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AA. VV.

Noches de pesadilla

Antología de cuentos de terror


AA. VV., 2005

Prólogo: Marcelo Birmajer

Estudio: María Cristina Figueredo

Editor digital: GONZALEZ

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Una compilación de historias escalofriantes de los autores clásicos del
género. Cuentos atractivos para lectores fanáticos del terror, acompañados por un
estudio del género, las obras y los autores.
[Prólogo]

Por Marcelo Birmajer

Nunca me ha convencido el punto de vista que sitúa a la serpiente como el


villano en la historia de Adán y Eva. En cuanto se lo piensa un poco, la serpiente
no obliga ni engaña a Eva, ni mucho menos a Adán. Apenas si le sugiere a Eva
probar el fruto prohibido. La serpiente seduce, pero no amenaza. Eva podría haber
rechazado su incitación sin riesgos. Adán también. La serpiente era apenas un
detalle, como lo es también en el cuento de Ambrose Bierce que abre este libro: «El
hombre y la serpiente». Lo sustancial del cuento, en cambio, es el miedo. El terror.
Y no podemos echarles la culpa a las serpientes por la tentación, por el terror, ni
por sentirnos tentados por el terror. Mientras leía sobrecogido estos relatos, me
preguntaba cuáles son esas cosas a las que todos los hombres tememos en algún
momento de la vida. Aunque no hice una encuesta planetaria, me arriesgo a
proponer que casi todos los nacidos de mujer tememos, por lo menos, a la muerte,
al dolor, a la vejez, y a la pérdida o el sufrimiento de los seres queridos. Aquel que
no tema al misterio nunca aclarado del fin de la existencia humana, temerá al
implacable proceso por el cual nuestra piel se arruga, nuestros músculos se
atrofian y nuestra memoria flaquea; y quien no tema ni a uno ni a otro,
seguramente temblará ante la perspectiva de ese chispazo infernal que es el dolor
en el cuerpo humano; y quien sea tan valiente como para no amedrentarse frente a
esas inevitables circunstancias, apuesto a que sí temerá que le ocurran a un ser
querido, o a perderlo. Hay personas temerarias que prefieren morir antes que
sufrir, incluso antes que ser objeto de una humillación. Otras son capaces de
afrontar las más dolorosas enfermedades con tal de seguir viviendo semanas.
Existen seres humanos que se alegran por la tranquilidad que les trae la vejez, y
otros que prefieren abandonar al ser amado antes que verlo envejecer. Así de
variado, heroico y triste es el mosaico humano. Sin embargo, todos, todos los
integrantes de alguno de estos equipos han sentido miedo alguna vez. El miedo es
una sensación. Puede parecer una obviedad, pero la muerte, la vejez, el dolor, la
pérdida del ser amado, son hechos concretos; el miedo sólo se siente, y puede
sentirse o no. Uno de los grandes atractivos de la literatura de terror es poder
disfrutar de la sensación del miedo sin tener que afrontar el hecho real que lo
produce. El miedo a las arañas, a las ratas, a las cucarachas —que por lo general no
nos hacen nada y con las cuales apenas si nos cruzamos un par de veces al año—
son formas del miedo a cualquiera de los hechos antes mencionados; y la suma de
todos los miedos es el miedo a lo desconocido. La adultez nos ayuda a recibir con
menos temor un dolor de muelas, porque nuestra experiencia nos enseña que en
algún momento lo superamos; pero ¿cuál sería nuestra reacción ante el mismo
dolor si nos dijeran que es imposible aplacarlo? Lo desconocido nos atemoriza aun
cuando sepamos que más allá de las brumas nos aguarda algo bello o placentero.
Pero en un cuento podemos espiar la experiencia de morir de miedo sin pagar el
precio. No se trata sólo de ver qué le pasa a otro: cada lector puede compartir las
sensaciones de un personaje, extraer de él la intensidad y preservarse al mismo
tiempo. Todos los lectores somos vampiros con los personajes. Acompañamos a
Napoleón mientras es guiado por un espectro, porque siempre quisimos vivir el
vértigo de hablar con un habitante del Más Allá, pero sin dejarle nuestro teléfono
ni nuestra dirección. Transpiramos en la casa embrujada de la calle Aungier, pero
al cerrar el libro nos burlamos del pobre infeliz que quedó atrapado entre sus
páginas. Llegamos hasta el umbral de la ferocidad del conde Drácula, y le
aplicamos el único conjuro realmente inapelable: considerarlo un personaje de
ficción. Pero ¿de veras salimos tan indemnes de las historias de terror que leemos
por placer? ¿Nos despedimos con tanta facilidad de aquellos personajes con los
que vivimos a lo largo de un cuento, como polizones o súcubos? Los miedos que
ellos viven ya acompañaban al hombre de las cavernas y siguen acompañando al
de los rascacielos: el misterio de la muerte y del sufrimiento, de la identidad
(¿quién soy?) y del desamor, no ha avanzado hacia su respuesta, ni con la
tecnología ni con las múltiples escuelas filosóficas. Nacemos con miedo y tememos
hasta el último día, cada uno, como individuo, igual que el primer hombre sobre la
Tierra. Absorbemos las historias de estos personajes como el lobo intenta succionar
la sangre del joven en el cementerio.
No faltan cementerios en esta antología, pero… ¿por qué nos dan miedo los
cementerios? Se supone que esos sitios son más tranquilos y pacíficos que el resto
de los lugares de la Tierra. Son los vivos, no los muertos, quienes pueden ponernos
en peligro. Pero nuestra imaginación se resiste a aceptar que la vida termine, y, por
algún motivo —mi inteligencia no llega tan lejos como para deducirlo—, la
mayoría de los autores sugieren que nada bueno puede provenir de los redivivos.
Mis dos cuentos preferidos en esta antología son, en primer lugar, el que trata este
tema: «La pata de mono», de W. W. Jacobs. Está narrado con una austeridad y una
sencillez que lo vuelve doblemente siniestro. No me extraña que haya sido escrito
por un humorista; en mi opinión, es un cuento perfecto. El segundo pertenece a un
maestro y precursor, H. G. Wells, y trata otro de los temas a los que nos referíamos:
la vejez.
Como desde siempre la literatura ha procurado inquietar al lector —ya sea
para prevenirlo, castigarlo o simplemente divertirlo—, estos cuentos no tienen
fecha de vencimiento. Podrían haber sido escritos hoy mismo, y sin duda seguirán
siendo material de adaptaciones para el cine y la televisión. Hoy ustedes tienen el
privilegio de poder leerlos tal y como sus autores los concretaron.
El hombre y la serpiente

Ambrose Bierce

Es informe verídico —y confirmado por tantos testigos, que ningún hombre juicioso
y erudito osa hoy en día contradecirlo— que los ojos de la serpiente tienen propiedades
magnéticas, de modo que si alguien cayese bajo su influjo es atraído hacia ella contra su
voluntad, y muere en forma lamentable por la mordedura de ese ser.
Recostado en el sillón con toda comodidad, en bata y zapatillas, Harker
Brayton se sonrió mientras leía aquella frase en la vieja obra de Monyster, Las
maravillas de la ciencia: «Lo único que tiene de maravilloso», se dijo, «es que los
hombres juiciosos y eruditos de los tiempos de Morryster hayan creído en tales
tonterías, rechazadas por la mayoría, hasta por las personas más ignorantes de
nuestra época».
Siguió reflexionando, pues Brayton era un hombre de ideas, y sin darse
cuenta bajó el libro sin desviar la vista. En cuanto el volumen estuvo por debajo de
su línea de para sostener la dirección de su mirada malévola. Los ojos ya no eran
simples puntos luminosos; miraron a los suyos con sentido, un sentido que
encerraba un significado maligno.
II

Por suerte, una serpiente en el dormitorio de una de las mejores casas de una
ciudad moderna no es un fenómeno tan común como para pasar inadvertido.
Harper Brayton, un soltero de treinta y cinco años, culto, indolente, pero también
atlético, rico, popular y de buena salud, acababa de regresar a San Francisco
después de llevar a cabo un largo viaje por países remotos y desconocidos. Sus
gustos, siempre un tanto lujosos, se habían vuelto exagerados tras largas
privaciones; y puesto que los servicios del Hotel Castle ya no satisfacían sus deseos
a la perfección, aceptó gustoso la hospitalidad de su amigo, el distinguido doctor
Druring. La casa grande y antigua del científico, ubicada en lo que era entonces un
barrio poco ostentoso de la ciudad, se mostraba a todas luces apartada y distante
del resto. Era obvio que no guardaba relación alguna con las edificaciones
contiguas de su entorno, bastante modificado, y había desarrollado las
excentricidades propias del aislamiento. Una de ellas era un ala visiblemente
inadecuada desde el punto de vista arquitectónico y no menos discordante en
cuanto a su propósito, pues era una combinación de laboratorio, zoológico y
museo. Allí era donde el doctor satisfacía la faceta científica de su naturaleza con el
estudio de aquellas formas de la vida animal que atraían su interés y se adecuaban
a sus gustos, los cuales, hay que confesarlo, se inclinaban por el tipo inferior. Para
que alguno de los tipos superiores agradara a sus sentidos, aunque fuera de modo
superficial, debía conservar por lo menos determinadas características
rudimentarias propias de los «dragones primigenios», tales como sapos y culebras.
Sus simpatías científicas se inclinaban por los reptiles: admiraba a los seres
ordinarios de la naturaleza y se describía a sí mismo como el Zola de la zoología.
Como su esposa e hijas no tenían la suerte de compartir su lúcida curiosidad
respecto de los hábitos de vida de las malhadadas criaturas —nuestros parientes
lejanos—, fueron excluidas con severidad exagerada de lo que él llamaba el
Serpentario, y condenadas a la compañía de sus semejantes; no obstante, para
suavizar los rigores del destino, les había permitido, gracias a su enorme
generosidad, aventajar a los reptiles en la magnificencia de su ambiente y brillar
con mayor esplendor.
En cuanto a su arquitectura y a su «decoración», el Serpentario era sencillo y
austero, como convenía a las humildes circunstancias de sus habitantes, a muchos
de los cuales, por cierto, no se les podía conceder sin peligros la libertad necesaria
para disfrutar con plenitud del lujo, pues tenían la inquietante particularidad de
estar vivos. En sus compartimientos, sin embargo, gozaban de muy pocas
restricciones, limitadas a las indispensables para su necesaria protección frente a la
costumbre nefasta de comerse unos a otros; y, como bien le informaron a Brayton,
era ya tradicional encontrar a algunos de ellos, en diversos momentos, en
determinados lugares del local donde les hubiera resultado muy embarazoso
explicar su presencia. A pesar del Serpentario y de sus siniestras asociaciones —a
las que, en efecto, prestaba muy poca atención—, la vida en la mansión Druring le
resultaba a Brayton muy agradable.
III

Más allá de la sorpresa inicial y un ligero estremecimiento de repugnancia,


la situación no alteró demasiado al señor Brayton. Su primer impulso fue el de
tocar la campanilla para llamar al criado, pero no lo hizo, aunque el cordón de la
campanilla se encontrara al alcance de la mano. Se le ocurrió que tal acto lo haría
parecer temeroso, lo cual, desde luego, no era cierto. Lo afectaban menos los
peligros de la situación que su incongruencia, de la cual era muy consciente: era
repulsiva, pero a la vez absurda.
El reptil pertenecía a una especie desconocida para Brayton. Tan sólo podía
calcular su longitud; pero en su parte más visible, el cuerpo del animal parecía tan
grueso como su antebrazo. ¿De qué modo resultaba peligroso, si en verdad lo era?
¿Se trataba de una serpiente venenosa? ¿Una boa constrictora? Su conocimiento de
las señales de peligro de la naturaleza no le permitía saberlo, pues nunca había
tenido necesidad de descifrar aquel código.
Pero si el animal no era peligroso, al menos era ofensivo. Por lo demás,
«desentonaba», estaba fuera de lugar, lo que lo convertía en una impertinencia. La
joya no era digna del engaste. Ni siquiera los gustos bárbaros de nuestra época y
nuestro país, que llenaron las paredes de las habitaciones con cuadros, el piso con
muebles y los muebles con baratijas, han proporcionado un sitio adecuado para ese
ejemplar de vida selvática. Además —¡la sola idea le resultaba insoportable!—, las
exhalaciones de su aliento se mezclaban con el aire que él mismo respiraba.
Cuando estos pensamientos adquirieron forma, con mayor o menor
precisión, en la mente de Brayton, se sintió impulsado a tomar cartas en el asunto.
Podría denominarse este proceso como reflexión y decisión. Es por eso que somos
sabios o imprudentes. Así es como la hoja marchita en la brisa otoñal muestra
mayor o menor inteligencia que sus compañeras cuando cae en el suelo o en el
lago. El señorío del movimiento humano es un secreto a voces: algo contrae
nuestros músculos. ¿Importa que llamemos voluntad a esos cambios moleculares
iniciales?
Brayton se levantó y decidió apartarse despacio de la serpiente, sin
perturbarla en lo posible, hasta cruzar la puerta. Así se alejan los hombres de la
presencia de la grandeza, pues la grandeza es poder, y el poder constituye una
amenaza. Sabía que podía retroceder sin cometer errores. Si el monstruo lo seguía,
el gusto decorativo que había llenado las paredes de cuadros también le
proporcionaba un estante de armas orientales asesinas; podría elegir una
apropiada para la ocasión. Mientras tanto, los ojos de la serpiente ardían con una
malevolencia más despiadada que nunca.
Brayton levantó el pie derecho para dar un paso atrás, pero en ese mismo
instante sintió una poderosa fuerza que lo frenaba.
—Dicen que soy valiente —murmuró—. Y la valentía, ¿no será simplemente
orgullo? ¿Voy a retirarme sólo porque no hay testigos de mi humillación?
Se sostenía con la mano derecha apoyada en el respaldo de la silla mientras
mantenía el pie suspendido en el aire.
—¡Ridículo! —exclamó en voz alta—. No soy tan cobarde como para tener
miedo de sentirme atemorizado.
Levantó el pie un poco más, doblando apenas la rodilla, y lo clavó con
fuerza en el piso, ¡a un par de centímetros delante del otro! No podía ni imaginar
cómo había sucedido aquello. El intento con el pie izquierdo obtuvo el mismo
resultado, y éste avanzó con respecto al derecho. La mano aferraba el respaldo de
la silla; mantenía el brazo estirado, un tanto hacia atrás. Cualquiera diría que no
estaba dispuesto a perder ese punto de apoyo. La cabeza maligna de la serpiente
aún sobresalía del anillo interior, igual que antes, a la altura del cuello. No se había
movido, pero en ese momento los ojos eran chispas eléctricas que irradiaban una
infinidad de agujas luminosas.
El rostro del hombre era de una palidez cenicienta. Volvió a avanzar un
paso, y otro más, arrastrando en parte la silla, que, al soltarla, cayó con estrépito al
piso. Brayton lanzó un gemido. La serpiente no se movió ni emitió sonido alguno,
pero sus ojos eran dos soles resplandecientes. El propio reptil quedaba oculto por
completo tras ellos. Exhalaban aros crecientes de colores brillantes y vividos que, al
alcanzar su mayor tamaño, desaparecían uno tras otro como pompas de jabón.
Parecían acercarse al rostro del hombre, pero luego se retiraban a una distancia
inconmensurable. Brayton oyó en alguna parte el redoble de un gran tambor, con
estallidos esporádicos de una música lejana, increíblemente dulce, como el sonido
que produce el viento en un arpa eolia. Supo que era la melodía del amanecer de la
estatua del rey Memnón y creyó encontrarse en los juncos al lado del Nilo, oyendo,
exaltado, el himno inmortal a través del silencio de los siglos.
Cesó la música o, más bien, se convirtió, de modo imperceptible, en el lejano
tronar de una tormenta distante. Ante él, se desplegaba un paisaje reluciente de sol
y de lluvia, atravesado por un arco iris de vivos colores que contenía dentro de su
curva gigantesca cien ciudades del todo visibles. A mitad de camino, una serpiente
enorme que lucía una corona levantaba la cabeza por encima de sus voluminosas
circunvoluciones y lo miraba con los ojos de su madre muerta. En forma súbita,
aquel paisaje encantado pareció elevarse a toda velocidad como el telón de un
teatro y desapareció en el vacío. Algo lo golpeó con fuerza en el rostro y el pecho.
Cayó al suelo y le brotó sangre de la nariz rota y de los labios lastimados. Se quedó
un rato atontado y aturdido; permaneció en el piso con los ojos cerrados y el rostro
apoyado contra la puerta. Poco después se recuperó y se dio cuenta, entonces, de
que, con la caída, al apartar la vista, se había roto el hechizo que lo aprisionaba.
Sintió, pues, que si miraba hacia otro lado le sería posible retroceder. Pero, aunque
no la viera, la sola idea de que la serpiente estaba a poca distancia de su cabeza —
quizás a punto de saltar sobre él y enroscarse en su garganta—, le resultaba
demasiado espantosa. Levantó la cabeza, volvió a mirar esos ojos siniestros y fue
de nuevo cautivado por ellos.
La serpiente estaba quieta y había perdido en parte su poder sobre la
fantasía; no se repitieron las espléndidas visiones de los instantes anteriores. Bajo
su frente plana y carente de cerebro, los ojos negros, como perlas relucientes,
brillaban como al principio, con una expresión de malignidad horrorosa. Era como
si aquella criatura, segura ya de su victoria, hubiera decidido no poner en práctica
más engaños seductores.
Entonces sucedió una escena atroz. El hombre, boca abajo en el piso a corta
distancia de su enemigo, se apoyó en los codos, con la cabeza echada hacia atrás y
las piernas extendidas a todo lo largo. Tenía el rostro blanquecino entre las gotas
de sangre, y los ojos abiertos al máximo. De los labios le caía espuma en forma de
escamas. Poderosas convulsiones le sacudieron todo el cuerpo, que empezó a
realizar ondulaciones casi serpentinas. Se dobló por la cintura, moviendo las
piernas de un lado a otro. Y cada movimiento lo acercaba un poco más a la
serpiente. Lanzó las manos hacia adelante en un intento de empujarse para atrás,
pero siguió avanzando con los codos sin poder detenerse.
IV

El doctor Druring y su esposa se hallaban sentados en la biblioteca. El


científico estaba —cosa rara— de buen humor.
—A través del intercambio con otro coleccionista, acabo de obtener un
espléndido ejemplar de Ophiophagus —le dijo a su mujer.
—¿Y qué es eso? —preguntó ella con languidez.
—¡Caramba, qué supina ignorancia! Querida mía, un hombre que después
de casarse comprueba que su esposa es inculta tiene derecho a divorciarse. La
Ophiophagus es una serpiente que se come a las otras serpientes.
—Pues ojalá se coma a todas las tuyas —contestó ella, mientras cambiaba,
distraída, la dirección de la lámpara—. Pero ¿cómo las encuentra? Supongo que
hechizándolas.
—Tan propio de ti, querida —dijo el doctor con cierta petulancia—. Ya sabes
lo que me irrita cualquier referencia a esa superstición grosera sobre el poder de
fascinación de las serpientes.
La conversación fue interrumpida por un fuerte grito que resonó en la casa
silenciosa como la voz sepulcral de un demonio. Y sonó una y otra vez con terrible
claridad. Se levantaron de un salto: el hombre, confundido; su esposa, pálida y
muda de terror. Casi antes de que hubiera desaparecido el eco del último grito, el
doctor salió de la habitación y subió las escaleras de dos en dos. En el pasillo,
frente a la habitación de Brayton, encontró a varios criados que habían bajado del
piso superior. Entraron juntos sin llamar a la puerta. No tenía llave y cedió con
facilidad. Brayton yacía muerto en el piso, boca abajo. La cabeza y los brazos
estaban semiocultos debajo de la barandilla del pie de la cama. Empujaron el
cuerpo hacia atrás y le dieron la vuelta. Tenía el rostro manchado de sangre y
espuma, los ojos muy abiertos, contemplando… ¡una visión espantosa!
—Ha muerto de un ataque —dijo el científico, doblando la rodilla y
colocándole la mano sobre el corazón. Mientras se encontraba en esa postura, miró
debajo de la cama y añadió—: ¡Dios mío! ¿Cómo llegó esto hasta aquí?
Alargó el brazo bajo la cama, sacó la serpiente y, enroscada todavía, la arrojó
al medio de la habitación, desde donde, con un sonido seco y opaco, se deslizó por
el piso barnizado hasta chocar con la pared. Y allí se quedó inmóvil. Se trataba de
una serpiente disecada; sus ojos eran dos botones de calzado.
Traducción: Luz Freire
Título original: «The Man and the Snake»,
en Tales of Soldiers and Civilians, 1890.
Napoleón y el espectro

Charlotte Brontë

Bien, como les iba diciendo, el Emperador se fue a dormir.


