Andrea Edwards
2º de la Serie Círculo Nupcial
Argumento:
Alex Waterstone había sido el chico con el que cualquier muchacha se
moriría por salir. Pero Heather Mahoney nunca salía con chicos… es más,
ni siquiera había asistido al baile de su graduación. Al único acto al que
asistiría sería a su propia boda… y desde luego, Alex sería el novio ideal.
Alex Waterstone estaba inmerso en una misión en la que trabajaba
encubiertamente, y la condenada sonrisa de Heather no lo dejaba
concentrarse. Pero no podía permitirse con ella ni un beso, si no quería que
aquella inocente belleza se transformara de inmediato en objetivo de riesgo,
y él haría lo que fuera por protegerla. ¿Pero quién protegería su corazón del
amor?
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Prólogo
—Vamos a contar historias de miedo —sugirió Dorothy, dejando a un lado su
álbum de recortes y acurrucándose en su saco de dormir, alrededor del cual se
encontraban sus mejores amigas.
¿Historias de miedo? Heather sintió que la boca se le quedaba seca.
—¡Genial! —exclamó Penny, incorporándose entusiasmada. A un lado
quedaron las revistas de las que estaba recortando fotografías de la boda real.
Heather sólo fue capaz de disimular a duras penas su terror. Se volvió para
mirar a través de la puerta de persiana. La oscuridad dominaba la granja forestal de
la familia de Penny, y prefirió volver los ojos hacia la seguridad de la habitación. Era
la primera vez que todas las amigas podían quedarse en casa de una de ellas a
dormir juntas, y puesto que se trataba de la casa de Penny, ésta tenía derecho a hacer
lo que quisiera, pero aun así…
Karin se levantó.
—Podemos apagar la luz y…
¿Apagar las luces?
—¡No!
Las tres chicas se volvieron a mirar a Heather, que intentó decir algo, pero tenía
la lengua pegada al paladar. Incluso intentó imaginar algo, lo que fuera, pero nada
acudió a su cabeza. Por fin, tras inspirar profundamente, se obligó a sonreír.
—No hemos terminado con los recortes —dijo.
—¿Qué más da? —contestó Karin, y apagó la luz—. Esto va a ser mucho más
divertido.
¿Divertido? ¿Estar tan asustada que no se pudiera dormir podía ser divertido?
A la edad de ocho años, Heather Anne Mahoney tenía una certeza absoluta
sobre unas cuantas cosas. Por ejemplo, sabía sin ningún género de dudas que si
jugaba en el bosque cercano al lago Palomara, la morderían mapaches rabiosos, y
horribles murciélagos y comadrejas, y moriría tras una agonía terrible, como aquella
niña que conocía la prima de la tía abuela de Millie. Si dejaba la ventana abierta las
noches de verano, se constiparía y terminaría con una neumonía que la conduciría a
una muerte certera por altísimas fiebres, como ese niño vecino de la mejor amiga de
la anciana señora Schubert. Y si salía a la calle en medio de una tormenta, terminaría
frita por un rayo, con el pelo echando humo, como aquel hombre que trabajaba con el
abuelo Mahoney en la serrería.
Al llegar a la edad de doce años, Heather había añadido unas cuantas
evidencias más a su lista: los chicos nunca se traían nada bueno entre manos…
aunque no supiera con exactitud lo que eso quería decir. A nadie le gustaban los
sabihondos, ni los fanfarrones, ni los santurrones, ni los aguafiestas. Y si cometía un
error en público, no dejarían que se olvidara de ello.
Y ahora que tenía ya catorce años, estaba muy versada en los peligros del
mundo, la mayoría de los cuales pasaban desapercibidos para el resto de los
mortales.
—No estarás asustada, ¿no? —preguntó Karin.
—¿Por qué iba a estarlo? —replicó Dorothy, riéndose; la posibilidad le parecía
ridícula—. Son sólo historias, y Heather lo sabe.
Pero Penny la miró un instante.
—¿Prefieres que hagamos otra cosa?
Heather sintió el peso de la culpa sobre sus hombros. Penny era tan buena…
debería acceder a lo de contar historias de miedo. Al fin y al cabo, eso era lo que
Penny quería hacer. Pero ¿y si de verdad existían los fantasmas, y hablando de ellos
se los despertaba y venían a…?
Heather vio en aquel instante la fotografía de la princesa con su traje de novia y
se aferró a la idea.
—Vamos a planear nuestras bodas —sugirió.
—¿Planear nuestras bodas? —la voz de Karin contenía aburrimiento y desdén a
partes iguales—. ¿Se puede saber para qué?
—Pues por pura diversión —contestó Heather—. Podemos planear nuestra
boda y escribirlo todo con detalle para poder recordarlo dentro de diez años.
—Si no vamos a necesitarlo hasta dentro de diez años, podemos esperar unos
cuantos días más para escribirlo, ¿no? —respondió Karin, aún junto a la llave de la
luz—. Y esta noche, podemos contar historias de miedo.
—También podemos hacer las dos cosas —señaló Dorothy. Cerró su álbum de
recortes y se sentó con las piernas cruzadas en el sofá—. ¿Por dónde empezamos?
Con un sonoro suspiro, Karin se dejó caer en el sofá junto a Penny. Heather
intentó no mirarla. Enseguida se daría cuenta de lo divertido que podía ser.
—Seguro que todas queréis una boda como la de la princesa Diana —vaticinó
Karin—. Un vestido con una cola larguísima y montones de volantes, un marido rico
e importante y un carruaje decorado con flores y tirado por caballos. Ya está.
Heather inspiró profundamente y se llevó la almohada al pecho.
—Pues yo no quiero que mi boda sea así.
—¿Ah, no? —Dorothy parecía sorprendida—. Pues a mí me parece perfecta.
—¿Con tanta gente mirándote?
—Bueno, puede que no tanta —admitió Dorothy, y con un puñado de
palomitas en la mano, dejó que su mirada soñadora vagase por la habitación—. Pero
me gustaría llevar un vestido así, y que hubiese flores por todas partes.
—Yo quiero casarme al aire libre —dijo Penny—, en un jardín.
—Se te ensuciaría la cola del vestido —puntualizó Karin.
—Es que yo no quiero un vestido con cola, sino uno muy sencillo y con un velo
corto —tomó un sorbo de soda—. Bueno, no. Mejor flores en el pelo en lugar de velo.
—¿Sabes lo que me parece a mí lo más romántico del mundo? —preguntó
Heather—. Una fuga.
Sus tres amigas la miraron sorprendidas. Dorothy dejó de comer palomitas,
Penny dejó de beber y Karin, de fruncir el ceño.
—¿Fugarte? —repitió Karin por fin.
Heather asintió.
—Estar tan enamorada que sólo quieras estar con él, y él contigo. ¿No sería eso
lo más maravilloso?
—¿No te gustaría que tu familia y tus amigos estuviesen en tu boda? —
preguntó Penny.
—Podríamos dar una fiesta después e invitar a todo el mundo.
Karin movió la cabeza.
—¿Sin arroz y sin latas atadas al coche?
—El arroz es malo para los pájaros.
Dorothy se incorporó.
—Pero si te fugases, la gente de Chesterton no podría ir a tu boda.
—Perfecto. Así Alex Waterstone no podría estropearlo todo corriendo por el
malecón —Heather se estremeció al pensar en el lucifer de la ciudad—. Es la última
persona a la que querría ver en mi boda.
Capítulo 1
—¿Llueve por allí, cariño? —la preocupación de Edith era casi palpable, a pesar
de llegar a través de la línea telefónica—. Han dicho en la televisión que está
lloviendo en el norte de Indiana. Tendrás las ventanas cerradas, ¿verdad?
Heather se apoyó en la encimera de la cocina y miró a través de la ventana
hacia el cielo de la tarde.
—No está lloviendo, mamá. Ni siquiera hay nubes.
—Pues en la tele no mienten sobre estas cosas. Lo mejor sería que te metieras en
el sótano, por si acaso. Aún pueden llegar tornados a mediados de agosto.
Heather se irguió. La cena la esperaba en la mesa de la cocina, pero es que no le
gustaba nada comer mientras hablaba por teléfono.
—Mamá, estoy bien. La tormenta debe de quedar más al este.
—Por lo menos ten encendida la televisión para que puedas oír las noticias —le
aconsejó con un suspiro—. No deberíamos habernos marchado de allí. La rodilla de
tu padre podría avisarnos de si se acerca una tormenta.
Heather hubiera querido darle un abrazo a su madre para agradecerle su
preocupación, pero deseaba que dejase de inquietarse tanto. Acababa de cumplir
treinta y tres, y no trece, pero aquella era una batalla que nunca iba a ganar.
—Lo que necesitas es tener a un hombre al lado —sentenció su madre,
lanzándose a su tema favorito—. ¿Qué harías si te cayera un árbol encima de la casa?
—Pues llamaría a la granja de Penny.
Pero su madre continuó como si Heather no hubiese hablado.
—¿Y si te encontrases un ratón dentro de casa?
—Los gatos se ocuparían de él.
—¿Y si oyeses un ruido fuera en plena noche?
Heather había oído montones de ruidos en plena noche y había descubierto que
meterse bien bajo la ropa de la cama era un remedio tan efectivo como el de
levantarse a investigar. Y si eso no funcionaba, su cama era lo bastante grande como
para esconderse debajo. Y también estaba el armario.
Pero eso no era lo que su madre necesitaba escuchar.
—Si hubiese alguien merodeando por aquí, llamaría a la policía.
—¡Heather! —protestó su madre—. ¡Que estoy hablando en serio! Estás sola en
Chesterton, y me tienes muy preocupada.
Pero Heather no estaba sola. Tenía montones de amigos que la ayudarían si lo
necesitase.
—Mamá, si algo me ocurriese, siempre podría llamar a Alex.
pusiera bajo arresto académico a unos cuantos jugadores clave del equipo. En un
mes, se esperaría de él que garantizase la pérdida de determinados partidos. En dos,
la acusación cobraría cuerpo y algunos de los peores delincuentes del país verían sus
lucrativos negocios cerrados, con lo que perderían una de las mayores fuentes de
financiación para sus otras actividades.
Alex sonrió. Aquello era mejor que sus mejores paseos en bici por el malecón.
Era la vida para la que había nacido. Ojalá lo hubiera descubierto antes; así no se
habría pasado cuatro años en la universidad obteniendo una licenciatura que su
madre deseaba más que él. Pero es que parecía querer tan desesperadamente que
Alex hubiese superado su vena salvaje que él habría hecho lo que fuera por
complacerla.
Pero ¿era esa vena salvaje algo que él podía superar, o formaba parte de su
personalidad?
Alex tomó la calle que conducía a su casa. Tenía que salir a correr y levantar
pesas más o menos durante una hora. Quería estar listo para el día siguiente. Al
acercarse a su domicilio, puso en marcha el escáner instalado en el visor del coche.
No es que desconfiase, porque nunca…
El monitor zumbó. Alex se quedó asombrado durante un momento y después
miró la pequeña pantalla. El sistema de seguridad del perímetro había sido violado,
pero no el del interior de la casa. Alguien había entrado en el jardín. Pulsó otro
botón. Habían entrado a las 21:55 horas, así que quienquiera que fuese podía estar
todavía en el jardín, y no era probable que se tratara de algún niño tras un balón
perdido.
Con el corazón acelerado, tomó una calle lateral y paró el coche en una avenida
que quedaba al sur de su casa. Con movimientos rápidos y seguros, bajó del coche,
cerró la puerta sin hacer ruido y, a cubierto tras unos arbustos, sacó el arma.
Demonios… no podía tratarse sólo de una coincidencia. No la noche anterior al
comienzo de la operación. ¿Lo habrían seguido? ¿Aquella noche, o quizás en otro
momento?
Echó a andar hacia su casa, sus pisadas crujían sobre la grava suelta. Al pasar
junto a una de las casas oyó música, los sonidos de la televisión de otra. Pasó de los
arbustos a la sombra oscura de un garaje hasta llegar a la valla de ladrillo de la casa
de la señora Fallón. Las farolas que iluminaban la avenida quedaban bastante
separadas las unas de las otras, de modo que no era difícil permanecer escondido.
A menos que alguien lo estuviera vigilando, claro.
Nada más pasar el jardín de la señora Fallón, se agachó para observar su casa,
intentando detectar el más mínimo movimiento. Su jardín estaba rodeado por una
valla metálica, y podía ver claramente su casa desde el lugar en el que se encontraba.
Un foco de encendido automático iluminaba el jardín por la noche, pero en aquel
momento no lucía. ¿Podría ser un fallo del sistema de alarma, que se hubiera
disparado por error? Posible, pero no probable.
situación a cualquier otro niño; incluso habría empezado a hablar de cualquier otra
cosa.
—El recital de poesía de la semana pasada fue muy bueno —dijo, queriendo
sonar inteligente, pero lo que en realidad salió de sus labios fue bastante opaco.
Estúpido, incluso. Era el comentario más estúpido que había pronunciado desde
hacía al menos un mes.
—Sí, fue muy edificante —contestó Alex en tono cauto, como si no estuviera
seguro de si era peligrosa o no—. ¿Te molestaría si te pregunto la razón por la que
estás aquí fuera en…?
—¿En pijama? —concluyó por él. Podría haber pasado por un pantalón corto y
una camiseta, pero los gatitos dormidos con que estaba decorado la delataban.
—Eh… —parecía haberse quedado sin palabras—. Bueno, lo que yo iba a decir
era aquí fuera, en la oscuridad.
—Ah.
Así que no se había dado cuenta. Cerró los ojos mortificada. ¿Dónde se metían
las arañas venenosas cuando se las necesitaba?
Abrió los ojos y volvió a mirarle. Alex era el hombre más atractivo de toda
Indiana: pelo oscuro que le caía ligeramente sobre la frente, alto y de espalda ancha…
y el hombre que más la asustaba de cuantos conocía. Desde que había vuelto a vivir a
Chesterton el año pasado para ocupar esa plaza de profesor en la Universidad, tenía
la sensación de que era aún más peligroso que cuando era niño, lo cual, bien mirado,
era una solemne tontería.
—Es que he visto una gatita entrar en tu jardín —admitió—. He intentando
atraparla esta tarde, pero no lo he conseguido, y he pensado que no te importaría que
entrase en tu jardín para intentarlo otra vez.
—¿Una gatita?
Parecía sólo un poco exasperado y se agachó junto a ella para mirar bajo los
arbustos.
—Está ahí al fondo —dijo Heather, poniéndose a cuatro patas para enfocar con
la linterna al fondo de los arbustos. La luz se filtró entre las hojas e iluminó una
pequeña criatura que se encontraba junto a un desagüe—. Hay una especie de boca
de drenaje. Se ha sentado en la entrada de la boca.
Alex se acercó a ella. Se acercó incluso demasiado, porque al inclinarse hacia
delante para mirar por debajo de los arbustos, le rozó el brazo. ¡Sólo era un brazo,
por Dios! Pero ella enrojeció de pies a cabeza y sintió que le subía la temperatura.
—Es muy pequeña —dijo.
Heather miró también. La gatita gris apenas se veía en la oscuridad, pero podía
sentir su miedo.
—Pobrecita —dijo—. Debe de estar…
Alex metió un brazo entre las ramas para sacarla de allí. Hubo un bufido y un
movimiento… y Alex retiró el brazo rápidamente.
—¡En! —exclamó—. Que me ha mordido —se quejó, agitando la mano como si
le escociera.
—Ay, es culpa mía —contestó Heather—. Debería haberte advertido que es
salvaje. Lo siento mucho. No debería haberte dejado meter así el brazo.
Tomó la mano de Alex, examinó la mancha de sangre que tenía en la palma de
la mano y experimentó un tremendo alivio. ¿Era alivio u otra cosa? Sintió que las
mejillas le ardían y lo soltó.
—Es sólo un arañazo, no un mordisco. Te lo desinfectaremos, pero no tienes de
qué preocuparte.
—No estaba preocupado —le informó—. Y no has sido tú quien me ha dejado
meter el brazo. He sido yo sólito.
Su tono era brusco, pero no podía culparlo por ello. Debía de estar cansado y
molesto por haberla encontrado allí.
—¿Estás seguro que ha sido la gata? —le preguntó—. Podrían ser ortigas.
Él volvió a mirarla con la misma exasperación que antes.
—Ha sido la gata —confirmó—. Ha querido decirme que me vaya a hacer
puñetas.
¿A hacer puñetas? ¿Aquel comentario era propio del digno profesor
Waterstone? Pues no. Parecía algo más propio de Alex «mira lo que hago»
Waterstone. El crío que saltaba del roble de los Sheridan al tejado del garaje de los
Cauldwell mientras ella le gritaba que no lo hiciera. El adolescente al que le gustaba
ir a cazar serpientes al lago Palomara y llevar sus capturas en cajas para enseñarlas
por el vecindario. El chico del instituto que pintaba en el autobús del equipo rival de
Valparaíso «¡Viva Chesterton!»
Ojalá se metiera en su casa, o recordase que necesitaba algo de la tienda. La
estaba poniendo nerviosa con su mera presencia. Inspiró profundamente y volvió a
mirar entre los arbustos.
—Espero que le hayas dicho que no pensamos irnos a hacer puñetas —Heather
enfocó con la linterna teniendo cuidado de no proyectar la luz directamente sobre la
gata—. Y que hay una gatita que va a dormir caliente esta noche.
—Sí, se lo he dicho. Todo eso y mucho más.
Heather se concentró en abrir una lata de atún que llevaba consigo e intentó no
pensar en que Alex la estaba mirando. O en el hecho de que los pijamas no eran de
un tejido demasiado grueso. O que atrapar a una gata salvaje era algo mucho más
interesante de lo que ella podía soñar.
Echó el atún en un plato pequeño. «Haz lo que tengas que hacer», se dijo, «y
vuelve después a casa».
Empujó despacio el plato hacia la gata.
—Aquí tienes, preciosa —dijo con dulzura—. ¿A que huele bien? Seguro que
tienes hambre, ¿eh?
Un suave maullido fue la respuesta y la gatita asomó la cabeza por el desagüe.
—Eso es —dijo Alex—. Sal a comer.
Heather se sobresaltó un poco. Alex estaba tumbado en el suelo junto a ella,
mirando también bajo el arbusto. ¿Tendría intención de ayudarla?
Por mucho que intentara que esa posibilidad no la afectase, la idea la animó por
dentro y por fuera. Rápidamente volvió a dirigir su atención a la gata. Intentar
comprender a Alex, o a cualquier hombre, era algo que excedía su capacidad.
—¿No quieres un poquito de este riquísimo atún? —la animó—. Vamos,
chiquitita. No tienes que tener miedo. No dejaré que el malo del tío Alex te haga
nada.
—¿El malo del tío Alex? —repitió él.
Heather no contestó porque la gatita empezaba a salir de la boca de drenaje,
atraída por el olor del pescado, y tenía que concentrarse en eso. Afortunadamente,
porque no habría sabido explicar por qué había dicho esa estupidez. Ella nunca hacía
cosas así. Quizás quien se había rozado con las ortigas fuese ella y el urticante se le
había subido a la cabeza.
—Vamos, cariño —susurró—. Ven a comer.
La gatita estaba casi fuera del drenaje. Un paso más, y estaría fuera. Otro, y casi
en el plato. Uno más, y ya estaba oliendo cuidadosamente el atún.
Entonces Heather, sujetándola por el pelo de detrás de la cabeza, a pesar de sus
airadas protestas, la metió en una bolsa de lona. Una vez la hubo cerrado con la
mano, la gata quedó en silencio y Heather se levantó.
—¿Ya está? —preguntó Alex, levantándose también—. ¿Quieres que la lleve yo?
—No, gracias, no es necesario. Recogeré el resto de…
Pero Alex había alcanzado la linterna antes que ella. Y el plato de atún.
—¿Lo tiro?
Cerró los ojos un instante. Debería llevárselo ella, o decirle que lo tirara. Debería
recordar el miedo que le inspiraba sentarse a su lado en el autobús del colegio por si
tenía bichos y se los enseñaba, o por si se colgaba por fuera de la ventanilla para
robar una manzana de un árbol al pasar. Pero en lo único que pudo pensar fue en
que no podía llevarlo todo.
Abrió los ojos y sonrió.
—Creo que esta jovencita se ha ganado su atún. ¿Podrías llevármelo hasta mi
casa?
—Claro.
Así que lo condujo hasta su casa descalza, en pijama y con la certeza de ser una
idiota. Parecía un hombre educado, agradable y digno de confianza, pero seguía
siendo Alex Waterstone, y ella le seguía teniendo miedo. Cuando él estaba, ocurrían
cosas. ¿Por qué no podía haber sido aquel agradable vendedor de zapatos que se
había mudado dos casas más abajo el que viniera a ayudarla? Abrió la puerta de la
cocina y entró. Alex la siguió.
—Puedes dejarlo todo en la mesa —le dijo—. ¿Quieres llevar el plato abajo?
—¿Abajo?
Estaba cometiendo un error monumental. Era evidente que él no quería estar
allí, y ella debería poner en orden sus emociones. Pero no podría hacerlo mientras él
siguiera cerca.
—A la sala de los perdidos.
—¿La sala de los perdidos?
Heather dio media vuelta y salió de la cocina, y Alex la siguió. Debería haberse
puesto algo encima del pijama, pero qué tontería. Él iba a ver a los gatos, y no a ella.
—Trabajo para el Refugio de Mascotas —le explicó—. Doy albergue a unos
cuantos gatos mientras les consiguen una casa y, nada más llegar, los pongo en
cuarentena en el cuarto de los perdidos.
Entraron en la habitación y encendió la luz. Había una jaula de viaje de perro
grande en la que había puesto una manta. Dejó la bolsa, ligeramente abierta, en su
interior y cerró la puerta.
—¿Para qué es la jaula? —preguntó Alex, que de pronto parecía desconfiado y
molesto.
Heather suspiró. Ya había pasado antes por esa situación.
—La gatita es salvaje y hay que obligarla a ser sociable.
—¿Obligarla a ser sociable? —repitió. Había pasado de parecer molesto a
parecer ultrajado—. ¿Y cómo piensas conseguirlo? ¿Obligándola a ayunar hasta que
sea más amable?
—No —contestó Heather al tiempo que le quitaba el plato de atún—, pero
tengo que tocarla y tenerla en brazos varias veces al día, tanto si le gusta como si no.
—Así sólo vas a conseguir asustarla.
—Al principio, sí —corroboró y, rápidamente, abrió la puerta de la jaula para
poner el plato de comida en su interior. La gatita asomó la nariz desde debajo de la
manta, olfateando el aire. En cuanto se marcharan, saldría a buscar su recompensa—.
Pero es por su propio bien. No podrán encontrarle una casa si tiene miedo de la
gente.
—Ya… no lo había pensado —su enfado desapareció—. Supongo que sería muy
difícil encontrar una casa en la que quisieran a un gato que araña a quien se le acerca.
—Y hablando de arañazos, hay que limpiar el tuyo. No sé dónde tengo la
cabeza.
—Estoy bien.
—¿Que soy estirado hablando? —repitió en tono extrañado—. Puede que cazar
felinos salvajes sea un comportamiento menos formal a tu juicio.
Parecía cambiar, transformarse en otra persona delante mismo de sus ojos, y
Heather sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Qué estaba pasando?
—Sí, tiene que ser eso —dijo despacio—. Gracias otra vez por tu ayuda.
—Ha sido un verdadero placer.
Y tras asentir levemente, sacó las llaves del bolsillo y salió.
Heather lo vio marcharse, oyó sus pisadas en la acera y después el sonido de su
puerta al cerrarse. Luego, la noche volvió a ser suya.
—Bueno, Victoria, ahora ya puedo respirar —dijo—. Hemos salido sanas y
salvas de nuestro encuentro con el profesor Alex Waterstone.
Pero Victoria acababa de recibir la visita de su otro gato, Henry, y los dos
estaban jugando con algo que había en el suelo. Heather se agachó apresuradamente,
esperando que no fuese un bicho.
Y no lo era. Se trataba de un pedacito de papel con una dirección escrita. Debía
de habérsele caído a Alex.
Capítulo 2
Alex entró en su casa, reinició el sistema de seguridad, sacó una soda del
frigorífico y se sentó a oscuras en el salón, con la mirada fija en la tranquila calle que
discurría frente a la ventana. Las anticuadas farolas apenas podían competir con la
luz de la luna llena, y los sonidos del verano se colaban por las ventanas abiertas.
Una típica noche de verano en Chesterton. Una noche que en otro momento le
habría calmado los nervios acumulados en su interior durante el día, pero que no
estaba surtiendo el efecto deseado en aquella ocasión.
