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El oficinista

desaparecido
Cuentos

José Joaquín López

www.anecdotario.net

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Contacto: josejolop@gmail.com
Nota preliminar

Gracias por leer, soy José Joaquín López (Guatemala, 1974) y soy el autor de
estas historias. Este documento contiene los relatos publicados en el 2016 en
www.anecdotario.net, mi página web.

Puedes copiarlos y distribuirlos por cualquier medio, venderlos o hacer obras


derivadas, siempre y cuando indiques mi autoría y mi sitio web. Sugiero la
siguiente forma:

José Joaquín López – www.anecdotario.net


Índice

Nota preliminar ............................................................................................. 2


La venganza del Barrio .................................................................................. 4
El chat al mediodía ........................................................................................ 6
Una rosa amarilla ........................................................................................... 9
El caso del profesor Méndez ....................................................................... 11
Pajarillo verde .............................................................................................. 14
El encerrado ................................................................................................. 17
Las predicciones de la abuela ..................................................................... 20
El tráfico a casa............................................................................................ 22
La foto rota ................................................................................................... 24
El guitarrista ................................................................................................ 27
El oficinista desaparecido ........................................................................... 30
Lo que importa es lo de adentro ................................................................. 34
San Junípero ................................................................................................. 38
La venganza del Barrio

Una llamada llegó exigiendo una colaboración para el Barrio, una pandilla
peligrosa. La voz que llamaba dijo los tres nombres de los hijos de Antonio,
quien sudó frío al escucharlos. Sabían a qué hora salían de casa, a qué hora
llegaban y además dijo que la Caty era una niña muy linda y que sería una pena
que alguien le hiciera daño. La misma voz dijo que conocían su pasado y que ni
pensara en hacer denuncia. Antonio conocía muy bien qué era lo que le esperaba
porque él mismo, hacía algunos años, hacía esas llamadas.
En su adolescencia Tono, como conocían a Antonio en su colonia, había sido
pandillero del Barrio. Era un tipo moderado, que nunca había matado a nadie y
en cambio había perdonado algunas vidas. Cuando estuvo en la cárcel por un
asalto a mano armada, era uno de los encargados de hacer llamadas para
extorsionar a la gente. Le pasaban una lista de teléfonos de casa o de celulares y
se pasaba todo el día llamando. Amenazaba con hacer daño, pero nunca se
cumplió la amenaza. No había necesidad, la gente con miedo hacía los pagos
requeridos. Una y otra vez.
Cuando salió de prisión decidió retirarse de la vida pandillera. Aunque se dice que
nadie sale de la pandilla, a algunos los dejan en paz. Al principio pareció que ese
era el caso de Tono. Se trasladó a vivir a otro lugar, escondía los pocos tatuajes
que tenía y consiguió un empleo como ayudante de bodega gracias a un familiar.
Pasó algún tiempo, conoció a una mujer con la que se casó y tuvo tres hijos. Dos
varones y una nena. A veces parecía que su pasado lo había perdonado y lo había
dejado hacer una vida.
Con el tiempo, Tono hizo negocio con el transporte de muebles. Compró su
propio camión y servía a varias fábricas que hacían envíos dentro y fuera de la
capital. Sus hijos crecían e iban a colegios privados. La más pequeña era Catalina,
que casi sin darse cuenta, estaba a punto de cumplir doce años.
Tono y su familia tenían las dificultades de cualquier hogar de clase media, pero
él y su esposa trabajaban duro y hasta habían logrado ahorrar un poco.
Pero esto no iba a durar para siempre. En una de las entregas que hacía se
encontró a un ex compañero del Barrio, que lo reconoció inmediatamente. El ex
compañero no hizo más que lanzar una mirada amenazante y darle un abrazo,
pero Tono sabía que estaba condenado. Dos semanas después del encuentro,
recibía la llamada. Lo habían estado vigilando y ahora le exigían dinero para no
hacerle daño. Al contrario que en su época de pandillero, estaba seguro de que no
saldría ileso.
Al día siguiente de la llamada por la mañana un niño tocó la puerta y le tiró a
Tono en la cara un celular, diciendo que debía contestar cuando lo llamaran. La
primera llamada llegó a los pocos minutos y le indicó que en una hora lo
llamarían para arreglar lo de la entrega del dinero.
Tono llamó un taxi y metió a toda su familia con la ropa que les dio tiempo a
meter en una maleta. Los envió a la casa de sus suegros y les dijo que todo iba a
estar bien. Caty era la que más lloraba y cuando se alejaba el taxi de la casa se
despedía de él con la mano derecha y lágrimas en los ojos, a través del vidrio
trasero.
Llegó la segunda llamada, le exigían una cantidad de dinero que no podía pagar.
Había tomado algunos tragos de ron para agarrar valor. Les respondió que si
querían el dinero tendrían que llegar a su casa por él. Y que tendrían que pelear.
Colgó y ya no volvió a responder el teléfono.
La casa sin sus hijos ni su esposa estaba triste. Tono entró a los dormitorios de
sus hijos y al observar su ropa se sintió desolado. Su pasado lo estaba alcanzando,
no lo había perdonado. Antes de la cárcel había intentado salirse de la pandilla
varias veces, pero sus intentos terminaban siempre en grandes palizas de las que
todavía tenía algunas cicatrices en el cuerpo.
Poco después de las seis de la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer, tocaron a
la puerta. Tono alistó un par de cuchillos y un revólver. Venían por él.
Somataban insistentemente la puerta. Cuando abrió la puerta, tres sujetos se
lanzaron sobre él; luchó por algunos instantes pero no pudo hacer casi nada y
rápido lo desarmaron. Los primeros golpes y puñaladas dolieron, pero después se
fue como adormeciendo, recordando algunos pasajes de su vida y a su hija Caty,
que le decía adiós con la mano derecha y lágrimas en los ojos desde la parte
trasera del taxi que se la llevaba.
El chat al mediodía

