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SEMINARIO DIOCESANO MISIONERO

REDEMPTORIS MATER
NUESTRA SEÑORA DEL PILAR
DIOCESIS DE CARÚPANO

El sufrimiento:
Misterio existencial
del hombre
¿Tiene sentido el sufrimiento?

William Isaac Amador Navarro


14/08/2017
Ver a los inocentes sufrir y morir, desgarra el corazón. ¿Por qué tienen que
sufrir precisamente ellos? ¿Qué sentido tiene su dolor? Si Dios existe, si nos ama,
¿Por qué no impide estas injusticias? Muchas de estas son las preguntas que
nosotros nos formulamos cuando vemos a otros que viven en su propia carne
dolor, angustia, en otras palabras sufrimiento. Ante este hecho muchos han
querido dar una respuesta a este mal, ya sea culpabilizando al otro de sus
sufrimientos o simplemente diciendo que eso lo permite Dios, ¨porque es un Dios
malo que le gusta ver al hombre sufrir como un animal¨ o simplemente no hacen
caso omiso al mal ajeno.
Para entender bien el sufrimiento de los inocentes es necesario
primeramente definir que es sufrimiento, de que trata esta palabra que muchas
veces la utilizamos, pero nunca le hallamos un sentido a la misma:

Sufrimiento, proviene del latín sufferre, haciendo referencia a


sentir físicamente un daño, dolor, enfermedad castigo. Al mismo
tiempo sentir y/o recibir un daño moral. Un padecimiento por una
pena.

Pero de este sufrimiento, muchos se han planteado problemas sobre la misma


definición, que evoca siempre a una tragedia a la cual es sometido el hombre. Si lo
vemos en la actualidad, el sufrimiento es un problema tan grande que muchos de
nuestros contemporáneos hallarían la pugnante imagen de su condición, se
sentirían menos solos. Comprendería que la sombra de los mortales es sufrir. Su
alma se elevaría al soplo de esos poemas que en la fragilidad de la felicidad
terrena está inscrita con términos imperecederos. Ejemplo de esta tragedia en el
sufrimiento la encontramos primeramente en Homero.

Homero escribe en La Ilíada sobre Ulises, el viajero curioso y sutil, el que


sobre los mares, paso tantas angustias, naufraga en la playa de los Feacios, es
despojado de todo cuanto, para un antiguo, hacia la vida digna de vivirse: sin
hogar, sin vestido, sin saber lo que ha sido de su mujer y de sus hijos, es reducido

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a la condición de suplicante. Encuentra entonces a Nausica, la afortunada hija de
un venturoso rey. La joven viene a pasar un bello día de solaz con sus sirvientas,
como quien ha ido de excursión. Ha lavado la ropa en la fuente, han comido al
aire libre, juntos a las cascadas de un cristalino arroyo serrano, luego han jugado
a la pelota. Como todas las muchachas, Nausica esperaba encontrar en este
paseo al Príncipe encantado, estimulada por un sueño. Y al igual también que
todas las muchachas, no ha dicho nada de ello a su padre. Por un lado, la
indigencia total; por otro, la dicha cándida, juvenil, la alegría de vivir, la esperanza
de una mañana más luminosa todavía.

Una explicación más detallada de esta historia, es primeramente identificar y


caracterizar a los personajes de Homero. Ulises, es la imagen del hombre que se
va enfrentando con la vida, es un hombre mortal, que sabe, que el destino de los
hijos de la tierra es sufrir. Nausica es la muchacha feliz y dichosa, colmada, bien
educada y encantadora, que no ha experimentado aun el sufrimiento. Su feliz
juventud no la hace olvidar que viene de los dioses. En esta historia Nausica le
enseña a Ulises la aceptación de todo lo poco que posee, con una dulce mirada
que con palabras pacíficas va aplacando al mismo Ulises, enseñándole la
aceptación, donde se le explica con mucha sinceridad que los dioses le han
mandado tribulaciones y hay que aceptarlas.

El sufrimiento acomete a ciegas, ante el no hay nada que hacer, las lágrimas
muchas veces son inútiles. De ahí que el infortunio no es el castigo del crimen, ni
la felicidad la recompensa de la virtud. Es, pues, posible que la visión que se
plantea es que los justos sean unos desgraciados y los malos unos dichosos. Esto
resulta ser una paradoja inexplicable. Ya que los griegos no tenían la concepción
de pecado tan marcado como lo tiene los judíos, de la verdadera culpabilidad del
hombre, de ahí que las mismas lagrimas no resucitan, ni sacan del dolor a nadie,
de ahí que el sentido de la gloria no es, por tanto, un orgullo insensato, sino un
esfuerzo doloroso para salvar algo bello en la universal presencia de la infelicidad.

Muchas son entonces las aporías que se refieren al sufrimiento, de ahí la


primera concepción que se tiene es que el sufrimiento es acogido como una

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expiación, distinto al de los griegos, puesto que no tuvieron la concepción del
pecado, ni conocían por dioses a unos seres inmorales que se divertían torturando
a los hombres hasta una muerte que todo lo acababa.

Esquileo es el primero en pronunciar una frase: sufrir instruye al hombre


(Agamenón, 176), de ahí que se ve esto como un misterio, lo importante es
observar el dolor como una instrucción, que ayuda a los mortales su condición
mortal, es decir, el límite infranqueable entre los dioses afortunados y los hombres,
destinados a morir. El sufrimiento muestra una señal indicadora que funciona
cuando se traspasa la frontera de lo humano, por tanto su efecto no es la
humildad, el sentimiento de culpabilidad, el respeto ante una mano paternal que
castiga, sino una resignación, hecha de nostalgia y, sobre todo, de orgullo, a ser,
en cierto modo, mejor que el propio destino, más grande que el de los dioses.

Otras de las concepciones del sufrimiento en los griegos es que tampoco el


sufrimiento enseña a perdonar las injurias. En la concepción antigua de los griegos
no se perdona una injusticia, se venga. Solamente Antígona, en Las Fenicias de
Eutípides, entrevé la belleza del perdón, pero se trata de una mujer y, en el
pensamiento del autor, tal sentimiento no conviene a los hombres. Ejemplo de
este deber de venganza, es la tragedia de Edipo Coloneo, es una especie de
marcha fúnebre aplacadora y augusta, este canto en tono menor en que la vida
parece detenerse en el umbral de una misteriosa transfiguración, nos presenta a
Edipo recobrando su orgulloso ardor, sus encendidas iras, para denegar el perdón
a Creón y a su hijo polínice. Perdonar en la visión de los antiguos griego es
significado de perder la posición viril de uno mismo, el paroxismo del sufrimiento,
engendra el paroxismo de la venganza.

Otras de las concepciones referente al sufrimiento, según la visión griega, es


una fealdad física y moral, puesto que lo físico y lo moral esta siempre
relacionados entre sí, que choca con su humanismo fundado en la belleza. Los
griegos tuvieron al propio tiempo el valor del misterio del sufrimiento, aun así que
no hayan cantado la belleza del dolor en sí mimo, sintieron un profundo respeto

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por los infortunados y los muertos. Constituye este aspecto uno de los más bello
del humanismo griego.

Los griegos veían en el universo un todo armónico, revelador de una belleza


inteligible. Los griegos amaron la belleza en el hombre. Una confianza
inquebrantable anima su humanismo. Esta confianza es una conquista sobre las
fuerzas irracionales, no ignoradas por ellos. Si los humanos son lo bastante
fuertes para obrar conforme a la razón cuando ésta los ilumina. Si el universo es
un todo armónico.

Sin echar de ver que el sufrimiento y el pecado eran tal vez dos aspectos de
una misma realidad, trataron de eliminarlos, atribuyéndolos a los dioses perversos
o a la fatalidad. Desgajaron al hombre de esas dos realidades irracionales y
pretendieron crear un mundo armonioso, pese a ellas. Así pues, los antiguos
nunca supieron el porqué del sufrimiento, escapándosele su significación; la
grandeza de su humanidad estriba en no haber ceñido a la tentación oriental del
fatalismo ante el mal y el dolor, ni intentando negarlos. Forjaron la belleza en
medio del dolor. Por consiguiente los griegos no pudieron practicar las virtudes de
la paciencia, la caridad y el perdón, y menos aún buscar la alegría en medio del
sufrimiento.

Ante este panorama vamos a ver ahora como han reaccionado Shakespeare y
Dostoievski, ante el destino desgraciado del hombre, y una vez más, tendremos
que llegar a las conclusiones de que lo que, en último término explica la novedad
de su concepción es, sin duda, el cristianismo.

Si la influencia cristiana es innegable en Dostoievski, aunque algunos la


consideren camuflaje para la censura imperial, no sucede lo mismo con
Skekespeare.

De Shakespeare a Dostoievski, se verá acercarse paulatinamente el


sufrimiento al pecado, hasta el punto de confundirse con él, como el efecto con su
causa. Podremos hablar de una paradoja del Justo Doliente en Shakespeare en
medida en que este dudo, a veces, de la fe cristiana, su pesimismo es entonces

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infinitamente más desesperada que la de los antiguos. Por el contrario la paradoja
desaparece, transfigurada por las bienaventuranzas, cuando el gran dramaturgo
se abandona a la influencia cristiana. Pero una cosa es esencial: tanto si
Shakespeare sigue positivamente las verdades de la fe, como si le abruma la
inquietud, el modo de plantear el problema, el ángulo desde el cual presenta los
hechos, se halla siempre bajo la influencia inconsciente del clima cristiano.

Séase cristiano o no, es imposible, después de la Encarnación, atribuirse a


unos dioses perversos, a una fatalidad ciega, la malandanza de los hombres.
Shakespeare no hizo tal cosa. Si el sufrimiento no procede de esas causas
sobrehumanas ¿De dónde viene? Viene de los hombres. Es un hecho. Los
hombres hacen sufrir a los hombres. Tal es lo que obsesionó a Shakespeare hasta
la angustia.

