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LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO

ADMINISTRATIVO

Por
GABRIEL REAL FERRER
Profesor Titular de Derecho Administrativo
Universidad de Alicante

SUMARIO: I. LA NOCIÓN DE SOLIDARIDAD Y EL CONCEPTO DE DERECHO ADMINISTRATIVO:


1. Las aproximaciones clásicas al concepto de Derecho administrativo y la trilogía Adminis-
tración-función, Administración-organización y Derecho administrativo: 1.1. Administra-
ción-función. 1.2. Administración-organización. 1.3. Derecho administrativo. 2. La insatis-
facción de las aproximaciones unitarias y la solidaridad como substrato común: 2.1. Las teo-
rías eclécticas. 2.2. La trilogía Administración-función, Administración-organización,
Derecho administrativo y la solidaridad como elemento común. 3. Solidaridad egoísta y so-
lidaridad altruista en el Estado social y democrático de Derecho. 4. La solidaridad en la defi-
nición del Derecho administrativo.—II. MANIFESTACIONES DE LA POSITIVACIÓN DE LA SOLIDARI-
DAD EN EL ÁMBITO DEL DERECHO PÚBLICO: 1. Aproximación. 2. Solidaridad y Estado de Bienes-
tar. 3. La solidaridad como principio. 4. Las manifestaciones jurídicas de la solidaridad
institucionalizada: 4.1. La solidaridad intragupo, política o estructural. 4.2. La solidaridad
social institucionalizada y sus múltiples formas: A) La solidaridad prestacional o igualita-
ria. B) La solidaridad reparadora: a) Catástrofes naturales. b) Las calamidades colectivas
de origen humano. c) Las lesiones individuales. d) Un mecanismo indirecto: la socializa-
ción del riesgo. Seguros obligatorios y Consorcio de Compensación de Seguros. C) La soli-
daridad compensadora: a) La acción pública. b) La insuficiencia de los mecanismos for-
males. La desigualdad resistente y la sociedad civil: el tercer sector.

I. LA NOCIÓN DE SOLIDARIDAD Y EL CONCEPTO


DE DERECHO ADMINISTRATIVO

1. Las aproximaciones clásicas al concepto de Derecho administrativo


y la trilogía Administración-función, Administración-organización
y Derecho administrativo

Los ingentes esfuerzos realizados por la doctrina para aportar luz


a la comprensión del Derecho administrativo nos han permitido en-
tender mejor este singular producto del ingenio jurídico. A pesar de
ello, su definición nunca ha sido una tarea acabada pues ninguna
construcción teórica ha sido capaz de resistir incólume el contraste
con una realidad que se presenta extraordinariamente compleja y, en
cuanto a su incuestionable relación con el contexto sociopolítico,
profunda y naturalmente cambiante.
Quienes han abordado la tarea de ofrecer una definición cabal de
esta rama del Ordenamiento han seguido distintas vías de aproxima-

Revista de Administración Pública 123


Núm. 161. Mayo-agosto 2003
GABRIEL REAL FERRER

ción dependiendo de qué aspectos han considerado más relevantes a


la hora de discriminar el Derecho administrativo de otras manifesta-
ciones jurídicas; lo que ha dado lugar a las teorías objetivas, subjeti-
vas, formales o eclécticas, todas ellas con sus distintas variantes, ma-
tizaciones o precisiones.
Consideradas globalmente, las distintas teorías pueden recondu-
cirse sin perturbación a uno de los factores de la ecuación Adminis-
tración-función/Administración-organización/Derecho administrati-
vo, o, lo que es lo mismo, a la inexorable concatenación entre fun-
ción, organización y ordenamiento, de la que alertaba ROMANO y que
subyace bajo la conocida fórmula de BALLBÉ (1).

1.1. Administración-función.

Es preciso comenzar recordando que la función de administrar


ha estado siempre presente allí donde ha existido una comunidad or-
ganizada. Cuando un colectivo puede recibir ese nombre, o, dicho de
otro modo, cuando un agregado de personas pasa a desarrollar vín-
culos de grupo y a tener objetivos comunes, surge, indefectiblemen-
te, la tarea de gestionar los intereses de ese grupo; intereses que se
configuran como sustantivamente distintos de los de cada uno de
sus miembros, de los individuales e, incluso, a los de la suma de to-
dos ellos. Aquí, la función de administrar se manifiesta como la pri-
mera necesidad colectiva, paralela al surgimiento de fines comunes.
Gestionar los intereses colectivos será, pues, lo mismo que adminis-
trar la cosa pública, y ésa será una manifestación del poder del gru-
po que se sobrepone al del individuo.
Sin embargo, si lo dicho es predicable de cualquier grupo huma-
no mínimamente complejo, ¿qué formidable transmutación se va a
operar en la organización comunitaria para que tengamos que refe-
rir el surgimiento de nuestra disciplina a una formulación política
determinada: el Estado liberal? Desde una perspectiva jurídica, la
respuesta es la sujeción a la ley, la juridificación de lo político. Pero,
desde el punto de vista que ahora nos ocupa, ésa no es respuesta su-
ficiente ni satisfactoria.
Lo que va a resultar determinante para la individualización, la
sustantivización de la función administrativa, no es tanto el Estado
(1) Para Manuel BALLBÉ, el Derecho administrativo es la «parte del Derecho público
interno que determina el ejercicio de la función administrativa» (Nueva Enciclopedia Jurí-
dica, Seix, Barcelona, 1985, tomo I, pág. 59, voz «Derecho administrativo»). Esta inescindi-
ble conexión entre función, organización y derecho singular es evidente para BALLBÉ, quien
afirma que «el Derecho administrativo no sólo es la conditio sine qua non, sino conditio per
quam de la Administración» (íd., pág. 63).

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de Derecho en su plenitud, sino una sola de sus características: la di-


visión de poderes. Cuando el poder se desintegra y va a proyectarse
hacia los ciudadanos parcialmente, dotándose de sus respectivos
aparatos orgánicos según sea la naturaleza de la parcela de poder
que se haga manifiesta, es cuando la función administrativa se inde-
pendiza de otras exteriorizaciones del poder y segrega una organiza-
ción, la Administración pública, articulada en exclusiva para el cum-
plimiento de esa función.
Poco importa, hasta ahora, que la integración de los centros de
poder sea o no democrática —lo que explica la aparente perplejidad
de la existencia de una especie de Derecho administrativo en regíme-
nes totalitarios—, o los mecanismos que deciden cuáles son los inte-
reses colectivos a gestionar, cuestión que sí resultará especialmente
relevante en la interpretación que proponemos. Lo que importa es
que, aislada la función, ésta crea su propia y exclusiva organización.
Los jirones de Administraciones públicas que podemos rastrear en
l’ancien régime carecen, precisamente, del elemento aglutinador defi-
nitivo, consistente en compartir una función originaria, constitucio-
nalmente deslindada del resto de funciones del Estado (2).
Hemos dicho que el presupuesto de la Administración-institución
es la división de poderes, pero hay que apuntar, sin demora, que no
es, precisamente, la concebida por sus teóricos la que materializó la
Revolución Francesa. Pone deslumbradoramente de manifiesto el
profesor GARCÍA DE ENTERRÍA (3) cómo ni LOCKE ni MONTESQUIEU
otorgaban al poder ejecutivo misiones siquiera comparables con las
que hoy entendemos como indiscutiblemente propias. Ni la defensa

(2) No hay que olvidar que, como dice PAREJO, en el absolutismo ilustrado «se forma y
define una verdadera Administración del Estado sujeta a reglas propias», articulada, inclu-
so, según principios burocráticos (PAREJO ALFONSO, JIMÉNEZ-BLANCO y ORTEGA ÁLVAREZ, Ma-
nual de Derecho Administrativo, Barcelona, 1990, pág. 6). Tampoco, que el cameralismo
apunta a una división material de las funciones del Estado, pero mantenemos que la pre-
misa para la cristalización de la Administración-organización es la división estructural de
las funciones del Estado.
No obstante, algunos autores rechazan atribuir la emergencia del Derecho administra-
tivo a la división de poderes. Así, MESTRE, que rechaza su origen en la separación de pode-
res señalada en la Revolución de 1789 (J. L. MESTRE, Introduction historique au droit admi-
nistratif française, PUF, París, 1985). Algo más prudente, aunque en la misma línea, se
manifiesta E. CANNADA BARTOLI, Vanum disputare de potestate: riflexioni su Diritto Amminis-
trativo, «Rivista Trimestrale Diritto Processuale Amministrativo», núm. 2, 1989, afirmando
que el Derecho administrativo no surge de la nada, sino en términos de continuidad (refe-
rencia tomada de C. CHINCHILLA, «Reflexiones en torno a la polémica sobre el origen del
Derecho Administrativo», en Nuevas perspectivas del Derecho Administrativo. Tres estudios,
AA.VV., Civitas, Madrid, 1992). Entre nosotros es conocida la postura de A. GALLEGO ANABI-
TARTE, expresada en Administración y jueces: Gubernativo y Contencioso. Reflexiones sobre el
antiguo régimen y el Estado constitucional, y los fundamentos del Derecho Administrativo es-
pañol, IEAL, Madrid, 1971.
(3) En su conocida obra Revolución Francesa y Administración contemporánea, Civi-
tas, Madrid, reimp. 1984.

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coactiva de las leyes, de LOCKE, ni la función de établir la súreté, de


MONTESQUIEU, podían suponer el acogimiento de la constelación de
actuaciones que constituyen, y en las que se materializa, la función
administrativa, ni, desde luego, justificaban el despliegue de la po-
tencia jurídica que la acompaña. Será la voluntad de operar una ínte-
gra transformación social, sólidamente asentada en los revoluciona-
rios franceses, la que modulará el esquema teórico preexistente,
alumbrando un ejecutivo poderoso y con casi ilimitadas funciones.
La «disidencia» (4) puso en pie este sistema basado no ya en la «divi-
sión» de poderes, sino en una auténtica «separación».
Llegados a este punto resta lo más difícil, a saber, ¿cuál es el co-
metido que ha asumido el ejecutivo revolucionario? Por supuesto
que no se limita a garantizar la ejecución de las leyes emanadas del
legislativo. Irá mucho más allá. Personificará la dirección política
del Estado y acometerá la ingente tarea de conformación social que
exige la Revolución. La tarea del ejecutivo es tan simple como espe-
luznante: definirá, con el concurso del legislativo, cuáles son los inte-
reses generales y se aplicará a su defensa y consecución. La materia-
lización de los valores triunfantes, como la igualdad, exigirá la re-
construcción de toda la arquitectura social. Para ello monopolizará
privilegios y prerrogativas antes dispersos en el clero o la aristocra-
cia, secularizará la función pública y asumirá la prestación de servi-
cios que le eran ajenos, como la educación o la sanidad. Por su par-
te, la concepción centralista y omnicomprensiva de lo público, del
Estado, unido a su vocación servicial a los intereses de la clase domi-
nante, harán del mismo un gigantesco dispensador de servicios en
los que, estratificadamente, se acumularán los principios propios del
Estado-policía, los del liberal y, progresivamente, los del benefactor.
En eso consistirá la función de administrar. Paralelamente, y de
modo imperceptible, la función ejecutiva se desdobla: la decisión po-
lítica, la definición de los intereses acaba en un determinado mo-
mento y no requiere, por sí sola, un excesivo aparato; después viene
la puesta en práctica, la verdadera ejecución, la gestión-administra-
ción, y aquí sí que se necesita una organización fuerte, impecable y,
si se me apura, implacable.
La Administración-función es, pues, la realización de los intere-
ses propios de la organización política en su conjunto, y su alcance
material es por tanto sumamente contingente. La separación de po-
deres operada por los revolucionarios franceses permite su indivi-
dualización, su aislada consideración, cuando se constituye en la
función capital, y originariamente no prevista, del ejecutivo. No es

(4) Ibidem.

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de extrañar, pues, que las primeras aproximaciones teóricas a esa


ciencia emergente que recibirá el nombre de Derecho administrativo
fueran un intento de describir las actividades e intervenciones que
componían esa función administrativa (5) y que serán conocidas
como teorías objetivas (6). No obstante, la precisa definición de qué
cosa sea esa función administrativa se ha desvelado, hasta ahora, im-
posible (7).
La evolución del Estado y de las necesidades de la sociedad y de
los individuos ha ido cambiando el contenido y caracteres de esa
función. De la garantía pasiva de la libertad se ha pasado a asegurar
que se den las condiciones precisas para que esa libertad sea efecti-
va; el abstencionismo se ha transmutado en agudo intervencionis-
mo (8), hoy, a su vez, en crisis; el talante autoritario ha dejado paso
al pactismo y a la captación de voluntades sin el recurso a la coac-
ción.

(5) Lo que suponía, de alguna manera, la continuación de la Ciencia de la policía. Vid.


Alejandro NIETO en su «Introducción general» al volumen 34 artículos seleccionados de la
Revista de Administración Pública con ocasión de su centenario, Madrid, 1983.
(6) Las teorías más extendidas sobre la caracterización objetiva de la Administración
fueron, de acuerdo con la sistematización clásica de GARCÍA DE ENTERRÍA, las siguientes: en
primer lugar, la teoría que asociaba la función administrativa a la realización de cierto tipo
de actos jurídicos; en opinión de DUGUIT, los actos condición y actos subjetivos —en con-
traposición a los actos regla y los actos jurisdiccionales—. En segundo lugar, aquella que
caracterizaba la función administrativa como gestión de servicios públicos, seguida prin-
cipalmente por la Escuela de Burdeos y los autores HAURIOU, JÈZE, BONNARD, LAVAUDÈRE,
entre otros. En tercer lugar se encuentran las teorías que caracterizan a la Administración
en base a lo que denominan «actividad del Estado», bien práctica —ZANOBINI—, concreta
—D’ALESSIO—, para la realización de sus fines —SANTI ROMANO, SAYAGYES— o de conforma-
ción social —FORSTHOFF—.
Entre nosotros, se sitúan en su momento en esta línea autores clásicos como GINER, PO-
SADA, GASCÓN Y MARÍN, GARCÍA OVIEDO y ÁLVAREZ GENDÍN, siguiendo la tendencia internacio-
nal encaminada abiertamente a caracterizar objetivamente a la Administración.
(7) Lo que da origen a la conocida fórmula de Adolf MERKL: «Administración es aque-
lla actividad del Estado que no es legislación ni justicia». Cfr. Teoría general del Derecho Ad-
ministrativo, traducción española, México, 1980. La noción de Eduardo GARCÍA DE EN-
TERRÍA sobre la «función típica», que concreta en la expresión «giro o tráfico administrati-
vo», tampoco sirve como elemento de discriminación material.
(8) Es de destacar que algunos autores actuales consideran el intervencionismo como
causa determinante del nacimiento del Derecho administrativo ya que es la Administración
actuante, la no abstencionista, la que se ve precisada de un Derecho fuerte, distinto del co-
mún, en el que «se armonizasen las exigencias del Estado de Derecho con las necesidades
de una Administración intervencionista» (Rafael ENTRENA CUESTA, Curso de Derecho Admi-
nistrativo, Madrid, 1983, págs. 52 y ss.). Lo que se corresponde con lo que ya dijera ORLAN-
DO en el sentido de que la injerencia social es una manifestación necesaria en el Estado
moderno, en cuanto la sociedad «requiere un desarrollo sincrónico y armónico de todas las
energías individuales en el seno de un Estado enérgicamente constituido y fuerte, con una
actividad fecunda y múltiple» (V. E. ORLANDO, Principios de Derecho Administrativo, traduc-
ción de A. RODRÍGUEZ BEREIJO sobre la segunda edición italiana de la obra, impresa por
G. Barrera en Florencia, 1892, INAP, Madrid, 1978). En contra incluso de utilizar la expre-
sión «intervencionismo», M. S. GIANNINI, El Poder Público. Estados y Administraciones Pú-
blicas, Civitas, Madrid, 1991 (traducción y Prólogo de Luis ORTEGA ÁLVAREZ).

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1.2. Administración-organización.

A la singularización de la función administrativa le seguirá, de


suyo, la articulación de un aparato a su servicio. Y esa organización
será tan singular y propia como la función que le da vida. Estará en
el ejecutivo, pero no podrá identificarse con él. «Bajo la etiqueta for-
mal del poder ejecutivo va a actuar otra realidad en esencia diversa,
la realidad que llamamos Administración» (9). El nuevo aparato or-
gánico será característico y, a la vez, caracterizará al modelo de Esta-
do emergente, pues una cosa no puede entenderse sin la otra; como
dijo MERKL, «no es posible un Estado sin Administración, todavía
más, administración es el comienzo de toda actividad estatal» (10), a
lo que cabe añadir que el modelo de Estado determina el modelo de
Administración que estará a su servicio.
La Administración pública post-revolucionaria aparece, pues,
como medio para el cumplimiento de una misión, sin fines propios.
Su naturaleza es instrumental. A los efectos de cumplir con los obje-
tivos que le imponen, la Administración-organización deberá articu-
larse y disponer sus efectivos de la manera más eficaz posible, pero
rigurosamente mediatizada en su conformación por postulados polí-
ticos implementados a través de técnicas jurídicas.
A la par que la nueva concepción del Estado introduce cambios
sociales trascendentales, la extraordinaria singularidad de la Admi-
nistración permitirá entender al Derecho administrativo precisa-
mente como un Ordenamiento conformado de acuerdo a las carac-
terísticas de ese sujeto. Surgen las posiciones subjetivas orgánicas y
personalistas, cuya diferencia fundamental se situará en torno a la
atribución de la personalidad jurídica al Estado, en el primer caso, o
a la propia Administración, en el segundo. GARRIDO FALLA adelanta
su visión orgánica al considerar a la Administración como un con-
junto de órganos, un complejo orgánico integrado en el poder ejecu-
tivo, con funciones de naturaleza legislativa, ejecutiva y judicial.
Esta concepción difiere de la sostenida por los primeros tratadistas
españoles (11), en cuanto abandona la identificación entre la Admi-
nistración y la función ejecutiva, afirmando la mayor riqueza fun-
cional de la organización, y poniendo el acento en el componente or-

(9) Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA, Revolución Francesa..., o.c., pág. 65.


(10) A. MERKL, Teoría general..., o. c., pág. 83.
(11) Que hasta entonces buscaban en la identificación de la función administrativa el
fundamento del Derecho administrativo; véase P. ESCRIBANO COLLADO, ¿Crisis de los concep-
tos de Administración pública y de Derecho Administrativo?, «REDA», núm. 37, 1983, págs.
169-172.

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gánico (12). Pero es GARCÍA DE ENTERRÍA quien con mayor acierto e


influencia posterior abraza las posiciones subjetivistas en nuestro
país al sostener una caracterización de la Administración pública
como entidad personificada. Esta cualidad, la personificación de la
Administración pública, identifica la Administración no como un
simple conjunto orgánico, ni mucho menos como un conjunto de
funciones, sino como una persona jurídica. Ésta, sostiene el autor,
es la única cualidad inmutable de la Administración (13). Conse-
cuentemente, el Derecho administrativo tendrá una naturaleza sub-
jetivo-estatutaria.
Nuestro Derecho administrativo contemporáneo es deudor abso-
luto de estas posiciones subjetivas (14), especialmente de aquella que
atribuye personalidad única a la Administración, convirtiendo en
prácticamente residuales o, en todo caso, complementarias al resto
de aproximaciones.

1.3. Derecho administrativo.

Pero hablar de organización supone hablar de ordenamiento jurí-


dico. En efecto, de modo consustancial, toda organización comporta
normación. La ordenación de elementos de modo que sirvan a una
unidad funcional, cabalmente: la organización, supone el estableci-
miento de reglas de relación entre esos elementos, reglas que trans-
mutan el caos en orden y la suma de elementos en sistema orgánico.
Ahí se encontrará el germen de un Derecho administrativo: las re-
glas de organización. Fue esta cuestión objeto de una estéril discu-
sión acerca de si las normas de relación interna, de organización, te-
(12) Postura expuesta inicialmente en F. GARRIDO FALLA, Sobre el Derecho administrati-
vo y sus ideas cardinales, núm. 7 de esta REVISTA, 1952, y posteriormente incluida en su Tra-
tado de Derecho Administrativo, vol. I.
(13) Postura expuesta inicialmente en E. GARCÍA DE ENTERRÍA, Verso un concetto di di-
ritto amministrativo come diritto statutario, «Rivista Trimestrale de Diritto Pubblico», núm.
10, 1960. Mantenida hasta la actualidad, tal como consta en E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R.
FERNÁNDEZ, Curso de Derecho Administrativo, vol. I, Civitas, Madrid, 10.ª ed., reimpresión
2001, págs. 27-28.
(14) Planteamientos que, por otra parte, son coherentes con los planteamientos clási-
cos de la Escuela alemana del Derecho público, elaborados sucesivamente por ALBRECHT,
GERBER, LABAND y JELLINEK, todos los cuales sostuvieron fervientemente la personalidad ju-
rídica estatal. Otto MAYER, sin embargo, negó este dogma afirmando la incoherencia de ca-
lificar al Estado como personalidad jurídica tratándose de una realidad superior e in-
aprensible por el Derecho. El Estado, para MAYER, es el «pueblo» entendido como «grande-
za histórica», y carece de personalidad; dicha personalidad reside en las Administraciones
públicas, con un perfil público o privado según el tipo de actuación. En J. C. CARRO
FERNÁNDEZ-VALMAYOR, «La doctrina clásica alemana sobre la personalidad jurídica del Esta-
do. Notas de una relectura», en Administración instrumental, o.c., págs. 849 y ss., pueden
consultarse las diferencias, en algunos casos sustanciales, en otros sutiles, en las posturas
de los iuspublicistas germanos.