A Eduardo lo dejó su novia y se quedó sin trabajo al mismo tiempo. Se hundió


en la depresión y cuando se dio cuenta se había acabado sus ahorros y tuvo que
empezar a vender sus muebles. Cuando llamaba a sus padres o amigos tenía que
pedir que lo llamaran de vuelta porque no tenía saldo en el teléfono. Su
apartamento se lo rentaba su tía, a quien ya le debía tres meses. Lo único que lo
ilusionaba un poco eran las conversaciones que sostenía por chat con Laura, a
quien sólo conocía de una red social de internet.
No siempre le fue mal. Era muy bueno en su trabajo, que consistía en manejar
publicidad en internet. Trabajó para varias agencias y sus resultados siempre
fueron satisfactorios. Una serie de problemas en la última empresa donde trabajó
y un mercado laboral poco dinámico, lo alejaron de la actividad productiva. La
ruptura con su novia coincidió y Eduardo no pudo reaccionar correctamente. A
todo mundo le decía que estaba bien, que ya lo habían llamado de alguna
empresa, que pronto estaría de nuevo en la jugada. No era cierto, no buscaba ni
respondía llamadas ni correos electrónicos. No quería saber nada del mundo.
Solía emborracharse varias veces a la semana. El dinero ahorrado se fue
esfumando poco a poco, hasta terminarse. Le cortaron su línea de celular, el cable
y el internet de la casa. Compraba alcohol barato y bebía solo en su apartamento.
Pasaba días sin salir, comía poco y mal. Los amigos y familia que lo buscaban
dejaron de llamarlo o visitarlo. Comenzó a vender sus muebles, su tablet, su
computadora y la televisión. Su única distracción era el radio y sus libros. Estaba
cada día más flaco.
A veces iba a un centro comercial cercano en donde había conexión wifi libre y
revisaba su correo electrónico en su teléfono por simple curiosidad porque no le
contestaba a nadie. En una de esas ocasiones, al mediodía, abrió una red social de
las que no conoce mucha gente y una mujer llamada Laura apareció en el chat.
Había sido una confusión, ella le dio un clic equivocado. Eduardo respondió y le
dijo que no había problema por la confusión, que lo entendía. Por cierto, dijo
Eduardo, hay frío hoy. Ese fue el inicio casual de la amistad.
Al día siguiente Eduardo fue de nuevo al comercial y chateó con Laura. Ella vivía
en una ciudad a 250 kilómetros, trabajaba en una tienda de ropa y al mediodía ella
aprovechaba para distraerse con el celular. Era su forma de evadirse leer lo que
escribían los demás. Eduardo le contó que estaba desempleado, pero que ya
encontraría algo. Fue la primera vez en mucho tiempo que lo dijo sinceramente.
Las conversaciones continuaron, siempre al mediodía. Eduardo incluso se
arreglaba para ir al comercial y dejó de beber. Pensaba en sus chats con Laura
como una terapia.
Laura tenía un novio a quien quería, pero no se sentía correspondida lo
suficiente. A veces estaban muy bien, luego peleaban. Eduardo le contaba que
había decidido salir de su depresión y que ahora hacía ejercicio diario y había
enviado correos electrónicos a sus conocidos para ponerse a la disposición. No le
contó que se alimentaba casi solo de arroz y pan.
Dos semanas después a Eduardo lo contrataron para hacer un trabajo temporal y
logró pagar algunas deudas y comprar pollo para comer. Ahora los chats al
mediodía con Laura eran más alegres, habían bromas, se compartían música y
algunas lecturas, porque ella era también una buena lectora.
Eduardo siempre cumplía con su asistencia al chat al mediodía. A veces Laura no
podía hablar mucho, o no estaba de humor, pero él siempre preguntaba por ella.
Durante el día pensaba en alguna ocurrencia para compartirla, y cuando tenía
acceso a wifi para navegar un poco, buscaba fotos bonitas o graciosas y artículos
interesantes.
Con este nuevo impulso, Eduardo consiguió más trabajo, casi siempre como
freelance, pero con los ingresos lograba vivir mejor. Logró subir de peso y se
miraba mucho mejor que al principio. Siempre tenía de tristeza, pero ahora ya era
más llevadera, más controlada. Y por supuesto, las conversaciones con Laura
eran importantes.
Laura dejó a su novio, con gran tristeza. Eduardo le enviaba mensajes para
levantar el ánimo. Laura le contaba de cómo ella había hecho lo posible, pero el
novio se volvió insoportable. No podía más.
Poco tiempo después, Eduardo consiguió empleo, con mejor sueldo del anterior.
Volvió a frecuentar a sus amigos, comenzó a visitar de nuevo a sus padres y le
pagó el alquiler a su tía. Había logrado salir del agujero, había vuelto de nuevo.
Un día de tantos, sin razón aparente volvió a sentirse feliz. Quiso compartirlo
con Laura, pero ella no respondió. Eduardo intentó comunicarse durante varios
días pero no obtuvo respuesta.
Su último mensaje fue:
Querida Laura: No sé si leerás esto. No sabés lo importante que han sido los chats con vos.
Nunca nos conocimos, pero sé que fuimos buenos amigos y que esa amistad me ayudó a volver a
ser lo que yo era. Deseo lo mejor para vos, donde quiera que estés.
No hubo respuesta.
Eduardo se sintió un poco triste, pero no tenía tiempo para pensar en ello porque
el nuevo trabajo era muy exigente. Algunas semanas depués de enviar el último
mensaje, Eduardo cambió de celular porque estaba fallando. Guardó el viejo en
una gaveta de su closet y se olvidó por un tiempo de él. Un par de meses
después, bajó a su nuevo teléfono la aplicación de la red social donde platicaba
con Laura, pero no se acordaba del usuario ni de la clave. Buscó el celular viejo,
pero al quererlo encender ya no funcionó.
Una rosa amarilla

Se me antojó una cerveza y bajé a comprarla a la tienda. Era una noche templada,
con viento fresco. Estaba tranquilo el ambiente. El muchacho de la tienda estaba
contento, ayer había nacido su hijo. Me quedé ahí a tomarme la cerveza. La
vecina del apartamento de arriba bajó y llegó a la tienda. Vestía unos shorts que le
quedaban lindos. De repente se oyó un ruido como un choque o explosión y
salimos, temerosos, a ver qué pasaba. El vecino del apartamento del séptimo
nivel se había tirado de la azotea del edificio.
Mario, el vecino suicida, era un tipo depresivo. Pasaba meses sin casi salir de su
apartamento. Trabajaba desde su apartamento como informático en internet, así
que su aislamiento se hacía peor. El tipo parecía odiar a todo el mundo; cada
gesto amable que intenté con él fue recibido como si fuera una agresión. Por
alguna razón yo no llegué a odiarlo ni a compadecerlo, era un tipo enfermo que
probablemente no tenía cura.
No me sorprendió que se tirara, pero sí que sobreviviera. Cuando llegamos con la
vecina hasta donde había caído lo vimos quejarse, pero respiraba normal y por el
dolor se desmayó instantes después. Tenía una fractura expuesta de tibia y peroné
en la pierna izquierda. También se había quebrado la mano derecha. Pero estaba
vivo, muy a su pesar. Se lo llevó una ambulancia y ya nunca regresó al edificio.
Una mujer llegó a sacar sus cosas con un camión de mudanzas una semana
después.
Con la vecina de los shorts bonitos nos quedamos platicando en la tienda.
También se alegró ella de que el joven tendero fuera padre. Dalma se llamaba.
Era una mujer de unos treinta años, pelo negro largo y piernas bonitas. Solía usar
sandalias para mostrar unos pies bien cuidados.
—Gente que nace y gente que se quiere morir —dijo Dalma, de repente.
—Yo siento pena por el hombre. No se pudo morir, estará sufriendo —
respondí—. La vida le volvió a jugar mal.
—Tampoco fue muy listo que digamos, no eligió un método a prueba de fallas.
Yo hubiera llevado un arreglo con rosas amarillas a la funeraria.
—¿Por qué rosas amarillas?
—Sólo porque me gustan.
El tendero y recién estrenado padre sólo escuchaba. Aparte de la sorpresa del
evento a él lo único que le importaba y lo que lo tenía contento era su hijo, que
había pesado siete libras y media y se parecía a él. Salimos de la tienda. Le dije a
Dalma que nada mejor que el sexo para olvidar a la muerte y ella estuvo de
acuerdo. En lo que no estuvo de acuerdo fue en que el sexo fuera entre nosotros,
para mi mala suerte.
Cuando regresamos al edificio, subí al apartamento del suicida. Su puerta estaba
abierta, no sé si la dejó así o alguien entró. No pude soportar la curiosidad y
entré. Estaba desordenado todo, pero no estaba sucio. No había ninguna nota de
suicidio, ni alcohol, ni drogas. Su laptop estaba apagada, me senté en un sillón de
la sala y la encendí.
Llevaba una especie de diario en un documento de Word que tenía en el
escritorio de la laptop. Relataba que escuchaba voces, y que por momentos
parecía vivir una realidad alterna. La medicación no funcionaba, la esquizofrenia
estaba ganando la batalla. En una página aparecí yo, como el único imbécil que
intentaba ser amable. Escribía con impecable ortografía y buena redacción, pero
no era especialmente interesante para leer, salvo algunos detalles de las voces,
como que no las escuchaba con el oído sino las percibía dentro de su cabeza,
pero aún así eran muy claras.
Cuando ya me estaba aburriendo del diario del suicida, encontré una mención a
Dalma. Cuando ella se pasó a vivir al edificio le regaló un jarrón para que pusiera
flores y él lo había considerado un gesto noble de su parte. El jarrón estaba sobre
la mesa del comedor, que estaba limpia y sin nada más. Había en el jarrón tres
rosas amarillas. Tomé una, salí del apartamento, la dejé frente a la puerta de
Dalma y me fui a dormir.
El caso del profesor Méndez

