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De Privitellio – El ejército entre el cambio de siglo y 1930: burocratización y nuevo estilo político

Este trabajo tiene como objetivo dar cuenta de la relación entre el Ejército y la política luego de que las
reformas de la época modificaran sustancialmente la naturaleza de esta institución, pero también las de la
propia política. Se sostendrá que para comprender la relación entre Ejército y política es necesario prestar
atención al fuerte proceso de conversión de la fuerza en una sólida burocracia estatal y profesional, y a su
relación con las modalidades que adquiere la vida política luego de la aprobación de la Ley Sáenz Peña y la
posterior victoria de la UCR en 1916. El Ejército que surge del proceso reformista contrasta fuertemente con los
dos modelos anteriores, el de las milicias o Guardias Nacionales y el del ejército de línea tal como habían
aparecido a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX.

Para dar cuenta de la relación de la institución con la política durante el siglo XX es necesario revisar algunas
perspectivas de análisis que pueden dar lugar a miradas demasiado sesgadas y esquemáticas. En primer lugar la
propia historia institucional de la fuerza, en segunda instancia, la subsumisión de la intervención de la fuerza en
la política en la serie de golpes de Estado iniciados en 1930, por último, la visión que convierte a la fuerza en un
actor homogéneo, coherente y a la vez aislado del resto de la sociedad.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, el paulatino surgimiento y consolidación del Estado nacional provocó
una serie de fuertes conflictos que tuvieron por eje el uso y monopolio de la Fuerza Armada. Las acciones
militares que enfrentaron al Ejército Nacional con las milicias provinciales fueron un elemento más, sin dudas el
más importante, de lo que por entonces era un problema fundamental: la relación entre las provincias y el
Estado central, problema que la aprobación de la Constitución en 1853 no había resuelto.
De esta manera, el enfrentamiento entre dos modelos de ejercicio de la violencia legítima, el ejército de línea
al mando del Estado central y las milicias provinciales, fue en el caso argentino el principal problema a resolver
durante el período denominado de “organización nacional”.

En 1880 este conflicto comenzó a definirse. La derrota infligida por las tropas regulares de Roca a las milicias
porteñas en Barracas y Puente Alsina dieron al modelo roquista de ejército de línea una preeminencia que en
adelante acompañará el proceso de centralización estatal que en otros rubros también encaró el roquismo.
Pero es preciso no exagerar el significado del ochenta en la historia del Estado argentino: si por un lado es
verdad que en adelante la autoridad nacional ya no sería contestada en nombre de las autonomías
provinciales, también lo es que el Estado moderno no puede definirse exclusivamente por la ausencia de rivales
a su altura. Si se observa otras dimensiones de lo que llamamos Estado, en 1880 prácticamente todo estaba
por hacer.

