en casa —dijo—. Voy a arreglar esto un poco, si no te importa.
Tenían que hablar de unas cuantas cosas.
—Claro que no me importa, y no estoy segura de que debas ir a casa, a no ser a
por ropa limpia.
Aquella mujer le quitaba el sentido. Una mujer pequeña, de aspecto frágil, con
las mejillas sonrosadas y los ojos profundos, dispuesta a pelearse por su bienestar.
No sabía exactamente a qué era debido, a su pasión o a su belleza, pero estaba
prendado de ella. Sólo deseaba acercarse a ella y abrazarla.
No, quería más que eso. Mucho más. Quería hacerle el amor una y otra vez.
Quería sentir su calor rodeándolo y perderse en ella. Pero lo más sorprendente es que
quería aún más. Sentía tanta necesidad de su ternura que casi se asustaba.
Tenía que ser por el golpe de la cabeza y las pocas horas que había dormido. Se
sirvió otra taza de café y se volvió hacia ella.
—¿Quieres otra taza?
—Sí, gracias.
Llenó también su taza y, al acercarse, percibió un suave aroma a flores que
emanaba de ella, pero no permitió que eso lo afectase. Lo mismo que la humedad de
sus labios. Dejó la cafetera y se sentó a la mesa.
—Menos mal que vamos a tener un día de fiesta —dijo—. Estoy deseando
disfrutar del fin de semana de tres días.
—Yo también —contestó ella—. ¿Qué te apetece desayunar? ¿Tostadas?
¿Cereales? ¿Beicon y huevos?
—Con tostadas me vale —dijo—. ¿Tienes planes para el fin de semana? Seguro
que piensas aprovecharlo para ir a ver a tus padres a Arizona —sugirió como si la
idea acabase de ocurrírsele.
—La verdad… —empezó, insegura—. La verdad es que tenía que subir a la
península a ayudar a Ida Crawford a cerrar su cabaña y dejarla preparada para el
invierno.
—¿Y es que no vas a hacerlo?

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—Toto iba a subirme en su coche y después Ida y yo volveríamos en su coche el


lunes, pero resulta que a Toto le han puesto turno doble y no puede llevarme.
—¿Y ese es el problema? —Alex casi se rió en voz alta—. Eso puedo arreglarse.
Yo te llevaré.
—Creía que iba a conducir yo —dijo Alex, intentando encontrar una postura
cómoda en el asiento sin conseguirlo. Llevaba tres horas intentándolo, pero adoptara
la posición que adoptara, quedaba demasiado cerca de Heather para poder pensar
con claridad. Debería haber hecho que Junior se sentara delante y él, haber ocupado
el asiento de atrás con Bonnie en su cesta.
—Si no recuerdo mal —le contestó Heather—, anoche te diste un golpe muy
fuerte en la cabeza, y una conmoción no es algo que deba tomarse a broma.
—Lo de la conmoción es tu diagnóstico, no el mío.
Nada de todo aquello estaba saliendo como él se había imaginado. Para
empezar, deberían haberse llevado su coche y no el de Heather, que era mucho más
lento. Pero el suyo había amanecido con una rueda desinflada, y habría tenido que
dejar a Junior y a Bonnie en casa, a pesar de la insistencia de Heather de que se había
comprometido a cuidar de Junior y que el aprendizaje de Bonnie no podía
interrumpirse. Los animales serían un estorbo si tenían problemas.
Y debería ser él quien condujera. Era él quien tenía experiencia en maniobras de
evasión. Era él quien podía sacarle el máximo a un coche. Era él quien podía
presentir el peligro antes de que los alcanzase. Todas esas razones y algunas más
eran las que justificaban que debía ser él quien condujera. Pero Heather ni había
querido hablar del asunto.
—Habría sido también el diagnóstico del médico si me hubieses dejado llevarte
a urgencias. Además, soy buena conductora —añadió tras adelantar a un camión—.
Nunca he tenido un accidente. Ni siquiera me han puesto una multa.
Estiró un brazo para poner en marcha el aire acondicionado, y su mano quedó
peligrosamente cerca de la rodilla de Alex. Sólo un poco más y…
Apartó la pierna y se obligó a pensar en su protección.
—Háblame de la cabaña. ¿Dónde está exactamente?
—¿Exactamente? ¿Te refieres a la longitud y la latitud?
Había una nota en su voz… ¿le estaba ocultando algo, o se estaba volviendo
paranoico?
—¿Está en Watton o fuera del pueblo?
—Fuera. Pero, en realidad, Watton es casi todo campo.
¿Qué querría decir con eso? Para ella, el campo sería un lugar lleno de pájaros y
mariposas, y noches tan oscuras en las que podría pedir deseos incluso a la estrella
más diminuta.

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Pero el campo era algo totalmente distinto para él. Espacio. Montones de
espacio con montones de sitios en los que esconderse. Poca población. Unos cuantos
agentes de policía que tenían que cubrir unas jurisdicciones inmensas.
—Protección de la policía rural —murmuró.
—¿Policía rural? —parecía confusa, pero se echó a reír—. Supongo que sí, pero
no por eso estarán menos preparados que los policías urbanos.
No entendía nada, y él sentía cada vez más quemazón en el estómago.
Maldición. No le gustaba nada aquella situación. Debería haber hecho más preguntas
antes de acceder a acompañarla. Pero es que no era capaz de pensar con claridad
estando con ella, y eso tenía que cambiar. A partir de aquel mismo instante.
—Habrá vecinos cerca, ¿verdad?
Ella sonrió.
—Pues sí que haces preguntas. Cualquiera diría que tienes algo horrible
planeado y que quieres asegurarte de que no hayan testigos.
—Qué tontería.
Su respuesta dejaba claro que no había vecinos. De haberlos, lo hubiera dicho.
Se volvió a mirar por la ventanilla intentando controlar su enfado consigo
mismo. Había sido un estúpido al aceptar aquel plan sin meditarlo antes. Quería
alejar a Heather de Chesterton, así que en cuanto se había presentado la más mínima
oportunidad, se había agarrado a ella sin pensar. Pero ¿dónde tenía la cabeza?
—Voy a llevarla a una cabaña cerca de Watton —le había dicho a Casio—. Ella
estará a salvo y yo volveré mañana por la noche.
—¿Es necesario? —había preguntado Casio.
—Sí, por ella y por mi tranquilidad personal.
Miró una vez más a los coches que venían detrás, pero todo estaba como antes.
Gente corriendo ocupada en sus propios asuntos. Nadie corría más de lo normal y
nadie parecía ir siguiéndolos. Podía significar algo, o no significar nada.
—No me gusta esto —le dijo—. Esa cabaña está demasiado aislada.
—Desde luego, eres único para comunicar confianza.
Se echó a reír, pero estaba nerviosa.
—Quizás deberíamos simplemente recoger a Ida y marcharnos —sugirió, pero
no podía ser, porque así Heather volvería a estar en peligro—. O mejor aún: podríais
iros Ida y tú a un hotel de esos tan agradables que hay en Mackinaw y pasar allí el fin
de semana.
—¿Y por qué íbamos a hacer eso teniendo una cabaña pagada?
No entendía nada.
—Pues porque es más seguro. Por eso —le espetó—. Nunca se sabe…

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Se oyó un gruñido que provenía del asiento de atrás. Genial. Junior se estaba
enfadando con él. No eran demasiado buenos amigos, y las cosas no estaban
mejorando.
—No pasa nada, Junior —le dijo Heather por encima del hombro y se volvió
hacia Alex—. Mira, sé lo que hago, y es lo mejor. Es lo que hay que hacer. Además,
¿qué tal si dejamos las discusiones para cuando lleguemos allí?
Alex se contuvo. Tenía razón: sería mejor esperar. Si la cabaña estaba tan
aislada como esperaba, podría mostrarle los peligros con más facilidad que
describiéndoselos.
El problema era que había perdido el control en algún momento. Él tenía un
plan para protegerla y había permitido que se mezclara con el plan de ella para ir a
ayudar a Ida Crawford. Tenía que conseguir volver al plan original.
—¿No te preguntas adonde van todos esos coches? —le preguntó, mirando por
la ventanilla.
Él se volvió a mirarla primero a ella y después a los coches.
—En cierto modo, sí.
Pero seguro que no con la misma inocencia que ella. Se volvió de nuevo hacia
ella. Sentía curiosidad por saber qué se escondía tras aquellos ojos azules. ¿Qué
querría Heather de la vida?
—¿Te da envidia de que los demás se vayan a conocer lugares apasionantes? —
preguntó él.
—En absoluto —replicó—. Me gusta mi vida. Me encanta enseñar a los niños
pequeños y hacer ropa en mis ratos libres. Me encanta volver a casa con mis gatos y
buscarle hogar a los abandonados. No cambiaría mi vida por ninguna otra.
Hablaba con tanta pasión, con tanta seguridad… Como si supiera lo que
importaba y lo que no, y lo que tenía entre manos. Su fervor le despertó una
tremenda añoranza y dejó vagar de nuevo la mirada entre el tráfico.
—Tienes suerte —le dijo.
—¿Por qué? ¿Es que a ti no te gusta tu vida?
¡Qué pregunta! Le encantaba su ida. Siempre le había gustado la aventura, el
peligro, la necesidad de pertenecer a todas partes y al mismo tiempo a ninguna. Sin
embargo, unos recuerdos extraños y prohibidos le volvían a la cabeza, como un libro
que se abre por una página inesperada.
—Creo que mi padre detestaba la vida que llevaba —dijo despacio—. Nunca lo
dijo con esas palabras, pero yo siempre lo supe.
—¿Qué te hace pensar eso?
Alex se encogió de hombros. ¿Cómo explicarle algo que siempre había sentido
pero que nunca había expresado?
—Tenía sueños.

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—Tener sueños no quiere decir que uno odie el presente —puntualizó


Heather—. Sólo que hay algo que quieres hacer en el futuro.
Una vez había empezado a hablarle de ello, las palabras parecían brotar por
voluntad propia.
—Todo lo que quería aprender a hacer, lo fue posponiendo. Quería aprender a
pilotar, a conducir motos, a bucear. Y murió antes de tener oportunidad de hacer
algo de todo eso. Seguía diciendo que podría hacerlo todo al día siguiente, pero ese
día no existió para él.
—Y ahora estás intentando que lo tenga.
Alex la miró frunciendo el ceño, buscando algo profundo en sus ojos y sin
apenas haber oído algo de sus palabras.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Sólo que él tomó sus propias decisiones. Puede que le gustase la vida
tranquila más de lo que tú te imaginas.
—¿Y crees que estoy utilizando a mi padre como excusa para llevar la clase de
vida que llevo? ¿Es por eso por lo que no me dejas conducir? ¿Porque me crees un
inconsciente?
—No te dejo conducir porque has sufrido una conmoción y tus reflejos no
deben de estar en su mejor momento.
Alex la observó durante un momento, atrapado en un torbellino de anhelos,
indecisión, determinación, remordimientos. ¿Por qué se habría abierto a ella de ese
modo? Ahora se sentía débil y vulnerable, incluso si lo de la conmoción era una
tontería.
Tenía que volver a ser el de siempre.
Era primera hora de la tarde cuando Heather paró el coche frente a la tienda de
ultramarinos de Watton. La lluvia golpeaba el parabrisas, transformando el mundo
exterior en un borrón, igual que su mundo interior. Estaba cansada de ir tanto rato
sentada, y la tensión se había ido acumulando en sus músculos de tanto pensar en lo
que iba a decirle a Alex cuando llegasen a la cabaña. En menos de una hora iba a
saber de qué iba todo aquello, y sabía que se iba a enfadar de verdad.
—Tengo que recoger unas cuantas cosas —dijo, quitándose el cinturón—.
¿Quieres venir?
—Claro —dijo, como si ni siquiera pudiera comprender por qué se lo
preguntaba.
Demonios… no es que no quisiera que la acompañara, pero habría estado bien
que se quedara en el coche. Así habría tenido un momento para estar sola, para
serenarse y hacer acopio de valor.
—De acuerdo —dijo, y miró a Junior y a Bonnie—. Ya sólo quedan unos cuantos
kilómetros, chicos. Luego podréis moveros por donde queráis.

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Tras inspirar tan profundamente como para después llenar un globo, salió del
coche y se quedó bajo la lluvia. Pero no bastó para refrescarla. Alex la esperaba en la
puerta de la tienda y, al verlo, su corazón echó a volar. Debería haber una ley que
prohibiera a los hombres ser tan altos y tan guapos.
Alex le abrió la puerta.
—Bueno, ¿qué vamos a comprar?
—Unas cuantas cosas para pasar el fin de semana.
Se detuvo tras pasar la puerta y miró a su alrededor, con la esperanza de
encontrar intimidad entre las góndolas mientras enviaba a Alex por la mantequilla
de cacahuete y ella buscaba la mermelada.
Pero no iba a tener tanta suerte. Era una tienda típica de pueblo, pequeña pero
llena de todo, desde vídeos de Elvis Presley hasta mostaza y gomas de riego. No iba
a poder esconderse ni una décima de segundo.
—Buenas tardes, amigos —les saludó el hombre al otro lado del mostrador.
Heather se acercó rápidamente. Si no podía esconderse de Alex, quizás pudiera
alejarse mentalmente de él.
—Necesitamos un poco de comida para el fin de semana —le dijo al
propietario, y sacó la lista—. ¿Dónde tiene la sopa de lata?
—Al fondo a la derecha.
Heather asintió y caminó hasta el fondo.
—Así que vienen a pasar estos tres días, ¿eh? —comentó el hombre—. Es una
pena que se haya puesto a llover.
Heather se alegró de que el hombre pareciera dirigirse a Alex. Así podría
alejarse de él, acurrucarse tras los guisantes y tomarse un respiro.
—Sí —oyó decir a Alex—. Pero sólo hemos venido a ayudar a Ida Crawford a
cerrar su cabaña, así que no son vacaciones en realidad.
«Bien. Mantened un alarga charla sobre el tiempo», les dijo Heather en silencio.
La lluvia no iba a molestarla. Es más, era incluso profética. A veces lo que se necesita
no es lo que se quiere, y de ese modo…
—¿Ida Crawford? —preguntó el hombre—. ¿Es nueva aquí?
Aquellas palabras interrumpieron las meditaciones de Heather. Escogió al azar
un par de latas de sopa y volvió rápidamente al mostrador. Traía también un par de
latas de atún y una botella de salsa para ensaladas.
—No creo —dijo Alex—. Viene todos los años.
—Ah… —el hombre se llevó un palillo a los dientes—. Tenemos a Isa
Davenport en Baraga County, pero no conozco a ninguna Ida Crawford.
Heather dejó lo que traía en el mostrador.

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—La verdad es que su cabaña queda un poco lejos —dijo rápidamente y miró a
Alex, pero no parecía sospechar—. Queda al norte, por la veintiocho.
—¿Ah, sí? —se frotó la barbilla—. No es que me acuerde demasiado bien de los
que viven al norte, pero aparte de la cabaña de esa gente de Florida, creo que no hay
nadie más este año aparte de mapaches y algún que otro ratón.
¿Mapaches y ratones? Heather intentó controla el miedo. Nada que Junior y
Bonnie no pudiesen solucionar.
—Bueno, es que queda bastante lejos. Muy al norte. Y seguramente le he dicho
un número de carretera que no es.
Aquella vez sí que Alex la miraba con extrañeza. Era lógico. Pero iba a llevar a
cabo su plan, pasara lo que pasase.
—¿Quieres traer una botella de zumo de naranja? —le pidió, mientras ella
escogía una cesta de fruta y cosas para preparar una ensalada—. Creo que esto es
todo.
El hombre comenzó a marcar la mercancía en su vieja caja registradora, pero iba
tan lento que Heather se temió que Alex pudiera empezar a cuestionar la ruta o sus
planes. De hecho, cuando se acercó de nuevo a su lado, traía el ceño tan fruncido que
parecía la marca de un hachazo.
—¿Estás segura de que…?
—¿De que lo llevo todo? Sí. Además, hay unas cuantas cosas más en la nevera
que llevo en el coche.
Heather pagó y colocó las bolsas en los brazos de Alex en un santiamén.
Lástima que salir de las tiendas de ultramarinos no contase como récord olímpico.
—Gracias por todo —dijo, y con una brillante sonrisa tiró del brazo de Alex,
prácticamente arrastrándolo fuera.
—Espero que encuentren la cabaña —les dijo aún el hombre.
—La encontraremos —contestó Heather.
Una vez Alex y ella estuvieron de nuevo fuera y bajo la lluvia, soltó su brazo e
intentó que su suspiro de alivio no fuese demasiado obvio.
—¿Estás segura del camino a seguir? —preguntó Alex.
Heather echó a andar delante de él.
—¿Lo dices por lo del dueño de la tienda? —forzó la risa—. ¿Qué pensarías si te
dijera que vengo por aquí todos los años y que siempre me dice lo mismo? Nunca se
acuerda de Ida porque sólo viene en verano. Sólo se acuerda de los residentes
permanentes.
Alex metió las bolsas en el maletero y lo cerró.
—Bueno, pongámonos en marcha. Es mejor llegar antes de que oscurezca.
Alex se subió al coche y Heather aprovechó el momento de separación para
secarse el sudor de las manos en los pantalones cortos. ¿Cómo había llegado a ser tan

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buena mentirosa? Menos mal que la sugerencia de tía Em había funcionado y había
podido desinflar la rueda del coche de Alex. Ojalá sus otras sugerencias funcionasen
también.
—Heather, ¿ocurre algo?
—Sólo respiraba el aire fresco del campo —contestó al subirse al coche.
Lo puso en marcha y volvió a salir a la carretera.
Lo estaba consiguiendo. Tenía que estar atenta para no pasarse el puente de
piedra del que le había hablado Dorothy. Cuando lo pasó, giró a la derecha para
tomar un camino que aparecía entre los pinos. Dorothy lo había llamado un camino
estacional, y ahora comprendía bien a qué se refería: la huella de dos ruedas sobre la
hierba que sólo se podía seguir en verano. Menos mal que no llovía demasiado.
—Espero que no nos encontremos otro coche de frente —dijo Alex al ver que las
ramas de los pinos rozaban el coche—. Apenas hay sitio para uno.
—No creo que venga mucha gente por aquí.
—Incluso me cuesta trabajo creer que Ida venga por aquí —añadió—. Se
necesitaría un todo terreno.
—No está tan mal.
Con lo que temblaba y lo exagerado de sus reacciones ante cualquiera de las
dificultades del camino lo estaban haciendo parecer peor de lo que era en realidad.
Es cierto que había baches y la hierba y algunos arbustos pequeños amenazaban con
no dejarles pasar, pero cada vez que pasaban por un bache lleno de agua no podía
evitar darle un pisotón al freno, y se sobresaltaba cada vez que una rama golpeaba
contra los cristales del coche como si estuviera viva, y eso era lo que lo empeoraba
todo.
—¿A qué distancia queda la cabaña? —preguntó Alex.
—A unos cuantos kilómetros más —contestó. Sí, bueno, eran unos trece más,
pero no sería bueno decirle la verdad. Además, no había visto ningún sitio en el que
hubieran podido dar la vuelta, aunque hubiese querido.
Un par de kilómetros más adelante, pasaron por una zona algo más despejada.
Los árboles estaban lo bastante separados para que se pudiera ver el cielo pero, al
mismo tiempo, esa misma separación había dejado pasar la lluvia con toda su fuerza
y un enorme charco cubría el camino.
Heather contuvo la respiración al entrar en él, y sintió que las ruedas resbalaban
ligeramente sobre el barro, pero tras un momento, sintió que volvían a avanzar.
Quizás fuese una pena. Si se quedaban atascados en el barro podía tener una razón
para quedarse allí, y así no tendría que confesarle su plan a Alex. Pero claro, tendrían
que ir a pie los kilómetros que les faltaban para llegar a la cabaña, y eso no sería nada
divertido.
—Esto no me gusta nada —dijo Alex cuando volvieron a estar bajo los
árboles—. Recogemos a Ida y nos vamos. Esto está en el último rincón del mundo. Ni