—Chevalier, baja la persiana y cierra la ventana antes de irte.
El valet obedeció. Luego tomó el candelero y salió del cuarto. Unos minutos
después, el Emperador sintió que su almohada le resultaba bastante incómoda y se
levantó para sacudirla un poco. Entonces percibió un leve crujido en la cabecera de
la cama. Prestó atención pero, cuando volvió a recostarse, todo estaba en silencio.
Aún no había logrado relajarse totalmente cuando sintió necesidad de beber.
Se inclinó un poco, apoyándose en el codo, y tomó un vaso de limonada de una
mesa pequeña que había junto a la cama. Bebió una gran cantidad y se refrescó. Al
volver a colocar el vaso en su lugar, sintió un profundo gemido en el ropero que se
hallaba en un rincón del cuarto.
—¿Quién anda ahí? —gritó el Emperador, tomando su revólver—. Hable o
le vuelo la tapa de los sesos.
El único efecto que generó esta amenaza fue una risa breve y pronunciada, y
luego le siguió un silencio absoluto.
El Emperador se levantó de un salto, se puso rápidamente su robe-de-
chambre, que había dejado en el respaldo de una silla, y se dirigió con valentía hacia
el ropero embrujado. Algo crujió cuando abrió la puerta. Avanzó hacia adelante
con el arma en la mano. No apareció nadie —ni un alma ni una sustancia—; el
crujido evidentemente había sido provocado por la caída de un abrigo, que colgaba
de un gancho en la puerta. Algo avergonzado de sí mismo, regresó a la cama.
Cuando estaba a punto de cerrar los ojos otra vez, se oscureció de pronto la
luz de las tres velas de cera que se hallaban en un candelabro de plata sobre la
repisa de la chimenea. El Emperador miró hacia arriba: una sombra negra y opaca
la tapaba. Sudando de terror, Napoleón extendió la mano para alcanzar el cordón
de la campana, pero algún ser invisible se la arrebató y en ese mismo momento
desapareció la sombra amenazante.
—¡Bah! —exclamó el Emperador—. Sólo fue una ilusión óptica.
—¿Sí? —susurró cerca de su oído una voz apagada, con tono grave y
misterioso—. ¿Fue una ilusión, Emperador de Francia? ¡No! Lo que usted oyó y vio
es una triste realidad, una advertencia. ¡Levántese! ¡Usted, que enarboló el
estandarte del águila! ¡Despiértese! ¡Usted, que blandió el cetro de lirios! Sígame,
Napoleón, y verá más.
Cuando la voz dejó de oírse, el Emperador percibió con asombro una figura.
Pertenecía a un hombre alto y delgado, vestido con una levita azul, ribeteada con
encaje de oro. Llevaba una corbata negra muy ajustada, con dos pequeños broches
colocados debajo de las orejas. Tenía la cara pálida, la lengua le sobresalía de entre
los dientes, y los ojos, vidriosos y enrojecidos, se salían de sus cuencas de modo
temible y prominente.
—¡Mon Dieu! —exclamó el Emperador—. ¿Qué es lo que veo? ¿De dónde ha
venido, espectro?
La aparición no dijo nada pero avanzó un poco y, levantando el dedo, le
hizo señas a Napoleón para que lo siguiera. El Emperador, bajo el influjo de una
fuerza misteriosa, que le anuló la capacidad de pensar y de actuar por sí mismo,
obedeció en silencio. La pared sólida del cuarto se abrió cuando se acercaron y,
luego de atravesarla, se cerró tras ellos con un ruido similar al de un trueno. La
oscuridad hubiera sido absoluta de no ser por la débil luz que brillaba alrededor
del fantasma y permitía ver las paredes húmedas de un largo corredor abovedado.
Avanzaron por allí con silenciosa celeridad. Una brisa fría y refrescante subía
rápidamente por la bóveda, con el sonido de un lamento, anunciando que se
acercaban al exterior; el Emperador se ajustó un poco más su camisón holgado.
Enseguida salieron y Napoleón advirtió que se hallaba en una de las calles
principales de París.
—Estimable espíritu —dijo, temblando con el aire frío de la noche—,
permítame regresar a ponerme un abrigo. Volveré enseguida.
—Avance —respondió su compañero, implacable.
A pesar de la creciente indignación que le provocó una especie de ahogo, el
Emperador se sintió obligado a obedecer.
Siguieron por las calles desiertas hasta que llegaron a una casa imponente
construida en las orillas del Sena. Aquí, el espectro se detuvo: las puertas se
abrieron para recibirlos y ambos entraron en un amplio vestíbulo de mármol,
cubierto en parte por una cortina. A través de sus pliegues semitransparentes se
podía ver una luz intensa que brillaba con un lustre deslumbrante. Delante de esta
cortina, había una hilera de figuras femeninas lujosamente vestidas. Llevaban en la
cabeza guirnaldas con las más bellas flores, pero tenían la cara oculta por horribles
máscaras que representaban calaveras humanas.
—¿Qué significa toda esta mascarada? —gritó el Emperador, haciendo un
esfuerzo para deshacerse de esas cadenas mentales que lo limitaban contra su
voluntad—. ¿Dónde estoy, y por qué me trajo hasta aquí?
—Silencio —le contestó el guía, con esa lengua negra y sangrienta
sobresaliendo aun más de su boca—. Haga silencio, si quiere evitar la muerte
inmediata.
El Emperador habría respondido —su coraje natural era capaz de superar el
temor transitorio que lo había dominado al comienzo—, pero en ese momento una
melodía extravagante, sobrenatural, fue aumentando el volumen detrás de la
inmensa cortina, que iba y venía, hinchándose lentamente hacia afuera como
agitada por una conmoción interna o una lucha entre fuertes vientos. En ese mismo
instante, penetró en ese vestíbulo embrujado una mezcla abrumadora de olores de
cuerpos putrefactos, combinada con las fragancias más finas de Oriente. Ahora se
oía a la distancia el murmullo de muchas voces, y algo lo tomó del brazo desde
atrás, con ansiedad.
Se dio vuelta rápidamente. Sus ojos se encontraron con el rostro familiar de
Marie-Louise.
—¿Qué sucede? ¿Tú también en este sitio infernal? —le preguntó—. ¿Qué te
trajo hasta aquí?
—¿Puedo hacerte la misma pregunta? —respondió la Emperatriz, sonriendo.
Napoleón no dijo nada; el asombro se lo impidió.
Ya no había ninguna cortina entre la luz y él. Había desaparecido como por
arte de magia, y una araña extraordinaria colgaba encima de su cabeza. A su
alrededor, había un grupo numeroso de mujeres, lujosamente vestidas pero sin las
máscaras de calaveras humanas, y, entre ellas, una cantidad similar de caballeros,
contentos y animados. Todavía se oía la música, pero era evidente que provenía de
una orquesta ubicada cerca de él. Aún se percibía un agradable olor a incienso,
aunque no estaba mezclado con ningún hedor.
—¡Mon Dieu! —exclamó el Emperador—. ¿Cómo sucedió todo esto? ¿Dónde
diablos está el espectro?
—¿El espectro? —contestó la Emperatriz—. ¿A qué te refieres? ¿No seria
mejor que salieras del cuarto y fueras a descansar?
—¿Que salga del cuarto? ¿Por qué? ¿Dónde estoy?
—En mi salón privado, rodeado de algunos cortesanos que invité a un baile
esta noche. Entraste hace unos minutos en camisón, con los ojos fijos y bien
abiertos. Supongo, por tu asombro, que caminabas sonámbulo.
Inmediatamente, el Emperador sufrió un ataque de catalepsia, y siguió en
ese estado toda la noche y gran parte del día siguiente.
Título original: «Napoleón and the Spectre», 1833, publicado
posteriormente en The Twelve Adventurers and Other Stories, 1925.
Traducción: Fabiana A. Sordi
La pata de mono

William Wymark Jacobs

Afuera, la noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de la residencia


Laburnam las persianas estaban cerradas y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo
jugaban al ajedrez; el primero, que tenía la idea de que el juego involucraba
cambios radicales, ponía a su rey en peligros tan intensos e innecesarios como para
arrancarle comentarios a la anciana de cabello blanco que tejía plácidamente junto
al fuego.
—Escuchen el viento —dijo el señor White, quien, tras haberse dado cuenta
de un error fatal cuando ya era demasiado tarde, deseaba amablemente impedir
que su hijo lo viera.
—Estoy escuchando —confirmó éste, inspeccionando severamente el tablero
mientras extendía la mano—. Jaque.
—Me cuesta trabajo creer que vendrá esta noche —comentó su padre, con la
mano suspendida sobre el tablero.
—Mate —replicó el hijo.
—Eso es lo peor de vivir tan lejos —gritó el señor White con repentina e
inesperada violencia—. De todos los lugares más detestables, fangosos y solitarios,
éste es el peor. El sendero es una ciénaga y el camino es un torrente. No sé en qué
están pensando todos. Supongo que porque sólo hay dos casas en el camino creen
que carece de importancia.
—No tiene caso, querido —dijo su esposa, con tono conciliador—, tal vez
ganes la próxima vez.
De pronto, el señor White levantó los ojos, justo a tiempo para interceptar
una mirada de entendimiento entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus
labios, y escondió un gesto de culpabilidad en su delgada barba gris.
—Ahí está —dijo Herbert White, mientras el portal se cerraba y se acercaban
a la puerta unos pasos fuertes y pesados.
El anciano se levantó con hospitalaria celeridad y, al abrir la puerta, lo
oyeron darle el pésame al recién llegado, quien también se compadeció de sí
mismo. La señora White dijo:
—¡Ya, ya! —y tosió suavemente, mientras su esposo entraba en la sala,
seguido de un hombre alto y corpulento, de ojos pequeños y semblante rubio
rojizo.
—El sargento mayor Morris —dijo, presentándolo.
El sargento mayor estrechó sus manos, tomó el asiento que le ofrecieron
junto al fuego y se quedó observando plácidamente mientras su anfitrión sacaba
whisky y vasos, y colocaba una pequeña tetera de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, sus ojos se tornaron más brillantes, y comenzó a hablar. El
pequeño círculo familiar apreciaba con ansioso interés a este visitante de tierras
lejanas, que hablaba de lugares desconocidos y formidables hazañas, de guerras y
pestes, y pueblos extraños.
—Hace veintiún años de eso —recordó el señor White, inclinando la cabeza
a su esposa e hijo—. Cuando se fue era un jovenzuelo. Y mírenlo ahora.
—No parece haberle ido tan mal —agregó amablemente la señora White.
—A mi también me gustaría ir a la India —comentó el anciano—; sólo para
echar un vistazo.
—Está mejor aquí —respondió el sargento mayor, sacudiendo la cabeza.
Apoyó el vaso vacío y, suspirando suavemente, la sacudió de nuevo.
—Me gustaría ver todos esos antiguos templos y a los faquires y
malabaristas —afirmó el viejo—. ¿Qué era eso que comenzó a contarme el otro día
sobre una pata de mono, o algo así, Morris?
—Nada —contestó el soldado rápidamente—. Por lo menos, nada que valga
la pena escuchar.
—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White con curiosidad.
—Bueno, es sólo un poco de lo que ustedes llamarían magia —dijo el
sargento mayor espontáneamente.
Sus tres oyentes se inclinaron ansiosos. Con la mente ausente, el visitante se
llevó el vaso a los labios, y luego volvió a dejarlo. Su anfitrión lo llenó.
—Si la miran —continuó el sargento mayor, buscando torpemente en su
bolsillo—, es sólo una patita común, momificada.
Sacó algo de su bolsillo y lo mostró. La señora White se apartó haciendo una
mueca, pero su hijo la tomó y la examinó con curiosidad.
—¿Y qué tiene de especial? —inquirió el señor White al quitársela a su hijo;
pero después de observarla, la colocó sobre la mesa.
—Un viejo faquir la hechizó —dijo el sargento mayor—. Era un hombre
santo. Quería demostrar que el destino rige la vida de las personas y que los que
interfieren con él lo hacen muy a su pesar. La hechizó de manera que tres hombres
distintos pudieran pedirle tres deseos cada uno.
Sus gestos eran tan impresionantes que sus interlocutores se dieron cuenta
de que su risa ligera no concordaba con la situación.
—Y bien, ¿por qué no pide usted tres deseos? —preguntó Herbert,
astutamente.
El soldado lo miró como un hombre de edad madura debe ver a un joven
presuntuoso.
—Ya los pedí —respondió quedamente, y su cara enrojecida palideció.
—¿Y en realidad se le cumplieron los tres deseos? —interrogó el señor
White.
—Sí —dijo el sargento mayor, y su vaso chocó contra sus dientes fuertes.
—¿Y alguien más ha pedido deseos? —insistió la anciana.
—El primer hombre pidió sus tres deseos. Sí —fue la respuesta—. No sé
cuáles fueron los primeros dos, pero el tercero fue la muerte. Así fue como obtuve
la pata.
Su tono era tan serio que se hizo un silencio en el grupo.
—Si ya pidió usted sus tres deseos, entonces ya no le sirve para nada, Morris
—afirmó el anciano—. ¿Para qué la conserva?
El soldado sacudió la cabeza.
—Por gusto, supongo —dijo lentamente.
—Si tuviera tres deseos más —agregó el anciano, mirándolo con
perspicacia—, ¿los pediría?
—No lo sé —dijo el otro hombre—, no lo sé.
Tomó la pata, y, balanceándola entre el dedo índice y el pulgar, la arrojó al
fuego. White, con un leve gemido, se agachó y la recogió.
—Es mejor dejar que se queme —comentó el soldado seriamente.
—Morris, si usted no la quiere —dijo el otro—, démela a mí.
—No lo haré —insistió su amigo—. Yo la lancé al fuego. Si la conserva, no
me culpe por lo que ocurra. Arrójela de nuevo a las llamas; sea sensato.
El otro movió la cabeza y examinó de cerca su nueva posesión.
—¿Cómo lo hace? —inquirió.
—Levántela con la mano derecha y pida el deseo en voz alta —dijo el
sargento mayor—. Pero lo prevengo sobre las consecuencias.
—Suena como Las mil y una noches —opinó la señora White, mientras se
levantaba y comenzaba a preparar la cena—. ¿Cree usted que podría pedir cuatro
pares de manos para mí?
Su esposo sacó el talismán de su bolsillo y los tres se echaron a reír, mientras
el sargento mayor, con cara de alarmado, lo tomaba del brazo.
—Si va a pedir un deseo —dijo ásperamente—, pida algo sensato.
El señor White la volvió a poner en su bolsillo, y, acomodando las sillas,
invitó a su amigo a la mesa. Durante la cena, el talismán fue parcialmente olvidado
y, luego, los tres se sentaron a escuchar, encantados, una segunda parte de las
aventuras del soldado en la India.
—Si el cuento de la pata de mono no es más veraz que los otros que nos ha
contado, no conseguiremos nada de ella —dijo Herbert, al cerrarse la puerta tras su
invitado, que salió apurado por alcanzar el último tren.
—¿Le diste algo a cambio? —inquirió la señora White, mirando de cerca a su
esposo.
—Muy poca cosa —respondió él, ruborizándose levemente—. No quería
nada, pero lo obligué a aceptar. Y otra vez me presionó para que la tirara.
—Seguramente seremos ricos, famosos y felices —dijo Herbert con horror
fingido—. Para comenzar, padre, pide ser emperador… así tu esposa no te
dominará.
Corrió alrededor de la mesa, perseguido por la traviesa señora White,
armada con la funda de un almohadón.
El señor White extrajo la pata del bolsillo y la miró dudando.
—No sé qué pedir, eso es un hecho —dijo pausadamente—. Me parece que
tengo todo lo que quiero.
—Si pudieras pagar la casa, estarías muy feliz, ¿o no? —comentó Herbert,
con la mano en su hombro—. Bueno, entonces pide doscientas libras; eso sería
suficiente.
Su padre, sonriendo avergonzado ante su propia credulidad, levantó el
talismán, mientras su hijo, con el rostro serio y un tanto desfigurado por el guiño
que hacía a su madre, se sentó al piano y tocó unos acordes impresionantes.
—Deseo doscientas libras —aseguró el anciano.
Un estrepitoso sonido del piano recibió la palabras, interrumpido por un
estremecedor gemido del viejo. Su esposa y su hijo corrieron hacia él.
—Se movió —gritó, con una mirada de disgusto hacia el objeto que yacía en
el piso—. Al pedir el deseo se torció en mi mano como una víbora.
—Bien, no veo el dinero —dijo su hijo, al levantarla y ponerla sobre la
mesa— y apuesto a que nunca lo veré.
—Debe haber sido tu imaginación —comentó su esposa, mirándolo
ansiosamente.
Él movió la cabeza.
—Sin embargo, no importa. No se ha hecho ningún mal, aunque me llevé
una fuerte impresión.
De nuevo se sentaron ante el fuego, mientras los dos hombres terminaban de
fumar sus pipas. Afuera, el viento soplaba más que nunca, y el anciano se
sobresaltó por el sonido de una puerta golpeando violentamente en el piso de
arriba. Un silencio inusual y depresivo se abatió sobre ellos, y duró hasta que la
anciana pareja se levantó para retirarse a dormir.
—Espero que encuentren el dinero dentro de una gran bolsa en el medio de
su cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—, y a algo horrible agazapado
sobre el armario observándolos mientras se guardan su riqueza malhabida.
El señor White se sentó en la oscuridad, contemplando el fuego agonizante,
y adivinando rostros en él. El último fue tan espantoso y simiesco que lo miró
estupefacto. Se volvió tan vivido que, con una risita intranquila, buscó en la mesa
un vaso que tuviera un poco de agua para arrojársela. Su mano se topó con la pata
de mono y, con un ligero estremecimiento, se la frotó en el abrigo y subió a su
habitación.
II

A la mañana siguiente, en la claridad del sol frío que iluminaba la mesa del
desayuno, Herbert se rió de sus miedos. Había un aire de integridad en la
habitación, ausente la noche anterior, y la pata sucia y reseca estaba abandonada
sobre un mueble con un descuido que no denotaba mucha fe en sus virtudes.
—Supongo que todos los soldados viejos son iguales —dijo la señora
White—. ¡Qué idea la de hacernos escuchar tal barbaridad! ¿Cómo podrían
concederse deseos en estos días? Y si se pudiera, ¿cómo podrían perjudicarte
doscientas libras?
—Podrían caer del cielo sobre su cabeza —imaginó el frívolo Herbert.
—Morris dijo que todas las cosas ocurrían con tanta naturalidad —comentó
su padre—, que podrías, si quisieras, atribuirlas a una coincidencia.
—Bueno, no se lancen sobre el dinero antes de que yo vuelva —agregó
Herbert al levantarse de la mesa—. Temo que te conviertas en un hombre ruin y
avaro, y tengamos que repudiarte.
Su madre rió. Luego lo acompañó a la salida y lo miró alejarse por el camino.
Al regresar a la mesa del desayuno, se divirtió a costa de la credulidad de su
esposo. Todo esto no impidió que corriera a la puerta cuando llamó el cartero, ni
que se refiriera con brusquedad a los suboficiales retirados de costumbres
bohemias cuando descubrió que en el correo venía una factura del sastre.
—Me imagino que Herbert hará alguno de sus comentarios graciosos
cuando vuelva a casa —dijo mientras se sentaban a comer.
—Así lo creo —respondió el señor White, sirviéndose un poco de cerveza—.
Pero, de cualquier modo, la cosa se movió en mi mano; lo juro.
—Te imaginaste que se movía —dijo la anciana con tono conciliador.
—Te digo que se movió —replicó él—. No me lo imaginé; sólo… ¿qué pasa?
Su esposa no contestó. Estaba observando los misteriosos movimientos de
un hombre que estaba afuera, y que, mirando de forma poco decidida hacia la casa,
parecía intentar convencerse de entrar. Ella lo asoció con las doscientas libras,
cuando notó que el extraño estaba bien vestido, y llevaba un sombrero de seda,
brillante de tan nuevo. Aquel hombre hizo tres veces una pausa ante la cerca, y
luego echó a andar otra vez. La cuarta vez se detuvo, puso la mano sobre ella, y,
con repentina resolución, la abrió de par en par y caminó por el sendero. Al mismo
tiempo, la señora White se llevó las manos a la espalda, se desató apresuradamente
el delantal, y puso ese útil accesorio debajo del almohadón de la silla.
Invitó al extraño a pasar a la sala. Él, que parecía intranquilo, la miró
furtivamente, y escuchó preocupado las disculpas de la anciana por la apariencia
del lugar y el abrigo de su esposo, prenda que por lo general reservaba para el
jardín. Entonces esperó, tan pacientemente como su sumisión se lo permitía, a que
él dijera qué lo había traído hasta allí, pero al principio estuvo extrañamente
silencioso.
—Me… me pidieron que viniera —dijo al fin, y se agachó a quitarle un
trocito de algodón a sus pantalones—. Vengo de Maw y Meggins.
La anciana se sobresaltó.
—¿Pasa algo? —preguntó sin aliento—. ¿Le ha ocurrido algo a Herbert?
¿Qué pasó? ¿Qué pasó?
Su esposo intervino.
—Calma, calma, madre —dijo apresuradamente—. Siéntate y no saques
conclusiones. Estoy seguro de que usted no ha traído malas noticias, señor —y
miró al otro, anhelante.
—Lo siento… —comenzó el visitante.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
—Muy herido —dijo suavemente—. Pero no sufre.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la señora White juntando las manos—. ¡Gracias
a Dios! ¡Gracias…!
Se interrumpió de pronto, al comprender el siniestro sentido que se escondía
en ese consuelo, y vio la terrible confirmación de sus temores en el rostro del
hombre. Entonces contuvo la respiración, miró a su marido, que parecía no
entender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
—Quedó atrapado en las máquinas —dijo el hombre en voz baja.
—Quedó atrapado en las máquinas —repitió el señor White, aturdido—. Sí.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer entre
las suyas y la apretó, como lo hacía cuarenta años antes, cuando la cortejaba.
—Era el único que nos quedaba —dijo, volviéndose suavemente hacia el
visitante—. Es muy duro.
El otro tosió, se levantó y se acercó con lentitud a la ventana.
—La empresa me ha encomendado que les exprese sus condolencias por
esta gran pérdida —dijo sin volverse—. Les ruego que comprendan que sólo soy
un empleado y que obedezco órdenes.
No hubo respuesta. El rostro de la señora White estaba lívido, sus ojos fijos,
y su respiración inaudible. El semblante de su esposo reflejaba una expresión como
la que podría haber tenido su amigo el sargento al comienzo de su carrera.
—Quería decirles que Maw y Meggins se deslindan de responsabilidades —
prosiguió—. No admiten ninguna obligación. Pero en consideración a los servicios
prestados por su hijo, desean compensarlos con una cantidad de dinero.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con horror al
visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra:
—¿Cuánto?
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió lánguidamente, extendió
los brazos como un ciego y se desplomó sin sentido.
III

En el cementerio nuevo e inmenso, a unos tres kilómetros de distancia,


marido y mujer sepultaron a su hijo y volvieron a la casa inmersos en la sombra y
el silencio. Todo fue tan rápido que al principio casi no se dieron cuenta y les
quedó una esperanza, como si fuera a ocurrir algo que aliviara ese peso,
demasiado grande para dos corazones viejos.
Pero pasaron los días y esa esperanza se transformó en resignación, esa
desesperada resignación de los viejos que algunos llaman apatía. A veces casi no
hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran largos hasta el
cansancio.
Alrededor de una semana después, el señor White se despertó
repentinamente una noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a
oscuras y él escuchó el sonido de un llanto contenido que venía de la ventana. Se
incorporó en la cama para escuchar mejor.
—Ven aquí —dijo tiernamente—. Te va a dar frío.
—¡Mi hijo tiene frío! —respondió la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba
tibia y sus ojos, pesados de sueño. Cabeceó de forma intermitente hasta que un
grito salvaje de su mujer lo despertó bruscamente.
—¡La pata! —gritaba—. ¡La pata de mono!
El señor White se levantó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué pasa?
Ella se acercó a él tambaleante.
—La quiero —dijo en voz baja—. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó, asombrado—. ¿Por qué?
Llorando y riendo al mismo tiempo, se inclinó y lo besó.
—La había olvidado —dijo histéricamente—. ¿Por qué no lo había pensado
antes? ¿Por qué no lo habías pensado tú?
—¿Pensar qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió rápidamente—. Sólo hemos pedido
uno.
—¿Y no fue suficiente?
—No —gritó ella, con aires de triunfo—. Pediremos uno más. Baja y tráela
pronto, y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama. Levantó las sábanas y sus temblorosos
miembros quedaron al descubierto.
—Dios mío, estás loca —gritó horrorizado.
—Tráela —jadeó—. Tráela pronto y pide. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
El hombre encendió la vela.
—Vuelve a acostarte —dijo, inseguro—. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió —afirmó la mujer febrilmente—. ¿Por
qué no el segundo?
—Fue una coincidencia —balbuceó el anciano.
—Ve por ella y pide el deseo —gritó su esposa, temblando por la emoción.
El marido se dio vuelta, la miró y dijo con voz trémula:
—Hace diez días que está muerto, y además… no quiero decir más… sólo
pude reconocerlo por la ropa. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo
vieras, ahora…
—Tráemelo —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que le
tengo miedo al niño que crié?
Él bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán
estaba en su lugar, y un miedo terrible de que su deseo aún no formulado trajera a
su hijo mutilado antes de que él pudiera escapar del cuarto se apoderó de él y le
cortó la respiración al advertir que había perdido el rastro de la puerta. Con la
frente fria por el sudor, tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared hasta
que se encontró en el pequeño pasillo con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta el rostro de su mujer le pareció
distinto. Estaba ansiosa y pálida, y tenía algo sobrenatural. Tuvo miedo de ella.
—Pídelo —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió su esposa.
El hombre levantó la mano.
—Deseo que mi hijo vuelva a vivir.
El talismán cayó al suelo y el señor White lo miró con terror. Luego,
temblando, se dejó caer en una silla, mientras la anciana, con ojos febriles, se
acercaba a la ventana y levantaba la persiana.
El hombre se quedó sentado, inmóvil, aterrado; miraba ocasionalmente la
silueta de la anciana que escudriñaba por la ventana. El cabo de la vela, quemado
hasta el borde del candelero de porcelana, lanzaba sombras palpitantes sobre el
techo y las paredes, hasta que expiró, con una última oscilación. El anciano, con un
inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, volvió a la cama. Minutos después,
ella vino silenciosa y apática a su lado.
No hablaron. Escuchaban en silencio el pulso del reloj. Crujió un escalón y
un ratón se escurrió por la pared. La oscuridad era opresiva, y, después de pasar
un rato juntando coraje, el señor White buscó la caja de fósforos, encendió uno y
bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera se apagó el fósforo y él se detuvo para encender otro. Al
mismo tiempo, sonó un golpe suave, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Se le cayeron los fósforos. Él permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se
repitió el golpe. Huyó a su cuarto y rápidamente cerró la puerta. Resonó un tercer
golpe por toda la casa.
—¿Qué fue eso? —dijo la mujer, levantándose de la cama.
—Un ratón —contestó el hombre, con un estremecimiento—, un ratón. Pasó
a mi lado por la escalera.
La mujer se había erguido y escuchaba. Un golpe más fuerte que los
anteriores retumbó en el aire.
—¡Es Herbert! —gritó ella—. ¡Es Herbert!
Corrió hacia la puerta, pero su esposo la siguió, la tomó de un brazo, y la
mantuvo inmovilizada.
—¿Qué vas a hacer? —susurró con voz quebrada.
—¡Es mi hijo, es Herbert! —gimió ella, luchando por liberarse—. Olvidé que
estaba a tres kilómetros de aquí. ¿Por qué me detienes? Déjame ir. Debo abrirle la
puerta.
—¡Por el amor de Dios, no lo dejes entrar! —exclamó el anciano, lleno de
terror.
—¿Vas a temerle a tu propio hijo? —gritó, forzando a su marido a soltarla—
.-Déjame ir. ¡Ya voy, hijo! ¡Voy a verte, Herbert!
Sonó otro golpe, y otro más. La anciana, con un tirón desesperado, se zafó de
su esposo y corrió hacia abajo. Él fue detrás de ella y la llamó angustiosamente al
darse cuenta de que bajaba por la escalera. Oyó cómo soltaba la cadena y quitaba el
pasador de la puerta. Luego, la voz jadeante de la anciana llegó hasta él.
—El cerrojo de arriba —gritó—. Ven pronto. No lo alcanzo.
Pero su esposo estaba agachado en el piso, buscando la pata. Si pudiera
encontrarla antes de que aquella cosa entrase a la casa. Los golpes eran ahora más
frenéticos. Oyó que su esposa se apoderaba de una silla y la arrastraba hasta
colocarla junto a la puerta. Descorrió el cerrojo. En ese momento, el anciano
encontró la pata de mono y pidió su tercer y último deseo, ya casi sin aliento.
Los golpes cesaron abruptamente, aunque su eco se quedó en el aire.
Escuchó a su esposa mover la silla y abrir la puerta. Una fría corriente de aire se
coló hasta la escalera, y un largo lamento de desaliento y dolor de su esposa le dio
fuerzas para correr a su lado. Desde la puerta vio el farol que se balanceaba en la
acera de enfrente, iluminando un camino tranquilo y solitario.
Título original: «The Monkey’s Paw», 1902, en
The Lady of the Barge (1906). Gentileza: The Society of Authors.
Tomado de: Cuentos de terror, Alfaguara, México, 1997.
Traducción: Noemí Novell
Relato de los extraños
sucesos de la calle Aungier

