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PSICOBIOLOGÍA DEL ESTRÉS

Manuel Valdés Miyar

Catedrático de Psiquiatría, Departamento de Psiquiatría y Psicobiología Clínica.

Facultad de Medicina. Universidad de Barcelona

Psicobiología del estrés

Este curso persigue proporcionar un conocimiento biológico de los


procesos adaptativos del ser humano desde el marco de la biología
contemporánea, articulada sobre la teoría de la evolución de las especies
y la teoría general de sistemas. Desde esa perspectiva, el cerebro es un
órgano de conocimiento emocional que procesa la información que recibe
del entorno y regula la homeostasis del organismo a partir de las
conjeturas que establece sobre las posibles interacciones que mantendrá
con él. Esas apreciaciones o conjeturas reciben el nombre de cogniciones,
y deciden el tipo de activación emocional que experimentará el sujeto en
el transcurso de sus experiencias. Si la cognición cerebral no suscita
respuestas emocionales desorganizadoras de los parámetros fisiológicos
decimos que el organismo se adapta. Si en cambio el cerebro hace una
cognición alarmante o desesperanzadora, el organismo se mantiene en
estado de activación biológica y se expone al riesgo de presentar
síntomas, disfunciones y enfermedades. La psicobiología del estrés ha
estudiado los procesos y mecanismos responsables de la adaptación
biológica, y ha inspirado la investigación médica de las últimas tres
décadas.
Es bien sabido que los procesos de adaptación biológica son muy
semejantes en todos los mamíferos y que son subliminales a la conciencia,
pero ello no ha impedido el estudio de variables psicológicas y
conductuales potencialmente participantes en los procesos adaptativos
del ser humano. Así, por ejemplo, la introversión, la hostilidad, la
hiperemotividad y algunas dimensiones de personalidad participan en la
interacción del individuo con su entorno, cualificando la naturaleza de sus
respuestas emocionales y fisiológicas. En el curso vamos a describir con
cierto detalle esas variables psicológicas intervinientes y su relación con
la aparición de síntomas, disfunciones y enfermedades.
Por otra parte, vamos a comentar los hallazgos psicobiológicos en
relación con la nosología psiquiátrica y la práctica médica, y a proponer
su posible inclusión en la anamnesis de los pacientes médicos y
psiquiátricos. La propuesta trata de paliar la insuficiente atención que se
presta en las historias clínicas a las variables psicológicas, conductuales y
ambientales (es decir, a las variables idiosincrásicas que configuran la
biografía del sujeto).
Por último, vamos a definir cuáles son los recursos terapéuticos
disponibles para reducir la activación estresante y tratar los síntomas y
disfunciones corporales que resultan de la inadaptación biológica. Como
veremos, estos recursos tienen una capacidad limitada para cambiar la
historia natural de las enfermedades pero son de indiscutible utilidad para
modificar las respuestas emocionales y restablecer la homeostasis
orgánica.

Objetivos
• Entender la psicobiología de la adaptación desde un modelo teórico que
permita estudiar el sustrato neural del fracaso adaptativo y el papel
de las variables psicológicas, de los estados subjetivos y de las
conductas en la regulación biológica del organismo, así como en la
aparición y/o mantenimiento de síntomas, disfunciones y
enfermedades.
• Conocer las bases biológicas de la regulación emocional y de la
homeostasis orgánica.
• Entender la psicobiología de la adaptación y del estrés.
• Conocer el sustrato cerebral de la activación estresante.
• Conocer e identificar las variables psicológicas y conductuales de riesgo
para la salud.
Fundamentar posibles intervenciones psicológicas y conductuales
dirigidas a modificar la activación estresante y los factores psicosociales
de riesgo.
Introducción

La Medicina Psicosomática ha sido definida conceptualmente como el


conjunto de conocimientos resultante de estudiar las relaciones entre las
características psicológicas y las conductas de los sujetos y las
enfermedades que padecen. Se trata de una definición ecléctica y
generosa, en la que han tenido cabida aportaciones procedentes de todos
los ámbitos, al margen de sus procedimientos y de sus métodos. Ello es
así porque la Medicina ha ido desarrollándose de una manera asimétrica,
priorizando el conocimiento de la homeostasis fisiológica sobre el estudio
de sus determinantes cerebrales, de manera que ha ido explicando la
biología de las enfermedades sin mencionar para nada la vida psíquica.
Desde un punto de vista biológico –y, por lo tanto, evolutivo- esa omisión
explicativa es chocante puesto que se supone que las peculiaridades del
cerebro humano tienen que ver con su supremacía adaptativa y con la
regulación del su organismo.

Históricamente, la Medicina solo se ha ocupado del estudio de la vida


psíquica a partir de sus alteraciones –es decir, de los efectos de las
lesiones cerebrales en las funciones superiores- pero nunca se aventuró
a estudiar los fenómenos psicológicos que, por su naturaleza inmaterial y
circunstancial, consideró asunto de filósofos. El resultado fue que la
Psicología se organizó fuera de la Medicina, en las Facultades de Filosofía,
con el consiguiente divorcio entre la identificación de las funciones
psíquicas y sus sustratos biológicos.
En la década de 1980, la Medicina reaccionó y empezó a creer que la
conducta de la gente tenía que tener algún efecto sobre su supervivencia
y su salud –después de todo, cada organismo se adapta al medio a través
de lo que hace- y así nació la Medicina Conductual (Mac Namara, 1979;
Pomerleau y Brady, 1979), que ha tenido una gran influencia en el
entendimiento integral de la salud y la enfermedad, a través de modelos
explicativos que incluyen variables psicológicas y conductuales.
Por lo demás, la progresiva apelación de la Medicina a las ciencias básicas
–y, en particular, a la Biología- ha permitido el entendimiento del
organismo en el marco de la evolución de las especies y ha hecho posible
el empleo del método científico en el estudio de la Psicobiología de la
adaptación (Hubbard y Workman, 1998). En la actualidad, la Medicina
Psicosomática ya está explícitamente enmarcada en la teoría de la
evolución, y se interesa en las variables psicológicas y conductuales que
intervienen en las cogniciones que establece el cerebro sobre el entorno
y en los subsistemas biológicos que gobiernan la conducta. Por eso es
impensable una Medicina Psicosomática que no esté inspirada en la
psicobiología del estrés y de la adaptación, y que no aspire a identificar
los efectos bidireccionales de la vida psíquica y de la conducta en la
regulación homeostática.
Este curso se propone analizar la información disponible sobre los
efectos de las variables psicológicas y conductuales en la adaptación del
organismo humano a su medio, y sobre el papel de esas variables en la
aparición y desarrollo de síntomas, disfunciones y enfermedades
corporales.