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siquiera la policía rural podría protegernos aquí. Jamás llegarían a tiempo en caso de
necesitarlos.
¿Pero qué le pasaba? No había dejado de augurar males desde el primer
momento.
—¿Por qué te preocupas siempre tanto de que vaya a ocurrir algo? Estamos en
mitad del bosque; aquí no va a pasar nada.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? Este es el escondite perfecto, o el lugar perfecto
para retener a alguien.
Heather lo comprendió de pronto. ¡La llamada de la noche anterior! Alex no
había podido oír el mensaje ya que ella había borrado la cinta del contestador
mientras él se duchaba por la mañana y recogía su ropa, pero tenía que saber que
andaban buscándolo. Y lo que le preocupaba era que pudieran seguirlo hasta allí.
—Para poder retener a alguien, tendrían que saber dónde está esa persona —
puntualizó, y nadie en Chesterton sabía dónde estaban excepto Dorothy, y ella,
desde luego, no iba a decírselo a nadie.
—O tendrían que pillar desprevenida a esa persona —añadió Alex, casi más
como si estuviese hablando consigo mismo.
—Exacto.
No tenía ni idea de lo que estaba pensando, pero no iba a desperdiciar la
oportunidad de darle la razón en algo.
De todas formas, tenía otras cosas en las que pensar, como por ejemplo si iban a
llegar a la cabaña antes de que se hiciera de noche. La oscuridad era cada vez mayor,
y aquella pista parecía continuar sin fin. Miró el cuentakilómetros. Casi habían
llegado, gracias a Dios.
Una rama baja de un árbol rozó el parabrisas y de pronto la cabaña apareció
entre ellos. Era un edificio rústico con la forma de una caja de cerillas, acurrucado
entre los pinos, con un amplio porche que no conseguía ocultar su aspecto de casa
vacía. Heather condujo sobre la pinaza hasta detenerse cerca de la entrada, con el
estómago hecho un manojo de nervios. Ya estaba hecho. Era hora de enfrentarse a la
realidad.
—¿Estás segura de que hay alguien aquí? —preguntó Alex, y por la voz parecía
algo desconfiado y un punto enfadado.
—Tiene que haber —se rió con nerviosismo—. Habrá que echar un vistazo.
Él la miró de tal modo que sintió que el estómago se le retorcía por completo.
Era lo menos parecido a un profesor de literatura en aquel momento, y la ira que
brillaba en sus ojos oscuros no tardaría en estar dirigida hacia ella.
—Tú quédate aquí —le ordenó, y salió del coche mirando a su alrededor.
Heather tenía el corazón en la garganta y respirar le era casi imposible. Lo vio
caminar con cautela hacia la casa. No era demasiado tarde. Podía decirle que se había

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tratado de un error y podían marcharse. Se enfadaría un poco con ella, pero eso sería
todo.
Desapareció al otro lado de la casa y Junior gimió suavemente, dándole con el
morro en el hombro. Pensó en Alex en aquel horrible barrio de Chicago en el que le
habían asaltado, y en lo que había oído la noche anterior al teléfono. No, no iba a
rendirse. Alex estaba metido en un buen lío y aquella cabaña iba a darle una
oportunidad.
Inspiro profundamente y agachándose, quitó la tapa de la caja de fusibles del
coche. ¡Dios santo, pero si había más de una docena de fusibles? Em le había dicho
que quitase el del arranque, pero ¿cuál era? Se levantó y miró alrededor del coche.
Alex aún no había vuelto. Volvió a agacharse y quitó todos los fusibles. Más valía
prevenir.
Volvió a incorporarse y metió todos los fusibles en una pequeña bolsa de
plástico y la cerró.
—Tienes que ayudarme —le dijo a Junior, volviéndose y sujetándole por el
collar—. Bajo ninguna circunstancia tienes que permitir que encuentre esta bolsa.
Junior se quedó inmóvil mientras Heather le quitaba su ancho collar de cuero,
pegaba a él la bolsa con los fusibles y volvía a ponérselo. Ya estaba hecho. Inspiró
profundamente y bajó del coche. La lluvia había cesado y el aire olía a tierra mojada
y a pinos. Era un lugar precioso, una especie de paraíso escondido. El resto del
mundo podía no existir. Un lugar maravilloso en el que pasar el fin de semana. Con
un poco de suerte, Alex estaría de acuerdo con ella… más tarde o más temprano.
Dejó salir a Junior y sacó la cesta de Bonnie.
—Vamos, chiquitina. Seguro que estás cansada de ir metida ahí. Entremos en la
casa.
Con la cesta de la gata en una mano y una caja de comestibles en la otra, subió
las escaleras y abrió la puerta. No estaba cerrada con llave, tal y como le había dicho
Dorothy que se la encontraría. Junior se apresuró a subir a su lado y lo dejó entrar
primero. Un olor a húmedo y a cerrado fue lo primero que percibió.
La cabaña era tan pequeña por dentro como por fuera. Un pequeño salón estaba
amueblado con muebles de pino vasto y una chimenea de piedra ocupaba buena
parte de la pared del fondo. Detrás quedaba la cocina, y a su derecha, el dormitorio.
El único dormitorio.
Heather enrojeció de pronto al volverse a mirar el sofá. Era corto y de aspecto
duro como la piedra. ¿Y ahora, qué? Ni siquiera había pensado en cómo iban a
dormir. ¡Qué tonta era! ¿Y si se ofrecía a dormir en el coche?
Bonnie se quejó por estar tanto rato encerrada y Heather decidió no pensar en
ello por el momento. Tenía otras cosas de las que preocuparse.
Abrió la cesta para que la gata pudiera salir y echó agua fresca que había traído
de casa en un pequeño barreño para Junior y Bonnie. Mientras los animales
investigaban, Heather se acercó a la ventana para descorrer las cortinas y dejar que
entrase la luz del sol; entonces oyó los pasos de Alex en el porche.

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—¿Heather? —la llamó, abriendo la puerta. Traía una expresión que parecía la
de una tormenta a punto de estallar—. Creía haberte dicho que te quedases en el
coche.
Ella se encogió de hombros y se secó las manos en los pantalones.
—Necesitaban salir —dijo, señalando a los animales—. Llevaban mucho tiempo
en el coche.
Miró a su alrededor sin dejar de fruncir el ceño.
—Este sitio está desierto —declaró—. Ni rastro de Ida, ni de ningún otro ser
humano.
—¿No? —Heather se encogió de hombros—. Debe de ser que al final no ha
venido.
—¿Que no ha venido?
No había gritado pero casi, y Junior lo miró gruñendo quedamente. Alex no le
hizo caso.
—Creo que será mejor que salgamos de aquí mientras quede todavía algo de
luz —dijo—. Si nos vamos ahora mismo, llegaremos a la carretera antes de que se
haga noche cerrada.
Heather ocultó las manos tras la espalda y cruzó los dedos con todas sus
fuerzas.
—No —dijo sin más.
Alex se había agachado a recoger el barreño del agua y se detuvo. La tormenta
empezaba a rugir y Heather sintió que le temblaban las piernas y que la boca se le
quedaba seca.
—¿No?—repitió.
Ella negó con la cabeza.
—No —dijo con voz casi ahogada pero audible—. Nos vamos a quedar aquí el
fin de semana. Es por tu propio bien.

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Capítulo 10
—¿De qué demonios estás hablando? —le espetó Alex. Algo estaba pasando,
una especie de juego estúpido. Y a él nunca le habían gustado los juegos.
Heather estaba de pie en el medio de aquella cabaña polvorienta y sucia,
intentando parecer valiente y decidida pero sin conseguirlo. Sus ojos azules estaban
llenos de preocupación y no dejaba de morderse los labios. La ira de Alex cedió un
poco bajo su mirada cargada de nerviosismo.
—Vamos a quedarnos aquí —dijo, atreviéndose a mirarlo a los ojos sin
pestañear—. Tú y yo. Lejos de toda tentación e influencias malignas.
—¿Influencias malignas? —tenía la sensación de haber aterrizado en el sueño
de otro y eso lo irritaba enormemente. No tenía tiempo de tonterías—. ¿Quieres
explicarme de qué estás hablando?
—Tienes un problema de ludopatía, Alex, y no intentes negarlo, porque lo sé.
—No. Yo no… —no podía defenderse sin poner patas arriba su tapadera—. ¿Y
qué si lo tengo? ¿Qué tiene eso que ver con…? —de pronto lo entendió todo—. Ida
Crawford nunca ha estado aquí, ¿verdad? Era todo mentira. Lo has preparado tú.
Heather asintió.
—Necesitas estar en un sitio en el que no haya tentaciones, y esta cabaña es el
lugar perfecto.
Todo empezaba a encajar, aunque no podía creerse la imagen que empezaba a
aparecer ante sus ojos.
—¿Me has traído aquí para que no juegue?
—No se trata sólo del juego. También te he traído para que te des cuenta de que
no tienes que estar haciendo cosas excitantes para ser feliz.
Era increíble. Estaba en plena investigación, infiltrándose en una organización
de juego ilegal y la inocente Heather le estaba causando más problemas que todos los
mañosos juntos.
—No voy quedarme aquí —le dijo.
—No te queda otro remedio porque yo no voy a dejarte marchar.
Pensar que ella pudiera impedirle marcharse resultaba irrisoria, pero no quiso
herirla haciéndolo.
—Heather, reteniéndome aquí no vas a conseguir que deje de jugar. Puedo
jugar desde cualquier parte. No tengo más que descolgar el teléfono y marcar el
número de cualquier corredor de apuestas.
—Si tienes teléfono —puntualizó ella.
Demonios…
—¿Qué has hecho con mi teléfono móvil?

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—Nada. Está perfectamente sobre la cómoda de tu casa. Lo saqué de la bolsa


mientras ibas a buscar la maquinilla de afeitar al baño.
—¿Que has hecho qué?
Junior gruñó y Alex retrocedió un paso. No es que necesitase el aviso, pero sí el
espacio para recuperar el control. No podía creer que hubiera sido capaz de hacer
algo así.
—¿Quieres decir que estamos en este lugar abandonado de la mano de Dios sin
un teléfono? ¿Y si ocurre algo y necesitamos ayuda?
—He traído mi móvil, pero para utilizarlo hay que introducir el código.
Gracias a Dios. Al menos podían contar con una protección básica. Inspiró
profundamente e intentó pensar con lógica. Era el momento de resumir.
—Heather, te agradezco la preocupación —dijo con cuidado—, pero no necesito
tu ayuda, de verdad.
—No es bueno negar que se tiene un problema. No podrás mejorar hasta que no
admitas que lo tienes.
Él se quedó mirándola y se dejó caer en el sofá. Si hablaba, Junior volvería a
gruñir y Heather se obstinaría todavía más. Tenía que encontrar la forma de
convencerla. Quizás debería…
—Sé que debes el plazo de un préstamo —dijo—. Anoche tuviste suerte, pero
eso no quiere decir que vayas a tenerla la próxima vez.
—¿Cómo…?
Tenía que haberlos oído hablar delante de su casa. Demonios… Sabía que podía
haber violencia y aun así, se había metido en aquel lío. ¿Por qué? La Heather que él
conocía estaría en casa, escondida bajo la cama. ¿Por qué intentaba salvarlo?
—Heather, yo no soy un gato que necesita que alguien lo rescate.
—Pero necesitas ayuda.
Aquello era increíble. Iban a marcharse de allí aunque tuviera que sacarla a
rastras.
—Venga, nos vamos a casa.
—No creo.
—Voy a poner en marcha el coche. Dame las llaves, por favor.
Ella siguió mirándolo con sus enormes ojos azules, pero es que él no necesitaba
que lo salvasen. Entonces le entregó las llaves.
Alex las recogió casi sintiéndose mal. Heather lo hacía con buena intención, de
eso estaba seguro, y no era culpa suya que juzgara la situación por las apariencias y
que no supiera la verdad. Pero aun así, tenía un trabajo y para realizarlo tenía que
volver a Indiana. Y ella tenía que estar a salvo en algún sitio, y no en una cabaña en
medio de ninguna parte. Se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta. Nadie se
movió.

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—¿Vienes?
—No.
—Heather, no tengo tiempo para juegos.
—No estoy jugando.
—Voy a poner el coche en marcha y, si no estás fuera dentro de treinta
segundos, volveré a entrar.
—Eso espero.
No parecía menos nerviosa, pero había una especie de seguridad en ella que lo
intrigaba. ¿Le habría dado unas llaves que no eran las del coche? No, sí que eran las
llaves.
—¿Quieres que saque las cosas de Bonnie? —preguntó.
—No, gracias. Están bien donde están.
—No pienso dejarte aquí.
—Ya lo sé.
Aquella conversación era ridícula. Abrió la puerta y a grandes zancadas llegó al
coche. Lo pondría en marcha para demostrarle que él no se andaba con bromas.
Entonces lo dejaría ayudarla a preparar a los animales.
Subió al coche e hizo sonar el claxon para que se fuera dando cuenta, pero no
consiguió nada porque el claxon había enmudecido.
Demonios… Metió la llave en el contacto y la giró. El silencio era ensordecedor.
Volvió a intentarlo.
Nada. Ni un parpadeo, ni un renqueo, ni un temblor. Nada.
Tiró de la palanca que abría el capó del coche y salió. A la escasa luz que iba
quedando ya, no vio nada desconectado o que faltase. Movió algunos cables sólo por
hacer algo y volvió a intentar ponerlo en marcha. Nada. El claxon seguía sin emitir
ningún sonido y las luces no funcionaban. Heather había hecho algo con el sistema
eléctrico.
Volvió a levantar el capó y revisó la batería. Estaba todo bien, así que tenían que
ser los fusibles.
Volvió al coche y buscó la tapa de la caja de fusibles. Era casi de noche, pero no
necesitaba luz para ver que no había ni un solo fusible.
«Maldita sea…» Dio un portazo y entró como un huracán en la casa. Heather
estaba poniéndoles comida a los animales y, al verlo, se levantó.
—Has quitado los fusibles. Dámelos, por favor.
—No los tengo.
—Haz el favor de darme los fusibles o de decirme dónde los has puesto.
—Los tiene Junior.

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Alex miró al perro, que estaba sentado sobre las patas traseras. Aún quedaba
luz suficiente como para ver que había algo sujetó al collar del animal pero, en
cuanto dio un paso hacia él, Junior empezó a gruñir.
Heather se acercó y le puso una mano sobre el brazo.
—Sé que no vamos a curarte por completo de tu adicción al juego, pero tenemos
que quedarnos aquí el tiempo suficiente para empezar bien. No nos vamos a marchar
hasta que esté convencida de que estás en el buen camino.
Un suave maullido lo hizo volverse. Al parecer Bonnie quería advertirle de lo
testaruda que podía ser Heather.
Alex suspiró. Bueno, Heather no era la única que podía ser cabezota. Puede que
en aquel momento lo tuviera acorralado, pero sólo porque no se había dado cuenta
de a qué estaba jugando. Ahora que conocía las reglas, nada iba a detenerlo. Iba a
sacarla de allí y a llevarla a un lugar seguro.
—¿Y cómo vas a saber cuándo estoy listo para irme? —preguntó.
—Lo sabré. Mientras tanto, Junior se va a quedar con los fusibles.
—¿Y si intento quitárselos?
Heather sonrió.
—Supongo que te hará pedazos.
El animal parecía sonreírles a ambos, pero guardaba su adoración para Heather.
Teniendo en cuenta que Junior había sido perro policía, era poco probable que
consiguiera convencerlo de que le entregase lo que habían puesto bajo su custodia,
aunque también podía merecer la pena intentarlo. Y él conocía el punto débil del
animal: la cerveza. Había visto cómo Toto era capaz de conseguir que se diera
vueltas por el suelo y se hiciera el muerto por una lata de cerveza.
—Qué sed tengo —comentó, estirando los brazos—. ¿Tenemos cerveza?
Heather no se molestó en ocultar las carcajadas.
—Ni gota.
Demonios… Aquella tienda quedaba a quince kilómetros de allí, y con aquel
terreno eso supondría al menos tres horas a pie, dos si iba corriendo pero, a una
orden de Heather, Junior lo traería arrastrando a la cabaña.
—Si quieres, puedo preparar limonada —sugirió Heather.
Su primera inclinación fue decirle que se olvidara de ello, pero discutir no
serviría de nada, lo mismo que decirle que todo aquello era por su propio bien. Iba a
tener que improvisar y ver qué pasaba. Ya surgiría la ocasión. Alguna debilidad,
alguna preferencia que pudiera explotar. Por el bien de ella, no podía rendirse.
—Más tarde mejor —contestó—. Voy a descargar el coche mientras quede algo
de luz.
—Va a ser genial —dijo ella, apretándole el brazo—. Ya lo verás.

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Alex se limitó a asentir y echó a andar hacia la puerta, pero se detuvo al oír un
sonido cerca de sus pies. Era Bonnie que parecía charlar tranquilamente. Tenía la
sensación de que le estaba dando consejos sobre cómo sobrevivir a la socialización
forzosa de Heather.
—Eh, chiquitina —le dijo—, ¿qué tal os lleváis Junior y tú? ¿Crees que podrías
traerme una cosa que lleva colgada del collar?
Heather sacó el sobre para hacer limonada y una jarra de la caja que había
traído del coche. No estaba desanimada por la reacción de Alex; es más, era lo que
esperaba. En realidad, aquello no difería mucho de socializar gatos. No les gustaba
sentirse atrapados y se rebelaban, igual que él, pero poco a poco, los gatos dejaban de
resistirse y aprendían a ser acariciados, a estar en brazos, a ser queridos. Después no
costaba mucho ganárselos.
—Claro que eso no es lo que yo estoy intentando hacer con Alex —le dijo a
Junior. Sólo con pensar en acariciarlo y en abrazarlo se sentía enrojecer—. Sólo quiero
que vea que hay otras formas de ser feliz, que no tiene por qué arriesgar su
seguridad y su vida.
Otras formas… ¿como por ejemplo amar y ser amado? El rosa de sus mejillas
pasó a ser rojo encendido, y entró en la cocina. Ahora que Alex había sido atrapado,
lo que venía a continuación era una recompensa. Algo que le demostrara lo buena
que podía ser la vida sin riesgos.
—No, no va a tener nada que ver con lo de las caricias —le dijo a Junior, por si
acaso se había imaginado algo—. Estaba pensando en limonada y galletas recién
salidas del microondas.
Se detuvo en la puerta de la cocina y palpó la pared para buscar el interruptor
de la luz. No lo encontraba.
Salió de la cocina y palpó la pared de fuera. En las casas viejas, a veces estaban
los interruptores en los lugares más insospechados.
Pero no había nada cerca de la puerta, ni en la pared, ni en la despensa. Ni
siquiera cerca de la mesa. Frunció el ceño, apretando el preparado de limonada y la
jarra contra el pecho. ¡No sólo no encontraba el interruptor de la luz, sino que
tampoco veía lámparas por ninguna parte! ¿Las habrían robado?
—¿Alex? —llamó.
Se oyó el ruido al dejar caer algo y lo vio aparecer en la puerta. El enfado había
desaparecido y sido reemplazado por la preocupación.
—¿Qué ocurre?
—Eh… me preguntaba si podrías encender la luz por mí. Tengo las manos
llenas.
—¿Encender la luz? —miró a su alrededor—. Me parece un poco difícil. No creo
que haya electricidad aquí.
—¿Que no hay electricidad?