Joseph Sheridan Le Fanu

No vale la pena relatar mi historia; al menos, no vale la pena escribirla. En


realidad, al contarla como me lo pidieron a veces, no me fue tan mal, aunque no
soy yo quien debiera decirlo. Era una noche de invierno, y yo me encontraba ante
un círculo de rostros inteligentes y ávidos, iluminados por un buen fuego después
de la cena; afuera se levantaba el viento helado y gemía, mientras los comensales se
hallaban en el interior, cómodos y abrigados. Pero es arriesgado hacerlo como
usted me lo pide. La pluma, la tinta y el papel no son medios adecuados para
transmitir lo maravilloso, y un «lector» es por cierto un animal más crítico que un
«escucha». No obstante, si usted puede convencer a sus amigos de que lo lean al
anochecer, y después que la conversación alrededor de la chimenea haya versado
sobre cuentos emocionantes de ese terror vago e impreciso; en pocas palabras, si
usted me asegura el mollia tempora fandi, me consagraré a la tarea, y diré lo que
tengo que decir con mi mejor disposición. Bueno, pues, dadas estas condiciones, no
diré más, y le contaré de manera sencilla cómo ocurrió todo.
Mi primo, Tom Ludlow, y yo estudiamos juntos medicina. Creo que hubiese
sido un buen médico de haber insistido en la profesión, pero prefirió la Iglesia,
pobre muchacho, y murió joven, víctima de la peste, contraída durante el noble
desempeño de sus funciones. Pero, para nuestros fines, baste con decir que tenía
un carácter reposado, aunque de naturaleza franca y alegre; era muy estricto en
cuanto al cumplimiento de la verdad, y no se parecía a mí en modo alguno, pues
mi temperamento es excitable y nervioso.
Mientras estudiábamos, mi tío Ludlow, el padre de Tom, compró tres o
cuatro casas viejas en la calle Aungier. Una de ellas estaba desocupada. Él residía
en el campo, y Tom propuso que nos estableciéramos en la casa vacía mientras no
se alquilara; una opción que cumpliría el doble fin de situarnos cerca de la
universidad y de nuestros lugares de diversión, y de ahorramos el pago de la renta
semanal por el hospedaje.
Nuestro mobiliario era muy escaso; nuestro equipaje, modesto y
rudimentario en extremo. En pocas palabras, nuestras posesiones eran casi tan
austeras como las de un campamento militar. Así pues, llevamos a cabo nuestro
plan no bien lo ideamos. El salón se convirtió en la sala de estar. A mí me tocó el
dormitorio ubicado encima de la sala, y a Tom, el de atrás, en el mismo piso, cuarto
que yo no hubiera ocupado por nada del mundo.
En primer lugar, la casa era muy, muy vieja. Tengo entendido que hace
cincuenta años renovaron la fachada, pero aparte de eso no tenía nada moderno. El
agente que la compró y rastreó los títulos a pedido de mi tío, me dijo que se
vendió, junto a otras propiedades confiscadas, en la casa de remates Chichester,
creo que en 1702; y había pertenecido a sir Thomas Hacket, quien fue alcalde de
Dublín en los tiempos de Jacobo II. Cuántos años tenía entonces, no lo sé, pero, de
todos modos, los años y los cambios sufridos a través del tiempo fueron suficientes
para otorgarle ese aspecto misterioso y triste, excitante y depresivo a la vez, que es
tan propio de la mayoría de las mansiones antiguas.
Se modernizaron muy poco los detalles, y quizá fuera mejor así, pues había
algo extraño y anticuado en las paredes y techos, en la forma de las puertas y
ventanas, en la posición peculiar de la repisa de la chimenea, situada en diagonal,
en las vigas y las pesadas cornisas, además de la singular solidez de la ebanistería,
desde las barandillas hasta los marcos de las ventanas. Todo eso era imposible de
ocultar, y hubiera revelado su antigüedad debajo de innumerables capas de barniz
y adornos modernos.
A decir verdad, se notaban algunos intentos, al punto de empapelar las
salas, pero, de un modo u otro, el papel parecía tosco y fuera de lugar. La anciana,
que atendía un pequeño bazar en el camino, y cuya hija —una solterona de
cincuenta y dos años— era nuestra única criada desde el amanecer hasta su
discreta retirada en cuanto terminaba de preparar el té en las dependencias de
servicio, esta mujer, digo, lo recordaba, desde la época en que el juez Horrocks
solía pasar allí sus días, agasajando a sus invitados con excelente carne de venado
y vinos raros y añejos. (Éste se había ganado la reputación de ser un juez severo y
«amigo de la horca» y acabó por colgarse él mismo bajo un rapto de «locura
temporal», como sentenció el juez de primera instancia). En aquellos tiempos
felices, tapices de cuero dorado adornaban las salas de estar y es muy posible que
causaran una magnífica impresión, pues las habitaciones eran de veras espaciosas.
Los dormitorios tenían revestimientos, pero el del frente no era lóbrego; y en
éste la hospitalidad de lo antiguo prevalecía sobre sus connotaciones sombrías.
Pero el dormitorio de atrás, por compatibilidad de temperamentos, se había unido
a la recámara y anulado la separación. Tenía dos ventanas sombrías ubicadas de
modo extraño, que miraban al vacío frente al pie de la cama, y con el recoveco
oscuro propio de las viejas casas de Dublín, como un enorme armario fantasmal.
Por la noche, este «nicho», como solía llamarlo nuestra mucama, tenía, a mi juicio,
un carácter especialmente siniestro y sugerente. La vela distante y solitaria de Tom
brillaba en vano con luz trémula en la oscuridad. Allí estaba siempre vigilándolo…
siempre impenetrable. Pero esto creaba sólo una parte del efecto. No tengo
palabras para expresar lo repulsiva que me resultaba toda la pieza. En sus trazos y
proporciones había, supongo, discordancias latentes, cierta relación indescriptible
y misteriosa, que perturbaba en forma confusa algún recóndito sentido de lo
apropiado y lo seguro, y daba lugar a indescriptibles sospechas y recelos en la
imaginación. En general, como dije al principio, por nada del mundo hubiera
pasado una noche solo en ese cuarto.
Nunca pretendí ocultarle al pobre Tom mis debilidades supersticiosas, y él,
por su parte, ridiculizaba mis temores con la mayor franqueza. Sin embargo, el
escéptico estaba predestinado a recibir una dura lección, como se verá enseguida.
Al poco tiempo de ocupar nuestros respectivos dormitorios empecé a
padecer una gran inquietud por las noches y trastornos en el sueño. Puesto que
siempre había dormido profundamente y no era de ningún modo propenso a las
pesadillas, supongo que estas molestias me tornaron muy intolerante. Así pues, en
lugar de disfrutar de mi acostumbrado reposo, mi destino consistía ahora en
«beber todos los horrores» cada noche. Luego de una serie inicial de sueños
desagradables y espantosos, mis angustias adquirieron forma definitiva, y la
misma visión, sin variaciones perceptibles en los detalles, me visitaba al menos (en
promedio) dos veces por semana.
Ahora bien, este sueño, pesadilla o ilusión infernal —como se la quiera
llamar— en cuya desgraciada víctima me convertí, se aparecía de la siguiente
manera:
Yo veía, o imaginaba que veía, cada mueble y cada particularidad de la
pieza donde dormía con la más abominable nitidez, a pesar de la profunda
oscuridad. Esto, como es sabido, se da al margen de la pesadilla común. Pues bien,
mientras me encontraba en ese estado de clarividencia, que consistía apenas en la
iluminación del escenario donde iba a presentarse el monótono cuadro vivo del
horror, razón de mis noches insoportables, mi atención, de manera inmutable, se
dirigía —no sé por qué— a la ventana opuesta al pie de mi cama; y siempre con el
mismo efecto, un sentimiento de anticipación espantoso, lento pero seguro, se
apoderaba de mí. De algún modo, empecé a percibir que manos extrañas llevaban
a cabo, para atormentarme, preparativos horribles e imprecisos en un lugar
desconocido, y, luego de una pausa, que siempre me parecía igual, de pronto se
asomaba una imagen por la ventana, donde se quedaba fija, como atraída por la
electricidad, y entonces empezaba el castigo del horror que a veces llegaba a durar
varias horas. La imagen pegada de ese modo misterioso a la ventana era el retrato
de un viejo, en bata floreada de seda carmesí, cuyos pliegues podría describir, con
un rostro que expresaba una rara mezcla de intelecto, lascivia y poder, pero a la
vez siniestro y rodeado de presagios malignos. Tenía la nariz ganchuda, como el
pico de un buitre; los ojos grandes, grises y saltones, e iluminados por una enorme
crueldad fría y mortífera. Remataba estas facciones un gorro de terciopelo carmesí;
los cabellos que aparecían por debajo del gorro habían encanecido con los años,
pero las cejas conservaban su negrura original. Bien recuerdo cada línea, matiz y
sombra de ese semblante, ¡y con razón! La mirada de esa cara infernal permanecía
fija en mí, y la mía respondía a la inexplicable fascinación de una pesadilla,
durante un período de angustia muy prolongado. Por fin:
Cantaba el gallo y entonces desaparecía el demonio que me había
esclavizado durante las espantosas vigilias de la noche; y, atormentado y nervioso,
me levantaba para cumplir con las obligaciones del día.
Sentía —no sé por qué, pero puede deberse a la intensa angustia y
profundas impresiones de horror sobrenatural, con el cual estaba asociada la
extraña fantasmagoría— un insuperable rechazo a describir la naturaleza exacta de
mis preocupaciones nocturnas a mi amigo y compañero. Por lo general, sin
embargo, le decía que estaba obsesionado con sueños abominables; y, conforme al
materialismo atribuido a la medicina, tratamos los dos de disipar mis miedos, no a
través del exorcismo, sino por medio de un tónico reconfortante.
—Le haré justicia a este tónico y admitiré con franqueza que el maldito
retrato empezó a espaciar sus visitas bajo sus efectos. ¿Qué me dices? ¿Fue, pues,
esa singular aparición —tan llena de carácter como de terror— una criatura de mi
fantasía o la invención de mi pobre estómago? ¿Fue, en suma, subjetiva (para
decirlo en la jerga técnica de nuestro tiempo), y no la intromisión y el ataque
palpable de un agente externo? Reconozcamos, mi querido amigo, que eso carece
de lógica. El espíritu perverso que cautivó mis sentidos bajo la forma de un retrato,
bien pudo haber estado cerca de mí y haber sido igualmente enérgico y maligno
aunque yo no lo hubiera visto. ¿Qué implica la totalidad del código moral de la
religión revelada en cuanto al debido cuidado de nuestros cuerpos, a la sobriedad,
la templanza, etc.? Hay una correspondencia obvia entre lo material y lo invisible.
Hasta donde sabemos, la tonicidad saludable del sistema y su energía intacta
pueden protegemos contra influencias que de otro modo volverían espantosa la
vida. El mesmerista y el electrobiólogo fracasan, en promedio, con nueve de cada
diez pacientes, y eso también puede ocurrirle al espíritu maligno. Para la
producción de determinados fenómenos espirituales son indispensables
condiciones especiales del sistema corporal. A veces la operación sale bien, pero a
veces falla, eso es todo.
Descubrí después que mi compañero, escéptico al parecer, también tenía
problemas. Pero en ese momento yo aún no lo sabía. Una noche en que, por
milagro, me encontraba durmiendo profundamente, me despertaron unos pasos en
el vestíbulo delante de mi pieza, seguidos de un ruido atronador que resultó ser el
candelabro de bronce que el pobre Tom Ludlow había lanzado con todas sus
fuerzas por encima de la barandilla, y que luego rebotó con gran estrépito hasta el
segundo tramo de las escaleras; y casi al mismo tiempo, Tom abrió mi puerta de
golpe e irrumpió de espaldas en mi cuarto en un estado de extrema agitación.
Salté de la cama y lo agarré del brazo antes de tener una idea clara de mi
propia ubicación. Allí estábamos —en camisón, delante de la puerta abierta—,
mirando a través de la vieja barandilla la ventana del vestíbulo, por la que brillaba
la tenue luz de la luna opacada por las nubes.
—¿Qué pasa, Tom? ¿Qué te pasa? ¿Qué demonios te pasa, Tom? —le
pregunté, sacudiéndolo nervioso, con impaciencia.
Respiró hondo antes de responderme, pero no con mucha coherencia.
—No, nada. Nada en absoluto. ¿Yo hablé? ¿Qué dije? ¿Dónde está la vela,
Richard? Está oscuro; yo… yo tenía una vela.
—Sí, muy oscuro —dije—. ¿Pero qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Por qué no
contestas, Tom? ¿Has perdido el juicio? ¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? Ah, ya acabó. Debe de haber sido un sueño, nada más que un
sueño, ¿no crees? No puede ser otra cosa que un sueño.
—Por supuesto —le contesté, muy nervioso—. Fue un sueño.
—Creí —dijo— que había un hombre en mi cuarto y… y salté de la cama y…
y… ¿dónde está la vela?
—En tu cuarto, probablemente —respondí—. ¿Voy a buscarla?
—No, quédate aquí… no vayas. No importa… te pido que no vayas; fue sólo
un sueño. Cierra la puerta con llave, Dick. Me quedaré aquí contigo… estoy
nervioso. Así que, Dick, sé bueno, enciende tu vela y abre la ventana… estoy en un
estado calamitoso.
Hice lo que me pedía y, envuelto en una de mis mantas como Granuaile,
nuestra heroína irlandesa del siglo XVI, se sentó al lado de mi cama.
Todo el mundo sabe lo contagioso que es el miedo de todo tipo, pero en
especial la clase de miedo que experimentaba Tom en esas circunstancias. Yo no
quería oír los pormenores de la espantosa visión que tanto lo había aterrado, y creo
que por nada del mundo él los hubiese referido en ese preciso momento.
—No es necesario que me cuentes tu sueño disparatado, Tom —le dije,
simulando indiferencia, pero en verdad al borde del pánico—. Hablemos de otra
cosa. Es evidente que esta casa vieja y mugrienta nos hace daño a ambos, y que
Dios me libre de quedarme más tiempo aquí, para sufrir indigestiones… y… pasar
noches horribles. De modo que mejor buscamos otro hospedaje, ¿no te parece?, de
inmediato.
Tom estuvo de acuerdo, y después de una pausa, dijo:
—He estado pensando, Richard, que hace tiempo que no veo a mi padre, y
he decidido ir a verlo mañana y regresar en uno o dos días, y podrías alquilar un
piso para nosotros mientras tanto.
Supuse que esta decisión, sin duda el resultado de las visiones que lo habían
atemorizado tan hondamente, se disiparía por la mañana junto con el abatimiento
y las sombras de la noche. Pero estaba equivocado. Tom se fue al campo en cuanto
amaneció, y acordamos que no bien encontrara hospedaje adecuado le avisaría por
carta para que volviera de la casa del tío Ludlow.
Ahora bien, a pesar de lo ansioso que estaba por cambiar de alojamiento,
sucedió que, debido a una serie de demoras y percances, pasó casi una semana
antes de que pudiese cumplir con mi acuerdo y con el envío inmediato de la carta a
Tom; y entretanto, su seguro servidor se vio envuelto en una o dos aventuras
insignificantes, las cuales, pese a lo ridículas que puedan parecer hoy, minimizadas
a la distancia, en aquel entonces estimularon en forma considerable, por cierto, mi
deseo de mudarme.
Una o dos noches después de la partida de mi compañero, estaba sentado en
mi dormitorio, al lado de la chimenea, con la puerta cerrada con llave y un vaso de
ponche de whisky caliente sobre la estrafalaria mesa de patas largas; pues la mejor
manera de mantener a raya a
los espíritus negros y blancos,
los espíritus azules y grises,