Según esto, ¿Son los hombres malos unos con otros? Desgraciadamente, sí.
Una vez más el clima cristiano impide atribuir el pecado a los dioses celosos; en
Shakespeare, son los hombres los perversos, los capaces de ver el bien y hacer el
mal, por flaqueza. Están, por tanto, en situaciones de matar la luz, de escoger la
nada, el absurdo, y de destruirse a sí mismo y a los demás, espiritualmente.

El clima en que aparece el sufrimiento es enteramente distinto, desde el punto


de partida, del de los griegos. El hombre es un lobo para el hombre. He aquí la
primera intuición del dramaturgo. La mayor parte de los sufrimientos humanos
procede de la dureza, de la fría malignidad, en una palabra, de la falta de claridad
de los poderosos de este mundo para con los débiles. El tema de los humillados
no solo vibra en el corazón del mundo dostoievskiano, sino que es central,
obsesivo inclusivo incluso, en el de Shakespeare.

El espíritu gregario del pueblo, de las ciudades, que hace de él una presa
fácil, una víctima destinada a la perversidad de los grandes. Por ejemplo Julio
César y en Coriolano. Un zorro de la política, Antonio embruja a la muchedumbre,
tras el asesinato de César, pronunciando un discurso que constituirá siempre un
modelo de elocuencia demagógica. Viles arribista, sin escrúpulos, cobarde y

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obsequioso, excita al pueblo de Roma contra Coriolano, que ha regresado a su
ciudad, aclamando como salvador de su patria. ¡Que compasión inspiran también
a los aldeanos enrolados por fuerza en el ejército por el innoble Falstaff! El
miserable Leveau intenta liberarse del reclutamiento.

Los hay más desgraciados que Leveau, pues este no ira a la guerra: una jarra
de vino de tres libras, ofrecida a Falstaff, le salva de la aventura. ¿Quién hará la
guerra entonces? Otro más insignificante aun, uno de los que son demasiados
pobres para corromper al capitán Falstaff, chambelán de su majestad el Rey.

Shakespeare atribuyo a menudo humildes virtudes tradicionales, la franca


alegría y la caridad fraterna entre sus miembros, ese pueblo campesino de la
vieja Inglaterra católica, es, asimismo, una víctima impotente del cinismo de los
nobles y los príncipes. Y si, por desgracia, uno de esos humillados comete delito
está perdido, so se libra de la horca. Los grandes criminales triunfan: Shakespeare
estuvo obsesionado hasta la ira por la farsa de puritanismo que empezaba a reinar
en Inglaterra: Su Falstaff, todo lo contrario de un puritanismo, fue tal vez
presentado en un aspecto simpático en reacción contra el perverso disimulo de los
poderosos.

En el centro de su mundo está, pues, los humildes que sufren tribulaciones


inmerecidas. La tragedia total es aquí total, ya que no cabe consolarse pensando:
Esos males proceden de los dioses, sino de infortunio son obras de otros
hombres.

Shakespeare sabe perfectamente que esos ofendidos no son pequeños


santos: su patetismo no nace de la melodramática oposición entre los aviesos
ladrones y los buenos ciudadanos estos desdichados cometen faltas.
Shakespeare sabe que todos los hombres son débiles y pecadores y merecen la
muerte. El cristianismo ha imprimido sus huellas en él. Sólo que los crímenes de
los humildes son casi siempre faltas de flaqueza, rara vez pecados contra el
espíritu. Además, el castigo es desproporcionado a la falta. Por último los grandes
pecadores no solo son castigados en proporción a sus desaguisados, sino que a

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menudo no reciben ningún castigo o recíbenlo demasiado tarde, después de haber
tenido tiempo de penetrar sus designios y de gozar del fruto de sus pecados.

A causa de su cristianismo latente sin duda, Shakespeare no puede hablar del


justo doliente, es evidente, por otra parte, que las faltas de los desgraciados son
muy pequeñas en comparación con los grandes crímenes contra el espíritu. Esos
pecados de flaqueza, frecuentemente causados por la desesperación, facilitados
por la corrupción de las sociedades de los grandes, no se adhieren a su carne. En
Shakespeare los humildes conservan una extraña transparencia de alma que
inspira piedad hacia sus sufrimientos y obliga a pedir una respuesta a esta nueva
paradoja, cristiana a su vez, del dolor de los humildes y el triunfo, siquiera
momentáneo, de los grandes criminales.

La vida es una comedia para quien piensa y una tragedia para quien siente,
dice un proverbio antiguo. Esta frase permite clarificar las posibles actitudes ante
el dolor, tal como Shakespeare las representa en su teatro.

Entre los que piensan, figuran los lucidos, los fríos, los que sacan de la
universal maldad de los hombres una conclusión cínica, la de Yago. La vista del
mundo perverso le produce una alacridad en el mal, una dureza que asusta. La
mayoría de los demonios shakesperianos no son más que explotadores de la
flaqueza y la vileza humana.

Uno de los ejemplos en la obra de Shakespeare, esta Hamlet, que


experimenta vivo quebranto ante el descubrimiento del mal, le invade la aversión a
la vida, la obsesión de la muerte: como no es posible ya atribuir el dolor al destino,
porque lo que abruma son los hombres perversos, Hamlet, enfermo,
preguntándose si dios no olvida a los infortunados, no ve más que mal y
sufrimiento a su alrededor: envía brutalmente a Ofelia a un convento, se burla de
todo con una ironía morbosa. Lo único que contiene su deseo de matarse es el
temor a lo que pueda haber después después de la muerte. En ese misterioso
país de donde ningún viajero torna. En tal caso, si hay algo después, si matarse
no es dormir, olvidar todo lo de este mundo doloroso en que la carne está

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expuesta a mil tormentos, si el hombre no puede aniquilar toda conciencia en él, si
morir es acaso soñar aun, no hay, en verdad, ninguna salida. Hamlet esta
obsesionado por el dolor universal, que no concibe sobrevivir más que en la
conciencia angustiada de la absurdidad universal: su melancolía acompañaríale al
más allá. Jamás ha ido nadie tan lejos en el sentimiento del dolor humano, la
muerte, que para los griegos era un refugio, pues identificábase con la nada, deja
de serlo aquí. Un hedor a cementerio, a podredumbre, flota en esta incomparable
obra maestra. No debe asustarnos decir que Hamlet está al borde de la blasfemia,
el sufrimiento arráncale casi la negación de Dios. Sin la solución cristiana, el
pesimismo es más negro que en el drama griego. Después de Cristo hay que
escoger entre el colmo del dolor o la transfiguración en la caridad. En Hamlet nos
encontramos en el asunto de la desesperación en sentido teológico.

Por esta misma razón si le hiciéramos una pregunta a Heidegger sobre el


sufrimiento, empezaría diciendo primeramente sobre el tiempo. La pregunta por el
tiempo tiene la peculiaridad de volverse hacia aquel que se pregunta por el tiempo:
¿quién es aquel que se pregunta por el tiempo? ¿Qué es aquel que se pregunta
por el tiempo? ¿Cómo es aquel que se pregunta por el tiempo? Como San
Agustín, Heidegger llega a la conclusión de que, para conocer el tiempo, es
necesario conocer antes la instancia de la que emana la pregunta.

Heidegger fija el punto de partida de su reflexión, justamente, en lo común y


corriente, en nuestro modo habitual de comportarnos. Antes que otra cosa, cada
uno de nosotros se da con el ''cómo'' de un otro que está ahí delante con unas
determinadas características físicas y anímicas.

En este punto, el autor de Sein und Zeit introduce una consideración que no
podemos dejar pasar: la dificultad que todo sujeto tiene para concerse a sí mismo.
Por un lado, recordándonos en esto lo que opinaba Aristóteles, no es posible
captar el ser del Extar de manera completa porque mientras vive está ''immer noch
unterwegs'', es decir, abierto: a veces triste, otras alegre, en ocasiones trabajando
o paseando. Por otro, ¿cómo es posible que yo mismo me tenga, a la vez, como
objeto para mí y, por tanto, singularizado y diferenciado al mismo tiempo? ¿Cómo

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es posible que me trate desde una exterioridad interiorizada? La autoconciencia
de Hegel es, en mi modesta opinión, un dislate, un delirio, y, sin embargo, somos
capaces de hablar de nosotros mismos a otros con absoluta tranquilidad, como si
me tuviese a mí, como si yo fuese propiedad de mí mismo. Esto sólo puede
asumirse desde una suerte de ''como si'', desde una convicción un tanto laxa. Por
ello, la afirmación de Heidegger ''den Anderen bin ich nie'', aunque contundente,
no deja de ser exagerada y, hasta cierto punto, errónea. En la experiencia
psicoanalítica ocurre todo lo contrario: uno siempre es otro y el ''yo'' constituye una
instancia inserta en el ''ello''. ¿Y sólo es así para el psicoanálisis? Entendemos
que no. Uno siempre es, por lo menos, dos. De ahí que lo correcto, en el caso de
Heidegger, y a nuestro entender, tal vez sea mejor decir ''yo nunca estoy en (el)
otro''. Ponerse en el lugar del otro resulta realmente complicado. ¿Cómo puedo
quitar al otro su sitio, ocupar su lugar, para ponerme yo? ¿Hay un sitio del que el
otro puede desprenderse? ¿Adónde va el otro cuando me pongo en su sitio? Es
Absurdo, no puedo estar en el mismo espacio donde está el otro (ni en el
geométrico ni en el afectivo); vaya donde vaya, el otro tiene, con ese ir, su sitio.
Distinto es que tratemos con la situación y las circunstancias del otro. Si me ha
ocurrido algo parecido a lo que le ha acontecido al otro, puedo entender su modo
de encontrarse y sentir algo similar. En todo caso, no hago otra cosa que imaginar
que siente lo que sentí en la situación en la que él se encuentra ahora. Se trata,
como sabemos, de la empatía, una experiencia común y corriente. Compartimos el
''ahora'', que es comunitario, incluso el entorno (esta habitación), pero el sitio de
cada uno es impenetrable. La pregunta por el tiempo, que derivó en la pregunta
por el Extar, es retomada por Heidegger a raíz del segundo acontecimiento central
de nuestra vida: la muerte (el primero es el nacimiento). Este fenómeno constituye
el tema de referencia para describir su experiencia de la temporalidad, experiencia
que pone fin al nacimiento. En una primera aproximación fenomenológica, nos
dice de ella (en alemán tendríamos que referirnos a ella en masculino):

... no es algo que venga a irrumpir de pronto una secuencia de


acontecimientos, sino una posibilidad que conoce el Extante de una u otra
manera: la posibilidad más radical de sí mismo, a la que asumir como

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aquello de lo que puede apropiarse en su inminencia....es del carácter de lo
que se aproxima con certeza y esta certeza, por su parte, se caractariza por
una plena indeterminación.