Estaba tenso, con los nervios de punta, irritable. Se sentía inquieto por algo que
no podía identificar y a lo que, por lo tanto, no podía poner remedio, y eso no le
gustaba. Ni una pizca.
Tiró de la anilla de la lata e intentó serenarse.
La situación con Heather era hasta divertida. Y había solventado bien lo del
arma. Menos mal que estaban a oscuras. Si no, Heather hubiese visto el arma con que
la apuntaba.
En fin… todo lo que está bien, termina bien. Aunque…
La imagen de Heather, descalza y en pijama, se le apareció ante los ojos,
desplazando al paisaje inundado de luz de luna. Había algo en su sonrisa que lo
atraía, algo en la nostalgia de su mirada. Casi se sentía culpable por haberla
engañado, lo cual era una locura. Había sido ella quien se había colado en su jardín,
disparando la alarma. Aunque eso tampoco era culpa suya.
Debería estar riéndose del incidente, en lugar de estar cada vez de peor humor.
Heather siempre había sido una chica muy sensible. Si alguien la miraba mal, se
echaba a llorar. No lo había hecho esa noche, sino que se había mostrado competente
y decidida. Iba a rescatar a esa gatita, y sabía exactamente cómo tenía que hacerlo.
De pronto una luz azul y otra roja llamaron su atención. Parecía un coche de
policía que avanzase con las luces encendidas pero sin sirena. ¿Se estaría
perpetrando algún robo? Alex se levantó y se acercó a la ventana. ¡Pero si se había
parado delante de su casa!
Demonios… tenía que haber sido la agencia. Estarían conectados a su sistema
de vigilancia y habrían llamado a la policía local.
Alex encendió algunas luces, dejó a un lado la lata de soda y acudió a la puerta
a recibir al oficial que se acercaba.
—Buenas noches, Toto —le dijo, saliendo al porche—. ¿A qué debo el placer de
tu visita?
—Hola, Alex —contestó el policía con una sonrisa—. ¿Cómo estás?
—Espléndidamente. No podría estar mejor —Alex hizo una pausa y aparentó
confusión—. ¿Cuál es el evento que te trae por mi casa?
—Ya estás, preciosa —le dijo Heather a la gatita—. Que la abracen a una no está
tan mal, ¿verdad? A mí también me gusta.
Pero no era algo que le hubiera ocurrido con demasiada frecuencia
últimamente, pensó con un suspiro. Salía muy a menudo, pero tras un par de citas,
llegaba a la conclusión de que el hombre en particular no era el adecuado y no volvía
a salir con él.
A lo largo de los años, había salido con casi todos los solteros de la ciudad, de
modo que los abrazos habían llegado a ser algo raro para ella, aunque no por eso
había dejado de echarlos de menos.
Se levantó y sacó a sus dos gatos de la habitación. ¿Por qué se sentiría tan
nostálgica aquella noche, cuando debería estar contenta? Había podido atrapar a la
pequeña… pequeña… Bonnie, sí, era un buen nombre para ella, y era razón más que
suficiente para sentirse feliz. Incluso debería celebrarlo tomándose una limonada
antes de irse a dormir. Henry se detuvo en la puerta y maulló quejumbroso.
—No, la nueva gatita no se puede venir con nosotros. Tiene que quedarse un
poco más aquí.
Henry parecía decidido a discutir, pero Heather cerró la puerta frunciendo el
ceño y se apoyó en ella. La nota que se le había caído a Alex era tan molesta como su
persona. Quizás fuese de una clase de papel especialmente pesado, o que hubiese
absorbido la humedad del ambiente. En cualquier caso, le pesaba demasiado en el
bolsillo.
—¿Debo llevársela a su casa? —les preguntó a sus gatos mientras entraban en la
cocina.
Ninguno de los dos le dio su opinión, ya que ninguno de ellos tenía más
experiencia con los hombres que ella; puede que pensaran también que ya era hora
de que tomase sus propias decisiones. Se detuvo en la puerta de la cocina y
contempló la casa de Alex. Había unas cuantas luces encendidas, de modo que
seguía despierto. Pero, ¿y si tenía invitados? ¿Y si estaba en la ducha? ¿Y si tenía
invitados en la ducha? La cara se le puso roja como la grana.
Pero sería aun peor que estuviera solo. Pensaría que utilizaba la nota como
excusa. Le parecería una pobre y desesperada solterona a la caza de un hombre.
—No, ya se la devolveré por la mañana —dijo, echando el cerrojo a la puerta—.
Se la dejaré antes de irme para Chicago a la prueba de Karin. O mejor aún: la meteré
en un sobre y se la dejaré en el buzón. Así no tendré que molestarlo.
Era un plan muy razonable. Apagó la luz de la cocina y caminó en la
semioscuridad hasta el salón.
Una llamada a la puerta de la cocina la dejó petrificada. ¿Sería Alex?
La cara le ardió, pero no fue nada comparado con la velocidad que habían
adquirido los latidos de su corazón. Dios del cielo… ¿Alex Waterstone en su casa?
¿Qué podía querer? ¿Y si se encontraba tan solo como ella y quería pasar allí la
noche?
El pánico la atenazaba. Era una situación a la que no se había enfrentado nunca.
¿Qué debía hacer? ¿Invitarlo a tomar algo?
¡No! Sólo tenía limonada y cerveza, nada sofisticado o intelectual. Y sus
aperitivos eran sólo galletas con formas de animales y helado. ¿De qué hablarían?
¡Además, seguía estando en pijama! Se pasó las manos por los costados. No
podía…
Sus manos se detuvieron al notar el papel.
Esa era la razón de que estuviera allí. Había vuelto a buscar la nota. Sus
absurdas preocupaciones se esfumaron. ¿De qué había tenido tanto miedo? ¿De que
se sintiera de pronto arrebatado por la pasión?
«¡Vamos, Heather Anne!», se reprendió.
Volvió a la cocina y abrió la puerta, pero no era Alex, sino Toto.
—¡Toto! —exclamó, invitándolo a entrar—. ¿Cómo es que vienes a estas horas?
¿Has sabido algo de Dorothy?
Su amiga, que había sido novia de Toto, se había marchado a vivir a París.
Toto entró, negando con la cabeza.
—No, pero Penny y Brad me prometieron que me llamarían cuando la hubieran
visto.
—Ha sido una suerte que Brad tuviese que asistir a esa conferencia en París, o
no sabríamos nada de ella.
Pobre Toto. Parecía perdido desde que Dorothy se había marchado a París,
hacía ya una semana.
—Me iba ya para casa —explicó él, agachándose a acariciar a los gatos—, y
como he visto tu luz encendida, he decidido pasarme a ver si todo iba bien.
—Me alegro de que lo hayas hecho. Todo va bien, pero siempre me viene bien
tener un poco de compañía. ¿Quieres un poco de limonada?
—Sí, gracias —Toto se acercó a la mesa de la cocina—. Es que esta noche hemos
recibido una llamada para que viniéramos a echar un vistazo a la casa de Alex.
Supongo que alguien ha debido de verte en su jardín y ha pensado que andabas
merodeando.
—¿Yo? —había empezado a servir la limonada, pero hizo un alto para mirar a
su amigo—. Ay, cómo lo siento. Espero no haberte causado problemas.
—No, qué va. Alex estaba tan tranquilo —Toto se sentó—. Lo que sí que me ha
sorprendido es saber que has estado allí. Siempre había pensado que le tenías miedo.
¿Cómo habían llegado a ese tema? Heather terminó de servir la limonada sin
prisas y llevó los vasos a la mesa. Después sacó las galletas con forma de animales y
se sentó.
—No le tengo miedo —contestó con despreocupación—. No sé de dónde te has
sacado esa idea.
Toto tomó un puñado de galletas.
—Pues porque antes te habrías desmayado si hubieras tenido que hablar con él.
—Qué tontería —sacó una galleta de la bolsa y se concentró en morderle las
patas—. Además, ya no estamos en el instituto.
¿Por qué tenía Alex que bombardear su vida de ese modo? Había vivido a su
lado durante casi un año sin apenas ser consciente de ello, y ahora, en una sola
noche, parecía incapaz de deshacerse de él. Lo mejor sería un cambio de tema.
—Creo que tú también deberías ir a París —le dijo.
La sorpresa dejó una galleta con forma de gorila a medio camino de su boca.
—¿A París?
—Claro —replicó Heather, entusiasmándose con la idea—. ¿Por qué no? Hace
años que no tienes vacaciones. Te sentaría bien.
Además, en un lugar tan romántico como París, se daría cuenta de que Dorothy
y él estaban hechos el uno para el otro.
—No puedo permitírmelo —contestó—. Ya sabes que acabo de comprarme una
casa.
E iba a permitir que la mujer con la que debía compartirla desapareciera de su
vida.
—Vamos, Toto, ¿cuánto puede costarte? Ve a ver a Dorothy y que ella te enseñe
la ciudad.
—¿De Toto? —Dorothy no necesitó fingir confusión—. ¿Por qué iba a haber
tenido noticias suyas?
—Fue a buscarte la noche que te marchabas, pero llegó tarde a Chicago. Tu
avión ya había despegado.
Dorothy no sabía qué pensar, ni qué decir, ni qué sentir. Dejó el croissant
mientras intentaba ordenar sus ideas.
—¿Y qué quería?
Penny se encogió de hombros.
—Dijo que quería despedirse de ti y desearte buena suerte, pero quién sabe qué
quería de verdad.
La buena de Penny… siempre intentando arreglar las cosas de todo el mundo.
Pero a veces no se podía, por mucho que se intentase.
—¿Qué otra cosa habría podido querer? —preguntó Dorothy—. Somos amigos
desde hace veinte años. Estoy segura de que desea que todo me vaya bien aquí.
—Hay muchas otras cosas que habría podido querer decirte —contestó
Penny—. Suponía que te habría llamado por teléfono, ya que no había podido verte
en el aeropuerto.
Pero Dorothy seguía con la mirada a un hombre que pasaba por la calle
montando en bicicleta y con la cesta llena de pan recién horneado. Cuando tomó una
calle lateral y lo perdió de vista, Dorothy se volvió hacia su amiga.
—Todo terminó. G puede que, quizás, nunca haya habido nada. Si Toto y yo
hubiéramos estado enamorados como Brad y tú, lo habríamos sabido hace tiempo.
Ya era hora de seguir adelante, y éste era el lugar adecuado para hacerlo. La vida que
llevo aquí me encanta.
—Sí, pero… —Penny suspiró con tristeza—. Lo sé. Todos tenemos que
encontrar nuestro propio camino, pero yo quiero que seas tan feliz como lo soy yo.
—Y lo seré —le aseguró Dorothy—. Dame tiempo para encontrar al Jacques de
mis sueños.
—Pero a Toto y a ti se os veía tan bien juntos —se quejó Penny.
¿Cómo podía ser perfecta una pareja si permitían que todo un océano se
interpusiera entre ellos?
—A Jacques y a mí se nos verá aun mejor —declaró.
Ojalá pudiera creérselo su corazón…
Capítulo 3
Alex decidió correr un par de kilómetros más, siguiendo el camino que
bordeaba el lago en lugar de volver a casa. Era temprano, el tráfico de la mañana
apenas había empezado y tenía energía más que de sobra para quemar. Energía e
irritación.
El episodio de la noche anterior con Heather había sido gracioso, un poco de
diversión que debería haber puesto un broche final y algo humorístico al día. Pero,
en lugar de ser punto final, no había parado de revivirlo o, al menos, de recordar
determinadas partes, durante toda la noche. Cada vez que se quedaba dormido,
volvía al jardín, sacaba el arma y estaba a punto de dispararla.
Qué locura. Él era un profesional. Jamás había disparado accidentalmente a
nadie, ni a la persona equivocada, ni a un observador inocente. Y sin embargo, en sus
sueños, se veía a sí mismo en peligro para que al fin resultase ser Heather. Qué
locura.
Pasó junto a la vieja caseta de botes y dobló en dirección al bosque, por el
camino que serpenteaba entre vetustos robles, olmos y arces. Aquel paraje siempre le
había gustado, y especialmente a primera hora de la mañana. No había nadie, y el
mundo era suyo.
Había empezado a ir por allí cuando tenía doce años, tras la muerte de su
padre, cuando la soledad era una bendición para él. En cualquier otro sitio al que
fuese, la gente parecía observarlo, compadecerlo, intentar cuidarlo, y él lo detestaba.
Había intentado decirles a todos ellos que estaba bien, pero nadie lo había escuchado,
y la compasión había seguido brillando en la mirada de todos, así que había hecho lo
que su padre habría querido: darles algo a lo que mirar. Empezó a subirse a todo lo
que se le pusiera delante: árboles, torres de riego, silos. Saltaba de tejados, ramas y
ventanas. Bajaba con su bicicleta por las cuestas más empinadas, tomaba las curvas
más cerradas a toda velocidad y hacía las mayores locuras, hasta que nadie supo ya
qué se podía esperar de él. Y eso era lo que él quería.
Quizás fue entonces cuando empezó su trabajo encubierto, pensó con una
sonrisa. O quizás fue entonces cuando permitió que su verdadera naturaleza ejerciera
el control sobre su vida. Sí, era lo más probable. Siempre había sido una persona
celosa de su intimidad, de modo que era lógico que hubiera escogido una profesión
que le permitiera salvaguardar esa intimidad.
Salió del bosque, atravesó el aparcamiento de la biblioteca y tomó su calle,
reduciendo la velocidad. Había ya más gente y más coches pero, aun en hora punta,
Chesterton era una ciudad adormecida, un lugar en el que era fácil engañar a las
personas.
¿Y por qué sería que eso empezaba a molestarlo? Vio a su anciana vecina
recogiendo el periódico de la puerta y la saludó con la mano.
Se sentía mucho mejor. Todas aquellas tonterías en que había andado pensando
no eran más que la tensión por el trabajo que se le avecinaba. Y no es que estuviera
preocupado por ello. No. Era la espera lo que le ponía nervioso. Recogió su periódico
y dio la vuelta a la casa.
Y se topó de bruces con Heather.
—¡Ah! —gritó ella, dando un respingo con la mano en el corazón.
Alex la sujetó por los brazos, temiendo que pudiese caerse. Pero no fue así. Más
bien fue como si se encogiese y fuese a aterrizar contra su pecho. La abrazó como si
sus brazos hubiesen tomado por sí solos la decisión de hacerlo. No podía permitir
que se cayera en su propia acera, por supuesto. Pero el corazón le latía con tanta
rapidez que parecía burlarse de sus buenas intenciones. Y sus sentidos parecían
desbordados por el suave olor a flores de Heather.
—Vaya… Lo siento, Alex —dijo ella, separándose. Había enrojecido y su voz
sonaba temblorosa.
Alex sintió ganas de volver a abrazarla y, sin embargo, retrocedió un paso en
busca de un aire más respirable.
—¿Estás bien? —preguntó él—. No te habré hecho daño, ¿verdad?
—Estoy bien —contestó, aún con voz ahogada y sin atreverse a mirarlo de
frente—. Debería tener más cuidado de por dónde voy.
—¿Qué tal está hoy la gatita? —le preguntó. Quería calmar su inquietud. ¿Y qué
tenía eso de raro? Heather era una buena persona, que jamás le había hecho nada a
nadie. Calmarla era sólo un gesto de caballerosidad.
—Es un encanto —dijo, con una sonrisa todavía incierta—. Sigue teniendo
miedo de salir, pero ha mejorado —inspiró profundamente—. A lo mejor te gustaría
venir a verla. Ella me ha dicho que se alegraría de verte.
—Yo… eh… —balbució.
Heather parecía tan frágil, tan vulnerable, que apenas podía hablar. Rechazar la
invitación la dejaría maltrecha, pero no podía permitirse aceptar. Él era un solitario.
Siempre lo había sido y siempre lo sería. Aceptar y permitir que pudiera llegar a
pensar lo contrario sólo serviría para hacerla sufrir. ¿Por qué demonios habría tenido
que pensar la agencia que Chesterton era un buen sitio?
—Me temo que…
—Claro, por supuesto que no —se apresuró a decir ella, y sus ojos azules
volvieron a huir de los de él—. Ha sido una tontería. Estás muy ocupado.
—Es que voy a empezar a viajar mucho —le explicó—. Otro profesor y yo
hemos estado hablando del arte de la rima en Shakespeare y es posible que hagamos
un trabajo de investigación al respecto, de modo que vamos a tener que reunimos
muy a menudo.
—Lo comprendo. De todas formas, ha sido una proposición estúpida —había
algo en su voz que la traicionaba y Alex sintió un extraño dolor en el corazón—.
Venía a traerte esto. Se te cayó anoche en mi casa.
«Heather Anne», se decía mientras colocaba la falda del vestido de Karin, «eres
una fracasada».
No había conseguido estar a la altura de lo que se había propuesto. Ni siquiera
había conseguido dar el primer paso. Sí, le había devuelto a Alex la nota y lo había
invitado a ir a su casa, pero para ello había hecho el más absoluto de los ridículos.
Gracias a Dios que había tenido que irse a Chicago para la prueba del vestido
que Karin iba a llevar en el Festival de Oz. Con suerte, y teniendo en cuenta todos los
trajes que estaba preparando, no volvería a encontrarse con Alex hasta dentro de tres
siglos.
Heather se apoyó en los talones y examinó el disfraz de Glinda, el Hada Buena.
—No te queda tan bien como la última vez —dijo—. Te tira un poco de la
cintura.
Karin se miró el estómago.
—¿No puedes sacarle un poco?
—Claro, pero ¿tú crees que es necesario? Puede que simplemente hoy hayas
comido más que de costumbre. Ya sabes que no deberías comer la comida del
hospital.
Karin se echó a reír, pero no había humor tras su risa.
—Qué más quisiera yo que fuese tan sencillo —dijo, sentándose en una silla—.
Me temo que va a durar algo más que un festín de comida mala. Unos nueve meses
más.
—¿Nueve meses? —repitió, atónita. ¿Podía haber entendido mal?—. ¿Estás
embarazada?
—Sorprendida, ¿eh? —Karin hizo una mueca—. No pensabas que fuese capaz
de dejarme convencer por la palabrería de algún idiota, ¿verdad?
—No, no me refería a eso. —¡Un niño! ¡Qué maravilla! Pero entonces reparó en
las sombras que había bajo los ojos de su amiga y en sus hombros hundidos—. Me
parece que no estás tan entusiasmada por la idea como lo estaría yo. ¿Qué le ha
parecido al padre?
—¿Al padre? ¿A qué padre? Ni siquiera ha querido admitir haber estado allí esa
noche.
—Vaya… —no era de extrañar que estuviera deprimida—. Si hay algo que yo
pueda hacer, no tienes más que decirlo. Lo que sea.
Karin esbozó una mínima sonrisa.
—Sí que hay algo, aparte de no decírselo a nadie por ahora.
—Cuenta con ello.
—Que le saques de ancho al vestido. Mi madre está entusiasmada con que su
hija vaya a ser el Hada Buena del Festival de Oz, así que no me gustaría tener que
renunciar porque no me vale el vestido.
Heather se levantó y abrazó a su amiga.
—Hecho. ¡Marchando un vestido premamá para Glinda!
Heather trabajó en el vestido durante una hora más y luego Karin se fue a
visitar a un paciente al que iba a operar al día siguiente. Fue cuando iba ya de vuelta
a casa cuando Heather cayó en la cuenta de que la noticia que le había dado Karin le
posibilidad la tranquilizó un poco, pero aun así, tenía que encontrar la forma de
volver a la autovía.
Allí, un poco más adelante, había una calle lateral, un poco más allá de donde
aquellos dos hombres estaban hablando.
Alex cruzó despacio el aparcamiento de grava arrastrando los pies y con los
hombros caídos. Con un poco de suerte, daría la imagen de un tipo que se había
jugado hasta el último céntimo, y no la de un agente federal trabajando
encubiertamente y con una diminuta cámara camuflada en su alfiler de corbata.
Con un triste suspiro, ya que uno nunca podía saber quién iba a estar
observándolo, se acercó a la valla que cerraba el aparcamiento y se apoyó en ella a
contemplar los coches. Un gato marrón y blanco se movía cautelosamente entre ellos
y Alex sonrió. Menos mal que Heather no estaba allí. Se subiría a la valla sin dudarlo
para perseguirlo, y adiós investigación.
Su sonrisa se transformó en un gesto de preocupación. ¿De dónde había salido
ese pensamiento? Tenía que recuperar la concentración, y sacó unas cuantas
fotografías del aparcamiento. No es que esperase mucho de ellas, pero quién sabe.
Las cosas iban muy bien. Casio y él habían entrado en la timba ilegal de juego.
No sabía qué había hecho Casio, pero él había perdido varios miles de dólares, tal y
como habían planeado, y había tomado un par de docenas de fotos. Si los tiburones
del préstamo no se acercaban a él, volvería dentro de unos días y perdería aún más.
Más tarde o más temprano, le ofrecerían el préstamo y avanzarían en la
investigación.
—¿Qué haces aquí? ¿Entrando en contacto con los barrios bajos?
Alex se volvió. El hombre que le había hablado iba bien vestido y tenía el aura
de un profesional, pero ¿profesional de qué?
—Da la impresión de que Las Vegas fuese más tu sitio.
Alex se encogió de hombros y se tocó el botón del traje.
—Demasiado lejos. Y las barcazas están llenas de abueletes jugando a las
tragaperras. Ando buscando un poco más de acción —quizás debía de arriesgar un
poco más—. Y un sitio que sea un poco más generoso con el crédito.
No obtuvo respuesta. Sólo una mirada dura. Luego el hombre se distrajo
contemplando los coches del aparcamiento como si fuesen objetos raros y hermosos
que pudieran ser admirados.
—¿Es que estás en racha? —preguntó el hombre un momento después.
Alex se humedeció los labios, como haría un hombre puesto contra las cuerdas
pero que intentase mantener su orgullo masculino.
—Lo único que necesito es un poco más de dinero para pasarme el resto de la
vida sacando sietes y onces.
Llamar a la policía era lo único que les faltaba. Como si no hubieran llamado ya
la atención. Tomó la mano de Heather y tiró de ella para alejarla de Fitz.
—Podría tener cómplices esperándolo —dijo, mirando a su alrededor con
nerviosismo—. Lo mejor es que nos vayamos.
Heather miró también a su alrededor y se apretó el bolso contra el pecho. Su
rostro perdió un punto más de color, y Alex se sintió fatal por estar haciéndole pasar
tanto miedo, pero es que aquella condenada mujer se lo había echado todo a perder.
Pero ni aun así se sentía mejor. Estaba siendo un cerdo con ella. Tiró el arma de
Fitz a un contenedor de basura, de dónde sabía que su compañero la recuperaría sin
dificultad, y arrastró a Heather hacia su coche.
—Vámonos de aquí.
Capítulo 4
—¿Seguro que estás bien? —Heather detuvo el coche delante de su casa—.
Puedo llevarte a urgencias si quieres.
—No necesito que me vea el médico —contestó Alex—. No he sido yo quien ha
venido todo el camino oliendo sales.
—No es verdad que haya venido oliéndolas todo el camino —protestó—. Sólo
lo he hecho una vez y para ver cuánto tiempo mantenían sus cualidades.
—Deberías haberme dejado conducir.
—No podías conducir. Acababan de atracarte.
—Y tú estabas a punto de desmayarte.
Le estaba hablando en tono cortante, lo cual debía ser una reacción lógica tras
haber sido víctima de un atraco, así que no le dio importancia. Por mucho que ella
hubiera preferido evitar encontrarse con él, no podía dejar que lo asaltaran en su
presencia sin intentar hacer algo. Aun no se podía creer que hubiese tenido lugar
mientras ella pasaba con el coche. Era como había sido siempre: cada vez que estaba
cerca de Alex, ocurrían cosas. Paró el motor y lo miró. Parecía estar bien, pero ¿cómo
podía estar segura? ¿Y si tenía algún daño interno?
—Deberíamos haber ido al hospital en Chicago. Debería de haber insistido.
—Y yo debería haber ido para que te vieran a ti —contestó Alex mientras se
soltaba el cinturón de seguridad.
—Estoy bien.
—Y yo también.
Era su orgullo masculino lo que estaba herido, y Heather lo sabía. Le daba
vergüenza que ella supiera que le habían atracado, o que hubiese sido precisamente
ella quien lo hubiera librado del atracador a bolsazos. Lo cual había sido una enorme
estupidez. Se quitó el cinturón de seguridad y bajó del coche para dar rápidamente la
vuelta y tomarlo por el brazo.
—¿Se puede saber qué haces ahora? —preguntó él.