Conocí al profesor Méndez cuando yo trabajaba en el colegio R. Era un hombre


de 50 años, de modales muy circunspectos y bueno en su trabajo. Daba clases de
matemáticas y física y a pesar de que en esas materias los profesores suelen ser
odiados, sus alumnos le tenían estima. Era muy amable con todo el mundo, pero
de ese tipo de amabilidad que impone distancia, un poco como si fuera una
careta si veías más detenidamente. Su carácter fue lo que hizo que nos
sorprendiéramos con su suicidio y más aún por el motivo.
Me tocaba dar clases de literatura e intentaba cumplir con el programa del
ministerio de educación, pero de tanto en tanto les sugería a los alumnos lecturas
que a mí me habían gustado, en particular cuentos, porque leer un cuento no
requiere de tanta inversión de tiempo como una novela y además ahora se
pueden leer en internet, sin tener que pedir a los alumnos que compren libros.
Un par de alumnos me agradecieron las recomendaciones y se adentraron en los
cuentos de Monterroso, Borges y Chéjov.
A veces charlábamos con el profesor Méndez de las lecturas; él era un buen
lector. Fue él quien me recomendó a Felisberto Hernández, un autor uruguayo
fascinante con temas fantásticos. A Méndez le gustaba mucho Borges, que de
hecho era su cuentista y poeta favorito. Una vez llevó al colegio una de las
primeras ediciones de El Aleph, algo que sabía que a mí y a un par de alumnos
nos fascinaría.
Durante el primer año en que estuve en el colegio el profesor Méndez fue de los
más amables y como ya conté compartíamos algunos gustos literarios, algo que a
los demás profesores no llamaba la atención. Sin embargo no puedo decir que
haya sido su amigo, solo fuimos compañeros de trabajo que se llevaban bien.
En las vacaciones de ese primer año en que di clases de literatura, algo cambió.
Méndez volvió y ya no era el mismo. A pesar de seguir siendo una persona
amable, su semblante era triste y distante. Ya no le entusiasmaba hablar de libros
y los alumnos comenzaron a resentir su nuevo estado de ánimo. Una semana se
reportó enfermo y no respondió su teléfono celular ni mensajes por correo
electrónico. Sin embargo llegó al siguiente lunes como si no hubiese pasado nada.
Su humor cambiaba semana a semana, lo que comenzó a preocupar a la
directora. Me llamó a su oficina para preguntarme si yo sabía lo que le estaba
molestando al profesor Méndez. No sé, tal vez se enamoró, respondí
automáticamente, pero hasta esa vez no había pensado en esa posibilidad.
Méndez estaba casado y tenía un par de hijos adultos, pero de ellos no se sabía
mucho, más allá de sus profesiones y edad. La mujer de Méndez era maestra
como él y daba clases de química en un colegio caro. Uno de sus hijos estudiaba
medicina y el otro era abogado.
Acerté en mi conjetura de que el profesor Méndez estaba enamorado. Le estoy
siendo infiel a mi esposa, me dijo de repente una vez, y es lo mejor y a la vez lo
peor que me he sentido en muchos años. No atiné a responder algo coherente,
salvo que lo disfrutara pero que tuviera cuidado con las consecuencias. Al
siguiente día llegó abatido y el resto de la semana lo pasó sin hablar con nadie
más que lo estrictamente necesario.
Su humor siguió cambiando, un día era el hombre más feliz y amable y el otro era
un hombre triste, deprimido. Alguna vez llegó con olor a licor, algo muy
sorprendente en un hombre como él. Le comenté a Méndez que la directora del
colegio me había compartido su preocupación por él y que yo había cometido la
imprudencia de insinuar, sin saber nada, que podría estar enamorado. Bueno, así
es, respondió, pero le ruego no hablar más del tema con nadie; le agradezco que
me haya contado.
Pocas semanas después, casi a mitad del año escolar, llegó la noticia. Habían
encontrado al profesor Méndez ahorcado en su casa, después de un fin de
semana en que su familia había estado fuera. En el colegio acordamos no
mencionar la causa de la muerte, pero los alumnos de todos modos se enteraron.
Todo el colegio, alumnos y maestros, fue al velorio y al entierro. La directora
solicitó colocar en el mausoleo una pequeña placa con la frase “Siempre lo
recordaremos, Maestro”. Así, con eme mayúscula. La frase había sido sugerida
por los alumnos de quinto bachillerato.
En la funeraria la viuda se acercó a mí y me pidió mi número de teléfono. Me
dijo que el profesor Méndez había dejado algo que ella quería que yo viera, ya que
por su mismo esposo había sabido que yo era uno de los más cercanos a él en el
colegio.
Días después, recibí la llamada. Me pidió ir a su casa, pero me suplicó no decirle a
nadie. Estuve de acuerdo, no podía ser de otra manera. La casa era vieja y grande.
Había una biblioteca interesante en donde nos reunimos con la viuda de Méndez.
Vi de nuevo El Aleph de Borges que había llevado al colegio. Ella me llevó unos
papeles firmados por el profesor y la laptop que él usaba. No estaba preparado
para ver lo que había ahí.
El profesor Méndez había estado chateando con una menor de 16 años y habían
compartido, los dos, fotos desnudos. Después de varios meses de hacerlo, se
apareció en el chat no la muchacha, sino el padre de ella, que le exigía que dejase
de hablarle. Sin embargo ella lo siguió buscando por medio de otras cuentas de
chat y el contacto había seguido. El contenido de los chats era lo que uno puede
esperar de este tipo de relación y por ello no quise leer mucho. La viuda no se
había atrevido a leer y por eso me había citado a mí.
En los documentos firmados por el profesor habían impresiones de esos chats,
de depósitos a cuentas bancarias, de las amenazas del padre de la muchacha y una
larga carta en donde explicaba lo sucedido. Se habían conocido en una red social
de citas y al principio ella le había dicho que tenía 19 años. Después le confesó
que tenía en realidad 16. El padre había descubierto todo y le había pedido dinero
para enviarla a terapia, porque según dijo estaba muy mal. Si no lo hacía, dijo el
padre, iba a ir con todo el material al ministerio público y a la policía.
El profesor Méndez pedía perdón a sus hijos y a su mujer. Pedía también que si
podían que hicieran algo por ella, que la alejaran de su padre, que el temía lo peor
de parte de él.
Mi marido era a veces muy tonto, me dijo la viuda. Es evidente, continuó
diciendo, que el padre de la niña fue desde el principio quien lo manipulaba y por
no confiar a nadie el problema, por la vergüenza, la situación llegó hasta este
extremo. Es posible que ni exista ella, agregó. Nunca la conoció en persona.
Con la asesoría de unos amigos abogados comenzamos a investigar. Logramos
dar con el supuesto padre y la viuda del profesor Méndez puso una denuncia. La
investigación posterior del ministerio público aclaró todo. El extorsionista tenía
una hija, pero ella nunca se enteró del asunto; desde los tres años vivía con su
madre quien se había divorciado del hombre. Nunca había escuchado el nombre
del profesor Méndez. Había sido el padre desde el principio. Las supuestas fotos
de su hija desnuda las había sacado de internet.
Al extorsionista lo procesaron y fue condenado por extorsión y posesión de
pornografía infantil. Le dieron dos años de prisión. Según mis cálculos estará por
salir de la cárcel, si no es que es un hombre libre de nuevo.
Pajarillo verde