1. Marco teórico: psicobiología de la adaptación y del


estrés

1.1 El estrés
La psicobiología contemporánea ha ido constatando progresivamente que
el cerebro humano es un órgano de conocimiento emocional, que procesa
los estímulos exteroceptivos e interoceptivos en relación con las
posibilidades de supervivencia, estableciendo conjeturas para anticipar
los acontecimientos. Estas conjeturas no resultan de la evaluación
racional que hace el sujeto de la información que le llega del entorno, sino
que emergen del procesamiento cortico-límbico de la información
biológica (bioeléctrica, molecular y simbólica), que es subliminal a la
conciencia y comparte procesos con el sistema cerebral de los mamíferos.
Por lo tanto, la regulación homeostática del organismo humano depende
de la apreciación (cognición) de las posibilidades de control sobre la
situación que haga el cerebro, que opera con información aparentemente
ajena a la conciencia del sujeto (y, por tanto, a sus conocimientos).
Desde la perspectiva de la teoría de la evolución, choca que el cerebro
humano funcione tan al margen de la vida psíquica que él mismo ha
generado para aumentar sus posibilidades de supervivencia, pero es
obvio que no ha transferido al sujeto el control de sus estados subjetivos
y de sus parámetros fisiológicos (como lo demuestran la naturaleza
irracional de las respuestas emocionales y la escasa influencia de los
contenidos psíquicos sobre la evolución natural de las enfermedades)
(Maguire y Troisi, 1998; Valdés, 2000).
Para adecuar la fisiología del organismo a las demandas del
medio, el cerebro hace un escrutinio del entorno, responde
emocionalmente, y emite conductas. Este escrutinio es de
naturaleza animal (es decir, subliminal a la conciencia del sujeto)
y se establece en términos de control o no control sobre la
situación. Cuando el cerebro establece una cognición de no control
pasa a regularse por los circuitos cerebrales responsables de la
activación estresante, y el organismo entra en riesgo de
disfunción.

La piscobiología del estrés ha recurrido al uso de modelos de control, en


el marco de la teoría cognitiva de la emoción, para explicar el
funcionamiento del cerebro a la hora de establecer cogniciones y decidir
las respuestas biológicas más adecuada para cada contexto.
1. Un grupo de respuestas tienen que ver con apreciaciones (cogniciones)
de control, recompensa, bienestar psicológico y éxito adaptativo, y están
sustentadas por el sistema activador de la acción (o de recompensa),
constituido por el haz prosencefálico medio, de bioquímica básicamente
catecolaminérgica.
2. Otro grupo de respuestas tienen que ver con el desafío, el reto, la lucha
y la competición (sistema de lucha / huida), constituido por circuitos
complementarios e interrrelacionados: el de lucha, que incluye la corteza
temporal y la amígdala dorso-medial, y el de huida, formado por la
corteza temporal y la amígdala basal.
3. El tercer sistema tiene que ver con las conductas de indefensión,
frustración, derrota y fracaso, que implican cogniciones de no control y
emociones displacenteras. Estas conductas están reguladas por el sistema
inhibidor de la acción (periventricular o de castigo), de bioquímica
básicamente serotonérgica y cortico-suparrenal, que está constituido por
la corteza órbito-frontal, el área septal media y el hipocampo. Los tres
subsistemas nervioso-centrales confluyen en el hipotálamo-ventromedial,
que es la estación transductora de las señales que decidirán la pauta de
secreción hipofisaria. Por lo tanto, el estrés (agudo) se produce como
resultado de una cognición pesimista y desesperanzada del cerebro, que
se acompaña de emociones desagradables, de activación autonómica y
neuroendocrina y de inhibición inmunológica y conductual (Valdés y de
Flores, 1990; Cohen y cols, 1997; Valdés, 1997).

El estrés supone un fracaso adaptativo puesto que expresa la incapacidad


de los mecanismos psicológicos de defensa y de las estrategias de
afrontamiento para reducir la activación antihomeostática promovida por
la cognición cerebral de indefensión. Los mecanismos psicológicos de
defensa persiguen la mitigación de la amenaza mediante “relecturas” más
tranquilizadoras de la situación (negación, intelectualización,
racionalización, etc.) y las estrategias de afrontamiento incluyen el
recurso a conductas destinadas a reducir la activación emocional
(estrategias centradas en la emoción) y/o a modificar las condiciones
amenazadoras del entorno (estrategias centradas en el problema). Todos
estos recursos adaptativos están relacionados funcionalmente entre sí,
interactúan de manera muy dinámica y cambiante en el transcurso del
afrontamiento, y son muy diferentes en cada sujeto, e incluso en cada
contexto.
Puesto que la activación estresante resulta de la apreciación cerebral de
las relaciones entre las características del sujeto y su entorno concreto,
su psicobiología es muy dependiente de las diferencias individuales, que
se expresan en el código genético y en los procesos de transformación
genotípica (experiencia temprana), en el temperamento (emotividad,
introversión), en las características psicológicas (locus de control, estilo
perceptivo y cognitivo, rasgos psicológicos) y en las conductas (patrones
de conducta, conductas de riesgo) (Valdés y de Flores, 1990).
El estrés es un estado biológico antihomeostático, definido por la
activación simpatico-adrenal y neuroendocrina y por la inhibición
inmunitaria y conductual.

1.2 El estrés materno prenatal


En la etapa de desarrollo intrauterino, el feto recibe nutrientes de la madre
a través de la placenta, pero además recibe continua información
biológica (básicamente, bioeléctrica y molecular) para regular su
desarrollo y poner en marcha los procesos de activación de sus genes.
Ese proceso no está predeterminado rígidamente por la información
contenida en los códigos genéticos materno y fetal, sino que está mediado
por la interacción entre el feto y su medio (el útero materno). El embarazo
es considerado en sí mismo un agente promotor de activación biológica,
y recibe un peso considerable en las listas de acontecimientos vitales
estresantes que se han usado para el estudio del estrés en humanos. Por
lo demás, la mitad de las embarazadas comunica más síntomas de
ansiedad y depresión que antes del embarazo, y todas ellas modifican su
fisiología desde los primeros meses: disminuyen la tensión arterial y
aumentan la vasodilatación, la frecuencia cardíaca, el volumen sanguíneo
(hasta un 45% más), y las secreciones de CRH, ACTH y cortisol, todo ello
acompañado de una reactividad fisiológica aparentemente atenuada a la
hora de responder a los estímulos estresantes (aunque con notable
variabilidad interindiviudal). Todas estas modificaciones hacen suponer
que el estrés materno antenatal tenderá a sobreañadirse a la activación
promovida por el embarazo y se expresará en el organismo de cada
gestante de manera variable, e incluso idiosincrásica.
La adversidad ambiental (desnutrición, catástrofes naturales y
acontecimientos biográficos adversos), el malestar psicológico, la
ansiedad y el consumo de tabaco, alcohol y tóxicos psicotropos pueden
influir en el patrón de desarrollo fetal, generando alteraciones en los
procesos de transformación genotípica, con la consiguiente aparición en
el futuro del neonato de enfermedades somáticas (enfermedad
cardiovascular, diabetes tipo 2, hipertensión, síndrome metabólico) y
psíquicas (alteraciones cognitivas y del lenguaje, alteraciones en la
regulación emocional y conductual, síntomas psiquiátricos, trastornos de
la personalidad, esquizofrenia y autismo) (Gillman, 2005; García-Esteve
y Valdés, 2014).
La identificación de los efectos del estrés materno antenatal sobre el
desarrollo fetal ha proporcionado argumentos a la teoría de los orígenes
de la enfermedad durante el desarrollo (developmental originis of
disease) (Gillman, 2005; Gluckman y Jackson, 2005) que postula la
existencia de enfermedades que ya empiezan a activarse a partir de los
procesos de transformación genotípica en determinados períodos críticos
del crecimiento fetal. Eso quiere decir que la acción del estrés materno
prenatal promueve en el feto modificaciones estructurales (formación de
órganos y sistemas vulnerables) y funcionales (disfunciones en los
sistemas adaptativos que regularán la homeostasis), que aumentarán la
probabilidad de que diversas enfermedades se expresen fenotípicamente
a lo largo del desarrollo postnatal.