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nían o no naturaleza jurídica al carecer, según algunos, de la nota de


alteridad. Por el contrario, según mi opinión, dichas normas no sólo
son propiamente jurídicas, sino que constituyen el irreductible y ori-
ginario núcleo del Derecho administrativo.
Naturalmente, el Derecho propio, autónomo, de una organiza-
ción no puede establecer las reglas de relación entre ella y otros suje-
tos de Derecho. En nuestro caso: con el resto de poderes del Estado,
con el propio ejecutivo y con los ciudadanos. Su posición en un
mundo de relaciones externas a ella misma vendrá determinada he-
terónomamente, por lo que deberá ser la ley quien establezca las re-
glas de tales relaciones. Ley que atenderá lógicamente a la especiali-
dad de las misiones encomendadas y a la singularidad de la organi-
zación, generando un Derecho sustentado en principios y criterios
diferenciados: el Derecho administrativo. En torno a esas diferencias
se construyen las teorías formales (15).
Desde esta perspectiva se entiende que el Derecho se ha ocupado
siempre directamente de los medios, y sólo secundariamente de los
fines. Es accesorio el componente finalista de la acción administrati-
va, lo sustancial es el cómo se manifiesta la función administrativa y
no a qué fines sirve. Su posición se identifica con la que se ha venido
a llamar teoría del «institucionalismo jurídico». El régimen adminis-
trativo y la Administración pública no son más que la manifestación
jurídica del poder público. El poder público se autolimita sometién-
dose al Derecho a través de la institución jurídica de la «organiza-
ción». La organización ejerce el poder como expresión de la sobera-
nía estatal, pero se impone limitaciones que se concretan en el régi-
men administrativo de aplicación.
HAURIOU parte de la distinción clásica entre los actos de autori-
dad y de gestión, configurada por la doctrina francesa a lo largo del
siglo XIX —BATBIE, DUCROCQ, AUROC, LAFFERRIÈRE y BERTHÉLÉMI—,
según la cual los actos de la Administración ejercidos en virtud de su
potestad de imposición unilateral deben quedar fuera del Derecho
común. Si el Estado se comporta como un particular, entonces debe
regir el Derecho común y será competente la jurisdicción ordinaria.

(15) Históricamente, la que mejor ha destacado los aspectos formales ha sido la tesis
de la «prerrogativa», defendida por Maurice HAURIOU. HAURIOU sostiene su tesis sobre la
prerrogativa o puissance publique como elemento caracterizador de la actuación adminis-
trativa y del Derecho administrativo. Se pretende definir el Derecho administrativo a partir
de los procedimientos utilizados por la Administración, es decir, a través de los medios uti-
lizados. Se inscriben en estas doctrinas otros autores como LAFFERRIÈRE o BERTHÉLÉMI. Vid.
M. HAURIOU, Précis Élémentaire de Droit Administratif, Sirey, París, 1943; Obra escogida, tra-
ducción de SANTAMARÍA PASTOR y S. MUÑOZ MACHADO, Madrid, 1975, y su trabajo Principios
de Derecho público y constitucional, obra traducida por C. RUIZ DEL CASTILLO,
2.ª ed., Reus, Madrid, 1927. Sobre la significación de HAURIOU, véase la «Presentación» a la
obra citada, a cargo de SANTAMARÍA PASTOR.

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Esta doctrina presentaba el problema de la dificultad de aislar am-


bos tipos de actos, ya que, normalmente, la actividad de gestión lleva
implícita actos de autoridad. BERTHÉLÉMI y, sobre todo, HAURIOU
adaptan estas ideas para superar tales dificultades. Este último autor
desdobla los actos de gestión, distinguiendo una «gestión adminis-
trativa» de una «gestión privada». El primer grupo de actividades
quedará, junto a los actos de autoridad, sujeto al Derecho y jurisdic-
ción administrativo. Ambos núcleos de actividad caracterizan y defi-
nen al Derecho administrativo (16).
Estas aproximaciones conservan todavía cierto predicamento en
la doctrina francesa contemporánea. No obstante, se advierten en la
actualidad algunas matizaciones importantes (17).
Entre nosotros debe destacarse la postura de BOQUERA OLIVER,
que adopta la denominada «concepción jurídico-formal» del Derecho
administrativo (18). Este autor distingue dentro de las posiciones ob-
jetivas tres subtipos. Una concepción «material» que parte de identi-
ficar las características objetivas de la actividad administrativa (19).
Junto a ésta se sitúan las «concepciones teleológicas», que intentan
identificar el núcleo de la actividad administrativa atendiendo al fin
al que se dirige, en las que incluye teorías como la del servicio públi-
co. En tercer lugar se encuentran las teorías «jurídico-formales», que
individualizan la actividad administrativa atendiendo a las conse-
cuencias jurídicas de la actuación, así como a los medios por los que
se actúa (20). Pues bien, BOQUERA se sitúa en esta última concepción

(16) Véase M. HAURIOU, Précis de Droit Administratif, 11.ª ed., París, 1926, prefacio.
(17) Así, por ejemplo, G. VEDEL y P. DEVOLVÉ, Droit Administratif, 12.ª ed., Presses Uni-
versitaires de France, París, 1992, que definen el Derecho administrativo como «el derecho
de las actividades del Gobierno y de las autoridades descentralizadas, siempre que tales ac-
tividades sean distintas a la conducción de las relaciones internacionales y a las relaciones
de los poderes públicos, y sean realizadas bajo un régimen de potestad pública». Como
puede observarse, se identifican en esta definición elementos orgánicos o subjetivos, junto
al criterio objetivo de la puissance publique. También R. CHAPUS, Le service public et la puis-
sance publique, «RDP», 1968, pág. 235, se aparta de la concepción ortodoxa de esta teoría.
(18) L. PAREJO ALFONSO, El concepto de Derecho Administrativo, Editorial Jurídica Ve-
nezolana, Caracas, 1984, afirma que la tesis de BOQUERA OLIVER debe ser calificada como
mixta o sincrética puesto que se fundamenta tanto en aspectos objetivos como orgánicos,
además de formales. No obstante, BOQUERA OLIVER prefiere situarse en el marco de las no-
ciones objetivas, y en concreto en la jurídico-formal, tal como indica expresamente en su
obra Derecho Administrativo, 10.ª ed., Civitas, Madrid, 1996, pág. 71. Esta posición fue ini-
cialmente elaborada en su trabajo Criterio conceptual del Derecho Administrativo, núm. 42
de esta REVISTA, 1963, así como en Estudios sobre el acto administrativo, 2.ª ed., Madrid,
1984.
(19) Que serían la «concreción» de la actividad administrativa frente a la generalidad
de la legislativa, la «parcialidad», ya que la Administración sostiene un determinado tipo de
intereses como son los públicos, y la «subordinación», dada su vinculación a la legalidad.
(20) Los actos jurídico-públicos, por contraposición a los jurídico-privados, crean si-
tuaciones jurídicas y las aplican a los destinatarios sin su consentimiento. En definitiva, la
teoría de BOQUERA se elabora en base a la ejecutividad del acto, en el que van de suyo implí-
citas las nociones de legalidad, prerrogativa y garantía de los administrados. «El Derecho

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al constatar que en la actualidad no sólo el Estado, sino otros mu-


chos sujetos —privados—, gozan de la potestad de imponer unilate-
ralmente a otros consecuencias jurídicas amparadas por la presun-
ción iuris tantum de legalidad (21). Por ello, el acto administrativo
constituye la base de la ordenación de conceptos que constituyen el
Derecho administrativo. Un sujeto es o no administrativo según ten-
ga o no capacidad para dictar actos administrativos ejecutorios. El
Derecho administrativo se sitúa, por tanto, como un ordenamiento
dirigido a regular los actos administrativos. El apoyo en las teorías
de la prerrogativa de HAURIOU es palpable (22).
Sin embargo, reducir el objeto del Derecho administrativo a la
actividad desarrollada cum imperium supone desconocer dos impor-
tantes realidades: que un importante núcleo de potestades adminis-
trativas se desarrollan sin prerrogativas, y que el Derecho adminis-
trativo no está compuesto únicamente por potestades, sino que en él
tiene cabida un núcleo tan fundamental como el anterior de garan-
tías, lo que sitúa al Derecho administrativo en una posición de equi-
librio entre las potestades y los derechos de los ciudadanos (23). Idea
sobre la que volveremos al exponer nuestra posición.

2. La insatisfacción de las aproximaciones unitarias


y la solidaridad como substrato común
2.1. Las teorías eclécticas.

La complejidad de la Administración pública y del Derecho admi-


nistrativo, así como su interpenetración profunda en la sociedad y en
Administrativo es aquel que otorga y regula el poder de creación unilateral de derechos y
obligaciones; la prerrogativa o poder administrativo es la facultad de hacer o emanar actos
ejecutorios. Un potencial de actos administrativos; la garantía del administrado estriba en
poder destruir la presunción de legalidad que la Ley ha colocado como fundamento de la
prerrogativa administrativa». Véase J. M. BOQUERA OLIVER, Derecho Administrativo, o.c.,
págs. 58-67, así como Criterio conceptual del Derecho Administrativo, cit.
(21) El autor trata de salir al paso respecto de ciertas argumentaciones que permiten
superar el límite expuesto atendiendo a que los particulares cuando actúan potestades ad-
ministrativas lo hacen ejerciendo potestades delegadas de un poder público administrativo,
afirmando que la delegación precisa una decisión administrativa en ese sentido, mientras
que numerosos actores privados obtienen las potestades materialmente administrativas
mediante una disposición legal. En este caso, a su juicio, esos entes privados actúan como
Administraciones públicas. Indica el autor que «algunos autores consideran delegados de
la Administración pública a personas jurídicas que han recibido de las leyes poder admi-
nistrativo. Esta explicación, disconforme con la realidad, suele hacerse con el propósito de
mantener concepciones subjetivas (orgánicas y personalistas) del Derecho Administrativo
cuando las circunstancias ya no lo permiten». Véase J. M. BOQUERA OLIVER, Derecho Admi-
nistrativo, o.c., págs. 71 y 80.
(22) Véase J. M. BOQUERA OLIVER, El criterio conceptual del..., cit., págs. 139 y ss.
(23) Véase E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R. FERNÁNDEZ, Curso de Derecho Administrativo,
vol. I, o.c., págs. 49 y ss.

132
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

otras ramas jurídicas abocan a SANTAMARÍA PASTOR al más absoluto


escepticismo en orden a lograr una definición precisa, universal e in-
temporal. El autor entiende, además, que tamaño esfuerzo intelec-
tual ha terminado no sólo no facilitando soluciones, sino generando
dificultades prácticas nuevas (24), lo que traslada las inseguridades
teóricas sobre la definición de esta rama del ordenamiento al orden
sustantivo.
Lo cierto es que las evidentes dificultades para proporcionar un
concepto unitario han llevado a otros autores a superar este escepti-
cismo y apuntar nociones más flexibles e integradoras en las que se
pretenden integrar las posiciones unitarias antes expuestas. El ejem-
plo del más puro eclecticismo lo podemos situar en la posición de
GARCÍA-TREVIJANO FOS, para quien «el Derecho Administrativo es el
conjunto de normas y principios referibles al sujeto Administración que
tiene por objeto el estudio y la regulación de la Administración pública
subjetivamente considerada, con todas las funciones que desarrolla y,
además accesoriamente, el estudio de las funciones administrativas de
los demás poderes del Estado». Es una concepción, como se observa,
amplia en la que se conjugan los aspectos subjetivos —concepción
orgánica— con criterios funcionales que van más allá del propio po-
der ejecutivo. Para este autor, la personalidad jurídica reside en el Es-
tado y no en la Administración (25).
GALLEGO ANABITARTE se inscribe igualmente en esta línea, afir-
mando una dura oposición a las doctrinas personalistas (26). Tam-
bién RIVERO YSERN se ubica en esta posición ecléctica (27), aunque
presente su postura como complemento a las teorías personalistas.
En esta misma línea de «extensión» de las teorías subjetivas debe-
mos situar a una de las posiciones eclécticas más extendidas que
incorpora elementos objetivos y jurídico-formales, como es la

(24) Se refiere, por ejemplo, a la introducción en el artículo 1.1 LJCA del criterio de
asunción competencial de la jurisdicción contenciosa de «la actuación de las Administra-
ciones públicas sujetas al Derecho Administrativo». Véase J. A. SANTAMARÍA PASTOR, Princi-
pios de Derecho Administrativo, vol. I, 3.ª ed., Ceura, Madrid, 2000, págs. 47 y 83-84.
(25) Véase J. A. GARCÍA-TREVIJANO FOS, Tratado de Derecho Administrativo, Revista de
Derecho Privado, Madrid, 1971. Debe indicarse que algunos autores han calificado esta po-
sición como sólo «aparentemente» ecléctica, en la media en que la utilización del término
«accesoriamente» parece suponer que el estudio de las «funciones administrativas» es un
elemento sin mayor significación que no afecta al núcleo de su tesis. Si atendemos a este
planteamiento, la postura del autor se situaría en la corriente orgánica. Sobre el particular,
véase J. GONZÁLEZ SALINAS, Personalidad y definición, cit., pág. 921.
(26) Véase A. GALLEGO ANABITARTE, «Órganos constitucionales, órganos estatales y De-
recho administrativo», en Administración instrumental, o.c., págs. 899-903.
(27) E. RIVERO YSERN, El Derecho administrativo y las relaciones entre particulares, Se-
villa, 1969, pág. 120. Al decir que el Derecho administrativo «no sólo va a ser el ordena-
miento regulador de la organización y relaciones que se den entre la Administración y los
administrados o entre dos administraciones, sino que va a incidir y regular en gran medida
la organización, la actividad y las relaciones de esta Administración material».

133
GABRIEL REAL FERRER

sostenida por el profesor MARTÍN MATEO. El autor formula el con-


cepto «sustancial» de Derecho administrativo como aquel que «regu-
la el ejercicio de actividades dirigidas a finalidades de interés público,
para cuya consecución el ordenamiento concede potestades singula-
res» (28). Posteriormente, matiza esta definición en los siguientes
términos: Derecho administrativo es el que «disciplina un conjunto
de actividades eficazmente dirigidas al atendimiento de los intereses
públicos y para las cuales el ordenamiento concede potestades singula-
res» (29). Lucen elementos objetivos («conjunto de actividades») y
jurídico-formales («potestades singulares»). La postura así enuncia-
da debería situarse en el marco de las concepciones objetivas; sin
embargo, el autor se presta a aclarar que dicha concepción no es in-
compatible con la subjetiva, sino que pretende complementarla,
pues la utilización de estos elementos materiales se realiza con la fi-
nalidad de explicar cuáles serán las actividades de la Administración
en cuanto persona.

2.2. La trilogía Administración-función,


Administración-organización, Derecho administrativo
y la solidaridad como elemento común.

Llegados hasta aquí, resulta evidente que esta trilogía, a saber,


Administración-función, Administración-organización y Derecho
administrativo, son realidades inescindibles, inseparables. Cada uno
de los factores encuentra su significado en el otro y ninguno de ellos
puede ser entendido aisladamente. Se diga o no se diga, todas las te-
orías que pretenden explicar el Derecho administrativo —o cual-
quier otra de las dimensiones— deben tener a la vista el resto de ele-
mentos, pues resultarán imprescindibles para su comprensión.
Porque, sencillamente enunciado, el Derecho administrativo es el
Derecho propio de la Administración diseñado específicamente para el
ejercicio de la función para la cual ésta fue creada. Dicho de otro
modo, el Derecho administrativo es el Derecho de la Administración,
hecho para administrar. Así, ni las teorías más puramente subjetivis-
tas o estatutarias, como la de GARCÍA DE ENTERRÍA, pueden sustraer-
se a este influjo cuando se alude al «giro o tráfico administrativo».
Tampoco aquellas que pretenden hacer pivotar el Derecho adminis-
trativo en la consecución del «interés general» pueden explicar el he-
cho cierto de que el interés general no es un monopolio del Derecho
(28) Véase R. MARTÍN MATEO, La sustantividad del Derecho Administrativo, núm. 63 de
esta REVISTA, 1967.
(29) R. MARTÍN MATEO, Manual de Derecho Administrativo, o.c.

134
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

administrativo (30). Ni, finalmente, las explicaciones sobre las singu-


laridades de este Derecho pueden comprenderse aisladas del «por-
qué» las mismas se producen.
Con todo, la insatisfacción acompañará constantemente a todo
intento de delimitación absoluta de esta realidad jurídica. Máxime
cuando es imparable el proceso de complejidad en el que está inmer-
sa, precisamente porque es un instrumento que acompaña estrecha-
mente al acontecer social y éste nos depara —y deparará— sorpresa
tras sorpresa. A situaciones nuevas se responde con soluciones asi-
mismo nuevas; por ello tampoco la ley puede quedar atenazada por
construcciones dogmáticas que indefectiblemente se construyen so-
bre lo conocido; en definitiva, sobre el pasado. Las categorías a ma-
nejar deben ser suficientemente flexibles si no queremos que revien-
ten al primer embate de las nuevas realidades.
Escasamente podemos partir de un círculo de razonable certeza,
que no es otro que el que nos ofrece dicha trilogía, ya que su acepta-
ción no presupone la predefinición de los concretos perfiles que la
contingencia histórica pueda dibujar para cada uno de sus elemen-
tos. En efecto, las funciones a realizar, lo que sea objeto del actuar
común, de la cosa pública en el más puro sentido aristotélico, en fin,
lo que constituya en cada momento el interés general, es contingen-
te. También la forma de la organización puesta a su servicio, su di-
mensión, sus elementos, las formas y medios que utilicen en su vica-
ria misión. Final y consecuentemente, asimismo lo será el instru-
mento jurídico puesto a su disposición.
En este sentido y si esto es así, que lo es, es preciso buscar un refe-
rente común, algo que explique, justifique y sostenga esa tríada de
realidades. Si recorremos la ecuación en sentido inverso veremos que
el exótico Derecho administrativo se justifica por la existencia de una
organización singular, y que ésta carecería de sentido si no existiese
una función a realizar. ¿Qué existe antes y da sentido a todo? ¿Cuál es
el elemento subyacente? La respuesta no puede ser otra que la solida-
ridad. Entendida, en una primera instancia y como se verá, no como
el sentimiento altruista que de inmediato nos sugiere la expresión,
sino como el vínculo colectivo propio de todo cuerpo político (31).
(30) Ya decía Gaston JÈZE, desde su conocida visión servicial, que «la Administración
pública tiene por misión satisfacer las necesidades de interés general», pero que ésta «no
satisface todas las necesidades» pues parte de ellas «corren también por cuenta de los sim-
ples particulares» (Principios Generales del Derecho Administrativo, tomo II, Depalma, Bue-
nos Aires, 1949, pág. 3). Esta realidad es evidente y, de hecho, está tras todo mecanismo de
fomento.
(31) Jean DEVIGNAUD identifica a la ciudad como primer cuerpo social en el que apare-
ce una solidaridad a la que cabe llamar política, esto es, no basada en vínculos tribales o de
sangre.
«El hombre —dice— no es ya simplemente un hombre, sino que es un ciudadano, y la

135
GABRIEL REAL FERRER

La solidaridad, el actuar solidario, está en el origen: es la técni-


ca necesaria para plasmar ese ideal e idealizado, materialmente
inexistente pero latente Contrato Social que está en el origen de la
sociedad; de la sociedad políticamente organizada, de esa comuni-
dad de intereses que es el Estado (32). Un pacto que se renueva pe-
riódicamente, diariamente, diría. Pacto que está en la Constitución y
en las leyes, y que debe tenerse cotidianamente presente pues es el
único capaz de transmutar la naturaleza de nuestra actividad. La so-
lidaridad convierte la acción dispersa en acción colectiva, lo privado en
público.
La propuesta de recuperación de la noción de la solidaridad
como central de la acción pública y, por tanto, sustento y sustrato del
Derecho administrativo no lo es al estilo de los solidaristas de finales

sociabilidad urbana, por microscópica que sea, parece que ha sido la primera de las formas
de solidaridad, en el sentido que ahora damos a esa palabra. La densidad social, en efecto,
reúne en una ecuación compleja el lugar geográfico, el número de sus habitantes protegi-
dos por las murallas, la organización más o menos sabia de las tareas especializadas, la
conciencia jurídica y guerrera de pertenecer a un conjunto coherente, autónomo y de rela-
ciones sociales que ignoran el patriarcado, el nomadismo, los vínculos de dependencia o de
vasallaje o los imperios jerarquizados que están bajo el dominio de algún soberano caris-
mático mediador único con el más allá. No todas las aglomeraciones son ciudades, como
lo fueron las ciudades griegas, chinas, árabes y, más tarde, italianas, flamencas, bálticas.
Limitar el concepto es precisar la solidaridad que se agrega a estas ciudades donde han flo-
recido las formas de lo que llamamos cultura» (La Solidaridad. Vínculos de sangre y víncu-
los de afinidad, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, pág. 40).
Obviamente, es inmensa la literatura sobre solidaridad. Al margen de cuanto se ha es-
crito siguiendo la estela de los trabajos clásicos del XIX, han servido especialmente a nues-
tros propósitos, además de lo que aquí expresamente se cita, G. PECES-BARBA, «Humanismo
y solidaridad social como valores de una sociedad avanzada», en Los Servicios Sociales, Ci-
vitas-ONCE, Madrid, 1991; J. GONZÁLEZ AMUCHÁSTEGUI, Notas para la elaboración de un prin-
cipio de solidaridad como principio político, «Sistema», núm. 101, 1991; P. BALDWIN, La Polí-
tica de Solidaridad Social. Bases sociales del Estado de Bienestar europeo 1875-1975, Ministe-
rio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1992; R. PETRELLA, El bien común: elogio de la
solidaridad, Debate, Madrid, 1997; así como el libro colectivo Justicia, solidaridad, paz: estu-
dios en homenaje al Profesor José María Rojo Sanz, Colegio de Registradores de la Propiedad
y Mercantiles de España, Madrid, 1995, coord.: Jesús BALLESTEROS.
(32) O, más exactamente, de la Nación. En el concepto sociológico-político de Na-
ción, como «plebiscito diario de vida en común» (MANCINI) o como unidad de destino, va
implícita la idea de la solidaridad. En realidad, el Estado es la formalización (juridifica-
ción) de esa vocación de estar y permanecer unidos/soldados/solidarios. También en la
Unión Europea la solidaridad se cuenta entre sus principios constitutivos. En un docu-
mento divulgativo titulado El ABC del Derecho Comunitario, impulsado por la Dirección
General de Educación y Cultura, del que es autor Klaus-Dieter BORCHARDT, se recoge entre
los «Principios fundamentales de la Unión Europea» el de solidaridad, con el siguiente
texto:

«La libertad exige como contrapartida la solidaridad: el uso desmedi-


do de la libertad va siempre en detrimento de los demás. Por esta razón,
un orden comunitario, para ser duradero, deberá siempre reconocer
como principio fundamental la solidaridad entre sus miembros y repartir
uniforme y equitativamente los beneficios —es decir, la prosperidad— y
las cargas entre todos sus miembros» (Oficina de Publicaciones Oficiales
de las Comunidades Europeas, Luxemburgo, 2000).