Todo iba bien en el viaje a Pana hasta que se murió el Carlos. Se quedó dormido
en el carro boca arriba y por el exceso de mota y de cerveza se ahogó en su
propio vómito. Fue la primera vez que la muerte me tocó tan de cerca y por estas
fechas, cuando comienza a llover, me acuerdo y me pongo triste. Nunca se me va
a olvidar el viaje de madrugada de regreso con el Carlos, o su cuerpo quiero decir,
a la par mía y cómo, todavía borrachos, bromeábamos como si estuviera vivo.
Era nuestro primer año de universidad y habíamos ganado todas las clases del
primer semestre. El Carlos era el único del grupo que tenía carro así que lo
designamos como transporte oficial y nos fuimos para Panajachel un viernes al
mediodía. Hacía mucho calor. Pasamos a un Super 24 a comprar toda la cerveza
que pudimos y en el camino sonaban canciones de Los Kjarkas, Inti-illimani, Les
Luthiers y otro montón de grupos sudacas que nos gustaba escuchar.
Escuchábamos esa música porque el mismo Carlos nos la había compartido y
porque era una manera ingenua de ser rebeldes: todos los demás escuchaban sólo
grupos gringos o mexicanos. Algunos escuchaban música europea, pero todo era
siempre del hemisferio norte. Nosotros escuchábamos al sur.
El Carlos y yo habíamos tocado marimba en el colegio. Escuchar marimba
siendo joven también parece que es ser a la vez anticuado y rebelde. Pero nunca
le encontramos sentido a escuchar a aquellos grandes grupos que llenaban
estadios y que le gustaban a millones de personas. No tenía sentido creerte único
y que te gustara lo que a todos los demás.
Al llegar a Pana buscamos un hotel barato y salimos detrás de Carlos, armados
con un cuatro venezolano y una guitarra a conquistar la noche a orillas de lago de
Atitlán. El Carlos y yo tocábamos y el Arturo y el Javier se encargaban de
aplaudir al final y pasar por las mesas pidiendo dinero en los bares y restaurantes
en que nos dejaban tocar. En un par de bares nos invitaron a unas cervezas y en
uno de ellos unas gringas se pusieron a bailar con nosotros y se nos pegaron en
nuestras andanzas de bar en bar. No recuerdo noche más feliz que esa noche.
Una canción que el Carlos me enseñó esa vez era Pajarillo verde, una canción
venezolana. La cantaba tan bien que todo el mundo le pedía que la repitiera.
Jenny, la gringa más linda del grupo, ya se sabía la letra cuando regresamos al
hotel.
Pajarillo verde cómo no quieres que llore,
pajarillo verde cómo no voy a llorar,
ay, ay, ay, si una sola vida tengo,
pajarillo verde y me la quieren quitar.

El Carlos es uno de los músicos más talentosos que he conocido. Podía aprender
un nuevo ritmo en un par de horas y un nuevo instrumento en un par de días.
Antes de que lo conociera yo ya era un buen guitarrista.
Habremos regresado al hotel alrededor de las once de la noche y del grupo de
gringas sólo había quedado la Jenny, que se había enamorado del Carlos. Pajarillo
verde, canta otra vez, decía la Jenny, con sus grandes ojos verdes prendidos en el
Carlos. Alrededor de la una de la mañana ya estábamos bien borrachos y pedos y
el Javier ya se había ido a dormir. No me acuerdo quién llevó la mota, pero nos
pegó un poco bastante.
El Carlos se llevó a la Jenny a su carro y de ahí no regresó. Arturo fue el que
despertó a las cuatro de la mañana para ir a orinar y lo llegó a encontrar muerto
en el carro. Nos despertó a mí y a Javier y pensamos al principio que estaba
delirando y todavía borrachos y pedos fuimos a ver el cuerpo al carro. No había
señas de la Jenny. Tratamos inútilmente de darle reanimación cardiopulmonar,
pero era ya muy tarde.
El suceso nos espabiló un poco y no sé cómo llegamos a la conclusión de que lo
mejor era regresar a la capital y decir que había muerto cerca de su casa. Creo que
la borrachera nos impidió ver claro lo que estaba sucediendo. Ninguno lloró y
regresamos escuchando la misma música con que habíamos ido a Pana. Y cuando
sonó en el radio del carro Pajarillo verde, cantábamos todos, menos el Carlos.
Cantá pues Carlitos hombre, decíamos y reíamos, un poco por la peda, un poco
por los nervios.
Nos regresamos por la carretera de Godínez, temiendo que la policía o los
ladrones nos detuvieran, pero por suerte no sucedió nada. Llegando a San Lucas
había un puesto de registro de la policía, y sudamos frío, pero no nos pararon.
Empezó a llover una llovizna leve pero tupida que nos acompañó el resto del
camino.
Llegamos a la casa de Carlos y estuvimos como media hora decidiendo qué
íbamos a decirle al papá, que era un abogado con cara de pocos amigos. Yo toqué
el timbre de la casa y le dije lo que había pasado. Él respiró profundo después de
escucharme, y dijo que hicimos bien en haberlo llevado. Fue a verlo al carro y lo
abrazó muy fuerte. Lloró y gimió, no me podés hacer esto Carlitos, por qué, por
qué.
Hasta ahí entendimos lo que había pasado. El padre de Carlos nos pidió que nos
fuéramos, que él se iba a encargar de todo. Pedimos un taxi y ni Arturo ni Javier
ni yo hablamos nada durante el camino. De los tres yo fui el único que me atreví
a ir a la funeraria. Algunos compañeros del colegio me preguntaron qué había
pasado y yo me limitaba a decir que había muerto en su carro frente a su casa, no
se sabía cómo. No estuve mucho tiempo en la funeraria y procuré ver de lejos el
entierro, porque yo incomodaba, cómo no, a los papás de Carlos.
Yo seguí tocando música por algunos años más y a veces cuando la gente
respondía bien, volteaba a ver pensando que Carlos estaría ahí, pero nunca
estaba.
El encerrado