1.3 Las experiencias tempranas

El hecho de que el ser humano sea expulsado del útero materno en estado
de inmadurez e indefensión y de que no culmine su desarrollo
psicobiológico hasta muchos años después de haber nacido, ha obligado
a la especie al establecimiento de eficaces sistemas de cuidados
familiares, con la finalidad de asegurar que el desarrollo del feto llegue a
término. En consecuencia, por muy excepcionalmente dotado que esté de
cualidades genéticas, el ser humano solo es viable si así lo deciden sus
congéneres, que son los que tienen que alimentarlo, estimular su cerebro
y su lenguaje, y adiestrarlo en los aprendizajes necesarios para sobrevivir.
La naturaleza social del ser humano no solo se hace patente en el sistema
de cuidados familiares sino que también se hace explícita en el sistema
conductual de reciprocidad, centrado en el mantenimiento de la
constancia interpersonal, el intercambio de favores y el establecimiento
de acuerdos y alianzas con los otros (Maguire y Troisi, 1998).
Visto así, el ser humano empieza su periplo vital desde el acto de fe de
que sus congéneres van a cuidarlo, y luego configura una visión del
mundo a partir de sus aprendizajes sociales; es decir, descubre que existe
el engaño, la mentira, el disimulo, la traición, la competencia y la
agresividad de sus iguales (como en el mundo animal). De ahí que el
desarrollo del ser humano no pueda entenderse sin referencia al medio
social -es decir, al entorno cargado de significados compartidos-, que se
impone por encima del ambiente físico, que ha dejado de ejercer presión
selectiva, gracias a su modificación tecnológica. Naturalmente, la
incidencia de los otros en el desarrollo y adaptación del ser humano no es
igual durante las etapas de crecimiento, en las que cambian los entornos
(uterino, postnatal-familiar y social) y la naturaleza de la estimulación
interpersonal, que va siendo más simbólica a medida que el sujeto
madura.

La negligencia y el abuso físico y/o sexual durante la infancia temprana


(es decir, la alteración de los procesos de vinculación con el cuidador,
que se organizan en el hemisferio derecho y son indispensables para el
establecimiento del control emocional y de los procesos adaptativos que
asegurarán la homeostasis futura del organismo) provocan efectos a
largo plazo en el neonato, que será más proclive a presentar síntomas
somáticos (dolor crónico, síntomas de conversión, problemas ósteo-
musculares, alteraciones respiratorias, cardio-vasculares y metabólicas),
alteraciones cognitivas (déficit de atención, dificultades de aprendizaje,
retraso escolar) y alteraciones psicopatológicas (trastornos de la
personalidad, trastorno por estrés postraumático y síntomas psicóticos)
(Leserman y cols, 1997; Gluckman y Hanson, 2004; Wegman y Stetler,
2009).
1.4 Las respuestas desadaptativas

La cognición de que el organismo es incapaz de mantener el control sobre


su entorno y sus circunstancias se acompaña de un estado de malestar
emocional (alarma, desasosiego, frustración, miedo, ansiedad), de una
activación de los parámetros fisiológicos (con el consiguiente “ruido
corporal”) y de un repliegue en las estrategias conductuales de interacción
con el medio (inhibición, confusión, desorganización de los aprendizajes).
Sin embargo, el peso de cada uno de estos componentes (subjetivo-
cognitivo, fisiológico y motor-conductual) puede ser muy diferente en
cada sujeto y en cada afrontamiento, de manera que en unos casos la
activación estresante se expresará únicamente a través de estados
emocionales displacenteros, sin “marcadores” corporales, y en otros, por
modificaciones fisiológicas (síntomas corporales) sin correlatos
subjetivos.
La desincronización entre las disfunciones corporales y los estados
subjetivos explica las dificultades para identificar como “psicosomáticos”
muchos síntomas corporales que no se acompañan de malestar
emocional. Este perfil de respuestas asimétricas ante la activación
estresante se ha observado también en los estudios psicofisológicos que
han puesto de relieve que cada individuo tiende a responder con patrones
fisiológicos idiosincrásicos; es decir, tiende a activar de manera selectiva
o preferente el mismo grupo de parámetros fisiológicos (por ejemplo, la
frecuencia cardíaca, la tensión arterial o el tono muscular), al margen de
la naturaleza de la amenaza. La teoría de la especificidad (relativa) de
respuesta sirvió de importante apoyo a la teoría de la vulnerabilidad, que
sugiere que la activación se expresa disfuncionalmente a través de los
órganos, aparatos o sistemas genéticamente vulnerables o que se han
vuelto vulnerables como resultado del desarrollo (Hubdard y Workman,
1998; Valdés, 2000; Lovallo, 2005; Levenson, 2006).
Los síntomas corporales que aparecen durante la activación
estresante se denominan síntomas corporales de estrés, para
subrayar que son el resultado de la inadaptación del organismo (y
no debidos a una enfermedad). El estrés es un estado biológico de
riesgo para la aparición de disfunciones y enfermedades.
1.4.1 Los síntomas somáticos

La activación estresante puede dar lugar a síntomas somáticos que


aparecen fuera del contexto de alguna enfermedad que pueda explicarlos,
de manera que cuando se hace la anamnesis, se explora al paciente y se
recurre a pruebas complementarias no se encuentra ninguna alteración
biológica justificativa. A estos síntomas se les ha llamado somatizaciones
y síntomas de conversión cuando son de naturaleza (para)neurológica:
desde el punto de vista psicoanalítica se trata de expresiones corporales
de conflictos psíquicos. Pero resulta que los síntomas somáticos sin
explicación son muy frecuentes en todos los seres humanos (el 80% de
la población los presenta en algún momento de su vida) y que la
capacidad de la medicina para explicar la causa de todos los síntomas es
bajísima (solo se explica satisfactoriamente la cuarta parte de los
síntomas de todos los pacientes, aunque tengan un diagnóstico preciso),
así que habría que aceptar que la presencia de síntomas y disfunciones
es biológicamente normal, y que únicamente expresa la naturaleza
imperfecta de nuestro diseño.
Los síntomas somáticos sin explicación pueden aparecer en cualquier
aparato, órgano o sistema, y provocar desde malestar ocasional a
invalidez total, según su número, tipo, frecuencia o intensidad. En el caso
del trastorno de somatización –que sería la categoría psiquiátrica que
reúne los casos más graves- los pacientes presentan muchos síntomas
durante mucho tiempo, no pueden seguir una actividad socio-laboral
regular y pueden llegar al estado de invalidez, con frecuente
psicopatología asociada. Estos pacientes no reciben la atención que
necesitan en la red de asistencia médica y lo habitual es que acaben
siendo tratados por psicólogos y psiquiatras. Recientemente, se ha
sugerido denominar a los síntomas somáticos sin explicación síntomas
funcionales o síntomas corporales de estrés porque, aunque no se
expliquen en términos nosológicos, sí pueden explicarse desde la
psicobiología de la adaptación.