136
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

del XIX y principios del XX, de DURKHEIM (33) o de BOURGEOIS (34) o


de PESCH (35), ni aun de las ideas que subyacen en DUGUIT o JÈZE,
sino más modernamente. Tampoco, aunque puedan detectarse cier-
tas reminiscencias, de los seguidores de la escuela alemana de Dere-
cho público, como su creador, ALBRECHT, o como GERBER (36). Ni se
dan hoy aquellas condiciones, ni hablamos ahora mismo de la soli-
daridad como valor idealista, ni predicamos en absoluto la preemi-
nencia del Estado sobre el individuo. Con todo, resulta sorprendente
la brutal caída en desuso de la idea de solidaridad para explicar algu-
nas de las relaciones que se producen en el interior de las organiza-
ciones políticas y, en concreto, para ponerla en relación al Derecho
público. Sin duda, se debe a su estrecha concomitancia con determi-
nados planteamientos ideológicos que se apropiaron del concepto en
su dimensión ética, pero con los que sería improcedente identificar
el término en toda su extensión. La voluntad de apartarse de conno-
taciones socialistas o comunistas y la imperiosa necesidad de progre-
sar en la construcción técnica de esta rama del Derecho parecen jus-
tificar este absoluto olvido por parte de la doctrina de buena parte
del XX. No obstante, desembarazados de complejos semánticos y
frente a los que proclaman la buena nueva del advenimiento de un
neoliberalismo en el que desaparecen los valores de lo público, hay

(33) E. DURKHEIM, La division du travail social (1866).


(34) L. BOURGEOIS, La Solidarité (1895).
(35) H. PESCH, Tratado de Economía Nacional, trad. de J. M. LLOVERA, Casa Editorial
Saturnino Calleja, s/f. En una línea plenamente solidarista, es decir, la que entiende la soli-
daridad como principio moral de organización de la sociedad, distinguía entre la solidari-
dad humana universal, la solidaridad jurídico-social de todos los conciudadanos de un Es-
tado, y la solidaridad de los compañeros de profesión o clase. Cfr. J. A. ALONSO DE ANTONIO,
El Estado autonómico y el principio de solidaridad como colaboración legislativa,
2 vols., Congreso de los Diputados, Madrid, 1986, vol. I, págs. 29 y ss.
(36) Como es sabido, se debe a ALBRECHT el dogma de la personalidad jurídica del Es-
tado (por cierto, alumbrado en una simple recensión). El autor afirma que el Estado no es
una simple asociación de hombres dirigida a cubrir intereses individuales, sino una institu-
ción situada por encima de los individuos y dedicada a fines colectivos más elevados y ge-
nerales. Para GERBER, el Estado representa al pueblo y sólo existe en virtud de él. El pueblo
es la base de su personalidad, pero dicho pueblo no es la suma de los individuos, sino un
todo vinculado espiritualmente a una comunidad histórica. Cfr. J. C. CARRO FERNÁNDEZ-
VALMAYOR, «La doctrina clásica alemana sobre la personalidad jurídica del Estado. Notas de
una relectura», en Administración instrumental. Libro homenaje a Manuel Francisco Clavero
Arévalo, tomo I, Civitas, Madrid, 1994, págs. 849 y ss. En estas nociones late la existencia
del Estado como suma de intereses y voluntades propia de la solidaridad; sin embargo, la
discrepancia, profunda, viene a la hora de concebir esa nueva persona jurídica como un
ente superior que se independiza de la voluntad de los individuos, gozando de un «poder de
dominación» (LABAND) sobre los mismos. Las connotaciones ideológicas de la construcción
son evidentes, pero la ficción de la personalidad es perfectamente útil tanto desde el plano
de la comprensión conceptual y ontológica de la transmutación jurídica del grupo en orga-
nización política, como lo fue en su vertiente de técnica jurídica de imputación. Un acerta-
do análisis de la superación actual de estas teorías, basadas en la dialéctica hoy inexistente
entre sociedad y Estado, en J. ESTEVE PARDO, «La personalidad jurídica en el Derecho públi-
co y la dialéctica Estado-Sociedad», en Administración instrumental, o.c., págs. 871 y ss.

137
GABRIEL REAL FERRER

que recordarles que sólo hay derechos individuales en sociedad, en


sociedad civilizadamente organizada (y no sólo derechos, sino tam-
bién carreteras y aeropuertos), cuyo pacto constituyente entraña so-
lidaridad. Pero ¿qué solidaridad? Veamos.

3. Solidaridad egoísta y solidaridad altruista en el Estado social


y democrático de Derecho

En primer lugar hay que considerar que solidaridades hay mu-


chas (37). De todas ellas nos interesa ahora distinguir entre dos: la
solidaridad egoísta (38), la que hace a los individuos actuar a favor
del grupo porque ello les reporta un doble beneficio: la mejora del
grupo en el que se encuentran y su mejora personal en forma de re-
tornos; y la altruista, de la que no se espera un beneficio, directo o
indirecto. La solidaridad política pertenecería a esa primera dimen-
sión, haciendo al individuo copartícipe del grupo en el que se inser-
ta, tanto en lo que respecta al bienestar asociado a dicha pertenen-
cia como al conjunto de responsabilidades que ello entraña. Como
dice DE LUCAS, la solidaridad subyacente a todo grupo político supo-
ne compartir derechos y obligaciones como correlato a una posición
e intereses comunes (39). ¿Cómo no entender que si esta noción está

(37) Más que de solidaridad, habría que hablar de solidaridades pues las manifesta-
ciones de este vínculo son tantas como infinitas las combinaciones que permite la relación
humana. La derivada de la asociación política es, en palabras de DEVIGNAUD:

«Una solidaridad entre tantas otras ... Todo el mundo comprende,


aparentemente, el sentido de la palabra sin percibir las curiosas confusio-
nes que esconde. ¿Es el mismo vínculo que une entre sí a la gente de la
misma sangre o del mismo linaje, el que fundamenta la dependencia de
los vasallos frente al soberano o, viceversa, el que agrupa a sabios, ma-
gos, creyentes en sectas, artesanos en gluidas, el que justifica la “ley del
silencio” entre los criminales, el que une a los tiffosi y a los “partidarios”
de un equipo? Es la convivencia que se instaura entre las élites del poder
y a menudo de los artistas?» (La Solidaridad..., o.c., pág. 7).

(38) Que tendría una cierta coincidencia con la que DURKHEIM denomina «solidaridad
orgánica». Cfr. E. J. VIDAL GIL, Los derechos de solidaridad en el Ordenamiento jurídico espa-
ñol, Tirant lo Blanch, Valencia, 2002, pág. 43. Este importante y original trabajo resulta de
imprescindible lectura, aunque gira excesivamente, a mi parecer, sobre el concepto de soli-
daridad en su dimensión ética, es decir, de algún modo, altruista; lo que es frecuente en las
aproximaciones desde la filosofía del Derecho. Ocurre que esta óptica explica sólo una re-
ducida parte de la acción pública, cuando tan solidario se puede ser por egoísta interés
como con espíritu benefactor. En el Estado, al igual que en toda comunidad compleja, será
habitual la coexistencia de ambos modos de solidaridad.
(39) En extenso, dice DE LUCAS: «... entiendo la solidaridad como conciencia conjunta
de derechos y obligaciones, que surgiría de la existencia de necesidades comunes, de simi-
litudes (de reconocimiento de identidad), que preceden a las diferencias sin pretender su
allanamiento ... la solidaridad requiere no sólo asumir los intereses del otro como propios
sin quebrar su propia identidad, ni aun asumir los intereses comunes del grupo (la vieja in-

138
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

en la base de todo grupo político, no alimente y sostenga el instru-


mento jurídico con el que éste pretende la consecución de las metas
colectivas?
Retomando las dimensiones de la solidaridad que ahora destaca-
mos, la primera, la egoísta, es propia de todos los grupos humanos, y
es compartida, con mayor o menor lucidez, por todos los individuos
que los componen. Ahora bien, la que se materializa con respecto al
grupo humano por excelencia es bien singular, como lo es el grupo al
que da vida: el Estado (40). Y es tan especial porque, a diferencia de
otros modos de asociación, éste incluye todos los fines de la vida y se
convierte en el entorno, hoy por hoy imprescindible, del desarrollo
individual. Por otra parte, para que pueda hablarse de la solidaridad
como vínculo ciudadano que sostiene y justifica el Estado deben dar-
se unas condiciones determinadas.
En primer lugar, la igualdad entre sus miembros. No cabe hablar
de solidaridad entre desiguales. De ahí que para el Estado liberal,

tuición romana de las res comunis omnium), sino asumir también la responsabilidad colec-
tiva. En otros términos, se trata de la “lógica de la acción colectiva” (OLSON), esto es, asu-
mir también como propios los intereses del grupo, es decir, de lo público, lo que es de to-
dos, y esa titularidad común acarrea asimismo el deber de contribuir, de actuar positiva-
mente para su eficaz garantía, en la medida en que se trata de una responsabilidad de
todos y de cada uno: si se piensa, por ejemplo, en el patrimonio cultural o en el medio am-
biente, es cuando nos encontramos precisamente en lo que, como veíamos, VASAK llamaba
“derechos de solidaridad”, los que tienen su origen en la concepción de la vida en comuni-
dad y cuya efectividad sólo es posible mediante una conjunción de esfuerzos, no a través
de la mera reciprocidad» (El concepto de solidaridad, Distribuciones Fontamara, México,
1993, págs. 39-40).
(40) La constante referencia al Estado está basada en su comprensión como grupo
político por excelencia al asumir fines globales, y también por comodidad expositiva, pero
en absoluto supone —porque no lo precisa— una posición respecto de la cuestión de su
personalidad jurídica, sobre lo que ahora mismo no nos pronunciamos por carecer de un
criterio sólido; ni excluye, antes al contrario, la personificación de otros entes públicos di-
ferentes al Estado, lo que, en todo caso, sería coherente con lo que proponemos. Al respec-
to resultan muy sugerentes las consideraciones de ESTEVE PARDO («La personalidad jurídica
en el Derecho público y la dialéctica Estado-Sociedad», en Administración instrumental,
o.c., págs. 871 y ss.) sobre la conformación constitucional de numerosos entes autónomos:
municipios, universidades, colegios profesionales, etc., inscritos en el Estado pero personi-
ficados. Desde nuestro punto de vista, responden a necesidades sociales representadas por
colectivos «parciales» con intereses igualmente «parciales», pero que en su formación y en
su funcionamiento obedecen al mismo impulso solidario, bien que acotado materialmente
en su ámbito y extensión a los fines que a cada organización le resultan propios. Por otra
parte, la concepción teleológica de toda organización política y de sus aparatos ya se en-
cuentra expresada con absoluta contundencia en ARISTÓTELES: «toda “polis” es evidente-
mente una comunidad y toda comunidad se constituye con el fin de conseguir algún bien,
puesto que los hombres siempre actúan para obtener aquello que les parece un bien. Es
claro que si todas las comunidades tienden a conseguir un bien, el más importante de to-
dos los bienes debe ser objeto de la más importante de las comunidades, de aquella que
comprende en sí a todas las demás, y a la que se llama “polis” (civitas, Estado) y también
comunidad política” que procura el “fin de la completa suficiencia”» (Política, W. L. NEW-
MAN, Oxford, 4 vols.; J. MARÍAS, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1951, citado en
J. A. ALONSO DE ANTONIO, El Estado autonómico y el principio de solidaridad como colabora-
ción legislativa, o.c., nota 12).

139
GABRIEL REAL FERRER

para el Estado de Derecho, el valor igualdad sea un presupuesto con-


sustancial. También, y en el mismo rango, la solidaridad exige que
las metas comunes a cuya consecución se va a contribuir solidaria-
mente sean compartidas; es decir, se participe en su definición, esto
es, que el Estado sea democrático. No se es solidario con el príncipe,
se le obedece. No cabe pensar en un poder autónomo al que se sigue.
La ley no puede presentarse, al modo de JELLINEK, como una «auto-
limitación del poder». El Estado democrático de Derecho es, pues,
requisito y medio necesario para la emergencia de la solidaridad
egoísta. Es más, el Estado democrático de Derecho se basa en la soli-
daridad de grupo, política, que hemos dado en llamar egoísta.
Si antes, siguiendo las tendencias doctrinales más consolidadas,
hemos afirmado que el Derecho administrativo surge cuando se in-
dependiza la función de administrar, es decir, merced a la división
de poderes, ahora podemos plantearnos si no será, precisamente,
que la división de poderes es instrumento natural y necesario del
Estado democrático (metas compartidas) de Derecho (igualdad
ante la ley), que, por primera vez en la Historia, sustentará la arti-
culación política de la colectividad —el propio Estado— en la exis-
tencia de vínculos solidarios entre todos los ciudadanos. La imposi-
bilidad de equiparar plenamente a las Administraciones del Antiguo
Régimen (o de modernos regímenes autoritarios) —y, consecuente-
mente, al Derecho que enarbolaban— con la Administración y el
Derecho administrativo del Estado liberal post-revolucionario pue-
de explicarse, sin acudir a otros argumentos, desde la perspectiva
de la solidaridad: imposible de predicar en ausencia de igualdad y
metas comunes (democráticamente establecidas) y, por el contra-
rio, consustancial a la construcción de tal modelo de Estado. La
cuestión no es, obviamente, un problema de legalidad, sino de legi-
timidad. La posible adhesión y sometimiento de los súbditos al po-
der que se ejerce desde estructuras teocráticas o laicas no refrenda-
das democráticamente nada tiene que ver con la solidaridad, es
otra cosa. Es más, la solidaridad de la que hablamos se manifiesta
siempre respecto del cuerpo social y del modelo que se ha dado, lo
que supone el respeto a las reglas, aunque los detentadores tempo-
rales del poder cambien.
Como veremos, la construcción del Estado, sobre todo cuando
éste es complejo, requiere de la instrumentación jurídica de la soli-
daridad, cual luce en el artículo 2 de nuestra Constitución; pero de-
mos un paso más para aproximarnos desde otra perspectiva al Dere-
cho administrativo. Unánimemente se considera que el fundamento
último de toda la construcción que venimos examinando es el interés
general, ya lo hemos visto. El Derecho administrativo, en efecto,

140
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

existe porque existe la Administración y ésta porque hay que cumplir


la función consistente en satisfacer el interés general. Pero no es un
objetivo exclusivo de la Administración. Lo realizan también los par-
ticulares sin el concurso del Derecho administrativo, con la diferen-
cia de que en un caso —la Administración— se realiza a través de
una acción que implica a toda la colectividad y en el otro —el agente
privado— no. Luego, no es tanto el fin, sino el cómo éste se consiga,
lo que hace irrumpir al Derecho administrativo. Por otra parte, no
cabe olvidar que todo agente privado cumple, en principio, funcio-
nes de interés social; así, la empresa contribuye, por ejemplo, al de-
sarrollo económico; lo que cambia es la motivación y el modo de al-
canzarlo. En todo caso, cuando exista conflicto, se sacrificará el inte-
rés individual y el particular deberá ser, forzosamente, solidario con
los fines comunes. Sin conflicto, el particular gozará de un amplio
margen de actuación, pues en un sistema en el que también impera
el valor individual se prohíben actuaciones que no vengan exigidas
por el interés general, un interés general que deba ser solidariamente
(colectivamente) perseguido.
Que la acción solidaria, la «indispensable solidaridad colectiva»
de la que habla el artículo 45.2 de la Constitución española de 1978,
está tras toda acción administrativa resulta evidente si repasamos
someramente las distintas formas de actividad que tradicionalmente
han sido glosadas: servicio público, policía y fomento, o, como pre-
fiere denominar MARTÍN MATEO de modo más actualizado, presta-
ción, garantía y estimulación (41).
En lo que respecta al servicio público, éste es la manifestación de
lo que más adelante denominaremos solidaridad prestacional o igua-
litaria. Se trata de hacer accesible a todos los integrantes de la socie-
dad una serie de prestaciones que se consideran imprescindibles
para su adecuado desarrollo. Sitúa a los sujetos ante la posibilidad
real de disponer de prestaciones (bienes o servicios) que la dinámica
del interés individual no permitiría. Se financian, si ello es necesario,
mediante impuestos, lo que es una manera solidaria de disponer de
ellos. No una solidaridad altruista, sino egoísta. Cuando se pagan
impuestos se espera un retorno. Ni el multimillonario más multimi-
llonario puede prescindir de los impuestos como mecanismo de dis-
posición de grandes recursos, pues necesita las carreteras para que
circulen sus vehículos de gran cilindrada, los aeropuertos para sus
aviones privados y los puertos para sus yates. Y no sólo recibe retor-
nos en forma de servicios necesarios, sino también en forma de ren-

(41) Ramón MARTÍN MATEO, Manual de Derecho Administrativo, Trivium, Madrid,


20.ª ed., 1999, págs. 457 y ss.

141
GABRIEL REAL FERRER

ta disponible (función redistributiva) que alimenta sus negocios (42).


Por eso mismo, los servicios públicos arrancan en los primeros tiem-
pos del Estado burgués y, precisamente, en contextos liberales, como
ha subrayado GIANNINI (43).
Pero ocurre que no se suelen pagar los impuestos voluntariamen-
te y algunos pueden querer aprovecharse de lo colectivo pero no con-
tribuir; ni siempre los individuos cohonestan sus comportamientos
al interés general, de modo que resulten coincidentes o, al menos,
compatibles o indiferentes, sino que las colisiones son imposibles de
evitar. Conviene hacer compatible la autonomía individual con la
consecución de los intereses comunes, pero si ello no es posible los
designios del grupo prevalecen. Es parte del Pacto, y entonces es pre-
ciso imponer la solidaridad. La coacción, la policía, la delimitación,
hace acto de presencia y es únicamente así entendida como se legiti-
ma. Conviene recordar que, como dijera GARCÍA DE ENTERRÍA, la po-
sición de la Administración y su actuación a través del Derecho ad-
ministrativo «no es precisamente instrumental de la libertad, sino por
el contrario, un derecho habilitante de una supremacía general sobre la
libertad, en virtud de fines sustantivos» (44).
Por último, el fomento resulta aún más fácil de explicar desde
este punto de mira. Se trata de sumar fuerzas. Por los motivos que
sean (interés propio, altruismo...), la acción individual es o puede
ser coincidente con las misiones que el grupo ha establecido. Lógico
es que éste contribuya. Lógico desde la perspectiva de que se acomo-
den las conductas a lo que a todos interesa, cuando el objetivo es re-
levante; y lógico desde la óptica individual bajo la que si se realizan
funciones que a todos benefician, la sociedad ayude, colabore. Con
prístina claridad, ya tenemos las tres formas de actividad de la Ad-
ministración: servicio público: solidaridad prestacional; fomento:
contribución a los objetivos solidarios; policía: imposición coactiva
de la solidaridad de grupo.
Hasta aquí, el Estado democrático de Derecho. El Estado liberal
que fundamenta su pacto en la solidaridad egoísta. Pero a estas coor-
denadas hay que añadir un nuevo componente: el social. No se trata
de que ello suponga la irrupción desbordada del altruismo, en abso-
(42) Con todo, como dice PECES-BARBA, la insolidaridad es una característica de la so-
ciedad industrial: «en las modernas teorías del Estado mínimo, en la predicación de la pri-
vatización y de la disminución de los servicios públicos y de los servicios sociales, e incluso
en una aparentemente neutra descripción del retorno de la sociedad civil o de un derecho
sin el Estado, está presente esa corriente antisolidaria, egoísta y aislacionista que surge en
los orígenes de la sociedad industrial» (Derecho y derechos fundamentales, CEC, Madrid,
1993, pág. 142).
(43) Cfr. M. S. GIANNINI, El Poder público. Estados y Administraciones públicas, Civitas,
Madrid, 1991, traducción y Prólogo de Luis ORTEGA ÁLVAREZ.
(44) Revolución Francesa y..., o.c., pág. 36.

142
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

luto. Pero sí un cierto componente que transmutará el sentido todo


de la Administración, impregnando su actuación, desde la misma
Constitución, de nuevos valores y exigiendo profundos cambios en su
concepción y en su actuación (45). La tarea de transformación social
que asume el nuevo Estado introducirá nuevas consideraciones que,
sustentadas en valores emergentes, cambiarán los propios fundamen-
tos de la acción altruista incorporándola a la acción pública. En la
vertiente social del Estado nos vamos a encontrar con un doble com-
ponente: por una parte, la persistencia de la solidaridad egoísta, esta
vez estableciendo como objetivo principal (o colectivo) la mejora de
la cohesión y como secundario (o individual), y en cierto modo ins-
trumental, el de asegurar determinadas prestaciones básicas frente a
los avatares de la vida (Seguridad Social); por otra, una solidaridad
confesadamente altruista, que se incorpora a los valores sociales
como virtud cívica y que distribuye recursos entre los desfavorecidos
(asistencia social). De alguna manera, ya lo ha dicho PAREJO: «el Es-
tado social es, por razones obvias, fundamentalmente un Estado Ad-
ministrativo cuyo centro de gravedad radica en la ejecución de las
políticas públicas formalizadas legislativamente» (46), que, natural-
mente, pretende accionar sobre las desigualdades y reducirlas.
La irrupción de estos mecanismos orientados a la cohesión social
está alertando a la doctrina sobre la emergencia, cada día más y más
evidente, de una nueva modalidad de acción pública, una nueva for-
ma de actividad de la Administración: la de compensación. En ella, la
solidaridad egoísta convive con la altruista y, de hecho, es esta últi-
ma la que externamente luce con mayor claridad. Ni el servicio pú-
blico, ni la policía, ni el fomento son capaces de explicar cabalmente
esta nueva forma de actuar, que, por cierto, atrae crecientes recursos
y tiene a su disposición aparatos administrativos extraordinariamen-
te importantes y cada día más dotados y complejos. El devenir de los
tiempos orienta, sin lugar a dudas, hacia esta nueva forma de activi-
dad. La atención a los mayores, la lucha contra las desigualdades y,
en general, contra las muy variadas formas de marginación que ge-
nera esta sociedad serán tareas —son ya— prioritarias para la Admi-
nistración que cabe encuadrar bajo esa modalidad de acción que de-
nominamos compensadora y que es propia e irrenunciable del Esta-
do social avanzado.
(45) Al respecto, el trascendental trabajo de PAREJO ALFONSO, Estado social y Adminis-
tración pública. Los postulados constitucionales de la reforma administrativa, Civitas, Ma-
drid, 1983, con Prólogo de E. GARCÍA DE ENTERRÍA. Por supuesto, la cláusula del Estado so-
cial, su virtualidad y su relación con el denominado Estado de Bienestar es cuestión de sin-
gular complejidad sobre la que ahora mismo pasamos de puntillas. Más adelante
hablaremos de este último modelo, de su crisis y su vigencia.
(46) El Estado social y Administración prestacional, cit., pág. 19.