Lo mismo sucedía con el Ejército. Pese a que el Colegio Militar había sido fundado recientemente por
Sarmiento, esto no quiere decir que el ejército de línea fuera un ejército profesional. La actividad de las armas
se vive todavía como una extensión de la vida política y, por eso, no es casualidad ver todavía a abogados y
hasta hombres de letras al frente de tropas. Durante los años ochenta, y a pesar de creer en la importancia de
un ejército profesional, Roca no realizó demasiados esfuerzos en ese sentido: por un lado, le preocupaban
otras dimensiones de la construcción del poder estatal que le parecían más acuciantes y, por otro, no hay que
descartar que en tanto sabía cómo controlar esa máquina bélica tal como era, no consideraba prudente aplicar
demasiados cambios sobre ella. En 1880 el oficial de este ejército de línea no es aún un profesional, las
jerarquías no son rígidas, los ascensos no están sometidos a una norma común: la actividad militar es en
muchos sentidos una expresión más de una vida política signada por un agudo faccionalismo. Ni siquiera se
trata de una carrera prestigiosa en sí misma. Sin embargo, las cosas estaban empezando a cambiar.
En los años ochenta, aunque muy lentamente, el Ejército ya está comenzando el diseño de un nuevo modelo
que se consagrará a comienzos de siglo y que puede caracterizarse por una triple condición: por un lado, una
rígida pero eficaz organización jerárquica y burocrática, por otro, una sólida base técnica, por último, una
misión civilizatoria dentro de la sociedad que trascendía el rol de una organización destinada exclusivamente a
las tareas militares de defensa.
Uno de los primeros rubros en los que comenzó a delinearse el nuevo modelo que sumaba destrezas técnicas y
misión nacional fue el relevamiento y confección de la cartografía del Estado nación. Pero se trato tan sólo del
comienzo del involucramiento de la fuerza en actividades similares.
Durante los críticos años noventa los cambios en la organización militar comenzaron a acelerarse. La crisis e
inestabilidad económica y política, la inmigración masiva, la conflictividad social y la tensión con Chile alentaron
este cambio de perspectiva. Primero fue el establecimiento de los códigos de justicia militar. Estos códigos
garantizaban a la vez una férrea disciplina y un control centralizado del procesamiento de las faltas y delitos.
Con la llegada de Roca al gobierno por segunda vez en 1898 se aceleró el camino de la reforma profunda,
dirigida por su ministro de Guerra, general Pablo Ricchieri.
Es a esta fuerza que está comenzando a definirse como una burocracia, capaz de autorregular su carrera
interna y a la vez de establecer los códigos y sanciones de la profesión, a la que se le encomendará una nueva
misión destinada menos a incrementar su poderío bélico (aunque esto también formó parte de los objetivos)
que a garantizar la implantación de una conciencia nacional entre la población: el SMO, que tuvo un fuerte
perfil civilizador. Debía convertir a los conscriptos a la vez en ciudadanos pacificos y en argentinos patriotas.

Hacia el primer Centenario, entonces, se ha consolidado un nuevo modelo militar que no es ni el de la milicia ni
el del viejo ejército de línea de los años de 1880. Este modelo se basa en la presencia de un grupo de oficiales
profesionales y fuertemente disciplinados, salidos todos de una única institución formadora y sometida a una
única carrera de ascenso cuyas etapas estarían pautadas por instituciones de formación superior. Cuando en
1912 el presidente Sáenz Peña le otorgó al Ejército un rol de importancia en los procesos electorales, eso
sucedió porque consideraba que el proceso de construcción del nuevo modelo militar ya se encontraba muy
avanzado. El Ejército era considerado como una institución ajena a los avatares de la política y, por eso,
garantía de la imparcialidad que buscaba el presidente reformador.
En contra de una visión de la fuerza como aislada del mundo social, que explicaría la conformación de un
partido militar y la modalidad pretoriana de intervención en la política, De Privitellio sostiene que hasta los
años treinta la tendencia a la profesionalización estará siempre en tensión con la presencia en la fuerza del
faccionalismo político, que no fue de ninguna manera erradicado, y que eso sucede precisamente porque ese
Ejército tiene lazos sólidos y estrechos con el mundo “civil”.
Los lazos de los oficiales con la sociedad son mucho más fluidos de lo que la idea de una profesionalización y
una vida centrada en el Colegio y los cuarteles parece indicar. En primer lugar, porque todavía hay muchos
oficiales del “viejo Ejército” en funciones. En segundo lugar, porque las tareas civilizatorias encomendadas por
los sucesivos gobiernos los conectan muy estrechamente con el resto del universo social. Pero, sobre todo, el
Ejército no deja de participar en la política facciosa, porque es todavía una costumbre muy arraigada y porque
es la propia política la que los convoca recurrentemente. Los convoca por ejemplo a la hora de reprimir la
conflictividad social, de intervenir provincias, etc.
En el imaginario del propio Yrigoyen, la existencia de un Ejército puramente profesional era sólo una de lo que
gustaba llamar “el régimen abyecto” que, según decía, él venía a sepultar. Por eso, recurrió inmediatamente a
la implementación de la llamada “política de las reparaciones” destinada a premiar a aquellos oficiales que
habían participado de las revoluciones radicales (sobre todo la de 1905) con ascensos vertiginosos y destinos
de relevancia. Por eso, además, nombró a un civil, Elpidio González, como ministro de Guerra y jefe operativo
de la fuerza.10 El presidente radical no advertía hasta donde esta política se enfrentaba con los nuevos
criterios burocráticos de la fuerza y con los sistemas de ascenso que eran controlados desde el Estado Mayor.
Por eso, aun los oficiales de indudable simpatías con el radicalismo (como Uriburu y Justo) comenzaron a
alejarse de él y a constituir una oposición a esta irrupción de un criterio político (en rigor, radical) en nombre
del “profesionalismo”.