Los síntomas de conversión, clasificados en el DSM dentro de los


trastornos somatoformes, pertenecen de hecho a la patología disociativa
(como así se considera en la CIE), y su aparición parece relacionarse con
los efectos desestructuradores de la activación biológica sobre el
funcionamiento modular del cerebro. La desincronización de circuitos y
poblaciones neuronales da lugar a alteraciones perceptivas (ilusiones,
alucinaciones, distorsión en el paso del tiempo), problemas de
autoconciencia (desrealización, trance, éxtasis) y de identidad
(despersonalización, extrañeza, personalidad múltiple), disfunciones
mnésicas (amnesia, “flash backs”) y afectivas (labilidad emocional,
sensación de aislamiento), y alteraciones en el control de la conducta
(conductas automáticas, fuga psicógena). La disociación puede
entenderse como una estrategia defensiva de regulación emocional, que
implica una desconexión vertical entre las áreas corticales y límbicas del
hemisferio derecho, que es dominante en la atención, la hipervigilancia,
el procesamiento de la información implícita, el dolor, la regulación
emocional y la generación de autoconciencia y autoconocimiento. Los
síntomas disociativos que con más frecuencia se presentan en la clínica
médica y neurológica son las pseudocrisis, las alteraciones de la
bipedestación y de la marcha, la parálisis de grupos musculares, la tos
psicógena, las parestesias, y la afonía psicógena (Dell y O´Neil, 2009).
La activación estresante siempre se acompaña de estados subjetivos
displacenteros (tensión, ansiedad, desvalimiento, tristeza, depresión), y
en ocasiones se expresa psicopatológicamente a través del síndrome
ansioso y/o depresivo, de otras psicopatologías psiquiátricas y/o de
descompensaciones emocionales y afectivas en sujetos con trastornos
psiquiátricos previos (trastornos de la personalidad, trastornos afectivos,
patología psicótica, etc.).

1.4.2 El estrés postraumático


El trastorno por estrés postraumático (TEPT)ilustra de manera
paradigmática los efectos desorganizadores de la activación estresante
sobre la regulación homeostática y la vida psíquica. Hay sujetos que al
cabo de un tiempo de experimentar amenazas potencialmente letales
presentan respuestas simultáneas de hipervigilancia (con dificultad de
concentración e invasión de recuerdos e imágenes intrusas) y
embotamiento de la reactividad global, activación emocional persistente
(irritabilidad, disforia, estado de angustia, respuestas de sobresalto),
alteraciones del sueño (pesadillas), reexperimentacióndel acontecimiento
traumático, y conductas de evitación (relacionadas con los estímulos o el
contexto amenazador). Se trata de un verdadero desbarajuste cognitivo,
emocional, fisiológico y conductual, que se acompaña de hipersecreción
de CRF, catecolaminas y opioides endógenos, activación inmunitaria,
hiposecreción de cortisoly atrofia hipocámpica.Clínicamente, los pacientes
con TPEPT presentan estados de ansiedad, sintomatología depresiva,
patología disociativa y síntomas somáticos (dos veces más riesgo de
infarto de miocardio), más consumo de alcohol y sustancias y un riesgo
de suicidio seis veces mayor que el de otras poblaciones clínicas.
Se calcula que el 30% de la población general experimentará en algún
momento de su vida un acontecimiento estresante (accidente con
muertos, testigo de un suceso traumático, catástrofe natural, amenaza
con un arma, trauma ocurrido a un ser querido, ataque físico, agresión
sexual y violación, etc.), y que un 20% de esa población traumatizada
presentará TEPT. La aparición del trastorno es más probable en los sujetos
con uno o varios de los siguientes factores de riesgo: antecedentes
psiquiátricos personales o familiares, negligencia o abuso en la infancia,
haber vivido otro acontecimiento estresante previo y ser mujer, joven y
de bajo nivel socio-económico y educativo.
El TEPT es un enfermedad de evolución crónica –la duración promedio
del trastorno es de unos 20 años- pero, gracias al tratamiento
psicofarmacológico y psicológico, la cuarta parte de los pacientes
pueden recuperarse al cabo de un año. Hay que precisar que las
respuestas a los tratamientos son muy variables (casi puede decirse que
personalizadas) y que es difícil establecer protocolos terapéuticos de
aplicación general (Bobes y cols, 2002).

El organismo puede mantener el estado de activación antihomeostática


mientras sus respuestas sigan siendo potencialmente contingentes
respecto al medio pero, con el tiempo, las irá acomodando a la baja y se
regulará de acuerdo con un patrón de resistencia (estrés crónico) que se
caracteriza por la disminución de la activación autonómica, el descenso
de los niveles de cortisol por debajo de los valores basales, la reactivación
de la inmunovigilancia, y el predominio de la alteración afectiva
(depresión) sobre la emocional (ansiedad). El estrés prolongado aumenta
notablemente la vulnerabilidad del organismo (3-4 veces más riesgo de
padecer enfermedades médicas) y predispone al sujeto a presentar
distintos tipos de enfermedades psiquiátricas (Miller y cols, 2007). No
obstante, las pruebas que demuestran la relación entre estrés y
enfermedad somática no son homogéneas y todavía existen discrepancias
o dudas en el caso de algunos diagnósticos médicos. Por ejemplo, no se
han podido demostrar de manera concluyente las relaciones entre
acontecimientos estresantes e incidencia de cáncer y existen resultados
dispares sobre el posible papel de la depresión como factor de riesgo
neoplásico. En cambio, las relaciones entre estrés e infarto de miocardio
se han establecido de manera inequívoca: la tensión interna, asociada a
falta de energía, sensación de extenuación y derrumbamiento emocional
es muy frecuente en los días previos al infarto, y la irritabilidad, el deseo
de muerte y las sensaciones corporales extrañas han demostrado ser los
items más predictores de infarto inminente. Por lo demás, en el apartado
que hace referencia a las respuestas desadaptativas ya hemos
mencionado las relaciones entre activación estresante y aparición de
síntomas somáticos sin explicación y disfunciones fisiológicas en diversos
órganos, aparatos y sistemas.
En conjunto, los estudios biológicos, etológicos, psicológicos,
epidemiológicos y clínicos han demostrado de manera concluyente que
tanto el estrés agudo como el estrés crónico constituyen estados
antihomeostáticos que aumentan la probabilidad de que los sujetos que
los sufren acaben presentando síntomas psicopatológicos y somáticos,
disfunciones, y enfermedades potencialmente generadoras de
mortandad precoz (Valdés y de Flores, 1990; Hubbard y Workman,
1998; Lovallo, 2005; Levenson y cols, 2009).

2. Variables psicológicas y conductuales que


intervienen en la regulación homeostática

2.1 Locus de control


La adaptación es el resultado de una apreciación cerebral optimista; es
decir, de una convicción irracional de que el organismo podrá afrontar con
éxito las exigencias del entorno a partir de sus propios recursos, y esa
operación tiene lugar antes (y al margen) de la evaluación racional que el
sujeto hace de cada situación. Por eso la investigación psicológica sobre
el estrés se ha centrado en el estudio de los procesos cognitivos, en el
análisis de las estrategias de afrontamiento y en la identificación de
variables psicológicas de riesgo, con la esperanza de establecer perfiles
individuales de vulnerabilidad a la activación. Una de las variables
estudiadas ha sido el locus de control, que hace referencia a la propensión
de cada sujeto a hacer atribuciones sobre las posibilidades de gobernar el
curso de los acontecimientos con los propios recursos (locus de control
interno) o de creerse a merced de factores o fuerzas ajenas a él (locus
de control externo).