143
GABRIEL REAL FERRER

4. La solidaridad en la definición del Derecho administrativo

En las páginas que siguen haremos una semblanza de algunas de


las dimensiones de lo que llamamos la solidaridad institucionalizada.
Sin embargo, ¿aporta alguna nueva luz este planteamiento a lo que
ahora mismo nos interesa, esto es, a la comprensión del Derecho ad-
ministrativo? Creo que sí.
La idea de «solidaridad colectiva», como dijimos, nos sitúa en el
momento inmediatamente anterior a la trilogía que estudiamos.
Para que un agregado de personas se convierta en grupo, en socie-
dad, hace falta la «chispa» de la solidaridad. Es la emulsión que con-
vierte en unidad a los elementos dispersos. Y en cuanto existe, exis-
ten objetivos comunes; hay función a realizar, que se caracterizará,
precisamente, porque es colectiva y asumida solidariamente. Y hará
falta una organización igualmente singular porque es la de todos y
para todos. Y necesitará de un Derecho que vaya más allá de la reso-
lución de conflictos intersubjetivos, un Derecho en el que en un lado
de la relación estará siempre la sociedad personificada en su instru-
mento orgánico. Un Derecho poderoso capaz de sacrificar los intere-
ses insolidarios en beneficio del grupo. Un Derecho, en fin, que ten-
drá como directo objeto la realización efectiva de esa «solidaridad
colectiva».
En este sentido y teniendo en cuenta lo dicho, bastaría decir que
el Derecho administrativo es el que materializa la solidaridad colec-
tiva. Y si queremos agregarle un elemento subjetivo, podríamos de-
cir: mediante organizaciones creadas con ese fin. A lo que podemos
adicionar la perspectiva jurídico-formal: dotadas de potestades singu-
lares. Para rematar añadiendo la eficacia, con lo que quedaría: aquel
que materializa eficazmente la solidaridad colectiva mediante organiza-
ciones dotadas de potestades singulares y creadas con ese fin.
Sobre la noción de eficacia no es el momento de abordarla (47), y

(47) Actualmente, la bibliografía sobre la eficacia en el Derecho administrativo es


muy abundante, pero fue Ramón MARTÍN MATEO quien primero la interiorizó en la defini-
ción de Derecho administrativo en su trabajo La sustantividad del Derecho administrativo,
núm. 53 de esta REVISTA, 1967; planteamiento luego reiterado en las sucesivas ediciones de
su Manual de Derecho Administrativo. Entre muchos otros, pueden resultar de interés los
trabajos de L. PAREJO, La eficacia como principio jurídico de la actuación de la Administra-
ción, «DA», núms. 218-219, 1989; J. I. LÓPEZ GONZÁLEZ, Una aproximación de la Ciencia de
la Administración al análisis conceptual del principio de eficacia como guía de acción de la
Administración pública, en el mismo número de «DA», págs. 76 y ss.; L. ORTEGA, El reto
dogmático del principio de eficacia, núm. 133 de esta REVISTA, 1994, pág. 8.
Ciertos autores niegan virtualidad jurídica al principio, sosteniendo en todo caso su ca-
rácter informador pero en ningún caso creador de derechos subjetivos u obligaciones jurí-
dicas. Véanse los planteamientos contenidos en el comentario al artículo 103.1 de GARRIDO
FALLA, en Comentarios a la Constitución, Civitas, Madrid, 1980, pág. 1031, o BAENA DEL

144
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

sobre la de «solidaridad colectiva» reiteramos que entendemos im-


plícita en ella tanto la persecución del interés general como la idea
de colectivo, de público. Es, pues, un Derecho público. En cuanto a
las organizaciones cabe encuadrar en ellas la constelación de Admi-
nistraciones públicas, prescindiendo, en principio, de la ficción de la
personalidad única. Y sobre las potestades, lo central es que es preci-
samente a esas organizaciones a las que se atribuyen potestades
exorbitantes al Derecho común, con el fin de «materializar», y mate-
rializar «eficazmente», la solidaridad.
En definitiva, la solidaridad está siempre presente en las relacio-
nes de la Administración, en cuanto conjunto orgánico al servicio del
grupo político, con los ciudadanos, bien porque aquélla exige deter-
minadas conductas al particular en aras, precisamente, a la materia-
lización de la solidaridad colectiva, bien porque éste recibirá deter-
minadas prestaciones fruto de la acción solidaria del grupo. Dicho
de otro modo, sea en la dimensión pasiva de perceptor, sea en la activa
de prestador —o contribuyente, es decir, el que contribuye, no nece-
sariamente en términos económicos, al funcionamiento colectivo—,
lo que late tras toda relación del ciudadano con la Administración es la
manifestación de los vínculos solidarios que le unen al grupo político
que es el Estado.
No obstante, a mi juicio, en todo esfuerzo por aproximarse a una
noción de Derecho administrativo no puede olvidarse su perspectiva
garantista, pues es lo cierto que es ésa una dimensión capital que
distingue a nuestro régimen de los anglosajones en la medida, preci-
samente, en que neutraliza los poderosos instrumentos que se ponen
en manos de la Administración. Más cabal, por tanto, me parecería
una definición del siguiente tenor: Derecho administrativo es aquel
sector del ordenamiento por el que, por una parte, se materializa eficaz-
mente la solidaridad colectiva mediante organizaciones dotadas de po-
ALCÁZAR, La organización administrativa, Madrid, 1984. También, véase ESCUIN PALOP, «La
Administración del Estado en la Constitución», en Estudios sobre la Constitución Española
de 1978, Valencia, 1980, pág. 286.
Últimamente, el principio de eficacia está siendo esgrimido, a mi juicio desviadamente,
para argumentar la conveniencia de algunos de los fenómenos de «huida» del Derecho ad-
ministrativo; al respecto pueden consultarse J. M. SALA ARQUER, Huida al Derecho privado y
huida del Derecho, «REDA», núm. 75, 1992; I. BORRAJO INIESTA, El intento de huir del Dere-
cho Administrativo, «REDA», núm. 78, 1993; J. C. LAGUNA DE PAZ, La renuncia de la Admi-
nistración al Derecho Administrativo, núm. 136 de esta REVISTA, 1995; S. DEL SAZ, «Desarro-
llo y crisis del Derecho Administrativo. Su reserva constitucional», en C. CHINCHILLA,
B. LOZANO y S. DEL SAZ, Nuevas perspectivas del Derecho administrativo (tres estudios), Civi-
tas, Madrid, 1992; así como La huida del Derecho administrativo: últimas manifestaciones.
Aplausos y críticas, núm. 133 de esta REVISTA, 1994; E. MALARET I GARCÍA, S. MARTÍN-RETOR-
TILLO BAQUER, X. PADRÓS I CASTILLON, M. SÁNCHEZ MORÓN y E. ORTEGA MARTÍN, Derecho pú-
blico y Derecho privado en la actuación de la Administración Pública, Marcial Pons, Madrid,
1999; L. PAREJO ALFONSO, El Estado social y Administración prestacional, «RVAP», núm. 57,
2000.

145
GABRIEL REAL FERRER

testades singulares y creadas con ese fin; y, por otra, se establecen las
garantías individuales necesarias frente al irregular ejercicio de dichas
potestades.
VIDAL GIL asocia acertadamente la solidaridad al concepto de ciu-
dadanía que cabe predicar del Estado actual (48); lógico es que el
Derecho que regula las relaciones del poder con los ciudadanos ten-
ga en esta perspectiva uno de sus principales referentes. La acción
pública es, sobre todo, «acción solidaria», y en esta noción se en-
cuentra implícita la idea de interés general pues resulta simplemente
absurdo pensar que el grupo se esforzará en perjudicarse (otra cosa
es que no se sepa qué es lo que interesa o que los agentes del grupo
desvíen el objetivo, pero resulta igualmente objetable si aludimos al
interés general como criterio definitorio), por lo que es redundante
hablar de actuación solidaria e interés general.
Vaya por delante que, como he dicho, no creo que el Derecho ad-
ministrativo se deje definir de modo inobjetable en unas cuantas lí-
neas, por lo que lo que se propone es simplemente una nueva aproxi-
mación al fenómeno, una relectura del Derecho administrativo que
encuadre, por ejemplo, esa nueva dimensión de su actividad y expli-
que el porqué de la posición dominante de la Administración y la su-
bordinación consciente y deseada de los intereses individuales a los
colectivos. Por lo demás, se me podrá decir, por ejemplo, que cómo
se entiende el Derecho administrativo cuando se proyecta sobre suje-
tos que no pertenecen a ese concreto grupo político y falta, por tanto,
la solidaridad. Sin embargo, esta objeción sería fácilmente superable
acudiendo a la intrínseca dimensión territorial del grupo político.
Con todo, este enfoque podría ayudar a entender algunas cosas.
Por ejemplo, el emergente Derecho administrativo comunitario no
puede ser de ninguna manera, hoy por hoy, equiparado al estatal.
Sin necesidad de recurrir a argumentos técnicos o accidentales, es
evidente que la Unión Europea es una organización parcial, es decir,
a diferencia del Estado, no tiene fines globales, no alcanza a todas
las esferas de interés de los individuos que la componen. A pesar del
proyecto de Constitución europea sobre el que se viene trabajando,
está muy lejos el día en que pueda predicarse que constituye una en-
tidad política presidida por relaciones de plena solidaridad. Como en
otros muchos grupos, la solidaridad existe, pero subordinada a aque-
llas facetas en la que resulta necesaria para las finalidades, parciales,
del colectivo. En el actual proceso de construcción europea el objeti-
vo decididamente perseguido es consolidar la realidad de un auténti-
co mercado interior —los fines «políticos» están mucho más desdi-

(48) E. J. VIDAL GIL, Los Derechos de solidaridad..., o.c., págs. 293 y ss.

146
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

bujados—, lo que comporta, inexorablemente, garantizar el limpio


ejercicio de la competencia. En este caso, que, por cierto, acredita la
parcialidad de los fines comunitarios, el propio concepto de misión
pública (49) —por tanto, de finalidad común, de actuación solida-
ria— es el límite que la jurisprudencia del TJCE ha puesto a la irrup-
ción del Derecho de la competencia en ámbitos que podían previa-
mente considerarse como pacíficamente sometidos al Derecho admi-
nistrativo.
También puede verse desde esta óptica la aplicación del Derecho
privado a diversas áreas de actividad de la Administración. La opción
por el Derecho privado no altera en nada el objetivo: la atención del
interés general, pues si tal interés no requiriera de la actividad care-
cería de sentido que la Administración la realizase. Lo que puede
cambiar es la noción de si es precisa una acción solidaria, imperati-
vamente solidaria, o no (50). Así, cuando resulte imprescindible el
concurso de todos (individuos e intereses) para la realización de la
actividad, el Derecho a aplicar deberá ser el público. Si el interés ge-
neral no es capaz de explicar cuándo una actividad debe ser realizada
en régimen de Derecho público o de Derecho privado, la superiori-
dad de este enfoque sobre el del interés general parece, pues, eviden-
te. Finalmente, una idea más sobre la utilización del Derecho privado
por la Administración: el rechazo que me produce la expresión «De-
recho administrativo privado», pues, aparte de su mayor o menor
acierto dialéctico, constituye una contradicción en términos que úni-
camente pueden generar confusión: el Derecho administrativo es pú-
blico o no es. La utilización instrumental del Derecho privado es per-
fectamente posible, pero la singularidad del sujeto y de los fines que
persigue matiza todas sus intervenciones jurídicas. Es más, si algo re-
sulta predicable es que es el Derecho privado el que queda modulado
por la presencia de la Administración. El Derecho privado, cuando
interviene la Administración, queda, de un modo u otro, afectado.
Desde luego, no es el Derecho de la Administración como lo es el De-
recho administrativo, pero es Derecho con Administración. En pre-

(49) Así, por ejemplo, STJCE en el asunto Radio Telefis Eireann contra la Comisión, de
10 de julio de 1990. En este caso, entendida como «misión cultural, social y educativa».
(50) Naturalmente que esto traslada el problema a determinar en qué casos resulta
necesaria la acción colectiva y eso no puede ser resuelto categóricamente. Habrá que acu-
dir a conceptos jurídicos indeterminados, pero tal técnica parece inevitable ante lo contin-
gente. No otra cosa hizo el Consejo Constitucional francés en su trascendental decisión de
23 de enero de 1987 al afirmar la existencia de una reserva constitucional de competencia
a favor del juez administrativo, estableciendo como límite aquellas materias que deban
quedar reservadas «por naturaleza» a la jurisdicción ordinaria. La referencia a la «natura-
leza» de las cosas ha sido criticada por su vaguedad, pero permite progresar en problemas
que carecen de solución apriorística. Vid. B. LOZANO, en C. CHINCHILLA, B. LOZANO y S. DEL
SAZ, Nuevas perspectivas del Derecho administrativo (tres estudios), Civitas, Madrid, 1992.

147
GABRIEL REAL FERRER

sencia directa o indirecta de la Administración, la relación —privada,


porque así lo dice el Ordenamiento— queda indefectiblemente altera-
da respecto de una estrictamente privada, como luce incuestionable-
mente en la doctrina de los actos separables o en las nuevas modali-
dades contractuales de los llamados «sectores excluidos».
En definitiva, el recurso a una adecuada noción de solidaridad
inscrita en la comprensión de sus diversas manifestaciones puede re-
sultar útil para entender y explicar mejor el Derecho administrativo
y, al menos, no resulta impertinente. La idea permite conectar el
concepto que tengamos sobre este sector del Ordenamiento con las
misiones del Estado en una sociedad necesariamente orientada al
actuar común. También, para salir al paso de pretensiones disgrega-
doras en las que el interés individual pretende imponerse buscando
reductos inmunes a los valores superiores de lo público. El progreso
civilizatorio, entendiendo por ello la preeminencia de valores que tie-
nen a la dignidad humana como centro y referencia, exige el refuer-
zo de los vínculos solidarios. El mundo no ofrece perspectivas espe-
ranzadoras si se deja todo a las fuerzas del mercado y del más puro
interés egoísta. La solidaridad, en su doble dimensión de refuerzo
del grupo y de interés por las condiciones del otro, es el fundamento
para la imposición de conductas que tiendan a realizar una sociedad
mejor, objetivo éste que es el que, incuestionablemente, da aliento a
nuestra ciencia.
Sin duda, así lo concibe DROMI cuando, en un reciente e impac-
tante trabajo, propone la articulación del Derecho administrativo en
torno a siete «Códigos de solidaridad» que abarcarían las distintas ac-
tividades del Estado (51). Es obvio que, tras esta denominación, el
punto de partida es que tales actividades —y la propia existencia del
Estado— tienen como sustento teórico el que constituyen manifesta-
ciones de la solidaridad del grupo político, aserto central de estas re-
flexiones.

II. MANIFESTACIONES DE LA POSITIVACIÓN DE LA SOLIDARIDAD


EN EL ÁMBITO DEL DERECHO PÚBLICO

1. Aproximación

La solidaridad, ya lo hemos dicho, es el elemento anímico verte-


brador de cualquier grupo humano, también del Estado. De hecho, y

(51) R. DROMI, Nuevo Estado, Nuevo Derecho. Constitución para todos, consolidación
de las leyes, Códigos de solidaridad, Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1999.

148
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

al margen de lo anteriormente dicho, en la construcción del modelo


de Estado surgido de la Revolución Francesa la solidaridad juega un
papel capital (¿qué otra cosa late tras la Fraternité que luce en su di-
visa?), constituyéndose en el aglutinante de la clase burguesa y en la
virtud civil por excelencia que vendrá a suceder a la caridad de raíz
religiosa. Las condiciones para hacer posibles la libertad y la igual-
dad debe asegurarlas el Estado; la solidaridad deben practicarla to-
dos y se impondrá cuando así convenga para el funcionamiento co-
lectivo o para la realización de un determinado ideal de justicia. Por
lo demás, como también hemos dicho, la solidaridad únicamente
puede entenderse en un contexto de igualdad, y específicamente la pú-
blica, en un plano de igualdad democrática. Por ello coincido plena-
mente con PÉREZ CALVO en que «en el ámbito de la sociedad estatal
sólo puede hablarse de solidaridad pública cuando hay democracia,
o sea, consentimiento de todos; cuando hay igualdad en cuanto a los
caracteres que tienen relevancia pública, especialmente en relación
con los derechos fundamentales y, en general, las relaciones de los
ciudadanos con los poderes públicos...» (52).
En la interiorización de la solidaridad hasta la propia esencia del
Estado resulta ciertamente significativo el proceso seguido por las
tres grandes áreas prestacionales, educación, sanidad y beneficencia,
que pasaron de ser actividades prototípicas de la Iglesia a serlo del
Estado. El clero, pero también el Príncipe y los Señores, venían obli-
gados por mandato religioso a practicar la caridad con el pueblo; no
se trataba de ser solidarios, pues no se partía de una posición de
igualdad, sino piadosos. Como recuerda GARCÍA DE ENTERRÍA, el Es-
tado revolucionario asumirá estas tareas, hasta entonces «cumplidas
por la Iglesia y las fundaciones señoriales, y que en adelante han de
constituir servicios administrativos prototípicos» (53). Naturalmen-
te, la Iglesia no abandonó totalmente estas áreas pero tuvo que ce-
der, a través de procesos desamortizadores, buena parte de las insta-
laciones en las que las desarrollaba. El tránsito desde la Iglesia al
Estado de estas funciones, y especialmente de la beneficencia, se
complementa hoy con un interesante proceso en el que la sociedad
civil está asumiendo un protagonismo creciente en la realización de
la solidaridad altruista. Como sabemos, en la actualidad, una parte
nada insignificante de los recursos que el Estado recauda para bene-
ficencia es derivada a organizaciones privadas que realizan progra-
mas solidarios.

(52) A. PÉREZ CALVO, Presente y futuro del Estado autonómico, «Revista de Estudios
Autonómicos», núm. 1, 2002, pág. 230.
(53) E. GARCÍA DE ENTERRÍA, Revolución Francesa y Administración contemporánea,
2.ª ed., Taurus, Madrid, 1981, pág. 48, siguiendo a HAURIOU.

149
GABRIEL REAL FERRER

Con respecto a la asunción de la beneficencia por parte del Esta-


do, conviene recordar que en el borrador de la Constitución de 1978
aparecía, en ostensible anacronismo, como competencia de las Co-
munidades Autónomas. En su paso por el Senado desapareció gracias
a una enmienda presentada por el profesor Lorenzo MARTÍN-RETORTI-
LLO (54), de la que merece la pena extraer los siguientes párrafos:

«... produce hoy una cierta vergüenza la alusión a la be-


neficencia. Cierto que tras ella se ocultan miles de es-
fuerzos, miles de sacrificios por ayudar en muy varia-
das formas a la humanidad doliente. Sería inabordable
el intentar recoger ahora lo que de positivo se ha logra-
do bajo el rótulo de beneficencia. La propia etimología;
“hacer el bien”, abonaría el mantenimiento del térmi-
no, y, sin embargo, la expresión “beneficencia” es algo
que no me gusta. ¡Hay tanta miseria humana vinculada
a la misma! ¡Son tantas y tantas las humillaciones que
trae a la memoria!
... el concepto de beneficencia ha quedado estereoti-
pado de forma que recuerda sólo situaciones de anti-
guo régimen: el don graciable, la limosna, el médico o
la medicación por favor y bien patente, la inscripción
en el padrón, la constancia de una situación humillante
que se consideraba estable...
... Pugna en su sentido tradicional con el criterio de
igualdad que quiere introducir la Constitución, pugna
con el deseo que ya hemos logrado plasmar en diversos
preceptos de este texto, de que todos tenemos derecho
a la salud, de que todos debemos ser asistidos en la ve-
jez, de que la familia y los niños, cualquier familia y
cualesquiera niños, tienen derecho a ser asistidos, pug-
na con la afirmación de que va a establecerse un siste-
ma de Seguridad Social eficiente para todos.
Por todo ello, se estima procedente abandonar el
término “beneficencia”, entendiendo que basta con que
esta letra s) del apartado 1 del artículo 141 aluda nada
más que a la asistencia social» (55).

(54) Enmienda al apartado s) del número 1 del artículo 141 (hoy 148.1.20). Sesión de
12 de septiembre de 1978.
(55) Fue enmienda única y resultó aprobada por 19 votos a favor (UCD y PSOE) y 6
en contra. Se puede encontrar en Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO, Materiales para una Consti-
tución. Los trabajos de un profesor en la Comisión Constitucional del Senado, Akal, Madrid,
1986, pág. 191.