que me rodeaban, consistía en seguir la costumbre recomendada por la


sabiduría de mis antepasados, y «elevé mi espíritu con bebidas espirituosas». Dejé
de lado el volumen de Anatomía, y me dediqué con placer, antes de beber el
ponche y acostarme en la cama, a leer una media docena de páginas del Spectator.
Y en eso oí pasos que bajaban por la escalera del desván. Eran las dos de la mañana
y las calles estaban tan silenciosas como un camposanto. Por consiguiente, se oían
los ruidos con perfecta nitidez. El andar era lento y pesado, caracterizado por la
afectación y la gravedad de la edad avanzada, y descendía por la angosta escalera
del piso superior, y, lo que hacía más singular el sonido era sin duda que los pies
que lo producían estaban descalzos y bajaban tanteando el camino con golpes
secos y torpes, muy desagradables al oído.
Sabía a ciencia cierta que mi asistente se había ido varias horas antes y que
sólo yo quedaba en la casa. Era evidente también que la persona que bajaba por las
escaleras no tenía la intención de disimular sus movimientos, sino que, por el
contrario, parecía dispuesta a hacer más ruido aún y proceder con mayor
premeditación sin necesidad alguna. Cuando los pasos llegaron al pie de la
escalera delante de mi cuarto, parecieron detenerse, y supuse que en cualquier
momento se abriría la puerta de golpe y entraría el personaje original del odioso
retrato. Sin embargo, sentí un gran alivio pocos segundos después al oír que los
pasos volvían a descender, en la misma forma, por las escaleras que desembocan
en las salas, y luego, después de una pausa, iban de allí al piso de abajo, al
recibidor, donde dejaron de oírse.
Ahora bien, cuando cesó el ruido, yo estaba hecho un atado de nervios,
como suele decirse; había alcanzado un grado de excitación muy molesto. Me puse
a escuchar, pero no se oía nada. Cobré ánimo para llevar a cabo una prueba
decisiva y, con voz estentórea, grité por encima de las barandillas:
—¿Quién anda allí?
Pero la única respuesta que obtuve fue el eco de mi propia voz resonando en
la vieja casa vacía… ningún nuevo movimiento; nada, en fin, que les diera a mis
fastidiosas sensaciones una orientación concreta. Creo que en tales circunstancias
hay algo muy desagradable y decepcionante en el sonido de la propia voz, cuando
es proyectada en soledad y en vano. Intensificó mi sensación de aislamiento, y mis
temores aumentaron al ver que la puerta, que yo estaba seguro de haber dejado
abierta, estaba cerrada detrás de mí; con vaga inquietud, por temor a que me
cortaran la retirada, entré en mi cuarto tan rápido como pude, y allí me quedé en
un estado de aislamiento imaginario, y muy incómodo en efecto, hasta el
amanecer.
Esa noche no apareció el huésped descalzo, pero la noche siguiente, cuando
ya estaba acostado, en la oscuridad, creo que alrededor de la misma hora que la
vez anterior, oí otra vez con nitidez los pasos del viejo bajando del desván.
Esta vez ya había bebido mi ponche, y por lo tanto mi estado de ánimo era
excelente. Salté de la cama, agarré el atizador mientras pasaba al lado del fuego
casi extinguido, y en un santiamén me encontré en el vestíbulo. En ese momento,
ya había cesado el ruido, la oscuridad y el frío eran desalentadores, e imagínese mi
horror cuando vi o creí ver un monstruo negro, no sé si con forma de hombre o de
oso, de pie y de espaldas a la pared, en el vestíbulo frente a mí, con un par de ojos
verdes que brillaban con luz tenue. Ahora bien, con toda franqueza le confesaré
que la alacena donde colocamos a la vista nuestros platos y tazas estaba situada
justo en aquel lugar, aunque en ese momento no lo recordé. Al mismo tiempo debo
decirle con toda honestidad que, pese a la imaginación exaltada, nunca pude
convencerme de que fui víctima de mi propia fantasía en este asunto, pues la
aparición, después de uno o dos cambios de forma, como en un acto de
transformación incipiente, empezó a avanzar hacia mí, ahora que lo pienso bien, en
su forma original. Empujado más por el terror que por la audacia, le lancé el
atizador por la cabeza con todas mis fuerzas; y con el acompañamiento de un
horrible estrépito regresé a mi cuarto y cerré la puerta con doble llave. Entonces,
apenas unos segundos después, oí que los espantosos pies descalzos bajaban por
las escaleras, hasta que cesó el sonido en el recibidor, igual que la otra vez.
Si la aparición de la noche anterior fue una ilusión óptica producto de mi
fantasía que jugueteaba con los oscuros contornos de la alacena, y si sus horribles
ojos no eran más que tazas invertidas, tuve la satisfacción, de todos modos, de
haberle lanzado el atizador con asombroso resultado, ya que, para decirlo con una
de esas frases hechas, «mató a dos pájaros de un tiro», tal como pusieron en
evidencia los trozos y fragmentos de mi juego de té. Hice todo lo posible por
consolarme y llenarme de valor a partir de esas demostraciones, pero no funcionó.
¿Y qué puedo decir de esos espantosos pies descalzos y su continua marcha
pesada, que marcaba los intervalos de la escalera a través de la soledad de mi casa
embrujada, y a una hora en que no se manifestaba ningún influjo positivo?
¡Maldición! Todo este asunto era abominable. Me sentía muy desanimado y me
horrorizaba la llegada de la noche.
Llegó, y empezó amenazante, con tormentas y ráfagas tenaces de lluvia
deprimente. Las calles se volvieron silenciosas antes de lo acostumbrado; y a las
doce de la noche no se oía nada excepto el inquietante golpeteo de la lluvia.
Me puse todo lo cómodo y abrigado que pude. Encendí dos velas en vez de
una. Renuncié a la cama y me dispuse a salir, con la vela en la mano; pues, coute qui
coute, estaba decidido a ver, si era visible, al ente que perturbaba la quietud
nocturna de mi mansión. Estaba intranquilo y nervioso, e intenté en vano
interesarme por mis libros. Caminé por el cuarto, silbando ya fuera música marcial
o alegre, mientras que, de vez en cuando, intentaba escuchar el pavoroso ruido. Me
senté y miré fijo la etiqueta cuadrada de la solemne y discreta botella negra, hasta
que «EL MEJOR WHISKY AÑEJO DE MALTA DE FLANAGAN & CÍA.» se
convirtió en una especie de callado acompañamiento de todas las especulaciones
fantásticas y horribles que acosaban mi mente.
Entretanto, el silencio se hizo más profundo y la oscuridad, más tenebrosa.
Traté en vano de escuchar el ruido de un vehículo o el alboroto atenuado de un
riña en la distancia. Apenas se oía el rumor de un viento incipiente que surgió
después de la tormenta que había atravesado las montañas de Dublín más allá del
alcance del oído. En medio de esta enorme ciudad empecé a sentirme solo con la
naturaleza, y sabe Dios qué más. Mi valor disminuía. Sin embargo, el ponche, que
embrutece a tantos, me convirtió de nuevo en un hombre, justo a tiempo para oír,
con firmeza y suficiente sangre fría, los pies desnudos, blandos y torpes que una
vez más descendían por la escalera.
Tomé un candelabro con cierto estremecimiento. Mientras avanzaba traté de
improvisar una oración, pero callé durante un momento para escuchar, y no logré
terminarla. Los pasos continuaban. Confieso que dudé por unos segundos frente a
la puerta, antes de armarme de valor y abrirla. Cuando eché una mirada, vi que el
vestíbulo estaba vacío del todo: no había monstruo alguno en las escaleras, y, como
el detestable sonido había cesado, me tranquilicé lo suficiente como para
aventurarme hasta la barandilla. ¡Horror de los horrores! Uno o dos peldaños más
abajo, la pisada sobrenatural golpeó el piso. Logré percibir algo en movimiento; era
del tamaño del pie de Goliat: gris, pesado, y se sacudía con peso muerto de un
escalón al otro. Por mi vida, nunca había visto o imaginado una rata gris más
monstruosa.
Shakespeare dijo: «Hay hombres que no soportan un cerdo asado, y otros
enloquecen al ver un gato». Estuve a punto de perder la cordura cuando vi esa
rata, porque —ríase de mí, si lo desea— me lanzó lo que creo que fue una
expresión de malicia indudablemente humana, y, al tiempo que se arrastraba casi
entre mis pies y me observaba, podría jurar que vi —entonces lo pensé pero ahora
estoy seguro— la mirada infernal y la cara odiosa de mi viejo amigo del retrato,
impresas en el rostro de la enorme alimaña que tenía ante mí.
Regresé con rapidez a mi cuarto con una sensación de repugnancia y horror
imposible de describir, y aseguré la puerta, como si al otro lado hubiera un león.
¡Maldito él o eso; maldito el retrato y su modelo! Tenía la sensación de que la rata
—sí, la rata, la RATA que acababa de ver— era aquel ser maligno oculto bajo un
disfraz, vagando por la casa en una de sus infernales diversiones nocturnas.
Temprano por la mañana, empecé a recorrer con grandes dificultades las
calles fangosas, y, entre otras diligencias, envié una nota de urgencia a Tom,
pidiéndole que volviera. Pero no bien regresé a la casa me encontré con un mensaje
de mi «compinche» viajero, en el cual me anunciaba su arribo para el día siguiente.
Me alegró la noticia en más de un sentido, ya que, por un lado, había tenido éxito
en mi búsqueda de alojamiento, y por otro, la aventura medio ridícula y medio
horrible de la noche anterior volvía especialmente gratos el cambio de ambiente y
el retorno de mi compañero.
Esa noche, dormí en forma provisoria en mi nueva vivienda de la calle
Digges, y a la mañana siguiente regresé a desayunar a la mansión embrujada,
donde sin duda Tom acudiría de inmediato en cuanto llegase.
Estaba en lo cierto: llegó y una de sus primeras preguntas se refirió al
principal motivo de nuestro cambio de residencia.
—Gracias a Dios —dijo, con auténtico fervor, al enterarse de que ya estaba
todo arreglado—. Me alegro mucho por ti. En cuanto a mí, te aseguro que por nada
en el mundo volvería a pasar una noche en esta espantosa casa vieja.
—¡Al diablo con la casa! —exclamé, con una sincera mezcla de miedo y
aversión—. No hemos pasado ni un momento agradable desde que vinimos a vivir
aquí.
Seguí hablando y de paso le conté mi aventura con la vieja rata hinchada.
—Bueno, si eso fuera todo —dijo mi primo, fingiendo no darle importancia al
asunto—, no creo que me hubiese preocupado demasiado.
—Cierto, pero su mirada, su rostro, querido Tom —insistí—, si hubieses
visto eso, habrías pensado que era cualquier cosa menos lo que las apariencias
indicaban.
—Prefiero creer que el mejor prestidigitador en ese caso sería un gato grande
y robusto —respondió, con una risita irritante.
—Pero ahora hablemos de tu propia aventura —dije, con brusquedad.
Ante esta provocación, miró a su alrededor con inquietud. Yo le había
avivado un recuerdo muy desagradable.
—La oirás, Dick, te la contaré —dijo—, pero, por Dios, caballero, relatarla
aquí me haría sentir muy incómodo, pese a que presentamos un frente demasiado
sólido como para que los fantasmas se atrevan a entrometerse en este momento.
Aunque lo dijo en broma, creo que fue una apreciación seria. Nuestra criada
estaba en un rincón del cuarto, guardando los trozos de la vajilla y del juego de té
de porcelana en una canasta. Pronto dejó la tarea, y con la boca y los ojos muy
abiertos se puso a escuchar absorta. Tom relató sus experiencias casi con estas
mismas palabras:
—Lo vi tres veces, Dick, tres veces inconfundibles, y estoy absolutamente
seguro de que tenía la intención de hacerme un daño infernal. Como te decía, yo
estaba en peligro, en grave peligro; pues en el mejor de los casos, de no haber huido
tan pronto, sin duda hubiese perdido la razón. Gracias a Dios, me escapé.
»La primera noche en que ocurrió este repulsivo episodio me hallaba
acostado en la vieja cama de madera con la intención de dormir. Me repugna
recordarlo. En realidad, estaba bien despierto, pese a que había apagado la vela y
me mantenía inmóvil como si estuviera dormido; y, aunque inquietos en ocasiones,
mis pensamientos se sucedían de modo alegre y placentero.
»Creo que, cuando oí un sonido en… en ese recoveco detestable y oscuro en
el extremo del dormitorio, eran por lo menos las dos de la mañana. Parecía como si
alguien arrastrara con lentitud un trozo de cuerda por el piso, levantándola y
dejándola caer de nuevo, suavemente, en espirales. Me senté en la cama una o dos
veces, pero no pude distinguir nada, así que llegué a la conclusión de que se
trataba de los ratones del revestimiento de las paredes. No sentí ninguna emoción
alarmante, excepto curiosidad, y poco después dejé de prestar atención.
»Mientras permanecía en ese estado, aunque parezca raro, sin sospechar al
principio de la presencia de algo sobrenatural, vi de pronto a un viejo, más bien
robusto y corpulento, en una especie de bata de color rojo apagado, con una gorra
negra en la cabeza, que se movía con lentitud y dificultad en forma diagonal a
través del dormitorio, desde el recoveco, pasando delante del pie de mi cama,
hasta el antiguo armario de la leña a mi izquierda. Llevaba algo bajo el brazo: la
cabeza le colgaba ligeramente hacia un lado; y, ¡Dios misericordioso!, cuando le vi
la cara…».
Tom se calló por un momento, y luego continuó:
—Ese semblante funesto, que vivo o muerto nunca podré olvidar, reveló lo
que era. Sin mirar a izquierda o derecha, pasó por mi lado, y entró en el armario
ubicado cerca de la cabecera de la cama.
»Mientras se acercaba a mí esa especie pavorosa e indescriptible de muerte y
culpa, sentí que ya no tenía la capacidad para hablar ni moverme, al igual que un
cadáver. Muchas horas después de su desaparición, yo aún estaba demasiado
aterrorizado y débil como para intentar algún movimiento. En cuanto llegó el día,
me armé de valor y registré el cuarto, en especial el camino que pareció tomar el
aterrador intruso, pero no había rastros de que alguien hubiese pasado por allí, ni
señales visibles de desorden entre la leña que cubría el piso del armario.
»Empecé a recuperarme un poco en ese momento. Estaba rendido y
exhausto, y por fin me venció un sueño febril. Bajé tarde, y al verte tan abatido, por
causa de tus sueños relacionados con el retrato, cuyo original se presentó ante mí —
ahora lo sé—, no quise hablar sobre la visión infernal. De hecho, estaba tratando de
convencerme a mí mismo de que todo había sido una alucinación, y no tenía
deseos de revivir la intensidad de las repugnantes impresiones de la noche
anterior… ni de comprometer la persistencia de mi escepticismo, por medio del
relato de mis padecimientos.
»Confieso que me hizo falta mucha sangre fría para regresar a mis aposentos
embrujados la noche siguiente y acostarme tranquilo en la misma cama —continuó
Tom—. Y lo hice en tal estado de agitación que habría bastado una insignificancia
—no me avergüenza decirlo— para desatar en mí un pánico incontrolable. Sin
embargo, esa noche transcurrió en calma, como la siguiente y también dos o tres
más. Empecé a recuperar la confianza en mí mismo y a convencerme de que creía
en las teorías de las ilusiones espectrales, con las que al principio había tratado en
vano de engañar a mis convicciones.
»La aparición había sido, en efecto, del todo anómala. Recorrió la habitación
sin advertir para nada mi presencia. Yo no la perturbé, y ésta no mostró interés por
mí ¿Para qué fin imaginable le servía, pues, cruzar el cuarto en forma visible? Por
supuesto, bien podría haber estado en el armario en vez de haber ido allí, con la
misma facilidad con que se introdujo en el recoveco sin entrar en la habitación en
forma perceptible por los sentidos. Además, ¿cómo demonios pude verlo? Era una
noche oscura; yo no tenía velas; no había fuego en la chimenea; ¡y sin embargo lo
vi con la misma claridad, tanto el colorido como el contorno, con que suelo
distinguir cualquier forma humana! Un sueño cataléptico podría explicarlo del
todo; y yo estaba decidido a considerarlo un sueño.
»Uno de los fenómenos más notables relacionados con la mendacidad
consiste en la enorme cantidad de mentiras deliberadas que nos contamos a
nosotros mismos, puesto que es lícito suponer que caeríamos en el engaño con
facilidad. En todo esto —no necesito decírtelo, Dick—, sencillamente me estaba
mintiendo, y no creía una sola palabra de las despreciables patrañas. Sin embargo,
seguí adelante, como suelen hacer los hombres, igual que los charlatanes e
impostores perseverantes, que imponen por cansancio la credulidad en las
personas a través del simple recurso de la reiteración; de modo que tenía la
esperanza de poder persuadirme a mí mismo, por fin, de asumir el cómodo
escepticismo con respecto al fantasma.
»No había aparecido por segunda vez: era, sin duda, un alivio. Y, después
de todo, ¿qué me importaban él, sus viejas y peculiares vestimentas y su extraña
apariencia? ¡Ni un rábano! La experiencia no me había dañado en absoluto y en
verdad hasta me había beneficiado con una buena historia. Así que me acosté en la
cama, apagué la vela, y, animado por una ruidosa disputa de borrachos en el
callejón de atrás, me quedé dormido.
»Me desperté sobresaltado de este profundo sueño. Estaba consciente de que
había tenido un sueño horrible, pero no podía recordarlo. El corazón me latía con
furia; me sentí aturdido y afiebrado. Me senté en la cama y miré alrededor del
cuarto. La luz de la luna entraba a raudales por las ventanas sin cortinas; todo
estaba como lo había visto la última vez; y pese a que la riña doméstica en el
callejón de atrás, por desgracia para mí, se había calmado, todavía podía oír a un
simpático tipo cantando, de regreso a su casa, la canción picaresca de entonces
llamada Murphy Delaney. Aprovechando esa distracción, volví a acostarme, con la
cara hacia la chimenea, y, cerrando los ojos, intenté pensar sólo en la balada, que se
perdía cada vez más en la distancia:
Murphy Delaney, tan alegre y gracioso,

entró en una taberna a beberse unos tragos;

salió tambaleándose repleto de whisky

fresco como una lechuga, ciego como un toro.

»El cantante, cuyo estado era parecido, sin duda, al de su héroe, pronto se
distanció demasiado como para deleitar mis oídos; y a medida que se alejaba la
música, caí en un sueño ligero, nada reparador. De algún modo, la canción se me
había metido en la cabeza, y empecé a divagar con las aventuras de mi respetable
compatriota, quien, al salir de la “taberna”, cayó al río, del que lo sacaron para
hacerlo “comparecer” ante un “jurado”, el cual, informado por un “veterinario” de
que el tipo estaba “muerto de remate y asunto concluido”, falló en conformidad, en
el preciso instante en que el difunto recobraba la conciencia, de modo que un
furioso altercado y una batalla campal concluyen la balada con la picardía y el
humor apropiados.
»Con fatigada monotonía recorrí despacio la balada, hasta el último verso, y
luego empecé de nuevo, y así una y otra vez, durante mi inquieto sueño a medias.
Por cuánto tiempo, no sabría decirlo. Pero, de pronto, empecé a murmurar
“muerto de remate y asunto concluido”, y algo parecido a otra voz dentro de mí
parecía decir, muy débilmente pero en forma nítida, “¡muerto!, ¡muerto!, ¡muerto!,
¡y que Dios tenga piedad de su alma!”; y al instante me desperté de golpe, mirando
fijo hacia adelante desde la almohada.
»Ahora bien —¿podrás creerlo, Dick?—, vi a la misma maldita figura, de
frente, y me contemplaba con su expresión sepulcral y demoníaca a no más de dos
metros de la cabecera».
Tom hizo una pausa y se limpió el sudor de la cara. Me sentí muy raro. La
criada estaba tan pálida como Tom; y, puesto que nos encontrábamos en el mismo
lugar de tales aventuras, todos nos sentíamos muy agradecidos, sin duda alguna,
de la brillante luz del día y de la actividad de la calle.
—Sólo la vi con claridad unos tres segundos; luego se tomó vaga e
imprecisa; pero, por mucho tiempo, hubo algo parecido a una columna de vapor
oscuro en el lugar donde se había ubicado la figura entre la pared y la cama; y yo
estaba seguro de que aún se encontraba ahí. Después de un buen rato, esta
aparición también se desvaneció. Llevé la ropa abajo, al recibidor, y me vestí allí,
con la puerta semiabierta; luego salí a la calle, y caminé por el pueblo hasta el
amanecer, hora en que regresé en un estado calamitoso y muerto de cansancio. Fue
una tontería de mi parte, Dick, sentir vergüenza de contarte los motivos de mi
agitación. Pensé que te reirías de mí, sobre todo porque siempre me tomé las cosas
con filosofía y me referí a tus fantasmas con desprecio. Llegué a la conclusión de
que no me darías tregua; de modo que mantuve en secreto mi relato de terror.
»Así pues, Dick, quizá no me creas, pero te aseguro que hace muchas
noches, después de mi última experiencia, que no piso mi cuarto. Cuando te ibas a
acostar, me quedaba sentado un rato en la sala de estar; luego me deslizaba en
silencio hasta la puerta de entrada, salía y me quedaba en la taberna Robin Hood
hasta que se fuera el último parroquiano; y luego pasaba la noche como un
centinela, caminando las calles de arriba abajo hasta la mañana siguiente.
»Durante más de una semana no descansé en mi cama. A veces, me
adormecía en un banco en la Robin Hood, y a veces echaba una siesta en una silla
durante el día, pero no dormí normalmente en ningún momento.
»Tomé la firme decisión de que alquiláramos otra casa, pero no me atrevía a
confesarte el motivo, y de un modo u otro fui postergando mi resolución de día en
día, a pesar de que mi vida se había vuelto, cada hora de dilación, tan desgraciada
como la del criminal perseguido por la policía. Este lamentable estilo de vida
estaba acabando con mi salud.
»Una tarde resolví disfrutar de una hora de sueño en tu cama. Odiaba la
mía; de modo que, fuera de una sigilosa visita diaria para deshacerla, temeroso de
que Martha, la criada, descubriera el secreto de mi ausencia nocturna, no entré
para nada en la fatídica habitación.
»Por desgracia y para mi mala suerte, tu dormitorio estaba cerrado y te
habías llevado la llave. Fui al mío con el propósito de deshacer la cama, como de
costumbre, y darle la apariencia de que había dormido en ella. Ahora bien, esa
noche, debido a la coincidencia de diversas circunstancias, me vi obligado a
enfrentar una escena pavorosa. En primer lugar, me sentía literalmente abrumado
por el cansancio, y ansiaba dormir; en segundo lugar, el efecto del agotamiento
excesivo sobre mis nervios se asemejaba al de un narcótico, y me volvía menos
susceptible a los angustiosos miedos ya habituales en mí. Y además, la ventana
estaba un poco entreabierta, una agradable frescura impregnaba el ambiente, y,
como broche de oro, el alegre sol de la tarde hacía muy agradable la habitación.
¿Qué podía impedirme disfrutar de una hora de siesta allí? El aire resonaba con el
zumbido alegre de la vida, y la abundante luz natural del día llenaba todos los
rincones de la pieza.
»Cedí —suprimiendo mi desasosiego— a la casi abrumadora tentación; y
apenas me quité el saco y me aflojé la corbata, me recosté en la cama con la idea de
limitarme a un breve sueño de media hora, con la finalidad de disfrutar de modo
inusitado de un colchón de plumas, un cobertor y un almohadón.
»Fue un hecho terrible e insidioso; y el demonio, sin duda, guió mis
preparativos, fatuos y caprichosos. Tonto de mí, creí, con la mente y el cuerpo
agotados por falta de sueño, y una semana sin descanso en mi haber, que era
posible, en esa situación, dormir tan sólo una media hora. Mi sueño fue profundo,
largo y desprovisto de pesadillas.
»Me desperté con calma, pero del todo, sin sobresaltos o sensaciones feas de
ningún tipo. Como sin duda recuerdas, era pasada la medianoche, me parece que
cerca de las dos de la mañana. Cuando el sueño ha sido profundo y largo,
suficiente para satisfacer las necesidades de la naturaleza, uno se despierta con
frecuencia de este modo, en forma súbita, tranquila y completa.
»Había una figura sentada en el viejo y pesado sofá al lado de la chimenea.
Estaba más bien de espaldas a mí, pero yo no estaba equivocado; se dio vuelta
despacio y, ¡por todos los cielos!, allí estaba el rostro sepulcral, con sus infernales
rasgos de perversidad y desesperanza, contemplándome con malicia. Ya no cabía
duda acerca de su percepción de mi presencia, ni de la infernal maldad que lo
animaba, pues se levantó y se acercó a mi cabecera. Tenía una soga alrededor del
cuello, y en la mano sostenía con rigidez el otro cabo, enrollado.
»Mi ángel protector me dio fuerzas para soportar la horrible crisis. Durante
unos segundos, me quedé paralizado frente a la mirada del aterrador fantasma. Se
acercó a la cama y me pareció que iba a meterse en ella. De inmediato salté al piso
por el otro extremo, y unos segundos después, no sé cómo, me encontré en el
vestíbulo.
»Pero todavía no se había roto el hechizo; no había atravesado aún el valle
de la sombra de la muerte. El aborrecible fantasma estaba allí, frente a mí. Se
encontraba cerca de la barandilla, un poco encorvado; y, con un cabo de la soga
alrededor del cuello, balanceaba un nudo en el otro, como para lanzarlo a mi
cuello, y mientras realizaba esta siniestra pantomima, tenía una sonrisa tan lasciva,
tan horrorosa y espeluznante, que me anuló los sentidos. No vi ni recuerdo nada
más, hasta que me encontré en tu cuarto.
»Tuve un escape milagroso, Dick —eso no se puede negar—, un escape por
el cual, mientras viva, bendeciré la misericordia del cielo. Nadie puede concebir o
imaginar lo que significa para un ser humano la presencia de semejante cosa, pero
he vivido esa espantosa experiencia. Dick, Dick, una sombra se ha cruzado en mi
camino, se me ha helado la sangre hasta los tuétanos, y no seré el mismo nunca
más… nunca, Dick… ¡nunca!».
Nuestra criada, una mujer madura de cincuenta y dos años, como ya dije, se
había quedado inmóvil mientras oía el relato de Tom, y poco a poco se acercó a los
dos, con la boca abierta y las cejas fruncidas sobre los ojos negros, pequeños y
brillantes, hasta que, mirando de soslayo de vez en cuando por encima del
hombro, se ubicó detrás de nosotros. Durante el relato había hecho varios
comentarios serios, en voz baja, pero he omitido tanto éstos como sus
exclamaciones, por razones de brevedad y sencillez.
—He oído a menudo hablar de ello —dijo en ese momento—, pero nunca lo
había creído hasta hoy, aunque, en realidad, ¿por qué no habría de creerlo? ¿Acaso
mi madre allá abajo, en el camino, no sabe varias historias extrañas —¡bendito sea
Dios!— aunque no lo diga? Pero usted no debió dormir en el dormitorio de atrás.
Ella, mi madre, no quería en absoluto que yo entrara y saliera de esa habitación ni
siquiera de día, y menos que un cristiano pasara la noche allí; pues ella asegura
que era su dormitorio.
—¿El dormitorio de quién? —preguntamos al mismo tiempo.
—Pues, el de él… el del viejo juez… el juez Horrock, claro, que en paz
descanse —y miró aterrada a su alrededor.
—¡Así sea! —murmuré, entre dientes—. Pero ¿murió allí?
—¡Murió allí! No, no exactamente allí —respondió ella—. Por cierto, ¿no se
colgó de la barandilla, ese viejo pecador, Dios tenga piedad de nosotros? ¿Y no fue
en el recoveco donde encontraron los mangos cortados de la soga de saltar, y el
cuchillo donde colocó la cuerda —¡bendito sea Dios!— para ahorcarse? La hija de
su ama de llaves era la dueña de la soga, me lo dijo mi madre varias veces, y la
niña no pudo recuperarse nunca después de eso, y se despertaba sobresaltada,
chillaba de noche, por las pesadillas y los terrores nocturnos que la acosaban; y
decían que era el alma del viejo juez la que la atormentaba; y ella bramaba y
gritaba para que alejaran al viejo grande y robusto con el cuello torcido; y entonces
profería: «Ay, ¡el amo!, ¡el amo!, ¡camina pesadamente hacia mí y me llama con
señas! Madre querida, ¡no me abandones!». Hasta que al fin la pobre criatura
murió, y los doctores dijeron que falleció por causa de agua en el cerebro, pues
¿qué otra cosa podían decir?
—¿Cuándo pasó todo eso? —pregunté.
—Ah… ¿cómo podría saberlo? —respondió—. Pero debe de haber ocurrido
hace mucho, mucho tiempo, porque el ama de llaves ya era vieja, con la pipa en la
boca y sin un solo diente. Pasaba los ochenta cuando mi madre se casó, y decían
que había sido una mujer atractiva y elegante cuando el viejo juez se suicidó. Por
cierto, mi madre pronto va a cumplir los ochenta. Y lo que empeoró las cosas para
el viejo villano desnaturalizado, que en paz descanse, hasta el punto de asustar a la
chica, como lo hizo, y llevársela de este mundo, fue lo que en su mayor parte
creían y pensaban todos. Mi madre dice que la pobre criaturita era su propia hija,
pues él se comportaba, según se decía, como un auténtico villano en más de un
sentido, y era el juez más amigo de la horca en todo el territorio de Irlanda, de
entonces y siempre.
—Por lo que ha mencionado acerca del peligro de dormir en ese dormitorio
—dije—, supongo que ha habido otras historias acerca de las apariciones del
fantasma.
—Bueno, sí, hubo cosas que se dijeron, cosas raras, sin duda —respondió
Martha, sin muchas ganas, al parecer—, ¿y por qué no? ¿Acaso no durmió en ese
mismo cuarto por más de veinte años? ¿Y no fue en el nicho donde preparó la soga
que llevó a cabo, al fin, lo que él mismo solía hacer, de la misma manera que
mandó matar en vida a muchos hombres mejores que él?… ¿Y acaso no tendieron
el cadáver en la misma cama, lo metieron en el ataúd en ese lugar, además, y lo
llevaron a su tumba desde allí hasta el cementerio de Pether, después del dictamen
del juez de instrucción? Pero hubo historias raras —mi madre las conoce todas—
sobre cómo un tal Nicholas Spaight se metió en un lío en relación con ese tema.
—¿Y qué dijeron del tal Nicholas Spaight? —pregunté.
—Ah, si de eso se trata, puedo contárselo ahora mismo —respondió.
Contó una historia muy extraña, por cierto, que despertó de tal modo mi
curiosidad, que fui a visitar a la anciana, su madre, de quien obtuve muchos
detalles curiosos. En efecto, estoy tentado de relatar el suceso, pero se me ha
cansado la mano de tanto escribir, lo que me obliga a postergarlo. Si desea oírla en
otra oportunidad, haré todo lo posible por complacerlo.
Cuando escuchamos el extraño relato que no le he contado, le hicimos una o
dos preguntas más acerca de las supuestas visitas espectrales que habían asediado
la casa después de la muerte del malvado juez.
—Nunca a nadie le fue bien allí —nos dijo—. Siempre hubo terribles
accidentes y muertes repentinas, y todos se quedaron por poco tiempo. Los
primeros en alquilarla pertenecían a una familia —no recuerdo el nombre—, pero
de todos modos eran dos muchachas acompañadas de su papá. Éste tenía unos
sesenta años, y era un caballero fuerte y sano como más de uno quisiera verse a esa
edad. Pues bien, él dormía en ese infortunado cuarto de atrás, y, en efecto —¡Dios
nos guarde del peligro!—, lo encontraron muerto una mañana, caído a medias de
la cama, con la cabeza negra como un carbón e hinchada como un budín, colgando
cerca del piso. Fue un ataque, dijeron. Estaba más muerto que un pescado, de
modo que él no podía contar lo que le había pasado; pero los ancianos estaban
seguros de que el viejo juez, y no otra cosa —¡Dios nos bendiga!—, lo había
asustado hasta el punto de hacerlo perder el juicio y la vida, ambas cosas a la vez.
»Poco después, llegó a la casa una solterona vieja y rica. No sé en cuál de los
dormitorios dormía ella, pero vivía sola; de todo modos, una mañana, cuando los
sirvientes bajaron temprano para iniciar sus tareas, la encontraron sentada en la
escalera del pasillo, temblando y murmurando para sí, totalmente loca; y nunca
más ni ellos ni sus amigos pudieron sacarle una palabra, excepto “no me pidan que
me vaya, porque le prometí esperarlo”. Ella jamás les dijo a quién se refería, pero
por supuesto todos los que estaban al tanto de lo que ocurría en la vieja casa sabían
muy bien lo que le había pasado.
»Más tarde, cuando arrendaban la casa como pensión, Micky Byrne alquiló
el mismo cuarto, con su mujer y tres niños pequeños; y, por cierto, yo misma oí a la
señora Byrne cuando ésta contaba cómo se elevaban los niños sobre la cama por la
noche, sin que ella pudiera ver quién lo hacía; y cómo se sobresaltaban y chillaban
a toda hora, igual que la hija muerta del ama de llaves, hasta que una noche el
pobre Micky bebió una copa de más, como solía hacerlo de vez en cuando; y, —
¡qué le parece!—, a medianoche creyó oír un ruido en las escaleras, y, estando
ebrio, no tuvo mejor idea que ir a ver por sí mismo qué pasaba. Bueno, un rato
después, lo último que su mujer oyó fue un “¡ay Dios!”, y el estruendo de una
caída que sacudió los cimientos de la mismísima casa y allí, en efecto, estaba
tendido el pobre Micky, en los últimos escalones, debajo del vestíbulo, con el cuello
quebrado en dos partes, en el lugar donde fue arrojado desde la barandilla».
Luego la criada añadió:
—Voy a buscar a Joe Gawey para que venga a embalar el resto de las cosas y
las lleve a su nuevo alojamiento.
Y así, todos salimos juntos, cada uno dando un respiro de alivio —no lo
dudo— al atravesar el funesto umbral por última vez.
Pues bien, conforme a lo acostumbrado desde tiempos inmemoriales en el
ámbito de la ficción, diré unas palabras más con el fin de acompañar al héroe no
sólo a través de sus aventuras, sino incluso más allá de este mundo. Debe de haber
notado que así como el héroe de carne y hueso de la novela es el personaje
principal del escritor de ficción, del mismo modo la vieja casa de ladrillo, madera y
argamasa es la protagonista del humilde escriba de este auténtico relato. Por lo
tanto, me siento obligado moralmente a narrar la catástrofe que la destruyó al final:
dos años después de mi relato la alquiló un curandero charlatán, que se hacía
llamar barón Duhlstoerf. Llenó las ventanas de la recepción con frascos llenos de
horrores indescriptibles conservados en aguardiente y colmó los periódicos con los
habituales avisos grandilocuentes y mendaces. Este caballero no incluía la
sobriedad entre sus virtudes, y una noche, rendido por el vino, prendió fuego al
cortinado de la cama, sufrió algunas quemaduras, y las llamas consumieron toda la
casa. Fue reconstruida después, y por un tiempo un empresario de pompas
fúnebres se estableció en sus predios.
Así pues, le he contado mis aventuras y las de Tom, junto con algunos
detalles secundarios valiosos, y, habiendo cumplido con mi obligación, le deseo
muy buenas noches y sueños placenteros.
Título original: «An Account of Some Strange Disturbances in Aungier Street»,
en Dublin University Magazine, 1853.
Traducción: Luz Freire
El invitado de Drácula