Heidegger nos habla en esas líneas de las características que interpreta frente
a la muerte del otro: es un acontecimiento para mí que la observo y, así, un
suceso repentino en mi estar que, por ahora, continúa, aunque es el final de todo
acontecer para el que muere. Asistimos a una posibilidad, y sólo una posibilidad,
para el que aún está viviendo. Como tal, nunca la podrá vivir como realidad
subjetiva, puesto que aconteciendo en el otro es una realidad para mí ajena. En
esta circunstancia, y sólo en ésta, es admisible la contundente afirmación de
Heidegger: ''Den Anderen bin ich nie''.

Por último, la muerte tiene la condición de ser un fenómeno que me sucederá


inevitablemente pero del que no sé cuándo. De este modo, puedo decir que sé y
no sé, es un saber éste que no se funda en el ''querer saber''. Ni decido incorporar
a la muerte como una adquisición para mi cuerpo, ni quiero saber cuándo o cómo
acontecerá. Se trata, así, de un saber del que, en muchas ocasiones, no se quiere
saber cosa alguna o hacer como que sabemos menos de lo que realmente
sabemos. En este sentido, podemos decir que todo existente se comporta con un
mayor o menor grado de ironía y cinismo en relación a sí: o actúa como si no
supiese lo que realmente sabe o actúa a pesar de que lo sabe. Hay quien repudia
la muerte y hay quien la goza, uno es el loco y otro el insensato.

El último vive como si la muerte del otro no hubiese ocurrido y, en


consecuencia, con esa erradicación absoluta de la muerte, también el otro
desaparece. De alguna manera, también pierde de vista su propia muerte, su
propia posibilidad y nunca muere (pues ''optó'' por la locura como un subrogado de
aquélla más soportable). El otro, el insensato, lo es por arriesgarse continuamente,
le place ponerse en peligro a sabiendas del riesgo que supone su acción, bien
físicamente (yonquis, mercenarios, practicantes de actividades de riesgo), bien
socialmente (actos repetitivos absurdos porque siempre procuran el mismo
malestar a quienes lo realizan y que van contra el principio de placer).

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Por tanto, este saber del futuro, de aquello que me ha de suceder (no
depende de mi voluntad; bromas aparte) para que mi existencia acabe, deje de
estar, es el fondo, el suelo, el referente límite de todas mis posibilidades. A este
saber cierto, constante, y en absoluto contingente, es al que llega aquel añejo
''conócete a ti mismo'': ahora sé que moriré, por eso soy mortal, y eso que ya sé
no se deja atrapar por el pensamiento. Jamás lo conoceré, por ello es paradójico:
se trata de un saber que no conoceré. Por lo común, se vive de espaldas a este
fenómeno, toda ocupación deja de lado su constancia. Y, sin embargo, cuanto
más cree uno tener lejos de sí su muerte, más cerca aún la tiene. Por ello,
Heidegger no hace otra cosa que plantear sus preguntas, y en concreto ésta sobre
el tiempo, a raíz de la ''unbestimmte Gewissheit'' (certeza indeterminada) o
eseidad de la muerte: ¿cuándo moriré? ¿dónde moriré? ¿cómo moriré? ¿de qué
moriré? Estas preguntas se hacen en silencio, a solas. De ellas, la mayoría no
quiere saber las respuestas salvo algunos: esos que deciden dar la cara a la
angustia, mirarla de frente y decir ''sea''.

Todos sabemos que hay un cuándo, un dónde y un cómo, también sabemos


que nos alivia su indeterminación: un vivir como si el cuándo estuviese lejísimos.
Parece bueno que así sea: indeterminado. Ésta es la diferencia entre un hombre
libre y un condenado a muerte, la diferencia entre aquél, libre de la determinación,
y éste, inexorablemente ligado a un día, un mes, un año, una hora y un cómo. Así,
hay una inmensa multitud, común y corriente, que, como los griegos antiguos,
actúa a pesar de la mortal amenaza en la que viven:

El hecho de que alguien vea antes lo que ocurrirá dentro de un minuto o de


mil años no tiene nada que ver con la concatenación de hechos o de objetos que
producirá dicho futuro. Necesidad indica cierto modo de pensar dicha
concatenación, pero previsibilidad no significa necesidad.

Es nuestra condición: tener conciencia del futuro, de lo que me espera (o me


sobreviene), gracias a lo que he visto que sucedía a mis semejantes, a los otros.
Porque soy como tú me pasará lo mismo que a ti. El otro me enseña la muerte, me
la desvela, sin el otro soy inmortal. La muerte del otro, su desaparición, hace

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posible que me aparezca la mía, pero esto sólo puede suceder porque me
identifico con el otro a la vez que me diferencio: soy como tú y, por tanto, también
moriré, pero tu muerte no es la mía: no puedes decirme algo de tu muerte ni yo de
la mía.

Dando un pequeño salto atendemos ahora a la relación entre la muerte y la


angustia. Con la angustia, en el ojo de su experiencia, aparece una suerte de
representación vital de la muerte, y en el fondo delirante de esa experiencia
encontramos ese ''ya no'' propio como si sucediese ahora: experimentamos la
consumación del tiempo propio, de nuestro estar en tanto que puro y nudo estar.
Aparece el ''estar'' en toda su plenitud. Si el otro pudiese ser calificado, more
sartriano, como una representación del infierno, esto sólo podría entenderse a raíz
del principio de realidad que introduce en nuestra vida fantasiosa; al morir, el otro
me desvela mi condición finita: que estoy, no que soy.

Cuando descubro mi condición, a tenor del otro, intento huir del estar
(principio de realidad) fantaseando con el ser (principio de placer). El saber de la
muerte es un saber insoportable. No es posible vivir, al parecer, sin perder de vista
el ''estar'', que no es vivir sino existir. De ahí que el existente, Heidegger en este
caso, se vea obligado a sublimar mediante la cuestión del ser para delirar un como
si ya no supiese de su mortalidad. Efectivamente, el ser siempre acontece
después de tomar conciencia del estar. Nunca fue el ser antes que el estar sino
más bien al contrario, como no podía ser de otro modo. Lo originario es el ''estar'',
del todo indecidible (es el trauma por el que acontece la existencia), y, a
continuación, el alivio del ser, su ensoñación, una suerte de paliativo producto de
un deseo extravagente: poder olvidar lo que ya sé, en tanto que un saber que me
constituye a mi pesar. Y así, cuando uno se adensa en las ensoñaciones del ser
logra olvidarse de sí mismo, de su condición finita, de su ''ya no'' que advendrá en
cualquier momento. Uno es cuando ya no está, y aquello que uno manifiesta de
manera permanente, aquello que uno es, aunque aparece y reaparece
constantemente, lo denomina la corriente psicoanalítica lacaniana goce pulsional;

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un fenómeno que escapa a toda decisión voluntaria y por la que, en general,
termina uno pasándolo mal.

La muerte es el origen del tiempo o, dicho de otro modo, la vivencia de la


finitud en el plano anímico y afectivo queda fijada en el concepto ''tiempo''. En esta
cuestión, Heidegger no se desenvuelve de manera distinta a otras veces. En
primer lugar, tenemos una percepción, ésta da lugar a un determinado afecto
dando paso, a continuación, a un estado anímico determinado que el existente
expresa de alguna manera con gestos y palabras emotivos. Pero sólo cuando se
ha dejado atrás este movimiento vivencial afectivo, cuando el existente lo piensa,
es cuando surge el concepto. Y nos parece que ''tiempo'' es el concepto que fija la
experiencia afectiva de la muerte, la angustia de la anticipación.

A otro que le podemos preguntar sobre el sufrimiento es a Sarter, y este


nos empezaría diciendo: El infierno son los otros.

En esta postura noes encontramos primeramente con la ética del sufrimiento


que Sarter muy bien la relaciona con esto; llamo “ética” a un conjunto de ideas
(que pueden dar lugar a teorías) que explican un hecho moral. Bien, ocupémonos
hoy del sufrimiento, un hecho moral entre otros. ¿Es un hecho moral? Sí, no lo
dudemos (si bien no queremos conscientemente el sufrimiento puesto que a quien
sí lo quiere podemos llamarlo masoquista); el sufrimiento es un valor moral, y
como prueba presento esta cita textual de Juan Pablo II, que aparece en su texto:
Carta apostólica Salvifici doloris sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano;
dice ahí el Papa:

Suplo en mi carne -dice el apóstol Pablo, indicando el valor


salvífico del sufrimiento- lo que falta a las tribulaciones de Cristo por
su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24).

Estas palabras parecen encontrarse al final del largo camino por el que
discurre el sufrimiento presente en la historia del hombre

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De cualquier modo partamos de este hecho: la existencia del sufrimiento,
respecto del cual hay muchas teorías que tratan de encontrar un sentido del
sufrimiento; si eso es así tenemos entonces varias éticas del sufrimiento. Un
ejemplo de ella es la ética existencialista defendida por Sartre. Él también tiene
una concepción del sufrimiento. No pretendo en estas pocas páginas abordar en
su totalidad la totalidad de la concepción sartreana del sufrimiento, así que sólo
daremos un esbozo de ella. Pero no antes de decir que, veo en Sartre una
afirmación de la vida en la tierra.