Supe desde el principio que eran temores infundados e intenté redefinir mi


concepto de realidad. La realidad, mientras crees que estás en peligro aunque no
lo estés, es diferente a la realidad verdadera. Pero no deja de ser realidad para vos,
no deja de tener un cierto aire de verdad, tan creíble que te lleva a tomar
decisiones. Llevo cinco años recluido en mi casa, sin salir más que al jardín o a la
puerta. Estoy seguro de que si salgo a la calle, alguien me matará.
Hace unos diez años frente a mi casa mataron al vecino de enfrente, de quien se
decía que lavaba dinero. Un muchacho de no más de veinte le dio un par de
balazos en la cabeza. Yo lo vi todo desde la ventana de mi segundo piso, y vi
también cómo el asesino me miraba después de cometer el atentado. No sentí
temor y el cruce de miradas no duró ni dos segundos. Se fue corriendo hacia la
esquina, donde lo esperaba un cómplice en moto.
Al día siguiente el hecho salió en portada de uno de los diarios del país con el
titular Lo matan por venganza. Como el tipo no era amigable, nadie más que la
familia lamentó su muerte. Aunque era un hecho lamentable, por supuesto, a mí
no me afectó mayor cosa en ese momento. Tenía un empleo como soporte
técnico vía web en una empresa relativamente grande, que crecía todo el tiempo.
Hace cinco años surgió la posibilidad de trabajar desde casa y aunque la paga era
un poco menor, hice mis cálculos y era más rentable, contando los gastos de
transporte y alimentación, y por supuesto las horas perdidas en el tráfico de la
ciudad. Así que tomé la oportunidad sin pensarlo dos veces.
Es cómodo trabajar desde casa si tenés al menos un poco de disciplina. Porque
además de trabajar, tenés que demostrar que lo hacés, e inclusive que lo hacés
mejor que si estuvieras en la oficina todo el día. Mis métricas mejoraron y mi
sueldo aumentó. Una vez a la semana por medio de videoconferencia tengo una
reunión con el equipo y se nos dan algunas de las nuevas frases o nos indican
sobre los nuevos productos y en ocasiones hay alguna capacitación.
Así ha sido, los últimos cinco años. Tres meses después de iniciar a trabajar desde
casa, cuando salí a la tienda a comprar una cerveza, vi al matón que asesinó al
vecino. Estaba fumando un cigarro afuera de la tienda y me miró fijamente. Yo
evité la mirada para no provocarlo, pero ambos nos reconocimos. Cuando salí
con las cervezas, escupió al suelo y me miró desafiante. Tuve miedo, no lo voy a
negar, mucho miedo. Llegué a la casa temblando, con dolor en el pecho, y ya
nunca volví a salir.
A veces cuando miro por la ventana del segundo piso creo verlo de nuevo. Veo
otra vez cómo se sacó la pistola del pantalón, cómo respiró profundo justo antes
de tirar el primer disparo y cómo me vio a los ojos cuando ya había terminado su
trabajo. Y pienso que yo seré el próximo sólo por el hecho de haber visto todo.
Cuando lo analizo detenidamente, sé que el tipo probablemente se olvidó de mí y
que el que vi en la tienda fumando casi seguro no era él. Pero no puedo salir a la
calle sin pensar que él u otro matón estará esperándome para pegarme un tiro sin
mediar palabra. Aunque yo no haya hecho mayor cosa ni buena ni mala en la
vida.
Por otro lado, con el internet, la televisión por cable y las redes sociales hay tanto
que leer, tanto que ver, tanto que escuchar que podés pasar toda la vida viendo
series y leyendo libros y nunca te los vas a terminar. Tan buena es la vida virtual
que muchos van a los conciertos para verlos a través de sus celulares. El Twitter
o el Whatsapp es mucho mejor que la reunión aburrida con familiares que todo el
tiempo están peleando.
Ah, y los amigos virtuales. Esos que siempre que decís que te sentís mal te dan
un like o un comentario de aliento. O las decenas de mensajes que te caen el día
de tu cumpleaños. La última vez que cumplí años, me pasé una hora contestando
todas las felicitaciones. Conozco en persona a unos cinco de los 60 que me
felicitaron.
Así que si uno se encierra ahora en la vida moderna, no estás aislado. Una vez
por semana viene una señora a limpiar la casa y me trae algunos víveres. Los
pagos y otras compras los hago por medio de un servicio de mensajería en moto
cuando no se puede hacer en línea, así que no tengo necesidad de salir.
Varias veces e intentado salir. Tengo algunos buenos amigos y un par de
familiares a quienes quiero mucho. Pero tan solo de pensar en cruzar la puerta
me pone mal. Estuve a punto de salir para el cumpleaños de mi prima Dalia, a
quien quiero como a una hermana. Salí a la calle dispuesto a tomar un taxi para ir
a su casa. Caminé media cuadra, pero a medida que lo hacía latía más fuerte el
corazón, me faltaba el aire y por poco me desmayo. Regresé a gatas a mi casa y
pasé el resto del día tirado en el suelo de la sala, mirando al techo, a veces
llorando por lo idiota que me sentía.
Sé que el peligro está solo en mi mente y que en todo caso el miedo se podría
reducir si me cambio de casa. A veces la señora de la limpieza me hace almuerzo
o me cuenta de sus hijos, que cómo están de grandes ya. Lo hace con un poco de
tristeza en sus ojos.
Dalia a veces me visita con su nene de tres años y con su alegría de siempre
parece en ocasiones que hasta me puede curar. A ella es a la única que le he
contado mi mal, y con buen tino, nunca me ha intentado sacar a la fuerza. Alguna
vez insinuó que buscara ayuda sicológica, pero no insistió.
Gasto poco, así que tengo suficiente dinero para muchos años aún si pierdo el
empleo. Mi mayor lujo es pedir una pizza cuando juega el Barcelona de Messi. La
casa está a mi nombre y la heredera si muero es Dalia o su hijo, en caso no viva
ella.
No sé si me cure algún día. Pienso que solo seré libre cuando muera porque al fin
dejaré esta casa, al fin mi cuerpo saldrá a la calle, al fin iré a algún lado. Y ya no
sentir angustia, ni más hiperventilar, ni más dolor en el pecho, ni más ver que
todos los demás sí salen y tienen vidas fuera de su casa.
Las predicciones de la abuela