Bram Stoker

Al empezar el viaje, el sol brillaba intensamente sobre Munich y el aire tenía


esa alegría plena de los comienzos del verano. Cuando estábamos a punto de
partir, Herr Delbruck —el maître d’hotel del Quatre Saisons, donde yo me alojaba—
bajó hasta el coche, sin ponerse el sombrero, y, luego de desearme buen viaje, se
dirigió al cochero, con la mano en la manija de la puerta del vehículo.
—No olvide que debe regresar al anochecer. El cielo parece despejado, pero
el aire frío del viento norte indica que puede haber una tormenta repentina.
Aunque estoy seguro de que usted no se demorará —agregó, sonriendo—, porque
sabe muy bien qué noche es hoy.
—Ja, mein Herr —respondió Johann, enfáticamente, y partió de inmediato,
llevándose la mano al sombrero.
Cuando ya estuvimos lejos de la ciudad, le pedí que se detuviera y le
pregunté:
—Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?
—Walpurgisnacht —me contestó lacónicamente, persignándose. Luego sacó
su reloj, un objeto alemán antiguo, de plata, de unos veinte centímetros, y lo miró,
juntando las cejas y encogiendo un poco los hombros, con cierta inquietud. Advertí
que era un modo respetuoso de protestar contra esa demora innecesaria, y volví a
sentarme en el asiento del coche haciéndole señas que siguiera camino. Partió de
inmediato, como para recuperar el tiempo perdido. Cada tanto, los caballos
parecían levantar la cabeza y olfatear el aire, con desconfianza. En esas ocasiones,
yo miraba a mi alrededor, alarmado. La ruta estaba bastante desolada; atravesaba
una especie de meseta elevada, expuesta al viento. Al avanzar, vi un camino que
parecía poco transitado y daba la sensación de penetrar en un valle pequeño y
sinuoso. Era tan tentador que, aun a riesgo de ofenderlo, le pedí a Johann que se
detuviera. Y cuando obedeció, le dije que tenía ganas de bajar por allí. Puso todo
tipo de excusas y con frecuencia se persignaba al hablar, cosa que de algún modo
despertó mi curiosidad. Entonces le hice varias preguntas. Me respondió a la
defensiva, mirando el reloj a cada rato en señal de protesta.
—Bien, Johann —le dije finalmente—. Yo quiero tomar ese camino. No le
pido que venga a menos que desee hacerlo. Pero sólo dígame por qué se niega.
Como respuesta, pareció arrojarse del coche, por la rapidez con que llegó al
suelo. Luego extendió las manos como para suplicarme que no fuera por allí.
Hablaba un poco de inglés mezclado con alemán, lo suficiente como para que yo
entendiera el sentido de sus palabras. Parecía siempre a punto de decirme algo,
algo cuya sola idea evidentemente lo aterrorizaba. Pero después se detenía y
exclamaba, persignándose: «¡Walpurgisnacht!».
Traté de razonar con él aunque era muy difícil hacerlo al no conocer su
lengua. Obviamente, él estaba en ventaja, pues, aunque empezó a hablar en un
inglés muy rudimentario y fragmentado, siempre se excitaba y seguía hablando en
su lengua materna. Y cada vez que lo hacía, miraba el reloj. Luego, los caballos se
inquietaron y olfatearon el aire. Él se puso muy pálido, miró a su alrededor,
aterrorizado, y de pronto dio un salto hacia adelante, tomó las bridas de los
caballos y los hizo avanzar algunos metros. Lo seguí y le pregunté por qué había
hecho eso. Pero él se persignó, señaló el lugar donde habíamos estado parados un
momento antes y condujo su coche en dirección al otro camino, señalando una
cruz.
—Lo enterraron —dijo, primero en alemán y luego en inglés—. A ellos, que
se mataron.
Recordé la antigua costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de
caminos.
—¡Ah, ya veo, un suicida! ¡Qué interesante!
Pero, por mi vida, puedo asegurar que no entendí por qué se habían
asustado los caballos.
Mientras conversábamos, oímos un sonido que era una mezcla entre el
ladrido de un perro y el aullido de algún animal. Se escuchaba lejos, pero los
caballos se inquietaron mucho y Johann tardó un tiempo largo en calmarlos. Estaba
pálido.
—Parece un lobo —comentó—, pero aquí no hay lobos ahora.
—¿No? —le pregunté—. ¿No hace mucho que los lobos estaban cerca de la
ciudad?
—Hace mucho —respondió—, en primavera y verano. Pero con la nieve han
estado aquí hace poco tiempo.
Mientras mimaba a los caballos y trataba de calmarlos, unas nubes negras se
desplazaron rápidamente por el cielo. La luz del sol se desvaneció y sentimos una
bocanada de aire frío sobre nosotros. Pero fue sólo una ráfaga, y parecía más una
advertencia que un hecho concreto, porque el sol volvió a brillar intensamente.
Johann miró el horizonte levantando la mano a la altura de la frente y volvió a
hablar.
—La tormenta de nieve. Vendrá en poco tiempo.
Luego miró otra vez el reloj y, enseguida —sosteniendo fuerte las riendas,
porque los caballos seguían escarbando el suelo con las patas y sacudiendo
inquietos la cabeza— subió al coche como si hubiera llegado el momento de
continuar viaje.
Sentí cierta obstinación y no lo seguí de inmediato.
—Hábleme del lugar adonde lleva el camino —le dije, señalando en esa
dirección.
Otra vez se persignó y balbuceó una plegaria antes de responder.
—Está endemoniado.
—¿Quién? —pregunté.
—El pueblo.
—Entonces, hay un pueblo.
—No, no. Allí no vive nadie desde hace cientos de años.
Otra vez se despertó mi curiosidad.
—Pero usted dijo que había un pueblo.
—Había.
—¿Y dónde está ahora?
Entonces empezó a contar una larga historia, un poco en alemán y otro poco
en inglés, con tanta confusión que no entendí muy bien lo que dijo, pero pude
colegir que hacía mucho tiempo, cientos de años, algunas personas habían muerto
allí y habían sido enterradas en sus tumbas, y se oían sonidos debajo de la tierra, y
cuando las tumbas se abrieron, encontraron hombres y mujeres rozagantes, con la
boca llena de sangre. Y así, apresurados por salvar su vida —¡ay, y también sus
almas!, y aquí se persignó otra vez—, los que quedaban huyeron a otros sitios,
donde los vivos vivían y los muertos estaban muertos, y no… no algo así.
Evidentemente, tenía miedo de pronunciar las últimas palabras. A medida que
avanzaba su relato, se iba excitando cada vez más. Parecía haber caído presa de su
imaginación. Hasta que terminó completamente aterrorizado, con la cara lívida,
sudando, temblando y mirando a su alrededor como si esperara que alguna
terrible presencia se hiciera visible allí, con la luz del sol y a cielo abierto.
—¡Walpurgisnacht! —gritó finalmente, desesperado, y señaló el coche para
que yo subiera. Mi sangre inglesa hirvió ante eso y, retrocediendo, le dije:
—Usted tiene miedo, Johann. Usted. Regrese a casa. Yo volveré solo; me hará
bien caminar.
La puerta del coche estaba abierta. Tomé del asiento el bastón de roble que
llevo siempre cuando voy de excursión, y cerré la puerta, señalando en dirección a
Munich.
—Regrese, Johann. El Walpurgisnacht no es un problema para los ingleses.
Los caballos estaban más inquietos que nunca y Johann trataba de
contenerlos, mientras me imploraba desesperadamente que no hiciera semejante
tontería. Me dio pena el pobre hombre, que estaba muy serio, pero igual no pude
dejar de reírme. Su inglés ya había desaparecido totalmente. Con la ansiedad, se
había olvidado de que sólo podía entenderlo si me hablaba en esa lengua, así que
siguió parloteando en su alemán nativo. Empezó a resultarme un poco tedioso.
Después de indicarle que se fuera a su casa, me di vuelta para tomar el camino que
se internaba en el valle.
Con gesto de desesperación, Johann giró sus caballos en dirección a Munich.
Me incliné sobre el bastón y lo seguí con la mirada. Durante un rato, avanzó
lentamente por el camino. Luego, en la cresta de una colina, apareció un hombre
alto y delgado. No veía muy bien a esa distancia. Cuando se acercó a los caballos,
éstos empezaron a encabritarse y a patear, y luego a relinchar con terror. Johann no
podía controlarlos; se desbocaron al bajar la cuesta y huyeron enloquecidos. Los vi
perderse de vista y luego busqué al desconocido. Pero advertí que él tampoco
estaba.
Tranquilo, tomé el camino lateral que se internaba en el valle que Johann
había objetado. Yo no veía que hubiera ninguna razón para cuestionarlo y me
atrevo a decir que estuve caminando un par de horas sin pensar en el tiempo ni en
la distancia, y, en realidad, sin ver casas ni personas. En lo referente al lugar, era la
desolación misma. Pero no lo advertí en especial hasta que, al doblar en un recodo
del camino, encontré una hilera de árboles. Entonces me di cuenta de que,
inconscientemente, me había impresionado la desolación de los lugares por los que
acababa de pasar.
Me senté a descansar y empecé a mirar a mi alrededor. Me sorprendió que el
aire fuera mucho más frío que al comienzo de mi caminata. Sentía un ruido similar
al de un suspiro y, cada tanto, bien arriba, una suerte de rugido apagado. Miré
hacia arriba y advertí que las grandes nubes densas estaban cruzando rápidamente
el cielo de norte a sur, a gran altura. Había señales de que una tormenta se
avecinaba en algún estrato elevado del aire. Tenía un poco de frío y pensé que
debía de ser por estar sentado después del ejercicio de la caminata; entonces seguí
avanzando.
Pasé por un lugar mucho más pintoresco. No había ningún objeto llamativo,
pero todo ese sitio tenía el encanto de la belleza. No presté atención al tiempo; sólo
cuando se impuso la intensidad del crepúsculo comencé a pensar cómo encontraría
el camino de regreso. El brillo del día había desaparecido. El aire era frío y, arriba,
el desplazamiento de las nubes era más pronunciado. Lo acompañaba un sonido
lejano y violento, del cual parecía surgir cada tanto ese llanto misterioso que según
el cochero provenía de un lobo. Dudé un momento. Había dicho que vería el
pueblo desierto, así que seguí adelante y en poco tiempo llegué a una amplia
extensión de campo abierto, todo encerrado por las colinas. Las laderas estaban
cubiertas de árboles, que bajaban hasta la llanura, en grupos, moteando las cuestas
más moderadas y las depresiones que había aquí y allá. Seguí con la vista el
serpentear del camino, y vi que doblaba cerca de uno de los grupos más densos de
árboles y se perdía detrás de él.
Mientras miraba hacia allí, sentí un escalofrío en el aire y empezó a nevar.
Pensé en los kilómetros y kilómetros de campo desolado que había atravesado y
entonces me apresuré para buscar refugio en los árboles que tenía adelante. El cielo
fue oscureciendo cada vez más, y también aumentó el volumen de la nieve, hasta
que la tierra a mi alrededor se convirtió en una alfombra blanca reluciente, cuyo
extremo más lejano se perdió en una vaga imprecisión. El camino era aquí
rudimentario y, cuando estaba parejo, sus límites no eran tan marcados, como
sucedía en las áreas sin árboles; y al rato descubrí que me había desviado, porque
no hallé la superficie dura en la tierra y mis pies se hundieron más en el pasto y el
musgo. Luego el viento se tomó más fuerte y soplaba con una intensidad cada vez
mayor, hasta que me arrastró. El aire se tornó gélido y, a pesar del ejercicio que
había hecho, empecé a sufrir. Caía tanta nieve y formaba remolinos tan rápidos a
mi alrededor, que apenas podia mantener los ojos abiertos. Cada tanto, el cielo se
partía con intensos relámpagos, y en el destello podía distinguir una masa de
árboles adelante, en especial tejos y cipreses, todos cubiertos totalmente de nieve.
Enseguida llegué al refugio de los árboles y allí, con un silencio relativo, oía
las ráfagas de viento encima de mi cabeza. En poco tiempo, la oscuridad de la
tormenta se había fundido con la oscuridad de la noche. Minutos más tarde,
parecía que la tormenta empezaba a disminuir: ahora sólo sentía algunas ráfagas
violentas. En esos momentos, el extraño sonido del lobo parecía repetido por
muchos sonidos similares a mi alrededor.
A través de la masa oscura de nubes que se desplazaban, llegaba algún que
otro rayo de luna, que iluminaba toda la extensión y me permitía ver que estaba al
borde de un denso bosquecillo de tejos y cipreses. Como había dejado de nevar,
salí de mi refugio y comencé a investigar un poco más de cerca. Me pareció que,
entre todos esos cimientos antiguos por los que había pasado, todavía debía haber
alguna casa en pie, que, aunque estuviera en ruinas, me sirviera de refugio por un
rato. Al bordear el extremo del bosquecillo, advertí que estaba rodeado por una
pared baja. La seguí, y pronto encontré una abertura. Aquí, los cipreses formaban
un callejón que conducía a una masa cuadrada de algún tipo de construcción. Pero,
en el mismo momento en que la vi, las nubes se desplazaron y ocultaron la luna.
Entonces recorrí el sendero en medio de la oscuridad. El viento debió haber
refrescado, porque sentí un escalofrío al caminar; sin embargo, tenía la esperanza
de hallar un refugio y seguí avanzando a tientas.
De pronto, hubo un momento de calma, así que me detuve. La tormenta
había pasado y, tal vez en armonía con el silencio de la naturaleza, mi corazón
pareció dejar de latir. Pero eso fue sólo momentáneo, porque de repente la luz de la
luna penetró entre las nubes y me indicó que estaba en un cementerio y que ese
objeto cuadrado que tenía adelante era una enorme tumba de mármol, tan blanca
como la nieve que lo cubría todo. Con la luz de la luna, la tormenta emitió un
suspiro violento, que pareció retomar su curso con un aullido grave y prolongado,
similar al de una manada de perros o lobos. Estaba absorto, conmovido, y sentí que
el frío crecía en mi interior, hasta apoderarse de mi corazón. Luego, mientras la luz
de la luna seguía inundando la tumba de mármol, la tormenta pareció renovarse,
como si regresara sobre sus huellas. Impulsado por una suerte de fascinación, me
acerqué al sepulcro para ver qué era y por qué estaba allí solo en semejante sitio.
Caminé alrededor y leí unas palabras en alemán inscriptas en la puerta de estilo
dórico:
Condesa Dolingen de Gratz
En Stiria, buscó y halló la muerte.
1801

En lo alto de la tumba, había una enorme estaca de hierro, aparentemente


clavada en el mármol sólido, pues la estructura estaba compuesta por unos pocos
bloques grandes de piedra. En la parte trasera, vi, tallado en grandes letras
cirílicas:
Los muertos viajan rápido.