Evidentemente pese a ser ya una burocracia altamente organizada, la idea de una fuerza profesional ajena a la
política no describe adecuadamente la situación del Ejército. Por el contrario, para 1929 la institución
reproducía con absoluta fidelidad la polarización que ya ganaba la política nacional entre yrigoyenistas y
antiyrigoyenistas. En efecto, las viejas identidades políticas en parte se diluyeron en la elección presidencial de
1928: todo el arco político se organizó alrededor del apoyo o el rechazo al líder personalista. Y, como sucedía
en la sociedad, en el Ejército también predominaban los yrigoyenistas.
Esto no debería sorprender. En cuanto se abandonan las miradas teleológicas y sustancialistas que creen que
las actitudes del Ejército y de sus oficiales fueron siempre más o menos las mismas, se advertirá que, fueran
radicales o profesionalistas, en la amplia mayoría de los oficiales anidaba una mirada respetuosa de las
instituciones. Desde el punto de vista ideológico-político, los oficiales eran preponderantemente radicales o
liberales. Las posiciones proto-fascistas o corporativistas de Uriburu gozaban de algunos apoyos castrenses,
pero éstos no eran mayoritarios ni mucho menos.

Sin embargo, a mediados de los años veinte estaba comenzando a forjarse el proceso que cambiaría esta
situación de raíz. Desempeñándose Justo como ministro de Guerra del presidente Marcelo T. de Alvear, en
1927 monseñor Copello se había hecho cargo de la dirección del vicariato castrense: de su intensa actividad en
el cargo nacería una relación destinada a tener profundas consecuencias políticas, tantas como hasta ese
momento las había tenido el proceso de reforma y burocratización.12 Decidida a dejar una marca indeleble en
la formación de la oficialidad, la vicaría castrense ofreció a los jóvenes oficiales una visión del mundo a tono
con los preceptos de la Iglesia preconciliar profundamente refractaria del mundo liberal y democrático:
integrista, corporativa, furiosamente nacionalista, antisemita, autoritaria, antidemocrática y antiparlamentaria.
Esta nueva situación militar fue la que produjo un desgaste del poder de Justo dentro de la institución. Su lugar
como referente de una visión a la vez profesionalista, tecnicista y liberal de la sociedad y la política, que años
antes le había garantizado un prestigio y una hegemonía incontrastable, estaba siendo socavado por esta
nueva pedagogía de una Iglesia a la que él mismo había dado cabida dentro del Ejército. Si entre 1914 y 1930
Justo había sabido ganarse el favor de los jóvenes oficiales que recibían instrucción en los institutos castrenses
y que ahora ocupaban lugares importantes en la estructura de mando, las nuevas camadas se estaban
educando con otros parámetros y otros referentes: sólo faltaba que una facción nacionalista y profundamente
refractaria a la democracia liberal se organizara como tal, encontrará sus líderes y precisara sus objetivos.
Retomaba de la vieja estructura la idea de una misión, pero su misión era otra: la legalidad constitucional no
formaba parte de sus preocupaciones. Sí, en cambio, la salvación de una patria identificada con la fe católica.
Ese sector irrumpió en la escena luego de que la muerte de Justo dejara al sector liberal sin jefe, en junio de
1943. Esta vez, el golpe tuvo mucho de pretoriano: fue encabezado por la máxima autoridad de la fuerza (el
ministro de Guerra, general Ramírez) y se dispuso a modificar de raíz el sistema político argentino. Pocos
fueron los civiles que aplaudieron, salvo algunos radicales que inicialmente creyeron que se pondría fin a la
experiencia del fraude y, por supuesto, los militantes nacionalistas. Pero Ramírez carecía de las virtudes
políticas necesarias para ser un verdadero caudillo de la fuerza. Con el ascenso vertiginoso de Perón una nueva
etapa se iniciaba en la historia de la Argentina y de su Ejército.

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