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Oh, no. Eso quería decir que nada de microondas y nada de galletas. ¿Qué iba a
darle entonces como recompensa? Tenía que premiarlo de algún modo, era
absolutamente necesario en el proceso de socialización. Bonnie nunca habría
cambiado de actitud si Heather no le hubiese dado un premio nada más haber sido
cazada.
—Qué lata, ¿verdad? —dijo Alex como quien no quiere la cosa—. No me puedo
imaginar la vida sin electricidad. Sin cafetera, sin radio, sin televisión… ni siquiera se
puede dejar una luz encendida para dormir.
Heather estaba en parte desilusionada, en parte preocupada y en parte tan
aliviada por sus palabras que podría incluso haberlo abrazado. Estaba siguiendo el
patrón predecible. Los gatos salvajes seguían luchando incluso después de hacer sido
atrapados, y eso estaba haciendo Alex. Pero depondría una actitud tan combativa
después de haber recibido la recompensa. Había comprado galletas en Watton.
Podían comérselas y beber limonada.
—¿A quién le hace falta dormir con luz? —preguntó con una sonrisa y, tras
dejar la mezcla para la limonada y la jarra sobre la mesa, abrió la puerta de la
despensa. Platos. Sábanas. Comestibles.
—Debe de haber alguna forma de luz aquí —dijo Heather—. Una linterna,
velas… Yo tengo una linterna pequeña en el bolso, pero no creo que las pilas duren
todo el fin de semana.
—Aunque haya algo, dudo que funcione. Y no podemos quedarnos a oscuras
aquí —añadió—. Utilizaremos tu linterna para volver a colocar los fusibles en…
—¡Velas! —exclamó ella, con una caja en la mano que acababa de sacar de la
despensa.
—Sí, pero…
—¡Y cerillas! —añadió, agitando la caja en el aire, triunfal. ¡Ja! ¿De verdad había
pensado que iba a rendirse tan rápidamente? Había domesticados bestias más
salvajes que él.
Encendió una vela y la colocó en una palmatoria que había en la estantería. Una
luz suave y cálida los rodeó, y la débil oscilación de la llama pareció arrancar vida
nueva a los ojos de Alex. ¿O era en los suyos, en la forma en que lo miraba todo?
Sintió que el latido del corazón se le aceleraba. La habitación le pareció de
pronto más pequeña por la proximidad de Alex. Era casi como si la vela hubiese
lanzado una red que los acercara más y más. Ya no era ella, sino que formaba parte
de su calor, de la luz que atraía también a Alex.
Debía tener cuidado. Limonada y galletas eran el premio. Dio un paso hacia
atrás y rompió el hechizo.
—Qué bien —dijo alegremente—. Siempre había soñado con preparar limonada
a la luz de las velas.
Dios, qué mal había sonado aquello, pero siguió sonriendo mientras se acercaba
al fregadero que, en lugar de tener un grifo, tenía el mango de una bomba. Una

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bomba vieja y de mango largo que la gente utilizaba como decoración en el jardín, no
en la cocina.
—Otra sorpresa —dijo.
Y la alegría se le cayó a los pies al mirarla. Si no era una cosa, era otra, pero
nada que no pudiese solucionar, se aseguró. Y ayudar a Alex bien valía todas
aquellos pequeños inconvenientes.
—Aunque consigas hacerla funcionar —dijo Alex mientras la bomba
chirriaba—, esa agua no puede ser potable.
—Yo creo que sí —un chorrito de agua cayó al fregadero. ¿Sería normal ese
color oscuro?—. Y podemos hervirla si es necesario.
—No creo que hirviéndola se quite el óxido.
—Eso desaparecerá al utilizar la bomba —le aseguró.
Siguió usándola un poco más, y Alex bombeó también después, pero el agua
sólo mejoró un poco. Era del color del té más o menos. Qué fatalidad…
Alex dejó de utilizar la palanca y se volvió a mirarla frunciendo el ceño.
—¿No crees que esto ya ha durado demasiado? —le preguntó—. No va a salir
bien. Nosotros no somos gente de campo. Estamos acostumbrados a contar con unas
instalaciones mínimas, como luz y fontanería.
—¿Fontanería? —el alma se le cayó de verdad a los pies—. ¿A qué te refieres?
—Pues a que el baño está fuera, en un cobertizo detrás de la casa.
Durante un segundo, Heather vio un ejército de serpientes, arañas y mapaches
esperando para atacarla en cuanto saliera. Miró hacia la ventana que quedaba encima
del fregadero. Fuera todo estaba oscuro. Muy oscuro. No serían serpientes, arañas y
mapaches, sino lobos, coyotes y osos hambrientos. El miedo la dejó sin una gota de
energía. Podía arreglárselas sin luz y teniendo que utilizar una bomba manual para
sacar el agua, pero ¿un baño en el cobertizo?
—Mira, Heather, ya está bien —dijo con voz más suave y en tono más
persuasivo—. Ya es hora de ponerle fin a este juego y de marcharnos. Quítale los
fusibles a Junior —al oír su nombre, Junior empezó a gruñir, pero Alex no pareció
preocuparse—. Apuesto a que podemos encontrar un lugar en el que hospedarnos en
Watton, en un Marquette.
¡Apuesto! Esa palabra la sacó de su letargo como un perro que se sacudiese la
lluvia. Nada iba a impedirle ayudar a Alex. Ni su actitud, ni sus temores. Ni siquiera
un baño en el cobertizo.
—Pobrecito mío —dijo, sonriendo, y se colgó de su brazo—. Tenemos que
enseñarte cómo divertirse.
—Yo sé lo que es divertirse y, desde luego, no se parece a esto.
—No seas aguafiestas —bromeó—. ¿Qué pasa porque no tengamos luz y el
baño esté fuera? Aun así podemos relajarnos y disfrutar.

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—Disfrutaríamos más en la civilización.


—Desde luego, mira que necesitas soltarte —dijo, rodeándole la cintura—.
Vamos, relájate.
—Heather, no creo que…
Le hizo cosquillas. No fue gran cosa, sólo un mínimo pellizco en la cintura, ¡y
Alex dio un brinco! Así que el formal, sombrío y redicho profesor Alex tenía
cosquillas.
—¡Heather! —la reprendió, e intentó relajarse—. No me parece buena idea.
—¿Por qué? ¿Tienes miedo de reír?
Y volvió a nacerle cosquillas. Sus dedos se le clavaron en los costados, bailando,
pellizcando y haciéndolo retorcerse. Le gustaba tocarlo, sentir sus músculos tensarse.
Y también la sensación de tener el control.
—¡Heather! —protestó, y se las arregló para sujetarle las manos.
—¡Eh, que eso no vale!
Pero cuando levantó la mirada para protestar, se lo encontró más cerca de lo
que se esperaba. Estaba tan cerca de ella y sus labios parecían rogar por ser
besados… así que se olvidó de las cosquillas y de hacerlo reír. De pronto, sintió una
necesidad que sólo él podía saciar, una urgencia que sólo él podía aplacar.
Se acercó a él y sus labios se encontraron. Fue una especie de colisión, un
choque de planetas que la sacudió hasta el alma. Ya la habían besado antes, pero en
aquella ocasión su corazón quedó perdido. En aquella ocasión no existía nada más
salvo ellos dos. En aquella ocasión todo su cuerpo explotó en una necesidad ciega
que nunca antes había sentido.
Él la atrajo contra su cuerpo con fuerza, como si no quisiera dejarla marchar,
que era precisamente lo que ella deseaba. ¿Qué era aquella maravillosa sensación de
ingravidez y magia que le ardía dentro? ¿Cómo le podía estar ocurriendo a ella algo
así?
Alex la besó con una persistencia a la que ella respondió. Era como si hubiese
un hambre en los dos demasiado fuerte, demasiado violenta para poder ser
confinada por la finura. La boca de Alex era cada vez más ambiciosa, más exigente.
Su lengua bailó por encima de los labios de Heather y después invadió su boca.
Un estremecimiento le recorrió la espalda mientras un deseo salvaje y puro lo
invadía.
Alex movía las manos como si pudiese moldearla contra su cuerpo, como si
hubiese un modo de abrazarla más, mientras ella lo abrazaba con tal fuerza que
parecía estar respirando su piel. Lo sentía temblar al acariciarle la espalda y las
caderas con las manos.
Entonces, de pronto, se separaron. No sabía decir si había sido por la falta de
aire en los pulmones o porque habían recuperado la cordura, pero se apartaron
lentamente el uno del otro. Sus ojos reflejaban la sorpresa que sentían en el corazón.

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—¿Estás bien? —preguntó él.


—Claro.
Con la respiración entrecortada, eso sí, e insegura hasta de cómo se llamaba,
pero ¿quién necesitaba aire o un nombre? El único defecto del beso había sido la
duración. Había sido sólo un aperitivo de pasión, una vislumbre de paraíso que sólo
había conseguido dejarla deseando más, mucho más.
—No había planeado que ocurriera esto —dijo él con una voz que sonó rara—.
Otra razón por la que no podemos quedarnos.
Ella lo miró con el corazón dándole brincos en el pecho. Había tanta ternura en
sus ojos, una mirada tan llena de magia que supo que había ganado una pequeña
batalla. Aquella no había sido la recompensa que ella tenía planeada, pero había
funcionado en cualquier caso.
—Aunque quisiéramos, no podríamos ir a ningún sitio esta noche —le dijo
ella—. Ese camino ya era bastante malo de día. Sería imposible seguirlo de noche.
—Yo estoy dispuesto a intentarlo.
—Yo no.
Alex la miró. No estaba satisfecho, claro, pero había en sus ojos algo que no
pudo identificar. Hasta que se volvió al fregadero.
—Bueno, voy a ver si soy capaz de sacar un poco de agua decente.
¿Pasaba de besarla a arreglar la bomba del agua? Lo vio mover con furia la
palanca un momento, mirar el agua que salía, volver a bombear. Y tras un momento,
comprendió.
Se estaba encerrando en sí mismo, como Bonnie había hecho aquella primera
noche. Se había comido su premio de atún y después le había dado la espalda para
darse un baño. Iba a permitirle aquel pequeño retiro sin desanimarse. Había
domesticado gatos mucho más difíciles que él. Y llegaría a Alex también.
El grito de Heather sacó a Alex de un sueño profundo. Sacó el arma de debajo
de la bolsa que utilizaba como almohada y corrió a la puerta del dormitorio. Estaba
incorporada y la luz de la luz entraba por la ventana. No había nadie más.
Casi nadie. Un gruñido devolvió a Alex a la realidad.
—¿Qué ocurre? —suspiró, guardándose la pistola en la cinturilla del pantalón.
Si el perro podía gruñir, sería también capaz de ocuparse de cualquier intruso.
Demonios… Teniendo en cuenta el tamaño de Junior, podría ocuparse de un ejército
de intrusos.
—He oído a alguien fuera —dijo.
Los habían seguido. Creía haber vigilado bien durante el camino pero,
evidentemente, no había sido así. Con los nervios a flor de piel, se acercó a la ventana
echando mano a la pistola.
—Se estaban riendo —añadió.

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—¿Que se estaba riendo?


Eso no tenía sentido.
—A carcajadas.
De pronto lo comprendió, volvió a guardar la pistola en la cinturilla del
pantalón y se acercó a la cama. Le importaba un comino que Junior el Monstruo
pudiese hacerlo pedazos. Estaba tan cansado que lo único que quería era tumbarse,
pero se contentó con sentarse.
—Era un somorgujo —le explicó—. Un pájaro. Tiene una llamada que suena
igual que la risa humana.
—¿Que era un pájaro? —con un dedo, empujó al montoncito de pelo que
dormía junto a ella—. Eh, Bonnie, ¿por qué no me has dicho que era sólo un pájaro?
¿No se supone que los gatos entienden de pájaros?
No tuvo ni idea de cuál fue la reacción de Bonnie a la pregunta porque no podía
dejar de mirar a Heather. A la pálida luz de la luna, estaba encantadora allí sentada,
con su pijama de perros y gatos. ¿Es que no podía ponerse camisones de esos negros
con tirantes? Esa imagen podía sobrellevarla mejor, pero aquellos condenados
pijamas de perros, gatos y ositos de peluche lo ponían al borde del colapso.
Se llevó la palma de la mano a la frente. Iba a necesitar unas vacaciones después
de aquella misión.
—Siento haberte despertado —se disculpó Heather.
—No te preocupes.
De todas formas, no estaba profundamente dormido, ya que su cama no era
más que un manta sobre el suelo comida por la polilla y oliendo a toda clase de
pequeñas criaturas que la habían usado como nido. Pero eso no iba a decírselo a
Heather. Volverían a discutir sobre quién tenía que dormir en la cama y quién en el
salón.
¿Seguro?
—Seguro.
—Hay mucho sitio en esta cama —dijo, dando una palmada sobre el colchón.
Alex se la quedó mirando. La luz de la luna era lo bastante fuerte para revelarle
un montón de cosas, pero no lo suficiente para darle una pista de lo que se le estaba
pasando por la cabeza.
—Yo no creo que sea buena idea —contestó despacio—. Estaba bien en el salón.
—No seas tonto. ¿Cómo puedes preferir dormir en esa manta antes que en una
cama?
¿Era de verdad tan inocente, o lo estaba provocando? Daba igual, porque de
cualquier modo, no iba a quedarse allí.
—Creo que en el salón estaré mejor —dijo—. Doy muchas vueltas para dormir.

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—Yo no creo que pueda volver a cerrar los ojos —contestó ella, sonriendo—. No
voy a ser capaz de dejar de escuchar la risa del somormujo.
Sonreía, sí, pero en su voz había preocupación y temor. Estaba intentando ser
valiente, pero tenía miedo.
Debería sacarle partido a ese temor. Debería azuzar su miedo hasta que
accediese a marcharse de allí, pero no pudo hacerlo.
Con un suspiro, colocó a Bonnie en mitad de la cama y se tumbó boca arriba.
Inmediatamente sintió las patas de Junior sobre la cama y oyó su gruñido de
advertencia.
—No pasa nada, Junior —le dijo Heather—. Vuélvete a dormir, precioso.
El animal gimió pero volvió a tumbarse en el suelo. El pobre debía de estar
triste porque Heather no lo dejaba descuartizarlo. Y la única razón por la que
obedecía debía de ser el convencimiento de que ya tendría oportunidad de hacerlo
más adelante.
Cuando Junior se tumbó, Heather hizo lo mismo. No pudo verla, pero sintió
todos sus movimientos. Estaba acariciando a Bonnie.
Alex cerró los ojos sintiendo que el fuego amenazaba con devorarle. No
importaba qué razón hubiera tenido Heather para pedirle que se quedara allí, porque
no iba a tocarla. Ni siquiera iba a pensar en ello, ni en besarla, ni en hacerle el amor
hasta el amanecer, aunque su cuerpo gritase de agonía. Él estaba allí para protegerla,
nada más. Protegerla incluso de sí mismo.
—¿Qué tal les va a tus padres en Arizona? —preguntó de pronto.
—Bien —contestó ella, sorprendida.
—Me alegro —abrió los ojos pero no dejó de mirar al techo, a las sombras de los
árboles que la luna proyectaba allí. No iba a notar el perfume que emanaba de su
piel. Bueno, no podía evitar notarlo pero no iba a reaccionar—. El clima es estupendo
allí.
—Sí. Eso parece.
—Puede que yo también me vaya a vivir allí cuando me jubile.
Su perfume era como un imán que lo atraía más y más, poniendo a prueba sus
sentidos y su fuerza de voluntad. Se humedeció los labios y recordó el sabor de su
boca. El fuego avanzó hasta llegarle al alma.
—Queda mucho para que te jubiles.
—Me gusta planear las cosas con antelación.
Si tanto le gustaba planear las cosas con antelación, ¿qué hacía en aquella
cabaña con Heather? ¿Por qué estaba en su misma cama? ¿Por qué no tenía toda una
batería de recuerdos del invierno con los que distraerse? Una ventisca en Siberia.
Tormenta de hielo en Yukon. Un paseo por la Antártida.
—Estaba pensando que podríamos comer en el bosque mañana —dijo ella.

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—De acuerdo.
Lo que fuera. ¿Quién había sido el primer hombre en llegar al Polo Norte?
—Tendríamos que dejar aquí a Bonnie, claro, pero Junior podría venir a explorar
con nosotros.
—Claro.
Recordaba una ilustración de su libro de historia. Nieve volando alrededor de
un rostro mordido por el hielo y semi oculto por la capucha de una parka. ¿El
Almirante Perry? ¿Amundsen?
—No sé si veremos muchos animales por aquí.
—Es posible.
¿Quién había sido el primero en llegar al Polo Sur?
—Va a ser divertido —dijo Heather, y bostezó—. Me siento a salvo contigo
aquí.
—Bien.
Dios, nada de todo aquello estaba funcionando. Polo Norte. Polo Sur. Uno no
podía dejar de desear pensando en geografía.
Tenía que ser fuerte. Convencerse de que podía conseguirlo. Nada podía
alterarlo. Era el hombre más frío del mundo.
Oyó un sonido suave y volvió la cara. Heather se había dormido. Estaba
tumbada de lado, hacia él, tenía una mano bajo la almohada y la otra cerca de Bonnie.
Estaba tan preciosa, tan deseable que pensó que el corazón le iba a estallar.
Tenía que tocarla. Tenía que besarla. Sólo un roce de labios. Ella no se enteraría.
Rozar su pelo con los labios. Así la fiebre desaparecería. Así podría dormir.
Ja. Con un enorme esfuerzo, se colocó de lado, dándoles la espalda a Heather y
a Bonnie y frente a la ventana en la que bailaban las sombras.
Quería contárselo todo. Que no era un jugador. Que se trataba sólo de una
tapadera. Que temía haberla puesto en peligro. Pero no podía hacerlo.
Lo único que podía hacer era sacarla de allí y volver a llevarla a un lugar
seguro. En eso tenía que concentrarse. En lugar de inspirar su perfume, tenía que
planear cómo quitarle los fusibles a Junior. ¿Pero cómo convencer a Heather para que
cambiase de opinión?
Sintió un movimiento a su espalda y, durante un momento, su cuerpo vibró de
deseo. Pero entonces se dio cuenta de que no era Heather sino Bonnie, que se había
desplazado un poco y tenía la espalda apoyada en la de él.
Su confianza en él era conmovedora. Era…
Claro. Esa era la respuesta. Tenía que parecer confiado. Tenía que pretender ser
una persona nueva, igual que Bonnie era una gata nueva. Entonces Heather se
convencería de que podían marcharse.

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Capítulo 11
—¿No te parece que sería genial empezar así todos los días? —preguntó
Heather, tomando un sorbo de café.
Estaban sentados en las escaleras del porche trasero de la cabaña,
contemplando un pequeño lago. El sol había subido ya lo bastante en el cielo para
convertir la superficie del agua en pequeños diamantes. El bosque estaba vivo con los
cantos de los pájaros pero, al mismo tiempo, era como si una quietud mágica hubiese
descendido sobre la tierra. El aire aún mantenía el frescor de la noche lo bastante
para que resultase agradable sentir el calor de Alex a su lado.
—Ya me imaginaba que te gustaría desayunar aquí fuera —dijo Alex.
Como siempre, parecía no afectarle su proximidad. Ella tenía el corazón
acelerado y las mejillas arreboladas, pero él parecía tan tranquilo tomando el café que
podría haber estado solo. Es más, había dormido en la misma cama que ella toda la
noche y ni siquiera la había tocado.
—Mira, ¿has visto los ciervos que se han acercado al lago a beber? —preguntó
Alex en voz baja.
Heather miró en la dirección que él le señalaba. Allí estaban los ciervos,
vigilantes, tensos, dispuestos a huir al menor indicio de peligro. Era un animal tan
hermoso que no quería respirar por no espantarlos. Pero, de pronto, algo los asustó y
desaparecieron.
—Qué maravilla —suspiró Heather.
—Sí. Y aquí no hay que preocuparse de que pueda atropellarlos un coche —
apuró la taza de café y se levantó—. ¿Quieres más café, o más tostadas?
—No, gracias. Ya he desayunado bastante.
Alex entró en la cocina dejándola sentada en el porche disfrutando de aquel
maravilloso aire de la mañana. Incluso Junior parecía satisfecho con dejarse envolver
por aquella atmósfera.
Era un nuevo día, una oportunidad de demostrar que no era la idiota que él
debió pensar el día anterior. Y más tiempo para intentar hacerlo cambiar. Pero para
conseguirlo, iba a tener que dejar de gritar cada vez que oyese a un pájaro cantar. No
podía darle razones que él pudiera utilizar como excusa para marcharse de allí.
Terminó el café y entró en la cocina con los platos. Alex estaba fregando el resto.
—El café estaba delicioso —le dijo mientras buscaba un paño de cocina para
secar—. Supongo que has conseguido que el agua saliera en condiciones.
—Sólo hacía falta bombear más. Para algo tenían que servirme los músculos.
Heather sintió que volvía a enrojecer.
—¿Dónde aprendiste a cocinar en condiciones tan…?