El concepto de locus de control procede de la teoría del aprendizaje


social de Rotter (1966) y fue aplicado al estudio de la salud por Wallston
y cols (1976), que diseñaron un cuestionario específico (Health Locus of
Control) para evaluar las relaciones entre locus de control y estados
disfuncionales, síntomas somáticos y enfermedades. Sin embargo,
aunque pudo demostrarse que los sujetos con locus de control externo
afrontaban peor las situaciones estresantes y sufrían más sus efectos,
quedó muy patente que el estilo atribucional era muy sensible al efecto
de otras variables, como el humor, los impulsos, la motivación y otras
variables internas de acción discontinua. En consecuencia, la naturaleza
circunstancial del locus de control y la endeble estructura psicométrica de
los cuestionarios utilizados para evaluarlo precipitaron su declive como
variable estructural, e incluso como concepto psicológico mensurable
(Valdés y de Flores, 1990).
Sin embargo, han podido estudiarse otras variables psicológicas y
conductuales asociadas a un mayor riesgo de activación estresante, a
síntomas somáticos sin explicación, a enfermedades médicas, a estados
psicopatológicos y a deterioro en la calidad de vida. Esas variables son
heterogéneas (estilos perceptivos, rasgos psicológicos estructurales,
dimensiones de personalidad, estilos de interacción, etc.), pero han
inspirado muchas investigaciones en el transcurso de las últimas
décadas y han generado interesantes datos empíricos.

.2 Introversión

La introversión (I) es una dimensión temperamental propuesta por la


teoría factorial de Eysenck (1990) y por casi todas las teorías de la
personalidad, que describe a sujetos subjetivos, tímidos, persistentes,
rígidos, y con propensión a la irritabilidad. La teoría de Eysenck, basada
en las tipologías nervioso-centrales paulovianas, presupone que los
sujetos introvertidos están más activados corticalmente que los
extrovertidos, de ahí que tiendan a rehuir los estímulos y a establecer
respuestas condicionadas más resistentes a la extinción. Para Gray
(1982), los introvertidos serían individuos selectivamente atentos a los
estímulos sugerentes de castigo, de manera que la introversión máxima
constituiría un extremo del eje de ansiedad que ese autor postula como
nueva dimensión de personalidad (el otro eje sería el de impulsividad, con
la máxima extroversión en uno de sus extremos). La teoría de Gray
propone que la respuesta de ansiedad aparece como resultado del
procesamiento de la información cerebral por parte del sistema septo-
hipocámpico o inhibidor de la acción, que es el mismo subsistema
nervioso-central que regula la psicobiología del estrés (Gray, 1993).

Por lo tanto, los introvertidos estarían basalmente más activados que los
extrovertidos, y serían más propensos a hacer cogniciones pesimistas a
partir de su estilo perceptivo y de su peculiar procesamiento de la
información, muy contaminado por sus estados subjetivos. La idea de que
los introvertidos estarían más próximos a la activación estresante se ha
confirmado en diversos estudios epidemiológicos, en los que se ha
constatado la mayor proclividad de estas personas a presentar malestar
psicológico, preocupaciones por la salud (aprensiones hipocondríacas) y
manifestaciones psicofisiológicas.
Según la teoría de Gray, la susceptibilidad preferente a las señales de
castigo y la propensión de los introvertidos a la activación estresante es
mucho mayor cuando se asocia al neuroticismo (ver apartado
siguiente), de tal modo que el eje de ansiedad estaría limitado por un
extremo de ansiedad máxima (alta I y alto N) y otro extremo de
ansiedad mínima (bajo I y bajo N). La teoría de la personalidad de Gray
maneja conceptos, modelos y sustratos biológicos equivalentes a los
utilizados en el estudio de la biología del estrés, y ha propuesto
variables psicológicas (como la susceptibilidad al castigo y a la
recompensa), identificables psicométricamente.

2.3 Neuroticismo

El neuroticismo (N) es una di-mensión de la personalidad propuesta por


la teoría factorial de Eysenck (1990) y por otras teorías afines, y describe
la tendencia a responder emocionalmente ante una amplia gama de
estí-mulos del entorno, con una activación emocional intensa y duradera.
Esta facilidad para la activa-ción simpático-suprarrenal aumenta la
probabili-dad de aparición de malestar, ansiedad y sínto-mas corporales
(cansancio, anorexia, insomnio, etc.), y se acompaña de fatigabilidad
psíquica y física, experimentación de estados emocionales negativos y
oscilaciones anímicas frecuentes.
El N es una dimensión temperamental deter-minada genéticamente, ha
demostrado ser la variable psicológica más potente para predecir la
aparición de depresión, trastornos de ansie-dad y síntomas somáticos
sin explicación, y su magnitud está en relación directa con la
proba-bilidad de experimentar acontecimientos vitales adversos y con
una peor evolución de las en-fermedades médico-quirúrgicas. Además,
en los sujetos con elevadas puntuaciones en neu-roticismo se ha
detectado un menor volumen cerebral en la edad adulta (Knutson y cols,
2001), posiblemente como consecuencia de la experimentación crónica
de estados emocionales negativos. Por tanto, el registro anamnésico de
la reactividad emocional no es una operación testimonial en favor de las
variables psicológicas, sino que informa del riesgo de que el paciente
presente complicaciones evolutivas y psicopatología asociada (con su
consiguiente repercusión asistencial).

2.4 Alexitimia
Por alexitimia se entiende la incapa-cidad o dificultad para hacer lecturas
verbales de las sensaciones y de los estados emociona-les, de manera
que la información interoceptiva es experimentada “en bruto”, sin
cogniciones que la vertebren. Se trata de un concepto de origen
psicoanalítico, que describe la pobreza de introspección, de actividad
imaginativa y de comunicación no verbal, y un estilo de conduc-ta basado
en el aislamiento social y en la acción como estrategia de afrontamiento.
Aunque la alexitimia es un concepto sugerente, su medición ha resultado
siempre problemática (el acuerdo diagnóstico entre los distintos
instrumen-tos utilizados para su evaluación clínica es
des-corazonadoramente bajo) pero en los últimos años se ha impuesto la
Escala de Alexitimia de Toronto (TAS), validada en España por Rodrigo
y cols, que es un cuestionario autoadministrado y que, en su versión de
26 ítems, permite la iden-tificación de cuatro factores: dificultad para
identificar y distinguir entre emo-ciones y sensaciones corporales;
dificultad para describir las emociones; escasa capacidad imaginativa, y
pensamiento concretista y apoyado en la acción (Taylor y cols, 1997).
A pesar de que no está muy claro qué es lo que miden los instrumentos
para evaluar la alexitimia, existen numerosos estudios empíricos que
de-muestran una prevalencia mayor de característi-cas alexitímicas en los
pacientes que presentan síntomas somáticos sin explicación, consumo de
sustancias psicotropas, trastornos de la con-ducta alimentaria y
enfermedades reconocidas como “psicosomáticas”.
Se han propuesto diferentes explicaciones bio-lógicas de la alexitimia
(desde alteraciones en la comunicación interhemisférica a problemas en
la dominancia cerebral) y, para más confusión, tam-poco está muy claro
si la alexitimia es un rasgo psicológico estructural o también puede
apare-cer como resultado del padecimiento de otros trastornos
neurológicos o psiquiátricos (“alexiti­mia secundaria”).

2.5 Amplificación somatosensorial


El estilo somatosensorial describe la modalidad de percepción extero e interoceptiva que resulta
de la integración cortical de los estímulos sensoriales y parece una variable psicológica más
temperamental que caracterial. Barsky y cols propusieron la existencia de
un estilo somatosensorial amplificador, definido por un estilo perceptivo de atención e hipervigi-
lancia al “ruido corporal”, tendencia a seleccionar sensaciones banales e infrecuentes y proclividad
a reaccionar ante ellas con cogniciones alarmantes y estados de ansiedad. Las puntuaciones de la
Escala de Amplificación Somatosensorial (validada en España por Martínez y cols) correlacionan
significativamente con el grado de sintomatología hipocondriaca y con la intensidad de las
somatizaciones, y parecen ser la expresión psicométrica de una reactividad psicofisiológica
peculiar y de una especial hipersensibilidad interoceptiva (Valdés, 2000,2005).