150
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

Al margen de esta clarificadora anécdota sobre nuestra reciente


historia constitucional, lo cierto es que el Estado de Derecho —ya
revestido de la condición de «social»— fue ampliando progresiva-
mente su ámbito de cobertura. Con distintas técnicas y en variados
sectores, la lucha contra la desigualdad ha sido tenaz y las acciones
abiertamente solidarias se han multiplicado, obligando, incluso, a re-
plantearse la propia capacidad del Estado de atender todas las de-
mandas. Y es que la madurez de las sociedades se reconoce no tanto
por el nivel de vida que puedan haber alcanzado (lo que puede limitar-
se a unas élites privilegiadas, como ocurre, de modo sangrante, en un
gran número de países en el Planeta), sino por el grado de cohesión
social que son capaces de conseguir y mantener, y para la cohesión so-
cial la herramienta imprescindible es la solidaridad. Por ello, la insti-
tucionalización de la solidaridad y su generalización (56) son, incues-
tionablemente, síntomas inequívocos de progreso civilizatorio (57).

2. Solidaridad y Estado de Bienestar

Si el Estado de Derecho supuso la posibilidad de someter el ejer-


cicio del poder al Derecho, y el Estado social la activa acción pública

(56) En un reciente, sugerente y denso trabajo, Ernesto J. VIDAL GIL ha hecho un repa-
so de la significación del principio de solidaridad en la construcción del Estado actual y de
su virtualidad en la adecuada comprensión del catálogo de derechos y libertades funda-
mentales que contiene nuestra Constitución y, aún más, de la comprensión de nuestro Or-
denamiento jurídico. Su argumentación, por ejemplo —siguiendo a ATIENZA y RUIZ MANERO
(Ilícitos atípicos. Sobre el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder; Trotta,
Madrid, 2000)—, sobre la solidaridad como límite al ejercicio del Derecho resulta suma-
mente interesante (Los Derechos de solidaridad en el Ordenamiento Jurídico español, Tirant
lo Blanch, Valencia, 2002).
(57) En muy buena medida, los numerosos aspectos fallidos de la Cumbre de las
Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible celebrada en Johannesburgo (agosto-septiem-
bre 2002, conocida como Río+10) tienen su origen en la evidente quiebra del progreso civi-
lizatorio que supuso la Cumbre de Río alentando la institucionalización de la solidaridad
entre los Estados y los pueblos de la Tierra. Como hemos sostenido reiteradamente, su-
mándonos a otras muchas voces, el próximo e inexorable paso civilizatorio que la Humani-
dad debe dar si quiere evitar la no muy lejana degradación de su entorno, cuando no su
propia desaparición, es la articulación de la especie como grupo organizado basado en la
solidaridad planetaria. Desde otro punto de vista, lo ha expresado así recientemente PÉREZ
CALVO:
«Desde el momento en que se parte de la igualdad sustancial de todos
los seres humanos, el último objetivo utópico que la lógica exige en esta
materia es la consideración de la Humanidad como ámbito general de la
solidaridad. Actuaciones singulares de los Estados, de organizaciones pri-
vadas y de los individuos, junto con movimientos ideológicos universalis-
tas convergen hacia ese objetivo utópico del mundo entero como ámbito
organizado de la solidaridad» (Presente y futuro del..., o.c., pág. 232).

Planteamiento que puede reputarse de utópico, pero, como ha sido dicho en conocida
frase, lo que realmente es utópico es pensar que el Mundo pueda seguir así indefinidamente.

151
GABRIEL REAL FERRER

frente a las desigualdades, el Estado de Bienestar, o, como algunos


prefieren, el Estado social avanzado (58), constituye el más inmedia-
to referente sobre la concepción ontológica del Estado, respecto del
cual debemos situar el conjunto de las instituciones jurídicas que lo
conforman. Tarea nada fácil pues la tan debatida como asumida cri-
sis del Estado de Bienestar no es tal, o, mejor, pertenece a la propia
esencia del modelo, que, en sí mismo, incorpora la vocación de una
permanente situación crítica. Intentaré explicarme.
Dos son los aspectos que, a mi juicio y a nuestros efectos, deben
destacarse del esfuerzo de construcción teórica del Estado de Bie-
nestar, que se debe a LUHMANN (59). El primero, el que distingue a
este modelo de la concepción clásica del Estado social (60) y que el
autor sitúa en que la «lógica interna del Estado de Bienestar» única-
mente «puede ser comprendida mediante el principio de compensa-
ción». Compensación que trata de paliar «aquellas desventajas que
recaen sobre cada cual como consecuencia de un determinado siste-
ma de vida», pero que tienden a universalizarse e, incluso, a perpe-
tuarse indefinidamente pues no sólo todo tiende a ser compensado,
sino que alcanza a plantearse cómo compensar los desequilibrios
producidos por la compensación (61). Esta mecánica de la compen-
sación tropezará pronto con, al menos, tres fronteras: la que tiene
que ver con el impacto de la sociedad industrial en el medio
ambiente, muy poco desarrollada por LUHMANN pero sobre la que in-
tuye que el binomio «recursos finitos» - «acumulación de residuos
no reciclables» producirá situaciones de desventaja muy difícilmente
abordables; los costes crecientes del modelo, y, finalmente, su influen-
cia, junto con el resto de transformaciones de la actual sociedad, so-
bre los mecanismos de motivación que incidirán en las «generaciones
más jóvenes».
El segundo de los aspectos que queríamos destacar es que, para
LUHMANN, el Estado de Bienestar se asocia al concepto de inclusión:
«el concepto de inclusión significa la incorporación de la población
global a las prestaciones de los distintos sistemas funcionales de la
sociedad. Hace referencia, de un lado, al acceso a estas prestaciones
y, de otro, a la dependencia que de éstas van a tener los distintos mo-

(58) O Estado asistencial, o, como denomina BALDWIN, Estado de Bienestar solidario


(cfr. La política de solidaridad..., o.c., cap. I).
(59) En Teoría política en el Estado de Bienestar, Alianza, Madrid, 1994.
(60) Que entiende a éste como el Estado que reacciona frente a las consecuencias de
la industrialización implementando una serie de medidas de previsión social.
(61) LUHMANN dice que «una vez que el concepto de compensación es reconocido y
practicado como fundamento de las pretensiones, se pone en marcha esa particular diná-
mica que conduce del Estado Social al Estado de bienestar; aquella que en último término
no deja nada fuera y se consume a sí misma» (Teoría política..., o.c., págs. 32-33).

152
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

dos de vida individuales». La inclusión como rasgo del Estado de


Bienestar se despliega en dos ámbitos: el uno, la incorporación de to-
dos al proceso, eliminando tendencialmente la exclusión de los «gru-
pos que no participan de la vida social, o lo hacen sólo marginalmen-
te»; y el otro, incorporando aspectos cada vez más diversos y cada
vez más amplios en el conjunto de prestaciones que conciernen al
Estado. La detección de este fundamental rasgo del Estado de Bie-
nestar nos permite entender que su objeto no es sólo el de asegurar
el que todos los ciudadanos disfruten de unos niveles mínimos de
bienestar, sino la respuesta a «problemas especiales de distinto géne-
ro, que pueden ser graves para quienes resulten encontrarse en de-
terminadas situaciones». Así, «las mejoras discurren, por tanto, no
sólo en la dirección del aumento de los niveles mínimos, sino tam-
bién en la del descubrimiento continuo de nuevos problemas que com-
peten a las autoridades públicas». Por lo demás, y aunque los proce-
sos de inclusión no siempre desembocan en la posibilidad de exigir
jurídicamente prestaciones públicas, su semántica se ha desplazado
ya claramente de «caridad» a «pretensión».
Hechas estas precisiones, resulta más comprensible decir que no
cabe hablar de crisis del Estado de Bienestar si queremos entenderla
como quiebra de un proceso e inicio de otro. De igual modo que la
teoría del crecimiento ilimitado es conceptualmente incompatible
con un sistema finito como es la Tierra, la teoría del Estado de Bienes-
tar es igualmente irrealizable en sí misma, pues supone, por esencia,
una permanente situación de insatisfacción. Resulta imposible —y
se sabe— atender todas las necesidades cuando éstas están en per-
manente expansión y, además, el funcionamiento del propio sistema
las genera indefinidamente (62). El Estado de Bienestar nunca se ha
realizado, por ello nunca entró en crisis, ni se realizará. Es una ten-
dencia, un modo de entender «lo político» y, por extensión, «lo públi-
co», de conformidad con determinados valores (63).

(62) Véanse las lúcidas referencias de LUHMANN al sistema político como «autorrefe-
rente», es decir, que «produce y reproduce por sí mismo los elementos —decisiones políti-
cas, en este caso— de que está constituido». «La idea de bienestar —dice— como meta po-
lítica (en vez de la medieval de pax e iustitia) constituye el exacto correlato semántico de la
autorreferencia política. La autorreferencia es ante todo un principio tautológico; el bie-
nestar es un principio correspondientemente indefinido. El aumento del bienestar, por tan-
to, puede remitirse siempre a sí mismo y generar bienestar» (Teoría política..., o.c., págs.
55-56).
(63) Entiéndase lo dicho en términos relativos. Peter BALDWIN, en su importantísimo
análisis del Estado de Bienestar solidario, atribuye su desarrollo a los intereses de clase
—en particular de la clase media— más que a la materialización de valores de corte altruis-
ta. «La solidaridad —la decisión grupal de asignar los recursos según las necesidades— es
engañosamente análoga al altruismo —dice—. Como sentimiento individual el altruismo
generalmente se limita a estrechos círculos de afines. La solidaridad, en aquellas pocas
ocasiones en que ha sido realizada, ha sido el desenlace de un interés propio recíproco y

153
GABRIEL REAL FERRER

El problema del Estado de Bienestar —y su crisis, ésta sí real—


no es la sobresaturación de demandas y de respuestas, que eso va de
suyo y encuentra natural y rápidamente sus límites, sino la decaden-
cia del principio de igualdad frente al de libertad. Si recapitulamos
sobre las características del modelo que hemos destacado, será fácil
concluir que la inclusión, sobre todo la referida a personas y grupos
sociales, es una manifestación de la igualdad, mientras que la noción
de compensación se asienta incuestionablemente sobre la solidari-
dad. En el justo equilibrio, permanentemente perseguido, entre los
incompatibles —en términos absolutos— principios de igualdad y li-
bertad debiera encontrarse un modelo de Estado que facilitara el
bienestar de los ciudadanos, no necesariamente perseguido en exclu-
siva mediante directas prestaciones. El desafío es «asentar algo dis-
tinto en el lugar de la ilusión del Estado de Bienestar» (64) que reali-
ce eficazmente los valores sobre los que éste se asienta. La tarea pre-
senta una complejidad extraordinaria y debiera ocupar todos los
esfuerzos necesarios para resolver cuestiones sobre las que la teoría
política no ha dado respuestas convincentes. Entre tanto, debemos
entender que esa búsqueda tiene que ver con la solidaridad altruista
propia del Estado de Bienestar solidario del que habla BALDWIN, pero
que se asienta sobre la construcción (y supone un progreso) de ese Es-
tado cuyo fundamento ha sido la solidaridad egoísta.

3. La solidaridad como principio

Con independencia de su positivación en normas específicas en


las que se regula la reacción colectiva frente a determinados supues-
tos, tal como veremos, la solidaridad está o debe estar presente en la
comprensión y aplicación del resto del Ordenamiento en su dimen-
sión de principio inspirador de las relaciones entre la colectividad y sus
miembros.
Como veremos más adelante, la solidaridad es, en orden al fun-
cionamiento del Estado, «un factor de equilibrio entre la autonomía
de las nacionalidades o regiones y la indisoluble unidad de la Nación
española» (STC 135/92, de 5 de octubre, FJ 7.º) y, como subrayare-

generalizado». Lo que le permite concluir que a la solidaridad, entendida como motor de la


acción social del Estado, «no la explica la ética, sino la política» (La política de solidari-
dad..., o.c., pág. 480). No puede discutirse lo certero del análisis, pero tampoco puede ne-
garse el espacio a los valores y a su capacidad de transformación social. O, al menos, no
quiero creer que todo avance cultural sea consecuencia del interés, ni que en el espíritu hu-
mano, desde el inicio de la Humanidad, únicamente haya tenido cabida como inalterable
valor el del individualismo.
(64) Teoría política..., o. c., pág. 150.

154
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

mos, un principio de imprescindible consideración a la hora de dis-


poner los distintos elementos de la estructura pública, de distribuir
las funciones a realizar y de ordenar los flujos de recursos; pero, ade-
más, la solidaridad es también un principio que se proyecta a las re-
laciones del aparato público con los ciudadanos.
Por otra parte, ya hemos dicho anteriormente, y ahora lo reitera-
mos, que sea en la dimensión pasiva de perceptor, sea en la activa de
prestador, lo que late tras toda relación del ciudadano con la Adminis-
tración es la manifestación de los vínculos solidarios que le unen al
grupo político que es el Estado.
Visto y entendido así, no es de extrañar que se acuda al principio
de solidaridad para dar sentido a la resolución de determinados con-
flictos entre los particulares y la Administración; antes al contrario,
lo extraño es que no se acuda con más frecuencia a este criterio.
Cuando la norma no resuelve taxativamente un supuesto o resulta
borrosa su incardinación, la tensión entre el interés privado y el pú-
blico deberá resolverse acudiendo a una interpretación sistemática
del grupo normativo bajo cuya regulación se encuentre el supuesto
—o, más latamente, al Ordenamiento en su conjunto—, preguntándo-
se, precisamente, en qué dirección debe manifestarse la solidaridad;
cuál de los intereses en juego debe sacrificarse. La solución al caso
podrá venir en uno u otro sentido, pero hay que hacer una precisión:
el principio de solidaridad entre todos los españoles que late en la
Constitución es una presunción que juega en un único sentido; así, si
la respuesta del Ordenamiento no impone claramente el sacrificio
individual —la solidaridad contributiva—, debe optarse por defender
el interés individual reclamando la solidaridad de la colectividad.
Esta perspectiva del principio de solidaridad tiene, naturalmente,
un relevante espacio a la hora de comprender, por ejemplo, la res-
ponsabilidad patrimonial de la Administración y de resolver los con-
flictos que en su realización se producen. Se conecta, además y lógi-
camente, con la noción de equidad (65) pues se trata de hacer justi-
cia en el caso concreto teniendo en cuenta sus singularidades.
Y es que la solidaridad debe insertarse en el conjunto de valores

(65) La equidad no opera únicamente en el ámbito de la jurisdicción en el que debe


darse justa solución al caso concreto, sino que es también un criterio al que se acude nor-
mativamente para dar respuesta, caso a caso, a supuestos en los que se excluye la repara-
ción de daños por razones de solidaridad. Así, el artículo 4 del Real Decreto 862/1981, de 27
de marzo, sobre Coordinación de medidas con motivo de situaciones de emergencia o de
naturaleza catastrófica, que establece que por criterios de equidad el Gobierno podrá acor-
dar ayudas no previstas en la norma. El artículo 10 de la Orden del Ministerio del Interior
de 31 de julio de 1988 concreta los supuestos en que cabe actuar la cláusula de equidad. Al
respecto y críticamente, J. JORDANO FRAGA, La reparación de los daños catastróficos. Catástro-
fes naturales, Administración y Derecho público: responsabilidad, seguro y solidaridad, Mar-
cial Pons, Madrid-Barcelona, 2000, pág. 198, con Prólogo de Ramón MARTÍN MATEO.

155
GABRIEL REAL FERRER

fundamentales de la sociedad, cuya comprensión únicamente puede


ser relacional. Así lo ve FONT I LLOVET al entender la «responsabili-
dad como complemento indispensable y contrapartida, precisamen-
te, del principio de libertad, al que equilibra en su exigencia moral y
con el que edifica conjuntamente, de la mano de la igualdad, el gran
principio de solidaridad que ha de presidir sin lugar a dudas el inicio
del tercer milenio» (66), lo que sintoniza con la reivindicación de
DROMI de apuntar «a una auténtica y sentida revalorización del dere-
cho a la solidaridad y de la solidaridad del derecho» en el contexto de
un derecho cuyo occidente «debe enmarcarse en una ideología hu-
manista y democrática, con sustento en la libertad, la justicia y la so-
lidaridad» (67). La solidaridad, en definitiva, supone un progreso ci-
vilizatorio que debe impregnar al Ordenamiento como único contra-
peso eficaz al individualismo rampante. También en el plano
doméstico es cierto el pronóstico de M’BOU: «La Humanidad está
condenada a vivir en una era de solidaridad si no quiere conocer la
de la barbarie» (68).
Una reciente sentencia del TS, la de 4 de junio de 2002 (6.ª) (69),
puede ilustrarnos sobre algunas de las cosas que venimos diciendo.
Se trataba de un penado al que se concedió libertad condicional
«previos los preceptivos informes, todos favorables», a propuesta de
la Junta de Régimen y Administración del Centro Penitenciario en el
que cumplía condena, «probando que tenía un trabajo estable». Du-
rante el disfrute de la misma, el liberado condicional ocasionó la
muerte del hijo del recurrente al intentar robar su vehículo y apode-
rarse de la escopeta de la víctima, que estaba cazando.
La sentencia recurrida fundó su resolución denegatoria de la in-
demnización en la «inexistencia del nexo causal entre el funciona-
miento de los servicios públicos y el daño ocasionado, pues el hecho
causante del daño no fue realizado por la Administración ni por nin-
guno de sus agentes, sino por un tercero que se encontraba en situa-
ción de libertad condicional». Aunque no es ahora objeto de nuestro
interés, el TS estableció el nexo causal al rechazar las «restricciones
derivadas de... perspectivas tendentes a asociar el nexo de causalidad
con el factor eficiente, preponderante, socialmente adecuado o ex-

(66) Hacia la «escala» de la responsabilidad: primer paso, la anulación de actos discre-


cionales (A propósito de la STS de 28 de junio de 1999), «REDA», núm. 106, 2000, pág. 237.
(67) R. DROMI, Nuevo Estado, Nuevo Derecho. Constitución para todos, consolidación
de las leyes, Códigos de solidaridad, o.c., págs. 13 y 15.
(68) Citado por DE LUCAS en El concepto de..., o.c., pág. 10.
(69) Por la que se resuelve el Recurso de Casación núm. 930/1998, interpuesto frente
a la sentencia que dictó la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional,
Sección Cuarta, de fecha 26 de noviembre de 1997, Ponente: Excmo. Sr. D. Enrique Le-
cumberri Martí.

156
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

clusivo para producir el resultado dañoso, puesto que —válidas


como son en otros terrenos— irían en contra del carácter objetivo de
la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas».
Establecido el nexo, admitió que no existía comportamiento anó-
malo por parte de la Administración, pues «fue correcta y diligente
su actuación, tanto en la concesión de la libertad condicional del pe-
nado, como en su posterior vigilancia y tutela durante todo el tiempo
que aquél permaneció en la referida situación...». Ahora bien, y es en
este punto en el que asoman las argumentaciones que nos interesan,
la persecución de la reinserción del penado (de los penados) genera
un riesgo que puede materializarse en forma de lesiones en los bie-
nes o derecho de los ciudadanos; sin embargo,

«la obligación de soportar individualmente el daño su-


frido no puede imputarse a los perjudicados cuando és-
tos no tienen el deber jurídico de soportar los riesgos
que objetivamente debe asumir la sociedad en la conce-
sión de los beneficios penitenciarios de esta naturaleza,
que por perseguir la reinserción social del penado de-
ben ser soportados por toda la sociedad porque así lo
impone la función de resocialización propia de la pena
que establece la propia Constitución y los compromisos
internacionales asumidos por España» (70).

En efecto, la sociedad ha optado por hacer posible la reinserción


social de los delincuentes, lo que incuestionablemente es un avance
cultural de primera magnitud, pero ello entraña indudables riesgos
pues resulta de todo punto inevitable un determinado número de
fracasos. Podríamos, en cambio, imponer el cumplimiento íntegro
de las penas, o condenarlos a todos a cadena perpetua, o, mucho
más barato, simplemente ejecutarlos; ello reduciría los riesgos. Pero
no, creemos que es un síntoma de salud y madurez social, un paso
adelante hacia una sociedad más justa, más libre, más tolerante,
apostar por la reinserción. ¿Qué hacemos cuando el riesgo que en-
traña una respuesta civilizatoria se actualiza? Dice la sentencia:

«con arreglo a la conciencia social, no es adecuado que


tales perjuicios sean soportados de manera individual
por aquellos en quienes se concretan los resultados da-
ñosos de los inevitables fracasos penitenciarios, sino
que deben ser compartidos en virtud del principio de

(70) Con lo que reitera la doctrina establecida por sentencia de 7 de octubre de 1997.

157
GABRIEL REAL FERRER

solidaridad por el conjunto de la sociedad que sufraga


el gasto público, ya que la lesión causada al particular
se asimilaría a una obligación pública —“l’égalité de-
vant les charges publiques”, según la doctrina france-
sa— que, como tal, no puede gravar sobre un solo ciu-
dadano y, por tanto, debe repartirse entre todos, a tra-
vés de la correspondiente indemnización de la víctima,
cuya carga definitiva, por la mecánica del impuesto, in-
cumbe a los contribuyentes».