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Heather miró la leña apilada contra la pared de la puerta, buscando la palabra


adecuada.
—¿Rústicas?—dijo él.
Heather hizo una mueca y se echó a reír.
—Yo iba a decir primitivas.
Alex sonrió.
—Este lugar ha debido de cambiar mucho desde la última vez que viniste, ¿eh?
Su risa murió y el arrebol de sus mejillas se transformó en rojo brillante. Alex
tenía que saber a aquellas alturas que nunca había estado allí con Ida Crawford pero,
a pesar de su vergüenza, lo único que pudo pensar fue en su sonrisa. Alegre. Sincera.
Y en cómo sería sentir de nuevo esos labios en los suyos.
Desgraciadamente ese pensamiento la hizo enrojecer aún más. Tenía que
distraerse con algo, pensar en otra cosa que no fuera su sonrisa. Pero no en cualquier
cosa. No en lo ancho de su espalda, ni el lo musculoso de su pecho, ni en la
perfección de sus piernas. De hecho, todo su cuerpo debía quedar fuera de su
pensamiento.
—¿Qué te gustaría hacer hoy? —preguntó con alegría. Era una pregunta
arriesgada, lo sabía, pero quizás hubiese llegado el momento de correr el riesgo.
Alex le entregó una taza para que la secase.
—¿De verdad tienes que preguntarlo?
El corazón se le cayó a la altura de las rodillas mientras secaba la copa. Creía
que lo estaba pasando bien, pero debería haberse imaginado que era demasiado
rápido.
—Si no recuerdo mal —continuó Alex—, anoche me prometiste una comida en
el bosque.
Ella se detuvo de camino a la despensa y se volvió. Sus maravillosos ojos
estaban llenos de risa. ¡No estaba intentando marcharse!
—Estupendo. Comeremos en el bosque. Pero acabamos de desayunar, y creo
que necesitamos hacer algo hasta la hora de comer.
Durante una décima de segundo, algo nuevo brilló en los ojos de Heather. Fue
sólo un instante, pero bastó para encender una llama en su interior.
Pero Alex siguió fregando.
—¿Qué te parece si nos llevamos la comida y hacemos una excursión al lago?
He visto una canoa ahí abajo, pero no sé qué tal estará —dijo mientras aclaraba otra
taza.
—Lo de la excursión me parece perfecto.
Cualquier cosa lo sería si la hacía con él: caminar, montar en canoa, bañarse
desnudos en el lago…

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¡Cielos! ¿De dónde había salido ese pensamiento? Ella nunca se había bañado
desnuda y no pensaba hacerlo. Los bichos se la comerían viva.
Pero, con sólo pensarlo, las mejillas le ardieron. ¿La encontraría Alex atractiva?
No corría, pero hacía ejercicios aeróbicos y tenía cuidado con la comida. Pero
teniendo en cuenta sus reacciones hasta el momento, ni siquiera se daría cuenta de si
tenía la ropa puesta o quitada.
Con esa nota deprimente, colgó el paño en la percha.
—Voy a ponerme unas botas de andar —dijo—. Luego prepararé la comida.
Con la ayuda de Bonnie, se cambió de zapatos y volvió a la cocina a preparar la
comida. El hielo de la nevera se estaba derritiendo lo cual facilitó la elección del
menú. Cualquier cosa que se pudiera estropear cuando el hielo se derritiera sería la
comida. Llenó el cacharro de Bonnie con su pienso y el barreño con agua y, tras una
breve visita al cobertizo, se reunió con Alex y Junior en la parte de atrás.
—Qué sitio tan precioso es este, ¿verdad? —alabó Heather. Los pinos eran altos
y fuertes como castillos, de modo que el ambiente era fresco, y a su alrededor estaba
la vida del bosque. Pequeñas flores salpicaban la hierba, incluso en la sombra más
densa, mientras los pájaros iban de un sitio para otro por las ramas de los árboles y
arbustos. Los colores brillantes de sus flores los hacían parecer flores que volaran,
acompañándolos a través del bosque.
—Uno se olvida de lo que es de verdad la naturaleza viviendo donde vivimos
—comentó Alex.
Alex sintió un brinco en el corazón. ¡Empezaba a notar la diferencia! La paz del
lugar le estaba empezando a afectar.
—Y eso que vivimos en una zona tranquila —añadió ella—. Imagínate que
vivieras en la ciudad.
—¿Y no era precisamente la ciudad el lugar en el que todos jurábamos vivir un
día?
La verdad es que ella nunca había querido marcharse de Chesterton, aunque el
resto de su amigas sí. A ella, la gran ciudad con todos sus peligros la intimidaba,
pero no podía decírselo a Alex sin parecer un gato asustado. Aquel fin de semana
estaba comportándose como toda una aventurera, deseosa de aceptar nuevos retos.
—Vaya, éste sí que es grande —dijo Alex, deteniéndose.
Un árbol había caído en su camino y el tronco debía de tener más de un metro
de diámetro. No podía imaginarse qué habría tumbado a un gigante como aquel, o
cómo iban a sortearlo.
Las ramas quedaban perdidas en una zona de arbustos muy densa que había a
su derecha, mientras la base del tronco debía estar aún sepultada por la tierra, ya que
se levantaba un poco en la otra dirección antes de desaparecer.
—Dame la mano y te ayudaré a subir —le dijo Alex.

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¿Es que se había vuelto loco? Aquella era otra de sus salvajadas. Otro flirteo con
el peligro, con la diferencia de que, en aquella ocasión, quería que ella fuese su
compañera.
—¿Heather?
No parecía impaciente, pero sí confuso.
—¿Y qué hay de Junior? ¿Cómo se va a subir?
—No creo que necesitemos preocuparnos de él.
Junior ladró como si quisiera expresar su acuerdo, y Heather se dio cuenta de
que el animal había encontrado su propia forma de pasar. Sólo quedaba ella.
—Espera que encuentre el mejor sitio para poner los pies.
—No es necesario. Tú dame la mano y caminas por el tronco mientras yo tiro.
Parecía tan sencillo, tan seguro… ¿por qué se preocupaba tanto? ¿Confiaba en
Alex, sí o no?
Claro que sí.
Estiró el brazo y asió su mano para caminar por el tronco. Seguramente se había
aferrado a su mano con demasiada fuerza, y debía de parecer una idiota mientras
subía, pero había conseguido llegar arriba de una pieza.
—Bueno… no ha estado tan mal —dijo Alex al soltar su mano.
—No. Ha sido genial —dijo, sintiéndolo de verdad. Se sentía llena de vida y,
aunque lamentaba que le hubiera soltado la mano, tenía una sensación que no se
parecía a ninguna otra estando en lo alto de aquel tronco.
—El plan es saltar al otro lado —puntualizó Alex con suavidad.
—Ah, sí.
Él saltó, uniéndose a Junior que ya los esperaba, y alzó los brazos hacia ella.
Pero en lugar de ofrecerle las manos, la sujetó por la cintura y la bajó al suelo.
Heather no tuvo tiempo de pensar, ni de sopesar las consecuencias. Tuvo que
apoyar las manos en sus hombros y una vez allí, resultó imposible quitarlas. Lo
mismo que a Alex parecía estarle resultando imposible quitárselas de la cintura.
Tenía la mirada clavada en los ojos de Heather y parecía paralizado.
Bueno, no del todo, porque pudo inclinarse hacia ella y besarla en la boca. Y ella
fue capaz de echar hacia atrás la cabeza para recibirlo. Sus labios se rozaron, sus
corazones bailaron y sus cuerpos se unieron en una dulce armonía.
Pero la dulzura duró sólo un momento, ya que la necesidad se apoderó de ellos
en un instante. Era como si los dos estuviesen hambrientos y los labios del otro
fuesen la única comida. Como si estuvieran muriendo de sed y el otro tuviera las
preciadas gotas de agua.
Como si hiciese un calor sofocante y sólo pudiesen respirar el aire de labios del
otro.

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Una mano de Alex se deslizó entre sus cuerpos para cubrir su pecho y acariciar
su pezón con el pulgar. Incluso a través de la camiseta y el sujetador, la caricia desató
una fiebre, un deseo de probar más de sus caricias. Deseaba ser parte de él, sentir su
amor por todo el cuerpo.
Sus caricias se volvieron más atrevidas, más posesivas, más ardientes. Por sus
pechos, sus costados, sus nalgas, empujándola contra él. Si sus caricias podían
hacerla arder por encima de la ropa, ¿cómo sería sin ella?
Su boca se volvió más insistente, como si pretendiese arrebatarle la vida misma,
y ella se colgó de él con más fuerza pero, de pronto, el mundo se interpuso entre ellos
en forma del cuerpo de Junior, que los separó.
Heather quedó perdida, respirando a bocanadas, sin saber casi dónde estaba.
Alex retrocedió un paso, sin dejar de mirarla a los ojos.
—No pretendía que ocurriera esto —dijo.
—Yo tampoco.
No sabía qué más decir. El corazón aún le latía desbocado y sentía una
palpitación en los labios. Era demasiado difícil pensar y razonar para poder
conversar cuando el cuerpo palpitaba de necesidad.
—Será mejor que nos pongamos en marcha, si no queremos que nos devoren
los mosquitos —dijo él.
—Sí, claro —¿es que había mosquitos allí? ¿Ni siquiera se había dado cuenta?—.
Te sigo —añadió.
Y Alex dio media vuelta y echó a andar. Heather sólo podía mirar su espalda
mientras lo veía avanzar entre hierbas altas. Siglos atrás tenía un plan pero ¿sería
capaz de recordarlo?
Alex echó un vistazo hacia atrás.
—¿Estás bien?
—De perlas.
Algo zumbó al lado de su cara y lo apartó de un manotazo. Su plan no
contemplaba aquella atracción pero, ¿quería eso decir que estaba mal? Estaba
empezando a sentir algo por Alex pero, ¿no terminaba siempre queriendo a todos los
gatos con los que trabajaba? Aquella situación no era distinta, excepto que no estaba
enamorada de Alex, claro. Estaba…
Sus pies se negaron a seguir avanzando y sólo pudo ver cómo su espalda
desaparecía rápidamente. Quedarse sola en el bosque era en aquel momento la
menor de sus preocupaciones. No podía estar enamorándose de Alex, ¿verdad?
Nunca se permitiría cometer una locura semejante, ¿verdad? ¡Eso sería aun peor que
correr en bicicleta por la escollera!
—¿Heather? —Alex volvía en su busca—. ¿Ocurre algo?
—Nada —contestó alegremente—. Que tengo una piedra en el zapato.

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Alex bajó con paso decidido la última cuesta que los separaba del lago. Las
cosas se le habían escapado un poco de las manos, pero no había de qué preocuparse.
Era algo que podía controlar perfectamente y que no iba a volver a ocurrir. Sólo se
trataba de ser un poco más cuidadoso. Quería convencer a Heather de que estaba
empezando a curarse, nada más.
Se detuvo junto a una canoa que estaba boca abajo. Parecía bastante
deteriorada, pero aun así le dio la vuelta y la acercó al borde del agua. Heather se
aproximó a él y examinó la canoa frunciendo el ceño. Junior olisqueó sus flancos
como si estuviese considerando su bautizo.
—No tiene mala pinta —dijo ella.
—No se puede saber hasta que no esté en el agua —contestó Alex.
Teniendo en cuenta el tamaño extremadamente pequeño de la canoa y
sintiendo el calor de su proximidad, estaba empezando a plantearse si de verdad
debían haber hecho aquella excursión. Era evidente que necesitaba distanciarse de
Heather, algo que no era posible en una pequeña canoa. Y si las cosas se
descontrolaban en el agua, podían volcar. Eso sí: serviría para enfriar su ardor.
Pero sólo hasta que volvieran a la orilla, porque ver a Heather con la ropa
mojada y pegada a la piel sería una prueba que no soportaría ni el espíritu más
templado. Sólo imaginarse la camiseta dibujando el contorno de sus pechos le hacía
hervir la sangre.
—Bueno, echémosla al agua —dijo, tirando de la proa.
¿Y arriesgarse a que se mojara?
—Yo lo haré —dijo él y tiró de la canoa en otra dirección—. No quiero que te
mojes.
Ella se echó a reír y fue el mismo sonido de las campanas repicando el día de
Navidad. Y tuvo el efecto de doblar la rapidez de los latidos de su corazón.
Bajo su atenta mirada, metió la canoa en el agua. Los pies se le hundieron un
poco en el barro de la orilla; después, el agua le llegó a las rodillas, pero no quiso
entrar más. La parte más palpitante de su cuerpo seguía ardiendo.
—¿Y bien? —preguntó Heather.
¿Bien, qué? Ah, la canoa. Se le había colado algo de agua, pero no mucha.
—Es difícil de decir —respondió—. Puede que haga falta dejarla un rato más.
—Venga, vamos —le rogó—. O se cuela el agua, o no se cuela. Yo quería dar un
paseo en canoa. Sería la primera vez.
—¿Ah, sí?
Alex no sabía qué hacer: si rendirse a la nota de añoranza de su voz, o mantener
la distancia entre ellos. De pronto había sentido la necesidad de verla sonreír, de
darle lo que quería, pero sabía que con ello no estaba siendo inteligente. Había algo
en su sonrisa, en su voz, que podía hacerle olvidar por completo los dichosos
fusibles, pero no debía permitirlo.

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—Creo que debemos dejar que esté un rato más en el agua —dijo, y utilizando
un cabo atado a una argolla colocada en la popa de la canoa, la ató a un árbol—.
Dentro de una hora, le echaremos otro vistazo —dijo, saliendo del agua. Los zapatos
hacían un extraño ruido de ventosa al caminar sobre el barro. Quizás fuese lo que
necesitaba para impedir cualquier pensamiento romántico—. Y ya veremos.
—Nunca pensé que fueras tan cauto.
—Y yo nunca pensé que fueras tan osada —hizo una pausa y miró el lago y el
bosque que lo rodeaba con una sonrisa—. Qué maravilla de lugar. Es una pena que
no podamos pasear por la orilla.
Heather miró a su alrededor frunciendo el ceño.
—¿Por qué no podemos?
—¿Es que no te preocupa que Junior se meta en el agua?
—Está más acostumbrado al agua que tú y que yo. Toto lo lleva a la playa del
lago Michigan un par de veces por semana.
—Sí, pero no llevando los fusibles en el collar —puntualizó.
Todo un muestrario de emociones brilló entonces en su cara: confusión,
sorpresa, desilusión y rechazo. Parecía tan hundida que Alex tuvo que hacer un
esfuerzo por no acercarse a ella para consolarla, diciéndole que los fusibles le
importaban un comino; que podía tirarlos al fondo del lago, si quería.
Era un pensamiento peligroso, sobre todo porque le resultaba muy atractivo. La
investigación, su vida como agente federal le parecía tan irreal y tan distante… Algo
de lo que ya no formaba parte. Pero era sólo por estar bajo el efecto de su mirada. Del
beso que habían compartido junto al árbol caído. De estar demasiado tiempo al sol.
No podía olvidarse de que lo más importante era la seguridad, y que eso sólo
podía garantizarse si volvían a la civilización, con menos espacios abiertos y menos
imprevistos. Donde pudiera disponer de la protección que necesitaba Heather.
—Creía que te habías olvidado ya de los fusibles —dijo ella.
Él levantó las manos en señal de inocencia.
—Yo no he dicho que me los des. Guárdalos tú en el bolsillo. Lo único que
pretendo es que no se estropeen.
—Ah —miró a Junior que olfateaba el borde del agua. Tenía las patas y la cara
ya mojadas—. Supongo que tienes razón.
Se estaba rindiendo, pero su voz era tan triste que ni siquiera él podía
mantenerse al margen de esa tristeza. No le gustaba el hecho de que uno de los dos
tuviese que ganar, pero así eran las cosas. Y el ganador tenía que ser él. Por el bien de
ella.
—¿Porqué no…?
—Junior —lo llamó y el animal levantó la cabeza y movió la cola—. Ven aquí,
chico. No podemos quedarnos aquí. Vamos a caminar un rato más por el bosque.

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—¿Caminar por el bosque? —su victoria se había esfumado—. Yo pensaba


que…
—A mí me gusta mucho el bosque —dijo ella alegremente—, y hace mucho que
no paseo ni por un bosque ni por un lago, así que cualquiera de las dos cosas me
apetece mucho.
Junior y ella tomaron de nuevo el camino por el que habían venido. Junior y ella
tenían los fusibles. ¿Por qué no se fiaba de él? ¿Es que estaba perdiendo su habilidad,
o es que ella era mucho más lista de lo que se imaginaba?
Era una pregunta para la que no obtuvo respuesta en todo el día. Pasearon por
el bosque de pinos, en el que Heather encontraba motivos para maravillarse a cada
paso. Era como volver a descubrir el mundo, como reencontrarse una vez más con
las maravillas de la naturaleza.
Se entusiasmaba con la perfección de una pina, o con una pequeña flor violeta
que había crecido a la sombra de un enorme roble. Casi bailaba de alegría por estar
allí, de modo que ¿qué podían hacer Junior y él sino reír y disfrutar con ella? Su
corazón cada vez se sentía más pesado y confuso. Necesitaba una distracción.
—¿Cómo empezaste con lo de rescatar gatos? —le preguntó unas horas
después, cuando estaban sentados en un tronco caído para comer.
—No estoy segura —contestó, mientras sacaba los sándwiches y las latas de
bebida de la mochila que llevaba él—. Simplemente, ocurrió. Cuando era pequeña,
siempre me encontraba animales perdidos o huérfanos. Llevé una vez uno a casa,
pero mi madre se alarmó tanto como si le hubiese llevado la peste bubónica, así que
después de eso, los llevaba siempre a la granja de Penny.
Alex abrió las latas y las colocó sobre el tronco, entre ellos.
—Hasta que tuviste tu propia casa.
—Exacto —su sonrisa era como un rayo de sol tras la tormenta—. Eso fue lo
mejor de tener casa propia, que podía rescatar a todas las criaturas que necesitasen
ser rescatadas.
Tomó un bocado de sándwich y sacó un plato de plástico para echarle agua a
Junior. El animal bebió inmediatamente.
Alex dejó su sándwich a un lado. No sólo había pensado en la comida para ellos
dos, sino también para Junior. Tenía que ser la persona más considerada, más
genuinamente buena que había conocido, lo cual sólo le confirmaba la necesidad de
sacarla de allí y del lío en el que se había metido.
Heather tomó otro bocado de su sándwich.
—Me gustaría hacerte una pregunta —dijo.
—¿Cuál? ¿Que por qué juego? —adivinó, y sintió la necesidad de decirle la
verdad. Pero sabía que no podía hacerlo—. Me gusta la emoción, sentir la posibilidad
de ganar supongo. Pero no juego tanto como tú te crees.
¿Ah, no?

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—Si no juegas tanto, ¿por qué te pegaron?


—Es que no me han pegado —protestó—. Me caí y me di en la cabeza con tu
aspersor.
—Ya. ¿Y por qué te han amenazado por teléfono?
—A mí no me… ¿Qué dices? —se alarmó.
Ella enrojeció.
—Alguien te llamó cuando fui a cerrar la puerta —admitió.
—¿Que me llamó alguien? —le espetó. Junior dejó de beber agua y se volvió a
mirarlo con ese gruñido profundo y bajo, pero a Alex no le importó—. ¿Por qué no
me lo habías dicho?
—Calla, Junior —se volvió hacia Alex—. ¿Qué querías que te dijera? Te
llamaban para decirte que te daban un día más de plazo para que pagases, si no
querías que se repitiera lo del día anterior.
¡Maldición! La operación se estaba acelerando y él no estaba allí para darle la
dirección adecuada.
—No tenías derecho a ocultarme algo así.
—¿Por qué? ¿Para que pudieras hacerte el machote mientras ellos te daban una
paliza de muerte?
—¿Y por qué no para pagar?
—Sí, ya —se rió—. Igual que ibas a pagarles cuando te caíste en el aspersor.
Alex inspiró profundamente, intentando controlar la ira. Pero no lo consiguió,
así que lo volvió a intentar, aunque con el mismo resultado. ¿Qué era lo que se había
dicho antes sobre que era la persona más buena del mundo? Mentira. Era una
metomentodo de la peor calaña.
—Nada de todo esto era asunto tuyo —le dijo—. Yo me las arreglaba
perfectamente bien solo.
Heather dejó su sándwich a medio comer sobre el tronco y le tomó de la mano.
—Alex, sé sincero. No te las estabas arreglando de ninguna manera. Tienes que
ir a la policía y contarles todo esto.
No le gustaba estar así. Por la mano se le estaba escapando toda la ira, y
necesitaba seguir sintiéndola.
—¿Para qué? ¿A ellos qué les importa si yo hago unas cuantas apuestas?
—Pero sí que les importaría la gente que te está amenazando. Déjame ayudarte.
Alex estaba delante de una encrucijada. Tomar el camino que ella le ofrecía
sería comportarse como un gusano, como un completo cerdo. Pero no tomarlo sería
aun peor. Sería mantenerla en la inseguridad de aquella cabaña. No tenía elección.
—Tienes razón —le dijo, despacio—. Estoy con el agua al cuello y la única
solución es acudir a las autoridades.

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Los ojos de Heather se llenaron de comprensión.


—Será duro admitirlo, pero es la única manera de dejar todo esto atrás.
—Y puede que también lo sea de evitar que alguno otro incauto caiga en sus
garras.
Heather se levantó.
—No había caído en eso —exclamó—. No eres sólo tú quien está en peligro,
sino mucha más gente. Deberíamos volver a Chesterton. Toto sabrá qué hacer.
Parecía dispuesta a irse a las cruzadas.
—Primero podemos terminar de comer —le dijo.
Ella miró el sándwich que había dejado en el tronco y se echó a reír.
—Sí, supongo que podemos quedarnos unos minutos más.
—Incluso unas cuantas horas más —añadió él—. No te has dado el paseo en
canoa.
—Eso no importa. Ya lo haré en cualquier otro momento.
—Antes has dicho que iba a ser la primera vez, así que si la canoa no hace agua,
vamos a dar ese paseo.
Unas cuantas horas más o menos no tenían importancia, y así podría darle el
paseo en canoa. Era lo menos que aquel gusano, aquel bicho asqueroso podía hacer
por ella.
Se deslizaban sobre el agua como en un sueño, avanzando junto a las
estribaciones del bosque en absoluto silencio. El único sonido era la respiración de
Junior y las paladas de Alex. Sentada en la proa, Heather iba inmóvil, contemplando
los árboles al pasar y algún que otro ciervo. E incluso algún zorro.
—Qué hermosura —musitó—. No puedo creerlo.
Aunque el corazón le pesaba una tonelada, Alex no pudo dejar de sonreír. Su
placer era tan puro…
—Y te lo querías perder. ¿No te alegras de que insistiera?
Ella se volvió a mirarlo por encima de Junior, que iba sentado en el centro de la
canoa.
—Sí, tenías razón.
Pasaron frente a un ciervo que bebía agua del lago y el bosque se hizo más
denso. Heather seguía maravillándose de cada cosa: de los peces que subían a la
superficie por burbujas de aire, de las tortugas soleándose sobre troncos caídos, de la
familia de patos descansando a la sombra de una rama baja. Él ya había visto todo
aquello, pero tuvo la sensación de que era nuevo también para él.
—Jamás me habría podido imaginar que dar un paseo en canoa pudiera ser tan
genial —dijo—. Debería llevar años haciéndolo.