"El infierno son los Otros" son palabras mal interpretadas sino se acompañan
de su complemento: El cielo son los Otros. Metáforas con las cuales estoy de
acuerdo. Así que la fórmula "El infierno son los Otros" fue mal interpretada, porque
se creyó que significaba que los Otros eran "un infierno", mientras que Jean-Paul
Sartre lo que quería era comunicar la idea de que nuestro castigo por nuestras
malas acciones (metafóricamente representado por el infierno) es el veredicto de
nuestros prójimos. Claro, en la lectura del texto de Sartre es posible encontrar más
referencias al sufrimiento que merecen comentarios; por ejemplo, cuando hace
alusión a la mirada: “Esa mirada que me condena.”; esas miradas que me
condenan son el infierno. Partiendo de lo dicho podemos encontrar en Sartre una
Literatura filosófica, que, en el caso de la obra A puerta Cerrada, puede darnos
ideas acerca del sufrimiento.

Pero quiero decir que, si Sartre eligió ocupar parte de su tiempo en la


literatura esa elección no fue fácil, él sufrió; y más cuando se encuentra uno ante
ella con una actitud de autocrítica, tal es el caso de Sartre, lo que le llevó a decir
que ningún libro se sostenía ante un niño que muere de hambre. Vale la pena leer
por entero estas palabras de Sartre:

“No se puede escribir sin considerar que la literatura es todo. No


conozco escritor que haya pensado otra cosa. Cuando yo defendía el
compromiso, no era para reducir el alcance de la literatura, sino al contrario,
para permitirle conquistar todos los dominios de la actividad humana. Al
mismo tiempo, al menos que se piense que el hambre no es otra cosa que

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la palabra "hambre", es muy evidente que la realidad, toda realidad, niega a
la literatura, y que la literatura, en cierto modo, no es nada. No quiero con
esto decir que no haya habido en todo momento libros y niños que morían
de hambre. Solamente quiero decir que entre el hambre del niño y el libro,
la distancia es inconmensurable. Aun si es la emoción que he
experimentado ante el hambre lo que me impulsa a escribir, nunca lograré
llenar ese vacío. Para luchar contra el hambre hay que cambiar el sistema
político y económico, y la literatura en ese combate sólo puede desempeñar
un papel muy secundario. Un papel secundario que no es nulo sin embargo.
Hay una ambigüedad de las palabras: por un lado, no son más que
palabras, "literatura"; por otro lado, ellas designan algo y a su modo actúan
sobre aquello que designan: ellas modifican. La literatura debe operar en
esa ambigüedad. Si uno privilegia un aspecto u otro, o bien hace literatura
de propaganda o bien la reduce a lo que no quiere ser. No creo que se
pueda escribir sin sentir esa contradicción. Incluso diría que ella es el motor
de la literatura.”

Pero no nos alejemos más de la ética del sufrimiento que yo veo en Sartre, y
que está resumida en esta frase: “El infierno son los otros.”

El castigo por los crímenes cometidos, y conocidos recíprocamente, es este


encierro, no pudiéndose ocultar a la mirada de los Otros; por lo que se puede
concluir: “L´enfer c´est les Autres.” Pero, dejemos claro que a esta tesis el mismo
Sartre opone otra en otro texto sobre la misma obra, dice: “...los Otros son aquello
que hay dé más importante en nosotros...” Aquí el tema es el infierno: el hecho de
ser un infierno la relación con Otro, con los Otros: el infierno es cada uno para los
otros. En particular, Sartre ejemplifica el efecto de la mirada de los Otros en
nosotros, que puede ser tal que se constituya en un infierno, en algo insoportable,
en algo que desearíamos no vivir, en un castigo. Cuando la mirada de los Otros
nos condena; nos culpa, nos delata, nos revela nuestro delito, nuestro crimen; nos
hace responsables ante los Otros. La mirada de los Otros es un espejo. La mirada
puede ser salvaje, sin compromiso, y sin control por parte de quien es mirado y

15
por parte de quien mira. Es en estas circunstancias cuando la mirada es aún más
inquisidora, más acusadora del mal que hay en nosotros. Sartre rechaza la
posibilidad de que, en este infierno, las relaciones amorosas nos puedan salvar.
En la habitación hay una lesbiana, un hombre y una mujer heterosexuales, por lo
tanto, una pareja no es posible por los celos del Otro, ni tampoco es posible un
triángulo amoroso; ninguno renuncia a su condición sexual para jugar el juego de
las parejas, en este sentido debemos reconocer que son auténticos.

El mal está en nosotros, y se recrudece por vía de los juicios condenatorios de


los Otros; en la sociedad somos nosotros y los Otros indisolublemente unidos. El
mal genera angustia y desesperación, porque enfrenta fenómenos morales; por
ejemplo, el compromiso y la responsabilidad. Los personajes intentan otro escape
a la mirada, pero están condenados al fracaso; ellos conocen la realidad unos de
Otros. Este escape es la imaginación. Nuestra vida interior proyectándose tal y
como quisiéramos que la vieran los Otros.

Sartre logró comunicar con esta obra que nuestro castigo por nuestras
malas acciones, metafóricamente representado por el infierno, es el veredicto de
nuestros prójimos; por eso nos dice Sartre: “No hay necesidad de tridentes.” Una
obra en la que la libertad, una fuente de dignidad humana, también supone
responsabilidad. Sin éstas tendremos culpa y castigo. En fin, aquí en la tierra “No
hay necesidad de parrillas, “el infierno son los Otros." Sin embargo, pienso
que si los demás no conocen el mal que hay en nosotros (el mal en el que
incurrimos, nuestra culpa, nuestro delito) la mirada sin más de los demás no es
fácil que descubra algo en nosotros, podemos pasar por inocentes. Si los demás
no nos conocen, entonces su mirada no descubre nada en nosotros, lo más que
puede hacer es inhibirnos. Si nos sabemos culpables no tenemos ganas de ver a
los demás a los ojos, queremos escondernos.

"El infierno son los Otros", los demás, es decir, aquellos con los que
convivimos todos los días y que saben nuestro delito, con ellos vivimos a puerta
cerrada. Los que no viven con nosotros nos condenan una vez, los que viven
con nosotros nos condenan siempre. Nos condenan con la mirada, con

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sus reproches, con su desprecio, devalúan todo lo bueno que hagamos; y esto
puede ser así aunque con palabras digan que nos perdonan o que nos
perdonaron. Cierto, existe la complicidad, pero en realidad lo que hace ésta es
complicar la relación porque así la condenación es recíproca. Se me ocurre decir
que, quizás es mejor, cuando conozcamos a alguien, que no sepa de nuestras
malas acciones; para no ser mirados como culpables, para evitar el infierno. Y es
que se puede mirar con mirada infernal al culpable, o mutuamente los culpables se
mirarán con miradas infernales, dos o todos los culpables, es el caso de Estella,
Inés y Garcín, los personajes de A puerta cerrada: los tres están en el infierno,
saben recíprocamente sus crímenes, se miran; su castigo es el sufrimiento, “El
infierno son los otros.”

Dando un paso más, invito a esta síntesis a Steiner, y este nos diría primero
hay que tener en cuenta que, cuando hablamos del sufrimiento, evidentemente no
hablamos de cosas o situaciones o acontecimientos físicamente descriptibles.
Hablamos de la propia vivencia, de un estado sensible. El tema no es el signo
negativo de tal o cual cosa, sino aquello que adhiere signos a las cosas con que
entra en relación. Estas relaciones varían de acuerdo con los individuos y
momentos considerados. No afecta una argumentación del tipo “un enfermo
también puede ser feliz”. Sencillamente no se consideran ni los sanos felices ni los
enfermos felices.

Hablamos de los infelices sin importarnos si se trata de un enfermo o no. Y si


la enfermedad no es un fenómeno con frecuencia relacionado con mucho
sufrimiento, se puede borrar de la lista de problemas. No obstante, algunos
contextos, como una sesión de tortura, por ejemplo, igual que las expresiones de
dolor, miedo, etc., pueden indicar bastante fiablemente importantes sufrimientos.

No queremos recurrir a elaboradas imágenes representativas de las


atrocidades que son actualidad en cualquier momento en numerosos lugares para
no teñir nuestras reflexiones de impacto emotivo. Pero hay que reconocer su
existencia. Los más atroces tormentos son realidad, ahora mismo, en un caso y en
varios más y en unos cuantos miles, tal vez cientos de miles más. Podemos temer

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ser enterrados vivos o que nuestro hijo caiga en manos de un sádico. Nos
podemos imaginar lo que es la tortura sin límite de piedad y hay informes que la
denuncian en un buen número de países como forma institucionalizada del
ejercicio del poder. Y conviene recordar que el número de los afectados, con toda
seguridad, hoy es un múltiple del de los tiempos que se consideran los más
dramáticos de la historia (en Europa). Este aumento también se da en las víctimas
de las guerras, del hambre, de las catástrofes, de los accidentes.

Emprendiendo el esbozo taxonómico, podemos hacer una distinción entre el


sufrimiento físico y psíquico. Son sufrimientos psíquicos el miedo, la compasión, la
soledad, etc.

Entre los sufrimientos físicos están el dolor, el hambre, el cansancio, el frío, y


otros. Parece posible que sólo la conciencia de la causa exterior de nuestro
malestar introduzca la diversificación que nos hace hablar de tipos de malestar
diferentes. El sufrimiento psíquico nos viene de la interpretación de determinados
hechos, mientras el dolor físico, por ejemplo, se origina por alguna acción directa
sobre nuestras neuronas. En el extremo de su vivencia efectiva no por ello tiene
por qué haber centros experimentadores distintos. Luego puede hacerse otra
subdivisión: hay, por un lado, las agresiones directas, a nuestro bienestar y, por
otro, el sufrimiento por carencia. Si se acepta esta terminología, el dolor por
quemadura, es un sufrimiento por agresión, y el hambre, un sufrimiento por
carencia. El efecto determinativo que tienen estos sufrimientos sobre nuestra
conducta suele ser diferente. El sufrimiento por agresión provoca reacciones
negativas, huidas.