—Pues ayudarte a salir del coche —contestó y cerró la puerta—. ¿Seguro que no
te duele nada? ¿Te mareas? ¿Tienes el estómago revuelto?
—Heather, estoy bien —dijo despacio y pronunciando por separado cada
palabra—. No me pasa absolutamente nada.
No podía ignorar que había algo en su voz que debía de ser impaciencia,
extrañeza o desconcierto, pero no estaba dispuesta a permitir que la molestara.
Estaba haciendo lo que tenía que hacer, lo que habría hecho por cualquiera que se
hubiese encontrado en la misma situación que Alex.
—Entra y siéntate un rato —le dijo, aún llevándole por el brazo. Estaba
intentando recordar lo que hubiera podido leer sobre lesiones internas—. Prepararé
algo de cenar.
Alex dejó de caminar. Incluso puede que no hubiese arrancado en ningún
momento. No estaba segura. La única certeza era que la miraba frunciendo el ceño.
—Te agradezco la ayuda, de verdad, pero preferiría irme a casa. Solo.
Heather también prefería irse sola a su casa, pero sabía que no debía dejarlo
solo.
—No —replicó—. ¿Y si te desmayas, o empiezas a sangrar, o a tener
alucinaciones?
—Mira, Heather…
¿Por qué tenían que ser los hombres tan testarudos?
—No, mira tú. He pasado un susto de muerte pensando que los atracadores
pudieran venir siguiéndonos, así que, ahora que te he traído hasta aquí, no voy a
dejarte solo en tu casa y que puedas sufrir un ataque de estrés postraumático.
Esperaba una discusión, otra negativa, pero lo que consiguió fue una mirada
atónita.
—¿Pensabas que seguíamos en peligro?
Ojalá hubiera tenido el valor suficiente para darle un puñetazo, o al menos una
buena bofetada. ¿De verdad se creía que, por el hecho de que él la acompañaba, iba a
dejar de tener miedo?
—Ya sabes, siempre he sido muy cobarde —contestó sin más—. Venga, entra.
Pero él siguió sin moverse.
—¿Y qué hacías tú allí? —preguntó.
Heather enrojeció.
—Pasaba con el coche —contestó sin más—. ¿Quieres hacer el favor de entrar?
En cuanto estés sentado tranquilamente, podremos hablar todo lo que quieras.
Sin decir nada, entró en su casa. Victoria y Henry vinieron a saludarlos, pero
Heather acomodó a Alex en el sillón antes de devolverles el saludo. Los dos animales
la siguieron a la cocina.
—Menuda aventura hemos tenido —les dijo mientras llenaba el cacharro del
agua—. No puedo creer que haya sido capaz de abatir a un atracador.
La noticia no le causó a Victoria ni frío ni calor, pero Henry se frotó contra sus
piernas. Heather lo tomó en brazos y lo abrazó. Ahora que ya estaba a salvo en casa,
lo ocurrido parecía empezar a afectarla.
—He estado a punto de vomitar un montón de veces —le dijo a Henry—. Tenía
tanto miedo…
—Entonces ¿por qué lo has hecho?
tiempo, una punzada de pena por no tener a nadie a quien dar su amor, aparte de a
los gatos. Nadie especial.
Pero, ¿qué le pasaba hoy? Cualquiera diría que la habían atracado a ella y no a
él. Arrodillándose en el suelo, abrió la puerta de la jaula. Bonnie se apartó de su
mano, pero Heather la sacó y la acurrucó contra su pecho.
—Me limito a sacarla de la jaula —le explicó—, y a acariciarla y hablarle en voz
baja hasta que la siento ronronear. Tiene que acostumbrarse a no tenerme miedo.
—Parece fácil.
—¿Quieres probar? Ven, siéntate aquí y te la doy.
—No —le espetó Alex.
—¿No?
—No a lo de sentarme —dijo, y tomó a Bonnie con las manos—. Pero sí a la
gatita.
Se la acercó al pecho y comenzó a acariciarla, susurrándole naderías al oído.
Apenas había empezado cuando Bonnie ronroneaba tan fuerte que podrían oírla en el
resto del vecindario.
Y cuanto más acariciaba a la gata, más se contraía el estómago de Heather.
¿Pero qué le estaba pasando? Sólo con verle así con aquel diminuto animal bastaba
para que el corazón se le disparase, tanto que tuvo que mirar hacia otro lado.
Entonces cayó en la cuenta de lo que le había dicho.
—¿Qué quieres decir con que no a lo de sentarte?
—Pues lo que he dicho: que no pienso sentarme.
—¿Por qué?
—Porque tú no estás dispuesta a contestar a mi pregunta —replicó—. Cada vez
que te pregunto por qué me has ayudado, evitas contestar.
Qué tontería. Tomó a Bonnie de manos de Alex y después de besarla y
abrazarla, volvió a meterla en su jaula. No tenía por qué ventilar su irritación con la
gata.
—No te he contestado porque la respuesta es obvia.
—Ilumíname, por favor.
—Necesitabas ayuda, ¿no? Pues yo te la he prestado. ¿Dónde está el misterio?
Abrió la puerta y se hizo a un lado para que saliera de la habitación.
Alex salió tan despacio que Heather hizo una mueca. Era la peor enfermera del
mundo. Rápidamente se puso a su lado y le tomó el brazo.
—Ahora, me gustaría que te sentaras. Voy a preparar un té helado… No, puede
que la cafeína no te siente bien. El alcohol, tampoco. Lo mejor será que bebas agua
fresca.
—La mayoría no lo haría, ya lo sabes.
—Ah…
Enrojeció de tal modo y en sus ojos apareció un dolor que le habría roto el
corazón si él lo hubiese permitido.
Qué demonios… no podía hacerlo.
—No, no me refiero a eso —aunque era exactamente a lo que se refería—. No
voy a estar solo porque espero la llegada de unos cuantos estudiantes. Soy
responsable del programa de tutoría de los equipos deportivos y algunos de los
tutores han de pasarse por mi casa.
—Ah, comprendo.
El rojo de sus mejillas palideció hasta transformarse en un rubor sonrosado. Un
rubor tan tentador que…
Tenía que salir de allí inmediatamente.
—Bueno, gracias por todo —le dijo—. Ya nos veremos.
—No permitas que los estudiantes te tengan levantado hasta tarde —le dijo—.
Necesitas descansar.
Él asintió.
—Sí. Y tú. Has tenido un día duro también.
—La verdad es que ha sido emocionante —confesó—. Ahora que ya ha pasado
todo, quiero decir.
—Pues no abuses de esa clase de diversión —le espetó—, porque el atracador
era un inocente, que si no…
—Y puede que no siempre estés tú ahí para quitarle el arma —añadió.
—Exacto. Bueno, será mejor que me vaya de una vez.
Y salió, pero el aire de la tarde no era lo bastante fresco como para conseguir
aclararle las ideas. No sabía por qué, pero tampoco quería saberlo.
Se apresuró a llegar a su casa, abrió la puerta y entró, deteniéndose después
para tomar una bocanada del aire acondicionado.
—¿Una cena agradable? —preguntó Casio.
Alex se quedó paralizado y tardó siglos en contestar.
—¿Qué demonios haces aquí?
¿Cómo había podido bajar la guardia de ese modo? Debería haber presentido la
presencia de Casio antes de abrir la puerta. Independientemente del sistema de
seguridad, debería haber sabido que había alguien allí, pero estaba tan embotado por
Heather que ni pensaba con claridad, ni reaccionaba debidamente. En aquella
ocasión, la sorpresa se la había dado su supervisor. La próxima, podía provenir de
alguien más peligroso, razón de más para mantener a Heather fuera de su vida.
—¿Que qué hago aquí? Soy tu supervisor, y mi trabajo consiste en vigilarte,
¿recuerdas?
Alex intentó calmarse. Casio y él iban a charlar relajadamente sobre cómo iban
las cosas. Una conversación sin importancia. A menos que él se la diera.
—Sí, claro —Alex se acomodó en el sofá—. Es que he tenido un día muy largo y
estoy un poco cansado.
—¿Qué tal te ha ido dentro?
—Muy bien. He perdido una buena suma y después se me acercó un tipo que
quería patrocinar mi pérdida de buena suerte.
—¿Y?
Alex frunció el ceño.
—Y mañana tengo que ultimar los detalles. Un… imprevisto me ha impedido
concluir hoy la operación.
¿Qué sabría Casio, y cuánto debería confesarle él?
—¿Te refieres a lo del rescate?
Maldición. Ya se había imaginado que tendría que darle explicaciones, pero
esperaba haber tenido tiempo suficiente para encontrar una explicación razonable.
Un tiempo que no tenía.
—Sí. Al rescate.
—Bueno, ¿y qué pasa con esa vecinita tuya? Por cierto, es una monada.
¿Una monada? Alex tuvo que contenerse para no contestarle con un
improperio. ¿Pero de quién demonios se creía que estaba hablando? Pero era una
locura. Entre Heather y él no había nada; es más, eran vecinos que apenas se
conocían. No había razón para ponerse a la defensiva.
—Sí. Al verme pensó que necesitaba ayuda.
—Fitz me ha dicho que le sacudió un bolsazo.
Alex se encogió de hombros.
—Sí. Está bien, ¿no? Me pareció que exageraba un poco para disimular.
—Está bien. ¿Qué hay entre tú y la vecina, Alex?
Ya no podía más y tuvo que levantarse del sofá.
—¿Cómo que qué hay? Pues nada, ¿qué va a haber? Simplemente pasaba por
allí, nos vio a Fitz y a mí y sacó una conclusión equivocada. Espero que no se haya
echado nada a perder —iba a entrar en la cocina, pero se detuvo—. ¿Quieres algo de
beber?
—No, gracias. No me apetece nada —Casio se levantó y lo siguió a la cocina—.
De hecho, lo de que se presentase allí así fue una ventaja.
Alex se detuvo, tenía la mano en el tirador del frigorífico y la respiración
congelada en la garganta.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que dabais la imagen perfecta de alguien que está en las últimas.
—Para dar esa imagen no me hacía falta ella —replicó.
—Sí, ya sé que lo estabas haciendo bien, pero que ese bomboncito acudiese en
tu ayuda ha puesto la guinda. Parecía preocupada de verdad. Quienquiera que os
estuviera vigilando, se habrá dado cuenta de que no era un montaje.
—Ha sido un accidente —contestó Alex, y de un tirón abrió la puerta—. Y no
volverá a ocurrir.
—Si investigasen un poco sobre ti, pensarían que era tu novia.
Alex sacó un refresco y cerró la puerta de un golpe.
—No es mi…
—Tenemos que conseguir que piensen que sí lo es —le interrumpió Casio.
No podía creer lo que estaba oyendo.
—Las cosas podrían ponerse peligrosas, y no es buena idea tener civiles
involucrados.
—Ella no estaría involucrada. No sería más que —se encogió de hombros—
pura decoración.
A Alex no le gustaba nada el cariz que estaba tomando todo aquello.
—Pero la decoración también puede correr peligro.
—No es como si fuese a tomar parte de verdad en la misión, pero si quiere
rescatarte y hacerte unos cuantos mimos, no nos vendría mal. Seguramente corre más
peligro cruzando la calle que estando involucrada periféricamente en esto.
Había varias clases de peligros, desde luego, pero no quería que Heather
corriese ninguno de ellos. No quería tener que preocuparse por ella, o que alguien
pudiese ir tras ella por error. O…
¿O qué? ¿Quedar atrapado en su sonrisa? No. Rotundamente no. Eso no iba a
ocurrir jamás.
Capítulo 5
Heather sintió verdadero alivio cuando Alex se marchó. Sí, bueno, puede que
también sintiese un extraño dolor por donde más o menos debía de estar el corazón,
pero era por haber echado a perder otra oportunidad de ser valiente. Igual que su
reacción ante el beso de Alex se debía al estrés del atraco. Alex Waterstone era el
último hombre sobre la faz de la tierra por el que querría ser besada. Y si su loco
corazón le gritaba que estaba mintiendo como una bellaca, sólo se trataba de una
demostración más del estrés que había acumulado en aquel día de prueba.
Ella siempre había preferido su vida tranquila al tumulto que acompañaba a
Alex a todas partes. No le gustaba el alboroto. Para ser sincera, el alboroto la
asustaba. Se lo estuvo diciendo toda la tarde hasta que se fue a dormir.
A la mañana siguiente, se levantó con el alba y empezó las tareas domésticas.
Era demasiado temprano para que alguien pudiese estar también levantado, así que
salió en pijama, en esta ocasión con estampado de ositos de peluche, y llenó los dos
baños de pájaros que tenía en el jardín trasero. Después, regó con la manguera la
trepadora que les proporcionaba sombra y volvió hacia la casa.
Fue entonces cuando lo vio.
Alex salía de su casa en ese momento con ropa de correr, y parecía la
encarnación del sueño de cualquier mujer: piernas largas y musculosas, brazos
fuertes y labios que sabían mejor de lo que se habría podido imaginar.
¡Y ella, otra vez en pijama! Y no es que fuese un atuendo precisamente
revelador. Se trataba de un conjunto de pantalón corto y camiseta el algodón. Nada
de encaje, ni de finos tirantes, ni de escotes que los hombres encontraban tan
atractivos. Aun así, sintió un nudo en el estómago, y era un temor que no tenía nada
que ver ni con el pasado ni con su comportamiento como vecino. Era algo que
manaba de su interior. Era una reacción ante él. Sabía que debía echar a correr, pero
no podía moverse. Aquella era su oportunidad de ganar la apuesta con Toto.
—Hola —lo saludó—. Te has levantado temprano.
Él la miró sorprendido.
—Tú también.
Su voz parecía tensa. Quizás no hubiese dormido bien.
—¿Qué tal estás? —le preguntó ella—. ¿Algún efecto secundario de lo de ayer?
—Depende de a lo que te refieras con efecto secundario, pero no me duele nada.
Estaba bromeando, así que ella se echó a reír, pero él no. Mirándolo con
atención, tenía los ojos cansados y se le apreciaban unas arruguitas como de
preocupación alrededor de los labios. ¿Y si…?
¡No! ¡No iba a preocuparse por él! Eso no formaba parte de la apuesta que había
hecho con Toto. Sólo tenía que ser valiente, y eso era lo que estaba haciendo. Por si
acaso, retrocedió un par de pasos.
—Es que… ese es precisamente parte del problema —una pausa—. No estoy
seguro de que mi madre pueda venir este año al festival, y no me gustaría que se lo
perdiera —miró el reloj—. Uy, se ha hecho muy tarde. Será mejor que me vaya.
—Que tengas un buen día —contestó Heather, y lo vio dar unos cuantos pasos
hacia atrás antes de darse la vuelta y echar a correr.
Heather entró por el camino de grava y paró el coche. La abuela de Penny, que
se llamaba Emma, pero a quien todas las amigas de Penny llamaban tía Em, salió al
porche. Aún cojeaba un poco tras la operación de cadera, pero ya no necesitaba usar
muletas.
—Hola, tía Em —la saludó Heather al bajarse del coche—. Te veo de maravilla.
¿Has sabido algo de Penny y Brad?
—Que se lo están pasando estupendamente en París, pero que les da miedo que
esté aquí sola. Cualquiera diría que tengo doce años.
Heather se echó a reír y subió las escaleras del porche para darle un abrazo.
—No te enfades conmigo por haber accedido a vigilarte en su lugar. Además, lo
hago por puro egoísmo. Últimamente apenas te veo.
—En cuanto el tonto del médico vuelva a darme luz verde, podré conducir y te
hartarás de verme.
—Nunca —Heather le entregó un pequeño recipiente—. Sé que puedes cocinar
perfectamente, pero es que me he hecho demasiada ensalada para comer y, como era
una pena que se echase a perder, he pensado en traértela.
—Eres un encanto, Heather, pero no necesito que me mimes así. Lo que
deberías hacer es buscarte un hombre al que mimar.
Heather volvió a reír y entraron juntas en la casa.
—Eres amiga de Gloria Waterstone, ¿verdad? ¿Sabes si va a venir al festival este
año?
—Pues no lo sé —contestó, mientras sacaba una cazuela de barro del horno—.
¿Por qué?
—Es que el nombre de Alex ha salido como posible sustituto de Owen Philips
para el premio de este año y quería saber…
—¿Alex? —tía Em parecía estupefacta y dejó la cazuela con un golpe sobre la
mesa—. ¿Qué locura es esa?
—No es una locura —Heather sacó un par de vasos del armario y los llenó de té
helado—. Ha llegado muy alto y se merece la distinción tanto como Karin.
La tía Em colocó el recipiente con la ensalada sobre la mesa e invitó a Heather a
sentarse.
—Pues más vale que tengas cuidado con él.
—Todo ha salido bien. Me han dado el préstamo sin problemas. Tengo que
hacer el primer pago la semana que viene.
—¿Entonces…?
Alex lo miró con dureza.
—No quiero que mi vecina participe en la operación.
Casio frunció el ceño.
—No está participando.
—Es que no quiero que tenga que ver con ella ni de lejos.
Su supervisor miró hacia otro lado.
—No te preocupes, que no corre ningún peligro.
—Quiero que te olvides de ella —insistió, y guardó silencio hasta que su
supervisor volvió a mirarlo—. Por completo.
—¿Hay algo entre vosotros?
Alex se echó a reír. Ojalá la risa le sonara mejor a Casio de lo que le sonaba a él
mismo.
—Claro que no.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—El problema es que… —que le gustaba. Que la admiraba—. Que fui a colegio
con ella. Conozco a su familia, a sus amigos…
—Fue ella la que se metió, y yo no puedo hacer nada si esos mañosos piensan
que es tu chica. Además ya te he dicho que no corre ningún peligro.
—De eso no puedes estar seguro, y no quiero correr riesgos.
—Mira —Casio se apoyó en la mesa—, estamos dispuestos a…
—Yo estoy dispuesto a dejar el grupo —le cortó.
Casio abrió y cerró varias veces la boca sin emitir un solo sonido. Parecía un pez
en una pecera. Alex sentía una tremenda quemazón en el estómago. No quería dejar
el grupo, sino continuar con aquella operación, pero no estaba dispuesto a consentir
que Heather corriese peligro. Y no porque hubiese algo entre ellos, sino porque era lo
que tenía que hacer.
—Ya te he dicho que la protegeremos —murmuró Casio.
—¿Puedes garantizar al cien por cien que no va a ocurrirle nada?
—¡Demonios, Alex! ¡Ya sabes que no puedo garantizar eso ni para mí mismo!
—Entonces, queda fuera. Completamente.
Casio se recostó en su asiento y miró al techo. Pasaron unos minutos. Después,
volvió a mirar a Alex.
—Está bien.
Capítulo 6
Heather oyó un ruido que la sacó del profundo sueño y disparó los latidos de
su corazón. Estaba empezando a amanecer y estaba tumbada en el sofá del salón, en
el que debía de haberse quedado dormida mientras esperaba a que Alex volviera a
casa.
Pero no era su vuelta lo que había oído, sino más bien…
El timbre de la puerta volvió a sonar y Heather se puso en pie de un salto.
¿Quién iba a presentarse en su casa a aquellas horas? Eran poco más de las cuatro.
Tenía que ocurrir algo malo. De dos zancadas llegó a la puerta, justo cuando el
timbre sonaba por tercera vez.
Abrió rápidamente y se encontró con tía Em, que sonreía de oreja a oreja.
—¿Tía Em? —exclamó—. ¿Qué haces aquí? ¿Ocurre algo?
—Lo único que ocurre es que no estás vestida todavía —le espetó, y entró en la
casa—. Aunque supongo que tu pijama puede ser tan buen disfraz como cualquier
otro. Podrías decir que eres sonámbula si nos pillan.
—¿Si nos pillan haciendo qué? —preguntó, frunciendo el ceño—. ¿Por qué has
venido?
—Tenemos un trabajo que hacer.
Tía Em entró en el salón y dejó sobre la mesa una carpeta y una bolsa de lona
que hizo un sonido metálico.
Heather sintió que el estómago se le retorcía. Aquello tenía que ser la locura esa
de la investigación. ¿Por qué habría accedido? Debería haberle dicho simplemente
que iba contra la ley y que no iba a participar.
—Muy bien —dijo, sacando varios documentos de la carpeta—. Esto es lo que
vamos a…
—Son las cuatro de la mañana —puntualizó Heather—. Alex no se habrá
levantado aún, si es que está en casa. No le he oído llegar.
—¿Ah, no? —tía Em la miró con interés y se apresuró a acercarse a la ventana,
apartó la cortina y miró—. No veo su coche en el garaje.
Así que no había vuelto a casa. Heather sintió que la moral se le caía a los pies, a
pesar de que se decía que una tontería. Sabía que tenía una vida de la que ella no
formaba parte.
—Supongo que la investigación tendrá que esperar.
—¿Por qué? —tía Em volvió rápidamente a la mesa y rebuscó en los papeles—.
El que no esté en casa es un verdadero golpe de suerte. Acabo de aprender a abrir
puertas. Podemos echar un vistazo dentro de su casa en lugar de…
—¿Entrar en su casa? ¿No va eso contra la ley?
—Bah, sandeces —contestó tía Em y sacó algo de su bolsa—. Eso es sólo lo que
parece.
—¿Cómo algo puede ir contra la ley sólo en apariencia?
Victoria se acercó para frotarse contra su pierna. Heather la tomó en brazos,
agradecida de sentir el consuelo de su calor, pero no consiguió disipar sus temores.
—Pues porque parece que estás haciendo algo ilegal, sólo en apariencia, cuando
en realidad estás haciendo algo importante y bueno. De eso se trata en el fondo.
Sacó unas cuantas cosas más de la bolsa.
—No comprendo.
—Eso es porque no eres una investigadora profesional como yo —tía Em se
colocó un delantal—. Tú haz lo que yo te diga y no te preocupes.
¿Qué no se preocupara?
—¿Y si se dispara la alarma? Aparecería un montón de coches de policía y
podríamos resultar heridas.
—No tiene sistema de alarma. Ya me he asegurado.
—¿Cómo?
Tía Em apenas podía ocultar su impaciencia.
—He estado echándole un vistazo a su jardín. La gente que tiene sistemas de
alarma tiene esos cacharritos clavados en la tierra cerca de la puerta, y él no lo tiene.
Heather inspiró profundamente. Cada vez se sentía peor.
—Me parece que voy a tener un ataque de asma.
—No te va a pasar nada —replicó tía Em, y metió una cuantas herramientas en
uno de los bolsillos de su delantal, una linterna delgada como un lápiz en el otro, y
unas cuantas hojas de papel en un tercero—. En cuanto estemos dentro, yo me
ocuparé de la cocina y tú de su dormitorio.
—¿Y si llega mientras estamos dentro?
—Entonces, lo seduces.
Heather se quedó mirándola con la boca abierta. ¿Se habría dado cuenta de con
quién estaba hablando? Si le quedase algo de aire en los pulmones, se habría echado
a reír.
—Yo no puedo seducirlo. No sé cómo hacerlo.
—Todas las mujeres sabemos cómo seducir a un hombre. Nacemos con esa
capacidad. Es como saber hacer tarta de manzana.
—Yo no he seducido a nadie en toda mi vida —gimió Heather—. Sólo con
pensarlo, me muero de vergüenza.
—Mira, Heather, deja de preocuparte —dijo tía Em en voz baja y
tranquilizadora—. Todo va a salir bien. Es algo que tenemos que hacer. Es nuestro
deber. Es por Dios y por la patria.
—¿Y qué pasa contigo? —se apresuró a cortarla—. ¿No tenías que preparar el
horario de tres cuadrillas de poda para el vivero?
La mujer frunció el ceño aún más y miró el reloj.
—Tienes razón —suspiró—. Penny me dejó a cargo de todo antes de irse a
París. Será mejor que me vaya.
—¿Estás segura de que puedes conducir?
—Me preocupa más dejarte sola —dijo tía Em, poniéndose de pie—. Sigues
estando pálida como un fantasma. Quizás debería llamar a…
—¡No! —la cortó, antes de que pudiera tan siquiera mencionar el nombre de
Alex—. Estoy bien, de verdad.
Aunque no parecía estar muy convencida, tía Em se marchó, dejándola en la
cama. Victoria vino a acurrucarse a un lado y Henry lo hizo al otro. A ninguno de
ellos parecía preocuparles que hubiera hecho el ridículo. Ojalá ella pudiera sentir lo
mismo.
—Es que no quería que tía Em tuviera razón —les dijo—. No quería que Alex
fuese un espía, o un ladrón de bancos o algo así.
Era una locura. No tenía sentido, pero ella quería que fuese un profesor de
universidad, sin más.
—¿Heather?
¡Alex! El corazón se le detuvo y se incorporó. La boca se le quedó tan seca como
un desierto y las sienes empezaron a palpitarle. Debía de estar en la cocina. ¿Qué
podía querer?