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—Lo único que se necesita es contar con un sitio como este para hacerlo —
puntualizó—. No creo que vieras tantos animales en el lago Palomara.
Dos libélulas aterrizaron en la superficie del agua junto a ellos, y el sol se
reflejaba en sus alas con un esplendor iridiscente.
—¡Mira! —exclamó. Son preciosas.
Alex se echó a reír.
—¿Pero qué has comido hoy? —bromeó—. Son sólo bichos, esas cosas a las que
les tienes tanto miedo.
—¿Yo, miedo? No lo creo —una rama sumergida rozó el fondo de la canoa y se
echó a reír, a pesar del miedo—. Me siento demasiado bien para tenerle miedo a
nada. Soy tan feliz de saber que le vas a pedir ayuda a Toto.
La atmósfera cambió de pronto y una nube se colocó delante del sol, a pesar de
que el cielo estaba despejado. Maldición. No debería significar tanto para ella.
Heather miró hacia atrás, como si hubiese presentido su cambio de humor.
—No te pongas tan tristón —le dijo—. Todo va a salir bien.
Nada iba a salir bien, al menos como esperaba ella.
—¿Cuándo vas a dejar de preocuparte por los demás y empezar a ocuparte de ti
misma? —le espetó—. No deberías basar tu felicidad en lo que yo haga.
—¿Por qué no? Eres amigo mío y me preocupa lo que te pase.
—Pues deberías preocuparte más por ti misma.
—Ya lo hago cuando es necesario —replicó—, pero ahora eres tú quien debe
ponerse a salvo.
Su buen corazón era como una mosca pegajosa de la que no lograba deshacerse.
—¿Cómo sabes que lo que te he dicho iba en serio? —preguntó—. Puede que
sólo haya sido un truco para conseguir los fusibles.
Ella se echó a reír.
—Te conozco, Alex Waterstone. Y confío en ti. No me mentirías en algo así. Sé
que no lo harías.
Su seguridad era como un cuchillo que cada vez ahondase más en la carne.
¿Que no iba a mentirle? Todo lo que había hecho desde que estaba en Chesterton
había sido una mentira. Todo lo que le había dicho desde que la encontró en su jardín
buscando a Bonnie había sido mentira. Su vida entera era una gran mentira. ¿Cómo
había podido llegar a pensar que iba a poder tener una última hora tranquilo con
ella?
—Lo mejor será que volvamos.
—¿Tiene un sitio especial cada fusible? —le preguntó Heather, apoyándose en
la puerta abierta del coche. El sol de la tarde entraba entre los árboles ya muy

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ladeado y Alex apenas podía ver—. No me di cuenta de anotar de dónde era cada
uno.
Alex estaba tumbado sobre los asientos para poder manipular en la caja de
fusibles de debajo del cuadro.
—Cada posición tiene el suyo —dijo—. Menos mal que aquí hay un diagrama.
Heather se mordió el labio. Alex estaba siendo muy paciente con ella. Quizás
ahora que había visto la luz al final del túnel, se había relajado.
—Bueno… tardaré un poco en montarlo de nuevo, pero creo que lo conseguiré.
Ella suspiró aliviada.
—Menos mal. No pretendía que nos quedásemos aquí atrapados para siempre.
—Me alegro de saberlo.
—Puedo ir recogiendo las cosas, ¿no?
No le apetecía marcharse de su lado, y no porque pensara que iba a salir
corriendo con el coche dejándola allí, ni porque temiera que fuese a cambiar de
opinión. Era simplemente una especie de tristeza porque todo iba a ser distinto
dentro de muy poco. Por mucho que le gustara que dejase la vida de peligro que
llevaba, no le hubiera importado pasar un día o dos más allí. Qué tontería.
—Junior y yo vamos dentro —le dijo—. Llama si necesitas algo.
Los dos entraron en la cocina y, con un suspiro, Heather acarició la cabeza de
Junior.
—Bueno, será mejor que le digamos a Bonnie que volvemos a casa.
Dejó de acariciarlo y miró a su alrededor.
La gatita solía estar siempre a la vista. No es que corriese a saludarla como el
resto de gatos, pero tampoco era tan independiente. La preocupación le secó
inmediatamente la boca.
—¿Dónde está Bonnie? —le preguntó al perro, pero el animal simplemente la
miró moviendo la cola.
—Vamos, Junior. Busca a Bonnie. Ve a buscarla.
El animal se dio la vuelta y empezó a buscar por la cabaña, y Heather lo siguió
con el estómago hecho un nudo. Seguramente estaría dormida en algún rincón y no
les había oído entrar. Junior se detuvo junto a la cama y después se subió de un salto,
orgulloso de sí mismo.
—¿Está aquí? —preguntó Heather, levantando las almohadas para mirar.
No.
Apartó el edredón, aunque no se apreciaba ningún bulto.
Nada. Ni rastro de Bonnie.
Se puso a cuatro patas y miró bajo la cama. Imposible, porque el canapé llegaba
casi hasta el suelo y no había sitio para un gato. ¿Dónde podía estar?

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Alex entró cuando estaba buscando en el salón.


—Ya los he colocado —anunció—. ¿Qué pasa?
Heather se agarró al respaldo de una silla.
—No encuentro a Bonnie por ningún lado.
—¿Que no la encuentras? Pues tiene que estar por aquí.
Heather inspiró profundamente.
—Ya lo he mirado todo y no está —de pronto sintió ganas de llorar—. ¿Y si se
ha salido de la casa? No sobreviviría más que unas horas ahí fuera. Es todavía muy
pequeña.
Alex se acercó a ella y Heather ocultó la cara en su pecho, tan asustada que casi
no podía pensar.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó, conteniendo las lágrimas—. No puedo irme
sin ella.
—¿Quién ha dicho que vayamos a marcharnos? —le espetó Alex—. Si tenemos
que quedarnos aquí un mes para encontrarla, lo haremos.
¡Un mes! Tenían que encontrarla mucho antes.
Pero la gatita no estaba en la despensa, ni bajo el sofá, ni bajo la mesa, ni en la
chimenea. No estaba en las librerías, ni detrás de las almohadas, ni en el armario.
—Quizás lo mejor sería que empezásemos a buscarla fuera mientras todavía
haya luz —sugirió Alex.
Heather asintió, reprimiendo sus peores temores. Debería haber dejado a la gata
en casa. Un retraso en el aprendizaje no era nada comparado con la posibilidad de
perderla.
Alex, Heather y Junior dieron la vuelta a la casa llamando a Bonnie y mirando
bajo los arbustos. Ampliaron el círculo, la buscaron individualmente, pero no
consiguieron nada. Las sombras se hicieron más alargadas y oscuras. Encontrarla en
la oscuridad sería casi imposible.
—Podríamos usar la linterna —dijo Alex—. A lo mejor, si ve la luz, viene.
Entraron en la casa.
—También podemos sacar su cesta. Le gusta dormir en ella —se detuvo y miró
a Alex—. ¿Tú has…?
Él negó con la cabeza.
—¿Y tú?
Ella negó también y los dos corrieron al rincón en el que estaba la cesta. Heather
la levantó y asintió con una sonrisa. Bonnie estaba acurrucada en el fondo, dormida
profundamente. Heather volvió a dejarla en el suelo.

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—¿De verdad esa bribona ha estado ahí durmiendo todo el rato? —preguntó él
y, echándose a reír, abrazó a Heather—. Supongo que ha debido de tener un día muy
duro y está descansando a pata suelta.
—Es que no se puede esperar que una chica perdone su sueño reparador para
contestar a una llamada cualquiera.
—Es verdad. Qué tontería.
La única tonta allí era ella. Se había olvidado de lo difícil que era respirar
estando en sus brazos y, unido al alivio de haber encontrado a Bonnie, apenas podía
seguir en pie.
Alex debió de sentir algo porque la miró.
—¿Estás bien?
—Claro —contestó ella, riéndose—. Es el alivio, que me ha dejado sin fuerzas.
Alex la condujo al sofá y se sentaron, pero Alex se levantó casi inmediatamente.
—Quédate aquí —dijo—. Voy a preparar algo de cenar.
—Estoy bien —dijo ella, levantándose también—. Creía que íbamos a
marcharnos.
Alex la hizo sentarse con suavidad.
—¿Qué más da unas cuantas horas de diferencia? Tú relájate, y no le quites los
ojos de encima a nuestra campeona del escondite.
¿Nuestra? Había sido un uso casual de la palabra. No significaba anda, pero el
corazón le dio un salto.
—¿Has oído eso, Bonnie? —le preguntó en voz muy baja a la gatita tras sacarla
de la cesta—. A lo mejor no queremos volver corriendo a casa, después de todo.
La verdad es que volver corriendo no parecía entrar en los planes de nadie.
Alex hizo una sencilla ensalada con los vegetales y hortalizas que quedaban y,
después, calentó una lata de sopa. Tardó poco en prepararlo y tardaron poco en
comerlo, pero luego, en lugar de ponerse a juntar sus cosas para marcharse, ambos
salieron a sentarse a los peldaños del porche para contemplar cómo el sol terminaba
de ocultarse por el oeste mientras Junior dormitaba bajo los últimos rayos del día.
—¿No deberíamos marcharnos? —preguntó Heather al final, aunque a ella le
habría encantado seguir allí sentada durante horas.
Alex la abrazó.
—Cuando no podíamos encontrar a Bonnie, mi perspectiva cambió. Ya no tengo
tanta prisa por volver.
—Ah.
Y ella no iba a discutir, acurrucada en sus brazos como estaba.
—¿Te apetece…? —empezó.
—¿Quieres que…? —dijo él al mismo tiempo.

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Los dos se echaron a reír antes de que Heather levantase los ojos hacia él y se lo
encontrase mirándola. Entonces la tierra se detuvo.
Su boca se apoderó de la de ella con un hambre de años y ella le respondió del
mismo modo. Necesidad, deseo, añoranza. Todo mezclado en aquel beso. Había
desesperación en él, lo cual la sorprendió y la entristeció al mismo tiempo. ¿Por qué
un beso podía traerle tristeza?
Ese mismo pensamiento la hizo más osada y lo besó como si se sintiera capaz
de arrancarle esa tristeza del alma, como si pudiera apartar al demonio que pretendía
arrojar sombras sobre su felicidad.
Pero él se separó de ella y Heather sólo pudo hacer lo mismo. La tristeza seguía
estando en la mirada de Alex, y seguía estando presente en la forma en que deslizó
las manos por sus brazos hasta llegar a tomarle las manos.
—Eres una mujer peligrosa, Heather Mahoney —le dijo sonriendo—. Pareces
tan tranquila y callada pero, bajo esa fachada, hay una tigresa dispuesta a devorarme.
Heather se echó a reír. ¿Una tigresa? Ja.
—Debes de haberte rozado con una ortiga o algo así —contestó, poniéndose en
pie—. Eso, o estás poseído.
—Esa posibilidad me parece más plausible.
Su voz era suave, casi como si se estuviera hablando a sí mismo.
—Vamos —le dijo ella, tendiéndole una mano—. Tenemos que hacer el
equipaje.
Él se levantó pero no soltó su mano.
—Tienes razón. Pronto va a oscurecer.
—Y aún no hemos fregado. Vamos, Junior.
Y los dos siguieron al perro al interior de la casa.
Tenían que agradecer que el hechizo se hubiera roto, se decía Heather mientras
empezaba a recoger los cacharros de la cena. Estaba allí para conseguir liberar a Alex
de su hábito de juego, no para tener un romance. Su vida ya era lo bastante
complicada.
—¿Alguna vez te ha pasado que no hay nada que te parezca sencillo y sin
complicaciones? —preguntó Alex.
Ella se echó a reír mientras aclaraba los platos.
—¿Acaso alguna vez ha ocurrido lo contrario?
—No, te lo digo en serio.
Heather lo miró. Parecía preocupado de verdad. Algo lo estaba inquietando.
Dejó el plato y se apoyó contra el fregadero.
—Yo también hablaba en serio. Nada ha sido sencillo y sin complicaciones para
mí. Todo tiene un millón de posibles consecuencias.

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—Entonces, ¿cómo decides lo que debes hacer?


—Echando una moneda al aire. Abriendo la puerta más cercana.
Alex se levantó y caminó hacia ella despacio. Había algo en su andar, en sus
ojos, algo en el fuego que parecía emanar de él que la abrasó incluso antes de que
llegase a su lado. Una vez allí, apoyó una mano a cada lado de su cuerpo, en el borde
del fregadero.
—¿Y si lo que quieres es puramente para el momento, y no tiene posibilidad de
futuro?
Ella lo miró a los ojos, a los labios que tenían la capacidad de volverla loca;
calibró el hecho de que aquella noche podía ser la única para ellos. Pero tenía treinta
y tres años y estaba cansada de ir siempre a lo seguro. Cansada de alejarse de la
pasión. ¿Acaso el placer tenía que venir con garantía?
Levantó una mano y acarició sus labios antes de rozarlos con los suyos.
—Creo que se ha hecho demasiado tarde para ir por ese camino —dijo, y su voz
apenas fue un susurro—. Puede que después lamentásemos haberlo intentado.
Alex tomó su mano y volvió a llevársela a los labios para besar cada dedo.
—Podríamos lamentar habernos quedado.
—Y también podríamos no lamentarlo.
Se colocó su mano en la nuca y la besó en los labios. Sus bocas se encontraron
con una descarga eléctrica, con una chispa que prendió sus corazones. Era la magia
con la que ella había soñado, la maravilla que tanto había esperado.
Se besaron una y otra vez, hasta que el corazón les iba demasiado deprisa como
para pensar o respirar. No había nada más que su necesidad, sus labios, el hambre de
sus cuerpos. Jamás se había sentido así. Nunca la necesidad había ejercido el control
sobre su cuerpo, ni había dirigido sus acciones.
La boca de Alex dejó la suya y fue describiendo un camino de besos por sus
mejillas, su cuello, atizando su necesidad de él. Después notó que hundía la cara en
su pelo.
—Me encanta cómo hueles —dijo, y su voz le pareció tan inestable como sentía
las rodillas—. Huele a primavera. Como huelen las cosas cuando vuelven a la vida.
Y por extraño que pareciera, era así como se sentía. Como sus caricias la hacían
sentirse. Era como si llevara toda una eternidad dormida y hubiese vuelto a la vida
con sus caricias. Se acurrucó más en su abrazo, pero él se separó un poco.
—Si vamos a irnos, será mejor que lo hagamos ahora —murmuró.
—¿Mientras aún quede luz?
—Mientras aún nos quede cordura.
Pero a ella ya la había abandonado. Por una noche, iba a vivir el momento y a
atesorar el ahora. Aquello era lo que quería y, a la mañana siguiente, ya se
preocuparía del mañana y de los días que vinieran después.

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—Creo que al único sitio al que deberíamos ir es al dormitorio —le dijo.


—Para eso, queda luz suficiente —contestó él, tomándola en brazos.
El último resplandor del sol iluminó el camino hasta el dormitorio y la dejó con
suavidad en la cama. Heather no sabía si era por aquella última luz o por la pasión
que estaban sintiendo, pero la atmósfera de la habitación era rosada, o quizás dorada,
como si estuviesen volando al paraíso.
Alex se quitó los zapatos y después se los quitó a ella. Sentir sus manos
acariciándole los pies bastó para que desease ronronear de placer. Pero entonces sus
caricias y sus manos fueron ascendiendo y alcanzaron el bajo de su camisa. Las sentía
frescas sobre su piel caliente, que se calentó aún más bajo sus palmas.
Se la quitó y después le desabrochó el sujetador. De haber tenido tiempo, se
habría preguntado si su cuerpo le gustaba, pero Alex no le dio esa oportunidad al
inclinarse sobre uno de sus pechos para acariciar su pezón con la lengua.
Heather gimió cuando tomó cautivo su pezón entre los dientes y, abrazándose a
él, reteniéndolo tan cerca de ella como le era posible, dejó que la guiase en aquella
ascensión al cielo. Nunca se había sentido así; jamás había experimentado aquel
dulce nudo de tensión en su interior.
Se aferró a él, preguntándose si el amor podría llegar a ser tan maravilloso
como lo era en aquel momento, hasta que él deslizó la mano sobre el estómago.
Estremecimientos de puro deleite le recorrieron el cuerpo y, entonces, su caricia llegó
bajo sus pantalones, bajo sus bragas, hasta llegar al centro mismo de su feminidad.
Una caricia, otra, y el nudo de tensión crecía y crecía mientras su corazón latía cada
vez más rápido.
Así que aquello era el amor. Aquella era la magia que sólo se despertaba en
unos brazos especiales. Pero quería crear esa misma magia en él con sus manos.
Tiró de su camisa y se la sacó por la cabeza.
—Dime lo que te gusta —le susurró—. Dime qué quieres que te haga.
—Lo que tú quieras —contestó él, con una voz que era sólo un vago eco de su
voz habitual—. Todo.
Deslizó las manos por su pecho, entre su pelo, hasta que lo sintió temblar. Se
inclinó entonces para lamer sus pezones, y lo sintió estremecerse. Luego bajó hasta su
estómago, preguntándose de dónde salía aquella maravillosa sensación de estar
haciendo lo que tenía que hacer. Lo que necesitaba hacer.
Entonces bajó aún más la mano hasta alcanzar su pene erecto. Primero lo tocó
con cierto temor pero, sobre todo, con una necesidad febril. Cada caricia parecía una
agonía de placer para él.
Pero debió alcanzar una especie de pico porque la tumbó sobre la cama, le quitó
los pantalones y las bragas y, con la misma urgencia, se desnudó él hasta que
quedaron totalmente desnudos el uno en brazos del otro.
Heather abrió las piernas y Alex la penetró. Hubo un momento de exquisito
dolor y después un placer también exquisito. Él se movía contra ella, con ella, dentro

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de ella, con un ritmo estable mientras cubría su cara de besos, al tiempo que la
abrazaba como si fuesen las dos últimas personas sobre la faz de la tierra.
Su cuerpo obraba magia en el de ella. Se sentía entre llamas, a punto de explotar
en cualquier momento. Estaban llegando al cielo. De pronto, una lluvia de estrellas
los bañó con su luz mientras se aferraba a él como si fuesen un solo cuerpo.
Siguieron abrazados un buen rato, hasta que Heather sonrió, casi son timidez.
—Vaya —exclamó. ¿Qué tal se te dan los bises?
Él se echó a reír y volvió a abrazarla.
—Señorita, eres increíble.
Heather cerró los ojos y se acurrucó en el hueco de su hombro, donde estaría a
salvo para siempre.

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Capítulo 12
Heather se acurrucó bajo las sábanas y ocultó el rostro contra el cuerpo de Alex,
intentando seguir dormida a pesar de la luz de la mañana. Oía la lluvia caer sobre el
tejado de la cabaña y el estallido de los truenos, pero estaba demasiado a gusto como
para que le importase. Era la mañana perfecta para rezongar en la cama. La noche
había sido tan perfecta… Habían amado y habían sido amados, y todo había sido
maravilloso.
El viento soplaba con más fuerza. Seguramente, debería mirar fuera, ya que si
se movía sólo un poco, podría mirar por la ventana, para asegurarse de que no se
acercaba un tornado, pero eso implicaría apartarse de Alex y de aquel maravilloso
nido.
Junior empezó a gruñir y supo que iba a tener que levantarse. Al fin y al cabo,
puede que no fuese tan mala idea. Así podría encontrar otras formas de revivir lo
que…
—¡Maldita sea! —exclamó Alex de pronto, y se levantó de la cama.
Heather se incorporó. El viento seguía ululando fuera. Se oía perfectamente por
encima del gruñido de Junior y de las maldiciones de Alex, pero de pronto dejó de
parecerle el viento.
—¿Alex?
Él se volvió a mirarla, echando chispas por los ojos, pero le daba la impresión
de que no estaba enfadado con ella.
—Será mejor que te vistas —le dijo mientras se ponía los vaqueros.
—¿Que me vista? ¿Qué es ese ruido?
Pero Alex no contestó. Se había puesto los vaqueros y la camisa y le estaba
lanzando a ella su ropa sobre la cama.
—Vamos, Heather. Vístete.
Se estaba poniendo la camiseta cuando un trueno sacudió la cabaña. Heather se
estremeció. Aquella tormenta iba a ser terrible, y una sensación de peligro inminente
se le aferró al estómago. Alex se acercó a la ventana bajo la que Junio ladraba
frenéticamente. Tenía que apartarlos de allí. El peligro estaba cerca.
—Alex, apártate de la ventana —le dijo—. Junior, ven aquí. Vamos, chico.
Pero ninguno de los dos pareció darse cuenta de que había hablado. El
estómago se le estaba retorciendo literalmente. Bajó de la cama y se puso los
pantalones, y entonces se dio cuenta de que se había olvidado del sujetador y las
bragas. Los escondió bajo la almohada.
—Alex, ¿qué ocurre?
Pero no fue ni su voz ni la tormenta lo que oyó después.