2.6 La hostilidad
La hostilidad es una actitud que puede predisponer a la aparición de
respuestas emocionales de ira o cólera, y a la emisión de conductas
agresivas, y su evaluación se ha lle-vado a cabo con diferentes
instrumentos, entre los que cabe destacar la escala Ho de Cook y Medley,
derivada del MMPI (Minnesota Mul-tiphasic Personality Inventory), y las
elaboradas por Spielberger y cols: State-Trait Anger Scale y Buss y cols:
Buss-Perry Agression Question-naire.
La hostilidad forma parte del patrón A de con¬ducta y ha demostrado ser
un determinante de-cisivo del riesgo coronario: los sujetos A más hostiles
tienen una prevalencia mayor de car-diopatía isquémica y de muerte por
infarto de miocardio que los sujetos A menos hostiles, y se ha constatado
una relación directa entre las puntuaciones de distintas escalas que
evalúan la hostilidad y el porcentaje de oclusión coronaria, determinado
angiográficamente. Además, la hostilidad no solo incrementa el riesgo
coronario y complica la evolución de la car-diopatía isquémica en ambos
sexos, sino que también va asociada a la presencia de mayor cantidad de
síntomas médicos, bajas laborales por distintas causas médicas,
trastornos del sueño y consumo de alcohol y de tóxicos (Valdés, 2005).
2.7 Afectividad negativa
El estudio de las distin-tas variables psicológicas que parecen intervenir
en la aparición de síntomas somáticos y disfun-ciones biológicas ha
conducido a la elaboración de construcciones psicológicas de segundo
or-den; es decir, a factores que integran rasgos y variables covariantes,
medidas con distintos ins-trumentos. Una de estas construcciones recibe
el nombre de afectividad negativa, y resume la confluencia de
predisposiciones temperamen-tales y actitudinales (neuroticismo,
irritabilidad, hostilidad, tendencia a la preocupación), varia-bles
psicosociales (soledad, dificultades de re-lación interpersonal) y estados
psicopatológicos predominantes (malestar emocional, ansiedad,
depresión) que sitúan al sujeto en riesgo de dis-función psicológica y
orgánica (Taylor y cols, 1997; Valdés, 2009).
No está claro si la afectividad negativa es una variable psicológica
compleja que antecede a los síntomas y disfunciones corporales o si se
trata de un epifenómeno psicológico del fracaso orgánico global.

2.8 Personalidad tipo D


Aunque la búsqueda de una personalidad específica para cada
enferme-dad psicosomática se ha saldado con un fracaso sistemático, en
el transcurso de los últimos años la personalidad de los pacientes con
enfermedades médico-quirúrgicas no solo se ha estudiado des-de la
perspectiva de las teorías factoriales sino que se ha ampliado el estudio
de variables obser-vaciones, medidas con instrumentos específicos. De
acuerdo con ello, en los pacientes cardio-lógicos ha podido identificarse
un modo de ser definido por la experimentación de estados emo-cionales
negativos (afectividad negativa) y por la inhibición social, que describe la
tendencia esta-ble a inhibir la expresión de emociones, pensa-mientos o
conductas en la interacción social.
A esta asociación de afectividad negativa e inhi-bición social se la ha
denominado personalidad tipo D (distrés), y su aparición está
determina-da por factores hereditarios y es mucho más pre-valente en
los pacientes cardiológicos (26-53%) que en la población general (13-
32%). Los pa-cientes con personalidad tipo D tienen un ma-yor riesgo de
reinfarto y extenuación vital, más mortandad a largo plazo (con
independencia de otros factores de riesgo), responden peor a los
tratamientos y tienen peor calidad de vida tras el trasplante cardíaco. La
personalidad tipo D constituiría, por tanto, una construcción psicoló-gica
de tercer orden puesto que propone la aso-ciación de una construcción de
segundo orden (afectividad negativa) con un nuevo factor que incrementa
los riesgos biológicos muy significa-tivamente.
2.9 Patrón coronariopático
Por otra parte, el patrón A de con-ducta (Sender y sols, 1993) describe
una serie de rasgos (extrover-sión, impaciencia, irritabilidad,
preocupación por los rendimientos), de actitudes (afirma-ción,
dominancia, desconfianza, hostilidad) y de comportamientos (tendencia
a la acción, rapidez de ejecución, conductas agresivas) que tienen unidad
funcional y determinan el estilo de interacción del sujeto con su entorno
(y, en particular, con sus semejantes), hasta el punto de configurar una
manera de ser. Se trata de sujetos necesitados de acción y estimulación,
constantemente implicados en una lucha incesante contra reloj por
obtener el mayor número posible de logros, a pesar de las dificultades del
entorno y de la acción com-petidora de otros semejantes.
La importancia del patrón A de conducta en relación con la salud quedó
demostrada en di-versos estudios prospectivos de la década de 1980, en
los que se hizo patente su condición de factor independiente de riesgo
coronario, al margen de los factores de riesgo tradicio-nales, y en estudios
de décadas posteriores han po-dido identificarse los componentes
realmente coronariopáticos del patrón A de conducta (la hostilidad y el
neuroticismo) y su asociación con una mayor prevalencia de accidentes,
suicidios, homicidios, problemas conyuga-les, síntomas somáticos,
hipertensión arterial y hospitalizaciones de urgencia por diversas causas.

2.10 Patrón C de conducta


El patrón C de conducta constituye la imagen especular del patrón A, y consiste en un conjunto
de actitudes y comportamientos relacionados funcionalmente, y que se concretan en un estilo de
interacción paciente, pasivo y apacible, actitud poco asertiva, conformista y de extrema
cooperación, y control de la expresión de las emociones negativas y, en particular, de las
indicadoras de agresividad. Los sujetos con patrón C de conducta tienen melanomas de peor
pronóstico, suelen presentar más complicaciones evolutivas y tienen cinco veces más
probabilidades de sufrir cáncer de pulmón que los sujetos no C (Eysenck, 1991).

La contención de la expresión emocional y, en particular, de la cólera, también parece relacionada


con la hipertensión arterial y con una peor evolución de las neoplasias mamarias.