Victoria y Henry corrieron a ocultarse bajo la cama y Heather deseó poder hacer
lo mismo, pero no sería propio de una dama, ni de buena educación. Pero es que no
podía volver a mirarlo a la cara… no después del ridículo que había hecho aquella
mañana. Si no podía ocultarse bajo la cama, siempre le quedaban el armario y el
baño. Sin prestarle atención a las palpitaciones de las sienes, se levantó, entró en el
baño y cerró la puerta con cuidado, justo cuando él llegaba al dormitorio.
—¿Heather? Necesito hablar contigo.
Ella se apoyó contra la puerta cerrada. Tenía una voz tan profunda que le
producía un extraño efecto en el estómago. La ponía nerviosa, y le hacía desear cosas
con las que sólo había soñado. ¡Razón de más para mantenerse alejada de él!
—Iba a darme una ducha —le dijo. Debería abrir el grifo para darle más
realismo a la escena, pero el esfuerzo era demasiado, así que se limitó a aferrarse a la
toalla que colgaba detrás de la puerta.
—¿Podríamos hablar primero?
Estaba tan cerca… en su habitación. Debería abrir la puerta y salir. Debería
sonreír y decirle que no pasaba nada. Hacer incluso alguna broma sobre el arma y su
desmayo, y después ofrecerse a terminar de prepararle el desayuno.
Ya. Podría hacer todo eso, lo mismo que podría haberlo seducido. Enrojeció de
pronto al recordar su idiotez. ¡Jamás podría volver a mirarle a la cara!
—Es que no tengo tiempo —le dijo sin abrir la puerta—. Tengo un taller para
profesores al que no tengo más remedio que asistir.
—No son ni siquiera las seis.
—Es que es en Bend.
Bend quedaba a una hora de allí. Parecía razonable.
Durante unos minutos no dijo nada, pero sabía que seguía allí.
—Sólo quería asegurarme de que estabas bien —dijo al fin.
Después de que hubieran irrumpido en su casa, ¿se preocupaba por si estaba
bien? ¿Cómo alguien tan encantador iba a ser un espía?
—Estoy bien —contestó, mirando el jarrón lleno de jabones con forma de
concha que le había regalado uno de sus alumnos. Inspiró profundamente. Iba a
conseguirlo. Era una experta en salir de aquella clase de situaciones—. Me desmayo
siempre que veo gusanos. No tiene importancia.
—¿Gusanos?
Parecía sorprendido.
Heather se mordió el labio.
—Sí; era enorme. Me pasó por encima del pie.
—¿Un gusano? —repitió—. ¿Te desmayaste porque viste un gusano?
—Qué tontería, ¿verdad? Pero así soy yo.
—Pensé que podrías haber…
—El verano es una estación difícil para mí —dijo. No quería oír lo que iba a
decir—. Hay lombrices y gusanos por todas partes y me desmayo cada dos por tres.
Ya nadie me invita a una barbacoa.
—Ya me imagino.
Parecía no estar muy convencido. Cerró los ojos aliviada y se sentó en el borde
de la bañera.
—Gracias por venir a verme, pero estoy bien —añadió—. No me queda más
remedio que estarlo, teniendo el festival tan cerca.
Él no contestó y Heather sintió miedo. Quizás no se lo estaba creyendo. Quizás
sospechaba de ella, o estaba molesto. Incluso podía estar preocupado pensando que
intentaba echarle el lazo.
—Tengo muchos trajes aún por terminar —dijo—. Seguro que no volveremos a
vernos hasta dentro de un mes —¿sería tiempo suficiente?—. Incluso en dos meses.
Quizás deberíamos desearnos Feliz Navidad ahora, por si acaso.
—Puede —contestó él.
Capítulo 7
Alex salió a la calle con los tutores, apartando deliberadamente la mirada de la
casa de Heather. Se negó a preguntarse por qué tendría aún las luces encendidas en
el salón, cuando normalmente se iba a la cama alrededor de las diez. Y, desde luego,
no perdería el tiempo preguntándose qué pijama llevaría puesto aquella noche: si el
de los gatos o el de los ositos de peluche.
Debería resultarle más fácil no prestar atención a Heather. Había pasado una
semana desde que fue a su casa. Una semana de largas horas de trabajo encubierto.
Una semana de volver a casa para cortos descansos a horas intempestivas. Una
semana de contener la respiración cada vez que sonaba el timbre de la puerta o del
teléfono, pensando que podía ser Heather.
Una semana de estar con los nervios tan de punta que se desilusionaba al
descubrir que no era ella quien llamaba a la puerta, lo cual era una locura porque eso
era precisamente lo que quería. Eso era lo que tenía que hacer para mantenerla a
salvo. Y en aquel momento, lo que debería era seguir concentrado en su trabajo
encubierto y en el hecho de que, tal y como estaba planeado, no había podido
cumplir con el pago del primer plazo de la deuda. No podía permitirse distracción
alguna. Nada de vecinas, ni de gatos ni de nada.
—Teniendo un día de fiesta a la vuelta de la esquina, sed flexibles con los
programas, que no somos carceleros —dijo al detenerse junto a los coches de los
estudiantes—. ¿Alguna pregunta más?
—Sí. ¿Podríamos conseguir más entradas para el primer partido? —preguntó
uno de los estudiantes—. Mi hermano va a venir y me gustaría que pudiese ver el
primer partido.
Alex se echó a reír.
—Veré lo que puedo hacer. Al menos me has dejado una semana para
ingeniármelas.
—Si puedes conseguir más entradas, yo también tengo un hermano al que le
gustaría venir —dijo otro.
Todos se echaron a reír y se subieron a los coches aparcados delante de la casa
de Alex.
Tras mucho agitar la mano, hacer sonar el claxon y acelerar motores, se
pusieron en marcha, giraron en el semáforo que quedaba a un par de manzanas de
su casa y se perdieron de vista. Volvió la tranquilidad de la noche y la oscuridad se
hizo más densa. Las farolas de la calle parecían incapaces de penetrar las sombras, y
recordó la noche en que Heather había entrado en su jardín en busca de Bonnie.
Regresó hacia su casa. No quería hacerlo, pero la cabeza lo hizo por voluntad
propia.
¿Qué tal estaría la gatita? ¿Habría mejorado lo suficiente para que la sacaran de
la jaula? ¿Estaría incluso fuera de la habitación? Una cosa más que nunca sabría. Una
cosa más que era mejor no saber.
Al volverse para entrar en su casa, vio algo que parecía moverse en el jardín de
Heather. Parecía un papel. Lo menos que podía hacer por ella era recogerlo.
Se acercó, recogió una hoja de periódico que se movía con la brisa y la arrugó
con la mano mientras miraba hacia la casa. Los arbustos eran algo más altos por
aquel lado, y el que quedaba a la derecha de la puerta necesitaba una buena poda. Y
el jazmín tenía que…
—Eh, profesor.
Alex se dio la vuelta, sorprendido.
—¿Te has dejado algo?
Pero no era uno de sus estudiantes, sino un hombre corpulento vestido de traje
que estaba sólo a un par de pasos de distancia. Otro hombre más bajo pero igual de
corpulento lo observaba de cerca. Sólo entonces vio el coche aparcado unos metros
más allá.
Maldición. Los esbirros del prestamista. ¿En qué demonios había estado
pensando? La vida en Chesterton le estaba volviendo descuidado.
—Nosotros no nos hemos olvidado de nada, pero un pajarito nos ha dicho que
tú sí —contestó el más grande, y le dio un empujón. Una mezcla de olor a sudor y
cerveza impregnó el aire.
—¡Eh! —exclamó Alex, e hizo ademán de encararse, pero recordó a tiempo que
era un profesor. Un catedrático que no sabía nada de defensa personal y que,
además, jamás pegaría a nadie.
Miró furtivamente a su alrededor y después al hombre.
—Sólo necesito un poco más de tiempo —gimió, al tiempo que oía un ruido a
su espalda, algo como una ventana que se abría en casa de Heather.
Maldición. Cerró los ojos un instante. Después de haber insistido tanto en que
ella quedase al margen, ahora lo iba a echar todo a perder. Tenía que salir de aquella
situación rápidamente y sin alborotos. Ó al menos, llevársela lejos del jardín de
Heather.
—Si venís a…
—Lo único que nos interesa es el dinero que debes —le interrumpió el segundo
de los agresores, agarrándole por la pechera.
En ese mismo instante, Alex estaba dando un paso hacia su propio jardín en un
intento de alejarse del de Heather, y el inesperado movimiento del hombre lo hizo
desplazarse hacia la izquierda y tropezar con la goma de regar. Intentó recuperar el
equilibrio, pero no lo consiguió y tuvo la mala fortuna de caer de espaldas y
golpearse con algo duro en la cabeza. El aspersor de riego del jardín, pensó al tiempo
que la oscuridad de la inconsciencia amenazaba con engullirle.
—¿Con qué demonios le has pegado? —preguntó el más alto de los dos a su
compinche—. Sólo teníamos que asustarlo un poco.
—No le he pegado —murmuró el otro—. Sólo le he empujado un poco y se ha
caído. Debe de tener la cabeza de cristal.
Alex intentó mantenerse consciente, e iba a incorporarse, pero se lo pensó.
Quizás fuese mejor que pensaran que estaba inconsciente; así se marcharían y
Heather no saldría a investigar.
Así que cerró los ojos y esperó a que los matones se marcharan. Pero
desgraciadamente se había caído sobre una isleta de flores, y el olor era tan intenso
que sintió que empezaba a formarse un estornudo. ¿Por qué Heather no podía tener
un césped sin más, como todo el mundo, en lugar de flores por todos los rincones?
Uno de los hombres lo empujó con el pie y Alex gimió un poco para dar
teatralidad. Ya podían marcharse. ¿Por qué diantres seguían allí?
—¿Qué hacemos con él? —susurró el primer hombre.
—Las farolas no iluminan mucho. Podemos dejarlo aquí mismo.
—Lo mejor es que lo metamos en su casa.
Eso no estaría mal, pensó Alex. De ese modo, ningún inocente se vería
involucrado.
—No sé. Me parece que hay alguien dentro.
¿Pero de qué estaban hablando? En su casa no había nadie. Maldición. La niebla
que aturdía su cabeza se disipó por un instante. ¡Pensaban que la casa de Heather era
la suya!
—¿Y si lo dejamos en el porche?
—De acuerdo. Levántalo por los pies, que yo lo sujeto por los hombros.
—No —Alex se levantó. El mundo giraba un poco a su alrededor, pero
sobreviviría—. Estoy bien.
El más pequeño de los dos matones se echó a reír y tiró el cigarrillo.
—Me parece que nuestro amigo tiene miedo de su parienta.
Alex frunció el ceño. No tenía miedo de nada, y mucho menos de Heather, pero
no le gustaba que aquel cerdo hablase así de ella.
—¿Cómo puedes tenerle miedo a alguien que lleva un pijama como ese? —
preguntó el otro.
¡Habían estado mirando por la ventana de Heather! La ira de Alex explotó.
Aquellos cerdos no podían reírse de Heather, que era una mujer dulce, amable y
llena de buenos sentimientos, y sujetó por la pechera al que tenía más cerca.
—Déjala en paz, baboso —espetó.
—¡Eh!
—¿Hay alguien ahí? —preguntó Heather desde la casa.
—Sí, lo siento —le dijo sin pensar, al tiempo que lo hacía avanzar hacia la casa
tan a regañadientes como si fuese un caballo desconfiado. «Tú sigue andando» se
decía, porque si se caía allí, no conseguiría volver a levantarlo.
Pero cuando llegaron al arco de luz que salía al césped por la puerta abierta, se
detuvo.
—Tengo que ir a casa —dijo.
—Primero hay que verte la cabeza —le dijo—. Podrías tener una conmoción, o
algo peor.
Él le quitó el brazo de alrededor de los hombros y se separó.
—Estoy bien.
—No estás bien. Acabas de perder el conocimiento.
—Sólo me he tropezado.
¿Por qué tenía que ser tan testarudo?
—Hay que ir a urgencias para que te vean.
—No pienso ir a ninguna parte.
—Entonces, llamaré para que vengan a verte.
—No lo necesito. Me voy a mi casa.
—Para que te desmayes y te mueras allí solo, ¿no? Pues no pienso permitirlo,
señor sabelotodo.
Alex la miró fijamente. No entendía por qué, pero no parecía dispuesta a ceder.
—No me voy a morir —dijo en tono algo más suave.
Y precisamente fue ese tono lo que le dio a Heather el valor suficiente para
doblar su determinación. Incluso la empujó a tomarlo de la mano.
—Entra y déjame echarle un vistazo a tu cabeza —dijo—. Si no, llamaré a los
servicios de urgencia y les diré que te has vuelto loco.
Alex suspiró exasperado, pero subió las escaleras del porche y entró en la casa.
—Es que no es necesario —insistió.
—Haz el favor de entrar en la cocina. Allí es mejor la luz.
Acompañados por Victoria y Henry, entraron en la cocina e hizo que se sentara
mientras buscaba la linterna. Había un ronroneo feliz en el aire. ¿Podía ser de sus
gatos?
—Esto es una ridiculez —masculló Alex.
—Baja la cabeza, por favor.
Encendió la linterna y la enfocó a su nuca. De pronto, hundir los dedos en su
pelo le pareció demasiado… íntimo, pero no necesitó tocarle para ver el chichón que
tenía.
Toto aminoró la marcha al pasar frente a la casa de Heather. Todas las luces
estaban encendidas.
—Qué raro —le dijo a Junior—. Nunca está levantada a estas horas. Será mejor
que echemos un vistazo.
Toto paró el motor y Junior y él salieron del coche. No estaba seguro de si a
aquel viejo perro policía le gustaba la lluvia, pero a él le parecía una bendición
después de un día de tanto calor. Cuando terminase su turno, podrían dar una
vuelta. De todas formas, no había mucho para él en casa desde que Dorothy se
marchó.
Penny y Brad habían vuelto de París. No los había visto por no dar la impresión
de que estaba ansioso por recibir noticias de Dorothy. Y lo estaba, pero no tenían por
qué saberlo.
Cruzó el césped y examinó el perímetro de la casa. Las cortinas estaban echadas
en la mayoría de habitaciones, excepto en la cocina, pero allí las luces estaban
apagadas. A la luz que provenía del salón, vio a uno de los gatos sentados en lo alto
de la nevera. Todo parecía tranquilo.
Aun así, Junior y él subieron las escaleras de atrás y Toto abrió la puerta de la
cocina.
—¿Heather? —la llamó con suavidad.
El gato se bajó de un salto de la nevera y desapareció. Un momento después,
Heather llegaba a la cocina.
—¿Toto?
—¿Qué ocurre? —le preguntó. Parecía tensa.
Pero Heather se limitó a mirar por encima del hombro y salió con Toto fuera.
—No pasa nada —susurró—. Alex está aquí.
—¿Qué Alex está aquí? ¿Para qué? —era una hora muy intempestiva para hacer
visitas—. ¿Pasa algo malo?
—¿Malo? —Heather parecía enrojecida—. ¿Por qué preguntas eso?
—Pues porque tú no sueles estar levantada a estas horas, y Alex no suele estar
aquí.
Toto la vio sonreír tímidamente a la luz de la luna.
—La verdad es que se trata de algo personal —dijo—. Estaba recortando hojas
de papel para los niños de mi clase y Alex vino a ayudar, y luego, eh… bueno, ya
sabes.
Entonces fue Toto quien enrojeció y se alejó de la casa, como si quisiera ocultar
su azoramiento.
—Dios, Heather, cómo lo siento. No pretendía interrumpir —ojalá todo aquello
no tuviera que ver con su estúpida apuesta, pero no tuvo el valor de preguntárselo—.
Será mejor que me vaya.
—Gracias por haber pasado, Toto —le dijo, apoyando la mano en su brazo.
Tenía la mano fría, casi como si estuviese preocupada o tuviera miedo, pero su voz
no sonó así. Y desde luego, su gato no había actuado como si ocurriera algo raro, así
que dio otro paso.
—Si va a quedarse aquí un rato —dijo, ocultando su azoramiento—, debería
cerrar la puerta de su casa.
—¿Es que está abierta? —Heather dio un paso hacia la casa de Alex, pero se
detuvo—. Eh… Toto, ¿podrías prestarme a Junior esta noche? Es que estoy…
trabajando con una gatita nueva y me gustaría ver cómo se comporta con un perro.
Toto miró a su amigo, su única compañía durante aquellos días. El animal
movía la cola como si hubiese entendido las palabras de Heather y la miraba con ojos
implorantes.
—Claro —suspiró. Podía dar el paseo solo. No tenía importancia. ¿Y qué si todo
el mundo tenía ya quien le hiciese compañía?—. ¿Crees que tendrás suficiente con
una sola noche? Junior estaría encantado de quedarse un par de días y cuidar de tu
gatita.
Capítulo 8
—¿Qué haces aquí? —preguntó Alex. Sí, su voz sonaba molesta, pero es que
Heather había desaparecido sin decir palabra. Había entrado en el cuarto de baño
para lavarse el chichón, ya que esa iba a ser la única forma de impedir que lo hiciese
Heather, y al salir había desaparecido. Lo primero que pensó era que los matones
habían vuelto, y ahora se la encontraba allí, dando vueltas por su casa con la única
protección de Junior.
—Nada —contestó Heather—. Salía ya.
Pero las cosas podían ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar.
—¿Hay alguien más aquí? Me ha parecido oír voces.
—Sólo Junior y yo —replicó, y le mostró el cepillo de dientes—. He venido a
cerrar las puertas y a por esto —le dijo y sonrió.
Alex ya había sido en otras ocasiones el destinatario de las sonrisas de otros.
Sonrisas que provenían de labios mucho más experimentados que los de Heather,
pero ninguna había surtido el mismo efecto que aquella. De pronto se sintió como un
barco que hubiese perdido la quilla, una cometa sin hilo, volando a merced de la
corriente y con una única boya de salvación: su sonrisa.
—Me gusta que los hombres que se quedan a dormir en mi casa tengan su
propio cepillo de dientes.
Era una declaración escandalosa, teniendo en cuenta su situación, y mucho más
cuando su propia voz gritaba a voces la mentira, pero aun así Alex sintió que algo le
ardía en la boca del estómago. Algo que podría haber sido identificado como celos,
de no ser porque no tenía ningún sentido.
Tenía que protegerla, y el único modo de hacerlo, por el momento, era no
separarse de ella. Su seguridad era todo lo que quería, y para conseguirla lo primero
que tenía que hacer era sacarla de allí.
—Deberías haberme dicho a mí que la puerta estaba abierta. Yo mismo habría
venido a cerrarla. No deberías andar por ahí sola, de noche.
—Junior venía conmigo.
—¿Es…? Un momento —frunció el ceño—. ¿De dónde ha salido? No estaba en
tu casa.
—Toto se pasó a verme y me lo ha dejado unos días, pero no te preocupes, que
no le he dicho nada.
Su voz era suave como la seda y su tono le decía que se relajase, pero en lo
único que podía pensar era en que ella se había acercado un par de pasos.
—¿Nada de qué? —preguntó.
—De tu accidente.
Pero apenas la oyó. Había algo en sus ojos que no había visto antes, una
preocupación que iba más allá de lo que pudiese ocurrir en aquel momento. Una
serenidad en la que se podía confiar. Una generosidad que le impresionaba.
Fuera lo que fuese, algo despertó en el fondo de su corazón. Una urgencia
extraña que nunca antes había sentido, una necesidad sobrecogedora de conservar
aquel momento.
Algo que era precisamente lo último que necesitaba en ese instante. Tenía un
trabajo que hacer, que quería hacer. Un trabajo que no tenía nada que ver con ella,
excepto por el hecho de que la casualidad la había involucrado. Su instinto masculino
le decía que tenía que echar a correr y apartarse de los ojos azules de Heather pero, al
mismo tiempo, ese mismo instinto le decía que tenía que quedarse y protegerla. El
mundo era un lugar duro, lleno de malas personas.
—Volvamos a mi casa —dijo ella.
Alex consiguió librarse del trance en el que había caído. Tenía que protegerla,
sí, pero también de sí mismo.
—Sí. Voy a apagar las luces —dijo. Necesitaba alejarse de ella.
—Yo apagaré las de la cocina —se ofreció, y echó a andar.
Un paso, dos, tres, pero Alex no conseguía respirar mejor. Se dio la vuelta y se
apresuró a apagar la luz de la mesa. Tenía que sobreponerse. Aquello no era nada
comparado con los tres balazos que había recibido y a los que había sobrevivido, o
con la noche de supervivencia en una ciénaga, en la que los mosquitos habían sido la
menor de sus preocupaciones.
Apagó la luz de la mesita al mismo tiempo que ella las de la cocina, y la
habitación quedó más oscura que la misma noche.
—¡Ay! —oyó exclamar a Heather desde algún lugar cercano a la televisión—.
No, Junior, no pasa nada. Estoy bien.
—Lo siento. No esperaba que se quedase todo tan a oscuras. Voy a…
Se volvió hacia la luz, pero se encontró a Junior en el camino y, al intentar
esquivarlo, tropezó con Heather. Sin querer, habían acabado el uno en los brazos del
otro.
—¡Vaya!
—Lo siento —dijo él.
¿Pero de verdad lo sentía? Y, de ser así, ¿por qué no podía soltarla?
Su delicado aroma lo rodeó, atrapándolo de nuevo en su hechizo. Las piernas
no podía moverlas, pero los brazos sí, y la apretó contra su cuerpo. Sus manos
encontraban fuego dondequiera que tocase.
Inclinó la cabeza y encontró sus labios. Suaves, carnosos y llenos de poder.
¿Cómo no había percibido su fuego antes? Tocarla, besarla, saborear su pasión sólo
incrementaba su necesidad de ella. Sólo aventaba su fuego y su necesidad.
Sus labios se volvieron más insistentes, la abrazó con más fuerza, su hambre de
ella se hizo más urgente. Pero no era bastante. No podía responder a la necesidad
que gritaba en su corazón.
Entonces Junior ladró, y eso fue lo único que trajo a Alex de vuelta a la realidad.
Soltó a Heather, dando gracias al cielo por la oscuridad que ocultaba la confusión de
su rostro.
—¿Qué pasa, Junior? —le preguntó.
Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y corrió a la puerta. ¿Qué clase
de hombre era si podía olvidarse de sus responsabilidades en cuanto tenía cerca de
una mujer hermosa? Debería haber sido él quien vigilase, y no Junior. Pero no se
trataba más que de un vecino que paseaba a su perro por el otro lado de la calle.
Inspiró profundamente y sintió que Heather llegaba a su espalda. No podía
volver a caer. Tenía que estar alerta, vigilante.
—¿Estás preparada? —le preguntó, con el corazón en la garganta ante su
proximidad. Iba a necesitar tener alguna distracción en su casa—. Voy a por un par
de libros y algunos vídeos.
—Pero si es muy tarde. Más de medianoche, y yo siempre me acuesto pronto.
¿Acostarse? De ningún modo iba a meterse en una cama en su casa.
—Para mí es temprano —dijo, al tiempo que recogía un par de libros y de
vídeos de una estantería cercana. No podía ver lo suficiente para leer los títulos, pero
no importaba—. No te preocupes, no tienes por qué hacerme compañía. De hecho,
podrás dormir aún mejor sabiendo que Junior y yo estamos de guardia.
—Pero el golpe que…
—Estoy bien —le aseguró mientras salían. Junior saltó en la oscuridad mientras
Alex cerraba la puerta y activaba la alarma. Menos mal que no la había conectado
cuando se marcharon los estudiantes, que si no Casio…
Maldición. Casio. Seguro que estaba a punto de enviar de nuevo a las tropas.
Debía haberse puesto en contacto con él hacía ya mucho. Lo llamaría desde casa de
Heather una vez ella se hubiera dormido.
Volvieron a la casa. Los gatos los esperaban y Victoria y Henry saludaron a
Junior como a un viejo amigo, pero un tercer gatito gris lo miraba con el lomo erizado
y bufando.
—¿Es Bonnie? —preguntó—. ¿Ya ha salido de la cárcel?
—No era una cárcel.
Alex se echó a reír y acarició a la gatita.
—Ya lo sé. Era por su propio bien. Era la única forma de salvarla. A veces, hay
que ser duro para poder ser bueno.
Heather lo miró con extrañeza.
—Sí, es cierto.
Se detuvo junto a la puerta de Heather, pero como era demasiado pronto para
revisarla, volvió al salón y a su libro, una disertación sobre el uso de los árboles en la
poesía medieval. Leyó la misma página tres veces y lo dejó sobre la mesa.