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—Les habla la policía —llegó una voz—. Salgan inmediatamente con las manos
sobre la cabeza y nadie resultará herido.
Junior seguía ladrando y saltando delante de la ventana, pero Heather sólo
podía mirar a Alex, con el corazón latiéndole tan fuerte que casi ahogaba el resto de
ruidos.
—Alex, ¿qué pasa?
Se volvió de la ventana con una expresión de derrota en los ojos.
—¿Queréis hacer el favor de calmaros? No quiero que alguien pueda resultar
herido.
Su voz no contenía emoción. Sólo palabras.
Heather siguió mirándolo, intentando no perder el control. Sabía lo que estaba
pasando: los malos los habían encontrado y fingían ser la policía.
Tenía que reaccionar. Alex la necesitaba.
—Junior, quieto —el animal dejó de ladrar y Heather se volvió a mirar a Alex—.
Bien. Necesitamos un plan.
Pero a Alex le pesaba la derrota sobre los hombros.
—Lo que tú necesitas es calzarte —dijo—. Y después, tendremos que salir.
¿Es que no lo comprendía? Ella estaba dispuesta a ayudarle a luchar.
—No. Si salimos, nos atraparán.
—Si no salimos, van a llenar la cabaña de gases lacrimógenos.
—¿Gases? —repitió Heather mientras se calzaba las deportivas—. Eso es
ridículo. Eso sólo pasa en las películas y es la policía quien los usa.
—Es que es la policía quien está ahí fuera.
—Este es el último aviso —sonó la voz a través del amplificador—. Salgan con
las manos en alto o entraremos.
Heather lo miró a los ojos. Aquello era más complicado de lo que se había
imaginado.
—¿Y qué hace aquí la policía? —le preguntó con voz ahogada.
—Vienen a rescatarme.
¿A rescatarlo?
—¿Rescatarte de qué?
Alex sonrió de medio lado.
—Creo que de ti.
—¿De mí?

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Pero ya no le explicó más. Simplemente se inclinó hacia ella y la besó en la


frente suavemente. Con ternura. Un beso de adiós. Sus ojos estaban llenos de
recuerdos de la noche anterior y, después, quedaron vacíos.
¿Qué demonios estaba haciendo? No podía preguntárselo. Tenía los ojos llenos
de lágrimas y sentía la garganta atenazada. De todas formas, no tenía mucho que
decir.
Alex llegó a la puerta del dormitorio y se detuvo.
—Todo esto es un malentendido. Voy a salir a hablar con ellos. Tú sal dentro de
unos minutos, pero asegúrate de que Junior se comporta.
Cuando Heather oyó la puerta principal cerrarse, se sentó en la cama. Las
piernas ya no la sujetaban.
¿Qué diablos estaba pasando allí? ¿Por qué iba a venir la policía a buscarlo?
Volvió a levantarse y se acercó a la ventana.
Delante de la casa, bajo el aguacero, había media docena de coches de policía.
Entre ellos, había hombres y mujeres vestidos con impermeables azules que
llevaban las letras FBI en la espalda. Era la policía de verdad. Vio a Alex acercarse a
ellos bajo la lluvia y enseguida quedó rodeado y lo perdió de vista.
Heather contuvo las lágrimas. Dios, iban a arrestarlo.
Pero ella no podía permitirlo. Lo quería. Lo necesitaba. Hubiera hecho lo que
hubiera hecho, se trataba sólo de un error. Todo era porque su padre había muerto y
lo echaba de menos desesperadamente.
Con un miedo terrible atenazándole el pecho, salió corriendo de la cabaña. El
viento que sacudía el bosque era casi ensordecedor, pero no le importó. Alex la
necesitaba.
—Oficiales —les gritó, corriendo hacia el grupo que parecía estar al mando—.
Oficiales, yo puedo…
Pero se detuvo. Alex estaba a un par de metros, pero sin esposar. Es más, ni
siquiera parecía sentirse intimidado. Una sensación incómoda comenzó a crecerle en
la boca del estómago. Quizás fuera el hecho de que todo el mundo se hubiera vuelto
a mirarla.
—Así que aquí tenemos a la vecina —dijo otro hombre.
Heather se volvió a mirarlo. No tenía ni idea de qué estaba hablando, pero su
madre le había enseñado que debía dirigirse a la persona que se había dirigido a ella.
—Señor —le dijo, estremeciéndose bajo la lluvia—. Tiene que haber algún error.
Alex es un hombre bueno y decente. No pueden arrestarlo.
—Heather… —empezó Alex, pero ella no lo miró. Si lo hacía, estaría perdida.
Empezaría a llorar y nadie la escucharía.
—Puede que haya cometido un error —continuó, con el agua chorreándole por
la cara—, pero no ha sido nada más que eso. Una equivocación. No pretendía hacer

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daño a nadie. Es un hombre amable y de gran corazón que incluso me ha ayudado a


rescatar a una gatita salvaje. No pueden arrestarlo.
—¿Arrestarlo? —el hombre frunció el ceño—. No sé por qué íbamos a hacerlo.
Un rayo de esperanza iluminó su corazón.
—¿Ah, no?
—No —el hombre miró a Alex—. Pero lo que sí voy a hacer es echarle una
buena reprimenda.
—¿Una reprimenda? —qué palabra tan extraña, dadas las circunstancias—. No
comprendo.
—Alex es un agente experimentado —dijo el hombre—. No debería habernos
lanzado a esta persecución si sentido.
—¿Un agente experimentado?
Una especie de mano de hielo le apretó el corazón y su frialdad le heló las
manos, los pies, el cerebro. Se sentía como un trozo de madera. Temor. Miedo.
Horror. Todo aquello la estaba paralizando, impidiéndole encontrar sentido a todo
aquello.
—¿Pero qué…? —empezó, pero se detuvo.
El hombre con el que había estado hablando parecía haberse olvidado de ella y
estaba ocupado con Alex y otro hombre. Sabía que Alex la estaba mirando, pero se
negó a encontrarse con sus ojos. Aún no podía.
Retazos de la conversación de los hombres empezaron a llegar a sus oídos:
incumplir otro plazo… preparar una reunión… hablar de su influencia… las
apuestas… amañar el partido… Sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas, pero
también le bastó para comprenderlo todo.
Aquella situación… todo, incluso su puesto de profesor no había sido más que
una tapadera. Nada era ni real ni cierto. Nada.
—Vamos —dijo Casio—. Sube al coche, antes de que nos ahoguemos aquí.
Alex apretó la mandíbula y siguió a Heather con la mirada hasta la casa. Parecía
tan hundida, y no sólo por la lluvia…
—Un momento. Necesito hablar con Heather.
—No necesitas hablar con nadie —le espetó Casio—. Willa se ocupará de llevar
a la mujer y al perro de vuelta a Chesterton.
—También tiene una gata.
Casi se encogió de hombros.
—Estoy seguro de que Willa podrá ocuparse. Tenemos que llegar a Chicago
cuanto antes. Esto va a explotar de un momento a otro.
Alex miró a Casio. Sabía que tenía que irse, que estaban en un punto crucial de
la investigación, pero no iba a marcharse hasta no haber visto a Heather.

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—Necesito hablar con ella y asegurarme de que está bien.


No esperó a que le diera permiso, sino que echó a andar sobre el barro hacia la
casa. Todo estaba en silencio, excepto las pisadas de Junior en el suelo de madera.
—Hola, chico —le saludó—. ¿Dónde está Heather?
Por primera vez, el perro no le gruñó y miró con nerviosismo hacia el
dormitorio. Alex asintió y acarició la cabeza del animal.
—Gracias.
Y se acercó a la puerta del dormitorio con la sensación de que el corazón se le
había vuelto de cemento. No tenía ni idea de qué decirle. ¿Cómo conseguir apaciguar
su dolor?
Se detuvo en la puerta, pero perdió el hilo de sus pensamientos al ver a Heather
tirada en el suelo, medio metida debajo de la cama.
—¿Heather?
—Vete —contestó ella—. Tú y tu ruido habéis asustado a Bonnie. Déjanos en
paz, ¿quieres?
Se acercó a ella intentando no mirar la cama, no despertar el recuerdo.
—Heather, no tengo mucho tiempo.
—Vamos, Bonnie, preciosa —llamó a la gatita desde debajo de la cama—. No
pasa nada. Los malos ya se han ido.
¿Sería él uno de esos malos? Seguro. El peor.
—Heather, siento muchísimo que hayas tenido que enterarte así.
Salió por fin de debajo de la cama con Bonnie en una mano.
—Esa debe de ser la única verdad que me has dicho en los últimos doce meses.
Estoy segura de que habrías preferido que no me enterase nunca.
—No quería que fuese así.
—Me lo imagino.
Parecía tan pequeña, tan frágil, tan dolida… pero se negaba a mirarlo, a
facilitarle la disculpa. Se lo merecía.
La vio sentarse en la cama y acurrucar a Bonnie. Los recuerdos de la noche
anterior acudieron a su memoria en tropel, con toda su fuerza, tan intensos que le
impidieron respirar durante un instante. Por fin, consiguió volver a pensar.
—Quería decirte la verdad —dijo—. Odiaba estar engañándote.
—Y por eso me dejaste hacer el ridículo.
—Estabas intentando ayudarme. Nada de lo que has dicho era ridículo.
Heather le miró.
—¿Nada? ¡Todo lo era! —hizo una pausa—. Pero, en parte, es culpa mía.
Debería haber sabido que no eras un ludópata.

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—¿Cómo ibas a saberlo?


Ella lo miró un instante más y volvió a acunar a Bonnie.
—En primer lugar, no eres el tipo de persona que llega a ser jugador. No es lo
bastante peligroso. Y no puedo imaginarte perdiendo mucho dinero.
No estaba seguro de si le gustaba el análisis que acababa de hacer.
—La gente pierde grandes sumas de dinero constantemente.
—Sí, pero son personas a las que les gusta correr una y otra vez el mismo
riesgo. Tú corriste con tu bicicleta una sola vez sobre el malecón. Luego buscaste
otras cosas.
Alex frunció el ceño. No podía ser tan fácil de entender.
—Eso ocurrió hace ya muchos años —dijo—. He crecido, ¿sabes?
—Pero no has cambiado —se levantó—. Te sigue gustando el peligro. De hecho,
ese debió ser el motivo por el que me dejaste intentar ayudarte como una idiota.
Debía de ser otro reto para ti saber hasta cuándo ibas a poder ocultarme la verdad.
—Eso no es cierto.
—¡Vamos, Alex! —exclamó—. Podrías haber parado todo esto cuando hubieras
querido y no lo hiciste.
—Lo intenté. Muchas veces, no sólo una. Pero estabas tan decidida a rescatarme
que no me escuchabas.
Los ojos le brillaron de ira.
—Ya. Así que todo ha sido culpa mía.
—En parte, sí —de pronto vio la verdad delante de sí mismo y no pudo negarla
más, por dolorosa que fuera—. Habías rescatado antes montones de gatos, pero
ahora se te presentaba la oportunidad de rescatar a una persona, un pobre incauto
que cayó en tus manos y al que no pudiste resistir.
—No puedes creer de verdad lo que estás diciendo.
Ya no sabía qué creer. Qué desconfiase de él seguía doliéndole como una herida
abierta. Si podía pensar lo peor de él, quizás fuera porque nunca lo había visto como
una persona, y eso era lo que más le dolía, por encima de todo.
—¿Y por qué no? —espetó—. ¿Por qué, si no, ibas a hacer todo esto?
Ella lo miró y la ira desaparecido de su mirada, dejando debilidad en su lugar.
Hizo ademán de decir algo, pero no se oyeron palabras. Alex esperó, aunque no
sabía muy bien a qué. Pero después, tras una eternidad, Heather le dio la espalda.
—Vamos, Bonnie —le dijo a la gata que seguía teniendo en brazos—. Nos vamos
a casa.
Esperó a que se diera de nuevo la vuelta, a que respondiera, a que dijese algo
que le calmase el dolor del corazón, pero se limitó a ocultar el rostro en el lomo de la
gata mientras la llevaba a su cesta de transporte.

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¿Y qué esperaba? ¿Qué quería? Recogió su bolsa del rincón de la habitación y


salió apresuradamente. Junior estaba esperando en la puerta.
—Cuida de ella —le dijo Alex—. Asegúrate de que no le pase nada.
El animal movió la cola, aceptando la responsabilidad. Y seguramente lo haría
mejor de lo que lo había hecho él. Con esa idea quemándole la garganta, salió
apresuradamente.
La lluvia había cesado y casi lo lamentó. Una tormenta oscura y cargada de
electricidad hubiera encajado mejor con su estado de ánimo. Pero el sol empezaba a
asomar entre las nubes. Maldición…
Casio se separó del coche en el que estaba apoyado.
—¿Listo?
—Nunca lo voy a estar más —contestó, y se acomodó en el asiento del
conductor—. Pero conduzco yo —dijo y cerró de un portazo.
—Como quieras —contestó Casio, y subió al coche—. Tenemos una moto
esperando en Marquette. Deberías estar en Chicago a primera hora de la tarde.
—De acuerdo —Alex puso el motor en marcha y arrancó ignorando el barro
que intentaba entorpecerle el paso—. Estoy ansioso por volver al caso.

—La salida para Chesterton es la siguiente —dijo Heather.


—Ah, estás despierta —dijo Willa—. Empezaba a preguntarme cómo iba a
encontrar tu casa.
Heather se limitó a sonreír, pero no dijo nada. La verdad es que llevaba un rato
despierta, mirando por la ventana, pero le había resultado más fácil fingir que
dormía. ¿Más fácil, o más seguro?
Echó un vistazo al asiento de atrás. Bonnie dormía en su cesta y Junior miraba
por la ventanilla. Ninguno de los dos parecía inquieto por los acontecimientos de la
mañana. Sólo ella. Tenía la sensación de que el corazón se le había vuelto de piedra.
Bueno, no exactamente, porque de ser así, no le dolería tanto. Menos mal que no se
había enamorado de Alex. ¡Cómo le dolería de haber sido así!
Se volvió hacia Willa.
—Has sido muy amable trayéndome a casa. Estábamos bastante lejos.
—No tiene importancia —contestó la agente—. Ha sido un descanso agradable,
créeme.
—¿Estás trabajando en la investigación con Alex?
—¿Yo? No, sólo soy un agente de campo asignada a esta zona. La verdad es que
ninguno de nosotros sabíamos muy bien qué estaba pasando. Sólo que Waterstone
no aparecía y que se sabía que debía andar por la zona. Un agente habló con el dueño
del supermercado en Watton y nos enviaron a todos a rodear la cabaña.

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—Entonces, ¿esperabais que estuviera retenido por los malos?


—Sí, hasta que Alex salió y lo explicó todo.
Heather miró por el cristal, sintiéndose como si estuviera frente al pelotón de
fusilamiento.
—Gira a la derecha en el semáforo —le dijo, e inspiró profundamente—. ¿Y qué
fue lo que os dijo?
Willa aminoró la marcha.
—No mucho. Que habíais tenido problemas con el coche y que pensabais
marcharos por la mañana.
Heather no dijo nada, pero se volvió a mirar por la ventanilla con los ojos llenos
de lágrimas. ¿Qué esperaba? ¿Que dijera que se había enamorado de ella y que cada
minuto pasado juntos había sido un tesoro para él?
—Es en el semáforo —le dijo con voz ahogada por las lágrimas.
Willa la miró, pero no dijo nada, por lo cual Heather le quedó eternamente
agradecida. En un par de minutos, estaría en casa y podría llorar cuanto quisiera.
—La próxima calle a la izquierda. Es la casa marrón de la derecha.
Willa detuvo el coche delante de su casa, justo detrás de la camioneta de Penny.
Heather suspiró. Penny debía de haber venido a dar de comer a los gatos. Tendría
que posponer el llanto para más tarde.
—Bueno, gracias por todo —le dijo a Willa—. ¿Quieres entrar a tomar algo?
Willa contestó que no con la cabeza y señaló un coche que se detenía justo
delante de la casa.
—Bob ya ha llegado y tenemos que volver.
—De acuerdo —Heather sacó a Bonnie y a Junior del asiento de atrás—. Muchas
gracias por traernos.
—De nada —contestó Willa ya fuera del coche—. Buena suerte con el hombre
de piedra.
Heather frunció el ceño.
—¿Con quién?
Willa sonrió.
—El Hombre de Piedra. Así lo llama todo el mundo, porque se dice que no
tiene corazón. Ahora ya no estamos tan seguros.
—Ah —Heather sujetó la cesta de Bonnie con las dos manos. Estaba segura de
que Alex tenía corazón. Se lo había mostrado una y otra vez durante las últimas
semanas, pero no iba a decírselo a sus compañeros de trabajo—. Bueno, gracias otra
vez. Si alguna vez necesito que me rescaten de una cabaña, te llamaré.

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Willa se echó a reír y, tras despedirse con la mano, se apresuró a montarse en el


coche que la esperaba. Heather los vio alejarse, recogió la caja de comestibles y echó a
andar hacia la casa. Penny la esperaba.
—¿Quién era? —le preguntó al tiempo que le quitaba la caja de las manos—. ¿Y
cómo es que has vuelto tan pronto? Pensé que ibas a pasar fuera todo el fin de
semana.
Heather entró, dejó la cesta en el suelo y abrió la puerta. La gatita salió a todo
correr y desapareció pasillo adelante. Junior la siguió. Menudo apoyo moral.
—Era la agente especial Willa Moran —le dijo—. Me ha traído a casa.
—¿Agente especial? —Penny tiró de ella hasta llevarla al sofá y la obligó a
sentarse—. ¿Qué está pasando, Heather?
—Me había ido a la cabaña con Alex —le dijo.
—¡Alex! —Penny estaba encantada—. Heather, eso es…
—Lo había raptado —continuó.
—¿Qué?
Heather se incorporó. ¿Cómo estaba tan cansada?
—Creía que tenía un problema con el juego, así que lo rapté para obligarle a
separarse de ello.
—¿Cómo dices? —Penny se echó a reír de tal modo que Junior volvió al salón—.
¡Heather, eso es maravilloso! ¿Y funcionó?
—Resultó que no necesitaba mi ayuda —dijo, y se levantó—. Será mejor que
saque las cosas del coche.
—No puedes dejarme así —protestó Penny—. Quiero que me cuentes toda la
historia. Serías tan perfecta para él. Eres lo…
—No soy nada —dijo Heather rápidamente, conteniendo las lágrimas—. Nunca
ha habido nada entre nosotros y, ahora, todo ha terminado.
Sabía que eso no tenía sentido, pero también sabía que, si intentaba volver a
decirlo, terminaría por echarse a llorar.