Inobjetable. No importa ahora si técnicamente el fallecimiento de


un hijo pueda ser considerado como una «carga»; es evidente que
no, pero la idea de justicia que subyace es sustancialmente idéntica.
El progreso de todos —económico, cultural, civilizatorio— a todos
debe alcanzarnos, pero todos debemos soportar solidariamente sus
efectos negativos cuando se singularizan en una persona. La imple-
mentación en la sociedad de valores éticos y morales superiores no
siempre es gratis, pero vale la pena.
Incluso GARRIDO FALLA, como se sabe contrario a la responsabili-
dad objetiva, encuentra en el principio de solidaridad su fundamen-
to: la responsabilidad patrimonial por «funcionamiento normal» es
un claro supuesto de responsabilidad sin falta cuyo fundamento se
encontraría en el «principio de solidaridad y de reparto entre los ad-
ministrados de los perjuicios que puedan causar los servicios y las
obras públicas». Aún no se ha llegado a la «socialización de los da-
ños» —añade—, por lo que en los casos de «funcionamiento normal»
el tribunal dictará la sentencia sintonizando con el grado de penetra-
ción que los principios de solidaridad e igualdad ante las cargas pú-
blicas tengan en un momento determinado (71).
En definitiva, por lo que ahora interesa, la solidaridad se manifies-
ta, en materia de responsabilidad, como un principio inspirador que
alienta a repartir los beneficios y cargas dimanantes de la actuación ad-
ministrativa entre todos; pero, además, está en el origen de la reacción
colectiva frente a los perjudicados por sucesos absolutamente extraños
a tal tipo de actuación. Se es ahora solidario con las víctimas de aconte-
cimientos naturales (catástrofes naturales), sociopolíticos (terrorismo)
u otro tipo de calamidades. En ambos casos estamos en presencia de
una forma de «solidaridad», pero el fundamento es bien distinto: en un
caso hay una actuación administrativa desencadenante y en otro no.
Esta segunda «solidaridad» poco tiene que ver con la responsabi-

(71) Fernando GARRIDO FALLA, «Constitucionalización de la responsabilidad patrimo-


nial del Estado», en Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al Profesor Eduardo
García de Enterría, tomo III, Civitas, Madrid, 1991, págs. 2855-2857.

158
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

lidad. Tiene más que ver con el rawlsiano asset-egalitarianism, que


incorpora requerimientos de solidaridad y fraternidad (72). Este
sentimiento de solidaridad, de «amor a la humanidad» (que provie-
ne de la «simpatía»), es la mayor pasión del ser humano, según dije-
ra HUME (73). Bien entendido que, para muchos, es una solidaridad
de mínimos pues, como apuntara POPPER, «nuestra obligación es
ayudar a aquellos que necesitan nuestra ayuda, pero no la de hacer
felices a los demás» (74). Con todo, tanto RAWLS como POPPER apun-
tan a los posibles límites de una solidaridad altruista, sin atender a
que la meramente egoísta orienta por sí sola a procurar la cohesión
social como un valor que a todos beneficia en su dimensión grupal.

4. Las manifestaciones jurídicas de la solidaridad institucionalizada

A continuación expondremos muy brevemente algunas manifesta-


ciones normativas de la solidaridad, bien suponiéndola expresión de la
que llamamos egoísta, bien de la altruista, bien, como suele ser fre-
cuente, de una combinación de ambas. La escasa teorización sobre la
materia hace que estas acciones se presenten de modo confuso y que,
quizá salvo la que llamamos «intragrupo o estructural», en la que apa-
rece más o menos expresamente una mención a una «solidaridad» que
no puede ser otra que la de grupo, o egoísta, se suela pensar, errónea-
mente a mi juicio, que estamos frente a acciones puramente altruistas.

4.1. La solidaridad intragrupo, política o estructural.

Como hemos venido insistiendo anteriormente, la solidaridad está


en el origen de todo cuerpo político, por lo que lógico es que a la hora
de estructurarlo opere como principio central en la disposición de sus
elementos, en la distribución de sus funciones y en el acceso a los re-
cursos disponibles (75). Sea más o menos compleja esa organización,

(72) Miguel Ángel RODILLA, Presentación a John RAWLS, Justicia como equidad. Mate-
riales para una teoría de la justicia, 2.ª ed., Tecnos, Madrid, 1999, pág. 37. Si bien es cierto
que RAWLS sólo apuesta por corregir las contingencias sociales arbitrarias, no así las natu-
rales.
(73) David HUME, Tratado de la naturaleza humana, Libro III, Parte 2.ª, 481, Orbis,
Barcelona, 1984, tomo III, pág. 704.
(74) Karl R. POPPER, La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós/Orbis, Barcelona,
1984, pág. 403.
(75) Sobre las distintas formas de organización política y el juego de la solidaridad en
las de corte complejo y, en especial, sobre nuestro sistema y su historia, véase el monumen-
tal trabajo de José Antonio ALONSO DE ANTONIO, El Estado Autonómico y el Principio de Soli-
daridad como colaboración legislativa (2 vols.), Publicaciones del Congreso de los Diputa-
dos, Madrid, 1986.

159
GABRIEL REAL FERRER

y cuenten con mayor o menor autonomía sus distintos elementos, lo


cierto es que si se quiere predicar la unidad deberá actuar in solidum,
como un único cuerpo, por el que fluyan responsabilidades y respues-
tas, en el que no puedan sostenerse ni posiciones solitarias (insolida-
rias) ni soledades institucionales (insolidaridades) frente a la función
última de toda organización política, que no es otra que el atendimien-
to de las necesidades sociales. En la organización estatal, solidaridad y
autonomía son conceptos que no pueden separarse, y no porque la soli-
daridad deba entenderse como un límite a la autonomía, sino porque
forma parte consustancial del mismo concepto. Los planteamientos so-
beranistas se distinguen de los autonomistas, precisa y exactamente,
porque en aquéllos se niega la solidaridad respecto del cuerpo político
que representa la unidad. Por ello, en un sistema autonomista —o fe-
deral, pues para el caso es exactamente igual— la actuación de los
distintos poderes que en él coexisten debe estar presidida por la leal-
tad (76), tanto respecto del resto de poderes como del pacto político
del que todos ellos reciben su legitimidad, es decir, la Constitución. En
esa lealtad se sintetiza, entre otros, el principio de solidaridad (77).
Desde su segundo artículo, la Constitución explícitamente asocia
las nociones de unidad de la Nación con la de solidaridad entre las
realidades políticas que la componen, ratificando esta declaración y
encomendando al Estado su cumplimiento en el apartado 1 de su ar-
tículo 138. Bien tempranamente, el Tribunal Constitucional (STC de
2 de febrero de 1981) dejó sentado que «la autonomía reconocida,
entre otros Entes, a las Comunidades Autónomas, por el artículo 137
de la Constitución, se configura como un poder limitado, que no es
soberanía». Aclarando poco después que

«el derecho a la autonomía de las nacionalidades y re-


giones, que lleva como corolario la solidaridad entre to-
das ellas, se da sobre la base de la unidad nacional (ar-
tículo 2.º). Dicha autonomía queda vinculada, para
cada una de las Entidades territoriales, ... a la gestión
de sus respectivos intereses (artículo 137) ... Aunque
las Comunidades Autónomas no son ni pueden ser aje-
(76) Al respecto, consúltese el excelente trabajo de M. J. MONTORO CHINER, Convenios
entre Federación y Estados miembros en la República Federal Alemana. Solidaridad y lealtad
constitucional en los sistemas alemán y español, Tecnos, Madrid, 1987, especialmente págs.
19 a 30.
(77) Citando varias anteriores, el Tribunal Constitucional en su sentencia 132/1998,
de 18 junio, sobre la Ley del Parlamento vasco 2/1989, reguladora del Plan General de
Carreteras del País Vasco, asocia los principios de solidaridad, cooperación y coordinación
—los que contrapone abiertamente al de reciprocidad, que se contemplaba en el artículo
20.1 de la norma recurrida— a ese «deber de colaborar lealmente» que alcanza a todas las
autoridades.

160
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

nas al interés general del Estado, la defensa específica


de éste es atribuida por la Constitución al Gobierno
(artículos 97, 155), llamado, asimismo, prioritariamen-
te a velar por la efectiva realización del principio de soli-
daridad (artículo 138), junto a las Cortes Generales (ar-
tículo 158.2)» (78).

Vemos, pues, que el Tribunal Constitucional entiende con toda


claridad este mecanismo de cohesión intraorgánica, precisando en
su sentencia de 5 de octubre de 1992 que la solidaridad es «un factor
de equilibrio entre la autonomía de las nacionalidades o regiones
y la indisoluble unidad de la Nación española (art. 2 CE)» (79). Al
margen de la incuestionable carga política que este planteamiento
refleja (80), es asimismo evidente que tiene un directo e importantí-
simo trasunto económico, por lo que el TC sigue diciendo en esa sen-
tencia que «su contenido más importante es el financiero ... [tanto]
con carácter genérico (art. 156.1) (81) ... [cuanto] con un talante ins-
trumental, como fundamento del Fondo de Compensación» (82).
Esta dimensión de la solidaridad a la que hemos llamado «estructu-
ral», pues, no ha sido descuidada ni por la Constitución ni, desde
luego, por la legislación ordinaria.
La Ley 7/1984, de 31 de marzo, del Fondo de Compensación
Interterritorial (FCI), que fue recurrida ante el Tribunal Constitucio-
nal (83), estableció las bases de funcionamiento del sistema de finan-
ciación autonómico, dejando al Consejo de Política Fiscal y Finan-
ciera la concreción de las mismas. En el sistema actual (84), asimis-

(78) STC 25/1981, de 14 de julio, FJ 3.º.


(79) STC 135/1992, de 5 de octubre, FJ 7.º.
(80) PÉREZ CALVO, en el inteligente trabajo que venimos citando (Presente y futuro...,
o.c.), hace hincapié en que buena parte de las dificultades que presenta el cierre del siste-
ma autonómico constitucional tienen su origen en que no existe conciencia ni voluntad so-
lidaria. La idea de «lealtad constitucional» parte de asumir la solidaridad en una estructura
política plural pero reconducible a una unidad sustancial.
(81) Que alude expresamente a la «solidaridad entre todos los españoles».
(82) Previsto en el artículo 157 CE y y cuya finalidad se concreta en el 158.2: «corregir
los desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidari-
dad». Sobre este instrumento, en extenso, puede consultarse C. VIDAL PRIETO, El Fondo de
Compensación Interterritorial como instrumento de solidaridad, Comares, Granada, 2001,
con Prólogo de Alberto PÉREZ CALVO.
(83) Se planteó un recurso promovido por el Gobierno vasco que se resolvió mediante
STC 183/1988, de 13 de octubre, parcialmente estimado en aspectos secundarios, y otro
promovido por cincuenta y tres diputados que dio lugar a la STC 250/1988, de 20 de di-
ciembre, que fue rechazado íntegramente. Con ocasión del primer recurso, el TC recuerda
que el principio de solidaridad debe materializarse en dos planos: el interterritorial y el in-
traterritorial, lo que, a su juicio y respecto de este último, también entra en las competen-
cias del legislador estatal.
(84) Adoptado mediante Acuerdo 1/1996, de 23 de septiembre, del Consejo de Política
Fiscal y Financiera, con validez para el quinquenio 1997-2002.

161
GABRIEL REAL FERRER

mo recurrido ante el TC —sin pronunciamiento por el momento— y


ampliamente contestado por parte de la doctrina precisamente por
«hacer prácticamente inviable la redistribución y, por consiguiente,
la solidaridad» (85), se ha creado un nuevo fondo, denominado
«Fondo de Solidaridad», distinto al FCI, que pretende corregir las
principales disfunciones de este sistema y orientado a cubrir tres ga-
rantías básicas, que ha sistematizado VIDAL PRADO (86).
Con independencia de las críticas recibidas por el sistema vigen-
te, ya que, ciertamente, no parecen tales garantías mecanismos sufi-
cientes para superar las desigualdades, es decir, más parecen des-
tinadas a no agrandar las brechas que a reducir efectivamente la
distancia entre Comunidades, lo cierto es que el principio de «solida-
ridad entre todos los españoles» (art. 156.1 CE) alcanza, obviamente,
a la construcción estructural del Estado y al fluyo de recursos dispo-
nibles para el atendimiento de sus fines.
Con relación a la conexión entre fines del Estado y solidaridad, se
ha dicho, con razón, que «la organización territorial del Estado no
puede concebirse más que como un mecanismo al servicio de los fi-
nes del Estado y que, por lo que se refiere al español (arts. 1 y 9.2
CE), en cuanto Estado social encuentra en el principio de solidari-
dad la síntesis ejemplar de su fundamento y finalidad» (87).

4.2. La solidaridad social institucionalizada


y sus múltiples formas.

Las formas en las que, a través del Ordenamiento, se hace presen-


te en la sociedad la solidaridad social institucionalizada son innume-
rables, pero podríamos articularlas en torno a tres categorías que
responden a fundamentos o desencadenantes distintos. Podemos
convencionalmente denominarlas solidaridad prestacional, solidari-
dad reparadora (88) y solidaridad compensadora. Hay que advertir,

(85) J. GARCÍA MORILLO, P. PÉREZ TREMPS y J. ZORNOZA PÉREZ, en Constitución y finan-


ciación autonómica, págs. 134 y 135, citado, insuficientemente, por Carlos VIDAL PRADO, en
Nuevo modelo de financiación y actuales perspectivas del principio de solidaridad, «Revista
de Estudios Autonómicos», núm. 1, 2002, pág. 248.
(86) Que son: un «límite mínimo de evolución de los recursos por IRPF que supone
que en conjunto del quinquenio, el crecimiento de los ingresos del IRPF en la Comunidad
Autónoma no puede ser inferior al incremento en ese periodo del PIB estatal nominal»; «la
garantía de suficiencia dinámica garantiza a cada Comunidad Autónoma que el crecimien-
to de sus recursos no será inferior al 90% del incremento medio que experimenten los mis-
mos recursos del conjunto de las CC.AA.», y, finalmente, el criterio de financiación por ha-
bitante. C. VIDAL PRADO, en Nuevo modelo de financiación..., o.c., pág. 249.
(87) J. TAJADURA TEJADA, Cooperación y Solidaridad, «Revista de Estudios Autonómi-
cos», núm. 1, 2002, pág. 240.
(88) Tomo el término de Jesús JORDANO FRAGA, La reparación de los daños..., o.c.

162
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

antes de entrar en ellas, que todas descansan, como es obvio y natu-


ral, en el sistema general de realización de la solidaridad social por
excelencia, que es el sistema impositivo. En la medida en que su ob-
jetivo no es únicamente el sostenimiento de los gastos del Estado —
lo que, en sí, ya supondría materializar un mecanismo mínimo de
solidaridad—, sino que también tiene como finalidad declarada pro-
ceder a una cierta redistribución de la riqueza, el sistema impositivo,
si es justo y progresivo, constituye un primer e imprescindible esta-
dio de la solidaridad (89), prerrequisito indispensable para la mate-
rialización de sus múltiples dimensiones.

A) La solidaridad prestacional o igualitaria.

Sería aquella que se manifiesta mediante los servicios públicos. El


Estado debe asumir determinadas prestaciones colectivas en la me-
dida en que debe garantizar a los ciudadanos tanto su efectiva dispo-
nibilidad como su acceso en condiciones de igualdad. El recurso al
mercado como único instrumento regulador provocaría la exclusión
de quienes no pudieran pagarlos, su reducción a sectores o zonas
geográficas rentables, ambas cosas a la vez o, simplemente, su desa-
parición cuando el análisis coste/beneficio no resultara atractivo al
sector privado.
Aunque actualmente se está corrigiendo la tendencia, histórica-
mente estos servicios se han basado en la gratuidad o en los precios
políticos, es decir, sin exclusiva atención a los costes reales, pero su
acceso se rige por la igualdad radical entre todos los ciudadanos,
pues el coste del billete de autobús, o la intervención en un hospital
público, o el metro cúbico de agua potable, o la matrícula en una
Universidad pública (90) es igual para todos, sin referencia alguna a
(89) El artículo 31.1 CE dice: «Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos pú-
blicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspi-
rado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance con-
fiscatorio».
El Tribunal Constitucional en su sentencia 182/1997, de 28 de octubre (FJ 6.º), ha dicho
respecto de este precepto que «el artículo 31.1 CE consagra no sólo los principios ordena-
dores del sistema tributario, que son, al propio tiempo, límite y garantía individual frente
al ejercicio del poder, sino también derechos y deberes de los ciudadanos frente a los im-
puestos establecidos por el poder tributario del Estado. Existe el deber de pagar el impues-
to de acuerdo con la capacidad económica, en el modo, condiciones y cuantía establecidos
por la Ley; pero existe, correlativamente, un derecho a que esa contribución de solidaridad
sea configurada en cada caso por el legislador según aquella capacidad».
(90) Se me dirá que para eso están las becas, pero ése es otro mecanismo: la solidari-
dad compensadora; el precio de la matrícula —varias veces más bajo que su coste real— es
igual para todos, sean más o menos pobres o más o menos ricos; lo que ocurre es que si se
pide, y se acredita estar por debajo de determinados umbrales de ingresos, se concederá
una cantidad que podrá incluir el coste de la matrícula, una parte, o un importe mayor

163
GABRIEL REAL FERRER

su capacidad económica. El fundamento subyacente a la implanta-


ción, mantenimiento público y política de precios de estos servicios
no está, estrictamente hablando, en la justicia distributiva, como sí
se ve, al menos parcialmente, en otros países (91). Lo que se preten-
de es que todo ciudadano pueda acceder a los servicios considerados
esenciales para que la sociedad se desarrolle conforme a lo que hoy
entendemos como adecuadamente. En términos constitucionales, es
la ejecución de una parte de las obligaciones de los poderes públicos
de «promover las condiciones para que ... la igualdad del individuo
... sea(n) real(es) y efectiva(s)» (92), al menos frente a determinadas
prestaciones, ratificadas por el mandato del artículo 158.1, que prevé
la asignación solidaria a las Comunidades Autónomas de recursos
provenientes de los Presupuestos Generales del Estado, como «ga-
rantía de un nivel mínimo en la prestación de los servicios públicos
fundamentales en todo el territorio español».
El proyecto de Carta Europea de Servicios Públicos, o servicios
de interés económico general, resulta esclarecedor: «el mercado es,
generalmente, indiferente a los objetivos de solidaridad, cohesión o
equidad. La marginación de algunas teorías sociales de determinados
servicios básicos esenciales en la vida ordinaria —educación, sani-
dad, transporte, vivienda, agua, electricidad, etc.—, puede generar
dificultades sociales. Unos servicios públicos suficientes y a unos pre-
cios razonables, contribuirían a facilitar la inserción de los ciudadanos
desfavorecidos».

para atender a otros gastos, pero precio y renta no están directamente relacionados. Al
margen de esto, que es su situación real, el sistema me parece un disparate. ¿Por qué tene-
mos que subvencionar los estudios de los hijos de los multimillonarios? ¿No sería mejor
que quienes puedan paguen el coste íntegro y el resto según sus ingresos? Claro que eso re-
conduciría inmediatamente a los hijos de los pudientes a la Universidad privada, que les
costaría prácticamente igual, reduciendo la cohesión. Otro ejemplo de compensación está
en la gratuidad que en algunas poblaciones se reconoce a los mayores de sesenta y cinco
años para el acceso a los transportes públicos, pero eso tampoco se hace en función de la
renta, sino de un dato, la edad, que nada dice, en principio, sobre el poder adquisitivo del
sujeto.
(91) Es frecuente en Latinoamérica que las tarifas del conjunto de lo que allí denomi-
nan «los servicios» se asocien, indicativamente, a los niveles de renta. Por ejemplo, en Co-
lombia existen seis «estratos» en los que se dividen las distintas zonas de las grandes ciuda-
des según el coste de las viviendas que allí se encuentran. Los precios del agua, de la elec-
tricidad o del teléfono variarán en función del «estrato» en el que se ubique la vivienda,
con muy acusadas diferencias (incluso llegando a la gratuidad en algunos servicios para los
estratos «0» y «1»). Éste es un mecanismo de justicia distributiva que utiliza a los servicios
públicos como herramienta, a diferencia de nuestro modelo, en el que los servicios públi-
cos, en principio, son neutrales.
(92) Artículo 9.2 CE.

164
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

B) La solidaridad reparadora.

Bajo este epígrafe podemos aglutinar todas aquellas manifesta-


ciones de la solidaridad que tienden a reparar o paliar situaciones
desfavorables desencadenadas por un evento puntual, ya se trate de
catástrofes naturales, ya de origen antrópico; ya colectivas, ya indivi-
duales. Lo relevante es que un acontecimiento, del que no hay res-
ponsable o no se conoce, o no puede o no se le puede hacer respon-
der, ha producido un daño a una o varias personas, ante el cual la so-
ciedad reacciona prestando asistencia a la víctima.
Sin evento no hay reacción; hace falta, pues, un nexo causal entre
el daño y el acontecimiento productor, pero la sociedad no actúa por
responsabilidad, sino por solidaridad. Cierto es que en muchas oca-
siones puede concurrir en el resultado lesivo una responsabilidad
personal o de la Administración, pero ello es secundario. El mecanis-
mo solidario se pone en marcha porque a la sociedad le resulta inso-
portable la soledad de la víctima y pretende reparar (bien que parcial-
mente) su desgracia; luego veremos si hay responsable, si podemos
hacerle pagar y cómo se articulan responsabilidad y solidaridad.
Aunque no exista en nuestra Constitución, a diferencia de la fran-
cesa (93), una mención expresa a la reacción solidaria en casos de
desastre, los instrumentos de solidaridad reparadora son muchos y
dispersos, e intentaremos sistematizarlos como sigue.

a) Catástrofes naturales.

Las catástrofes de origen natural son una constante en el Planeta


que afecta a todos los seres vivos. Sus efectos pueden afectar a un
gran número de personas y producir daños incalculables sin que, por
el momento, los variados instrumentos de prevención que hemos
sido capaces de implementar puedan evitarlas (94). Con independen-
cia de la solidaridad espontánea que impulsa a muchos ciudadanos a
facilitar generosamente ayuda a los afectados, frecuentemente más

(93) Como recuerda Jerôme KULLMAN, «la Constitución francesa de 1958 incluye un
principio afirmado desde el año 1946: “La Nación proclama la solidaridad y la igualdad de
todos los ciudadanos frente a los costos que resultan de desastres nacionales”. De esta ma-
nera, si un individuo es víctima de algún desastre, la reparación del daño que ha sufrido
corresponde a un gasto público, o dicho de otra forma, está a cargo de la sociedad entera»
(en «Solidaridad y Seguros en Francia», conferencia impartida en Tegucigalpa, 12-03-2001,
pág. 2).
(94) Como las medidas de alerta basadas en la predicción, o las normas sobre cons-
trucción sismorresistentes, o las infraestructuras para el encauzamiento de avenidas, etc.
En realidad, la acción del hombre sobre su entorno físico ha propiciado, más bien, el agra-
vamiento de las consecuencias de determinados fenómenos naturales.