El sufrimiento por carencia exige una conducta positiva destinada a eliminar la


carencia. Este último merece algunos comentarios por su compleja acción
condicionante y por los conceptos relacionados con él.

Cuando hablamos de “necesidades”, “instintos” o “impulsos” solemos


referirnos a contextos vinculados al sufrimiento negativo. Aunque en el caso de
“necesidad” se trataría de un uso algo restringido, porque parece que también

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podemos decir, por ejemplo: necesito no sentir dolor, no quemarme, no pasar frío.
En general, una necesidad, en sentido restrictivo, es el requerimiento de un
complejo de conductas más o menos pautadas cuya no realización prolongada
provoca sufrimiento (comer para no pasar hambre, actos sexuales en el caso de
las personas que pueden sufrir por insatisfacción sexual, comunicación para evitar
la soledad, etc.). Los instintos e impulsos pueden considerarse, simplemente,
subconjuntos de tales necesidades. Parece que en ellos la predeterminación
biológica tiene especial peso en comparación con las necesidades más
determinadas por nuestras experiencias, nuestra educación, etc. Para los fines de
este trabajo es suficiente manejar el concepto de necesidad.

En algunas prácticas sexuales parecen compaginarse el dolor y el placer.


Aunque sólo sea en tales ocasiones, ¿no se disuelve el carácter
irremediablemente negativo del sufrimiento? ¿Es malo un estado que se presenta
como bueno y malo a la vez? Hay personas que defienden que pueden ser felices
aun sintiendo un fuerte dolor. Pero parece difícil defender la neutralización de
estos estados. Mucho bienestar y mucho malestar no equivalen a un indiferente ni
lo uno ni lo otro. Y la aparente coexistencia tampoco tiene que ser exactamente
tal. El sentimiento, las sensaciones, tienen como condición imprescindible la
temporalidad.

Con la palabra “sufrimiento” nos referimos a un conjunto de hechos sensibles


diferentes en varios sentidos. Pueden darse en contextos muy diversos, tener
mayor o menor intensidad y duración y aparecer en más o menos individuos. No
tendría ningún sentido práctico reducir el mundo a dos alternativas: un mundo con
sufrimiento y un mundo sin sufrimiento. Así se podría argumentar que el
sufrimiento forma parte de la vida, por lo que no puede erradicarse totalmente, por
lo que no tiene sentido luchar contra él. No tendría sentido entonces el que
comamos o durmamos. Una lógica parecida lleva a decir que en una guerra vale
todo lo que pueda hacer daño al enemigo y convierte en inútiles conceptos como
crímenes de guerra o el respeto a la población civil.

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La lucha contra el sufrimiento es una clara cuestión de más o menos. La
perspectiva sólo puede ser la que permita que nos preguntemos qué acciones
pueden reducir la cantidad global de sufrimiento, o paliar, prevenir o eliminar
algunos hechos sensibles negativos del mundo. Para ello importa tener en cuenta
la frecuencia, la duración y la intensidad. Es un serio problema cotejar entre sí la
importancia de estas dimensiones y, seguramente, es bastante ingenua la
pretensión de los primeros utilitaristas, como Bentham, de calcular la cantidad de
bienestar que una opción pueda generar. Por ejemplo, no parece calculable
oponiendo frecuencia a intensidad, cuántos casos de sufrimiento moderado serían
equivalentes a uno de sufrimiento muy intenso. Pero podemos decir que todas
estas dimensiones importan y que hay que buscar la reducción máxima posible de
todas ellas. Esto es insatisfactorio por razones prácticas, porque complica la toma
de decisiones moralmente correctas. Es una limitación, pero tampoco condiciona
todo nuestro potencial de racionalización de nuestras decisiones, ya que nos
podemos apoyar en la cuantificación interna de cada una de las dimensiones.

Es sencillo dar ejemplos cotidianos de opciones que suponen simplemente un


sufrimiento menor en comparación con el que se evita a través de ellas
(trabajamos, nos esforzamos, vamos al dentista...) y en situaciones más
conflictivas los costes asumidos pueden ser muy altos (los riesgos y penurias que
los soldados aceptan en una guerra, por ejemplo). A este fenómeno lo llamamos
“principio del mal menor” en contraposición a lo que sería el “principio de la
solución”.

A menudo mantenemos actitudes positivas incluso ante nuestro propio


sufrimiento. Esta actitud probablemente constituye una respuesta adecuada a
nuestros problemas. Una disposición psicológica positiva es más llevable y puede
frenar reacciones precipitadas. Pero esta actitud útil se transformaría en una
falacia si se formulara en el nivel teórico como bondad del sufrimiento, porque su
función también consiste en paliar problemas y no en decir que éstos son buenos
como tales. Siempre nos encontramos con la lucha contra el sufrimiento y la
imposibilidad teórica de rehabilitarlo.

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Opiniones como que el sufrimiento sirve para madurar, o que la vida sería
aburrida sin él sólo tienen sentido si hay alguna necesidad de madurar o si el
aburrimiento es más molesto que el remedio. La disposición a aceptar
voluntariamente algún contexto de sufrimiento concreto (un sacrificio) tampoco
supone la aceptación del propio sufrimiento. Siempre habrá una razón por la cual
se da, y esta razón será la realidad o la perspectiva de otros sufrimientos.
Tampoco el masoquismo es una excepción. El dolor o la humillación que
aparentemente busca el masoquista son el precio que tiene que pagar para
conseguir la satisfacción de necesidades apremiantes, es decir, de necesidades
cuya insatisfacción le supone un sufrimiento importante. No se puede mantener
que al masoquista le gusta sufrir. A nadie le puede gustar sufrir. “Sufrimiento” es el
nombre de un estado cuyo fin se desea espontáneamente sin que nada ni nadie lo
pueda impedir.

La maldad radical intrínseca del sufrimiento también parece quedar


cuestionada cuando se utiliza como castigo. “Se lo merece” decimos cuando
hablamos de alguien castigado de forma justificada. El problema se traslada así de
la exposición al sufrimiento a los defectos de las personas. ¿Pero no es sensato
interpretar estos defectos precisamente como causas al menos potenciales de
sufrimientos que a través del castigo se quieren eliminar? “Merecer el castigo”,
“ser culpable”, etc., son expresiones que a un nivel de interrelación humana tienen
una importante función reguladora. Son juicios acompañados de elementos
emotivos como el odio o el desprecio, juicios psicológicamente contaminados,
pero no por ello ineficaces en la práctica. Son la expresión pragmática de lo que
reflexivamente se reconoce como medidas cuya función última ideal es controlar
conductas que hacen daño y son susceptibles de ser cambiadas a través del
castigo.

El sufrimiento en general efectivamente tiene una función biológica en el


sentido de contribuir a la viabilidad de ciertos seres. Condiciona nuestro
comportamiento y nos obliga a seguir algunas pautas de conducta que llamamos
instintos o necesidades biológicas. En general, serán conductas favorables a

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nuestra supervivencia. La teoría de la evolución es tan aplicable a las conductas
genéticamente condicionadas como a las características físicas.

Todo instinto implica un ajuste conductual destinado a evitar, de una forma


más o menos inmediata, el sufrimiento. Para que el sufrimiento cumpla con su
función biológica hay que suponer una relación entre nuestra sensibilidad y las
circunstancias, configurada ventajosamente para la existencia de la especie. El
pájaro necesita construir un nido. Y lo hace sin poder saber de qué sirve y sin
conocer ni siquiera la función de los pequeños pasos que tiene que dar para
construirlo. Teóricamente podría pensarse en una solución meramente fisiológica
e insensible, como la que se atribuye normalmente a las reacciones de las plantas.
Pero lo que interpretamos como instinto o necesidad tiene como elemento
necesario la experiencia sensible que acompaña su contravención. La infracción
biológica no queda sin castigo.

El suicidio no es una puerta de salida fácil de abrir, siempre disponible para


evitar el sufrimiento más insoportable. Aparte de las barreras ya mencionadas nos
encontramos con casos donde este recurso resulta imposible, casos como niños
pequeños agonizantes o personas controladas por sus verdugos. De todos modos,
la algo frívola creencia en la solución fácil es desmentida por la realidad efectiva
del inmenso sufrimiento de, ya, muchos millones de personas. Por otra parte, el
suicidio se practica efectivamente y, procreando, aumentamos tanto las
estadísticas correspondientes como los sufrimientos previos a esta decisión.

Uno de los grandes de la época contemporánea que invito a pasar a la


puesta a escena es a Nietzsche, que nos dirá que dolor y sufrimiento van de la
mano.

El sufrimiento puede tener origen en el dolor físico, pero evoca aspectos


más profundos de la persona. Todos hemos sentido a ambos en mayor o menor
medida. Y todos queremos evitarlos. Tenemos claro que la básica definición de
Mill sobre la felicidad como placer, entendido como ausencia de dolor, no es
condición suficiente, pero sí necesaria. Epicuro dijo que el placer es principio y fin

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de la vida feliz. Placer para él es no experimentar dolor en el cuerpo ni
desasosiego en el alma. Cuando nos duele el cuerpo o sufre nuestra alma o
«psiquis», no podemos ser felices. Sin embargo, son situaciones que no podemos
evitar, y están en nuestras vidas, lo queramos o no. ¿Tienen el dolor y el
sufrimiento algún sentido?. Nos enseñaron a aceptar que los hechos son los
hechos, y que darle un sentido subjetivo a los mismos es tergiversarlos. Pero, por
un lado, nada más subjetivo que el dolor: ¿cómo dar pruebas de mi dolor si mi
interlocutor no me cree?,¿cómo saber que el otro siente dolor sin haberlo yo
sentido antes?, ¿cómo «medir» la magnitud del dolor de otro de otra forma que no
sea preguntándole?...en fin, ¿cómo veo, palpo, huelo, gusto o escucho el dolor?

El dolor no es un hecho, pero está ahí, a continuación de ciertos hechos.