La primera vez que la abuela predijo la muerte de uno de mis tíos nadie le creyó.
El tío Luis era el más joven, deportista y de buen carácter. La abuela le dijo que
se sentía triste porque iba a morir de algo del corazón. El tío Luis se rió y le dijo,
madre, todos lo haremos. Sí hijo, pero vos te vas a morir en menos de dos
semanas, contestó la abuela.
El tío Luis murió a los diez días de la predicción de la abuela, por una bala
perdida que le dio justo en el corazón cuando iba manejando su bicicleta cerca de
su casa. Tenía 27 años. La predicción de la abuela se había cumplido y mi mamá y
los tíos se empezaron a preocupar. La abuela había tenido cuatro hijos, mi mamá,
la más grande; el tío Alberto, el siguiente; el tío Jorge y el tío Luis.
Con el tío Luis iba yo a dar paseos en bicicleta en los bicitours que organizaba la
municipalidad. Jugábamos fútbol en el campo Marte y nos llevábamos bastante
bien. Lo extraño mucho todavía. Durante los primeros días después de su
muerte, estuve irracionalmente enojado con la abuela. ¿Por qué abuela?, le
pregunté un día. Y yo qué putas voy a saber, me respondió, con la sinceridad que
la caracterizaba.
Dos años después predijo la muerte del tío Jorge. Él no quiso escuchar nada, así
que fue Álvaro, su primer hijo, quien escuchó a la abuela. La muerte sería
provocada por algo de la cabeza. El pobre tío Jorge no salió de su casa en un
mes, pero cuando ya tenía decidido volver a la normalidad, se cayó mientras
colocaba una bombilla en el techo. Se dio con la cabeza en el suelo. Pasó algunos
días en el hospital, pero murió.
Después de estas dos predicciones mortales cumplidas, el tío Alberto y mi mamá
dejaron de visitar a la abuela. De parte de mi mamá yo visitaba a la abuela para
almorzar y de parte del tío Alberto llegaba mi prima Sandra. Pasaron otros tres
años hasta que llegó la siguiente predicción.
Esta vez le tocaba morir a mi mamá. Maldije a la abuela cuando me lo contó y no
conté nada en casa. Mi madre murió como dijo mi abuela, de algo del estómago.
Una inadvertida apendicitis se convirtió en peritonitis y murió en el hospital una
semana después de la predicción. No me pude despedir de ella porque murió en
la madrugada en el seguro social y no estaba permitido quedarse con ella. Nunca
estuve tan triste en la vida como esa vez y odié a la abuela, como si ella hubiese
sido quien mató a mi madre.
La abuela esperó pacientemente y me buscó tres meses después. Me invitó a su
casa y me contó cómo era que ella miraba la muerte. En el caso del tío Luis, soñó
que él se iba de viaje, feliz, a un nuevo lugar que no quedó claro en el sueño.
Luego, vio el símbolo de la muerte en algún lado y una carta con un as de
corazones. Su madre le había dicho que algunos en la familia podían ver la
muerte, pero por supuesto, no podían evitarla.
No quise que me contara más. Lloré sentado en la sala de su casa, con ella a la
par, por más de una hora, sin parar. Ella no lloraba, sólo me daba palmadas en la
espalda sin decir nada. Después de esa tarde volví a querer a la abuela y le pedí
que si miraba mi muerte en algún sueño que me contara. Ella prometió hacerlo.
Sin embargo su siguiente predicción no fue de muerte, sino de suerte. Le dijo a
mi prima Sandra que se iba a casar con un buen tipo en menos de un año y así
fue. El Tony se hizo amigo de la familia y era para nosotros un primo más.
La abuela me predijo que aunque me ofrecieran un buen trabajo después de
graduarme de la universidad, que esperara un año porque iba a venir una oferta
mucho mejor. Así sucedió. Unos amigos me rogaron para aceptar un par de
empleos que no se miraban mal, pero no acepté. Luego surgió una posibilidad en
una transnacional que pagaba bien y acepté, justo al año de la predicción de la
abuela. Me tocaba viajar por capacitaciones o nuevos mercados por varios países
de Latinoamérica.
Un día en que estaba de viaje por Costa Rica la abuela me llamó. Me dijo que se
iba a morir y que si podía que regresara. Como regresaba al siguiente día no tuve
que pedir permiso. La abuela murió una noche mientras dormía. No le contó a
nadie cómo sería su muerte.
Dos días antes me llamó y me ordenó visitarla inmediatamente. José, me dijo
muy seria, vos sos el que heredará los sueños. Podrás saber sobre algunas
muertes y cosas felices. Siempre debés contarlo. A tu tío Jorge le dio tiempo a
reconciliarse con su papá antes de morir. Fue a su tumba y le pidió perdón por
las cosas que había dicho y hecho. Ellos nunca se lograron llevar bien, así que era
un pendiente que tenía. Se fue tranquilo.
Vos vas a morir viejo y feliz, me dijo también.
El tráfico a casa

A diferencia de muchos a mí me gustaba el tráfico en temporada de lluvia. El


tráfico pesado es una especie de limbo en el que tus problemas se detienen; tu
objetivo es salir de él y cuidar de no tener un accidente. También era el único
espacio de tiempo en el que no peléabamos con mi ahora ex mujer. A veces hasta
lográbamos platicar cordialmente.
Era llegar a casa y empezar a pelear. Nos quisimos mucho, pero después de que
pasa el enamoramiento inicial si no tienes muchas cosas en común con tu pareja
las cosas empiezan a caminar mal. Yo soy más de pasar tiempo en casa, ella es de
salir, de visitar lugares, de nunca parar. Esa era una diferencia entre tantas otras.
No lo supimos ver al principio, y así nos fue.
Los dos intentamos seguir juntos, pero creo que el que más intentó fui yo. Seis
meses antes de que nos separáramos le comencé a escribir de nuevo largos emails
en los que le contaba cada tontera que se me ocurría. Los últimos creo que ya ni
los leyó.
Ella por su parte también lo intentó. Para mi cumpleaños invitó a toda mi familia
y a mis amigos. La pasamos bien, pero cuando terminó la celebración y nos
pusimos a limpiar la casa, ella lloraba. Lloraba mientras lavaba los platos, lloraba
cuando recogió los vasos.
Nos separamos en agosto, hace tres años. Llovía mucho. El tráfico para llegar a
casa era pesado; algunas veces acordábamos pasar a algún restaurante de comida
rápida que quedara por el camino, a esperar que el tráfico fuera más fluido. En el
tráfico parecía que podíamos ser de nuevo una pareja, pero sólo ahí lo parecía.
En una de tantas veces que pasábamos el tŕafico juntos, reímos mucho.
Bromeamos sobre alguna cosa política y recordamos anécdotas en común,
errores ridículos de los dos y tantas otras cosas. A mí me terminó doliendo el
estómago de tanto reír. Ni antes ni después de esa vez reímos tanto. Dos meses
después, yo me había mudado a un apartamento que queda cerca de mi trabajo.
Ahora ya no tengo que soportar el tráfico de regreso a casa. Regreso a pie, miro
algo de televisión o redes sociales, ceno y me duermo. De tanto en tanto, cuando
miro a una pareja sonreír en un carro, me acuerdo de esa época en la que sufrir el
tráfico de la ciudad hacía de algún modo soportable la separación. Tal vez no
todo el mundo quiere llegar pronto a casa, sobre todo si ya no quiere vivir ahí.
Tal vez no todo el mundo odia tanto el tráfico como dice.
La foto rota