—¿Se duerme rápido Heather? —le preguntó al gato, que se limitó a fruncir el
ceño como respuesta.
Debía de haber pasado ya media hora desde que se fue a la cama. Ese tiempo
debía ser suficiente, ¿no? Fue hasta su puerta y se paró a escuchar. Al principio no
oyó nada, pero después percibió una respiración rítmica y tranquila.
Abrió la puerta y a punto estuvo de tropezarse con el gato marrón que entraba
a toda carrera en la habitación. El animal saltó sobre la cama y Alex a punto estuvo
de tener un ataque al corazón, porque estaba seguro de que Heather se despertaría.
Pero no fue así.
De puntillas y a la suave luz de una lamparilla de noche caminó hasta la
ventana y la comprobó. Estaba cerrada.
Al darse la vuelta, vio a Heather en la cama. Estaba tumbada de lado y sintió un
cosquilleo en la mano por el deseo de acariciar aquellas curvas. Su respiración se
volvió entrecortada porque la necesidad de sentirla tumbada junto a él era casi
insoportable.
Había sentido deseo en otras ocasiones, pero nunca había sido así. Nunca había
sido tan fuerte que casi podía oler su propia carne ardiendo. Nunca había sido tan
fuerte como para tener el corazón a punto de reventar. Era como si Heather lo
hubiera hechizado.
Ella se movió levemente y él contuvo la respiración. ¿Qué estaba haciendo,
mirándola así? Se apresuró a llegar a la otra ventana, la comprobó y salió de la
habitación en menos de un segundo. Luego se fue a la cocina y llamó a Casio.
—¿Dónde demonios has estado? —le preguntó su supervisor—. Llevo horas
intentando localizarte.
Alex no contestó a su pregunta.
—Tenemos un problema —dijo—. He tenido dos visitas esta noche.
—Maldita sea… ¿Estás bien?
—Tengo un chichón del tamaño de un balón de rugby en la cabeza pero, aparte
de eso, estoy bien.
—No esperaba una reacción tan violenta —comentó.
Junior entró en la cocina. Intentaba hablar en voz baja, pero evidentemente no lo
era lo bastante, así que se volvió hacia la puerta.
—Creo que no pretendían que ocurriera, pero no importa. El problema es que
piensan que la casa de Heather es la mía. Que Heather y yo estamos viviendo juntos.
—¿Y?
—¿Cómo que «y»? Heather está en peligro.
Heather recogió el libro del suelo del salón y apagó la lámpara. La habitación
estaba débilmente iluminada por la luz del incipiente amanecer, pero aun así podía
ver perfectamente a Alex dormido en el sofá, con Junior dormido a su lado y Bonnie
acurrucada en el arco de su brazo. Contemplar aquella imagen le humedeció los ojos.
Aquel era un Alex que casi nadie veía, un hombre que la mayoría ni siquiera
creería que existía. Sin embargo, ella había tenido la oportunidad de vislumbrar ese
otro lado suyo al verlo con Bonnie, y ahora tenía la certeza de que una parte secreta y
mucho más amable de él existía de verdad.
Se había levantado una hora antes para asegurarse de que se encontraba bien, y
él le había echado una buena reprimenda por hacerlo. Típica actitud de macho duro.
Pero ya no iba a dejarse engañar más.
Recordó cómo era Alex de pequeño. Le encantaba el béisbol, subirse a los
árboles y hacer cosas con su padre. Recordaba haberlos visto jugar juntos en el jardín,
lavar el coche juntos, incluso apartar la nieve del camino juntos. Entonces no buscaba
aventuras.
Fue después de que su padre muriera de cáncer cuando cambió. Fue entonces
cuando se convirtió en el chico duro que aceptaba cualquier desafío, que vivía todos
los momentos al límite. Siempre necesitaba ser el centro de atención, como si temiera
no gustarle a nadie de otro modo. ¿Seguiría sintiéndose así, o se habría
acostumbrado de tal modo a las emociones fuertes que creería no poder vivir sin
ellas?
Pensó en la llamada que había oído en su casa. De hecho, apenas había podido
pensar en otra cosa. ¿Qué le diría cuando se lo contara? Lo sabía muy bien.
El chico duro Alex fingiría que no tenía importancia. Que podía solucionarlo.
Y ese lado más tierno de su persona quedaría enterrado cada vez más hondo,
hasta que ni siquiera pudiera asomar en momentos así. ¿Habría forma de salvarlo de
sí mismo? ¿Habría alguna forma de librarlo de su ansia de emociones fuertes para
que su lado más tierno pudiese tener una oportunidad?
Debió de suspirar, o moverse, o hacer alguna clase de ruido porque Bonnie
levantó la cabeza y bostezó y, a pesar de sus preocupaciones, Heather sonrió. La
gatita había llegado tan lejos, desde el animalillo salvaje que era dos semanas antes.
Una vez se había atrevido a confiar en alguien…
Capítulo 9
Alex se despertó al olor del café y del pan caliente. No, esas cosas sólo podían
formar parte de un sueño, así que no podía estarse despertando. No olía a café hasta
que él lo hacía y…
Sintió una respiración en la cara y abrió los ojos. Estaba tumbado en un sofá con
un gato sentado sobre su pecho, mirándolo. Los recuerdos de la noche anterior
acudieron a su cabeza. El enfrentamiento con los matones. El golpe en la cabeza. El
empeño de Heather en que viniera a su casa. Su necesidad de tocarla y de sentirse
tocado por ella.
El gato saltó cuando Alex hizo ademán de levantarse. Le dolían todos los
músculos del cuerpo y tenía la cabeza a punto de explotar. Pero había un dolor más
profundo que no podía localizar, más fuerte que el resto, lo cual sólo venía a
demostrar qué mala idea era dejar que alguien entrase en su vida, aunque fuera sólo
marginalmente.
—Ah, ya te has levantado.
Heather estaba al otro lado de la habitación, en la puerta de la cocina, pero su
voz suave le envolvió el corazón. Se volvió a mirarla, con tanto temor como deseo de
hacerlo, y sus ojos bebieron en ella, en la belleza de su sonrisa, en el calor de sus ojos.
Sólo con mirarla le bastaba para sentirse mejor. Más fuerte. Más vivo.
Estaba tan preciosa, incluso con aquel sencillo pantalón corto y camiseta.
Parecía una flor delicada y, precisamente, esa delicadeza hacía que el resto del
mundo, por contraste, resultase más sórdido, más sucio, y que fuese más necesario
protegerla.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
—Bien. Muy bien.
Y se levantó del sillón con energía, ignorando las protestas de sus músculos.
Había tomado una decisión durante las largas horas de la noche, y verla le afirmó
más en ella. Tenía que salir de allí. Unos cuantos meses fuera de la ciudad serían
perfectos. Incluso podía contentarse con unas cuantas semanas. Hasta con un fin de
semana de tres o cuatro días.
Heather volvió a entrar en la cocina.
—Espero no haberte despertado yo —le dijo desde allí—. He intentado no hacer
ruido.
—No te he oído. Es que suelo despertarme pronto.
No iba a echarla de menos. El dolor que sentía en la zona del corazón era
simplemente debido a haber dormido en un sofá tan pequeño. Con estirarse bastaría.
Buena idea. Doblándose por la cintura, apoyó las manos en el suelo y estiró los
músculos de las piernas.
—¿Qué tal la cabeza? Heather volvió con una taza de café—. ¿Quieres crema o
azúcar? Te lo he traído solo.
—La cabeza va bien —dijo, incorporándose—. Y el café me gusta solo —¿cómo
lo habría sabido? No es que importase. Tomó la taza y bebió un sorbo—. Esto es todo
un lujo.
—¿Y eso?
—Pues porque nadie me sirve el café cuando estoy en casa.
La siguió a la cocina.
—¿Quieres desayunar, o prefieres ducharte primero?
—Me ducharé en casa —dijo—. Voy a arreglar esto un poco, si no te importa.
Tenían que hablar de unas cuantas cosas.
—Claro que no me importa, y no estoy segura de que debas ir a casa, a no ser a
por ropa limpia.
Aquella mujer le quitaba el sentido. Una mujer pequeña, de aspecto frágil, con
las mejillas sonrosadas y los ojos profundos, dispuesta a pelearse por su bienestar.
No sabía exactamente a qué era debido, a su pasión o a su belleza, pero estaba
prendado de ella. Sólo deseaba acercarse a ella y abrazarla.
No, quería más que eso. Mucho más. Quería hacerle el amor una y otra vez.
Quería sentir su calor rodeándolo y perderse en ella. Pero lo más sorprendente es que
quería aún más. Sentía tanta necesidad de su ternura que casi se asustaba.
Tenía que ser por el golpe de la cabeza y las pocas horas que había dormido. Se
sirvió otra taza de café y se volvió hacia ella.
—¿Quieres otra taza?
—Sí, gracias.
Llenó también su taza y, al acercarse, percibió un suave aroma a flores que
emanaba de ella, pero no permitió que eso lo afectase. Lo mismo que la humedad de
sus labios. Dejó la cafetera y se sentó a la mesa.
—Menos mal que vamos a tener un día de fiesta —dijo—. Estoy deseando
disfrutar del fin de semana de tres días.
—Yo también —contestó ella—. ¿Qué te apetece desayunar? ¿Tostadas?
¿Cereales? ¿Beicon y huevos?
—Con tostadas me vale —dijo—. ¿Tienes planes para el fin de semana? Seguro
que piensas aprovecharlo para ir a ver a tus padres a Arizona —sugirió como si la
idea acabase de ocurrírsele.
—La verdad… —empezó, insegura—. La verdad es que tenía que subir a la
península a ayudar a Ida Crawford a cerrar su cabaña y dejarla preparada para el
invierno.
—¿Y es que no vas a hacerlo?
Pero el campo era algo totalmente distinto para él. Espacio. Montones de
espacio con montones de sitios en los que esconderse. Poca población. Unos cuantos
agentes de policía que tenían que cubrir unas jurisdicciones inmensas.
—Protección de la policía rural —murmuró.
—¿Policía rural? —parecía confusa, pero se echó a reír—. Supongo que sí, pero
no por eso estarán menos preparados que los policías urbanos.
No entendía nada, y él sentía cada vez más quemazón en el estómago.
Maldición. No le gustaba nada aquella situación. Debería haber hecho más preguntas
antes de acceder a acompañarla. Pero es que no era capaz de pensar con claridad
estando con ella, y eso tenía que cambiar. A partir de aquel mismo instante.
—Habrá vecinos cerca, ¿verdad?
Ella sonrió.
—Pues sí que haces preguntas. Cualquiera diría que tienes algo horrible
planeado y que quieres asegurarte de que no hayan testigos.
—Qué tontería.
Su respuesta dejaba claro que no había vecinos. De haberlos, lo hubiera dicho.
Se volvió a mirar por la ventanilla intentando controlar su enfado consigo
mismo. Había sido un estúpido al aceptar aquel plan sin meditarlo antes. Quería
alejar a Heather de Chesterton, así que en cuanto se había presentado la más mínima
oportunidad, se había agarrado a ella sin pensar. Pero ¿dónde tenía la cabeza?
—Voy a llevarla a una cabaña cerca de Watton —le había dicho a Casio—. Ella
estará a salvo y yo volveré mañana por la noche.
—¿Es necesario? —había preguntado Casio.
—Sí, por ella y por mi tranquilidad personal.
Miró una vez más a los coches que venían detrás, pero todo estaba como antes.
Gente corriendo ocupada en sus propios asuntos. Nadie corría más de lo normal y
nadie parecía ir siguiéndolos. Podía significar algo, o no significar nada.
—No me gusta esto —le dijo—. Esa cabaña está demasiado aislada.
—Desde luego, eres único para comunicar confianza.
Se echó a reír, pero estaba nerviosa.
—Quizás deberíamos simplemente recoger a Ida y marcharnos —sugirió, pero
no podía ser, porque así Heather volvería a estar en peligro—. O mejor aún: podríais
iros Ida y tú a un hotel de esos tan agradables que hay en Mackinaw y pasar allí el fin
de semana.
—¿Y por qué íbamos a hacer eso teniendo una cabaña pagada?
No entendía nada.
—Pues porque es más seguro. Por eso —le espetó—. Nunca se sabe…
Se oyó un gruñido que provenía del asiento de atrás. Genial. Junior se estaba
enfadando con él. No eran demasiado buenos amigos, y las cosas no estaban
mejorando.
—No pasa nada, Junior —le dijo Heather por encima del hombro y se volvió
hacia Alex—. Mira, sé lo que hago, y es lo mejor. Es lo que hay que hacer. Además,
¿qué tal si dejamos las discusiones para cuando lleguemos allí?
Alex se contuvo. Tenía razón: sería mejor esperar. Si la cabaña estaba tan
aislada como esperaba, podría mostrarle los peligros con más facilidad que
describiéndoselos.
El problema era que había perdido el control en algún momento. Él tenía un
plan para protegerla y había permitido que se mezclara con el plan de ella para ir a
ayudar a Ida Crawford. Tenía que conseguir volver al plan original.
—¿No te preguntas adonde van todos esos coches? —le preguntó, mirando por
la ventanilla.
Él se volvió a mirarla primero a ella y después a los coches.
—En cierto modo, sí.
Pero seguro que no con la misma inocencia que ella. Se volvió de nuevo hacia
ella. Sentía curiosidad por saber qué se escondía tras aquellos ojos azules. ¿Qué
querría Heather de la vida?
—¿Te da envidia de que los demás se vayan a conocer lugares apasionantes? —
preguntó él.
—En absoluto —replicó—. Me gusta mi vida. Me encanta enseñar a los niños
pequeños y hacer ropa en mis ratos libres. Me encanta volver a casa con mis gatos y
buscarle hogar a los abandonados. No cambiaría mi vida por ninguna otra.
Hablaba con tanta pasión, con tanta seguridad… Como si supiera lo que
importaba y lo que no, y lo que tenía entre manos. Su fervor le despertó una
tremenda añoranza y dejó vagar de nuevo la mirada entre el tráfico.
—Tienes suerte —le dijo.
—¿Por qué? ¿Es que a ti no te gusta tu vida?
¡Qué pregunta! Le encantaba su ida. Siempre le había gustado la aventura, el
peligro, la necesidad de pertenecer a todas partes y al mismo tiempo a ninguna. Sin
embargo, unos recuerdos extraños y prohibidos le volvían a la cabeza, como un libro
que se abre por una página inesperada.
—Creo que mi padre detestaba la vida que llevaba —dijo despacio—. Nunca lo
dijo con esas palabras, pero yo siempre lo supe.
—¿Qué te hace pensar eso?
Alex se encogió de hombros. ¿Cómo explicarle algo que siempre había sentido
pero que nunca había expresado?
—Tenía sueños.
Tras inspirar tan profundamente como para después llenar un globo, salió del
coche y se quedó bajo la lluvia. Pero no bastó para refrescarla. Alex la esperaba en la
puerta de la tienda y, al verlo, su corazón echó a volar. Debería haber una ley que
prohibiera a los hombres ser tan altos y tan guapos.
Alex le abrió la puerta.
—Bueno, ¿qué vamos a comprar?
—Unas cuantas cosas para pasar el fin de semana.
Se detuvo tras pasar la puerta y miró a su alrededor, con la esperanza de
encontrar intimidad entre las góndolas mientras enviaba a Alex por la mantequilla
de cacahuete y ella buscaba la mermelada.
Pero no iba a tener tanta suerte. Era una tienda típica de pueblo, pequeña pero
llena de todo, desde vídeos de Elvis Presley hasta mostaza y gomas de riego. No iba
a poder esconderse ni una décima de segundo.
—Buenas tardes, amigos —les saludó el hombre al otro lado del mostrador.
Heather se acercó rápidamente. Si no podía esconderse de Alex, quizás pudiera
alejarse mentalmente de él.
—Necesitamos un poco de comida para el fin de semana —le dijo al
propietario, y sacó la lista—. ¿Dónde tiene la sopa de lata?
—Al fondo a la derecha.
Heather asintió y caminó hasta el fondo.
—Así que vienen a pasar estos tres días, ¿eh? —comentó el hombre—. Es una
pena que se haya puesto a llover.
Heather se alegró de que el hombre pareciera dirigirse a Alex. Así podría
alejarse de él, acurrucarse tras los guisantes y tomarse un respiro.
—Sí —oyó decir a Alex—. Pero sólo hemos venido a ayudar a Ida Crawford a
cerrar su cabaña, así que no son vacaciones en realidad.
«Bien. Mantened un alarga charla sobre el tiempo», les dijo Heather en silencio.
La lluvia no iba a molestarla. Es más, era incluso profética. A veces lo que se necesita
no es lo que se quiere, y de ese modo…
—¿Ida Crawford? —preguntó el hombre—. ¿Es nueva aquí?
Aquellas palabras interrumpieron las meditaciones de Heather. Escogió al azar
un par de latas de sopa y volvió rápidamente al mostrador. Traía también un par de
latas de atún y una botella de salsa para ensaladas.
—No creo —dijo Alex—. Viene todos los años.
—Ah… —el hombre se llevó un palillo a los dientes—. Tenemos a Isa
Davenport en Baraga County, pero no conozco a ninguna Ida Crawford.
Heather dejó lo que traía en el mostrador.
—La verdad es que su cabaña queda un poco lejos —dijo rápidamente y miró a
Alex, pero no parecía sospechar—. Queda al norte, por la veintiocho.
—¿Ah, sí? —se frotó la barbilla—. No es que me acuerde demasiado bien de los
que viven al norte, pero aparte de la cabaña de esa gente de Florida, creo que no hay
nadie más este año aparte de mapaches y algún que otro ratón.
¿Mapaches y ratones? Heather intentó controla el miedo. Nada que Junior y
Bonnie no pudiesen solucionar.
—Bueno, es que queda bastante lejos. Muy al norte. Y seguramente le he dicho
un número de carretera que no es.
Aquella vez sí que Alex la miraba con extrañeza. Era lógico. Pero iba a llevar a
cabo su plan, pasara lo que pasase.
—¿Quieres traer una botella de zumo de naranja? —le pidió, mientras ella
escogía una cesta de fruta y cosas para preparar una ensalada—. Creo que esto es
todo.
El hombre comenzó a marcar la mercancía en su vieja caja registradora, pero iba
tan lento que Heather se temió que Alex pudiera empezar a cuestionar la ruta o sus
planes. De hecho, cuando se acercó de nuevo a su lado, traía el ceño tan fruncido que
parecía la marca de un hachazo.
—¿Estás segura de que…?
—¿De que lo llevo todo? Sí. Además, hay unas cuantas cosas más en la nevera
que llevo en el coche.
Heather pagó y colocó las bolsas en los brazos de Alex en un santiamén.
Lástima que salir de las tiendas de ultramarinos no contase como récord olímpico.
—Gracias por todo —dijo, y con una brillante sonrisa tiró del brazo de Alex,
prácticamente arrastrándolo fuera.
—Espero que encuentren la cabaña —les dijo aún el hombre.
—La encontraremos —contestó Heather.
Una vez Alex y ella estuvieron de nuevo fuera y bajo la lluvia, soltó su brazo e
intentó que su suspiro de alivio no fuese demasiado obvio.
—¿Estás segura del camino a seguir? —preguntó Alex.
Heather echó a andar delante de él.
—¿Lo dices por lo del dueño de la tienda? —forzó la risa—. ¿Qué pensarías si te
dijera que vengo por aquí todos los años y que siempre me dice lo mismo? Nunca se
acuerda de Ida porque sólo viene en verano. Sólo se acuerda de los residentes
permanentes.
Alex metió las bolsas en el maletero y lo cerró.
—Bueno, pongámonos en marcha. Es mejor llegar antes de que oscurezca.
Alex se subió al coche y Heather aprovechó el momento de separación para
secarse el sudor de las manos en los pantalones cortos. ¿Cómo había llegado a ser tan
buena mentirosa? Menos mal que la sugerencia de tía Em había funcionado y había
podido desinflar la rueda del coche de Alex. Ojalá sus otras sugerencias funcionasen
también.
—Heather, ¿ocurre algo?
—Sólo respiraba el aire fresco del campo —contestó al subirse al coche.
Lo puso en marcha y volvió a salir a la carretera.
Lo estaba consiguiendo. Tenía que estar atenta para no pasarse el puente de
piedra del que le había hablado Dorothy. Cuando lo pasó, giró a la derecha para
tomar un camino que aparecía entre los pinos. Dorothy lo había llamado un camino
estacional, y ahora comprendía bien a qué se refería: la huella de dos ruedas sobre la
hierba que sólo se podía seguir en verano. Menos mal que no llovía demasiado.
—Espero que no nos encontremos otro coche de frente —dijo Alex al ver que las
ramas de los pinos rozaban el coche—. Apenas hay sitio para uno.
—No creo que venga mucha gente por aquí.
—Incluso me cuesta trabajo creer que Ida venga por aquí —añadió—. Se
necesitaría un todo terreno.
—No está tan mal.
Con lo que temblaba y lo exagerado de sus reacciones ante cualquiera de las
dificultades del camino lo estaban haciendo parecer peor de lo que era en realidad.
Es cierto que había baches y la hierba y algunos arbustos pequeños amenazaban con
no dejarles pasar, pero cada vez que pasaban por un bache lleno de agua no podía
evitar darle un pisotón al freno, y se sobresaltaba cada vez que una rama golpeaba
contra los cristales del coche como si estuviera viva, y eso era lo que lo empeoraba
todo.
—¿A qué distancia queda la cabaña? —preguntó Alex.
—A unos cuantos kilómetros más —contestó. Sí, bueno, eran unos trece más,
pero no sería bueno decirle la verdad. Además, no había visto ningún sitio en el que
hubieran podido dar la vuelta, aunque hubiese querido.
Un par de kilómetros más adelante, pasaron por una zona algo más despejada.
Los árboles estaban lo bastante separados para que se pudiera ver el cielo pero, al
mismo tiempo, esa misma separación había dejado pasar la lluvia con toda su fuerza
y un enorme charco cubría el camino.
Heather contuvo la respiración al entrar en él, y sintió que las ruedas resbalaban
ligeramente sobre el barro, pero tras un momento, sintió que volvían a avanzar.
Quizás fuese una pena. Si se quedaban atascados en el barro podía tener una razón
para quedarse allí, y así no tendría que confesarle su plan a Alex. Pero claro, tendrían
que ir a pie los kilómetros que les faltaban para llegar a la cabaña, y eso no sería nada
divertido.
—Esto no me gusta nada —dijo Alex cuando volvieron a estar bajo los
árboles—. Recogemos a Ida y nos vamos. Esto está en el último rincón del mundo. Ni
siquiera la policía rural podría protegernos aquí. Jamás llegarían a tiempo en caso de
necesitarlos.
¿Pero qué le pasaba? No había dejado de augurar males desde el primer
momento.
—¿Por qué te preocupas siempre tanto de que vaya a ocurrir algo? Estamos en
mitad del bosque; aquí no va a pasar nada.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? Este es el escondite perfecto, o el lugar perfecto
para retener a alguien.
Heather lo comprendió de pronto. ¡La llamada de la noche anterior! Alex no
había podido oír el mensaje ya que ella había borrado la cinta del contestador
mientras él se duchaba por la mañana y recogía su ropa, pero tenía que saber que
andaban buscándolo. Y lo que le preocupaba era que pudieran seguirlo hasta allí.
—Para poder retener a alguien, tendrían que saber dónde está esa persona —
puntualizó, y nadie en Chesterton sabía dónde estaban excepto Dorothy, y ella,
desde luego, no iba a decírselo a nadie.
—O tendrían que pillar desprevenida a esa persona —añadió Alex, casi más
como si estuviese hablando consigo mismo.
—Exacto.
No tenía ni idea de lo que estaba pensando, pero no iba a desperdiciar la
oportunidad de darle la razón en algo.
De todas formas, tenía otras cosas en las que pensar, como por ejemplo si iban a
llegar a la cabaña antes de que se hiciera de noche. La oscuridad era cada vez mayor,
y aquella pista parecía continuar sin fin. Miró el cuentakilómetros. Casi habían
llegado, gracias a Dios.
Una rama baja de un árbol rozó el parabrisas y de pronto la cabaña apareció
entre ellos. Era un edificio rústico con la forma de una caja de cerillas, acurrucado
entre los pinos, con un amplio porche que no conseguía ocultar su aspecto de casa
vacía. Heather condujo sobre la pinaza hasta detenerse cerca de la entrada, con el
estómago hecho un manojo de nervios. Ya estaba hecho. Era hora de enfrentarse a la
realidad.
—¿Estás segura de que hay alguien aquí? —preguntó Alex, y por la voz parecía
algo desconfiado y un punto enfadado.