165
GABRIEL REAL FERRER

allá de las propias fronteras, el Estado viene obligado a materializar


de algún modo la solidaridad colectiva.
Fundamentalmente, este despliegue de la solidaridad institucio-
nalizada puede realizarse en estos supuestos a través de dos técnicas,
a saber: la existencia de un sistema normativo de «medidas preesta-
blecidas» que prevea la producción de cualesquiera o, más limitada-
mente, determinadas catástrofes, lo que en un país como el nuestro,
en el que algunas de ellas son endémicas, puede resultar adecuado; o
mediante la promulgación de normas puntuales o ad hoc que esta-
blezcan un conjunto de medidas que deben servir para paliar los
efectos de un concreto acontecimiento (95). Por lo demás, es lógico y
habitual que coexistan ambas técnicas: una serie de instrumentos
que se desplieguen inmediatamente ante toda calamidad, e incluso,
que regulen con detalle el conjunto de medidas a adoptar frente a
aquellas categorías más conocidas o frecuentes (aunque resulte una
contradicción en términos: las «catástrofes ordinarias»); y la posibili-
dad de adoptar medidas extraordinarias frente a eventos asimismo
extraordinarios, posibilidad, por otra parte, que por definición nun-
ca está excluida. Lo que en este punto se reclama es que se afirme
«un derecho social a la reparación de daños catastróficos», configu-
rando el conjunto del sistema como el ejercicio de una «potestad re-
glada pero flexible» que traiga causa de ese derecho (96).
En nuestro sistema, las «ayudas preestablecidas» para acometer
una gran variedad de situaciones de emergencia, y entre ellas las ca-
tástrofes naturales, se articulan en torno al servicio público de Pro-
tección Civil (97), a cargo, en el ámbito estatal, de una Administra-
ción especializada incardinada en el Ministerio del Interior (98).

(95) Con objeto de no incurrir en infracciones al principio de jerarquía normativa, es-


tas normas deberán tener rango de ley, y así es habitualmente, para poder excepcionar o
eliminar cualquier obstáculo jurídico que, pensado para situaciones ordinarias, pudiera
oponerse a los mecanismos de excepción que siempre suponen hacer frente a este tipo de
acontecimientos.
(96) J. JORDANO FRAGA, La reparación de los daños catastróficos..., o.c., pág. 336.
(97) Sobre el régimen jurídico de la Protección Civil puede consultarse el sólido tra-
bajo de Joseph OCHOA MONZÓ, Riesgos mayores y protección civil, McGraw-Hill, Madrid,
1996.
Básicamente, la Protección Civil está regulada a nivel estatal por la Ley 2/1985, de 21 de
enero, sobre Protección Civil; la Norma Básica de Protección Civil, aprobada por RD
407/1992, de 24 de abril, y el RD 692/1981, de 27 de marzo, sobre Coordinación de medidas
con motivos de situaciones de emergencia o naturaleza catastrófica. En estrecha relación
con el sistema está también la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, por la que, en desarrollo
del artículo 116 CE, se regulan los estados de alarma, excepción y sitio.
(98) En este campo, las funciones de Protección Civil son dobles: por una parte, debe
coordinar y ejecutar las medidas materiales, tanto de carácter preventivo como durante e
inmediatamente después de una calamidad, conducentes a minimizar los efectos directos
de la calamidad y, por otra, fijar el concreto régimen de ayudas seleccionando las medidas
a adoptar dentro del catálogo que la norma le ofrece. La norma en la que se establece un
amplio catálogo de medidas es el RD 692/1981, concretamente su artículo 3.

166
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

También son de su competencia las mal llamadas ayudas inmedia-


tas, cuyo coste se imputa directamente a su presupuesto (99).
El conjunto de funciones que integran la Protección Civil es de
competencia autonómica (100), si bien subordinadas a la interven-
ción y coordinación por parte del Estado cuando la catástrofe rebase
el interés autonómico. En cuanto a las medidas de ayuda solidaria a
las víctimas, debiera entenderse que las competencias desplegadas
por cualquiera de las instancias (aquí también incluidas las Corpo-
raciones locales) lo son en régimen de plena concurrencia, con ab-
soluta independencia de la magnitud del suceso o del ámbito de su
«interés», por cuanto la realización del principio constitucional de
solidaridad no puede quedar subordinada a ningún tipo de obstácu-
los, y menos de orden competencial.
En cuanto a las «ayudas puntuales» o ad hoc, en los últimos vein-
te años sólo desde el Estado se han promulgado más de cuarenta
disposiciones de intervención extraordinaria en materia de catástro-
fes (101) (inundaciones y sequías —la mayoría—, terremotos, tem-
porales, lluvias torrenciales), la mayor parte de ellas prácticamente
idénticas en su contenido.
Hay que decir, que desde 1997, los instrumentos normativos por
los que se establecen estas ayudas encuentran explícitamente su fun-
damento en «el principio constitucional de solidaridad» (102). Sin

(99) Estas ayudas vienen previstas y reguladas en la Orden Ministerial de 18 de marzo


de 1993, modificada por la de 30 de julio de 1996, ambas del Ministerio del Interior, suje-
tando los procedimientos, con carácter general, a lo prescrito por el Reglamento del proce-
dimiento para la concesión de subvenciones públicas, aprobado por Real Decreto 2225/
1993, de 17 de diciembre. Tienen como posibles beneficiarios a las unidades familiares o
de convivencia económica con acreditada escasez de recursos económicos para hacer fren-
te a una situación de emergencia o catástrofe; a las Corporaciones locales que carezcan de
recursos para hacer frente a actuaciones inmediatas, y a las personas físicas o jurídicas
que, requeridas por la autoridad, hayan llevado a cabo prestaciones personales o de bienes.
Con razón critica JORDANO la ampliación del plazo máximo de tramitación de las ayudas,
que ha pasado de un mes a seis, ya que cuesta llamar «inmediatas» a ayudas meramente
paliativas que pueden tardar hasta medio año en ser efectivas para los afectados (La repa-
ración de los daños catastróficos..., o.c., pág. 205, donde me remito para una completa in-
formación sobre la materia).
(100) Lo que ha dado lugar a alguna legislación, como la Ley 2/1995, de 6 de febrero,
de Organización del Servicio de Emergencias de la Generalidad Valenciana; la Ley 1/1996,
de 3 de abril, del País Vasco, que regula la gestión de emergencias, o la Ley 4/1997, de 20
de mayo, de Protección Civil de Cataluña.
(101) La mayor parte de ellas reales decretos-leyes, aunque también se han dictado le-
yes y reales decretos. Para un estudio exhaustivo —incluso estadístico— de este caudal
normativo, véase el tantas veces citado trabajo de JORDANO, La reparación de los daños ca-
tastróficos..., o.c., págs. 210 y ss. La más reciente de estas normas es el Decreto-Ley 1/2002,
de 22 de marzo, por el que se adoptan determinadas medidas urgentes para reparar los
daños causados por «lluvias, temporales y otros fenómenos naturales relacionados con la
climatología adversa» en seis Comunidades Autónomas, además de la Ciudad de Melilla,
publicada posteriormente su convalidación por el Congreso de los Diputados mediante
Resolución de 18 de abril de 2002 («BOE» de 25 de abril de 2002).
(102) Vid. Exposición de Motivos del RD-L 2/1997, de 14 de febrero.

167
GABRIEL REAL FERRER

embargo, también es preciso significar que la mayor parte de los re-


cursos asignados van a parar a la reparación de las infraestructuras
dañadas, en mucha menor parte a compensar las pérdidas en siste-
mas productivos privados, y en muchísima menor parte a paliar las
situaciones de necesidad que la catástrofe puede generar o agravar
en personas o colectivos especialmente desfavorecidos.

b) Las calamidades colectivas de origen humano.

Las calamidades colectivas que tienen su origen en la actividad


del hombre son el resultado típico de la actualización de los riesgos
del desarrollo. La historia de la industrialización está plagada de
eventos que han supuesto la muerte, enfermedad o ruina de miles de
personas, sin que el desarrollo de la ciencia y de la técnica haya po-
dido evitar que sigan ocurriendo este tipo de eventos. Al contrario, el
creciente potencial del Hombre hace que los riesgos crezcan y que la
posibilidad de grandes calamidades sea cada vez más real y aterra-
doras sus consecuencias. No se trata ya de la posibilidad de que ex-
plote un polvorín y mate a cientos, quizá miles, de personas, sino de
que se libere un virus y acabe con la Humanidad, en cuyo caso no
hablaremos ni de responsabilidad ni de solidaridad.
Entre tanto, sigamos hablando de ello. Parece claro que si se tra-
ta de una actividad humana existe un responsable, pero ni es dado
siempre identificarlo ni siempre podrá —o deberá— hacer frente al
conjunto de los daños. Se impone, pues, nuevamente, la solidaridad.
Ésta se materializará, en primer lugar y como hemos visto para las
catástrofes naturales, mediante el conjunto de actividades materiales
que la Administración —y sus colaboradores, voluntarios u obliga-
dos— desplegará para reducir los efectos inmediatos de la catástrofe,
pero quedan siempre las secuelas.
Al margen de los riesgos mejor identificados, que cuentan con
mecanismos aseguratorios (103), en materia de solidaridad y a dife-
rencia de las catástrofes naturales, para estos casos no se ha previsto
nunca un sistema que previamente establezca mecanismos para faci-
litar determinadas ayudas ni, por tanto, sus modalidades o cuantías.
La reacción debe ser siempre ad hoc, lo que es lógico si pensamos
que la previsibilidad respecto del tipo de calamidades y de las conse-
cuencias de éstas es infinitamente menor que para las de origen na-
tural, al menos las más frecuentes.
El Decreto-Ley 9/1993, de 28 de mayo, sobre los afectados por el

(103) Como, por ejemplo, la energía nuclear o el manejo y gestión de residuos tóxicos
y peligrosos.

168
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

contagio del virus del SIDA (104), es un ejemplo. En el ámbito de la


sanidad pública operó la responsabilidad patrimonial respecto de los
contagios posteriores a abril de 1985 (105), por lo que la reacción so-
lidaria únicamente se extendió a los anteriores a dicha fecha.
Otro supuesto de calamidad colectiva perfectamente encuadrable
en la noción de riesgos del desarrollo es el del desastre de Aznalcó-
llar (106). Con independencia de las responsabilidades civiles que
puedan incumbir a la empresa Boliden, y que ahora están siendo exi-
gidas judicialmente tras agotarse la vía penal al no encontrarse indi-
cios de delito (107), la Administración, tanto central como autonó-
mica, dispuso una serie de medidas dirigidas a paliar los efectos del
suceso, tanto en lo referente a la rehabilitación de las funciones am-
bientales del entorno como en lo referente a los daños económicos
padecidos por los vecinos; medidas que incluían, por ejemplo, la ad-
quisición a los particulares de las fincas afectadas por la contamina-
ción y que, por este motivo, quedaban improductivas (108).

c) Las lesiones individuales.

La sociedad también ha reaccionado ante determinado tipo de


desgracias que pueden afectar a una persona, individualmente consi-

(104) Aunque me sumo a la crítica de Eva DESDENTADO DAROCA en el sentido de que


carece de justificación que las ayudas alcanzaran únicamente a los infectados en centros
públicos (Reflexiones sobre el artículo 141.1 de la Ley 30/1992 a la luz del Análisis Económi-
co del Derecho, «REDA», núm. 108, 2000).
(105) Véase J. L. MUÑOZ MUGA, La responsabilidad patrimonial de las Administraciones
públicas por el contagio del SIDA, núm. 136 de esta REVISTA, 1995, págs. 277 y ss.
(106) El 25 de abril de 1998 se produjo la rotura de una balsa que produjo el vertido
de lodos tóxicos (unos 5,5 millones de metros cúbicos de aguas ácidas y residuos mineros
de cinc, arsénico, plomo y cobre, metales pesados muy peligrosos por la facilidad con la
que se infiltran en suelos y se asimilan por seres vivos) provenientes de la explotación mi-
nera Boliden al cauce del río Guadiamar, próximo a las zonas protegidas del Coto de Doña-
na, uno de los parajes protegidos de mayor valor ambiental de Europa por su gran biodi-
versidad, y que a raíz del accidente se convirtió en la extensión contaminada más amplia
de la Unión Europea. Junto al descalabro ecológico que provocaron dichos vertidos, se
contabilizaron enormes perjuicios en las cosechas de las fincas de la zona tras inundarse
200 propiedades rústicas, así como graves lesiones patrimoniales a las empresas turísticas
del área del Rocío, de la costa y del propio Coto, a lo largo de las 4.000 hectáreas afectadas
de la periferia del Parque, desequilibrándose, en consecuencia, el desarrollo de la econo-
mía agrícola y pesquera de la Vega del Guadiamar y del Estuario del Guadalquivir, y des-
truyéndose miles de puestos de trabajo.
(107) Por sentencia de 16 de noviembre de 2001, la Sección Tercera de la Audiencia
Provincial de Sevilla desestimó el recurso de apelación interpuesto por la Junta de Andalu-
cía contra el archivo de las actuaciones penales acordado por el Juzgado de Primera Ins-
tancia e Instrucción núm. 2 de Sanlúcar la Mayor (Sevilla).
(108) Así, el Decreto de la Junta de Andalucía 110/1998, de 26 de mayo; el Decreto de
la Junta de Andalucía 116/1998, de 9 de junio; la Ley 3/1998, de 3 de julio, de Andalucía, o
la Orden de 18 de diciembre de 1998. Por parte del Estado, entre otras disposiciones, Real
Decreto-Ley 4/1998, de 22 de mayo, y Real Decreto 1063/1998, de 29 de mayo.

169
GABRIEL REAL FERRER

derada (109), pero que forman parte de fenómenos sociales que des-
piertan un profundo rechazo en sus manifestaciones, a la par que
una gran conmiseración frente a la víctima. Las ayudas no tienen, y
suele así expresarse en las normas que las establecen, ningún carác-
ter de reparación derivada de responsabilidad; son, expresa y simple-
mente, manifestaciones de solidaridad. Pero, la verdad, en lo recón-
dito —o no tan recóndito— de la conciencia colectiva late el que la
sociedad tiene algún grado de culpa en la emergencia de este tipo de
fenómenos o, cuando menos, en la incapacidad de acabar civilizada-
mente con ellos. Si no fuera así, ¿por qué se atiende —solidariamen-
te, esto es, por encima de lo que el sistema tiene previsto para cual-
quiera— a la víctima de un delito —de determinados delitos— y no a
quien le cae un rayo encima? Es obvio que no ha existido sociedad
en la que no se produjeran delitos, pero forma parte del riesgo de vi-
vir, como también lo es el que te parta un rayo. No diré ni una sola
palabra contra este proceder, pues me parece justo, aunque no estoy
tan seguro si equitativo.
En todo caso, los supuestos son varios, como por ejemplo:

— Las víctimas del terrorismo. La gravedad del fenómeno terro-


rista, la consternación que intermitentemente produce en nuestra so-
ciedad y la espantosa secuela de dramas personales que deja tras de
sí, han propiciado, con un absoluto consenso social, el establecimien-
to de una batería de ayudas extraordinarias a sus directas víctimas.
Desde el Real Decreto-Ley 3/1979, de 26 de enero, para la Protec-
ción de la Seguridad Ciudadana (110), se han venido sucediendo una
serie de normas, tanto estatales (111) como autonómicas (112), que

(109) Claro es que determinados supuestos puntuales, por ejemplo atentados terroris-
tas, pueden afectar a varias personas, incluso a muchas; pero entendemos que cabe distin-
guir entre la reacción concebida frente a lesiones individuales, aunque pueda extenderse a
un determinado número de sujetos, y la establecida frente a un evento de alcance colectivo,
que precisa de su posterior individualización. En el primero se construye de lo individual a
lo colectivo; en el segundo, al contrario. Otra distinción se encuentra en que en el ámbito
de las calamidades colectivas de origen humano se parte de la involuntariedad del evento y
tras las ayudas individuales se encuentra un acto voluntario. Las distinciones explican que
en un caso la normativa sea ex post y en el otro ex ante.
(110) Con anterioridad, el Decreto-Ley 10/1975 estableció la obligación del Estado de
indemnizar determinados daños y perjuicios, pero únicamente los sufridos por las perso-
nas «con ocasión de su actividad o colaboración para la prevención o represión» del terro-
rismo, no con carácter general para todas las víctimas.
(111) Ley 9/1984, de 26 de diciembre, para el resarcimiento de las víctimas de bandas
armadas y elementos terroristas (desarrollada por RD 336/1986, de 24 de enero), hoy dero-
gada. Posteriormente, el régimen general de ayudas ha sufrido muchas variaciones me-
diante Leyes de Presupuestos o de acompañamiento a los mismos; así, por las Leyes
33/1987, 4/1990, 31/1991 (que a su vez tuvieron sus RR.DD. de desarrollo: 1311/1988, de 28
de octubre, y 673/1992, de 19 de junio). El régimen se estabilizó un tanto mediante los artí-
culos 93 a 96 de la Ley 13/1996, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y
de orden social —posteriormente ligeramente modificada por sucesivas leyes de acompa-

170
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

han tenido como objeto establecer un régimen de ayudas a las vícti-


mas del terrorismo, que progresivamente han ido ampliando sus su-
puestos y mejorando las prestaciones previstas.
Recientemente, se ha ampliado sustancialmente la cobertura de
los daños materiales sufridos por las víctimas de estos delitos al asu-
mir el Estado el pago de las indemnizaciones establecidas por la vía
de la responsabilidad civil derivada del delito a las que sus directos
responsables nunca hicieron frente. La Ley 32/1999, de 8 de octubre,
de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo (113), en la que se es-
tablecen estas ayudas, se ocupa de precisar que tal subrogación «no
implica(n) la asunción por el Estado de responsabilidad subsidiaria
alguna» (art. 3), pues se asumen las indemnizaciones «por razones
de solidaridad» (Exposición de Motivos). La importante cuantía de
estas indemnizaciones obligó al Estado, mediante la Ley 14/2000, al
establecimiento de un crédito extraordinario de 46.624.357.971 pese-
tas, ampliable, cuya cuantía se estableció según el terrible «cálculo
económico víctimas del terrorismo» (114) efectuado en su Anexo I,
en función del baremo previsto en la Ley de Solidaridad, si bien am-
pliado en sus supuestos (Anexo II). Con posterioridad, el Real Decre-
to-Ley 3/2002, de 10 de mayo, autorizó «la incorporación y afecta-
ción de remanentes de crédito para atender el pago de indemnizacio-
nes derivadas de la Ley 32/1999», siendo convalidado por Resolución
del Congreso de los Diputados de 30 de mayo.
— Las víctimas de delitos violentos. La Ley 35/1995, de 11 de di-
ciembre, por la que se establece el régimen de ayudas a las víctimas
de delitos violentos y contra la libertad sexual, introdujo en España
los criterios de solidaridad que desde años atrás proponía el Consejo
de Europa respecto de estas situaciones (115). Explícitamente, la
Ley distingue el régimen de estas ayudas, basadas en el principio de
solidaridad, de «figuras afines y, señaladamente, de la indemniza-
ñamiento (66/1997 y 50/1988)—, y su Reglamento de Ayudas y Resarcimientos a las Vícti-
mas de Delitos de Terrorismo, el RD 1211/1997, a su vez modificado por el RD 1734/1998,
de 31 de julio. Además de estas normas por las que se establece el régimen general de ayu-
das, en ocasiones se han producido normas específicas en apoyo de este colectivo, como el
Real Decreto-Ley 13/1997, de 1 de agosto, por el que se autorizó la realización de un sorteo
de la Lotería Nacional a favor de las víctimas del terrorismo, cuyos beneficios fueron dis-
tribuidos según los criterios establecidos por el RD 73/1998, de 23 de enero.
(112) Por ejemplo, Ley de la Comunidad de Madrid 12/1996, de 19 de diciembre, de
ayuda a las víctimas del terrorismo, luego modificada por la 7/1997, de 17 de febrero.
(113) Desarrollada por el Real Decreto 1912/1999, de 17 diciembre, por el que se
aprueba el Reglamento de ejecución de la Ley 32/1999. Sobre la Ley puede consultarse un
atinado comentario de Oriol MIR PUIGPELAT en la revista electrónica «InDret», 1/100.
(114) En el que hay escalofriantes apartados como «Total fallecidos con sentencia»
(500), o «Número estimado de fallecimientos restantes a efectos Ley» (500), o «Total lesio-
nes y secuelas con sentencia» (589).
(115) Convenio 116, de 24 de noviembre de 1983.

171
GABRIEL REAL FERRER

ción» (116). Las ayudas económicas previstas no pueden entenderse


como indemnización derivada de algún tipo de responsabilidad de
la Administración ni, tampoco, como sustitutorias de las debidas
por el culpable del delito; son simplemente una prestación solidaria
en atención al perjuicio sufrido por la víctima con la vocación de pa-
liar parcialmente algunas de sus consecuencias económicas.

d) Un mecanismo indirecto: la socialización del riesgo.


Seguros obligatorios y Consorcio de Compensación de Seguros.

El ahorro y el seguro son seguramente los medios más adecuados


para protegerse contra las adversidades económicas. Sin embargo, ni
el uno ni el otro están al alcance de todos. Cuando el desafío cotidia-
no es sobrevivir, no cabe pensar en ello. En el caso del seguro, ade-
más de poder disponer de una renta sobrante, hace falta una deter-
minada cultura de la previsión, escasamente difundida entre los es-
tratos más bajos de la sociedad. Con relación a los seguros frente a
catástrofes, se ha dicho, con razón, que «las clases desfavorecidas
que son las más afectadas por las catástrofes no pueden permitirse
ese lujo o ni siquiera conocen la posibilidad de aseguramiento por-
que viven al margen del sistema asegurador» (117).
En cuanto a los seguros, más allá de su clásica dimensión consis-
tente en la cobertura de riesgos individuales mediante la voluntaria
suscripción de una póliza, el sistema puede utilizarse, mediante los
de suscripción obligatoria, para el doble objetivo de distribuir el ries-
go entre todos aquellos que realicen una determinada actividad de
riesgo (118), y para garantizar que cualquier evento lesivo derivado
de tal actividad gozará de cobertura. Los seguros obligatorios, que
surgen para cubrir los nuevos riesgos derivados del industrialismo,
están muy extendidos, alcanzando a múltiples y cada día nuevas ac-
tividades (119), en función de las cuales se establece su propio régi-
men y los sistemas de cobertura extraordinaria.
Los seguros obligatorios suponen la imposición a determinados
grupos de riesgo de proceder a la cobertura de los mismos, lo que im-
plica una suerte de solidaridad, tanto entre los agentes que realizan la
actividad generadora de riesgo —en la medida en que entre todos
(116) Exposición de Motivos.
(117) J. JORDANO FRAGA, La reparación de los daños catastróficos..., o.c., pág. 160.
(118) Aunque, técnicamente, el principio de «mutualización» del riesgo, es decir, que
cada asegurado paga en función del riesgo que representa para la mutualidad del conjunto
de asegurados, decae en buena parte de los seguros obligatorios y, desde luego, en los de
catástrofes, cuyo fundamento expreso es la solidaridad.
(119) Automóvil, Caza, Práctica deportiva, Gestión de residuos, etc.