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Capítulo 13
Alex se detuvo en la puerta de su salón, que estaba a oscuras, al presentir que
había alguien allí.
—¿Qué demonios te pasa últimamente? —espetó Casio—. No vales para nada
desde que volviste de esa condenada cabaña. ¿Se puede saber qué pasó allí?
Alex soltó la respiración que había estado conteniendo y entró en la habitación
sin dar la luz. ¿Quién había esperado que fuese?
—No ocurrió nada —dijo.
¿Ah, no? ¿Entonces por qué no podía quitarse a Heather de la cabeza? ¿Por qué
no había podido pensar en otra cosa durante la semana que había transcurrido desde
que volvieron? ¿Y por qué esperaba contra toda esperanza que fuese ella quien lo
estuviera esperando allí?
Porque era un imbécil, por eso.
—¿Dónde diablos has estado esta tarde? —le interpeló Casio—. Se suponía que
debías estar en el partido de fútbol de Midwest. Por si te interesa saberlo, han ganado
el primer partido por goleada.
—Eso está bien —se sentó en el sofá—. Pero tenía hambre, así que decidí salir a
comer algo.
—¿Tanta hambre tenías como para marcharte del campo por la salida de los
jugadores? —Casio estaba muy enfadado—. Y supongo que el que hayas perdido a
los agentes que te cuidaban las espaldas ha sido puro accidente, ¿verdad?
Alex no contestó. ¿Cómo podía hacerle comprender la necesidad que había
sentido de estar solo? Necesitaba pensar.
—Maldita sea, Alex, ¿es que no te das cuenta del peligro que corres?
—Entra en la descripción del puesto —le espetó.
—Sí, pero no hay por qué flirtear con él cada vez que tienes la oportunidad.
Alex lo miró. Esa frase parecía de Heather.
—No lo hago. Sólo quería estar solo un rato.
A través de la oscuridad, vio que Casio se inclinaba hacia delante.
—Mira, Alex, se acerca la hora de la verdad, y no es el momento más adecuado
para andar remoloneando pensando en una mujer.
—Eso no tiene nada que ver —replicó, poniéndose en pie—. Sólo necesitaba un
poco de espacio para respirar.
—Tendrás todo el que quieras dentro de unos meses. Tienes vacaciones
pendientes. Disfrútalas. Vete a las Bahamas, a Hawai. Incluso puedes quedarte en
Chesterton si quieres, a escribir poemas, pero en este momento no pierdas la
concentración.

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—No la he perdido.
Estaba bien. Mejor que nunca. Simplemente estaba empezando a preguntarse si
de verdad le importaba lo que hacía.
Aquella casa olía a cerrado. Atravesó la habitación y abrió la ventana,
apoyándose después en el marco para respirar profundamente. La casa de Heather
estaba a oscuras, pero aun así esa oscuridad le parecía cálida y llena de vida.
—Quizás fue un error traerte aquí —dijo Casio—. Puede que fuese una
equivocación, pero parecía la tapadera perfecta.
—Y lo era. Aún lo es.
¿Cómo estaría Heather después del viaje? Sabía que había llegado bien porque
la había visto dos veces después, en ambas ocasiones de lejos, él en su casa y ella
subiéndose al coche, pero parecía estar bien. Quizás algo pálida, pero eso podría ser
también efecto de la luz.
—Pediré un trabajo más rápido la próxima vez —musitó Casio—. Nada que
necesite tantos meses de trabajo encubierto.
—Sí. Suena bien.
¿Les habría hablado a los niños de su clase de los ciervos que habían visto?
Seguro que les gustaba. ¿Por qué no habría tenido Heather sus propios hijos? Debería
estar casada y rodeada de un montón de mocosos. La imagen lo atormentaba y lo
atraía al mismo tiempo. No casada con alguien como él, claro, alguien por quien
tuviera que preocuparse, sino con un hombre estable y fiable. Alguien a quien nunca
tuviese que rescatar.
—Están empezando a estudiar un caso en Los Angeles —dijo Casio—. Con un
poco de suerte, empezará a ponerse en marcha justo cuando termine éste, y así no
tendremos que quedarnos aquí en invierno.
—Eso sería estupendo. Nada mejor que el invierno de aquí para apreciar
después Los Angeles.
Lo del rescate ya había dejado de molestarle porque, después de pensarlo
mucho, tenía que admitir que se había pasado de la raya. ¿De qué otro modo iba a
verlo Heather, excepto como alguien a quien debía rescatar? Había admitido sentirse
siempre intimidada por él. Eso sólo demostraba que no eran adecuados el uno para
el otro.
Y no es que alguna vez hubiera llegado a pensar que sí lo eran. Incluso si dejaba
la agencia, seguirían sin hacer pareja. Ella estaba tan llena de ternura y buenos
sentimientos, y él estaba acostumbrado a desconfiar.
—Un invierno aquí… —Alex se interrumpió para mirar atentamente. No podía
ver nada, pero sí oír el sonido de unos neumáticos sobre la grava. Un coche estaba en
el callejón, pero con la luz apagada.
Entonces vio la silueta de un hombre moviéndose en el jardín de Heather.
—Maldita sea… —masculló.

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Sintió que Casio se levantaba, pero no quiso esperar a darle explicaciones, así
que antes de que hubiera tenido tiempo tan siquiera de moverse, Alex estaba ya en la
puerta trasera con la pistola en la mano.
Tendría que haberse mudado. Tendría que haberse ido lo más lejos posible de
aquel barrio. Había hecho todo lo posible por mantenerla alejada del nido de avispas
que era su trabajo, pero seguía estando en peligro. Jamás debería haberla ayudado a
rescatar a esa gatita. Atravesó el jardín a todo correr.
—¡FBI! —gritó. Al diablo con su tapadera—. ¡De rodillas! ¡Las manos sobre la
cabeza!
Oyó a alguien gritar desde el callejón y a Casio correr hacia él, pero lo único que
vio de verdad fue al hombre que estaba en el jardín caer de rodillas. Al acercarse, vio
en el suelo la navaja que llevaba en la mano.
—Maldito bastardo —gritó, y dejó a un lado su arma para abalanzarse sobre
él—. Hijo de…
—¡No me hagas daño! ¡No! —gritaba mientras Alex lo inmovilizaba en el suelo.
—Te voy a enseñar a no amenazar a Heather —murmuró, y el primer golpe
aterrizó en su cara.
—Alex, déjalo —gritó Casio, sujetándolo—. Déjalo, que ya lo tenemos.
De pronto, las luces del jardín de Heather se encendieron, iluminándolo como si
fuese de día. Su puerta de atrás se abrió de golpe.
—Todo el mundo quieto —gritó ella.
—¿Heather?
Parecía no haberlo oído, o estaba tan asustada que era incapaz de oírlo. Estaba
blanca como una sábana, pero traía en las manos un viejo rifle que empuñaba con
decisión.
—La policía está de camino —gritó—, así que estaos quietos.
¿Qué demonios estaba haciendo?
—Heather, entra en casa —le ordenó—. Ya nos ocupamos nosotros.
Se volvió a mirarlo y pareció palidecer aún más.
—¿Alex?
—Entre en la casa, señorita —dijo Casio—. Todo está controlado.
Pero al volverse a mirarlo, levantó un poco más el arma y frunció más el ceño.
—Apártese de Alex.
Casio murmuró algo entre dientes pero retrocedió.
—Ya me he alejado de Alex —dijo—. Pero usted me conoce, señorita. Trabajo
con él. Nos vimos en la cabaña.
—Por amor de Dios, Heather —masculló.

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Alex al ponerse en pie. El otro tipo se quedó en el suelo, temblando—. Vuelve a


entrar en casa antes de que te pase algo.
Bajó un poco el arma, justo cuando empezaron a oírse sirenas en la distancia.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —replicó, y con el pie apartó más la navaja. Bien, si no contaba
con el terror que le corría por las venas.
¿Y si hubiese vuelto a casa media hora más tarde? ¿Y si no hubiese estado
asomado a la ventana? ¿Y si Heather hubiese salido sola a enfrentarse con él?
—Estoy bien —repitió, y su voz se oyó cargada de ira y temor—. Siempre estoy
bien. Vivo para esta clase de cosas, ¿recuerdas?
—Claro.
Su voz sonó suave, pero llena de dolor al mismo tiempo. Maldita fuera por ser
tan… tan… Heather.
En aquel momento otros dos agentes aparecieron en el jardín y Alex recuperó
su pistola. Con ellos y esposados estaban los otros dos matones que habían venido a
visitarlo hacía ya unos diez días. Casio se apresuró a esposar al que quedaba sobre la
hierba mientras se oían acercarse las sirenas.
Quería alejarse. Quería ir al encuentro de los coches de policía y explicarles lo
ocurrido, pero de algún modo se encontró caminando hacia el porche.
Heather había bajado el arma, pero seguía pálida. Tenía los ojos llenos de
lágrimas. Nada hubiera deseado más que subir esas escaleras y abrazarla, pero eso
no podía ser. No tenía derecho a hacerlo. No tendría el valor suficiente para
enfrentarse a su rechazo.
Miró su pijama de ositos y el peso que soportaba su corazón aumentó. Si alguna
vez había tenido alguna duda, se esfumó en aquel momento. Ella, ositos. Él, pistolas.
—Entra en casa, Heather —le dijo con suavidad. De pronto se sentía exhausto y
hablar le costaba un esfuerzo enorme—. Tenemos todo bajo control. No tienes de qué
preocuparte.
Heather lo miró y después miró su pistola. Luego asintió y entró en su casa sin
decir palabra. No discutió, no le pidió que entrase; sólo cerró la puerta. Alex se
quedó allí unos minutos, mirándola, sabiendo que en el interior de aquella casa
habría calor y felicidad.
Y que nunca sería suya. Hiciera lo que hiciese, nunca podría pertenecer a su
mundo. Siempre sería para ella sólo alguien a quien rescatar.

—¿Tenéis alguna otra pregunta para el oficial Tollinger? —preguntó Heather.


Toto sonrió, esperando las inevitables preguntas sobre cuántos tipos malos
había cazado y si Junior tenía que llevar placa, pero aquellos veinte rostros solemnes

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se limitaron a mirarlo desde el semicírculo que formaban sobre la alfombra. Ninguno


quiso hacerle preguntas, ni siquiera sobre el incidente de casa de Heather aquella
misma mañana. Porque seguro que ya habrían oído hablar de ello. En una ciudad tan
pequeña como Chesterton, los secretos duraban poco.
—Entonces, démosle las gracias por haber venido, ¿de acuerdo?
Veinte gracias sonaron en la habitación.
—Gracias a vosotros por ser tan buena audiencia —contestó él—. La próxima
vez hablaremos sobre llamar a la policía.
—La señorita Mahoney ha llamado a la policía —dijo Barbara Dentman.
Así que lo sabían.
Heather enrojeció.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo con una sonrisa, y tomó el brazo de Toto
para acompañarlo hasta la puerta.
—Mi papá dice que deberían darle una medalla por…
—¡Timmy! —las mejillas de Heather pasaron del rosa al rojo encendido—. El
oficial Tollinger tiene que volver al trabajo, y no debemos retenerle aquí con nuestra
charla. Recoged las señales y después salís todos al recreo, pero en orden.
Y casi arrastró a Toto al pasillo. Para cuando se unieron a Junior en la entrada,
Toto se reía abiertamente.
—¿Qué pasa? —preguntó, apoyándose contra la pared de ladrillo rojo—. ¿Es
que no quieres ser una heroína ante tus alumnos?
—Es que no he hecho nada heroico —objetó.
—Mucha gente ignora los ruidos que oye y ni siquiera se molesta en llamar a la
policía.
—Todos sabemos que yo soy la metomentodo del barrio.
—Yo diría que eres una buena ciudadana —contestó él.
Ella suspiró y tras echar un vistazo a su clase por el cristal, se apoyó también en
la pared.
—Vamos, Toto. Ya hablaste con Alex después, y sabes perfectamente que lo
tenían todo bajo control cuando yo salí a ayudarle. Lo único bueno es que no sabían
que mi arma era de mentira.
Toto se la quedó mirando boquiabierto.
—¿Que saliste al jardín? —le preguntó—. ¿Con un arma de mentira?
Ella parecía sorprendida.
—Creía que habías hablado con Alex.
—Y lo hice, pero él debió de decidir no mencionarme todo eso. Supongo que se
imaginaría que le retorcería el pescuezo si me enteraba.

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Pequeñas nubes de tormenta ensombrecieron sus ojos.


—¿Y por qué ibas a retorcerle el pescuezo? Él no me obligó a salir. Fui yo quien
tomó la decisión.
—Pero era culpa suya que te hubieras visto envuelta en todo eso —puntualizó.
Los niños empezaron a salir y los miraban con curiosidad—. Maldita sea, Heather.
Podrías haber resultado herida.
—Pero no ha sido así. No ha ocurrido nada.
—Eso no tiene nada que ver. El peligro estaba ahí. ¡Un arma falsa, Heather! ¿De
dónde demonios la has sacado?
Ella se encogió de hombros.
—Es del disfraz de guardia del mago de Oz.
—¿Un arma de juguete? ¿Que saliste con un arma de juguete?
Junior gimió, como si estuviera tan sorprendido como Toto. Heather miró a su
alrededor. Afortunadamente no había nadie por allí.
—¿Quieres hacer el favor de hablar más bajo? No quiero que se entere toda la
escuela. Ya es bastante tener que vivir con mi propia estupidez.
—¿Estupidez?
Sí, bueno, esa era una forma de considerarlo. Bien estupidez, bien increíble
valentía. La pequeña y tímida Heather había hecho algo que él consideraba
imposible.
—Demonios… no me va a quedar más remedio que ir a París.
—¿París? ¿Por qué? —preguntó y, de pronto debió de recordar su apuesta—.
¿Por lo de anoche? No creo. Se suponía que tenía que hacer algo valiente respecto a
Alex, pero anoche yo no fui valiente. Estaba muerta de miedo.
Toto suspiró. Por mucho que desease evadirse de la apuesta, no podía dejar que
siguiera con ese concepto absurdo sobre el valor.
—Heather, eso es precisamente el valor —le dijo, tomando su mano—. Estar
muerto de miedo pero hacer lo que se tiene que hacer. Si no hubieras estado
asustada, no sería tan especial.
Ella lo miró frunciendo el ceño, como haría una profesora con un alumno que
estuviera diciendo una tontería.
—No lo entiendes. Casi vomito al entrar después en casa.
—No, eres tú la que no lo entiende. Tuviste un gesto de mucho valor al salir al
jardín, y eso no tiene vuelta de hoja. Lo has hecho, y ahora yo tengo que ir a París.

—Vamos a ver, señorita: te he dicho que ya has comido suficientes aceitunas —


le dijo Heather a Victoria—. Si tienes hambre, vete a comerte tu comida.

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La gata le dio la espalda y le alejó con un orgullo de reina herida mientras


Heather volvía a cortar las aceitunas para la ensalada de pasta que iban a cenar.
Aquellos últimos días, nadie parecía estar contento. Ni Victoria, ni Toto; incluso Alex
no lo estaría, aunque quizás eso fuese ir demasiado lejos. Hasta podía haberse
olvidado de que ella existía.
Ojalá pudiese hacer ella lo mismo.
Tía Em entró en la cocina.
—La mesa está puesta —dijo—. ¿Puedo hacer algo más?
Heather añadió la aceitunas a la ensalada y la removió.
—Sólo falta llevar la jarra de té helado y ya está —sacó la ensalada al salón—.
Me alegro mucho de que me llamases para decirme que tenías que venir al médico.
¿Qué te ha dicho de la rodilla?
—Que está bien. Me ha dicho que ya puedo conducir, y yo le he contado que ya
llevo dos semanas haciéndolo —dejó la jarra sobre la mesa y miró fijamente a
Heather—. ¿Has seguido adelante con la investigación sobre Alex? Porque entonces
supongo que sabrás que está pensando en marcharse.
Heather sintió que el corazón se le paraba. Su marcha no debería sorprenderla.
Era un agente de policía que trabajaba encubierto así que, en cuanto terminaba un
trabajo, tenía que pasar al siguiente.
Compuso una brillante sonrisa para ocultar el dolor que sentía en el corazón.
—Sírvete lo que quieras —dijo, y se sirvió un poco de ensalada de frutas, a
pesar de que no tenía ni pizca de hambre—. No me sorprende que se vaya. Lo que sí
me sorprendió fue que volviera.
—Yo nunca había confiado en él —dijo tía Em.
Pero ella sí, y ¿dónde la había llevado esa confianza?
—De todas formas, ¿en qué consiste la confianza y cómo se mide? —preguntó
Heather.
Tía Em la miró fijamente.
—¿Confiarías en él para que se ocupase de tus gatos?
Heather miró a Victoria, que aun seguía enfadada porque no la hubiese dejado
comer más aceitunas, y a Henry, que estaba sentado en el sofá al lado de Bonnie, que
dormía profundamente. Eran todos tan queridos para ella. ¿Se los confiaría a Alex?
—Claro que sí —contestó.
—¿Le confiarías tu dinero? —continuó tía Em.
Heather asintió y tomó un sorbo de té.
—Sin dudarlo.
—¿Le confiarías tu corazón?
Heather se quedó inmóvil y, despacio, dejó el vaso sobre la mesa.

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—No lo sé. Aunque, si se va a marchar, carece de importancia, ¿no?


—No, si quieres que se quede.
—Eso no depende de mí. Es decisión suya.
Tía Em suspiró.
—Heather Anne, ¿en qué mundo vives? No se puede dejar que un hombre tome
sus propias decisiones. Sólo hay que hacerle creer que lo está haciendo.
Pero Heather negó con la cabeza. Tía Em no lo entendía.
—Yo no querría que se quedase en contra de su voluntad.
Tía Em parecía a punto de perder la paciencia.
—No se trata de que le pidas que se quede, mujer, sino de que le hagas desear
quedarse. ¡Lucha por él! Hazle saber que estás enamorada de él.
—¿Enamorada?
El corazón se le inundó de temor. El amor tenía que ser algo cálido y soñador,
como montarse en un tío vivo. Estar con Alex era como subirse a una montaña rusa
gigante, con subidas y bajadas que te dejaban sin respiración.
—Le tengo cariño —dijo—, pero no estoy enamorada de él.
—Claro que lo estás —espetó tía Em—. Lo veo en tus ojos cada vez que se
menciona su nombre, y pareces estar soñando permanentemente desde que volviste
de esa cabaña.
—No. No puedo estar enamorada de él. Alex no me quiere.
Tía Em frunció el ceño.
—Un hombre como él tiene demasiado miedo de admitir que está enamorado.
Si lo quieres, vas a tener que rescatarlo de sus temores —tomó un sorbo de su vaso e
hizo una mueca—. Vas a tener que ingeniártelas para que quiera quedarse. Necesito
una cerveza.

—Parece que van a concederte otra distinción de honor —comentó Casio con
las manos cruzadas sobre la mesa. Su sonrisa, esta vez, le llegaba también a los ojos.
Pero a Alex no le afectó.
—¿Y se puede saber por qué?
—Por el buen trabajo que has hecho en este caso. Desde luego, no por la
dulzura de tu carácter.
Alex no estaba de humor para chistes ni para insinuaciones. Estaba agotado.
—¿Quieres ponerme al corriente de una vez por todas, o vas a pasarte la tarde
jugando?

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—Lo siento. Es que no me lo puedo creer —Casio se recostó en su sillón con las
manos bajo la nuca—. El caso está ya concluido. El tipo que atrapaste en el jardín de
tu vecina está cantando como un ruiseñor. Y, como era uno de los contables del
negocio, canta incluso más de lo que nos podíamos esperar.
Eso no tenía sentido.
—¿Un contable? ¿Y qué hacía allí un contable?
—Al parecer, intentando ganar puntos. Según dice, no lo respetaban mucho y
debió de pensar que, asustando a Heather, tendría más control sobre ti. Habla tanto y
tan deprisa que apenas podemos seguirle.
Alex se recostó en su silla también.
—Así que el trabajo ha terminado.
Eso quería decir que Heather ya estaba a salvo. También quería decir que tenía
que marcharse de verdad, y no sólo a alejarse de Chesterton mientras concluía la
operación. Le asignarían otro caso en otra ciudad.
Frunció el ceño. La idea le hacía sentirse aún más cansado.
—La operación se ha cerrado y somos todos unos héroes —estaba diciendo
Casio—. Menciones de honor para todos.
—Genial —como si a él le importase cuántas menciones pudiera haber en su
expediente—. ¿Y qué nos espera ahora?
Casio se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Esto ha salido todo tan rápido que ni siquiera han empezado a
pensar dónde van a mandarnos ahora. Supongo que eso quiere decir que vamos a
poder disfrutar de unas buenas vacaciones.
¿Vacaciones? ¿Ir a otro lugar solo? ¿No era esa la historia de su vida? Se levantó
y se acercó a la ventana, desde la que se veía la trasera de un indefinido edificio de
ladrillo. Indefinido. Anónimo. Podría estar en cualquier ciudad, incluso en cualquier
país.
Igual que él. No formaba parte de nada.
—¿Y qué pasa con mi trabajo como profesor? —le preguntó a Casio—. ¿Se van a
quedar a mitad de curso sin profesor?
—Puedes seguir si quieres —dijo Casio tras un instante—. Seguramente podrías
terminar el semestre de otoño.
¿Le apetecía hacerlo? La idea era muy atractiva, pero ¿sería inteligente? No
podía seguir viviendo al lado de Heather. La última semana había sido un verdadero
infierno para él, tener que estar viéndola y saber que ya no era parte de su vida. Era
una tortura.
Pero las noches eran lo peor. Era entonces cuando se metía en su cama, lo
bastante cerca de él para que sintiera el calor de su cuerpo, pero no lo bastante como
para poder abrazarla. Se pasaba toda la noche dando vueltas por su subconsciente,
de modo que cuando se levantaba por las mañanas, estaba agotado.