Hace un año, caminando a pocas cuadras de mi casa, encontré unos restos de


fotografía tirados en el suelo. Alguien había roto las fotos y las había dejado ahí.
Soy un poco aficionado a los rompecabezas así que recogí los pedazos y me los
traje a casa. Eran fotografías familiares, normales, de alguna reunión. Logré
componer casi en su totalidad dos. Una tercera no se completó, pero lo que me
asustó fue verme en ella, con gente que no conocía, con una mirada triste.
En la foto no había ningún familiar o amigo, ni había ningún vecino, ni la casa
me parecía conocida. Pero era yo, inconfundiblemente. Salía con los lentes que
uso, mi lunar del lado izquierdo bajo la boca ahí estaba y usaba mi playera de los
Beatles. Estaba a la par de una mujer que me pareció guapa, a quien abrazaba.
Era yo. ¿Pero qué estaba haciendo ahí con gente desconocida?
Por las noches solía hablar por teléfono con mi papá de la situación política del
momento. De las declaraciones irresponsables de los funcionarios de gobierno,
de los escándalos de corrupción, de los sucesos mundiales del día. Ese día le
comenté sobre la foto que había encontrado y me dijo que si no recordaba nada,
probablemente lo recordaría después.
Escaneé la foto e hice una búsqueda de imágenes en Google, pero no encontré
nada. Se me ocurrió que alguien podría haberme agregado con photoshop o algo
parecido, pero no parecía que ese fuera el caso. Busqué entre mis contactos de
redes sociales, hice memoria de los lugares donde estudié y trabajé, pero no logré
recordar o encontrar algún dato que explicara la fotografía.
Después de un tiempo, sin encontrar respuestas, dejé de buscar. Guardé la foto
en el ropero y olvidé después de un tiempo el asunto. Es decir, ya no quise seguir
buscando explicación. Estuvo guardada la foto durante unos meses, hasta que
conocí a uno de los tipos de la foto. No lo noté al principio, el cuate trabajaba
para uno de los proveedores de la empresa en la que yo trabajaba en gerencia de
compras. Se portó amistoso y como suele suceder con los gerentes de compras,
me invitó un día a almorzar. Llegaron un par de amigos de él, que también me
parecieron conocidos, pero aún no lograba relacionarlos con la extraña foto que
había encontrado.
Ramiro, que así se llamaba el cuate, era músico y una vez que me invitó fui a
verlo tocar a un bar del centro histórico. Tocaba la batería en un grupo de reggae
que sonaba bastante bien. Al final lo felicité. Dentro de los músicos había una
mujer, guapa, que tocaba el bajo y con quien hicimos buena plática ese día. Se
llamaba Angelina. La invité a un café al siguiente día y con el tiempo nos hicimos
pareja. Ella me gustaba mucho y me enamoré rápido. Creo que ella no tanto,
pero la pasábamos bien. Yo le decía Angie de cariño.
Le comenté a mi papá en una llamada lo de Angie y me dijo, que bueno, las
relaciones tarde o temprano terminan, ya sea porque alguno se va o porque se
aburren o porque se mueren, pero siempre se terminan. Que lo mejor es no irse
de boca. Fue la única vez que escuché darme un comentario sobre el tema.
Desde el principio supe que ella era la de la foto, la volví a sacar del ropero y
supe cual sería el destino de la relación con Angie. Nos separaríamos después de
tomar esa foto y yo mismo saldría a la calle a romperla. Lo que había encontrado
era una fotografía, en papel, del futuro.
Vinieron tiempos difíciles para la empresa y Angie se fue alejando. Me fui
volviendo más asocial en parte porque con menos comisiones no había dinero
para salir. Angie creo que se aburrió de mí y terminamos en buenos términos.
Esperé varios meses la foto y por fin, Ramiro, el amigo que me presentó a Angie,
me invitó a un concierto y acepté ir. Fui con una amiga del trabajo. Digamos que
al principio fue un poco incómodo pero estuve bien y la música y el ambiente era
agradable. Después del concierto hubo un afterparty en la casa de uno de los
músicos en la que mi amiga del trabajo tomó fotos con su teléfono. En algún
momento de la madrugada, sin motivo aparente, me sentí triste y recordé la foto.
De regreso a casa revisé el celular y tenía un mensaje de texto de mi madre. Mi
papá estaba grave en el hospital por un infarto que había tenido a media noche.
Pero ya estaba estable. Bueno, pensé, eso explica la tristeza inexplicable de la
madrugada. Le pedí las fotos a mi amiga y e imprimí las tres que había
encontrado cerca de casa hace un año.
Mi papá salió del hospital y se recuperaba bastante bien, pero tuvo un segundo
infarto a la semana y murió. No se me había muerto alguien tan importante, así
que la tristeza fue muy aguda. Hubiera querido pasar un tiempo solo, sin hacer
nada ni ir a ningún lugar, pero tuve que seguir trabajando, porque por fortuna la
empresa volvía a tener buenas ventas.
Ya no tenía con quien platicar sobre los escándalos de la política ni nadie que me
informara sobre el historial de los funcionarios que iban accediendo al gobierno.
Semanas después de su muerte rompí las fotografías, molesto por haber visto el
futuro y no poder haberlo interpretado para cambiarlo, para tener algunos años
más al viejo. Procuré tirar los restos de las fotos muy lejos de casa.
El guitarrista