Había algo tan raro e inexplicable en todo eso, que me asusté y me sentí
bastante débil. Por primera vez, deseé haber escuchado el consejo de Johann. En
este punto, en circunstancias misteriosas y terriblemente afectado, pensé: «¡Es la
noche de Walpurgis!».
La noche de Walpurgis, en que, según la creencia de millones de personas, el
diablo andaba suelto, en que las tumbas se abrían y los muertos salían y
caminaban, en que las cosas diabólicas de la tierra, el aire y el agua se reunían a
festejar. Y estaba justamente en el lugar que el cochero había evitado tan
especialmente, el pueblo evacuado hacía siglos, el sitio donde se hallaba el suicida,
¡y donde yo me encontraba, solo, sin ninguna presencia humana, temblando de
frío en un manto de nieve, con una tormenta enfurecida que se avecinaba! Tuve
que recurrir a toda mi filosofía, a todos mis estudios de religión, a todo mi coraje
para no caer en un paroxismo de terror.
Y en ese momento estalló sobre mí un terrible tornado. El suelo se
estremeció como si galoparan sobre él miles de caballos. Pero esta vez la tormenta
no traía nieve en sus alas gélidas, sino inmensas piedras de granizo que caían con
tal violencia como si fueran arrojadas por los honderos baleares. Piedras que
derribaban hojas y ramas, y hacían que el refugio de los cipreses no fuera más útil
que un campo de espigas de maíz. Al comienzo corrí hasta el árbol más cercano,
aunque pronto me vi obligado a salir de allí y buscar el único sitio que parecía
brindar cobijo, la profunda entrada dórica de la tumba de mármol. Allí, acuclillado
contra la enorme puerta de bronce, logré protegerme un poco de los golpes del
granizo, pues ahora sólo me pegaban cuando rebotaban en el suelo y en los
costados del mármol.
Cuando me apoyé en la puerta, ésta se movió levemente y se abrió hacia
adentro. Cualquier refugio, aunque fuera el de una tumba, era bienvenido en esa
despiadada tempestad, y estaba a punto de entrar cuando el destello de un
relámpago zigzagueante iluminó todo el cielo. En ese instante, como que estoy
vivo, vi, al girar la vista a la oscuridad de la tumba, una bella mujer con las mejillas
redondeadas y los labios rojos, aparentemente durmiendo en un féretro. Cuando
estalló un relámpago arriba, sentí algo que me agarraba, como si fuera la mano de
un gigante, y me arrojaba hacia la tormenta. Fue todo tan repentino que, antes de
que me diera cuenta del golpe moral y físico, advertí que el granizo me azotaba
otra vez. Al mismo tiempo, me dominó la sensación extraña de no estar solo. Miré
la tumba y en ese preciso instante hubo otro relámpago enceguecedor, que pareció
impactar sobre la estaca de hierro que estaba en la parte superior de la tumba y
penetrar en la tierra, haciendo estallar y desmoronar el mármol como en un
incendio. La mujer muerta se levantó en un momento de agonía, envuelta por las
llamas, y su intenso grito de dolor se ahogó en el estruendo del relámpago. Lo
último que oí fue ese sonido terrible y confuso, pues otra vez me agarró la mano
gigante y me sacó de allí, mientras el granizo me golpeaba y el aire parecía
reverberar a mi alrededor con el aullido de los lobos. La última visión que
recuerdo fue la de una masa blanca e indefinida que se movía, como si todas las
tumbas que me rodeaban hubieran dejado salir a los fantasmas de sus muertos con
sus mortajas y se estuvieran acercando a mí a través del manto blanco del granizo,
que seguía cayendo.
Poco a poco, sentí que recuperaba vagamente la conciencia, y luego tuve una
sensación de cansancio aterradora. Por un momento, no recordé nada, pero
lentamente recuperé los sentidos. Tenía los pies muy lastimados; no podía
moverlos. Parecían entumecidos. Sentía frío en la nuca y en toda la columna; y los
oídos, como los pies, estaban muertos pero doloridos. Sin embargo, en el pecho
tenía una sensación de calidez que, en comparación, era deliciosa. Era una
pesadilla —una pesadilla física, si es posible usar esa expresión— porque un peso
enorme en el pecho me dificultaba la respiración.
Este período de semiletargo pareció durar mucho tiempo, y cuando
desapareció, debo de haberme dormido o desmayado. Luego sentí una fuerte
aversión, como una náusea, y un intenso deseo de liberarme de algo, aunque no
sabía de qué. Me rodeaba una quietud extrema, como si todo el mundo estuviera
muerto, interrumpida solamente por un jadeo grave, como si hubiera algún animal
cerca de mí. Sentí que me raspaba el cuello y luego tomé conciencia de la atroz
realidad, que me hizo sentir un escalofrío en todo el cuerpo e hizo que me subiera
súbitamente la sangre al cerebro. Un animal enorme estaba encima de mí,
lamiéndome el cuello. Tuve miedo de moverme, pues cierto instinto de prudencia
me obligó a quedarme quieto. Pero la bestia pareció advertir que se había
producido en mí algún cambio, porque en ese momento levantó la cabeza. A través
de las pestañas, vi encima de mí los dos ojos enormes y ardientes de un lobo
gigante. Sus dientes blancos y afilados relucían en su boca roja, completamente
abierta, y podía sentir su respiración caliente, feroz y corrosiva sobre mi cuerpo.
Después, por otro período, no recuerdo nada. Y luego percibí un gruñido
grave, seguido por un aullido, que se repetía unay otra vez. Luego oí un «¡Hola!»
aparentemente lejano, como si muchas voces gritaran al unísono. Con precaución,
levanté la cabeza y miré en la dirección de donde provenía el sonido, pero el
cementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía emitiendo un aullido extraño y un
resplandor rojo empezó a moverse alrededor del bosquecillo de cipreses, en la
dirección del sonido. A medida que las voces se fueron acercando, el lobo aullaba
más fuerte y más rápido. Yo tenía miedo de hacer cualquier tipo de movimiento o
de emitir sonido alguno. El resplandor rojo se acercó más, sobre el manto blanco
que se extendía en medio de la oscuridad circundante. Luego, repentinamente,
salió de atrás de los árboles un conjunto de hombres a caballo, al trote, blandiendo
antorchas. El lobo se apartó de mí y se fue hacia el cementerio. Vi que uno de los
hombres a caballo —que, por sus capas y sus uniformes militares, deduje eran
soldados— levantó su carabina y apuntó. Un compañero le golpeó el hombro y oí
el sonido del proyectil encima de mi cabeza. Evidentemente, me había confundido
con el lobo. Otro divisó al animal que se escabullía y le siguió un disparo. Luego, al
galope, la tropa avanzó hacia adelante, algunos en mi dirección y otros siguiendo
al lobo que desaparecía entre los cipreses cubiertos de nieve.
Cuando se acercaron, traté de moverme, pero no tenía fuerza, aunque podía
ver y oír lo que pasaba a mi alrededor. Dos o tres soldados saltaron de sus caballos
y se arrodillaron a mi lado. Uno de ellos me levantó la cabeza y me puso la mano
sobre el corazón.
—¡Buenas noticias, camaradas! —gritó—. ¡Todavía late!
Luego vertieron un poco de brandy en mi garganta; me dio fuerza y pude
abrir los ojos completamente y mirar alrededor. Luces y sombras se desplazaban
entre los árboles, y oí que los hombres se llamaban entre sí. Se reunieron,
pronunciando exclamaciones alarmantes, y las luces brillaban a medida que los
otros iban saliendo del cementerio atropelladamente, como poseídos. Cuando los
más alejados se acercaron a nosotros, los que estaban a mi lado les preguntaron
ansiosos.
—Y, ¿lo hallaron?
—¡No, no! —respondieron apresuradamente—. ¡Vayámonos rápido de aquí!
¡No es un lugar para quedarse, y mucho menos esta noche!
—¿Qué era? —preguntaron en todos los tonos de voz.
La respuesta surgió de parte de varios hombres, vagamente, como si
tuvieran un impulso común para hablar pero se sintieran restringidos por un
temor común de dar a conocer sus pensamientos.
—¡Era… era… efectivamente! —balbuceó uno de ellos, que por el momento
no podía razonar con propiedad.
—¡Era y no era un lobo! —dijo otro, estremeciéndose.
—No tiene sentido que intentemos dispararle sin la bala bendecida —afirmó
un tercero con naturalidad.
—¡Lo tenemos bien merecido por salir esta noche! ¡En verdad nos hemos
ganado nuestros mil marcos! —profirió un cuarto.
—Había sangre en el mármol roto —agregó otro después de una pausa—.
Los relámpagos nunca hicieron eso. Y en cuanto a él… ¿está a salvo? ¡Mírenle el
cuello! Ven, camaradas, el lobo estuvo encima de él, para que no se le enfriara la
sangre.
El oficial me miró el cuello y respondió:
—Está bien; la piel no está perforada. ¿Qué significa todo esto? Si no fuera
por el aullido del lobo, no lo habríamos encontrado nunca.
—¿Qué se hizo de él? —preguntó el hombre que sostenía mi cabeza en alto y
que parecía el más tranquilo del grupo, porque no le temblaban las manos. En la
manga llevaba la insignia de un suboficial de marina.
—Se fue a su guarida —contestó el hombre, con el rostro pálido, temblando
de terror al mirar asustado a su alrededor—. Puede haber entrado en cualquiera de
estas tumbas. Son suficientes. ¡Vamos, camaradas, vayámonos rápido!
Abandonemos este lugar maldito.
El oficial me levantó hasta que quedé sentado, impartió una orden y luego
varios hombres me subieron al caballo. Él saltó a la montura que estaba detrás de
mí, me tomó en sus brazos, dio la orden de avanzar y, sacando la vista de los
cipreses, nos alejamos de allí cabalgando en formación militar. Todavía no me
respondía la lengua y permanecía callado a la fuerza. Debo haberme quedado
dormido, porque sólo recuerdo que luego me encontré de pie, sostenido por un
soldado de cada lado. Era casi pleno día y hacia el norte se reflejaba un rayo rojizo
de sol, como un sendero de sangre, sobre la nieve que quedaba. El oficial les estaba
pidiendo a los hombres que no dijeran nada de lo que habían visto, excepto que
habían encontrado a un inglés desconocido, custodiado por un perro enorme.
—¡Un perro! ¡Eso no era un perro! —lo interrumpió el hombre que había
exhibido tanto temor—. Creo reconocer a un lobo cuando lo veo.
—Dije «un perro» —respondió con calma el joven oficial.
—¡Un perro! —insistió el otro, irónicamente. Era evidente que su coraje
aumentaba con la salida del sol y, señalándome a mí, agregó—: Mírele el cuello.
¿Es eso obra de un perro, jefe?
Instintivamente, levanté la mano hacia el cuello y, al tocarlo, grité de dolor.
Los hombres se reunieron alrededor para observar; algunos bajaron de las
monturas, y una vez más se oyó la voz calma del joven oficial.
—Un perro, como dije. Si dijéramos otra cosa, sólo se reirían de nosotros.
Luego me montaron detrás de uno de los soldados y cabalgamos hacia las
afueras de Munich. Aquí nos cruzamos con un coche apartado, me subieron a él y
partimos hacia el hotel Quatre Saisons. El joven oficial me acompañó, mientras un
soldado nos seguía con su caballo y los otros regresaron al cuartel.
Cuando llegamos, Herr Delbruck bajó las escaleras tan rápidamente para
venir a buscarme, que era evidente que había estado mirando desde adentro. Me
tomó de ambas manos y me llevó solícito al interior del hotel. El oficial se despidió
y estaba a punto de retirarse cuando advertí su propósito e insistí en que viniera a
mi cuarto. Bebimos una copa de vino y luego le agradecí cordialmente a él y a sus
valientes camaradas por haberme salvado. Él se limitó a responder que estaba más
que satisfecho y que Herr Delbruck ya había dado los primeros pasos para
gratificar al grupo de rescate. Ante ese comentario ambiguo, el maître d’hotel sonrió,
mientras el oficial se disculpaba para retirarse.
—Pero, Herr Delbruck, ¿cómo y por qué me fueron a buscar los soldados? —
pregunté.
Él se encogió de hombros, como si estuviera desvalorizando su propia
acción, y respondió:
—Tuve la suerte de obtener un permiso del comandante para pedir
voluntarios en el regimiento del que yo participé.
—Pero ¿cómo sabía que yo me había perdido? —interrogué.
—El cochero vino con los restos del vehículo, que volcó cuando huyeron los
caballos.
—Pero usted no iba a enviar un grupo de soldados a buscarme sólo por
eso…
—¡Oh, no! —respondió—. Pero aun antes de que llegara el cochero, recibí
este telegrama de su anfitrión boyardo —y me entregó un trozo del papel que tenía
en el bolsillo. Entonces lo leí.
Bistritz:
Tenga cuidado con mi invitado. Su bienestar es de lo más valioso para mí. Si algo
llegara a sucederle, o si se perdiera, no repare en nada con tal de hallarlo y garantizar su
seguridad. Es inglés y, por tanto, aventurero. Suele haber peligros entre la nieve, los lobos y
la noche. No pierda un instante si sospecha que puede estar en riesgo. Recompensaré su celo
con mi fortuna.
Drácula

Mientras sostenía el telegrama en la mano, el cuarto pareció dar vueltas a mi


alrededor, y si el atento maître d’hotel no me hubiera agarrado, creo que me habría
desplomado en el suelo. Había algo tan extraño en toda esta situación, algo tan
raro e imposible de imaginar, que sentí interiormente la sensación de ser de algún
modo el objeto de una pelea entre fuerzas opuestas, y esa sola idea parecía
paralizarme. Era evidente que me hallaba bajo una suerte de protección misteriosa.
Desde un país lejano había llegado, en el momento crucial, un mensaje que me
sacó del peligro de congelarme y me rescató de las mandíbulas del lobo.
Titulo original: «Dracula’s Guest». Era originariamente el primer capítulo de la
novela Drácula, 1897, pero no apareció en la edición original y fue publicado como
cuento en 1914.
Traducción: Fabiana A. Sordi
El fantasma

Catherine Wells

Una niña de catorce años estaba sentada en una vieja cama, recostada sobre
unos almohadones y tosiendo de tanto en tanto a causa del resfrío y la fiebre que la
obligaban a permanecer allí. Ya no quería seguir leyendo a la luz de la lámpara y
permanecía reclinada, escuchando lo poco que podía oír y observando el fuego de
la chimenea. Desde abajo, más allá del ancho y oscuro pasillo, cubierto de paneles
de roble y en el que colgaban cuadros antiguos con llameantes batallas navales
pintadas en sus telas, desde más allá de la amplia escalera de piedra que daba a
una pesada puerta chirriante, le llegaban, por momentos, los tenues sonidos de la
música de baile. Primos, primos y más primos se hallaban allí abajo, y el tío
Timothy, como anfitrión, animaba la velada. Muchos de ellos habían entrado
alegremente en su cuarto durante el día, le decían que su enfermedad era «una
verdadera lástima», que patinar en el parque era «demasiado divertido», y luego se
iban a bailar otra vez. El tío Timothy se comportó con mucha amabilidad. Pero…
allí abajo se escapaba para siempre toda la felicidad que la niña había deseado
durante más de un mes.
Contempló cómo caían parpadeando las llamas del gran fuego de leños en el
hogar. Por momentos tenía que apretarse las manos para detener las lágrimas.
Había descubierto —pronto empezaba a conocer los pequeños secretos de la
feminidad— que si tragaba con fuerza y rápidamente cuando las lágrimas se
juntaban, podía evitar que se le inundaran los ojos. Deseó que alguien fuera a
verla. Tenía una campana a su alcance, pero no se le ocurría ninguna excusa para
hacerla sonar. Deseó también que hubiera más luz en el cuarto. El fuego la
iluminaba vivamente cuando los leños llameaban hacia arriba; pero, cuando
apenas brillaban, las sombras oscuras bajaban desde el techo y se juntaban en los
rincones, contra las paredes. Puso su atención en el tenue resplandor que
proyectaba la lámpara sobre el agradable desorden de la mesa de luz: la
mermelada de grosellas y la cuchara, las uvas, la limonada, el pequeño montón de
libros, todo parecía cálido y acogedor. Tal vez la señora Bunting, el ama de llaves
de su tío, regresara pronto a conversar con ella.
La señora Bunting muy probablemente estaría más ocupada que de
costumbre esa noche. Se habían agregado varios invitados nuevos: los
participantes de otra fiesta que llegaron en coche, acompañados de una conocida
figura romántica, nada menos que el famoso actor Percival East. La entereza de la
niña se había quebrado esa tarde, cuando el tío Timothy le contó que East estaba en
la casa. El tío estaba sorprendido: sólo otra niña podría haber entendido
perfectamente lo que significaba que un simple resfrío le impidiera conocer en
persona a ese mítico héroe del teatro; otra niña que se hubiera desbordado de
alegría ante su audacia, llorado ante sus nobles gestos de renuncia, sentido
felicidad —y un poco de envidia— ante el abrazo final con la mujer amada.
—¡Bueno, bueno, querida sobrina! —le había dicho el tío Timothy,
palmeándola suavemente en el hombro, con gran pena—. No te preocupes. Si no
puedes levantarte, le pediré que suba a verte. Te lo prometo. ¡Qué increíble
atracción que tienen sobre las niñas estos personajes! —dijo como para sí mismo.
El revestimiento de madera crujió, como suele pasar en las casas viejas. La
niña era de esa clase de personas temerosas que no creen en fantasmas, y, sin
embargo, desean con toda su alma no cruzarse nunca con uno. ¡Y hacía tanto
tiempo que nadie la visitaba! Pasarían muchas horas, se dijo, antes de que la niña
que dormía en la habitación de al lado se acostase; las dos piezas estaban
comunicadas por una puerta, lo que le daba tranquilidad. Si hacía sonar la
campana, pasarían un par de minutos antes de que alguien llegara desde los
cuartos de la servidumbre, que se hallaban bastante lejos. Una de las mucamas
pronto debería cruzar el pasillo, pensó, para arreglar los cuartos y agregar carbón
al fuego de las chimeneas. Todo eso iría acompañado de una serie de ruidos que
serían una distracción. ¡Cómo se aburría una en la cama! ¡Qué horrible, que
insoportablemente horrible era estar atada a la cama, perdiéndose toda la alegre
diversión de allá abajo! Ante este pensamiento, tuvo que tragarse una vez más las
lágrimas.
Con un ruido inesperado, una explosión de risas y aplausos, la puerta al pie
de la escalera se abrió y cerró. La niña oyó unos pasos que subían y unas voces que
se acercaban. Era el tío Timothy, quien golpeaba la puerta entreabierta.
—Pasen —gritó, contenta.
Junto al tío se hallaba un hombre de mediana edad, de expresión tranquila y
cabello gris. ¡Al fin el tío había traído un médico!
—Aquí tiene a otra de sus pequeñas admiradoras, señor East —dijo el tío
Timothy.
¡El señor East! De pronto comprendió que había esperado verlo llegar
envuelto en una capa, con el cabello empolvado y finos ropajes. Su tío sonrió ante
su cara de sorpresa.
—No lo reconoce, señor East —señaló.
—Por supuesto que lo reconozco —dijo valientemente la niña y se
incorporó, sonrojada por la excitación y la fiebre, los ojos brillosos y el cabello
revuelto.
En efecto, empezó a ver cómo el renombrado héroe del escenario y el
hombre de rostro bondadoso se unían como en un mismo retrato. Allí estaba el
suave movimiento de la cabeza, la barbilla… ¡Claro! Y los ojos, ahora que los veía
con detenimiento.
—¿Por qué lo estaban aplaudiendo? —preguntó.
—Porque les prometí que les daría un susto mortal —respondió el señor
East.
—¡Oh! ¿Cómo?
—El señor East —aclaró el tío Timothy— se va a disfrazar como nuestro
viejo fantasma ya desaparecido y nos va a proporcionar un rato verdaderamente
escalofriante, allá abajo.
—¿De verdad? —exclamó la jovencita, con la ansiedad que sólo puede
contenerse en la voz de una niña—. ¡Ay! ¿Por qué me enfermé, tío Timothy? No
estoy enferma. ¿No se nota que ya estoy mejor? Me he pasado el día en cama.
Estoy perfectamente bien. ¿Puedo bajar, querido tío…, por favor?
Ya casi había salido de la cama, por el entusiasmo.
—¡Bueno, bueno, pequeña! —la tranquilizó el tío, alisando las sábanas con
rapidez y tratando de cubrirla.
—Pero ¿puedo?
—Por supuesto, si quieres que te asuste en serio, te aseguro que te daré un
susto tremendo —empezó a decir Percival East.
—Oh, sí, claro que quiero —gritó la niña, saltando en la cama.
—Volveré para que me veas cuando esté disfrazado, antes de bajar.
—¡Ay, por favor, por favor! —exclamó, radiante, la pequeña.
¡Una representación privada, sólo para ella!
—¿Estará de veras horrible? —preguntó riendo.
—Todo lo que pueda —el señor East sonrió y siguió al tío Timothy, que ya
salía del cuarto—. ¿Sabes? —dijo, volviéndose antes de cerrar la puerta y
mirándola con burlona seriedad—. Creo que estaré bastante espantoso. ¿Estás
segura de que no te importará?
—¿Importarme?… ¿Tratándose de usted? —rió la niña.
El señor East salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
—Tralalá, tralalá —tarareó contenta la pequeña y volvió a meterse entre las
sábanas, las estiró sobre su pecho y se puso a esperar.
Permaneció muy tranquila durante un buen rato, sonriente, pensando en
Percival East, y en sus distintos papeles dramáticos. Lo admiraba mucho. Recordó
detalladamente la última obra en que lo había visto. ¡Estaba tan espléndido al
batirse a duelo! No podía imaginárselo con aspecto horrible, pensó. ¿Qué haría
para lograrlo?
Hiciera lo que hiciera, ella no se iba a asustar. Él no podría decir que la había
asustado a ella. El tío Timothy también estaría allí, supuso. ¿O no?
Oyó pasos frente a la puerta, a lo largo del pasillo, que luego se perdieron.
La puerta al pie de la escalera se abrió y luego se cerró con un golpe.
El tío Timothy había bajado.
La niña siguió esperando.
Un tronco, quemado y rojo, se partió súbitamente en dos y los pedazos
cayeron de repente en el fondo de la chimenea. La pequeña se sobresaltó con el
ruido. ¡Todo estaba tan silencioso! Se preguntó cuánto más tardaría el señor East.
Hacía falta atizar el fuego, pues los pedazos de tronco se habían juntado. ¿Debía
llamar? Pero el señor East podría entrar justo en el momento en que la sirvienta
estuviera avivando el fuego, y eso arruinaría su entrada. El fuego podía esperar…
La habitación estaba silenciosa y, a causa de la tenue luz del fuego, más
oscura. Ya no le llegaba ningún ruido desde abajo, porque la puerta estaba cerrada.
Había estado abierta durante todo el día, pero ahora se había roto el último y frágil
vínculo que la unía a los demás.
La llama de la lámpara dio un repentino salto. ¿Por qué? ¿Estaría a punto de
apagarse? ¿Se apagaría?… No.
Esperaba que el señor East no se le apareciera de golpe. Por supuesto que no
lo haría. De todas maneras, hiciera lo que hiciera, ella no se asustaría…, no
verdaderamente. Hombre prevenido vale por dos.
¿Hubo un ruido? La niña se levantó, con la mirada clavada en la puerta.
¡Nada!
Pero, sin duda, la puerta se había entreabierto, ¡ya no encajaba tan
perfectamente en el marco! Tal vez, la puerta… tenía la seguridad de que se había
movido. Sí, se había movido…, se había abierto unos dos centímetros, y, poco a
poco, mientras observaba, vio un hilo de luz entre el filo de la puerta y el marco,
que crecía despacio y se detenía.
No era posible que entrara por allí. Se había entreabierto por sí sola. El
corazón de la niña empezó a latir con más fuerza. Sólo podía ver la parte superior
de la puerta: el pie de la cama le ocultaba el resto.
Su atención se hizo más aguda. De pronto, tan repentinamente como un
disparo, descubrió una pequeña figura, como un enano, cerca de la pared, entre la
puerta y la chimenea. Era una pequeña figura con capa, no más alta que la mesa.
¿Cómo lo hacía? Se movía despacio, muy despacio, hacia el fuego, como si no se
diera cuenta de la presencia de la niña, envuelto en una capa que arrastraba por el
suelo, con un sombrero en la cabeza inclinada sobre los hombros. La pequeña se
aferró a las sábanas: era algo tan raro, tan inesperado; soltó una risita nerviosa para
romper la tensión del silencio…, para demostrarle su aprecio.
El enano se detuvo en seco al oír el ruido y giró hacia ella.
¡Ay! ¡Pero qué miedo sentía! La cara del enano era de un tono blanco
cadavérico, tenía un rostro largo y afilado, hundido entre los hombros. ¡No había
color en los ojos que la observaban! ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo lo hacía? Era
demasiado bueno. Se volvió a reír nerviosamente; y con un estremecimiento de
terror que no pudo dominar, vio cómo la figura salía de las sombras y avanzaba
hacia ella. Se armó de valor; no debía asustarse por una simple representación… Se
acercaba, era horrible, horrible…, estaba llegando a su cama…
Escondió de golpe la cabeza entre las sábanas. Nunca supo si gritó o no…
Alguien tocaba a la puerta, hablando alegremente. La niña sacó la cabeza de
las sábanas, avergonzada por su temor. ¡La horrible criatura había desaparecido! El
señor East hablaba desde la puerta. ¿Qué era lo que decía? ¿Qué?
—Ya estoy listo —dijo—. ¿Quieres que entre y empiece?
Título original: «The Ghost», en El libro de Catherine Wells, 1928.
Traducción: Luz Freire
La historia del difunto
señor Elvesham