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—No me importaría terminar el semestre —dijo Alex mientras volvía a la


mesa—, pero sería mejor alquilar algo cerca del campus. Ya no hay motivo para
hacer ese trayecto tan largo todos los días.
Casio se limitó a mirarlo.
—Claro. Lo que quieras. Sólo tienes que mantenerte en contacto.
Alex asintió y se marchó. Lo que quisiera. ¿Y qué quería?
Moviéndose como un autómata en las sombras del atardecer, se subió al coche y
emprendió el camino de vuelta a casa, aunque no se dio cuenta de dónde estaba en
realidad hasta que se encontró en medio de la autopista. Un cartel de una de las
salidas despertó en él los recuerdos y, sin pensar, se salió de la autovía. Las farolas le
llevaron por aquellas lúgubres calles hasta que llegó al lugar en el que se montaban
las timbas de juego y apuestas. Estaba vacío, cerrado por los federales en cuanto el
contable había empezado a cantar.
Paró el coche en la curva y contempló el aparcamiento y el decrépito edificio de
al lado. Las farolas proyectaban sombras largas en el paisaje, haciéndolo parecer más
vacío y más solitario aún.
Pero en su imaginación, vio algo más. Un duendecillo rubio y de ojos azules
que acudía a rescatarlo y que se llevaba su corazón en el hueco de sus brazos y que,
después, la crueldad mayor de todas, le hacía probar la vida que podría ser y que no
era.
Quitó la llave del contacto y salió del coche para caminar hasta el fondo del
aparcamiento, que era la zona en la que Heather lo había rescatado. Quizás esperase
encontrar allí su esencia para poder después sepultar su recuerdo en un rincón de la
memoria del que nunca volviese a salir. Pero, evidentemente, no lo consiguió.
Se quedó apoyado en la valla, contemplando las calles sucias y las casas medio
desvencijadas que parecían aún más deprimentes a la luz del incipiente anochecer.
Debería alegrarse de que la misión hubiese acabado tan rápidamente y sin
problemas. Los malos estaban encerrados y nadie había resultado herido. Bueno, al
menos con heridas de las que se aprecian a simple vista.
Entonces, ¿por qué se sentía tan hundido?
Quizás la tapadera que habían preparado le había afectado. Quizás debería
intentar dedicarse a la enseñanza de verdad. Ver si podía quedarse en Midwest, e
incluso enviar su curriculum a otras universidades de la zona. ¿Y por qué de la zona?
No tenía razón alguna para quedarse allí. Heather no iba a perdonarle su engaño.
Moviendo la cabeza, dio la vuelta para marcharse, pero un ruido lo detuvo.
Entonces, vio aquel gato marrón y blanco que lo miraba. Estaba más delgado aún que
antes.
—¿Tienes algún consejo que darme? —le preguntó al animal.
El gato se sentó y siguió mirándolo.
—Sí, ya. ¿Qué decisión debo tomar? —suspiró—. No es como si hubiese
quemado todos los puentes. Estoy aquí sentado, soñando, y eso es todo lo que hay.

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Un sueño. Le mentí. La he asustado. He intentado mantenerla a salvo y todo lo que


he conseguido ha sido hacerle daño.
El gato se acercó un poco. Tenía el paso algo inestable, y todo en él parecía
cansado y débil.
—Seguro que necesitas una comida, ¿a que sí? —dijo, y miró a su alrededor. Un
poco más abajo había un vendedor de perritos calientes—. Enseguida vuelvo —le
dijo.
Esperaba que el animal se hubiera marchado cuando volvió, pero no; seguía
estando allí. Partió el perrito en trozos pequeños y se los echó por encima de la valla,
pero el gato se limitó a olisquearlos.
—¿No te gusta? —le preguntó, frunciendo el ceño—. Menos mal que Heather
no está aquí. Intentaría atraparte y llevarte a casa.
El animal lo miró y cerró un instante sus ojos verdes, pero Alex no se dejó
engañar. Aquel gato llevaba demasiado tiempo viviendo en las calles; ya no se lo
podía rescatar.
De pronto se le hizo un nudo en la garganta.
—Me parece que tenemos mucho en común —dijo—. Ya no se nos puede
ayudar.
El gato se limitó a mirarlo y Alex dio la vuelta para marcharse. Esperaba que el
animal hiciera lo mismo pero, cuando se volvió tras dar unos pasos más, seguía allí,
mirándolo.
—¿Qué? ¿Acaso crees que podrías cambiar? Pues te engañas. Ya sé que la idea
de tener un hogar calentito está muy bien. Alguien con quien vivir y a quien le
importes, pero ¿y si le has hecho daño de verdad? No es justo que le pida que me
perdone.
Pero miró a su alrededor, a aquellas calles dejadas de la mano de Dios, y a aquel
animal tan delgado, y suspiró. Sólo porque él no pudiera ya recibir ayuda, no quería
decir que aquel gatito tampoco.
—Puede que te acepte. Tú no le has mentido.
Sacó de un contenedor de basura cercano una caja de cartón, diciéndose que se
estaba volviendo loco. Aquel gato saldría corriendo en cuanto intentase acercarse. Y,
si no lo hacía, jamás accedería a meterse en una caja. Y si daba la casualidad de que lo
conseguía, Heather le daría con la puerta en las narices.
Bueno, lo último seguramente no ocurriría así. Heather le daría con la puerta en
las narices a él, pero no al gato.
Cuando volvió a la valla, el gato seguía allí, y siguió sin moverse cuando Alex
saltó por encima.
—Bueno, éste es el plan —le dijo—. Tú te metes en la caja y nos vamos a casa de
Heather; y si eres un gato listo, fingirás no conocerme.

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Capítulo 14
¿Estaba enamorada de Alex o no? Heather se pasó la tarde dándole vueltas a la
pregunta mientras terminaba el disfraz de Toto, pero no consiguió encontrar la
respuesta.
Cuando su madre llamó alrededor de las nueve, se sintió aliviada. Una
distracción de sus tortuosos pensamientos.
—¿Estás bien? —le preguntó su madre, preocupada como siempre.
—Claro que sí —contestó Heather. Henry vino a acurrucarse con ella en el
sofá—. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Acabo de hablar con Emma Donnelly y me ha dicho que has estado
bloqueada en una cabaña de montaña durante el fin de semana.
Heather cerró los ojos un instante. ¿Qué más le habría dicho tía Em?
—Mamá, no he estado bloqueada —le explicó con amabilidad—. He ido a pasar
un par de días a una cabaña de verano de la que me había hablado Dorothy.
—¿Una cabaña de verano? Vaya, debe de ser algo precioso —su madre parecía
aliviada—. No te imaginas lo que pensé cuando me lo dijo.
Lo que se estaba imaginando en aquel momento estaría aún más alejado de la
realidad, pero no iba a decírselo.
—No tienes de qué preocuparte. Era un sitio precioso y muy tranquilo.
—Me alegro. ¿Y qué has hecho allí? ¿Visitar tiendas de antigüedades y tomar el
sol en las terrazas?
La sensación de tranquilidad que había empezado a experimentar, se esfumó.
No iba a mentirle, pero no le gustaba preocupar a su madre.
—No exactamente —le dijo con cuidado—. Es que la cabaña no estaba en el
pueblo.
—¿Que no estaba en el pueblo? —la preocupación había vuelto—. ¿Dónde
estaba entonces? ¿En… el bosque?
—Mamá, era un sitio precioso. Incluso he visto una familia de ciervos y toda
clase de pájaros y tortugas.
—¡Ciervos y tortugas! Dios mío, Heather, ¿en qué estabas pensando? ¡Podrían
tener la rabia!
—No sé. Supongo.
—¿Es que no te acuerdas de esa niña que conocía la prima de la tía abuela
Millie, a la que mordió una comadreja rabiosa y murió entre horribles dolores?
—Claro que lo recuerdo —había sido el tema central de sus pesadillas durante
años—. Pero a mí no me ha mordido nada. Era un lugar seguro, mamá.

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El insomnio que estaba padeciendo tenía su origen en los problemas con Alex, y
no en el mordisco o la picadura de un animal.
—Dime por lo menos que no dejaste la ventana abierta por la noche —añadió
su madre, cada vez más asustada—. Espero que no hayas corrido el riesgo de pillar
un neumonía y morir de fiebres altísimas, como ese niño que era vecino de la amiga
de la madre de la señorita Schubert.
—Mamá, estoy bien.
Había dejado la ventana abierta, pero no había pillado nada. Ni siquiera un
resfriado. Ni siquiera el corazón de Alex.
—Ay, Dios mío… serías incluso capaz de decirme que has salido bajo la
tormenta de estos días pasados sin ni siquiera pensar en los riesgos de los
relámpagos.
Pues así había sido… El rayo que la había alcanzado no provenía de la
tormenta, sino de las caricias de Alex.
—Mamá, no se puede vivir asustada permanentemente.
—Heather, no sé qué te pasa, pero no me pareces tú.
—No me pasa nada, mamá. Es que…
¿Qué? ¿Qué le había ocurrido en el bosque? Quizás le hubiese picado algo. El
gusano del amor, si es que existía. Y la fiebre del amor. Y el rayo de Cupido.
—Toto me dijo el otro día que soy valiente —dijo despacio—. Puede que tuviera
razón.
—¡Dios nos asista! —exclamó su madre—. ¿Y qué es lo que has hecho para que
te dijera semejante cosa?
Los hechos ya no tenían importancia. Sólo la diferencia entre creer en una
misma y no creer.
—Creo que me he enamorado.
—¿Cómo? ¿De quién?
Heather oyó un ruido fuera y se levantó de un salto. Parecía un coche que se
detenía delante de la casa de Alex. Era ahora o nunca. Tenía que luchar por él
mientras tuviese la oportunidad.
—Mamá, tengo que dejarte. Creo que Alex ha llegado a su casa.
—¿Alex? —graznó su madre—. ¿Te refieres a Alex Waterstone?
—Sí, mamá. Alex Waterstone. Y este rescate va a ser muy especial. Deséame
suerte.

Alex sacó la caja del asiento del coche y entreabrió la tapa para mirar. El gato lo
miró también a él.

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—Heather te cuidará muy bien —le dijo—. Te va a gustar mucho. Es…


En aquel momento se abrió la puerta y la vio salir con su pijama de ositos.
Sintió una punzada tan grande en el corazón que tuvo ganas de llorar, pero se
contuvo. Iba a dejar aquella casa, ya que le bastaba haberla visto de nuevo para
terminar de convencerse de que era el único modo de conservar la cordura, pero, en
aquel momento, verla aparecer lo alarmó.
—¿Qué ocurre? —le preguntó cuando llegaba junto a su coche. Incluso en la
oscuridad, podía sentir su urgencia.
—No ocurre nada. Es que tenemos que hablar. Tía Em me ha dicho que te
marchas.
Alex suspiró.
—El caso está cerrado. El tipo que pillé en tu jardín la otra noche nos está dando
un montón de información.
—Así que nadie va a volver a pegarte.
Alex no supo cómo contestar a eso.
—Puedo asegurarte que no vas a volver a encontrarme tirado inconsciente en tu
césped.
Aquel juego de palabras no la engañó.
—Alex Waterstone, ¿cuándo vas a dejar de montar en bici por el malecón?
—Esto es distinto. Es mi trabajo.
—Bueno, pues ¿por qué no puedes quedarte aquí a hacer tu trabajo?
—Mi trabajo no puede hacerse así, y tú lo sabes.
Heather dio un paso hacia él y su aroma amenazó con dejarlo inerme.
—¿Serviría de algo si te dijera que no quiero que te vayas? —le preguntó en voz
baja.
El ruego de su voz se mezcló con el deseo de su corazón y lo destrozó por
dentro.
—Heather, no. No soy hombre para echar raíces en un sitio.
Miró la caja. Lo mejor sería terminar cuanto antes. Quizás, incluso debiera
marcharse aquella misma noche. Podía buscarse un hotel mientras decidía lo que iba
a hacer.
—De todas formas, te he traído algo.
Ella miró la caja y luego a él.
—¿Eso es para mí?
Alex llevó la caja hasta la luz que provenía de su puerta y la dejó en el suelo.
—Es un gato —le dijo, y levantó ligeramente la tapa—. Estaba en…

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Pero antes de que pudiera terminar la frase, el gato, de un salto, se salió de la


caja. Durante una fracción de segundo se quedó inmóvil, mirándolos a ambos y
moviendo su nariz blanca, pero después dio media vuelta y se metió en el jardín de
Heather.
—Maldita sea —murmuró Alex, echando a correr tras él—. Se había metido en
la caja sin problemas y ha venido todo el camino sin rechistar y ahora sale corriendo.
Heather miró a su alrededor.
—¿Dónde lo has encontrado?
—Donde estaba ese casino ilegal. Vivía por los alrededores y yo… bueno, no he
podido dejarlo así.
Heather se volvió hacia él.
—¿Cómo se llama?
¿Que cómo se llamaba? ¿Tendría que tener nombre para que a Heather le
gustase?
—Winston —dijo de pronto.
—¿Ah, sí? —sonrió como si conociera algún secreto y echó a andar—. Winston
—lo llamó suavemente—. Sal, precioso. Ven, Winston.
En aquella parte del jardín había más luz, lo cual era una bendición, aunque
sólo a medias, porque así podía ver mejor a Heather, admirar sus ademanes suaves y
armoniosos, su radiante belleza y sus curvas tan femeninas que le inflamaban el
corazón. Pero, al mismo tiempo, le dolía verla y saber que aquella podía ser la última
vez.
Se detuvo en un punto y miró bajo un arbusto.
—Hola, chiquitín. ¿Te has asustado?
Alex se acercó despacio. En cuanto atrapasen al gato, se marchaba. Y mientras
estuviera allí, su proximidad no iba a afectarle.
—¿Está ahí? —le preguntó Alex agachándose junto a ella.
—Sí. Al fondo.
Heather se sentó sobre la hierba y él se arrodilló a su lado, no muy cerca, pero
tampoco muy lejos. Entonces, el gato se movió y no tuvo más remedio que acercarse
un poco más para seguir viéndolo.
—No parece demasiado asustado —comentó.
—La verdad es que no —corroboró ella—, pero eso no significa nada. A veces,
los que más miedo tienen del amor parecen los más valientes. Simplemente hay que
ser más paciente con ellos.
—¿Y cómo puedes saber cuáles son los que necesitan más paciencia?
Heather le miró.
—Pues porque son los que huyen del amor.

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Aquella conversación le estaba provocando de pronto un dolor en el pecho, un


dolor en la zona del corazón, que sabía que había sido provocado por la emoción.
—Heather, no funcionaría. No soy el hombre adecuado para ti.
—¿Sabes una cosa? Jamás me habría imaginado que pudieras estar tan
asustado.
Pero él no iba a dejarse ganar por ese argumento.
—Claro que estoy asustado —replicó—. Me da un miedo de muerte hacerte
daño. Te mereces a alguien mejor que yo.
—No es cuestión de merecer —dijo—. Es el corazón el que elige.
—Pues dile a tu corazón que elija de nuevo. Y que seleccione mejor.
—¿Qué te dice a ti el tuyo?
—No lo sé. No se lo he preguntado.
—Quizás deberías hacerlo.
Alex se alejó, como si la razón pudiese resentirse si seguía demasiado cerca.
—Heather, yo soy como ese gato de ahí. He vivido en las calles durante
demasiado tiempo para que alguien pueda domesticarme a estas alturas.
—No. Lo que os ocurre a los dos es que tenéis miedo de confiar —se acercó a él
y apretó su mano—. Creo que no tienes miedo de hacerme daño, sino de que te lo
haga yo a ti.
—Qué tontería —intentó soltarse, pero ella no lo permitió—. Sé que tú nunca
me harías daño. Eres la mejor persona que conozco.
—Tu padre también era una buena persona, pero te hizo daño —puntualizó—.
Y creo que el miedo a volver a sufrir así es lo que te ha impedido acercarte a nadie
otra vez.
Quería rebatirle el argumento. Quería decirle que se equivocaba, pero tenía la
horrible sensación de que no era así.
—Y yo no puedo prometerte que no ocurrirá —le dijo en voz baja—. ¿Quién
sabe lo que nos reserva el futuro? Pero preferiría tener un hoy maravilloso y un
mañana triste que una vida entera ordinaria.
Alex la miró. Un pequeño rayo de su calor estaba empezando a derretirle el
corazón. La deseaba tanto, y no sólo sexualmente, sino en todos los sentidos. Le hacía
sentirse tan completo…
—¿Estás segura de querer correr el riesgo? —le preguntó—. Te quiero más que
a la vida misma, pero soy un tipo temperamental y meditabundo que puede que
nunca deje de tener miedo a las emociones reales.
—Y no olvides esa tendencia tuya a correr por encima de las escolleras —añadió
ella.
Alex la abrazó.

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—¡En! Que hace años que no hago eso.


Y entonces la besó con tanta pasión, con tanta intensidad que parecía dispuesto
a devorarle los labios. La fuerza de la tristeza que había soportado aquellas semanas
le empujaba. La necesitaba tanto, necesitaba tanto sentirla junto a él, a su lado, y
saber que siempre lo estaría.
La abrazó con fuerza. Encajaba contra su cuerpo a la perfección. Siguió
besándola, acariciándola, abrazándola. No podía dejarla marchar, ni ahora ni nunca.
Pero entonces aquella fuerza cambió y su beso se tornó mucho más suave. Era
su misma vida, su corazón, su alma. Daba sentido y valor a su existencia. De pronto,
se sentía capaz de enfrentarse a toda clase de peligros. Lo único que necesitaba era
sentir su mano.
Aflojó un poco el abrazo y sonrió mirándola a los ojos, tan azules.
—¿Qué te parecería tener como marido a un profesor de universidad?
—¿Es que vas a dejar el FBI? —le preguntó, acariciándole suavemente la
mejilla—. No tienes que hacerlo, ya lo sabes. Yo estaré contigo estés donde estés y
hagas lo que hagas.
—No. Ya me he cansado de eso. He encontrado el amor, que es el mayor riesgo
de todos. Ya no necesito más.
Ella sonrió y volvió a hundirse en su abrazo cuando oyeron un ruidito a su
lado. Los dos miraron hacia abajo. El gato marrón y blanco había salido de los
arbustos y se había sentado junto a ellos.
Heather se echó a reír y se agachó para acariciarlo.
—Hola, Winston. Bienvenido a la familia.

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Epílogo
—Os declaro marido y mujer —dijo el reverendo, cerrando el libro—. Puedes
besar a la novia.
—¡Amén! —murmuró Alex con una endiablada sonrisa, y tomó a su mujer en
brazos—. Señora Waterstone, prepárese para ser besada.
Heather se echó a reír y lo abrazó antes de que sus labios se encontrasen en una
maravillosa celebración de amor, más dulce que el algodón dulce, más espectacular
que los fuegos artificiales.
El reverendo tosió discretamente y se separaron. Tomados de la mano,
mirándose a los ojos y sin dejar de sonreír, salieron de la capilla al brillante sol de
Nevada. Heather miró su sencillo ramo de rosas blancas y el sencillo vestido blanco
que se había comprado antes de salir de Chesterton aquella misma mañana. Nada
extravagante, pero jamás se había sentido tan guapa, ni tan querida. Puso su brazo en
el de Alex y echaron a andar para atravesar el jardín.
—¿Estás seguro de esto? —le preguntó—. ¿Seguro que no quieres tomarte un
poco más de tiempo para pensártelo?
Él la miró sonriendo y sus ojos estaban tan llenos de amor que casi lloró.
—¿Más tiempo para qué? —preguntó, abrazándola una vez más—. No he
dormido desde que te pedí que te casaras conmigo, temiendo que fueses a recuperar
el buen juicio y cambiases de opinión.
—Podríamos haber esperado hasta después del Festival de Oz.
—¿Y dejar que algunas de esas deslenguadas te hiciesen cambiar de decisión?
De eso nada. Quería ponerte el anillo en el dedo sin dilación. La noche en que
metimos a Winston en la habitación de la cuarentena, yo ya me habría venido para
aquí.
—Tenía clase al día siguiente.
—Por eso he esperado pacientemente una semana —la besó en la frente y
después en la mejilla—. Ahora ya no puedo esperar más.
Heather le acarició la mejilla. Apenas se podía creer que fuese suyo ahora. El
anillo le brilló a la luz del sol y el aroma de las rosas de su ramo pareció envolverlos.
Saber que Alex la quería tanto le hacía sentirse fuerte, valiente, capaz de correr
aventuras.
—Pobrecito —bromeó—. Supongo que debes estar desesperado por irte a la
cama. ¡Tres noches sin dormir! Debes de estar agotado.
Alex la tomó de nuevo en brazos echándose a reír.
—Ni un ápice, tesoro —contestó—. Ni una pizca, mi amor.

Fin

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