Por otro lado, es innegable que el mundo humano es el mundo del «sentido».
Hasta las ciencias no son otra cosa que un mero darle «sentido» a los hechos, un
sentido consensuado y aceptado por la comunidad científica. Pareciera que lo que
carece de sentido es, de algún modo, irracional. La razón nos ordena buscar el
origen y la dirección de todo. Puedo preguntar por las causas de mi dolor, por qué
me afecta tanto, cómo hacer para aliviarlo. Pero si pregunto «¿por qué a mí y para
qué?», estoy yendo más allá, estoy preguntando por el sentido profundo de
aquello que me sucede. ¿Por qué y para qué?

Nietzsche tiene una frase, una de las más populares, que dice en su versión
más difundida: «lo que no nos mata, nos fortalece». Más allá de las
interpretaciones vitalistas, podemos rescatar de esta frase un profundo sentido al
dolor y al sufrimiento. ¿Para qué sufrir? Para fortalecernos. Se dice que el hombre
crece y madura en el sufrimiento, que el dolor lo templa y lo enriquece. Pero, ¿nos
es dado a todos enriquecernos cuando sufrimos? Imagino que hay diferentes
maneras de enfrentar el dolor.

La más común es querer huir del mismo, alejarlo, eliminarlo. Tomaremos


analgésicos, calmantes; nos evadiremos en una agitada vida laboral, social, el
alcohol o las drogas; nos anestesiaremos física y psicológicamente. Pero cuando
esto no sea suficiente, cuando no haya modo de escapar de él, ¿qué haremos

23
además de desesperarnos y sentirnos los seres más miserables del planeta?
¿Podremos encontrar otra forma en la que no nos duela tanto lo que nos duele? Y
si encontramos esa forma, ¿importará que nos digan que no hay manera de saber
si es verdadera? La «verdad» de las creencias es otro de los grandes problemas
filosóficos. Sin ahondar en ellos, podemos decir que nos preocupamos por creer
sólo en lo que es verdadero y exigimos para ello pruebas. Podemos adherir
también a varios tipos de teorías sobre la «verdad» (sólo voy a detenerme en dos).

Por un lado se encuentra la teoría correspondientita, que afirma que la


verdad es una relación que se da entre el lenguaje y el mundo. Es el mundo el que
determina si la proposición es verdadera o falsa según se dé o no el hecho que
describe la proposición. La verdad no depende de nosotros, no es relativa a
ningún sujeto, a ninguna cultura o época. La verdad es absoluta, objetiva y
depende sólo de cómo es el mundo. Si bien esta teoría es la que convoca más
seguidores, no puede aplicarse en el caso que nos ocupa, esto es, saber si es
«verdadero» el sentido que le he encontrado al dolor (instancia imprescindible si
quiero creer en él). Para ello, me remitiré a un positivista lógico, Wittgenstein , que
adhiriendo a esta misma teoría, dice:

« El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el


mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún
valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor»

Wittgenstein se refiere a los valores éticos y estéticos (de hecho, para él, lo
ético no se diferencia de lo estético). Es fundamental su afirmación:

« Todas las proposiciones tienen igual valor»

Como las proposiciones son descripciones de hechos posibles, todas son


iguales y entre ellas no existe preeminencia alguna, no hay jerarquía ni diferencias
de valor entre ellas. Por lo tanto, si se quiere expresar el sentido del mundo por
medio del lenguaje, se deberán infringir los requisitos del principio de isomorfa
(correlación lógica entre el lenguaje y la realidad, es decir, a cada proposición le
corresponde un hecho de la realidad), porque, o bien el sentido de los hechos es

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parte del mundo, esto es, será un hecho más entre los hechos (y no se ve cómo
pueda dar sentido a los demás hechos), o bien el sentido está fuera del mundo, y
entones el lenguaje no puede hablar de él. Es decir, si hubiera algún valor en el
mundo, sólo por eso no tendría valor. Considerar el valor como parte del mundo
equivale a convertirlo en un hecho y despojarlo de su condición de tal. Por lo tanto,
no puede haber proposiciones de ética (lo mismo que de estética). Sobre esto:

«El bien y el mal aparecen únicamente con el sujeto. Y el


sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo».

Los valores suponen un sujeto y aparecen sólo con él. Pero puesto que el sujeto
es el límite del mundo, todo lo que se refiera a los valores pertenece igualmente al
límite del mundo. Nada de esto puede alterar los hechos. No puede alterar nada
de lo que es posible expresar por medio del lenguaje, sino que, si puede modificar
algo, será los «límites del mundo».

Por otro lado, si le encontramos sentido a nuestro dolor, podremos también


ayudar a nuestros semejantes a encontrar el sentido a los propios, cuestión que
no es de menor importancia en un trabajo hospitalario donde el dolor y el
sufrimiento son cosas cotidianas. Si vemos que el «sentido» nos ayuda, nos
calma, nos contenta, también lo hará con otros. Podemos entonces aliviarlos con
calmantes y tranquilizantes, y también podemos transmitirles, además, ese sentido
que hemos encontrado para nosotros, o la inquietud de una búsqueda propia. No
hay manuales que nos expliquen la necesariedad del dolor en nuestras vidas,
excepto la de ser una señal de que algo anda mal. ¿Por qué no se encienden
luces de colores? Sea como sea, el dolor está ahí e indica que algo debe cambiar.
Hay que curar, sanar, restaurar el cuerpo. También el sufrimiento indica que algo
anda mal. Hay que sanar, curar, restaurar el alma. Si la enfermedad no tiene cura,
debo aprender a convivir con ella. Si los hechos que me afectan no tienen
solución, debo también vivir con ellos. Pero para lograr eso, algo en mí se debe
modificar. Debo crecer.

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Debo aprender más. Debo valorar otras cosas de la vida, porque si para
algo sirven el dolor y el sufrimiento, es para poder diferenciar lo verdaderamente
importante de lo que no lo es. Un gran dolor tiene que hacernos poner en su lugar
a esos pequeños dolores que magnificábamos. Si luego de un gran dolor
volvemos a valorar las cosas de la misma forma en que lo hacíamos antes de él,
es porque no hemos aprendido nada. Si luego de un gran dolor no ampliamos la
mirada y se nos ensancha el mundo, lo que está más allá de los límites del
mundo, de nada nos ha servido. No nos hemos conocido más a nosotros mismos.
Si no creemos en una sabiduría de la vida, construyamos nuestra propia sabiduría.
Y creamos en ella. Si, como dice Wittgenstein, «para el hombre feliz, el mundo es
diferente que para el infeliz» (siendo el mundo fácticamente el mismo), seamos el
primer tipo de hombre. Si algo no nos ha matado, que nos haya fortalecido.

Le preguntaré a Jasper sobre la cuestión del sufrimiento y este nos dirá


sinceramente la muerte nos ocupa también en gran medida puesto que se refiere
a lo desconocido, el gran misterio de la vida y para el cual no hay respuesta
definitiva. Lo único que se puede afirmar es que el tiempo es la muerte, tiempo
necesario para concebir una nueva vida.

En la mitología griega, Cronos, se come a sus hijos y aunque el amor


también es implacable en el sufrir (Afrodita), existe el amor compasivo que
trasciende el tiempo y el dolor. Este aspecto se retomará más adelante. Si
buscamos una explicación de la enfermedad en la racionalidad del mundo
europeo, enseguida se muestran las guías que conducen a buscar las causas de
la enfermedad y las que originan el dolor.

La racionalidad del mundo oriental, es decir, la tradición del pensamiento


médico chino, hindú, etc., antepone tal vez la intuición como primera fase de la
exploración de lo que sucede en el paciente y, la compasión, como la forma de
amor y acompañamiento que armoniza las técnicas terapéuticas que se han
desarrollado en siglos. Para los orientales la única esperanza de salud se
encuentra en vivir en armonía consigo mismo y con el entorno. La vida será
dolorosa mientras la ignorancia sea la que oriente la conducta de los seres

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humanos. Al respecto Deshimaru, exponente de la tradición budista en occidente,
comenta que la vía, el camino.

"es comprender al ego. Estudiar el ego es olvidarse de sí.


Olvidarse de sí es estar en armonía con todas las existencias del
cosmos"

Es importante destacar que la vida emocional del sujeto está presente en el


origen y en el proceso del sufrimiento. Como lo manifiesta el budismo: en el origen
del sufrimiento han estado siempre la vejez, la enfermedad, soledad, locura y
muerte.

El hombre es un ser que entraña en sí mismo inseguridad porque su


existencia, en la libertad de elección, se arriesga a probabilidades, peligros y
equivocaciones. Vive en tensión y contradicciones, pero la vida es el
descubrimiento del ser por su realización histórica, es trascendencia y satisfacción
por lo completado, en el que se corre peligro, se extravía y se recupera,
haciéndose cada vez más clara y profunda (desarrollo espiritual). Es un camino
abierto a la conciencia que la capta.

En Psicopatología, debe separarse el conocer del valorar, esta


diferenciación va a permitir al investigador poder sumergirse en los hechos de vida
del sujeto, como ya se mencionó, sin prejuicios. Pero según los planteamientos de
este autor el sufrimiento deriva de la conciencia del hombre acerca de su finitud,
por lo que la realización de la existencia de la humanidad está ligada al tiempo.

Es importante destacar que la vida emocional del sujeto está presente en el


origen y en el proceso del sufrimiento. Jaspers reflexiona en un aspecto de suma
importancia para la vida y el sufrimiento, en el hecho de que el hombre avanza y
se detiene en la realización de su ser, va superando tensiones y contradicciones.
Pero, cuando ha comprendido la vida y la madurez alcanzada le muestra el
camino a la verdadera satisfacción por su existencia, ya la muerte está muy cerca.
Es en definitiva este aspecto lo que más desespera al hombre, no poder concluir
su vida de trascendencia, de allí la negación a la posibilidad de morir. En

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consecuencia, para los profesionales de la ayuda (médicos, psiquiatras,
psicólogos, etc.) es importante tener en cuenta estas consideraciones a fin de
contribuir a la comprensión que puede hacer el individuo acerca de las propias
emociones, sus padecimientos y pérdidas, en definitiva a tener conciencia de la
finitud material y de prepararse para ese evento y para un mejor morir. A tono de
conclusión, no se trata únicamente, en las ciencias de la salud, de identificar la
causa y de explicar la situación de enfermedad o el porqué de la muerte, sino
tener una visión mucho más completa de lo complejo del ser humano y sus
circunstancias, que nos permita comprender y facilitar la toma de conciencia de lo
que le está ocurriendo y apoyar las decisiones correctas de la persona con
respecto a su salud y la preparación para la despedida.