Herbert George Wells

No escribo esta historia esperando que la crean sino para evitar que caiga la
próxima víctima. Tal vez ella pueda beneficiarse con mi desgracia. Mi caso es
irreparable, lo sé, y de algún modo estoy preparado para afrontar mi destino.
Mi nombre es Edward George Eden. Nací en Trentham, Staffordshire, en la
época en que mi padre trabajaba como jardinero. Mi madre murió cuando yo tenía
tres años y mi padre, cuando cumplí los cinco. Mi tío, George Eden, me adoptó
como hijo propio. Era soltero, autodidacta y había logrado cierto prestigio en
Birmingham como periodista. Costeó mis estudios con gran generosidad y me
impulsó a sentir deseos de progresar en el mundo. Al morir, hace cuatro años, me
dejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras después de pagar todos
los impuestos. Yo tenía entonces dieciocho años. En su testamento me aconsejaba
emplear ese dinero en completar mi educación. Yo había elegido estudiar medicina
y, gracias a su generosidad póstuma y a mi buena suerte para obtener una beca,
me convertí en estudiante de la Universidad de Londres. En el momento en que
comienza mi historia, alquilaba una buhardilla en University Street 11 A,
pobremente amueblada, expuesta a las corrientes de aire, con vista a los fondos de
Schoolbred. Allí vivía y dormía, tratando de hacer valer hasta mi último centavo.
Un día, al llevarle mis botas al zapatero de Tottenham Court Road, me
encontré por primera vez con el viejo de la cara amarilla, con quien mi vida está
inextricablemente enlazada. Cuando abrí la puerta de calle, lo vi observando, con
evidente incertidumbre, el número de la casa. Sus ojos, de un gris deslucido y con
los bordes rojizos, se fijaron en mí. Su rostro asumió de inmediato una expresión
de torpe amabilidad.
—Llega justo a tiempo —me dijo—. Había olvidado el número de su casa.
¿Cómo le va, señor Eden?
Me sorprendió un poco su familiaridad; nunca antes había visto a ese
hombre. También estaba molesto de que me viera con las botas debajo del brazo. El
viejo notó mi falta de cordialidad.
—Usted se preguntará quién diablos soy —me dijo—. Un amigo, le aseguro.
Yo lo he visto antes, aunque usted no me reconozca. ¿Hay algún lugar donde
podamos conversar?
Dudé. No quería exhibir la pobreza de mi bohardilla a un desconocido.
—Tal vez podamos conversar mientras caminamos. Lamentablemente, no
tengo mucho tiempo —le respondí, haciendo un gesto que daba a entender lo que
quería decir antes de terminar la frase.
—¿En qué dirección? —preguntó, mirando a un lado y a otro. Yo aproveché
para dejar caer las botas en el pasillo—. Mire —agregó de pronto—. Este asunto es
complicado. Venga a almorzar conmigo, señor Eden. Soy un hombre muy mayor,
no sé explicarme bien y, con el ruido del tráfico, no voy a conseguir que usted oiga
mi voz.
Me tocó el brazo persuasivamente con una mano delgada y temblorosa. Yo
no era tan viejo como para que un hombre mayor no pudiera invitarme a almorzar.
Pero al mismo tiempo no me gustaba demasiado su repentino ofrecimiento.
—Prefiero… —respondí.
—Vamos —exclamó—. Deme el gusto, aunque sea por respeto a mis canas.
Entonces acepté. Me llevó al restaurante de Blavitski. Tuve que caminar
despacio para adecuarme a su ritmo. Durante un sabroso almuerzo, en el que se las
arregló para contestar mis preguntas capciosas, pude observar detenidamente su
fisonomía. Su cara, bien afeitada, era delgada y estaba llena de arrugas; sus labios
ajados caían sobre su dentadura postiza; su cabello blanco era fino y más bien
largo; tenía la espalda arqueada. Me pareció chico, pero casi todos los hombres me
parecían chicos en ese entonces. Y, al observarlo, advertí que él también me
examinaba, con un curioso aire de codicia en los ojos. Me observaba los hombros,
las manos tostadas por el sol, la cara llena de pecas.
—Y ahora —agregó, mientras encendíamos un cigarrillo— le explicaré para
qué vine a buscarlo. Debo decirle que soy un hombre mayor, muy mayor, que
poseo una pequeña fortuna y no tengo a quién dejársela.
Pensé en el cuento del tío y decidí cuidar lo que me quedaba de mis
quinientas libras. El viejo siguió hablando de su soledad y del problema que tenía
para hallar un heredero.
—He reflexionado mucho. Pensé en instituciones de caridad, becas,
bibliotecas y he llegado al fin a esta conclusión —dijo, mirándome fijamente—:
Buscar un joven ambicioso, puro y pobre, mentalmente sano, saludable, y, en poco
tiempo, convertirlo en mi heredero, darle todo lo que tengo —se detuvo un
momento y luego repitió—: Darle todo lo que tengo, para que pueda liberarse de
las preocupaciones de la pobreza.
Traté de mostrar indiferencia y, con evidente hipocresía, dije:
—Entiendo, usted quiere que yo lo ayude, como profesional, a encontrar a
esa persona.
Sonrió, me observó a través del humo del cigarrillo y yo reí al sentir que me
había descubierto.
—¡Qué brillante carrera puede tener ese hombre! —exclamó—. Me llena de
envidia pensar que otro disfrutará de lo que yo he acumulado durante tantos años.
Pero obviamente deberá cumplir algunas condiciones. Las cosas nunca son del
todo gratuitas. Por ejemplo, deberá adoptar mi nombre. Además, debo enterarme
de todas las circunstancias de su vida antes de tomar la decisión final. Debe estar
bien de salud. Debo averiguar si tiene alguna enfermedad genética, de qué
murieron sus padres y conocer a la perfección su intimidad.
Con todo esto, se enfrió un poco mi entusiasmo.
—Y debo entender, entonces, que yo… —dije.
—Sí, ¡usted! —respondió, casi con violencia—. ¡Usted!
No contesté una sola palabra. Mi imaginación se perdía en divagaciones, ni
siquiera mi escepticismo podía detenerla. Pero no sentí ningún impulso de
agradecimiento. No sabía qué decir ni cómo decirlo.
—Pero ¿por qué justo yo? —pregunté finalmente.
Comentó que el profesor Haslar me había nombrado cuando él le preguntó
por un joven sano y honesto. Y que deseaba dejar su dinero a una persona que
reuniera esas condiciones.
Así terminó mi primer encuentro con el viejo. No habló mucho sobre sí
mismo. Dijo que por el momento no me daría su nombre y, después de hacerme
unas preguntas, se despidió y me dejó en la puerta del restaurante. Advertí que, al
pagar el almuerzo, había sacado de su bolsillo un puñado de monedas de oro. Me
intrigó su insistencia sobre la salud del heredero. De acuerdo con lo convenido, al
día siguiente me presenté en la Royal Insurance Company para sacar un seguro de
vida por una suma considerable. Durante la semana siguiente, los médicos de la
compañía me sometieron a exámenes exhaustivos. Pero el viejo no quedó
satisfecho e insistió en que el famoso doctor Henderson me hiciera un examen
adicional.
Pasó un tiempo hasta que tomó la decisión. Un viernes a la noche, a eso de
las nueve, se presentó en mi casa. Yo estaba preparando un examen. Él se hallaba
parado en el pasillo, debajo del farol, y las sombras que confluían en su cara le
daban un aspecto grotesco. Parecía más encorvado que en nuestro primer
encuentro y sus mejillas se habían hundido un poco más. Su voz temblaba de
emoción al hablar.
—Todo está muy bien, señor Eden. El examen ha dado un buen resultado.
Todo está muy, muy bien. Ésta es la gran noche y usted debe cenar conmigo para
festejar su… —fue interrumpido por la tos—… su ascenso. Por otro lado, no tendrá
que esperar mucho —agregó, secándose los labios con el pañuelo, extendiendo
hacia mí su mano esquelética—. De veras, no habrá que esperar mucho.
Salimos a la calle y tomamos un taxi. Recuerdo claramente cada detalle del
viaje: el movimiento rápido, el contraste que generaba la iluminación de petróleo
con la luz eléctrica, la multitud en las calles, el restaurante de Regent Street donde
fuimos a cenar y la cena exquisita que nos sirvieron. Me desconcertó que el mozo
observara con desprecio mi ropa gastada pero pronto recuperé mi confianza
gracias al calor del champagne. Al principio, el viejo habló de sí mismo. Ya en el taxi
me había revelado su nombre. Era nada menos que Egbert Elvesham, el gran
filósofo, cuyo nombre conocía desde mis años escolares. Me pareció increíble que
este hombre, esta gran abstracción cuya inteligencia había dominado mi mente
desde tan temprana edad, se corporizara de pronto en esta figura decrépita que
estaba delante de mí. Me atrevo a decir que todos los jóvenes solemos sentir una
gran desilusión cuando nos enfrentamos con una celebridad. Mientras comíamos,
me hablaba del futuro, de los beneficios que obtendría de su vida lánguida y
próxima a extinguirse: sus derechos de autor, sus propiedades, sus inversiones.
Nunca pensé que los filósofos tuvieran tanto dinero. Me observaba comer y beber
con un dejo de envidia.
—¡Cuánta vida hay en usted! —exclamó. Y luego, con un suspiro, un suspiro
que me pareció de alivio, agregó—: No habrá que esperar mucho.
—Ay —le contesté, un poco mareado por el alcohol—, le debo a usted un
excelente futuro. Voy a tener ahora el honor de llevar su nombre. Pero usted tiene
un pasado. Un pasado que es digno de todo mi futuro.
Sacudió la cabeza y sonrió. Me pareció que estaba un poco triste por mi
actitud aduladora.
—¿Realmente cambiaría ese futuro? —me preguntó.
El mozo trajo licores.
—Es probable que a usted no le importe adoptar mi nombre o mi posición.
Pero ¿de verdad tomaría voluntariamente mis años?
—Con sus obras —repliqué, con galantería.
Sonrió nuevamente.
—Por favor —dijo, dirigiéndose al mozo—, otros dos kümmel.
El anciano había sacado un pequeño paquete de su bolsillo y fijó su atención
en él.
—Esta hora de la sobremesa —continuó— es la hora de las pequeñas cosas.
He aquí una ínfima porción de mi sabiduría inédita.
Abrió el paquete con sus dedos temblorosos y amarillentos, y me mostró un
polvo rosado.
—Debe adivinar qué es. Ponga un poco en el kümmel y verá cómo mejora el
gusto.
Sus grandes ojos grises me observaban con una expresión inescrutable. Me
conmovió un poco que el maestro dedicara su sabiduría al gusto de los licores. Sin
embargo, fingí un gran interés por esta debilidad suya. Estaba bastante borracho
para esa adulación.
Repartió el polvo en los dos vasos y, levantándose de pronto con una
dignidad inesperada y extraña, me extendió su copa. Lo imité y los vasos chocaron.
—Por su pronta sucesión —dijo, llevándose la copa a los labios.
—No, eso no —respondí, intempestivamente—. Por una larga vida.
El anciano vaciló, con la copa a la altura del mentón, y luego repitió, riendo:
—Por una larga vida.
Bebimos, mirándonos a los ojos. A medida que el kümmel pasaba por mi
garganta, sentí una sensación intensa y rara. De inmediato experimenté una gran
confusión. Me dolía la cabeza y me zumbaban los oídos. No sentía ningún sabor en
la boca, ningún aroma atravesaba mi garganta. Sólo veía la intensidad de su
mirada gris y abrasadora. La confusión mental, el ruido y la conmoción parecían
interminables. Imágenes de cosas semiolvidadas aparecian y desaparecían en el
límite de la conciencia. Finalmente, el viejo rompió el hechizo. Con un fuerte
suspiro, apoyó la copa sobre la mesa.
—¿Bien? —preguntó.
—Es exquisito —exclamé, aunque no había percibido el sabor.
Sentí unas terribles puntadas en la cabeza y tuve que sentarme. Mi
confusión era total. Luego, fue aumentando mi poder de percepción, como si viera
todas las cosas a través de un espejo cóncavo. Su modo de actuar pareció haberse
transformado. Ahora estaba nervioso. Sacó el reloj y le dirigió una mirada ansiosa.
—¡Son las once y diez! —exclamó—. Y esta noche tengo que… el tren sale a
las once y treinta de Waterloo. Debo irme enseguida.
Pidió la cuenta y se colocó con torpeza el abrigo. Los mozos acudieron para
ayudarnos. Unos minutos después nos despedíamos: él en el interior de un coche y
yo afuera, todavía con esa absurda sensación de —¿cómo expresarlo?— ver y
sentir a través de un binocular invertido.
—Esa bebida —dijo el viejo, poniéndose la mano sobre la frente—. No debí
habérsela dado. Mañana le va a doler la cabeza. Espere un momento. Tome.
Me dio un sobre chato que contenía un polvo similar a un laxante.
—Tómelo con agua antes de acostarse. Lo que tomamos era fuerte. Pero esto
le despejará la cabeza. Deme otra vez su mano. Prosperidad.
Apreté su mano amigada.
—Adiós —agregó y, por la mirada que adiviné debajo de sus párpados,
advertí que él también estaba bajo el influjo de la bebida.
Luego, sobresaltado, recordó algo. Urgó en su bolsillo y sacó otro paquete,
esta vez cilíndrico, del tamaño de una barra de crema para afeitar.
—Casi me olvido —dijo—. No lo abra hasta que yo venga mañana, pero
llévelo ahora.
Era tan pesado que casi se me cae.
—Muy bien —asentí, y él me sonrió por la ventanilla mientras el cochero
despertaba al caballo.
Era un paquete blanco, con dos sellos rojos en cada uno de los bordes.
—Si esto no es dinero, es platino o plomo —comenté.
Lo guardé con cuidado en el bolsillo y, con la cabeza todavía dándome
vueltas, empecé a caminar hacia mi casa por Regent Street y por las calles
desoladas y oscuras, más allá de Portland Road. Recuerdo vividamente las
extrañas sensaciones de esa caminata. Me sentía tan ajeno a mi mismo que podía
advertir mi confusión mental. Me preguntaba si habría ingerido opio, algo que
nunca había probado. Es difícil describir ahora ese estado tan particular, algo
semejante a una disociación mental. Mientras caminaba por Regent Street, estaba
extrañamente convencido de que estaba en la estación Waterloo y sentí el raro
impulso de entrar en el Politécnico como quien toma un tren. Entonces me froté los
ojos y la calle volvió a ser Regent Street. ¿Cómo expresarlo? Ustedes ven a un actor
que los observa tranquilamente y de pronto hace un gesto y se transforma en otra
persona. ¿Suena increíble si les digo que me pareció, por un momento, que la calle
había hecho lo mismo? Luego, cuando quedé convencido de que era otra vez
Regent Street, me asaltaron algunas reminiscencias fantásticas. «Fue aquí», pensé,
«donde hace treinta años discutí por última vez con mi hermano». Entonces me reí,
y un grupo de merodeadores nocturnos se asombró. Hace treinta años yo no
existía y nunca tuve un hermano. Sin duda, la bebida que había tomado era muy
fuerte, porque el recuerdo angustioso de ese hermano perdido seguía
entristeciéndome. En Portland Road la locura tomó un aspecto diferente. Empecé a
recordar negocios desaparecidos y a comparar la calle con la que alguna vez supo
ser. Era comprensible que surgieran esos pensamientos confusos después de la
bebida que había ingerido, pero lo que me desconcertaba eran esos recuerdos
vividos y fantasmales. No sólo los recuerdos que surgían de la nada sino también
aquellos que habían desaparecido. Me detuve ante la vidriera de Stevens, el
veterinario, y traté en vano de recordar la relación que tenía conmigo. Pasó un
ómnibus e hizo el mismo ruido que un tren. Yo estaba sumergido en la
profundidad de mis recuerdos. «Es claro», me dije al final, «Stevens me ha
prometido tres ranas para mañana». Curiosamente debo haberlo olvidado.
¿Todavía les mostraban a los niños esas imágenes superpuestas? Recuerdo
algunas que comenzaban como una figura débil que iba creciendo y desplazaba a
otra. Sentía algo similar en mi interior, como si un conjunto de sensaciones nuevas
estuviera luchando por desplazar a las que siempre habían estado conmigo.
Atravesé Euston Road hacia Tottenham Court Road, en ese estado de
confusión mental, un poco asustado, sin darme cuenta de que estaba tomando un
camino completamente distinto del habitual. Doblé hacia University Street y
descubrí que había olvidado mi número. Tuve que esforzarme bastante para
recordar que vivía en el 11 A, pero me dio la sensación de que alguien me lo había
dictado. Traté de recordar los detalles de la cena, pero juro por mi vida que no
pude recuperar el rostro de mi anfitrión. Veía sólo una silueta, como si estuviera
viendo mi propio reflejo sobre un vidrio. Sin embargo, sí podía verme a mí mismo,
sentado a la mesa, excitado, con los ojos brillantes y charlando aturdidamente.
«Tengo que tomar este otro polvo», pensé. «Todo esto se está tornando
insoportable». Busqué los fósforos y el candelero en el lugar equivocado y dudé
sobre la ubicación de mi cuarto. «Estoy borracho», me dije, tambaleando
innecesariamente para confirmar esa afirmación.
A primera vista, mi cuarto me pareció desconocido. «¡Qué sitio
desagradable!», observé, mirando a mi alrededor. Sin embargo, con esfuerzo,
empecé a recordar y lo desconocido se tornó familiar y concreto. Allí estaba el
espejo de siempre, con mis anotaciones enganchadas en el marco y mis pocas ropas
desparramadas por el suelo. Pero el cuarto todavía me resultaba un poco irreal. Me
sentí tontamente convencido de que estaba en un tren que se detenía y yo veía por
la ventanilla una estación desconocida. Me aferré con fuerza al borde de la cama
para tranquilizarme un poco. «Es un caso de clarividencia», reflexioné. «Debo
comunicarlo a la Psychical Research Society».
Puse el paquete sobre la mesa de luz, me senté en la cama y empecé a
sacarme las botas. Mis sensaciones actuales parecían estar pintadas sobre una tela
en la que ya había otra pintura que intentaba mostrarse. «Maldición», me dije,
«¿estoy perdiendo la razón o estoy en dos lugares a la vez?». Medio desvestido ya,
vertí el polvo en un vaso y lo tomé. Había adquirido un color ámbar de tono
fluorescente. Antes de dormirme, ya estaba tranquilo. Sentí el contacto de mi cara
con la almohada y luego debo de haberme dormido.
Desperté sobresaltado, de un sueño lleno de animales extraños, y descubrí
que estaba recostado boca arriba. Es común despertar atemorizado después de un
sueño tan deprimente. Sentí un gusto raro en la boca, las piernas cansadas y una
cierta incomodidad en la piel. No moví mi cabeza de la almohada, con la esperanza
de poder ahuyentar esa sensación de terror y de extrañeza, y volver a dormirme.
Pero, en cambio, la sensación parecía aumentar. Al principio no pude distinguir
nada malo en mí. El cuarto estaba casi en tinieblas y los muebles emergían como
manchas aisladas e inciertas. Me quedé observando el lugar sin levantar
demasiado las sábanas que me cubrían.
Me asaltó la idea de que alguien había entrado en el cuarto para robarme
mis ahorros e intenté hacerme el dormido, respirando a un ritmo regular.
Enseguida advertí que era sólo mi imaginación. Sin embargo, la sensación de que
algo andaba mal permanecía. Con gran esfuerzo, levanté la cabeza de la almohada
y traté de acostumbrar mi vista a la oscuridad. No entendía qué era lo sucedía.
Observé las formas oscuras que me rodeaban, que correspondían a las cortinas, la
mesa, la chimenea, la biblioteca. Entonces creí percibir algo raro en ellas. ¿Había
cambiado de lugar la cama? En ese sitio, donde debía estar la biblioteca, se
levantaba algo pálido, envuelto en una tela, algo que no respondía a la forma de
los estantes con libros. Era demasiado grande para ser mi camisa tirada en la silla.
Sobreponiéndome a un terror infantil, me destapé y quise poner un pie fuera
de la cama. En vez de llegar al suelo, mi pie sólo pudo alcanzar el extremo del
colchón. Di otro paso, como quien dice, y me senté en el borde de la cama. Al lado,
sobre la silla rota, debían estar el candelero y los fósforos. Estiré la mano pero no
había nada. Al retirar el brazo, tropecé con algo blando y pesado que estaba
colgando, que crujió al tocarlo. Le di un tirón. Parecía una cortina suspendida del
techo de la cama.
Ya estaba completamente despierto y empezaba a comprender que me
hallaba en una pieza extraña. Estaba confundido. Traté de recordar lo que había
pasado durante la noche y, curiosamente, ahora podía evocar todas las imágenes:
la cena, los paquetes que me habían dado, mi sensación de haber estado borracho,
mi lentitud para desvestirme, el contacto frío de la almohada sobre las mejillas.
Sentí una duda repentina: ¿Había sido anoche o anteanoche? De cualquier manera,
ése no era mi cuarto, y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí.
Amanecía. La vaga claridad que usurpaba el lugar de los libros había
resultado ser una ventana y la luz que se filtraba por la persiana me permitió
distinguir el óvalo de un espejo. Me paré y me sorprendió una misteriosa
debilidad. Extendiendo unas manos temblorosas, caminé despacio hacia la
ventana. No pude evitar lastimarme la pierna con una silla. Con la intención de
levantar la persiana, busqué alrededor del espejo, que era grande y tenía unos
candelabros de bronce; encontré una borla, tiré, y, con un brusco ruido metálico, la
persiana se levantó. Me encontré de pronto ante un paisaje desconocido. El cielo
estaba cubierto y las nubes pesadas, con un borde de color rojizo, dejaban filtrar la
débil claridad del amanecer. Debajo, todo estaba oscuro y borroso: remotas colinas,
inciertos edificios que se erigían en lo alto, árboles como manchas de tinta y, al pie
de la ventana, una tracería de renegridos canteros y de senderos grises. Era algo
tan desconocido que por un momento pensé que todavía estaba soñando. Palpé el
tocador, parecía de madera pulida, ornamentada; había algunos objetos encima;
entre ellos, uno raro en forma de herradura, anguloso y liso, que estaba apoyado
sobre un plato. No encontré candeleros ni fósforos.
Observé el cuarto de nuevo. Ahora, la persiana estaba levantada por
completo y vagos espectros de los muebles emergían de la oscuridad. Había una
enorme cama con cortinas y, al pie de la chimenea, se veía el resplandor del
mármol. Apoyándome contra el tocador, cerré y abrí los ojos, y traté de pensar. La
situación era demasiado real para ser un sueño. Imaginé que había una grieta en
mi memoria producida por la extraña bebida, que era probable que hubiera
recibido mi herencia y que esa brusca felicidad me había privado de mis recuerdos.
Quizás, esperando un poco, las cosas se aclararan para mí. Pero la cena con el viejo
Elvesham aparecía ahora especialmente detallada y vivida: el champagne, los mozos
atentos, el polvo rosado y los licores. Podría haber jurado que todo eso era muy
reciente. Y entonces me ocurrió algo tan trivial y al mismo tiempo tan horrible que
me estremezco al recordarlo. Dije en voz alta: «¿Cómo diablos he llegado aquí?»…
Y la voz no era mía. No era mía: era débil, mal articulada, la resonancia de mis
huesos faciales era diferente. Para darme valor, junté las manos y sentí arrugas de
piel floja y, en los huesos, la debilidad propia de una persona de edad. «Sin duda»,
dije con esa voz horrible que de algún modo se había instalado en mi garganta,
«¡sin duda esto es un sueño!». Casi tan rápido como movido por un impulso, me
llevé los dedos a la boca. Habían desaparecido mis dientes. Las yemas de mis
dedos palparon la superficie fláccida de unas encías encogidas. Me sentí abatido y
asqueado.
Experimenté un impetuoso deseo de mirarme, de comprobar de una vez, en
todo su horror, la transformación increíble que había sufrido. Fui tambaleando
hasta la chimenea y busqué, tanteando, unos fósforos. En ese momento tuve un
acceso de tos y palpé un grueso camisón de franela que tenía puesto. No encontré
fósforos y sentí un intolerable frío en las piernas. Tosiendo y respirando con
dificultad, lloriqueando acaso, me volví a tientas a la cama. «Tiene que ser un
sueño», me dije, gimiendo mientras me recostaba, «tiene que ser un sueño». Era
una repetición senil. Me tapé los hombros con las sábanas, me tapé los oídos, puse
la mano seca bajo la almohada y me decidí a dormir. Era evidente que todo era un
sueño. Por la mañana sería sólo un recuerdo y yo volvería a despertarme otra vez
con toda mi juventud y mi vigor para retomar mis estudios. Cerré los ojos, respiré
con ritmo regular y, al advertir que me había desvelado, repetí lentamente la tabla
del tres.
Pero no podía conciliar el sueño. Me convencía cada vez más de la
inexorable realidad de mi transformación. Enseguida me encontré con los ojos bien
abiertos, la tabla del tres olvidada y mis dedos flacos sobre las encías arrugadas.
De pronto, inesperadamente, yo era, de verdad, un hombre viejo. Había caído de
algún modo al fondo de mis años; me habían robado lo mejor de mi vida: el amor,
la lucha, la fuerza y la esperanza. Me refugié en la almohada y traté de
convencerme de que esa alucinación era posible. El amanecer se instalaba,
imperceptible y constante.
Finalmente, resignado a no poder dormir, me incorporé y miré a mi
alrededor. Ahora, la fría penumbra me dejaba ver el cuarto. Era espacioso y estaba
bien amueblado, mejor que cualquier otro en mi vida. Distinguí un candelabro y
unos fósforos en la repisa. Me destapé y, tiritando con el frío del amanecer, aunque
era verano, me levanté y encendí la vela. Luego, estremeciéndome tanto como para
hacer parpadear la llama, me acerqué al espejo, y vi… ¡la cara de Elvesham! La
impresión no fue tan horrible porque ya lo presentía. Elvesham siempre me había
parecido físicamente débil y digno de lástima; pero ahora, apenas cubierto por un
camisón de franela que dejaba ver el cuello esmirriado, ahora, visto como mi
propio cuerpo, no puedo describir su desgarrada decrepitud. Las mejillas
hundidas, los sucios mechones de pelo gris, los ojos nublados llenos de lagañas, los
labios temblorosos, el labio inferior exhibiendo un brillo rosado y esas horribles
encías negras… Quien tenga el cuerpo y el alma acorde con su edad no puede
imaginarse lo que significa esta prisión diabólica. Ser joven, estar lleno de deseos,
gozar de la energía propia de la juventud y, de pronto, en cuestión de segundos,
estar atrapado y comprimido en este tembloroso cuerpo en ruinas…
Pero me he alejado un poco del hilo de mi relato. Por un tiempo debo haber
estado conmocionado por esta transformación. Recién pude pensar con la luz del
día. De algún modo inexplicable había sucedido, no sé cómo, tal vez alguna
especie de magia. Y mientras reflexionaba, comprendí la astucia diabólica de
Elvesham. Me pareció evidente que si yo estaba en posesión de su cuerpo, él lo
estaba del mío: es decir, de mi vigor y de mi futuro. Pero ¿cómo probarlo? Luego,
al meditarlo, la situación se volvió tan increíble que mi mente no dejaba de dar
vueltas sobre el asunto. Tuve que pellizcarme, palpar mis encías sin dientes,
mirarme en el espejo y tocar las cosas que estaban a mi alrededor antes de poder
enfrentar los hechos otra vez. ¿La vida entera era una alucinación? ¿Era yo
realmente Elvesham y él era yo? ¿No había yo soñado con Eden toda la noche?
¿Existía Eden? Pero si yo era Elvesham, debería de recordar lo que sucedió la
mañana anterior, el nombre de la ciudad donde vivía y lo que había sucedido antes
del sueño. Luché con mis pensamientos. Recordé esa rara duplicación de mis
recuerdos de la noche anterior. Pero ahora mi mente estaba clara. No sentía ya esas
evocaciones fantasmales pero sí recordaba todo lo relacionado con Eden.
«¡Me volveré loco!», grité con mi voz aguda y metálica. Tambaleando,
arrastré mis piernas lánguidas y pesadas hasta el lavatorio y sumergí la cabeza en
la pileta con agua fría. Luego me sequé y probé otra vez. Fue inútil. Yo sentía, fuera
de toda duda, que era realmente Eden, no Elvesham. ¡Pero era Eden en el cuerpo
de Elvesham!
Si hubiera sido un hombre de cualquier otra época, me habría resignado a
mi destino como si fuera obra de una brujería. Pero en estos tiempos de
escepticismo no suceden estos milagros. Aquí había alguna trampa psicológica. Si
una droga provocaba determinado efecto, seguramente otra podría hacerlo
desaparecer. Los hombres han perdido antes la memoria. Pero ¿intercambiar
recuerdos como uno intercambia paraguas? Me reí, aunque mi risa no era
saludable sino fingida y senil. Podía imaginarme a Elvesham riendo ante mi
dolorosa situación y una ráfaga de irritación y de ira, muy inusual en mí, me
invadió de pronto. Ansiosamente comencé a vestirme con la ropa que hallé en el
suelo y, una vez vestido, me di cuenta de que me había puesto un traje de etiqueta.
Abrí el ropero y saqué alguna ropa de calle: un pantalón gris y una robe de
chambre pasada de moda. Me puse una boina acorde con mis años y, tosiendo un
poco por mis excesivos esfuerzos, salí al corredor.
Serían las seis de la mañana. La casa estaba bastante silenciosa y las
persianas, cerradas. El pasillo era amplio. La escalera ancha y con lujosas
alfombras se perdía en la oscuridad del hall. Una puerta entreabierta me dejó ver
un escritorio, una biblioteca giratoria, la espalda de un sillón y una pared con
varios estantes de libros.
«Mi estudio», murmuré, y caminé por el pasillo. Luego, el sonido de mi voz
me trajo un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza con la
facilidad que da la costumbre. «Así estoy mejor», dije, haciéndola rechinar, y volví
al estudio.
Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. La parte superior
también estaba trabada. No había rastros de llaves por ningún lado. Tampoco en
los bolsillos de mi pantalón. Volví con dificultad hasta el dormitorio y registré los
bolsillos de todas las prendas. Estaba muy ansioso. Al ver el desorden de mi
cuarto, cualquiera hubiera imaginado que habían entrado ladrones. No había
llaves ni monedas ni papeles, excepto la cuenta del restaurante.
Sentí un extraño cansancio. Me senté y observé la ropa tirada por todos
lados, con los bolsillos hacia afuera. El frenesí que sentí al principio ya se había
desvanecido. Comenzaba a comprender la inmensa sagacidad de los planes de mi
enemigo y a convencerme cada vez más de que no tenía salida. Con esfuerzo, me
levanté y volví al estudio. En la escalera, una mucama estaba levantando las
persianas. Se sobresaltó, supongo, al ver la expresión de mi cara. Cerré la puerta
del estudio detrás de mí. Con un atizador, intenté abrir a golpes el escritorio. Fue
así como me encontraron. La tabla del escritorio quedó partida; la cerradura,
aplastada; las cartas, diseminadas por la alfombra. En mi furia senil tiré las
lapiceras y otros objetos del escritorio, y derramé la tinta. Además se rompió un
jarrón que estaba sobre la repisa de la chimenea, no sé cómo. No encontré ni
chequera ni dinero ni la menor indicación de cómo proceder para recuperar mi
cuerpo. Estaba golpeando frenéticamente los cajones cuando el mayordomo,
ayudado por las mucamas, me detuvo.
Así de simple es la historia de mi transformación. Nadie creerá mis
afirmaciones. Me tratan como un demente y, aun ahora, me tienen vigilado. Pero
estoy cuerdo, absolutamente cuerdo, y, para demostrarlo, me he sentado a escribir
detalladamente lo que me ha sucedido. Apelo al lector, para que él advierta si hay
algún rasgo de locura en el estilo de la historia que ha estado leyendo. Soy un
hombre joven, secuestrado en el cuerpo de un viejo. Pero a todo el mundo le cuesta
creer este hecho tan evidente. Naturalmente, los que no me creen piensan que
estoy loco. Naturalmente, ignoro los nombres de mis secretarios, de los médicos
que vienen a verme, de mis sirvientes y de mis vecinos, de esta ciudad desconocida
en la que me encuentro. Naturalmente, me pierdo en mi propia casa y tengo
problemas de todo tipo. Naturalmente, hago las preguntas más extravagantes.
Naturalmente, lloro y grito, y tengo paroxismos de desesperación. No tengo dinero
ni chequera. El banco no reconocerá mi firma, pues estoy seguro de que, a pesar de
la debilidad de mis músculos, mi letra sigue siendo la de Eden. Esta gente que me
rodea no me dejará ir personalmente al banco. Parece, sin embargo, que no hay
bancos en esta ciudad y que he abierto una cuenta en algún lugar de Londres.
Parece que Elvesham mantuvo en secreto el nombre de su abogado. Yo no pude
averiguar nada. Elvesham era, por supuesto, un profundo estudioso de la mente
humana y todas mis declaraciones en este relato confirman la teoría de que mi
locura es el resultado de un minucioso estudio en psicología. ¡Sueños sobre la
identidad!
Hace dos días yo era un joven saludable, con toda una vida por delante;
ahora soy un viejo furioso, desesperado, descuidado y miserable, que merodea por
una lujosa casa interminable, vigilado, temido y evitado por todos. Y en Londres
está Elvesham, empezando a vivir otra vez en un cuerpo vigoroso, con la sabiduría
acumulada de setenta años. Me ha robado la vida.
No sé muy bien lo que ha sucedido. En el estudio hay muchos volúmenes
con notas manuscritas que se refieren a la psicología de los recuerdos, y otras con
cifras y símbolos absolutamente incomprensibles para mí. De algunos pasajes se
deduce que también le interesaban las matemáticas. Supongo que ha logrado
transferir todos sus recuerdos desde su cerebro marchito hasta el mío, y que toda
mi personalidad ha sido transferida a su cuerpo inservible. Sé que ha cambiado los
cuerpos pero su método está más allá de mi comprensión. Yo he sido siempre una
persona materialista y ahora me encuentro frente a un caso que me demuestra
concretamente la capacidad del hombre para despegarse de la materia.
Estoy por ensayar un experimento desesperado y último. Me siento a
escribir aquí antes de llevarlo a cabo. Esta mañana, con el auxilio de un cuchillo
que pude sustraer durante el desayuno, logré forzar la cerradura de un cajón
evidentemente secreto de este escritorio destruido. No hallé nada más que un
pequeño frasco de vidrio verde, que contenía un polvo blanco y tenía adherida una
etiqueta con una sola palabra: «Liberación». Debe ser, seguramente, veneno. Puedo
entender que Elvesham lo pusiera en mi camino y, de no haber estado tan
escondido, creería que su intención era ponerlo a mi alcance para desembarazarse
del único testigo de su crimen. El viejo ha llegado casi a resolver el problema de la
inmortalidad. Si el destino no le juega alguna mala pasada, vivirá en mi cuerpo
hasta que éste envejezca y luego, desechándolo, tomará la fuerza y la juventud de
alguna otra víctima. Al recordar su falta de piedad, resulta terrible pensar que su
experiencia ha venido evolucionando con el tiempo… ¿Desde cuándo viene
saltando de un cuerpo a otro?…
Pero ya basta de escribir. El polvo del frasco parece disolverse en agua. El
gusto no es desagradable.
Aquí termina el manuscrito que se encontró en el estudio de señor
Elvesham. El cadáver yacía entre el escritorio y la silla, a la que evidentemente
había empujado hacia atrás con sus últimas convulsiones. El relato estaba escrito
en lápiz, con una letra arrebatada, muy diferente de la caligrafía habitual de señor
Elvesham. Sólo queda destacar dos hechos llamativos. Indiscutiblemente, existió
alguna conexión entre Eden y Elvesham, pues la propiedad del último había sido
transferida al joven, aunque éste nunca llegó a heredarla. Cuando Elvesham se
suicidó, Eden ya estaba muerto. Veinticuatro horas antes, en la intersección de
Gower Street y Euston Road, murió atropellado por un coche. De modo que el
único ser humano que podría haber esclarecido este relato fantástico ya no es
capaz de responder ninguna pregunta.
Sin más comentarios, dejo al lector que juzgue personalmente este asunto
extraordinario.
Título original: «The story of the late mister Elvesham»,
en Thirty Strange Stories, 1897-1898. Gentileza A. P. Watt Ltd.
Traducción: Fabiana A. Sordi
Estudio de Noches de pesadilla