2.11 Dimensiones de personalidad

El estudio de los rasgos y dimensiones psicológicas en relación con la


salud y la enfermedad también se ha extendido a las tipologías propuestas
por las teorías descriptivas de la personalidad, que identifican factores
psicológicos con independencia de sus sustratos biológicos. Estas teorías
agrupan características, rasgos y factores para tipificar a los individuos
de manera dimensional y en ocasiones coinciden en sus hallazgos,
proponiendo dimensiones comunes (como la extroversión y el
neuroticismo). Sigue habiendo polémica sobre el número de dimensiones
de personalidad que mejor pueden describir las diferencias que existen
entre los sujetos: Eysenck (1990) sugiere que basta con tres
(extroversión, neuroticismo y psicoticismo) pero Cloninger (Cloninger y
cols, 1993) propone cuatro en su tipología temperamental (dependencia
de la recompensa, evitación del daño, búsqueda de novedades y
persistencia) y Costa y cols definen cinco (Wiggins, 1996): extroversión,
responsabilidad (orden, planificación, competencia, autodisciplina y
cumplimiento de los compromisos), agradabilidad (confianza en los otros,
altruismo, sinceridad, modestia), apertura a la experiencia y
neuroticismo.
De hecho, es cierto que la búsqueda de recompensa y la búsqueda de
novedades describen características incluíbles en la dimensión
extroversión, que la evitación del daño tiene muchos elementos comunes
con el neuroticismo, y que la agradabilidad social y la responsabilidad
representarían el extremo opuesto al psicoticismo. Los estudios que han
utilizado la teoría de cinco factores de personalidad han puesto de relieve
que la inteligencia (la apertura a la experiencia), la extroversión y la
responsabilidad aparecen asociados a una mayor satisfacción vital, a la
percepción de buena salud y a una mayor longevidad. En cambio, el
neuroticismo y la experimentación frecuente de estados emocionales
negativos parecen asociarse a una mayor mortandad precoz y a una peor
calidad de vida.
Todos esos datos invitan a que nos preguntemos si el malestar psicológico
(es decir, el sufrimiento) acorta nuestras vidas.
Algunas características psicológicas aumentan la probabilidad de
activación estresante: por ejemplo, la introversión es una
dimensión temperamental sustentada por una alta activación
cortical, y el neuroticismo es una variable que define a los sujetos
que se activan mucho emocionalmente.
También existen variables psicológicas protectoras y promotoras
de salud, como la responsabilidad –que se asocia a una mayor
longevidad- y la extroversión, que se asocia a mejor salud y mayor
calidad de vida.

3. Psicobiología de la adaptación y nosología psiquiátrica


La psicobiología de la adaptación no ha impregnado todavía el pensamiento médico y sigue siendo
ajena a la nosología, que se organiza sobre el diagnóstico sindrómico y no sobre la explicación
fisiopatológica. El estrés también puede describirse como un síndrome –es decir, como un conjunto
de síntomas y signos con unidad funcional- pero no ha encontrado acomodo en las clasificaciones
médicas por su naturaleza de estado de riesgo biológico (y no de enfermedad). No obstante, en
las nosologías psiquiátricas el estrés ha alcanzado el estatus de categoría diagnóstica (trastorno
por estrés agudo, trastorno por estrés postraumático), y para futuras ediciones se ha propuesto
que los síntomas somáticos sin explicación pasen a denominarse síntomas somáticos de estrés:
de esa manera se evitarían suposiciones etiopatogénicas ajenas a la psicobiología de la adaptación
y se considerarían estos síntomas como auténticas manifestaciones psicofisiológicas del fracaso
adaptativo (Creed y cols, 2010).
La sección de trastornos somatomorfos del DSM-IV-TR sigue siendo un cajón de sastre en el que
coexisten pacientes con patología somática inequívoca sin aparente psicopatología primaria
(trastorno por dolor) y pacientes psiquiátricos que pueden llegar a presentar patología delirante,
sin semiología corporal relevante (como en el caso de la hipocondría y del trastorno dismórfico
corporal). Además, algunos diagnósticos derivan de conceptos teóricos procedentes del
psicoanálisis (como en el caso de los trastornos de conversión y de somatización) y el diagnóstico
que más se aplica a los pacientes con síntomas somáticos sin explicación es el de trastorno
somatomorfo indiferenciado, que es una categoría residual de síntomas subumbrales.

Con la finalidad de reordenar nosológicamente esta sección en la próxima edición (DSM-V) se ha


propuesto la inclusión de la hipocondría en la sección de trastornos de ansiedad o en el eje de los
trastornos de la personalidad; la inclusión del trastorno de conversión en los trastornos
disociativos; la ubicación del trastorno dismórfico corporal en el “espectro obsesivo-compulsivo”
de nueva creación; la inclusión del trastorno de somatización en el eje de los trastornos de la
personalidad, y la eliminación del trastorno por dolor y del trastorno somatomorfo indiferenciado,
en vista de su escasa validez y utilidad. Por otra parte, se intentaría la reubicación de los pacientes
con trastornos psicosomáticos en la sección que se ocupa de los factores psicológicos que afectan
a la salud del organismo, en el que se incluirían los factores de riesgo psicosociales y las respuestas
desadaptativas a la enfermedad médico-quirúrgica (Fava y cols, 2007; Dimsdale y Creed, 2009;
Creed y cols, 2010).

____________________________________________________________

DSM-IV DSM-V

Trastornos somatomorfos Trastornos por síntomas somáticos


___________________________________________________________________

- Factores psicológicos que afectan al estado


físico
-Trastorno de somatización - Trastorno (simple y complejo) por síntomas
-Trastorno por dolor somáticos
-Hipocondría
- Trastorno de ansiedad por la enfermedad
-Trastorno dismórfico corporal:
pasa al espectro TOC
-Trastornode conversión - Síntomas neurológicos funcionales
¿a trastornos disociativos?
- Trastorno somatomorfo indiferenciado
- Trastornos facticios con síntomas físicos
___________________________________________________________________

En otro orden de cosas, también se ha propuesto reorganizar la información contenida en los


distintos ejes diagnósticos del DSM, de manera que en el eje II se incluyan dimensiones
temperamentales y variables psicológicas de riesgo (y no solo los trastornos de la personalidad);
que en el eje dedicado al diagnóstico médico se incluyan también datos relevantes de neuroimagen
y, dada su condición de factor psicobiológico de riesgo, que se incorporen las experiencias
traumáticas tempranas al eje que recoge la información sobre los estresores psicosociales del
sujeto (Dimsdale y Creed, 2009).

La nosología psiquiátrica se fundamenta en la observación clínica y no en el


funcionamiento de los sustratos cerebrales responsables de la vida psíquica, de ahí que
no contemple los hallazgos procedentes de la investigación psicobiológica.

Dada la insatisfactoria clasificación psiquiátrica de los trastornos psicosomáticos


(llamados somatomorfos en la clasificación DSM), la última versión diagnóstica (DSM-
V) los reclasifica, y acepta su condición de síntomas secundarios a la activación
estresante (síntomas corporales simples y complejos).

Del conocimiento de la psicobiología del estrés es posible inferir


procedimientos dirigidos a reducir la activación biológica del organismo
que es, sobre todo, activación emocional promovida por las cogniciones
que establece el cerebro (y no el sujeto). En consecuencia, las estrategias
reductoras de activación biológica deben intentar la modificación de la
respuesta emocional –cambiando las cogniciones de amenaza- o paliar
sus negativos efectos sobre la homeostasis orgánica y el bienestar del
sujeto.
Los intentos de diseñar intervenciones psicológicas dirigidas a modificar
las cogniciones se iniciaron a partir de la teoría cognitiva de la emoción,
inicialmente formulada por Schachter y Singer en 1962 , que propuso que
la emoción resultaba de un trípode formado por una dimensión de
activación (“encendido” biológico), una dimensión atribucional (“texto”) y
una dimensión conductual, de manera que la modificación de alguna de
esas patas del trípode serviría para modificar la naturaleza de la emoción.
Así pues, las técnicas cognitivas se propusieron identificar cogniciones
establecidas por el cerebro (“pensamientos automáticos” o “ideas
erróneas”) para que el sujeto las corrigiese y las sustituyera por otras
cogniciones que debía corroborar con su conducta (Ellis y cols, 1981;
Michembaum, 1987; McKay y cols, 1992). Es decir, la modificación de la
dimensión cognitiva, gracias al papel de la dimensión conductual,
disminuiría la dimensión de activación biológica, para beneficio de la
homeostasis orgánica.