—Tiene que haber —se rió con nerviosismo—. Habrá que echar un vistazo.
Él la miró de tal modo que sintió que el estómago se le retorcía por completo.
Era lo menos parecido a un profesor de literatura en aquel momento, y la ira que
brillaba en sus ojos oscuros no tardaría en estar dirigida hacia ella.
—Tú quédate aquí —le ordenó, y salió del coche mirando a su alrededor.
Heather tenía el corazón en la garganta y respirar le era casi imposible. Lo vio
caminar con cautela hacia la casa. No era demasiado tarde. Podía decirle que se había
tratado de un error y podían marcharse. Se enfadaría un poco con ella, pero eso sería
todo.
Desapareció al otro lado de la casa y Junior gimió suavemente, dándole con el
morro en el hombro. Pensó en Alex en aquel horrible barrio de Chicago en el que le
habían asaltado, y en lo que había oído la noche anterior al teléfono. No, no iba a
rendirse. Alex estaba metido en un buen lío y aquella cabaña iba a darle una
oportunidad.
Inspiro profundamente y agachándose, quitó la tapa de la caja de fusibles del
coche. ¡Dios santo, pero si había más de una docena de fusibles? Em le había dicho
que quitase el del arranque, pero ¿cuál era? Se levantó y miró alrededor del coche.
Alex aún no había vuelto. Volvió a agacharse y quitó todos los fusibles. Más valía
prevenir.
Volvió a incorporarse y metió todos los fusibles en una pequeña bolsa de
plástico y la cerró.
—Tienes que ayudarme —le dijo a Junior, volviéndose y sujetándole por el
collar—. Bajo ninguna circunstancia tienes que permitir que encuentre esta bolsa.
Junior se quedó inmóvil mientras Heather le quitaba su ancho collar de cuero,
pegaba a él la bolsa con los fusibles y volvía a ponérselo. Ya estaba hecho. Inspiró
profundamente y bajó del coche. La lluvia había cesado y el aire olía a tierra mojada
y a pinos. Era un lugar precioso, una especie de paraíso escondido. El resto del
mundo podía no existir. Un lugar maravilloso en el que pasar el fin de semana. Con
un poco de suerte, Alex estaría de acuerdo con ella… más tarde o más temprano.
Dejó salir a Junior y sacó la cesta de Bonnie.
—Vamos, chiquitina. Seguro que estás cansada de ir metida ahí. Entremos en la
casa.
Con la cesta de la gata en una mano y una caja de comestibles en la otra, subió
las escaleras y abrió la puerta. No estaba cerrada con llave, tal y como le había dicho
Dorothy que se la encontraría. Junior se apresuró a subir a su lado y lo dejó entrar
primero. Un olor a húmedo y a cerrado fue lo primero que percibió.
La cabaña era tan pequeña por dentro como por fuera. Un pequeño salón estaba
amueblado con muebles de pino vasto y una chimenea de piedra ocupaba buena
parte de la pared del fondo. Detrás quedaba la cocina, y a su derecha, el dormitorio.
El único dormitorio.
Heather enrojeció de pronto al volverse a mirar el sofá. Era corto y de aspecto
duro como la piedra. ¿Y ahora, qué? Ni siquiera había pensado en cómo iban a
dormir. ¡Qué tonta era! ¿Y si se ofrecía a dormir en el coche?
Bonnie se quejó por estar tanto rato encerrada y Heather decidió no pensar en
ello por el momento. Tenía otras cosas de las que preocuparse.
Abrió la cesta para que la gata pudiera salir y echó agua fresca que había traído
de casa en un pequeño barreño para Junior y Bonnie. Mientras los animales
investigaban, Heather se acercó a la ventana para descorrer las cortinas y dejar que
entrase la luz del sol; entonces oyó los pasos de Alex en el porche.
—¿Heather? —la llamó, abriendo la puerta. Traía una expresión que parecía la
de una tormenta a punto de estallar—. Creía haberte dicho que te quedases en el
coche.
Ella se encogió de hombros y se secó las manos en los pantalones.
—Necesitaban salir —dijo, señalando a los animales—. Llevaban mucho tiempo
en el coche.
Miró a su alrededor sin dejar de fruncir el ceño.
—Este sitio está desierto —declaró—. Ni rastro de Ida, ni de ningún otro ser
humano.
—¿No? —Heather se encogió de hombros—. Debe de ser que al final no ha
venido.
—¿Que no ha venido?
No había gritado pero casi, y Junior lo miró gruñendo quedamente. Alex no le
hizo caso.
—Creo que será mejor que salgamos de aquí mientras quede todavía algo de
luz —dijo—. Si nos vamos ahora mismo, llegaremos a la carretera antes de que se
haga noche cerrada.
Heather ocultó las manos tras la espalda y cruzó los dedos con todas sus
fuerzas.
—No —dijo sin más.
Alex se había agachado a recoger el barreño del agua y se detuvo. La tormenta
empezaba a rugir y Heather sintió que le temblaban las piernas y que la boca se le
quedaba seca.
—¿No?—repitió.
Ella negó con la cabeza.
—No —dijo con voz casi ahogada pero audible—. Nos vamos a quedar aquí el
fin de semana. Es por tu propio bien.
Capítulo 10
—¿De qué demonios estás hablando? —le espetó Alex. Algo estaba pasando,
una especie de juego estúpido. Y a él nunca le habían gustado los juegos.
Heather estaba de pie en el medio de aquella cabaña polvorienta y sucia,
intentando parecer valiente y decidida pero sin conseguirlo. Sus ojos azules estaban
llenos de preocupación y no dejaba de morderse los labios. La ira de Alex cedió un
poco bajo su mirada cargada de nerviosismo.
—Vamos a quedarnos aquí —dijo, atreviéndose a mirarlo a los ojos sin
pestañear—. Tú y yo. Lejos de toda tentación e influencias malignas.
—¿Influencias malignas? —tenía la sensación de haber aterrizado en el sueño
de otro y eso lo irritaba enormemente. No tenía tiempo de tonterías—. ¿Quieres
explicarme de qué estás hablando?
—Tienes un problema de ludopatía, Alex, y no intentes negarlo, porque lo sé.
—No. Yo no… —no podía defenderse sin poner patas arriba su tapadera—. ¿Y
qué si lo tengo? ¿Qué tiene eso que ver con…? —de pronto lo entendió todo—. Ida
Crawford nunca ha estado aquí, ¿verdad? Era todo mentira. Lo has preparado tú.
Heather asintió.
—Necesitas estar en un sitio en el que no haya tentaciones, y esta cabaña es el
lugar perfecto.
Todo empezaba a encajar, aunque no podía creerse la imagen que empezaba a
aparecer ante sus ojos.
—¿Me has traído aquí para que no juegue?
—No se trata sólo del juego. También te he traído para que te des cuenta de que
no tienes que estar haciendo cosas excitantes para ser feliz.
Era increíble. Estaba en plena investigación, infiltrándose en una organización
de juego ilegal y la inocente Heather le estaba causando más problemas que todos los
mañosos juntos.
—No voy quedarme aquí —le dijo.
—No te queda otro remedio porque yo no voy a dejarte marchar.
Pensar que ella pudiera impedirle marcharse resultaba irrisoria, pero no quiso
herirla haciéndolo.
—Heather, reteniéndome aquí no vas a conseguir que deje de jugar. Puedo
jugar desde cualquier parte. No tengo más que descolgar el teléfono y marcar el
número de cualquier corredor de apuestas.
—Si tienes teléfono —puntualizó ella.
Demonios…
—¿Qué has hecho con mi teléfono móvil?
—¿Vienes?
—No.
—Heather, no tengo tiempo para juegos.
—No estoy jugando.
—Voy a poner el coche en marcha y, si no estás fuera dentro de treinta
segundos, volveré a entrar.
—Eso espero.
No parecía menos nerviosa, pero había una especie de seguridad en ella que lo
intrigaba. ¿Le habría dado unas llaves que no eran las del coche? No, sí que eran las
llaves.
—¿Quieres que saque las cosas de Bonnie? —preguntó.
—No, gracias. Están bien donde están.
—No pienso dejarte aquí.
—Ya lo sé.
Aquella conversación era ridícula. Abrió la puerta y a grandes zancadas llegó al
coche. Lo pondría en marcha para demostrarle que él no se andaba con bromas.
Entonces lo dejaría ayudarla a preparar a los animales.
Subió al coche e hizo sonar el claxon para que se fuera dando cuenta, pero no
consiguió nada porque el claxon había enmudecido.
Demonios… Metió la llave en el contacto y la giró. El silencio era ensordecedor.
Volvió a intentarlo.
Nada. Ni un parpadeo, ni un renqueo, ni un temblor. Nada.
Tiró de la palanca que abría el capó del coche y salió. A la escasa luz que iba
quedando ya, no vio nada desconectado o que faltase. Movió algunos cables sólo por
hacer algo y volvió a intentar ponerlo en marcha. Nada. El claxon seguía sin emitir
ningún sonido y las luces no funcionaban. Heather había hecho algo con el sistema
eléctrico.
Volvió a levantar el capó y revisó la batería. Estaba todo bien, así que tenían que
ser los fusibles.
Volvió al coche y buscó la tapa de la caja de fusibles. Era casi de noche, pero no
necesitaba luz para ver que no había ni un solo fusible.
«Maldita sea…» Dio un portazo y entró como un huracán en la casa. Heather
estaba poniéndoles comida a los animales y, al verlo, se levantó.
—Has quitado los fusibles. Dámelos, por favor.
—No los tengo.
—Haz el favor de darme los fusibles o de decirme dónde los has puesto.
—Los tiene Junior.
Alex miró al perro, que estaba sentado sobre las patas traseras. Aún quedaba
luz suficiente como para ver que había algo sujetó al collar del animal pero, en
cuanto dio un paso hacia él, Junior empezó a gruñir.
Heather se acercó y le puso una mano sobre el brazo.
—Sé que no vamos a curarte por completo de tu adicción al juego, pero tenemos
que quedarnos aquí el tiempo suficiente para empezar bien. No nos vamos a marchar
hasta que esté convencida de que estás en el buen camino.
Un suave maullido lo hizo volverse. Al parecer Bonnie quería advertirle de lo
testaruda que podía ser Heather.
Alex suspiró. Bueno, Heather no era la única que podía ser cabezota. Puede que
en aquel momento lo tuviera acorralado, pero sólo porque no se había dado cuenta
de a qué estaba jugando. Ahora que conocía las reglas, nada iba a detenerlo. Iba a
sacarla de allí y a llevarla a un lugar seguro.
—¿Y cómo vas a saber cuándo estoy listo para irme? —preguntó.
—Lo sabré. Mientras tanto, Junior se va a quedar con los fusibles.
—¿Y si intento quitárselos?
Heather sonrió.
—Supongo que te hará pedazos.
El animal parecía sonreírles a ambos, pero guardaba su adoración para Heather.
Teniendo en cuenta que Junior había sido perro policía, era poco probable que
consiguiera convencerlo de que le entregase lo que habían puesto bajo su custodia,
aunque también podía merecer la pena intentarlo. Y él conocía el punto débil del
animal: la cerveza. Había visto cómo Toto era capaz de conseguir que se diera
vueltas por el suelo y se hiciera el muerto por una lata de cerveza.
—Qué sed tengo —comentó, estirando los brazos—. ¿Tenemos cerveza?
Heather no se molestó en ocultar las carcajadas.
—Ni gota.
Demonios… Aquella tienda quedaba a quince kilómetros de allí, y con aquel
terreno eso supondría al menos tres horas a pie, dos si iba corriendo pero, a una
orden de Heather, Junior lo traería arrastrando a la cabaña.
—Si quieres, puedo preparar limonada —sugirió Heather.
Su primera inclinación fue decirle que se olvidara de ello, pero discutir no
serviría de nada, lo mismo que decirle que todo aquello era por su propio bien. Iba a
tener que improvisar y ver qué pasaba. Ya surgiría la ocasión. Alguna debilidad,
alguna preferencia que pudiera explotar. Por el bien de ella, no podía rendirse.
—Más tarde mejor —contestó—. Voy a descargar el coche mientras quede algo
de luz.
—Va a ser genial —dijo ella, apretándole el brazo—. Ya lo verás.
Alex se limitó a asentir y echó a andar hacia la puerta, pero se detuvo al oír un
sonido cerca de sus pies. Era Bonnie que parecía charlar tranquilamente. Tenía la
sensación de que le estaba dando consejos sobre cómo sobrevivir a la socialización
forzosa de Heather.
—Eh, chiquitina —le dijo—, ¿qué tal os lleváis Junior y tú? ¿Crees que podrías
traerme una cosa que lleva colgada del collar?
Heather sacó el sobre para hacer limonada y una jarra de la caja que había
traído del coche. No estaba desanimada por la reacción de Alex; es más, era lo que
esperaba. En realidad, aquello no difería mucho de socializar gatos. No les gustaba
sentirse atrapados y se rebelaban, igual que él, pero poco a poco, los gatos dejaban de
resistirse y aprendían a ser acariciados, a estar en brazos, a ser queridos. Después no
costaba mucho ganárselos.
—Claro que eso no es lo que yo estoy intentando hacer con Alex —le dijo a
Junior. Sólo con pensar en acariciarlo y en abrazarlo se sentía enrojecer—. Sólo quiero
que vea que hay otras formas de ser feliz, que no tiene por qué arriesgar su
seguridad y su vida.
Otras formas… ¿como por ejemplo amar y ser amado? El rosa de sus mejillas
pasó a ser rojo encendido, y entró en la cocina. Ahora que Alex había sido atrapado,
lo que venía a continuación era una recompensa. Algo que le demostrara lo buena
que podía ser la vida sin riesgos.
—No, no va a tener nada que ver con lo de las caricias —le dijo a Junior, por si
acaso se había imaginado algo—. Estaba pensando en limonada y galletas recién
salidas del microondas.
Se detuvo en la puerta de la cocina y palpó la pared para buscar el interruptor
de la luz. No lo encontraba.
Salió de la cocina y palpó la pared de fuera. En las casas viejas, a veces estaban
los interruptores en los lugares más insospechados.
Pero no había nada cerca de la puerta, ni en la pared, ni en la despensa. Ni
siquiera cerca de la mesa. Frunció el ceño, apretando el preparado de limonada y la
jarra contra el pecho. ¡No sólo no encontraba el interruptor de la luz, sino que
tampoco veía lámparas por ninguna parte! ¿Las habrían robado?
—¿Alex? —llamó.
Se oyó el ruido al dejar caer algo y lo vio aparecer en la puerta. El enfado había
desaparecido y sido reemplazado por la preocupación.
—¿Qué ocurre?
—Eh… me preguntaba si podrías encender la luz por mí. Tengo las manos
llenas.
—¿Encender la luz? —miró a su alrededor—. Me parece un poco difícil. No creo
que haya electricidad aquí.
—¿Que no hay electricidad?
Oh, no. Eso quería decir que nada de microondas y nada de galletas. ¿Qué iba a
darle entonces como recompensa? Tenía que premiarlo de algún modo, era
absolutamente necesario en el proceso de socialización. Bonnie nunca habría
cambiado de actitud si Heather no le hubiese dado un premio nada más haber sido
cazada.
—Qué lata, ¿verdad? —dijo Alex como quien no quiere la cosa—. No me puedo
imaginar la vida sin electricidad. Sin cafetera, sin radio, sin televisión… ni siquiera se
puede dejar una luz encendida para dormir.
Heather estaba en parte desilusionada, en parte preocupada y en parte tan
aliviada por sus palabras que podría incluso haberlo abrazado. Estaba siguiendo el
patrón predecible. Los gatos salvajes seguían luchando incluso después de hacer sido
atrapados, y eso estaba haciendo Alex. Pero depondría una actitud tan combativa
después de haber recibido la recompensa. Había comprado galletas en Watton.
Podían comérselas y beber limonada.
—¿A quién le hace falta dormir con luz? —preguntó con una sonrisa y, tras
dejar la mezcla para la limonada y la jarra sobre la mesa, abrió la puerta de la
despensa. Platos. Sábanas. Comestibles.
—Debe de haber alguna forma de luz aquí —dijo Heather—. Una linterna,
velas… Yo tengo una linterna pequeña en el bolso, pero no creo que las pilas duren
todo el fin de semana.
—Aunque haya algo, dudo que funcione. Y no podemos quedarnos a oscuras
aquí —añadió—. Utilizaremos tu linterna para volver a colocar los fusibles en…
—¡Velas! —exclamó ella, con una caja en la mano que acababa de sacar de la
despensa.
—Sí, pero…
—¡Y cerillas! —añadió, agitando la caja en el aire, triunfal. ¡Ja! ¿De verdad había
pensado que iba a rendirse tan rápidamente? Había domesticados bestias más
salvajes que él.
Encendió una vela y la colocó en una palmatoria que había en la estantería. Una
luz suave y cálida los rodeó, y la débil oscilación de la llama pareció arrancar vida
nueva a los ojos de Alex. ¿O era en los suyos, en la forma en que lo miraba todo?
Sintió que el latido del corazón se le aceleraba. La habitación le pareció de
pronto más pequeña por la proximidad de Alex. Era casi como si la vela hubiese
lanzado una red que los acercara más y más. Ya no era ella, sino que formaba parte
de su calor, de la luz que atraía también a Alex.
Debía tener cuidado. Limonada y galletas eran el premio. Dio un paso hacia
atrás y rompió el hechizo.
—Qué bien —dijo alegremente—. Siempre había soñado con preparar limonada
a la luz de las velas.
Dios, qué mal había sonado aquello, pero siguió sonriendo mientras se acercaba
al fregadero que, en lugar de tener un grifo, tenía el mango de una bomba. Una
bomba vieja y de mango largo que la gente utilizaba como decoración en el jardín, no
en la cocina.
—Otra sorpresa —dijo.
Y la alegría se le cayó a los pies al mirarla. Si no era una cosa, era otra, pero
nada que no pudiese solucionar, se aseguró. Y ayudar a Alex bien valía todas
aquellos pequeños inconvenientes.
—Aunque consigas hacerla funcionar —dijo Alex mientras la bomba
chirriaba—, esa agua no puede ser potable.
—Yo creo que sí —un chorrito de agua cayó al fregadero. ¿Sería normal ese
color oscuro?—. Y podemos hervirla si es necesario.
—No creo que hirviéndola se quite el óxido.
—Eso desaparecerá al utilizar la bomba —le aseguró.
Siguió usándola un poco más, y Alex bombeó también después, pero el agua
sólo mejoró un poco. Era del color del té más o menos. Qué fatalidad…
Alex dejó de utilizar la palanca y se volvió a mirarla frunciendo el ceño.
—¿No crees que esto ya ha durado demasiado? —le preguntó—. No va a salir
bien. Nosotros no somos gente de campo. Estamos acostumbrados a contar con unas
instalaciones mínimas, como luz y fontanería.
—¿Fontanería? —el alma se le cayó de verdad a los pies—. ¿A qué te refieres?
—Pues a que el baño está fuera, en un cobertizo detrás de la casa.
Durante un segundo, Heather vio un ejército de serpientes, arañas y mapaches
esperando para atacarla en cuanto saliera. Miró hacia la ventana que quedaba encima
del fregadero. Fuera todo estaba oscuro. Muy oscuro. No serían serpientes, arañas y
mapaches, sino lobos, coyotes y osos hambrientos. El miedo la dejó sin una gota de
energía. Podía arreglárselas sin luz y teniendo que utilizar una bomba manual para
sacar el agua, pero ¿un baño en el cobertizo?
—Mira, Heather, ya está bien —dijo con voz más suave y en tono más
persuasivo—. Ya es hora de ponerle fin a este juego y de marcharnos. Quítale los
fusibles a Junior —al oír su nombre, Junior empezó a gruñir, pero Alex no pareció
preocuparse—. Apuesto a que podemos encontrar un lugar en el que hospedarnos en
Watton, en un Marquette.
¡Apuesto! Esa palabra la sacó de su letargo como un perro que se sacudiese la
lluvia. Nada iba a impedirle ayudar a Alex. Ni su actitud, ni sus temores. Ni siquiera
un baño en el cobertizo.
—Pobrecito mío —dijo, sonriendo, y se colgó de su brazo—. Tenemos que
enseñarte cómo divertirse.
—Yo sé lo que es divertirse y, desde luego, no se parece a esto.
—No seas aguafiestas —bromeó—. ¿Qué pasa porque no tengamos luz y el
baño esté fuera? Aun así podemos relajarnos y disfrutar.
—Yo no creo que pueda volver a cerrar los ojos —contestó ella, sonriendo—. No
voy a ser capaz de dejar de escuchar la risa del somormujo.
Sonreía, sí, pero en su voz había preocupación y temor. Estaba intentando ser
valiente, pero tenía miedo.
Debería sacarle partido a ese temor. Debería azuzar su miedo hasta que
accediese a marcharse de allí, pero no pudo hacerlo.
Con un suspiro, colocó a Bonnie en mitad de la cama y se tumbó boca arriba.
Inmediatamente sintió las patas de Junior sobre la cama y oyó su gruñido de
advertencia.
—No pasa nada, Junior —le dijo Heather—. Vuélvete a dormir, precioso.
El animal gimió pero volvió a tumbarse en el suelo. El pobre debía de estar
triste porque Heather no lo dejaba descuartizarlo. Y la única razón por la que
obedecía debía de ser el convencimiento de que ya tendría oportunidad de hacerlo
más adelante.
Cuando Junior se tumbó, Heather hizo lo mismo. No pudo verla, pero sintió
todos sus movimientos. Estaba acariciando a Bonnie.
Alex cerró los ojos sintiendo que el fuego amenazaba con devorarle. No
importaba qué razón hubiera tenido Heather para pedirle que se quedara allí, porque
no iba a tocarla. Ni siquiera iba a pensar en ello, ni en besarla, ni en hacerle el amor
hasta el amanecer, aunque su cuerpo gritase de agonía. Él estaba allí para protegerla,
nada más. Protegerla incluso de sí mismo.
—¿Qué tal les va a tus padres en Arizona? —preguntó de pronto.
—Bien —contestó ella, sorprendida.
—Me alegro —abrió los ojos pero no dejó de mirar al techo, a las sombras de los
árboles que la luna proyectaba allí. No iba a notar el perfume que emanaba de su
piel. Bueno, no podía evitar notarlo pero no iba a reaccionar—. El clima es estupendo
allí.
—Sí. Eso parece.
—Puede que yo también me vaya a vivir allí cuando me jubile.
Su perfume era como un imán que lo atraía más y más, poniendo a prueba sus
sentidos y su fuerza de voluntad. Se humedeció los labios y recordó el sabor de su
boca. El fuego avanzó hasta llegarle al alma.
—Queda mucho para que te jubiles.
—Me gusta planear las cosas con antelación.
Si tanto le gustaba planear las cosas con antelación, ¿qué hacía en aquella
cabaña con Heather? ¿Por qué estaba en su misma cama? ¿Por qué no tenía toda una
batería de recuerdos del invierno con los que distraerse? Una ventisca en Siberia.
Tormenta de hielo en Yukon. Un paseo por la Antártida.
—Estaba pensando que podríamos comer en el bosque mañana —dijo ella.
—De acuerdo.
Lo que fuera. ¿Quién había sido el primer hombre en llegar al Polo Norte?
—Tendríamos que dejar aquí a Bonnie, claro, pero Junior podría venir a explorar
con nosotros.
—Claro.
Recordaba una ilustración de su libro de historia. Nieve volando alrededor de
un rostro mordido por el hielo y semi oculto por la capucha de una parka. ¿El
Almirante Perry? ¿Amundsen?
—No sé si veremos muchos animales por aquí.
—Es posible.
¿Quién había sido el primero en llegar al Polo Sur?
—Va a ser divertido —dijo Heather, y bostezó—. Me siento a salvo contigo
aquí.
—Bien.
Dios, nada de todo aquello estaba funcionando. Polo Norte. Polo Sur. Uno no
podía dejar de desear pensando en geografía.
Tenía que ser fuerte. Convencerse de que podía conseguirlo. Nada podía
alterarlo. Era el hombre más frío del mundo.
Oyó un sonido suave y volvió la cara. Heather se había dormido. Estaba
tumbada de lado, hacia él, tenía una mano bajo la almohada y la otra cerca de Bonnie.
Estaba tan preciosa, tan deseable que pensó que el corazón le iba a estallar.
Tenía que tocarla. Tenía que besarla. Sólo un roce de labios. Ella no se enteraría.
Rozar su pelo con los labios. Así la fiebre desaparecería. Así podría dormir.