Al último que me encuentro es a Victor Frankl que estuvo recluido por su


condición de judío en los campos de concentración nazis de Auschwitz y
Türkheim, y tuvo que soportar con toda la crudeza su infrahumana brutalidad.

El interés principal del hombre, es el de encontrar un sentido a la vida,


razón por la cual el hombre está dispuesto incluso a sufrir a condición de que este
sufrimiento tenga un sentido.

Frente al clásico homo sapiens, Frankl tiene la audaz osadía de oponerle


al homo patiens , al “hombre doliente”. El “atreverse a saber”, que es tan propio de
la naturaleza humana, se debe completar con el “atreverse a sufrir”, que tiene
como virtualidad justificativa el convertir el sufrimiento en acción trascendente,
puesto que el sufrimiento aceptado con sentido positivo, nos lleva más allá de
nosotros mismos, haciéndonos más aptos para vivir valores humanos de un rango
superior a las acciones del homo faber, que se siente esclavizado por el afán y la
fiebre de la producción puramente material, la única que valora y estima:
Al imperativo sapere aude oponemos otro: pati aude ¡atrévete a sufrir! El “homo
patiens” transforma el sufrimiento en acción; sabe que al tender hacia el
sufrimiento ya lo trasciende, y es que no sólo cumplimos y realizamos valores
produciendo, sino también viviendo y sufriendo.

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Adjetivación del hombre como patiens , derivado del infinitivo latino patior ,
equivalente a padecer, resistir, soportar físicamente o moralmente un daño. Frankl
sostiene que el sufrimiento alberga muchas posibilidades de sentido, y una de
ellas, es que comprendemos mejor el sentido de nuestra dignidad antropológica y
en consecuencia de nuestra trayectoria humana para conducirnos a una sólida y
verdadera felicidad. Esta era la profunda intuición de Dostoyevski, al narrar el
pasaje en el que el monje ortodoxo Zossima, en su silenciosa y humilde celda del
monasterio, ofrece una serie de consejos a Aliosha, el menor de los hermanos
Karamazov, para confiarle con ternura al final de los mismos: “He aquí mi
testamento: Busca tu felicidad en las lágrimas”. Una vez muerto el iluminado y
profético monje, se le aparece en sueños a Aliosha, diciéndole con solemnidad:
“Sufrirás mucho, pero encontrarás tu felicidad en los mismos sufrimientos”A ello se
refiere Frankl, en uno de sus recientes escritos.

En realidad, ni el sufrimiento ni la culpa ni la muerte -toda esta triada


trágica- puede privar a la vida de su auténtico sentido.

El valor y el mérito del sufrimiento está en relación proporcional con la


capacidad de saber aceptarlo, no con disposiciones tristes y exasperadas, sino
con actitud positiva y de sentido, hecho que sucede cuando somos conscientes de
que es un factor que incrementa y desarrolla la personalidad, la hace más fuerte y
equilibrada, y también más comprensiva del dolor ajeno. Pero esta libre y positiva
aceptación del sufrimiento, no significa para Frankl, que el sujeto doliente se
sumerja en sus sufrimientos por una especie de torcida atracción, rechazando sin
más, cualquier posibilidad de ser amortiguado o evitado, como respondiendo a las
exigencias de una personalidad masoquista y desquiciada.
El mérito de aceptar libremente el sufrimiento no se debe interpretar el asumir
voluntariamente un dolor o sufrimiento que se podría evitar.

Para Frankl, lo esencial en la forma de su disposición es “el cómo” se


sobrelleva el sufrimiento para poder vislumbrarle un sentido con significado, ya
que de lo contrario, se interpretará como un acontecimiento absurdo y sinsentido,

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destructivo de la persona, como una odiosa causa de tristeza y desesperación.
Por eso no es de extrañar que, los que acechan monotemáticamente la
complacencia y el agrado en sus acciones, apartando con infundado horror al
sufrimiento, se desarman de la fortaleza para soportar el dolor o la enfermedad
cuando les atrapa, hundiéndose en la desesperanza, y ahí está su fracaso. Al
rebelarse frente al sufrimiento, no sacan de ello ningún provecho existencial, y se
produce la paradoja de que su obsesión para escapar del mismo a toda costa, aún
agudiza más la mordedura estéril de sus propios sufrimientos: El cómo se
sobrelleva un sufrimiento ineludible, encierra ya un sentido del sufrimiento.

El sufrimiento que parece no tener sentido, lleva a la desesperación.


Cuando el sufrimiento que se aposenta en nuestra existencia se concibe como
algo inexplicable y pavoroso, como un mal absoluto sin posible justificación,
causante de traumas y trastornos psíquicos, se intenta enmascarlo por todos los
medios. Pero estas ocultadoras pretensiones que silencian la realidad del
sufrimiento en sus propias vidas y en la de los demás, para establecer falsas y
quiméricas ilusiones de una supuesta vida sin padecimiento, al no verse
cumplidas, hacen insoportable su asunción, desaprovechando con ello, la
oportunidad para hacernos más humanos y más sensibles con el dolor ajeno:

El sufrimiento necesario es un sufrimiento que tiene sentido, eximirle al ser


humano de él, sería inhumano. Efectivamente, rechazar sistemáticamente el
sufrimiento y el sacrificio que inevitablemente la realidad nos demanda, se puede
conseguir al precio de aceptar una vida falseada en sus cimientos, que al precio
de deshumanizarse paulatinamente, engendra personalidades afectivamente
débiles e inestables. Estas endebles personalidades, solamente encuentran la
seguridad afectiva de su vaciedad interior, en modos de existencia sumergida en
la perenne frivolidad, solícita en buscar modos de conducta que apenas ofrezcan
resistencia y esfuerzo para lograr sus tibios propósitos. Pero estos planteamientos
vivenciales propios de una feliz inconsciencia, narcotizan la sensibilidad para
apreciar la realidad de un mundo generador de tantos sufrimientos en todos los
órdenes. El conde de Gloucester ante el sufrimiento que le produce la inminente

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locura del Rey Lear, afirma que también él, desearía sumergirse en la feliz
irracionalidad inconsciente de la locura para ahuyentar el sufrimiento: “Más me
valiera estar loco; entonces olvidaría mis sufrimientos. Una imaginación extraviada
nos quita la conciencia de nuestros males”.

En este plano de consideraciones, se entiende que Frankl valore la


importancia de que los médicos, que son los que más tratan con las personas que
sufren, sepan transmitirles la dimensión positiva del sufrimiento, de ayudarles a
descubrir su metasentido, en el que el sentido se hace razonable, para saber
incorporar en sus vidas los más preciados y genuinos valores. Pero la condición
previa para lograr estas nobles propósitos, depende de que los médicos tengan la
suficiente sensibilidad y el adecuado conocimiento de la naturaleza humana para
concebir el sufrimiento no como un factor disolvente de la persona, sino como una
realidad plena de sentido, y como una inestimable oportunidad para que tantos
enfermos azotados por el dolor puedan recobrar la autoidentidad y estima
personal:

En una época que tanto se sufre de la falta de fe en el sentido, se precisa


que el médico se haga cargo más que nunca, y haga de ello consciente al
enfermo, de que la vida del ser humano que sufre no deja por ello de tener su
sentido, sino al contrario, ella es la que ofrece las mejores posibilidades de colmar
el más profundo de los sentidos y de realizar el valor de más elevado rango.

El plano de lo espiritual es el único en que es imaginable: un sentido del


sufrimiento: “El hombre actual, en su mayoría, ha prescindido de Dios… y por ello
ha perdido una aptitud maravillosa de convertir el sufrimiento en fuente de paz y
progreso interior”. Es indudable que el sufrimiento, cuando adquiere un sentido
superior y se acepta como un hecho normal y positivo de nuestras existencias, se
constituye en una fuente inagotable de enriquecimiento y progreso en todos los
órdenes. Así ocurre en el campo de la docencia, asumiendo el sacrificio que
demanda el incremento de la cultura (no hay cultura sin dolor, afirmaba Unamuno),
también en el campo del arte y la literatura en el que el sufrimiento físico o moral

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han sido frecuentemente una fuente de inspiración creativa, en el campo
profesional para afrontar con la debida competencia las duras exigencias que
demanda el mercado, en el campo ético, para incrementar y desarrollar las
virtudes, etc. Frankl, recordando sus años de prisionero en los campos de
concentración nazis, afirmará con rotundidad, que si el sufrimiento, la muerte, la
enfermedad, no tuvieran un sentido más allá de nosotros mismos, la vida no
merecería ser vivida: ¿Tiene todo este sufrimiento, estas muertes en torno mío,
algún sentido? Porque si no, definitivamente, la supervivencia no tiene sentido,
pues la vida cuyo significado depende de una causalidad -ya se sobreviva o se
escape a ella- en último término no merece ser vivida.

Teniendo ya a todas estas posturas filosóficas de algunos autores, me


pasare a la centralidad del tema del sufrimiento dentro de la teología, que es el
justo sufriente, que esto no es una cuestión de teología ni mucho menos de
creencias, sino una realidad salvífica, como ya lo decía Víctor Frankl: Mas valiera
esatr loco, a olvidarme de mis sufrimientos.