172
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

contribuyen a cubrir los daños o las responsabilidades de aquel en


cuya esfera el riesgo se actualiza, lo que desde otro punto de vista está
en el origen de las «mutuas»— como en el seno de la sociedad —la
actividad genera riesgo, pero es de interés general que se realice; los
que la realizan obtienen beneficios, pero todos quedarán cubiertos
ante un posible daño—. En la primera de las perspectivas el objetivo
es la protección del asegurado responsable de un daño; en la segunda
el objetivo es la cabal protección de las víctimas, la garantía de que,
sin importar las circunstancias en que el daño se produjo ni las con-
diciones o solvencia del causante, la víctima no quedará desprotegida.
El seguro obligatorio es el resultado de una larga evolución en la
consideración de la naturaleza y finalidad del seguro que desemboca
en su instrumentación como herramienta de garantía social. Como
dice ALONSO SOTO, «la naturaleza social del seguro se refleja en estas
dos características: de un lado, la obligatoriedad y, de otro, la de ser
un seguro a favor de las víctimas» (120). El seguro, así concebido, se
basa, obviamente, en una responsabilidad objetiva y produce la so-
cialización del riesgo, pues su coste incrementará los costes de pro-
ducción del bien o servicio, o de la actividad, repercutiéndose al con-
junto de la población vía precios. En definitiva, y para no dejarnos
desprotegidos a nosotros mismos, los costes de la sociedad del riesgo
en la que vivimos los hemos de soportar todos, sea vía seguros obli-
gatorios, sea mediante impuestos. La opción entre una u otra técni-
ca, aunque teñida de connotaciones filosóficas e ideológicas, debiera
adoptarse por criterios de eficiencia.
El Tribunal Constitucional ha sintetizado muy bien el sentido y el
espacio apropiado para los seguros obligatorios ya que, refiriéndose
al de automóviles, ha dicho: «La consecuencia de la generalización
del uso del automóvil es la inevitable generalización de los acciden-
tes de circulación. Y la especialidad de este problema, que se traduce
en la generación masiva y predecible de un determinado tipo de acci-
dentes, no sólo permite, sino que exige, una respuesta legislativa es-
pecial, si se quiere garantizar a las víctimas una indemnización ade-
cuada dentro de las posibilidades reales del sistema de distribución
social del coste de los accidentes» (STC 181/2000, de 29 de junio,
punto 3 Antecedentes) (121). En la misma sentencia, el Tribunal re-

(120) Ricardo ALONSO SOTO, «Responsabilidad Civil y seguro», en La responsabilidad


en el Derecho, Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, 4
(2000), UAM-BOE, Madrid, 2001, pág. 200, edición a cargo de Fernando PANTALEÓN, donde
se puede encontrar una excelente síntesis de la evolución y situación actual del seguro de
responsabilidad civil.
(121) Importantísima y contestada sentencia, sobre la que no podemos detenernos, a
la que formularon votos particulares francamente contundentes los Magistrados don Ra-
fael de Mendizábal Allende (al que se adhiere don Manuel Jiménez de Parga y Cabrera),

173
GABRIEL REAL FERRER

cuerda que estas técnicas de «socialización del riesgo» están «mucho


más próximas en sus fines a los principios de responsabilidad com-
partida y solidaridad con los dañados que a la lógica inherente al
principio clásico de naeminem laedere, inseparable de la noción de
culpa o negligencia» (FJ 6.º).
Pero lo que sin duda ha sido históricamente, y sigue siendo, ma-
nifestación de la «solidaridad nacional» es el «sistema público de re-
paración de los riesgos extraordinarios», establecido a través del
Consorcio de Compensación de Seguros (122).
Nuestro sistema público de cobertura frente a los desastres natu-
rales arranca en 1944, estableciéndose entonces un modelo rigurosa-
mente avanzado (123) y extraordinariamente amplio comparado con
otros sistemas comparados que, incluso tras la incorporación del
Derecho comunitario en la materia (124), ha seguido manteniendo
algunos rasgos esenciales propios y buena parte de sus postulados
filosóficos. De conformidad con la regulación vigente (125), el Con-
sorcio cubre los «riesgos extraordinarios» que taxativamente se con-
templan (126), excepción hecha de los debidos «a la mera acción del
tiempo o los agentes atmosféricos distintos a los fenómenos de la
naturaleza», así como aquellos acontecimientos extraordinarios que,
aun expresamente incluidos, sean declarados «catástrofe o calami-
dad nacional» por el Gobierno de la Nación en virtud de su «magni-
tud y gravedad» (127). En este último caso, y también a cargo del

don Vicente Conde Martín de Hijas y don Fernando Garrido Falla. La cuestión también ha
sido tratada en las SSTC 154/1994 y 197/1995.
(122) El Consorcio de Compensación de Seguros es un Organismo Autónomo, depen-
diente de la Dirección General de Seguros del Ministerio de Economía y Hacienda, que
tiene por objeto la cobertura, en régimen de compensación, en los ramos no personales de
los siniestros que, afectando a riesgos asegurados, no sean susceptibles de garantía me-
diante póliza de seguro privado ordinario, por obedecer a causas anormales o de naturale-
za extraordinaria. También comprenderá la cobertura, en igual régimen de compensación,
de los siniestros que, relativos al ramo de accidentes individuales en los seguros privados,
sean producidos por causas de naturaleza extraordinaria, excluidos de la póliza. Conviene
especificar que se entiende por «riesgo extraordinario» precisamente aquel que queda fue-
ra de la cobertura del seguro privado, por contraposición al «ordinario», que sí está cubier-
to. Al respecto, véase La reparación de los daños catastróficos..., o.c., de Jesús JORDANO FRA-
GA, profundo y exhaustivo trabajo donde se analiza, entre otras cosas, la evolución y régi-
men actual del Consorcio y en el que se maneja una profusa bibliografía especializada, a la
que en este punto me remito.
(123) En Francia no es hasta 1982 que se crea el seguro obligatorio frente a catástro-
fes naturales, cubierto por aseguradores privados que pueden acudir al reaseguro a través
del organismo público Caisse centrale de réassurances. Cfr. J. KULLMAN, Solidaridad y Segu-
ros..., o.c., pág. 7.
(124) Directiva 88/357/CEE, sobre libertad de servicios en seguros distintos al de vida.
(125) Extraordinariamente profusa y que omitimos.
(126) Que son los «terremotos y maremotos, las inundaciones extraordinarias, las
erupciones volcánicas, la tempestad ciclónica atípica y las caídas de cuerpos siderales»
(art. 6.1 del Estatuto aprobado por el art. 4 de la Ley 21/1990), fenómenos que, a su vez, se
definen en el artículo 3 del RD 2022/1986.
(127) Artículo 7.2 del Reglamento de Riesgos Extraordinarios sobre las Personas y los
Bienes.

174
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

Consorcio, se prevén las ayudas puntuales ex post de las que habla-


mos en su momento (128).

C) La solidaridad compensadora.

La solidaridad compensadora no pretende situar a todos los ciu-


dadanos frente a unas igualitarias condiciones de acceso a determi-
nados servicios y prestaciones, ni tampoco acudir a paliar los efectos
de un determinado acontecimiento lesivo; su objetivo es el de compen-
sar las desventajas comparativas que nuestro complejo sistema social y
económico produce a determinados grupos que, por razones de diverso
orden y etiología, quedan (o corren riesgo de quedar) marginados del
progreso colectivo. Es el sentido y razón de ser del antes aludido Esta-
do de Bienestar y cuya lógica interna, según LUHMANN, es precisa-
mente la realización del «principio de compensación», que tiene
como finalidad paliar «aquellas desventajas que recaen sobre cada
cual como consecuencia de un determinado sistema de vida» (129).

a) La acción pública.

Directa heredera de la clásica beneficencia, su instrumento para-


digmático es la asistencia social, a la que bien tempranamente calificó
MARTÍN MATEO como «servicio público» (130). Se materializa, además
de mediante prescripciones generales, a través de distintas normas
orientadas a numerosos colectivos desfavorecidos. Es, sin duda, una de
las facetas de la solidaridad que más directamente tiene como sentido
último favorecer la cohesión social, reduciendo la distancia entre deter-
minados colectivos y el grueso de la población activa, que puede, efec-
tivamente, disfrutar en plenitud de nuestro vigente modelo de vida.

(128) En concreto, el mismo precepto referido en nota anterior establece que «en este
supuesto (catástrofe o calamidad nacional) el Consorcio satisfará las indemnizaciones que
se fijen por Ley, sin perjuicio de los derechos de los aseguradores». Con independencia de
la atinada y crítica exégesis del precepto, JORDANO FRANA (La reparación de los daños..., o.c.,
pág. 133) destaca la sustancial coincidencia de lo previsto en esta norma reglamentaria, re-
dactada en 1998, con la «cláusula de complementariedad» utilizada en el artículo 141.1 de
la LRJPAC en su redacción de 1999. Es claro que el recurso a las ayudas puntuales consti-
tuye el cierre del sistema tanto en mecanismos originariamente solidarios como en los de-
rivados de la responsabilidad, y tanto para catástrofes naturales como para «riesgos del de-
sarrollo» como para, en fin, cualquier daño generalizado, sin que importe mucho su etiolo-
gía.
(129) N. LUHMANN, Teoría política..., o.c., pág. 32.
(130) R. MARTÍN MATEO, «La asistencia social como servicio público», estudio prelimi-
nar al libro Guía de actividades públicas asistenciales, Secretaría General Técnica del Minis-
terio de Gobernación, Madrid, 1967.

175
GABRIEL REAL FERRER

No vamos a profundizar en la materia en este momento pues en-


tendemos que resulta evidente la enorme dimensión y trascendencia
de esta manifestación de la solidaridad, a cuyo servicio cuenta con
estructuras administrativas propias y con un complejo universo de
prestaciones y servicios sociales. Como decíamos más atrás, moder-
namente se ha convertido en una de las más claras dimensiones de la
acción pública estimulada por un aluvión normativo (131). Respecto
de este plano, su examen desbordaría el alcance de este trabajo, pero
es absolutamente evidente que constituye la plasmación legislativa
más explícita de la solidaridad social institucionalizada, en la que, en
diferentes proporciones, se concitan tanto la solidaridad egoísta
como la altruista.

b) La insuficiencia de los mecanismos formales.


La desigualdad resistente y la sociedad civil: el tercer sector.

A pesar de que el Estado asumiera en su momento la prestación


del grueso de los servicios sociales y asistenciales, la actividad públi-
ca siempre se vio marginalmente complementada por una serie de
organizaciones de carácter altruista o solidario, bien por inspiración
religiosa, bien como expresión laica de determinadas virtudes ciuda-
danas. En los últimos treinta años, el crecimiento de estas organiza-
ciones ha sido tan espectacular que ha permitido hablar de ellas con
toda propiedad como el «tercer sector», situado equidistantemente
del primero, constituido por la constelación de instituciones que
comprende la Administración pública, y del segundo, integrado por
los agentes económicos privados. En pocas palabras, lo que no es Es-
tado ni mercado. Los motivos de este trascendental cambio de esce-
nario son numerosos y complejos, pero hay al menos dos que pare-
cen claros y que nos conciernen: el primero, la propia incapacidad

(131) Todas las Comunidades Autónomas han promulgado legislación específica so-
bre sus propios sistemas de asistencia social. Junto a una ley de carácter general, como la
técnica y filosóficamente muy notable Ley 5/1995, de 13 de marzo, de Castilla-La Mancha,
de Solidaridad, en ocasiones existe regulación puntual para colectivos específicos o en ám-
bitos singulares. Como ejemplos de interesante legislación puntual explícitamente basada
en la solidaridad pueden citarse la Ley 3/1996, de 11 de julio, de Canarias, sobre Participa-
ción de las personas mayores y solidaridad entre generaciones, que fija como uno de sus
objetivos el de «promover la solidaridad entre las generaciones» —art. 1.b)—; o la Ley
9/1999, de 18 noviembre, de Andalucía, sobre Solidaridad en la Educación, cuyo Preámbu-
lo es clarificador: «En el proceso de desarrollo y avance de la sociedad, la educación se
configura como un importante instrumento para impulsar la lucha contra las desigualda-
des, correspondiéndole al sistema educativo establecer los mecanismos que contribuyan a
prevenirlas y compensarlas, cualquiera que sea el motivo que las origine, y promover la
transformación social a través de su compromiso solidario con las situaciones de desventa-
ja en las que se encuentran colectivos y grupos que reciben los beneficios del sistema».

176
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

del Estado de Bienestar no ya de aumentar sus prestaciones, sino de


mantener las alcanzadas; el segundo, la constatación de que el siste-
ma económico basado en la hegemonía del mercado, dominante y
carente de alternativas, produce inexorablemente círculos crecientes
de marginalidad; situaciones de desigualdad resistente que se ma-
nifiestan al interior de nuestras sociedades pero que también se
proyectan a otros países. La desconfianza en que los sistemas públicos
—decisiones políticas— sean capaces de invertir este proceso en el que
el mercado —decisiones económicas— manda irrefutablemente está,
entre otras muchas razones, en el origen de este movimiento de largo
alcance.
Diversos autores han puesto de manifiesto la extraordinaria im-
portancia de este fenómeno de articulación de la sociedad civil que
representa la emergencia y expansión del tercer sector o, como tam-
bién ha sido llamado, del sector no lucrativo (132). Sus efectos se
están notando ya pero, sobre todo, se harán cada vez más y más evi-
dentes en la conformación de nuestras sociedades nacionales y, en-
tiendo, en la propia relación entre ellas. El análisis, aun somero, de
la trascendencia de estos cambios y del proceso de conformación del
sector excedería con mucho los objetivos de este trabajo, por lo que
no vamos ni a intentarlo. Lo único que resulta aquí relevante es el
hecho de que el directo ejercicio de la solidaridad colectiva está cam-
biando de manos. La irrupción de una pléyade de cuerpos intermedios
que accionan en campos que hasta hace poco eran prácticamente mo-
nopolio del Estado no podía dejar de tener consecuencias. En el campo
de la solidaridad, estas nuevas —o no tan nuevas, pero reforzadas—
organizaciones no sólo van a ejecutar materialmente algunas de las
funciones que antes realizaba el Estado, como singulares contratis-
tas, sino que van a definir buen número de las líneas de acción públi-
ca mediante la propuesta de programas que serán finalmente finan-
ciados con fondos públicos. Estas organizaciones acudirán también
a la financiación privada de empresas y particulares para comple-

(132) Acorde con su creciente importancia, comienza a ser muy importante la litera-
tura científica que se ocupa del tercer sector. Una serie de obras colectivas resultan de im-
prescindible consulta: VV.AA., El sector no lucrativo en España, Escuela Libre Editorial-Ci-
vitas, Madrid, 1993; J. I. RUIZ OLABUÉNAGA (dir.), El sector no lucrativo en España, Funda-
ción BBVA, Madrid, 2000; así como la trilogía, dirigida por S. MUÑOZ MACHADO, J. L. GARCÍA
DELGADO y L. GONZÁLEZ SEARA, Las estructuras del bienestar. Derecho, economía y sociedad
en España, Escuela Libre Editorial-Civitas, Madrid, 1997; Las estructuras del bienestar en
Europa, Escuela Libre Editorial-Civitas, Madrid, 2000, y Las estructuras del bienestar. Pro-
puestas de reforma y nuevos horizontes, Escuela Libre Editorial-Civitas, Madrid, 2002. En-
tre las monografías, a destacar: M. A. CABRA DE LUNA, El Tercer Sector y las Fundaciones en
España. Hacia el nuevo milenio, Escuela Libre Editorial-Civitas, Madrid, 1998; M. HERRERA
GÓMEZ, El tercer sector en los sistemas de bienestar, Tirant lo Blanch, Valencia, 1998; S. DE
SALAS MURILLO, Las asociaciones sin ánimo de lucro en el derecho español, Centro de Estu-
dios Registrales, Madrid, 1999.

177
GABRIEL REAL FERRER

mentar —bien que hoy por hoy limitadamente— los recursos públi-
cos y, sobre todo, movilizarán una norme fuerza de trabajo altruista y
solidaria —no retribuida— a través del voluntariado (133).
MUÑOZ MACHADO se plantea una serie de preguntas acerca de
esta creciente constelación de entidades sin fin de lucro que protago-
nizan esta «revolución asociativa»: «¿Pretenden cuestionar los servi-
cios del Estado? ¿Colaborar con las políticas públicas de bienestar?
¿Complementarlas? ¿O sustituirlas?» (134). Las transformaciones
son imparables y nos encaminan resueltamente a un nuevo modelo
de relación sociedad-Estado y a una reconsideración sobre la elabo-
ración e implementación de las políticas solidarias de éste, con lo
que «el resultado, dependiendo del protagonismo que alcancen las
organizaciones no lucrativas, podrá llegar a ser lo que se ha dado en
llamar un welfare mix, en el que la oferta de servicios, aunque finan-
ciada fundamentalmente por el Estado, sea también diseñada con la
participación y la gestión de las entidades no lucrativas» (135). De he-
cho, puede decirse que ya estamos en el modelo, aunque sea inci-
pientemente, pues los mecanismos de financiación mediante la asig-
nación fiscal previstos en el Impuesto sobre la Renta de las Personas
Físicas, IRPF, son explícitos y crecientes (136). La «Plataforma de
ONGs de Acción Social», integrada por aquellas organizaciones que
reciben una buena parte de estos fondos, edita unos folletos infor-
mativos, con la colaboración del Ministerio de Trabajo y Asuntos So-

(133) La importancia del voluntariado es creciente y se manifiesta en muchos ámbi-


tos, no sólo en la asistencia social. Por ejemplo, es cada día más importante en protección
del medio ambiente y en deporte. En este último campo y desde la exitosa experiencia de
los Juegos Olímpicos de Barcelona, el voluntariado es imprescindible para la realización de
grandes —y no tan grandes— acontecimientos, lo que ha llevado a alguna Comunidad Au-
tónoma a regular la figura normativamente.
En cuanto al estricto ámbito social, véanse al respecto J. L. BLASCO DÍEZ, «La partici-
pación del ciudadano en la acción social. Una aproximación al régimen jurídico-admi-
nistrativo del voluntariado», en El Derecho Administrativo en el umbral del siglo XXI. Ho-
menaje al Profesor Dr. D. Ramón Martín Mateo, tomo I, Tirant lo Blanch, Valencia, 2000,
págs. 1151 y ss.; J. ESCÁMEZ DÍEZ, Solidaridad y voluntariado social, Fundación Bancaja,
Valencia, 1999; J. GARCÍA ROCA, Solidaridad y voluntariado, Sal Terrae, Santander, 1998
(2.ª ed.), o L. A. ARANGUREN GONZALO, Reinventar la solidaridad: voluntariado y educación,
PPC, Madrid, 1998. Existe una página institucional de información sobre el movimiento
del voluntariado: www.voluntariado.net
(134) «La contribución de las organizaciones sociales a la transformación del Estado
de bienestar», en S. MUÑOZ MACHADO, J. L. GARCÍA DELGADO y L. GONZÁLEZ SEARA, Las estruc-
turas del bienestar. Propuestas..., o.c., pág. 714.
(135) Íd. MUÑOZ MACHADO atribuye a U. ASCOLI y E. PAVOLINI la expresión welfare mix.
(136) Recuérdense las casillas por las que se puede atribuir un porcentaje a la Iglesia
Católica o a «otros fines de interés social». Hasta el ejercicio del año 2000, los contribuyen-
tes debían optar por uno u otro destino. Desde entonces es posible destinar un 0,52% a la
Iglesia y otro porcentaje igual para «otros fines de interés social», con lo que la asignación
alcanza al 1,04% de los impuestos, o bien limitar la asignación a uno de los dos destinos.
En caso de no optar por ninguno de los destinos, la asignación se imputará a los Presu-
puestos Generales del Estado.

178
LA SOLIDARIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO

ciales y de Correos y Telégrafos, en los que se destaca que «al marcar


la casilla “otros fines de interés social”, declaras tu solidaridad asig-
nando el 0,52% de tus impuestos a la realización de programas para
los colectivos más necesitados de tu entorno, así como para proyec-
tos de cooperación internacional en países en desarrollo». Según
esas mismas fuentes, durante el año 2001 se destinaron más de 91
millones de euros a realizar 852 proyectos sociales llevados a cabo
por 331 ONGs.
Tal como, según los expertos, apunta su evolución, es seguro que
el tercer sector se convertirá en los próximos años en el protagonista
principal de la solidaridad social, cuya institucionalización tomará
así nuevos perfiles. Sin embargo, la responsabilidad pública no de-
caerá. La solidaridad seguirá siendo imprescindible para la cohesión
social, y su materialización la responsabilidad política por excelen-
cia, que no sólo se traducirá en la captación y distribución de los
fondos necesarios, sino también en la imposición de los mecanismos
solidarios que la sociedad civil no pueda o no quiera adoptar y man-
tener. Como ocurre con los servicios públicos tradicionales, en materia
de solidaridad la posibilidad de gestión privada no supone la abdica-
ción de las responsabilidades públicas.

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