Ja. Con un enorme esfuerzo, se colocó de lado, dándoles la espalda a Heather y
a Bonnie y frente a la ventana en la que bailaban las sombras.
Quería contárselo todo. Que no era un jugador. Que se trataba sólo de una
tapadera. Que temía haberla puesto en peligro. Pero no podía hacerlo.
Lo único que podía hacer era sacarla de allí y volver a llevarla a un lugar
seguro. En eso tenía que concentrarse. En lugar de inspirar su perfume, tenía que
planear cómo quitarle los fusibles a Junior. ¿Pero cómo convencer a Heather para que
cambiase de opinión?
Sintió un movimiento a su espalda y, durante un momento, su cuerpo vibró de
deseo. Pero entonces se dio cuenta de que no era Heather sino Bonnie, que se había
desplazado un poco y tenía la espalda apoyada en la de él.
Su confianza en él era conmovedora. Era…
Claro. Esa era la respuesta. Tenía que parecer confiado. Tenía que pretender ser
una persona nueva, igual que Bonnie era una gata nueva. Entonces Heather se
convencería de que podían marcharse.
Capítulo 11
—¿No te parece que sería genial empezar así todos los días? —preguntó
Heather, tomando un sorbo de café.
Estaban sentados en las escaleras del porche trasero de la cabaña,
contemplando un pequeño lago. El sol había subido ya lo bastante en el cielo para
convertir la superficie del agua en pequeños diamantes. El bosque estaba vivo con los
cantos de los pájaros pero, al mismo tiempo, era como si una quietud mágica hubiese
descendido sobre la tierra. El aire aún mantenía el frescor de la noche lo bastante
para que resultase agradable sentir el calor de Alex a su lado.
—Ya me imaginaba que te gustaría desayunar aquí fuera —dijo Alex.
Como siempre, parecía no afectarle su proximidad. Ella tenía el corazón
acelerado y las mejillas arreboladas, pero él parecía tan tranquilo tomando el café que
podría haber estado solo. Es más, había dormido en la misma cama que ella toda la
noche y ni siquiera la había tocado.
—Mira, ¿has visto los ciervos que se han acercado al lago a beber? —preguntó
Alex en voz baja.
Heather miró en la dirección que él le señalaba. Allí estaban los ciervos,
vigilantes, tensos, dispuestos a huir al menor indicio de peligro. Era un animal tan
hermoso que no quería respirar por no espantarlos. Pero, de pronto, algo los asustó y
desaparecieron.
—Qué maravilla —suspiró Heather.
—Sí. Y aquí no hay que preocuparse de que pueda atropellarlos un coche —
apuró la taza de café y se levantó—. ¿Quieres más café, o más tostadas?
—No, gracias. Ya he desayunado bastante.
Alex entró en la cocina dejándola sentada en el porche disfrutando de aquel
maravilloso aire de la mañana. Incluso Junior parecía satisfecho con dejarse envolver
por aquella atmósfera.
Era un nuevo día, una oportunidad de demostrar que no era la idiota que él
debió pensar el día anterior. Y más tiempo para intentar hacerlo cambiar. Pero para
conseguirlo, iba a tener que dejar de gritar cada vez que oyese a un pájaro cantar. No
podía darle razones que él pudiera utilizar como excusa para marcharse de allí.
Terminó el café y entró en la cocina con los platos. Alex estaba fregando el resto.
—El café estaba delicioso —le dijo mientras buscaba un paño de cocina para
secar—. Supongo que has conseguido que el agua saliera en condiciones.
—Sólo hacía falta bombear más. Para algo tenían que servirme los músculos.
Heather sintió que volvía a enrojecer.
—¿Dónde aprendiste a cocinar en condiciones tan…?
¡Cielos! ¿De dónde había salido ese pensamiento? Ella nunca se había bañado
desnuda y no pensaba hacerlo. Los bichos se la comerían viva.
Pero, con sólo pensarlo, las mejillas le ardieron. ¿La encontraría Alex atractiva?
No corría, pero hacía ejercicios aeróbicos y tenía cuidado con la comida. Pero
teniendo en cuenta sus reacciones hasta el momento, ni siquiera se daría cuenta de si
tenía la ropa puesta o quitada.
Con esa nota deprimente, colgó el paño en la percha.
—Voy a ponerme unas botas de andar —dijo—. Luego prepararé la comida.
Con la ayuda de Bonnie, se cambió de zapatos y volvió a la cocina a preparar la
comida. El hielo de la nevera se estaba derritiendo lo cual facilitó la elección del
menú. Cualquier cosa que se pudiera estropear cuando el hielo se derritiera sería la
comida. Llenó el cacharro de Bonnie con su pienso y el barreño con agua y, tras una
breve visita al cobertizo, se reunió con Alex y Junior en la parte de atrás.
—Qué sitio tan precioso es este, ¿verdad? —alabó Heather. Los pinos eran altos
y fuertes como castillos, de modo que el ambiente era fresco, y a su alrededor estaba
la vida del bosque. Pequeñas flores salpicaban la hierba, incluso en la sombra más
densa, mientras los pájaros iban de un sitio para otro por las ramas de los árboles y
arbustos. Los colores brillantes de sus flores los hacían parecer flores que volaran,
acompañándolos a través del bosque.
—Uno se olvida de lo que es de verdad la naturaleza viviendo donde vivimos
—comentó Alex.
Alex sintió un brinco en el corazón. ¡Empezaba a notar la diferencia! La paz del
lugar le estaba empezando a afectar.
—Y eso que vivimos en una zona tranquila —añadió ella—. Imagínate que
vivieras en la ciudad.
—¿Y no era precisamente la ciudad el lugar en el que todos jurábamos vivir un
día?
La verdad es que ella nunca había querido marcharse de Chesterton, aunque el
resto de su amigas sí. A ella, la gran ciudad con todos sus peligros la intimidaba,
pero no podía decírselo a Alex sin parecer un gato asustado. Aquel fin de semana
estaba comportándose como toda una aventurera, deseosa de aceptar nuevos retos.
—Vaya, éste sí que es grande —dijo Alex, deteniéndose.
Un árbol había caído en su camino y el tronco debía de tener más de un metro
de diámetro. No podía imaginarse qué habría tumbado a un gigante como aquel, o
cómo iban a sortearlo.
Las ramas quedaban perdidas en una zona de arbustos muy densa que había a
su derecha, mientras la base del tronco debía estar aún sepultada por la tierra, ya que
se levantaba un poco en la otra dirección antes de desaparecer.
—Dame la mano y te ayudaré a subir —le dijo Alex.
¿Es que se había vuelto loco? Aquella era otra de sus salvajadas. Otro flirteo con
el peligro, con la diferencia de que, en aquella ocasión, quería que ella fuese su
compañera.
—¿Heather?
No parecía impaciente, pero sí confuso.
—¿Y qué hay de Junior? ¿Cómo se va a subir?
—No creo que necesitemos preocuparnos de él.
Junior ladró como si quisiera expresar su acuerdo, y Heather se dio cuenta de
que el animal había encontrado su propia forma de pasar. Sólo quedaba ella.
—Espera que encuentre el mejor sitio para poner los pies.
—No es necesario. Tú dame la mano y caminas por el tronco mientras yo tiro.
Parecía tan sencillo, tan seguro… ¿por qué se preocupaba tanto? ¿Confiaba en
Alex, sí o no?
Claro que sí.
Estiró el brazo y asió su mano para caminar por el tronco. Seguramente se había
aferrado a su mano con demasiada fuerza, y debía de parecer una idiota mientras
subía, pero había conseguido llegar arriba de una pieza.
—Bueno… no ha estado tan mal —dijo Alex al soltar su mano.
—No. Ha sido genial —dijo, sintiéndolo de verdad. Se sentía llena de vida y,
aunque lamentaba que le hubiera soltado la mano, tenía una sensación que no se
parecía a ninguna otra estando en lo alto de aquel tronco.
—El plan es saltar al otro lado —puntualizó Alex con suavidad.
—Ah, sí.
Él saltó, uniéndose a Junior que ya los esperaba, y alzó los brazos hacia ella.
Pero en lugar de ofrecerle las manos, la sujetó por la cintura y la bajó al suelo.
Heather no tuvo tiempo de pensar, ni de sopesar las consecuencias. Tuvo que
apoyar las manos en sus hombros y una vez allí, resultó imposible quitarlas. Lo
mismo que a Alex parecía estarle resultando imposible quitárselas de la cintura.
Tenía la mirada clavada en los ojos de Heather y parecía paralizado.
Bueno, no del todo, porque pudo inclinarse hacia ella y besarla en la boca. Y ella
fue capaz de echar hacia atrás la cabeza para recibirlo. Sus labios se rozaron, sus
corazones bailaron y sus cuerpos se unieron en una dulce armonía.
Pero la dulzura duró sólo un momento, ya que la necesidad se apoderó de ellos
en un instante. Era como si los dos estuviesen hambrientos y los labios del otro
fuesen la única comida. Como si estuvieran muriendo de sed y el otro tuviera las
preciadas gotas de agua.
Como si hiciese un calor sofocante y sólo pudiesen respirar el aire de labios del
otro.
Una mano de Alex se deslizó entre sus cuerpos para cubrir su pecho y acariciar
su pezón con el pulgar. Incluso a través de la camiseta y el sujetador, la caricia desató
una fiebre, un deseo de probar más de sus caricias. Deseaba ser parte de él, sentir su
amor por todo el cuerpo.
Sus caricias se volvieron más atrevidas, más posesivas, más ardientes. Por sus
pechos, sus costados, sus nalgas, empujándola contra él. Si sus caricias podían
hacerla arder por encima de la ropa, ¿cómo sería sin ella?
Su boca se volvió más insistente, como si pretendiese arrebatarle la vida misma,
y ella se colgó de él con más fuerza pero, de pronto, el mundo se interpuso entre ellos
en forma del cuerpo de Junior, que los separó.
Heather quedó perdida, respirando a bocanadas, sin saber casi dónde estaba.
Alex retrocedió un paso, sin dejar de mirarla a los ojos.
—No pretendía que ocurriera esto —dijo.
—Yo tampoco.
No sabía qué más decir. El corazón aún le latía desbocado y sentía una
palpitación en los labios. Era demasiado difícil pensar y razonar para poder
conversar cuando el cuerpo palpitaba de necesidad.
—Será mejor que nos pongamos en marcha, si no queremos que nos devoren
los mosquitos —dijo él.
—Sí, claro —¿es que había mosquitos allí? ¿Ni siquiera se había dado cuenta?—.
Te sigo —añadió.
Y Alex dio media vuelta y echó a andar. Heather sólo podía mirar su espalda
mientras lo veía avanzar entre hierbas altas. Siglos atrás tenía un plan pero ¿sería
capaz de recordarlo?
Alex echó un vistazo hacia atrás.
—¿Estás bien?
—De perlas.
Algo zumbó al lado de su cara y lo apartó de un manotazo. Su plan no
contemplaba aquella atracción pero, ¿quería eso decir que estaba mal? Estaba
empezando a sentir algo por Alex pero, ¿no terminaba siempre queriendo a todos los
gatos con los que trabajaba? Aquella situación no era distinta, excepto que no estaba
enamorada de Alex, claro. Estaba…
Sus pies se negaron a seguir avanzando y sólo pudo ver cómo su espalda
desaparecía rápidamente. Quedarse sola en el bosque era en aquel momento la
menor de sus preocupaciones. No podía estar enamorándose de Alex, ¿verdad?
Nunca se permitiría cometer una locura semejante, ¿verdad? ¡Eso sería aun peor que
correr en bicicleta por la escollera!
—¿Heather? —Alex volvía en su busca—. ¿Ocurre algo?
—Nada —contestó alegremente—. Que tengo una piedra en el zapato.
Alex bajó con paso decidido la última cuesta que los separaba del lago. Las
cosas se le habían escapado un poco de las manos, pero no había de qué preocuparse.
Era algo que podía controlar perfectamente y que no iba a volver a ocurrir. Sólo se
trataba de ser un poco más cuidadoso. Quería convencer a Heather de que estaba
empezando a curarse, nada más.
Se detuvo junto a una canoa que estaba boca abajo. Parecía bastante
deteriorada, pero aun así le dio la vuelta y la acercó al borde del agua. Heather se
aproximó a él y examinó la canoa frunciendo el ceño. Junior olisqueó sus flancos
como si estuviese considerando su bautizo.
—No tiene mala pinta —dijo ella.
—No se puede saber hasta que no esté en el agua —contestó Alex.
Teniendo en cuenta el tamaño extremadamente pequeño de la canoa y
sintiendo el calor de su proximidad, estaba empezando a plantearse si de verdad
debían haber hecho aquella excursión. Era evidente que necesitaba distanciarse de
Heather, algo que no era posible en una pequeña canoa. Y si las cosas se
descontrolaban en el agua, podían volcar. Eso sí: serviría para enfriar su ardor.
Pero sólo hasta que volvieran a la orilla, porque ver a Heather con la ropa
mojada y pegada a la piel sería una prueba que no soportaría ni el espíritu más
templado. Sólo imaginarse la camiseta dibujando el contorno de sus pechos le hacía
hervir la sangre.
—Bueno, echémosla al agua —dijo, tirando de la proa.
¿Y arriesgarse a que se mojara?
—Yo lo haré —dijo él y tiró de la canoa en otra dirección—. No quiero que te
mojes.
Ella se echó a reír y fue el mismo sonido de las campanas repicando el día de
Navidad. Y tuvo el efecto de doblar la rapidez de los latidos de su corazón.
Bajo su atenta mirada, metió la canoa en el agua. Los pies se le hundieron un
poco en el barro de la orilla; después, el agua le llegó a las rodillas, pero no quiso
entrar más. La parte más palpitante de su cuerpo seguía ardiendo.
—¿Y bien? —preguntó Heather.
¿Bien, qué? Ah, la canoa. Se le había colado algo de agua, pero no mucha.
—Es difícil de decir —respondió—. Puede que haga falta dejarla un rato más.
—Venga, vamos —le rogó—. O se cuela el agua, o no se cuela. Yo quería dar un
paseo en canoa. Sería la primera vez.
—¿Ah, sí?
Alex no sabía qué hacer: si rendirse a la nota de añoranza de su voz, o mantener
la distancia entre ellos. De pronto había sentido la necesidad de verla sonreír, de
darle lo que quería, pero sabía que con ello no estaba siendo inteligente. Había algo
en su sonrisa, en su voz, que podía hacerle olvidar por completo los dichosos
fusibles, pero no debía permitirlo.
—Creo que debemos dejar que esté un rato más en el agua —dijo, y utilizando
un cabo atado a una argolla colocada en la popa de la canoa, la ató a un árbol—.
Dentro de una hora, le echaremos otro vistazo —dijo, saliendo del agua. Los zapatos
hacían un extraño ruido de ventosa al caminar sobre el barro. Quizás fuese lo que
necesitaba para impedir cualquier pensamiento romántico—. Y ya veremos.
—Nunca pensé que fueras tan cauto.
—Y yo nunca pensé que fueras tan osada —hizo una pausa y miró el lago y el
bosque que lo rodeaba con una sonrisa—. Qué maravilla de lugar. Es una pena que
no podamos pasear por la orilla.
Heather miró a su alrededor frunciendo el ceño.
—¿Por qué no podemos?
—¿Es que no te preocupa que Junior se meta en el agua?
—Está más acostumbrado al agua que tú y que yo. Toto lo lleva a la playa del
lago Michigan un par de veces por semana.
—Sí, pero no llevando los fusibles en el collar —puntualizó.
Todo un muestrario de emociones brilló entonces en su cara: confusión,
sorpresa, desilusión y rechazo. Parecía tan hundida que Alex tuvo que hacer un
esfuerzo por no acercarse a ella para consolarla, diciéndole que los fusibles le
importaban un comino; que podía tirarlos al fondo del lago, si quería.
Era un pensamiento peligroso, sobre todo porque le resultaba muy atractivo. La
investigación, su vida como agente federal le parecía tan irreal y tan distante… Algo
de lo que ya no formaba parte. Pero era sólo por estar bajo el efecto de su mirada. Del
beso que habían compartido junto al árbol caído. De estar demasiado tiempo al sol.
No podía olvidarse de que lo más importante era la seguridad, y que eso sólo
podía garantizarse si volvían a la civilización, con menos espacios abiertos y menos
imprevistos. Donde pudiera disponer de la protección que necesitaba Heather.
—Creía que te habías olvidado ya de los fusibles —dijo ella.
Él levantó las manos en señal de inocencia.
—Yo no he dicho que me los des. Guárdalos tú en el bolsillo. Lo único que
pretendo es que no se estropeen.
—Ah —miró a Junior que olfateaba el borde del agua. Tenía las patas y la cara
ya mojadas—. Supongo que tienes razón.
Se estaba rindiendo, pero su voz era tan triste que ni siquiera él podía
mantenerse al margen de esa tristeza. No le gustaba el hecho de que uno de los dos
tuviese que ganar, pero así eran las cosas. Y el ganador tenía que ser él. Por el bien de
ella.
—¿Porqué no…?
—Junior —lo llamó y el animal levantó la cabeza y movió la cola—. Ven aquí,
chico. No podemos quedarnos aquí. Vamos a caminar un rato más por el bosque.
—Lo único que se necesita es contar con un sitio como este para hacerlo —
puntualizó—. No creo que vieras tantos animales en el lago Palomara.
Dos libélulas aterrizaron en la superficie del agua junto a ellos, y el sol se
reflejaba en sus alas con un esplendor iridiscente.
—¡Mira! —exclamó. Son preciosas.
Alex se echó a reír.
—¿Pero qué has comido hoy? —bromeó—. Son sólo bichos, esas cosas a las que
les tienes tanto miedo.
—¿Yo, miedo? No lo creo —una rama sumergida rozó el fondo de la canoa y se
echó a reír, a pesar del miedo—. Me siento demasiado bien para tenerle miedo a
nada. Soy tan feliz de saber que le vas a pedir ayuda a Toto.
La atmósfera cambió de pronto y una nube se colocó delante del sol, a pesar de
que el cielo estaba despejado. Maldición. No debería significar tanto para ella.
Heather miró hacia atrás, como si hubiese presentido su cambio de humor.
—No te pongas tan tristón —le dijo—. Todo va a salir bien.
Nada iba a salir bien, al menos como esperaba ella.
—¿Cuándo vas a dejar de preocuparte por los demás y empezar a ocuparte de ti
misma? —le espetó—. No deberías basar tu felicidad en lo que yo haga.
—¿Por qué no? Eres amigo mío y me preocupa lo que te pase.
—Pues deberías preocuparte más por ti misma.
—Ya lo hago cuando es necesario —replicó—, pero ahora eres tú quien debe
ponerse a salvo.
Su buen corazón era como una mosca pegajosa de la que no lograba deshacerse.
—¿Cómo sabes que lo que te he dicho iba en serio? —preguntó—. Puede que
sólo haya sido un truco para conseguir los fusibles.
Ella se echó a reír.
—Te conozco, Alex Waterstone. Y confío en ti. No me mentirías en algo así. Sé
que no lo harías.
Su seguridad era como un cuchillo que cada vez ahondase más en la carne.
¿Que no iba a mentirle? Todo lo que había hecho desde que estaba en Chesterton
había sido una mentira. Todo lo que le había dicho desde que la encontró en su jardín
buscando a Bonnie había sido mentira. Su vida entera era una gran mentira. ¿Cómo
había podido llegar a pensar que iba a poder tener una última hora tranquilo con
ella?
—Lo mejor será que volvamos.
—¿Tiene un sitio especial cada fusible? —le preguntó Heather, apoyándose en
la puerta abierta del coche. El sol de la tarde entraba entre los árboles ya muy
ladeado y Alex apenas podía ver—. No me di cuenta de anotar de dónde era cada
uno.
Alex estaba tumbado sobre los asientos para poder manipular en la caja de
fusibles de debajo del cuadro.
—Cada posición tiene el suyo —dijo—. Menos mal que aquí hay un diagrama.
Heather se mordió el labio. Alex estaba siendo muy paciente con ella. Quizás
ahora que había visto la luz al final del túnel, se había relajado.
—Bueno… tardaré un poco en montarlo de nuevo, pero creo que lo conseguiré.
Ella suspiró aliviada.
—Menos mal. No pretendía que nos quedásemos aquí atrapados para siempre.
—Me alegro de saberlo.
—Puedo ir recogiendo las cosas, ¿no?
No le apetecía marcharse de su lado, y no porque pensara que iba a salir
corriendo con el coche dejándola allí, ni porque temiera que fuese a cambiar de
opinión. Era simplemente una especie de tristeza porque todo iba a ser distinto
dentro de muy poco. Por mucho que le gustara que dejase la vida de peligro que
llevaba, no le hubiera importado pasar un día o dos más allí. Qué tontería.
—Junior y yo vamos dentro —le dijo—. Llama si necesitas algo.
Los dos entraron en la cocina y, con un suspiro, Heather acarició la cabeza de
Junior.
—Bueno, será mejor que le digamos a Bonnie que volvemos a casa.
Dejó de acariciarlo y miró a su alrededor.
La gatita solía estar siempre a la vista. No es que corriese a saludarla como el
resto de gatos, pero tampoco era tan independiente. La preocupación le secó
inmediatamente la boca.
—¿Dónde está Bonnie? —le preguntó al perro, pero el animal simplemente la
miró moviendo la cola.
—Vamos, Junior. Busca a Bonnie. Ve a buscarla.
El animal se dio la vuelta y empezó a buscar por la cabaña, y Heather lo siguió
con el estómago hecho un nudo. Seguramente estaría dormida en algún rincón y no
les había oído entrar. Junior se detuvo junto a la cama y después se subió de un salto,
orgulloso de sí mismo.
—¿Está aquí? —preguntó Heather, levantando las almohadas para mirar.
No.
Apartó el edredón, aunque no se apreciaba ningún bulto.
Nada. Ni rastro de Bonnie.
Se puso a cuatro patas y miró bajo la cama. Imposible, porque el canapé llegaba
casi hasta el suelo y no había sitio para un gato. ¿Dónde podía estar?
—¿De verdad esa bribona ha estado ahí durmiendo todo el rato? —preguntó él
y, echándose a reír, abrazó a Heather—. Supongo que ha debido de tener un día muy
duro y está descansando a pata suelta.
—Es que no se puede esperar que una chica perdone su sueño reparador para
contestar a una llamada cualquiera.
—Es verdad. Qué tontería.
La única tonta allí era ella. Se había olvidado de lo difícil que era respirar
estando en sus brazos y, unido al alivio de haber encontrado a Bonnie, apenas podía
seguir en pie.
Alex debió de sentir algo porque la miró.
—¿Estás bien?
—Claro —contestó ella, riéndose—. Es el alivio, que me ha dejado sin fuerzas.
Alex la condujo al sofá y se sentaron, pero Alex se levantó casi inmediatamente.
—Quédate aquí —dijo—. Voy a preparar algo de cenar.
—Estoy bien —dijo ella, levantándose también—. Creía que íbamos a
marcharnos.
Alex la hizo sentarse con suavidad.
—¿Qué más da unas cuantas horas de diferencia? Tú relájate, y no le quites los
ojos de encima a nuestra campeona del escondite.
¿Nuestra? Había sido un uso casual de la palabra. No significaba anda, pero el
corazón le dio un salto.
—¿Has oído eso, Bonnie? —le preguntó en voz muy baja a la gatita tras sacarla
de la cesta—. A lo mejor no queremos volver corriendo a casa, después de todo.
La verdad es que volver corriendo no parecía entrar en los planes de nadie.
Alex hizo una sencilla ensalada con los vegetales y hortalizas que quedaban y,
después, calentó una lata de sopa. Tardó poco en prepararlo y tardaron poco en
comerlo, pero luego, en lugar de ponerse a juntar sus cosas para marcharse, ambos
salieron a sentarse a los peldaños del porche para contemplar cómo el sol terminaba
de ocultarse por el oeste mientras Junior dormitaba bajo los últimos rayos del día.
—¿No deberíamos marcharnos? —preguntó Heather al final, aunque a ella le
habría encantado seguir allí sentada durante horas.
Alex la abrazó.
—Cuando no podíamos encontrar a Bonnie, mi perspectiva cambió. Ya no tengo
tanta prisa por volver.
—Ah.
Y ella no iba a discutir, acurrucada en sus brazos como estaba.
—¿Te apetece…? —empezó.
—¿Quieres que…? —dijo él al mismo tiempo.
Los dos se echaron a reír antes de que Heather levantase los ojos hacia él y se lo
encontrase mirándola. Entonces la tierra se detuvo.