Dos variantes particularmente interesantes de la terapia cognitiva son el


entrenamiento por inoculación de estrés (Michembaum, 1987), que
constituye un verdadero entrenamiento práctico, en el que el sujeto es
sometido de manera virtual a situaciones estresantes, con el fin de
adquirir habilidades para afrontarlas, y las técnicas de desensibilización
sistemática (Wolpe, 1979), que persiguen un contracondicionamiento
instrumental, empleando operantes encubiertas (pensamiento y
lenguaje). Una variante de esta última técnica sería el entrenamiento en
biofeedback, en el que se utilizan variables operantes biológicas (tensión
arterial, frecuencia cardiaca, tono muscular, etc.) con la finalidad de que
la corteza cerebral reorganice su respuesta eferente (de Flores, 1983).
Entre las estrategias dirigidas a atenuar los efectos de la activación
emocional sobre el organismo y el estado psíquico del sujeto se
encuentran las técnicas de relajación (Cautela y Groden, 1985) –
básicamente cognitivas- y el ejercicio físico regulado, que perseguiría
reducir la activación biológica a través de los efectos fisiológicos de la
conducta.
En realidad, no puede decirse que existan técnicas específicas contra el
estrés puesto que cualquier tratamiento psicológico que promueva el
bienestar subjetivo es capaz de reducir la activación antihomeostática.
Si los síntomas corporales sin explicación médica se entienden
como resultado de la activación estresante, todas las
intervenciones terapéuticas que reduzcan la activación biológica
(relajación, ejercicio, etc.) y mejoren el estado emocional
(técnicas cognitivo-conductuales) deberían mejorar o revertir los
síntomas físicos y las disfunciones. Así es en muchas ocasiones,
como lo demuestran los estudios controlados.
Las técnicas de intervención psicológica (en particular, las
técnicas cognitivo-conductuales) han demostrado mejorar el
estado objetivo y subjetivo de los pacientes y su calidad de vida
en general, pero es dudoso que sirvan para variar el curso de
enfermedades en marcha.

En el ámbito de la llamada Medicina Psicosomática –es decir, de la que se


ocupa de los tratamientos de los síntomas somáticos sin explicación y de
otras categorías diagnósticas incluidas en los trastornos somatomorfos-
la eficacia de las técnicas de intervención psicológica y conductual ha sido
objeto de evaluación en las últimas décadas, a través de diversos meta-
análisis (Henningsen y cols, 2007). Ese tipo de estudios son de una
notable complejidad por la heterogeneidad de los trastornos, de los
criterios diagnósticos y de las técnicas de intervención, pero han
demostrado que los tratamientos psicológicos activos (como, por ejemplo,
la psicoterapia y el ejercicio físico) son más eficaces sobre los síntomas
somáticos que los tratamientos médicos paliativos (masajes, perfusiones,
intervenciones, etc.)

5. El gran debate

Aunque han sido numerosas las aportaciones de los estudios sobre


las relaciones entre variables psico-lógicas y conductuales y síntomas y
enfermedades somáticas, en la actualidad sigue sin estar claro si existen
enfermedades (psicosomáticas) desenca-denadas y mantenidas por
variables psicológicas, y si la evolución biológica de estas enfermedades
es modificable a través de intervenciones psicológicas y conductuales.
Con la finalidad de aclarar este aspecto concep-tualmente crítico, la
Sociedad Americana de Medi-cina Psicosomática dedicó su
encuentro anual del año 2001 a debatir si las intervenciones
psicosocia-les mejoraban objetivamente (es decir, a través de
mecanismos biológicos identificables) la evolución clínica de
enfermedades orgánicas o, si por el con-trario, esas intervenciones se
limitaban a mejorar la calidad de vida de los pacientes de modo
inespe-cífico, sin cambiar el curso biológico de sus pato-logías (Williams
y cols, 2002). La polémica fue muy enconada y planteaba cuestio-nes
teóricas de envergadura (no se trataba de dis-cutir la eficacia de las
intervenciones psicosociales en las enfermedades médicas sino de
demostrar los efectos biológicos de esas intervenciones sobre la historia
natural de las enfermedades) y el encuentro se saldó con un match nulo,
como no podía ser de otra manera por las complejidades metodológicas
propias de este tipo de estudios.
Cinco años más tarde se celebró otra reunión para glosar los resultados
de la anterior y analizar infor-mación procedente de estudios más
recientes y, aunque se aceptaron nuevas pruebas a favor de la acción
biológica específica de los tratamientos psi-cológicos, se subrayó la
necesidad de especificar de manera más precisa las formas “tóxicas” de
disregu-lación emocional, de definir las variables médicas so-bre las que
influyen y de identificar los mecanismos biológicos que ponen en marcha
las intervenciones terapéuticas (Freedland y cols, 2006).
En realidad, si se repara en la teoría de la evolución de las especies y en
las peculiaridades funcionales del cerebro humano, cuesta trabajo aceptar
que la vida psíquica pueda resultar ajena a la regulación ho-meostática
del organismo, de ahí que siga teniendo sentido el estudio de las
relaciones entre variables psicobiológicas y procesos orgánicos.

Resumen
Este curso ha intentado proporcionar un conocimiento biológico de los procesos adaptativos del
ser humano desde el marco de la biología contemporánea, articulada sobre la teoría de la evolución
de las especies y la teoría general de sistemas. Desde esa perspectiva, el cerebro es un órgano
de conocimiento emocional, que procesa la información que recibe del entorno y regula la
homeostasis del organismo a partir de las conjeturas que establece sobre lo posibles interacciones
que mantendrá con él.

Hemos estudiado que esas apreciaciones o conjeturas reciben el nombre de cogniciones, y deciden
el tipo de activación emocional que experimentará el sujeto en el transcurso de sus experiencias.
Si la cognición cerebral no suscita respuestas emocionales desorganizadoras de los parámetros
fisiológicos decimos que el organismo se adapta. Si en cambio el cerebro hace una cognición
alarmante o desesperanzadora, el organismo se mantiene en estado de activación biológica y se
expone al riesgo de presentar síntomas, disfunciones y enfermedades.

Hemos visto también que la Psicobiología del Estrés ha estudiado los procesos y mecanismos
responsables de la adaptación biológica, y ha inspirado la investigación médica de las últimas tres
décadas.

Si bien sabemos que los procesos de adaptación biológica son muy semejantes en todos los
mamíferos y que son subliminales a la conciencia, ello no ha impedido el estudio de variables
psicológicas y conductuales potencialmente participantes en los procesos adaptativos del ser
humano. En ese sentido nos hemos referido a la introversión, la hostilidad, la hiperemotividad,
etc. Algunas dimensiones de personalidad participan en la interacción del individuo con su entorno,
cualificando la naturaleza de sus respuestas emocionales y fisiológicas. En el curso se han descrito
con cierto detalle esas variables psicológicas intervinientes y sus relaciones con la aparición de
síntomas, disfunciones y enfermedades.

Asimismo, hemos comentado los hallazgos psicobiológicos en relación con la nosología


psiquiátrica y la práctica médica, y se ha propuesto su posible inclusión en la anamnesis de los
pacientes médicos y psiquiátricos. La propuesta trata de paliar la insuficiente atención que se
presta en las historias clínicas a las variables psicológicas, conductuales y ambientales (es decir,
a las variables idiosincrásicas que configuran la biografía del sujeto).

Finalmente, hemos descrito los recursos terapéuticos disponibles para reducir la activación
estresante y tratar los síntomas y disfunciones corporales que resultan de la inadaptación
biológica, y se ha visto que estos recursos tienen una capacidad limitada para cambiar la historia
natural de las enfermedades pero son de indiscutible utilidad para modificar las respuestas
emocionales y restablecer la homeostasis orgánica.

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