Por María Cristina Figueredo

[Biografía de los autores]

Ambrose Bierce

Nació en 1842. Después de destacarse en la Guerra Civil norteamericana, se


dedicó al periodismo. Sin embargo, su verdadera vocación fue la sátira, ya sea bajo
la forma de cuento de horror, de fábula, de columna periodística o de diccionario,
como, por ejemplo, El Diccionario del Diablo (1911).
Bajo la influencia de E. A. Poe, desarrolló los aspectos psicológicos del
horror, como se evidencia en sus cuentos. En su madurez, se convirtió en una
figura literaria muy influyente, aunque sus detractores lo llamaban «el amargo
Bierce» y su lema personal fuera «Nada importa». En 1913, Bierce desapareció. El
final de su vida, como el de muchos de sus cuentos, es un misterio. Se dice que
murió en 1914 peleando al lado de Pancho Villa, en la Revolución Mejicana, o que
se suicidó en el Gran Cañón del Colorado. Tal vez nunca sepamos como terminó
sus días.

Charlotte Brontë

Nació en 1816. Perdió a su madre cuando tenía cinco años y a sus dos
hermanas mayores en los cuatro años que siguieron. Las tres hermanas y el
hermano sobrevivientes se educaron en su hogar, en Yorkshire, Inglaterra, leyendo
ávidamente y creando mundos imaginarios a la manera de Los viajes de Gulliver y
Las mil y una noches. Como su personaje más famoso, Jane Eyre, Charlotte se
convirtió en maestra e institutriz, pero su proyecto de establecer su propia escuela
con sus hermanas fracasó. Jane Eyre se publicó en 1847 y tuvo un éxito inmediato.
En 1854, Charlotte se casó y un año después moriría. En 1853, M. Arnold escribió
sobre ella que su mente no contenía nada «excepto hambre, rebelión y furia».
William Wymark Jacobs

Nació y murió en Londres (1863-1943). En la década de 1890, comenzó a


publicar historias en revistas; su primera colección, Many Cargoes, apareció en
1896. A pesar de haber escrito varias novelas, su popularidad se debe a sus
cuentos, que pueden clasificarse en dos grupos: los humorísticos que tratan sobre
las andanzas de los marineros, y los cuentos macabros como «La pata de mono»
(1902), que se convirtió en el cuento de horror por antonomasia y se encuentra en
la mayoría de las antologías del género.

Joseph Sheridan Le Fanu

Nació y murió en Dublín (1814-1873). Miembro de una familia protestante,


Le Fanu se educó en el Trinity College de Dublin y se recibió de abogado. Sin
embargo, abandonó las leyes por el periodismo. Entre 1845 y 1873, publicó catorce
novelas, de las cuales Tío Silas (1864) y La casa al lado del cementerio (1863) son las
más conocidas. Sus cuentos se destacan por su habilidad para evocar la atmósfera
macabra de una casa embrujada. In a Glass Darkly (1872), un libro que contiene
cinco nouvelles, se considera su mejor obra. Le Fanu, además, fue propietario de
varios periódicos de su ciudad natal.

Bram Stoker

También nació en Dublín en 1847 pero murió en Londres en 1912. Aunque a


temprana edad era inválido (no se pudo parar ni caminar hasta los siete años),
superó su debilidad y se convirtió en jugador de fútbol de la universidad. Tras
haber trabajado para el gobierno por diez años, en 1878 se convirtió en secretario
del famoso actor Henry Irving, puesto que conservó por veintisiete años. Stoker
escribió novelas y cuentos, así también como crítica teatral, pero es recordado por
su obra maestra, Drácula (1897), una historia de vampiros inspirada en «Carmilla»,
una de las nouvelles de In a Glass Darkly de Le Fanu.
Catherine Wells (1872-1927)

Nació en 1872 como Catherine Robbins. Conoció a H. G. Wells en 1892. Él se


había casado el año anterior pero pronto dejó a su esposa para vivir con Catherine,
con la que se casó en 1895 después de divorciarse.
El libro de Catherine Wells, publicado póstumamente en 1928, sugiere que
Catherine tenía una vida interior mucho más intensa de lo que normalmente se le
concede. Sus historias están bien logradas y son ricas en matices psicológicos.
Además, muestran un hambre de amor reprimido y, sorprendentemente, se
solazan en la violencia y el sadismo.
Catherine murió en 1927.

Herbert George Wells

Novelista, periodista, sociólogo e historiador nacido en 1866, es famoso por


sus historias que inauguran el género de la ciencia-ficción: La máquina del tiempo
(1895) y La guerra de los mundos (1898). Fue un socialista activo. Detrás de su
inventiva subyace una preocupación apasionada por el hombre y la sociedad, la
cual impregna la fantasía de sus historias, llevándolas, a veces, hacia la sátira.
Murió en 1946.
[Análisis de la obra]

El placer de sentir miedo

El miedo es la emoción más intensa y antigua en el hombre. No es extraño,


entonces, que las historias de terror atraviesen todas las épocas y conformen una
parte sustancial del acervo folclórico de todas las culturas. Así, muchos mitos y
leyendas se caracterizan por escenarios y personajes que luego aparecerán en
historias de terror. Sin embargo, el culto literario del miedo por el miedo mismo
apareció en el siglo XVIII con la novela gótica.
El texto fundacional de este género es El castillo de Otranto (1765) de Horace
Walpole. Pero no fue él sino Ann Radcliffe (1765-1823) quien hizo del terror una
moda y estableció las pautas del nuevo género. Su novela, Los misterios de Udolfo
(1794), instaura la trama que será repetida una y otra vez: una temerosa e
indefensa heroína explora un edificio siniestro en el que se encuentra prisionera de
un malvado aristócrata. La historia se desarrolla en el pasado previo a la reforma
protestante y el escenario de las maldades del villano —y los padecimientos de la
heroína— es un castillo lúgubre, en cuyos corredores y pasadizos secretos suceden
eventos macabros. A pesar de crear esta atmósfera, como digna hija del Siglo de las
Luces, Radcliffe termina sus relatos explicando racionalmente los hechos
«sobrenaturales» que habían sucedido, destruyendo así a sus propios fantasmas. El
período de apogeo de la novela gótica se dio entre 1790 y 1820, y produjo en 1818
su monstruo más famoso, el creado por Mary Shelley en Frankenstein.
La novela gótica engendró una extensa progenie que incluyó a las historias
de vampiros y de fantasmas. Estas últimas proliferaron durante la época victoriana
(1837-1901). Los autores que conforman nuestra antología vivieron durante este
período, compartiendo el gusto estético reinante.
Herederas de la ficción gótica, tanto las historias de vampiros, como las de
fantasmas y las historias acerca de hechos sobrenaturales —llamadas globalmente
«historias de terror»— intentan asustar e inquietar al lector, que se siente atraído
por esas emociones. El atractivo de lo espectralmente macabro se ve acentuado
porque va unido a la incertidumbre y el peligro. Los mundos desconocidos
presentan una amenaza y están llenos de posibilidades malignas. En su ensayo «El
horror en la literatura», H. P. Lovecraft (1890-1937), un maestro del horror, explica
que para pertenecer a este género se necesita algo más que una historia sangrienta
o unos fantasmas que arrastren sus cadenas por las mohosas escaleras de un
castillo. Las historias dignas de pertenecer al género deben «contener cierta
atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas» [1].
Por otra parte, la trama debe transmitir una idea terrible para todo ser humano: «la
suspensión o trasgresión maligna y particular de las leyes fijas de la Naturaleza» [2].
Una vez que esas leyes dejan de aplicarse, quedamos indefensos ante el embate del
caos.
El vampiro (1819) de John Polidori es ejemplo de la suspensión de las leyes
naturales. Este relato inaugura el sub-género de las historias de vampiros, donde
se elaboran las sospechas de la clase media sobre la decadencia de la aristocracia.
El más notorio de los vampiros es el conde Drácula, creación de Bram Stoker. La
historia que forma parte de nuestra antología, «El invitado de Drácula», funciona
como introducción a la novela. Sin embargo, para los lectores del siglo XXI, que
conocen la historia del vampiro de Transilvania aunque no hayan leído la novela
de Stoker, este relato funciona como un volver atrás, una suerte de episodio uno.
Las historias de fantasmas proponen como tema central el poder de los
muertos que retornan para confrontar a los vivos. Antes del siglo XIX, los
fantasmas que aparecían en la literatura eran en sí mismos menos importantes que
el mensaje profético o la revelación que transmitían; el fantasma del padre de
Hamlet, en la obra homónima de William Shakespeare, es un ejemplo. En las
historias de fantasmas, sin embargo, el fantasma lo es todo. Su propósito
primordial es producir terror e inquietar al lector. Tanto «El fantasma» de
Catherine Wells, como «Relato de los extraños sucesos de la calle Aungier» de
Sheridan Le Fanu ponen de manifiesto el espanto provocado por lo inexplicable.
¿Es verdaderamente una rata la que baja por la escalera de la casa en la que viven
los estudiantes de medicina en el cuento de Le Fanu? ¿O ambos jóvenes han estado
expuestos a los poderes del fantasma del malvado juez? ¿Es una alucinación,
producto de su mente afiebrada, la que produce el fantasma en el cuarto de la niña
en el cuento de Catherine Wells? A diferencia de las explicaciones reconfortantes
dadas por Anne Radcliffe, estos autores Victorianos dejan sus relatos en la
incertidumbre, produciendo así una mayor sensación de inquietud e indefensión
en el lector.
La fascinación victoriana por los fantasmas puede inscribirse en una
inclinación más amplia de la época por lo desconocido y lo difícil de explicar, de
allí el gran auge del espiritismo en ese período. El mundo de lo sobrenatural, de lo
inexplicable, sirvió de contrapunto a la fuerza dominante de la ciencia. Así, las
historias de terror en este período proveen juicios admonitorios contra el
racionalismo. En «El hombre y la serpiente» de A. Bierce, Harker Brayton es
definido como «un hombre de ideas» que se mofa de las creencias supersticiosas
del pasado y se ufana del racionalismo de su propio tiempo en el que ni siquiera
los más ignorantes podrían creer «tales tonterías». Sin embargo, al morir, cree que
es víctima de poderes sobrenaturales. De la misma manera, el invitado de Drácula
se burla del cochero y se refugia en su racionalismo, pero luego vive para
lamentarlo.
En el reino de lo inexplicable, el sueño ha sido siempre un territorio que se
resiste a ser conquistado. En el cuento de C. Brontë, «Napoleón y el espectro», la
explicación racional del sonambulismo del emperador no convence totalmente.
Otra lectura es posible: que el espectro haya despertado a Napoleón para mostrarle
algo que no hubiera visto de otra manera. Por otra parte, si efectivamente fuera
sonámbulo, aún quedarían por explicar las reglas «racionales» que rigen el
ambular de aquellos que duermen.
Los autores Victorianos, en su intento por contrarrestar las ideas científicas
de la época, también trataron de establecer en sus historias la existencia objetiva de
los fenómenos sobrenaturales. Así, en «La historia del difunto señor Elvesham» de
H. G. Wells, el protagonista-narrador, Eden, se convierte en reportero y relata paso
a paso el cambio operado en su cuerpo. Hacia el final del cuento, otro narrador
completa la historia, ratificando lo relatado por Eden, o tal vez no. ¿Creó Elvesham
en su senilidad esquizoide toda la historia? Pero, si fuera así, ¿por qué su caligrafía
difería de la del «anterior» Elvesham? Wells no toma partido. De esta manera, el
lector debe elegir entre las posibles respuestas o, tal vez, formular más preguntas.
La psique del protagonista, su locura senil, también es escrutada en este
cuento. Pero esa locura se entremezcla con la cordura del relato pormenorizado.
Edgar Allan Poe (1809-1849) ya había elevado las historias de terror por encima del
mero entretenimiento a través de una habilidosa mezcla entre razón y locura. Su
obra exhibe desde toques de necrofilia en «Annabel Lee» (1849), a sadismo
indulgente en «El pozo y el péndulo» (1843), lo que ha suscitado el interés de la
crítica psicoanalítica.
Además, las historias de terror victorianas se caracterizan por presentar
incidentes sobrenaturales enmarcados en situaciones cotidianas, la banalidad de
las cuales hace que las violaciones a las leyes naturales sean mucho más
convincentes. «La pata de mono» de W. W. Jacobs es un cuento de superstición y
terror que se desarrolla dentro de un marco realista, a la manera de Dickens, donde
el calor del hogar y la placidez doméstica del principio del cuento contrastan con
su final, también incierto.
El siglo XX fue testigo de la continuidad del género. Nombres como Clive
Barker o Stephen King lo prueban. Más recientemente, Internet ha permitido a los
autores de terror, y a sus seguidores, crear un espacio nuevo constituido por las
fanzines (revistas especializadas) que aparecen en la web. La adaptabilidad y
persistencia de este género hasta nuestros días sólo puede explicarse, en palabras
de Virginia Woolf, por la «tenacidad del extraño anhelo humano de placer por
sentir miedo»[3].
Notas

[1] Lovecraft, H. P. El horror en la literatura. Buenos Aires: Alianza, 1998, p. 11.


<<
[2]Ibídem. <<
[3] Citado por Holman, Hugh. «The Gothic Novel», en A Handbook to
Literature. University of Virginia, 2002.
http://www.spider.georgetowncollege.edu/english/allen/gothic.htm (26 de
noviembre de 2004); y Drabble, Margaret, The Oxford Companion to English
Literature. Oxford: Oxford University Press, 1998, p. 389. <<

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