Su boca se apoderó de la de ella con un hambre de años y ella le respondió del
mismo modo. Necesidad, deseo, añoranza. Todo mezclado en aquel beso. Había
desesperación en él, lo cual la sorprendió y la entristeció al mismo tiempo. ¿Por qué
un beso podía traerle tristeza?
Ese mismo pensamiento la hizo más osada y lo besó como si se sintiera capaz
de arrancarle esa tristeza del alma, como si pudiera apartar al demonio que pretendía
arrojar sombras sobre su felicidad.
Pero él se separó de ella y Heather sólo pudo hacer lo mismo. La tristeza seguía
estando en la mirada de Alex, y seguía estando presente en la forma en que deslizó
las manos por sus brazos hasta llegar a tomarle las manos.
—Eres una mujer peligrosa, Heather Mahoney —le dijo sonriendo—. Pareces
tan tranquila y callada pero, bajo esa fachada, hay una tigresa dispuesta a devorarme.
Heather se echó a reír. ¿Una tigresa? Ja.
—Debes de haberte rozado con una ortiga o algo así —contestó, poniéndose en
pie—. Eso, o estás poseído.
—Esa posibilidad me parece más plausible.
Su voz era suave, casi como si se estuviera hablando a sí mismo.
—Vamos —le dijo ella, tendiéndole una mano—. Tenemos que hacer el
equipaje.
Él se levantó pero no soltó su mano.
—Tienes razón. Pronto va a oscurecer.
—Y aún no hemos fregado. Vamos, Junior.
Y los dos siguieron al perro al interior de la casa.
Tenían que agradecer que el hechizo se hubiera roto, se decía Heather mientras
empezaba a recoger los cacharros de la cena. Estaba allí para conseguir liberar a Alex
de su hábito de juego, no para tener un romance. Su vida ya era lo bastante
complicada.
—¿Alguna vez te ha pasado que no hay nada que te parezca sencillo y sin
complicaciones? —preguntó Alex.
Ella se echó a reír mientras aclaraba los platos.
—¿Acaso alguna vez ha ocurrido lo contrario?
—No, te lo digo en serio.
Heather lo miró. Parecía preocupado de verdad. Algo lo estaba inquietando.
Dejó el plato y se apoyó contra el fregadero.
—Yo también hablaba en serio. Nada ha sido sencillo y sin complicaciones para
mí. Todo tiene un millón de posibles consecuencias.
de ella, con un ritmo estable mientras cubría su cara de besos, al tiempo que la
abrazaba como si fuesen las dos últimas personas sobre la faz de la tierra.
Su cuerpo obraba magia en el de ella. Se sentía entre llamas, a punto de explotar
en cualquier momento. Estaban llegando al cielo. De pronto, una lluvia de estrellas
los bañó con su luz mientras se aferraba a él como si fuesen un solo cuerpo.
Siguieron abrazados un buen rato, hasta que Heather sonrió, casi son timidez.
—Vaya —exclamó. ¿Qué tal se te dan los bises?
Él se echó a reír y volvió a abrazarla.
—Señorita, eres increíble.
Heather cerró los ojos y se acurrucó en el hueco de su hombro, donde estaría a
salvo para siempre.
Capítulo 12
Heather se acurrucó bajo las sábanas y ocultó el rostro contra el cuerpo de Alex,
intentando seguir dormida a pesar de la luz de la mañana. Oía la lluvia caer sobre el
tejado de la cabaña y el estallido de los truenos, pero estaba demasiado a gusto como
para que le importase. Era la mañana perfecta para rezongar en la cama. La noche
había sido tan perfecta… Habían amado y habían sido amados, y todo había sido
maravilloso.
El viento soplaba con más fuerza. Seguramente, debería mirar fuera, ya que si
se movía sólo un poco, podría mirar por la ventana, para asegurarse de que no se
acercaba un tornado, pero eso implicaría apartarse de Alex y de aquel maravilloso
nido.
Junior empezó a gruñir y supo que iba a tener que levantarse. Al fin y al cabo,
puede que no fuese tan mala idea. Así podría encontrar otras formas de revivir lo
que…
—¡Maldita sea! —exclamó Alex de pronto, y se levantó de la cama.
Heather se incorporó. El viento seguía ululando fuera. Se oía perfectamente por
encima del gruñido de Junior y de las maldiciones de Alex, pero de pronto dejó de
parecerle el viento.
—¿Alex?
Él se volvió a mirarla, echando chispas por los ojos, pero le daba la impresión
de que no estaba enfadado con ella.
—Será mejor que te vistas —le dijo mientras se ponía los vaqueros.
—¿Que me vista? ¿Qué es ese ruido?
Pero Alex no contestó. Se había puesto los vaqueros y la camisa y le estaba
lanzando a ella su ropa sobre la cama.
—Vamos, Heather. Vístete.
Se estaba poniendo la camiseta cuando un trueno sacudió la cabaña. Heather se
estremeció. Aquella tormenta iba a ser terrible, y una sensación de peligro inminente
se le aferró al estómago. Alex se acercó a la ventana bajo la que Junio ladraba
frenéticamente. Tenía que apartarlos de allí. El peligro estaba cerca.
—Alex, apártate de la ventana —le dijo—. Junior, ven aquí. Vamos, chico.
Pero ninguno de los dos pareció darse cuenta de que había hablado. El
estómago se le estaba retorciendo literalmente. Bajó de la cama y se puso los
pantalones, y entonces se dio cuenta de que se había olvidado del sujetador y las
bragas. Los escondió bajo la almohada.
—Alex, ¿qué ocurre?
Pero no fue ni su voz ni la tormenta lo que oyó después.
—Les habla la policía —llegó una voz—. Salgan inmediatamente con las manos
sobre la cabeza y nadie resultará herido.
Junior seguía ladrando y saltando delante de la ventana, pero Heather sólo
podía mirar a Alex, con el corazón latiéndole tan fuerte que casi ahogaba el resto de
ruidos.
—Alex, ¿qué pasa?
Se volvió de la ventana con una expresión de derrota en los ojos.
—¿Queréis hacer el favor de calmaros? No quiero que alguien pueda resultar
herido.
Su voz no contenía emoción. Sólo palabras.
Heather siguió mirándolo, intentando no perder el control. Sabía lo que estaba
pasando: los malos los habían encontrado y fingían ser la policía.
Tenía que reaccionar. Alex la necesitaba.
—Junior, quieto —el animal dejó de ladrar y Heather se volvió a mirar a Alex—.
Bien. Necesitamos un plan.
Pero a Alex le pesaba la derrota sobre los hombros.
—Lo que tú necesitas es calzarte —dijo—. Y después, tendremos que salir.
¿Es que no lo comprendía? Ella estaba dispuesta a ayudarle a luchar.
—No. Si salimos, nos atraparán.
—Si no salimos, van a llenar la cabaña de gases lacrimógenos.
—¿Gases? —repitió Heather mientras se calzaba las deportivas—. Eso es
ridículo. Eso sólo pasa en las películas y es la policía quien los usa.
—Es que es la policía quien está ahí fuera.
—Este es el último aviso —sonó la voz a través del amplificador—. Salgan con
las manos en alto o entraremos.
Heather lo miró a los ojos. Aquello era más complicado de lo que se había
imaginado.
—¿Y qué hace aquí la policía? —le preguntó con voz ahogada.
—Vienen a rescatarme.
¿A rescatarlo?
—¿Rescatarte de qué?
Alex sonrió de medio lado.
—Creo que de ti.
—¿De mí?
Capítulo 13
Alex se detuvo en la puerta de su salón, que estaba a oscuras, al presentir que
había alguien allí.
—¿Qué demonios te pasa últimamente? —espetó Casio—. No vales para nada
desde que volviste de esa condenada cabaña. ¿Se puede saber qué pasó allí?
Alex soltó la respiración que había estado conteniendo y entró en la habitación
sin dar la luz. ¿Quién había esperado que fuese?
—No ocurrió nada —dijo.
¿Ah, no? ¿Entonces por qué no podía quitarse a Heather de la cabeza? ¿Por qué
no había podido pensar en otra cosa durante la semana que había transcurrido desde
que volvieron? ¿Y por qué esperaba contra toda esperanza que fuese ella quien lo
estuviera esperando allí?
Porque era un imbécil, por eso.
—¿Dónde diablos has estado esta tarde? —le interpeló Casio—. Se suponía que
debías estar en el partido de fútbol de Midwest. Por si te interesa saberlo, han ganado
el primer partido por goleada.
—Eso está bien —se sentó en el sofá—. Pero tenía hambre, así que decidí salir a
comer algo.
—¿Tanta hambre tenías como para marcharte del campo por la salida de los
jugadores? —Casio estaba muy enfadado—. Y supongo que el que hayas perdido a
los agentes que te cuidaban las espaldas ha sido puro accidente, ¿verdad?
Alex no contestó. ¿Cómo podía hacerle comprender la necesidad que había
sentido de estar solo? Necesitaba pensar.
—Maldita sea, Alex, ¿es que no te das cuenta del peligro que corres?
—Entra en la descripción del puesto —le espetó.
—Sí, pero no hay por qué flirtear con él cada vez que tienes la oportunidad.
Alex lo miró. Esa frase parecía de Heather.
—No lo hago. Sólo quería estar solo un rato.
A través de la oscuridad, vio que Casio se inclinaba hacia delante.
—Mira, Alex, se acerca la hora de la verdad, y no es el momento más adecuado
para andar remoloneando pensando en una mujer.
—Eso no tiene nada que ver —replicó, poniéndose en pie—. Sólo necesitaba un
poco de espacio para respirar.
—Tendrás todo el que quieras dentro de unos meses. Tienes vacaciones
pendientes. Disfrútalas. Vete a las Bahamas, a Hawai. Incluso puedes quedarte en
Chesterton si quieres, a escribir poemas, pero en este momento no pierdas la
concentración.
—No la he perdido.
Estaba bien. Mejor que nunca. Simplemente estaba empezando a preguntarse si
de verdad le importaba lo que hacía.
Aquella casa olía a cerrado. Atravesó la habitación y abrió la ventana,
apoyándose después en el marco para respirar profundamente. La casa de Heather
estaba a oscuras, pero aun así esa oscuridad le parecía cálida y llena de vida.
—Quizás fue un error traerte aquí —dijo Casio—. Puede que fuese una
equivocación, pero parecía la tapadera perfecta.
—Y lo era. Aún lo es.
¿Cómo estaría Heather después del viaje? Sabía que había llegado bien porque
la había visto dos veces después, en ambas ocasiones de lejos, él en su casa y ella
subiéndose al coche, pero parecía estar bien. Quizás algo pálida, pero eso podría ser
también efecto de la luz.
—Pediré un trabajo más rápido la próxima vez —musitó Casio—. Nada que
necesite tantos meses de trabajo encubierto.
—Sí. Suena bien.
¿Les habría hablado a los niños de su clase de los ciervos que habían visto?
Seguro que les gustaba. ¿Por qué no habría tenido Heather sus propios hijos? Debería
estar casada y rodeada de un montón de mocosos. La imagen lo atormentaba y lo
atraía al mismo tiempo. No casada con alguien como él, claro, alguien por quien
tuviera que preocuparse, sino con un hombre estable y fiable. Alguien a quien nunca
tuviese que rescatar.
—Están empezando a estudiar un caso en Los Angeles —dijo Casio—. Con un
poco de suerte, empezará a ponerse en marcha justo cuando termine éste, y así no
tendremos que quedarnos aquí en invierno.
—Eso sería estupendo. Nada mejor que el invierno de aquí para apreciar
después Los Angeles.
Lo del rescate ya había dejado de molestarle porque, después de pensarlo
mucho, tenía que admitir que se había pasado de la raya. ¿De qué otro modo iba a
verlo Heather, excepto como alguien a quien debía rescatar? Había admitido sentirse
siempre intimidada por él. Eso sólo demostraba que no eran adecuados el uno para
el otro.
Y no es que alguna vez hubiera llegado a pensar que sí lo eran. Incluso si dejaba
la agencia, seguirían sin hacer pareja. Ella estaba tan llena de ternura y buenos
sentimientos, y él estaba acostumbrado a desconfiar.
—Un invierno aquí… —Alex se interrumpió para mirar atentamente. No podía
ver nada, pero sí oír el sonido de unos neumáticos sobre la grava. Un coche estaba en
el callejón, pero con la luz apagada.
Entonces vio la silueta de un hombre moviéndose en el jardín de Heather.
—Maldita sea… —masculló.
Sintió que Casio se levantaba, pero no quiso esperar a darle explicaciones, así
que antes de que hubiera tenido tiempo tan siquiera de moverse, Alex estaba ya en la
puerta trasera con la pistola en la mano.
Tendría que haberse mudado. Tendría que haberse ido lo más lejos posible de
aquel barrio. Había hecho todo lo posible por mantenerla alejada del nido de avispas
que era su trabajo, pero seguía estando en peligro. Jamás debería haberla ayudado a
rescatar a esa gatita. Atravesó el jardín a todo correr.
—¡FBI! —gritó. Al diablo con su tapadera—. ¡De rodillas! ¡Las manos sobre la
cabeza!
Oyó a alguien gritar desde el callejón y a Casio correr hacia él, pero lo único que
vio de verdad fue al hombre que estaba en el jardín caer de rodillas. Al acercarse, vio
en el suelo la navaja que llevaba en la mano.
—Maldito bastardo —gritó, y dejó a un lado su arma para abalanzarse sobre
él—. Hijo de…
—¡No me hagas daño! ¡No! —gritaba mientras Alex lo inmovilizaba en el suelo.
—Te voy a enseñar a no amenazar a Heather —murmuró, y el primer golpe
aterrizó en su cara.
—Alex, déjalo —gritó Casio, sujetándolo—. Déjalo, que ya lo tenemos.
De pronto, las luces del jardín de Heather se encendieron, iluminándolo como si
fuese de día. Su puerta de atrás se abrió de golpe.
—Todo el mundo quieto —gritó ella.
—¿Heather?
Parecía no haberlo oído, o estaba tan asustada que era incapaz de oírlo. Estaba
blanca como una sábana, pero traía en las manos un viejo rifle que empuñaba con
decisión.
—La policía está de camino —gritó—, así que estaos quietos.
¿Qué demonios estaba haciendo?
—Heather, entra en casa —le ordenó—. Ya nos ocupamos nosotros.
Se volvió a mirarlo y pareció palidecer aún más.
—¿Alex?
—Entre en la casa, señorita —dijo Casio—. Todo está controlado.
Pero al volverse a mirarlo, levantó un poco más el arma y frunció más el ceño.
—Apártese de Alex.
Casio murmuró algo entre dientes pero retrocedió.
—Ya me he alejado de Alex —dijo—. Pero usted me conoce, señorita. Trabajo
con él. Nos vimos en la cabaña.
—Por amor de Dios, Heather —masculló.
—Parece que van a concederte otra distinción de honor —comentó Casio con
las manos cruzadas sobre la mesa. Su sonrisa, esta vez, le llegaba también a los ojos.
Pero a Alex no le afectó.
—¿Y se puede saber por qué?
—Por el buen trabajo que has hecho en este caso. Desde luego, no por la
dulzura de tu carácter.
Alex no estaba de humor para chistes ni para insinuaciones. Estaba agotado.
—¿Quieres ponerme al corriente de una vez por todas, o vas a pasarte la tarde
jugando?
—Lo siento. Es que no me lo puedo creer —Casio se recostó en su sillón con las
manos bajo la nuca—. El caso está ya concluido. El tipo que atrapaste en el jardín de
tu vecina está cantando como un ruiseñor. Y, como era uno de los contables del
negocio, canta incluso más de lo que nos podíamos esperar.
Eso no tenía sentido.
—¿Un contable? ¿Y qué hacía allí un contable?
—Al parecer, intentando ganar puntos. Según dice, no lo respetaban mucho y
debió de pensar que, asustando a Heather, tendría más control sobre ti. Habla tanto y
tan deprisa que apenas podemos seguirle.
Alex se recostó en su silla también.
—Así que el trabajo ha terminado.
Eso quería decir que Heather ya estaba a salvo. También quería decir que tenía
que marcharse de verdad, y no sólo a alejarse de Chesterton mientras concluía la
operación. Le asignarían otro caso en otra ciudad.
Frunció el ceño. La idea le hacía sentirse aún más cansado.
—La operación se ha cerrado y somos todos unos héroes —estaba diciendo
Casio—. Menciones de honor para todos.
—Genial —como si a él le importase cuántas menciones pudiera haber en su
expediente—. ¿Y qué nos espera ahora?
Casio se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Esto ha salido todo tan rápido que ni siquiera han empezado a
pensar dónde van a mandarnos ahora. Supongo que eso quiere decir que vamos a
poder disfrutar de unas buenas vacaciones.
¿Vacaciones? ¿Ir a otro lugar solo? ¿No era esa la historia de su vida? Se levantó
y se acercó a la ventana, desde la que se veía la trasera de un indefinido edificio de
ladrillo. Indefinido. Anónimo. Podría estar en cualquier ciudad, incluso en cualquier
país.
Igual que él. No formaba parte de nada.
—¿Y qué pasa con mi trabajo como profesor? —le preguntó a Casio—. ¿Se van a
quedar a mitad de curso sin profesor?
—Puedes seguir si quieres —dijo Casio tras un instante—. Seguramente podrías
terminar el semestre de otoño.
¿Le apetecía hacerlo? La idea era muy atractiva, pero ¿sería inteligente? No
podía seguir viviendo al lado de Heather. La última semana había sido un verdadero
infierno para él, tener que estar viéndola y saber que ya no era parte de su vida. Era
una tortura.
Pero las noches eran lo peor. Era entonces cuando se metía en su cama, lo
bastante cerca de él para que sintiera el calor de su cuerpo, pero no lo bastante como
para poder abrazarla. Se pasaba toda la noche dando vueltas por su subconsciente,
de modo que cuando se levantaba por las mañanas, estaba agotado.
Capítulo 14
¿Estaba enamorada de Alex o no? Heather se pasó la tarde dándole vueltas a la
pregunta mientras terminaba el disfraz de Toto, pero no consiguió encontrar la
respuesta.
Cuando su madre llamó alrededor de las nueve, se sintió aliviada. Una
distracción de sus tortuosos pensamientos.
—¿Estás bien? —le preguntó su madre, preocupada como siempre.
—Claro que sí —contestó Heather. Henry vino a acurrucarse con ella en el
sofá—. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Acabo de hablar con Emma Donnelly y me ha dicho que has estado
bloqueada en una cabaña de montaña durante el fin de semana.
Heather cerró los ojos un instante. ¿Qué más le habría dicho tía Em?
—Mamá, no he estado bloqueada —le explicó con amabilidad—. He ido a pasar
un par de días a una cabaña de verano de la que me había hablado Dorothy.
—¿Una cabaña de verano? Vaya, debe de ser algo precioso —su madre parecía
aliviada—. No te imaginas lo que pensé cuando me lo dijo.
Lo que se estaba imaginando en aquel momento estaría aún más alejado de la
realidad, pero no iba a decírselo.
—No tienes de qué preocuparte. Era un sitio precioso y muy tranquilo.
—Me alegro. ¿Y qué has hecho allí? ¿Visitar tiendas de antigüedades y tomar el
sol en las terrazas?
La sensación de tranquilidad que había empezado a experimentar, se esfumó.
No iba a mentirle, pero no le gustaba preocupar a su madre.
—No exactamente —le dijo con cuidado—. Es que la cabaña no estaba en el
pueblo.
—¿Que no estaba en el pueblo? —la preocupación había vuelto—. ¿Dónde
estaba entonces? ¿En… el bosque?
—Mamá, era un sitio precioso. Incluso he visto una familia de ciervos y toda
clase de pájaros y tortugas.
—¡Ciervos y tortugas! Dios mío, Heather, ¿en qué estabas pensando? ¡Podrían
tener la rabia!
—No sé. Supongo.
—¿Es que no te acuerdas de esa niña que conocía la prima de la tía abuela
Millie, a la que mordió una comadreja rabiosa y murió entre horribles dolores?
—Claro que lo recuerdo —había sido el tema central de sus pesadillas durante
años—. Pero a mí no me ha mordido nada. Era un lugar seguro, mamá.
El insomnio que estaba padeciendo tenía su origen en los problemas con Alex, y
no en el mordisco o la picadura de un animal.
—Dime por lo menos que no dejaste la ventana abierta por la noche —añadió
su madre, cada vez más asustada—. Espero que no hayas corrido el riesgo de pillar
un neumonía y morir de fiebres altísimas, como ese niño que era vecino de la amiga
de la madre de la señorita Schubert.
—Mamá, estoy bien.
Había dejado la ventana abierta, pero no había pillado nada. Ni siquiera un
resfriado. Ni siquiera el corazón de Alex.
—Ay, Dios mío… serías incluso capaz de decirme que has salido bajo la
tormenta de estos días pasados sin ni siquiera pensar en los riesgos de los
relámpagos.
Pues así había sido… El rayo que la había alcanzado no provenía de la
tormenta, sino de las caricias de Alex.
—Mamá, no se puede vivir asustada permanentemente.
—Heather, no sé qué te pasa, pero no me pareces tú.
—No me pasa nada, mamá. Es que…
¿Qué? ¿Qué le había ocurrido en el bosque? Quizás le hubiese picado algo. El
gusano del amor, si es que existía. Y la fiebre del amor. Y el rayo de Cupido.
—Toto me dijo el otro día que soy valiente —dijo despacio—. Puede que tuviera
razón.
—¡Dios nos asista! —exclamó su madre—. ¿Y qué es lo que has hecho para que
te dijera semejante cosa?
Los hechos ya no tenían importancia. Sólo la diferencia entre creer en una
misma y no creer.
—Creo que me he enamorado.
—¿Cómo? ¿De quién?
Heather oyó un ruido fuera y se levantó de un salto. Parecía un coche que se
detenía delante de la casa de Alex. Era ahora o nunca. Tenía que luchar por él
mientras tuviese la oportunidad.
—Mamá, tengo que dejarte. Creo que Alex ha llegado a su casa.
—¿Alex? —graznó su madre—. ¿Te refieres a Alex Waterstone?
—Sí, mamá. Alex Waterstone. Y este rescate va a ser muy especial. Deséame
suerte.
Alex sacó la caja del asiento del coche y entreabrió la tapa para mirar. El gato lo
miró también a él.
Epílogo
—Os declaro marido y mujer —dijo el reverendo, cerrando el libro—. Puedes
besar a la novia.
—¡Amén! —murmuró Alex con una endiablada sonrisa, y tomó a su mujer en
brazos—. Señora Waterstone, prepárese para ser besada.
Heather se echó a reír y lo abrazó antes de que sus labios se encontrasen en una
maravillosa celebración de amor, más dulce que el algodón dulce, más espectacular
que los fuegos artificiales.
El reverendo tosió discretamente y se separaron. Tomados de la mano,
mirándose a los ojos y sin dejar de sonreír, salieron de la capilla al brillante sol de
Nevada. Heather miró su sencillo ramo de rosas blancas y el sencillo vestido blanco
que se había comprado antes de salir de Chesterton aquella misma mañana. Nada
extravagante, pero jamás se había sentido tan guapa, ni tan querida. Puso su brazo en
el de Alex y echaron a andar para atravesar el jardín.
—¿Estás seguro de esto? —le preguntó—. ¿Seguro que no quieres tomarte un
poco más de tiempo para pensártelo?
Él la miró sonriendo y sus ojos estaban tan llenos de amor que casi lloró.
—¿Más tiempo para qué? —preguntó, abrazándola una vez más—. No he
dormido desde que te pedí que te casaras conmigo, temiendo que fueses a recuperar
el buen juicio y cambiases de opinión.
—Podríamos haber esperado hasta después del Festival de Oz.
—¿Y dejar que algunas de esas deslenguadas te hiciesen cambiar de decisión?
De eso nada. Quería ponerte el anillo en el dedo sin dilación. La noche en que
metimos a Winston en la habitación de la cuarentena, yo ya me habría venido para
aquí.
—Tenía clase al día siguiente.
—Por eso he esperado pacientemente una semana —la besó en la frente y
después en la mejilla—. Ahora ya no puedo esperar más.
Heather le acarició la mejilla. Apenas se podía creer que fuese suyo ahora. El
anillo le brilló a la luz del sol y el aroma de las rosas de su ramo pareció envolverlos.
Saber que Alex la quería tanto le hacía sentirse fuerte, valiente, capaz de correr
aventuras.
—Pobrecito —bromeó—. Supongo que debes estar desesperado por irte a la
cama. ¡Tres noches sin dormir! Debes de estar agotado.
Alex la tomó de nuevo en brazos echándose a reír.
—Ni un ápice, tesoro —contestó—. Ni una pizca, mi amor.
Fin