El mal acompaña al hombre y a la mujer a lo largo de toda su vida. De un


modo u otro, está o se hace presente. Muchas personas han sufrido en la historia
y muchas otras sufren hoy la embestida del mal en sus diversas formas. Frente a
este panorama se plantea la necesidad de buscar un sentido al mal y al dolor.
Refiriéndose al sufrimiento de los niños, se preguntaba Juan Pablo II:

«¿Qué mal han cometido estos niños para merecer tanta


desdicha? Desde una perspectiva humana no es sencillo, es
más, resulta imposible responder a esta pregunta inquietante.
Solamente la fe nos ayuda a penetrar en este profundo abismo
de dolor».

La perspectiva de la fe lleva a algunos a acudir a Dios, buscando una


respuesta al sentido del mal. Otros, al no encontrar solución, caen en el ateísmo.
Los interrogantes formulados a la vista del mal o de su experiencia son
innumerables.

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«¿No podría Dios frenar el progreso del mal? (...) ¿no podría
salir de su silencio y quebrar más frecuentemente el ímpetu
del Mal?».

A estos interrogantes pueden añadirse otros, entre los que destaca el


siguiente: ¿Dios sufre? Una respuesta posible a la cuestión del mal, es presentar
al mismo Dios afectado por dicha enigmática realidad. «La respuesta de Dios al
sufrimiento debe ser hallada en su amor compasivo y misericordioso. Él sana
nuestro sufrimiento tomando parte en él» . Una vez planteada la cuestión del
«sufrimiento» de Dios a partir de la experiencia del mal y del dolor, se observa la
posibilidad de abordarla desde diversos ángulos. Así, desde un cierto punto de
vista, pareciera que Dios no es totalmente ajeno al sufrimiento. La agonía y el
dolor experimentados por Cristo en la cruz manifestarían el más profundo
«sufrimiento» de Dios.

«La misericordia de Cristo no es una gracia barata, no supone la


banalización del mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el
peso del mal, toda su fuerza destructora. El día de la venganza y el
año de la misericordia coinciden en el misterio pascual, en Cristo,
muerto y resucitado. Esta es la venganza de Dios: él mismo, en la
persona del Hijo, sufre por nosotros. Cuanto más quedamos tocados
por la misericordia del Señor, más solidarios somos con su
sufrimiento, más disponibles estamos para completar en nuestra
carne “lo que falta a las tribulaciones de Cristo” (Colosenses 1, 24)»

La cuestión del mal y del dolor se ilumina especialmente desde el misterio


pascual del Hijo de Dios. Comprender adecuadamente el sentido que el mal
adquiere desde el acontecimiento salvífico de la Cruz, implica saber si el mal
afecta a Dios. La teología natural y la teología trinitaria se acercan al misterio de
Dios, desde ópticas diferentes. La teología natural es un caminar filosófico hacia
Dios. Se fundamenta en la huella dejada por Dios en la creación y, de modo
especial, en el hombre creado a su imagen y semejanza.

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Su punto de partida es la contemplación de Dios como causa primera y se
realiza con la luz de la razón natural. La teología natural no llega a conocer a Dios
en sí mismo, en la intimidad de su ser. Sin embargo, el conocimiento alcanzado es
suficiente para saber que existe.

La teología natural se propone «conocer a Dios como causa primera de los


entes y lo que eso lleva consigo, es decir, una serie de perfecciones y atributos» .
Entre dichos atributos está la inmutabilidad divina, en virtud de la cual Dios no
podría sufrir ninguna de las mutaciones que se observan en el mundo. Por lo
tanto, Dios no podría experimentar el sufrimiento. La teología trinitaria se sitúa en
un nivel distinto y superior. Se trata de un caminar teológico hacia Dios.

«Tiene como punto de partida la revelación que Dios ha hecho de Sí


mismo, de su intimidad, de su naturaleza (...) se realiza además a la
luz de la fe. (...) La fe hace ver que ese misterio es mucho más
trascendente de lo que se pudiera sospechar por la mera razón
natural. (...) Es por la Revelación como conocemos que Dios es
Padre, Hijo y Espíritu, es decir, como conocemos algo de (...) lo que
Dios es en sí mismo» y «los designios misericordiosos de Dios sobre
el hombre y sobre la historia».

La teología trinitaria también estudia los atributos divinos, y entre ellos la


inmutabilidad y la ausencia de pasiones en Dios, que permitirían afirmar que Dios
no sufre. Sin embargo, son numerosos los teólogos que a partir de la revelación
de Dios contenida en la Sagrada Escritura buscan afirmar que Dios, de algún
modo, sufre. Dios no puede ser indiferente al dolor y sufrimiento humanos. Su
infinita compasión le llevaría a sufrir con ellos. En definitiva, al tratar la cuestión del
«sufrimiento» de Dios, pareciera que está en juego la noción misma de Dios. El
estudio del «sufrimiento» de Dios puede hacerse, por tanto, desde distintos
ángulos y puede implicar otras cuestiones más o menos relacionadas.

La dimensión trinitaria marca decisivamente la reflexión actual acerca del


sufrimiento de Dios. Los esfuerzos por presentar las implicaciones del sufrimiento

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en cada una de las personas divinas son bien patentes En efecto, si bien es
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado quien sufre la pasión «¿puede limitarse ese
sufrimiento a la naturaleza humana de Jesús, habrá de atribuirse al Logos divino
hecho hombre en virtud de la “communicatio idiomatum”, se podrá ir más allá
sosteniendo que este sufrimiento del Hijo de Dios afecta a la realidad interna de la
misma vida divina y, más en concreto, a su relación con el Padre?». En la
elaboración del dogma cristiano se han observado diferentes posturas. En la
época patrística tuvieron lugar algunas expresiones audaces. Por ejemplo:
«Confesamos que uno de la Trinidad ha sido crucificado según la carne, y
rechazamos al mismo tiempo como una blasfemia la idea de que la divinidad es
pasible» o también «unus de Trinitate passus est». A pesar de la fuerza que
contienen este tipo de expresiones, no logran superar el «lenguaje yuxtapositivo
de la impasibilidad esencial de Dios, por una parte, y del sufrimiento verdadero del
Logos divino en cuanto hecho carne, por otra».

Las consecuencias trinitarias de la pasión del Hijo de Dios conducen al


planteamiento de una posible Pasión del Padre. Un primer esbozo de la cuestión
trae necesariamente a la memoria el patripasianismo, herejía que afirmaba la
pasión del Padre como consecuencia de una identidad de persona entre el Padre
y el Hijo. Sin embargo, la teología contemporánea es consciente de este extremo.
Las diversas posturas actuales sobre el dolor de Dios presuponen y acentúan la
distinción real de las Personas divinas.

El sufrimiento del Hijo tendría una correspondencia en la Persona del


Padre. «Hay también un dolor, un sufrimiento, una piedad, una pasión del Padre,
una “pérdida” del Hijo en el acontecimiento de la cruz. En la compasión del Padre
por el género humano surge la iniciativa de enviar a su propio Hijo y de entregarlo
a los padecimientos de la cruz a favor nuestro. Un Padre así padece
conjuntamente la suerte de su Hijo: está animado desde siempre, como dirá
Orígenes, por una “pasión de caridad”»

La consideración auténticamente trinitaria del acontecimiento de la cruz


supone desarrollar de algún modo la participación de la tercera persona de la

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Trinidad. Sin duda «esta dimensión pneumatológica constituye el elemento más
difícil de articular dentro del discurso sobre la pasibilidad divina». En efecto, la
teología del Espíritu Santo «tropieza con dificultades especiales cuando intenta
presentar la implicación del Espíritu en el acontecimiento de la cruz y expresar su
participación personal en términos de sufrimiento, pasión o dolor del Espíritu
Santo». Estas dificultades se suman a las ya señaladas en términos generales
sobre el «sufrimiento» de Dios.

El «sufrimiento» de Dios está relacionada con la respuesta que pueda darse


al hombre concreto que sufre y que espera la liberación del mal. Las
consecuencias de un sufrimiento que alcanza al mismo Dios no son pacíficamente
aceptadas. Así mientras algunos, como Bonhoeffer señalan que precisamente un
Dios que sufre es un Dios capaz de ayudar, otros observan que si Dios sufre ya no
queda esperanza al hombre de ser liberado del mal y del dolor. El hombre y la
mujer que sufren esperan ser salvados, es decir liberados del mal y del dolor.
Ahora bien, si Dios mismo sufre, ¿cómo puede liberar del mal y del dolor? La
cuestión no está exenta de complejidad. Articular una respuesta no resulta fácil,
precisamente porque Dios mismo ha salvado a la humanidad, en Jesucristo, a
través del sufrimiento y de la muerte en la Cruz, pero también a través de la
Resurrección gloriosa.

La cuestión del «sufrimiento» de Dios genera espontáneamente una


reacción: ¿es posible que el mismo Dios sufra? Subraya la palabra «GOZO: gozo
eterno de Dios, gozo esperanzado de los hombres. Esta palabra es esencial para
mi fe».

Finalmente, el sufrimiento del hombre, es la oportunidad que Dios nos da de


servirlo y acompañarlo mientras transita por este misterio. La parábola del Buen
Samaritano, nos ilustra perfectamente cuál ha de ser nuestra participación en este
misterio cuando es vivido por nuestro «prójimo» (Lc 10, 29-34). Por ello nos dice
Su Santidad que «no nos está permitido “pasar de largo”, con indiferencia, sino
que debemos “pararnos” junto a él. Buen samaritano es todo hombre, que se para

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junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése sea. Esta parada
no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad.
No se trata solo de tener compasión, sino de buscar el medio para hacernos
presentes y solidarios, para verdaderamente acompañarlo mientras transita por en
medio del misterio del dolor. Es por ello que «en el programa del reino de Dios, el
sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer
obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la
civilización del amor.
Para concluir puedo decir que en este sentido que en el amor el significado
salvífico del sufrimiento se realiza totalmente y alcanza su dimensión definitiva.
«El sentido del sufrimiento, es verdaderamente sobrenatural y a la
vez humano. Es sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino
de la redención del mundo, y es también profundamente humano,
porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia
humanidad, su propia dignidad y su propia misión. El sufrimiento
ciertamente pertenece al misterio del hombre.»

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Bibliografía

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