Nino era extremista: amaba u odiaba intensamente y con la única persona en el


mundo que podía entenderse era con su madre. Era a la única persona a la que él
respetaba. Delante de ella no podía tomarse un trago ni fumar un cigarrillo. Yo
siempre fui su amigo de lejos, porque solía ser hiriente cuando uno le contradecía
en algo. Pero era un músico excelente, uno de los mejores guitarristas que he
escuchado en la vida. Y su muerte no podía dejar de ser trágica, como les
contaré.
Siendo adolescente conocí a Nino en el colegio. Le gustaba desde ese entonces la
bossa nova, y yo me volví su amigo porque fui el único que le atinaba a tocar los
shakers y un bombo para acompañarlo. Cantaba bien, no era un gran vocalista,
pero lo hacía bien. Su guitarra era la que hacía todo el show.
Nunca estuvo en un grupo porque era imposible trabajar con él. Varios músicos
al ver su talento lo invitaban a ensayar o a tocar, pero a la menor crítica a su estilo
o a sus errores de ensayo se molestaba de tal manera que los demás músicos se
convertían en sus enemigos. Solía encerrarse por días en su cuarto cuando se
enojaba y la única que lo lograba sacar era su madre. Ella lo dejaba e inventaba
excusas para el colegio y después forzaba la puerta y lo sacaba a la fuerza. Y Nino
volvía a sus actividades normales como si nada hubiese pasado.
Nunca entendí por qué yo no dejé de ser su amigo. Creo que simplemente me
gustaba cómo tocaba guitarra y como él era muy torpe con la gente y más aún
con las mujeres, yo salía ganando cuando yo conseguía alguna presentación en
algún bar o reunión. Yo era el que hacía la parte social y él sólo tocaba
genialmente. Sabía muchas canciones, no cantaba mucho y era perfecto para esas
reuniones de gente de dinero que quiere tener música de fondo que suene
sofisticada.
Cuando alguien se acercaba a felicitarlo por la música yo me adelantaba y atendía
a la gente. Él se escabullía al baño o a cualquier parte. Despreciaba los halagos,
porque siempre, decía él, viene de gente que no sabe de música.
Nino no tenía necesidad ni intención de trabajar así que la música era su forma
de ocuparse y de ganar algo de dinero. Él había heredado una fortuna y su madre
la administraba muy bien. Un buen paquete de acciones en las principales
empresas del país era su fuente inagotable de dinero. Así, Nino tuvo acceso a las
mejores guitarras, un buen sonido amplificador y buenos maestros desde niño.
Una sola vez Nino se enamoró. Ella era una mexicana linda, de pelo largo negro
y de gran alegría. Julia, que así se llamaba, decidió desde que lo vio que Nino era
para ella y se instaló sin pedir permiso en su vida. Nos acompañaba a todos lados
y tenía el tino de alejarse un poco cuando Nino se portaba especialmente
insoportable. A él le gustaba Julia, por supuesto, pero tardó algunos meses en
enamorarse.
—Ya me jodí para toda la vida —me dijo, recién cumplidos los 21—, estoy
enamorado de Julia.
Fueron felices un par de años. Nino hasta se volvió más sociable y accedía de
buena gana a dar conciertos que antes no le interesaban. Ganábamos buen
dinero, hicimos giras por algunos países y hasta tuvimos que contratar un
manager. Grabamos un disco con canciones compuestas por él.
Después empezaron los problemas. Él empezó a ser posesivo y celoso con Julia.
Ella aguantó un año más y lo dejó. La respuesta de Nino fue encerrarse en su
dormitorio durante dos meses enteros sin hablar con nadie. Su madre lo llevó a
terapia y se recuperó. No volvió a ser el mismo, pero volvió a ser funcional y a
tocar la guitarra como siempre.
Componía canciones geniales, pero la entendía poca gente porque no era música
popular. Aún así, surgían invitaciones a otros países. Y bueno, también se sabía
cualquier cantidad de canciones populares para tocar como pasatiempo.
Cuando Nino cumplió 25 años su madre enfermó de cáncer de páncreas. Le
dieron un año de vida. Nino, para mi sorpresa no se derrumbó. Tomó el control
financiero de la familia y lo administró de tal manera que su madre tuvo los
mejores tratamientos posibles. Así, logró vivir ella dos años más de lo previsto.
Cuando Nino vio que la muerte era inevitable, llegó llorando una noche a mi
casa, a decirme que no podría soportar que ella se fuera. Quién cuidaría de él,
quién lo haría volver a ser normal cuando le dieran sus crisis.
Intenté por mi parte hablar con su padre pero la relación de ellos estaba rota, no
había manera. Me hice a la idea de que Nino tendría que afrontarlo, era joven,
tenía talento y dinero, no podía dejarse vencer. Así se lo dije. Cada tanto lo
llamaba para preguntar por su madre. Siempre estaba peor.
Por fin, un día lluvioso de agosto murió la madre de Nino. Él no lloró y se portó
amable con todo el que llegó al velorio y al entierro. La enterramos una mañana y
él se quedó a la par de la tumba hasta que cerraron el cementerio, debajo de la
lluvia, sin llorar, sólo sentado en el suelo sin expresión alguna. Tuvo que llegar su
padre con un médico a inyectarle algo para dormirlo y llevárselo a casa.
—Me duele mucho el pecho —me dijo un par de días después por teléfono. No
lo soporto, duele mucho. Y no creo que se me quite. La muerte me derrotó, se la
llevó. ¿Quién me va a cuidar ahora?
Busqué al siquiatra que lo había tratado cuando Julia lo dejó y durante dos meses
Nino respondió bastante bien. Incluso contrató una semana un estudio y grabó
diez canciones, las mejores que le escuché tocar, todas tristes, en tonos menores,
magistralmente interpretadas.
Después de grabar las canciones llegó a mi casa y me entregó su guitarra favorita.
Me dijo que ya nunca iba a tocar más. Pero era una buena guitarra que sonaba
bien y quería que la tuviera alguien que la apreciara. No, le dije, en un par de
meses volvemos a tocar y te vas a poner bien. Sonrío sombríamente y me dijo
que le seguía doliendo demasiado el pecho. Y que de todos modos nadie
apreciaba su trabajo, que ni lo conocían.
Dos días después, cuando su madre cumplía cuatro meses de haber muerto, Nino
fue al cementerio desde temprano y llevó un pastel de manzana, el favorito de su
madre. Comió un par de bocados durante el día, con algo de agua que llevaba.
Una hora antes de que cerrara el cementerio, con un revólver calibre 38 se pegó
un tiro certero y fatal en el corazón.
El oficinista desaparecido

Un día de tantos desapareció Joaquín, un empleado de la oficina. Hacía bien su


trabajo, era puntual y ninguno le conocía ningún vicio. Estaba casado, tenía dos
hijos e iba a la iglesia. Un tipo normal, un tipo promedio. Dejó de llegar a la
oficina un miércoles sin decir nada y ninguno prestó mayor atención, hasta que la
esposa preocupada llamó para preguntar si sabíamos algo de él.
Lo único que sabíamos en la oficina es que él se había ido a las cinco de la tarde
del miércoles 26 de enero, como todos los días, con su traje gris de siempre y sus
lentes redondos. Se había despedido de todos los compañeros, y Bety, la
encargada de ventas, lo encontró en la puerta cuando ella regresaba de comprar
un refresco. Joaquín le dijo a ella algo que sonó como a despedida después de
que se supo de su desaparición: “usted vuelve y yo me voy, buenas tardes”.
Sonrió amablemente, según Bety y se fue caminando hacia la parada de bus,
como todos los días, mientras hacía una bonita tarde.
Porque hay que apuntar que esa tarde de enero en que Joaquín desapareció el
clima era templado y habían hermosos celajes en el cielo. Yo recuerdo que ese día
no hubo mucho tráfico y llegué pronto a casa. Otro compañero dijo que esa
misma noche se había reconciliado con su esposa, después de una pelea que
habían tenido en diciembre. Gustavo, el gerente de la empresa, contó que a las
cinco de la tarde, justo cuando vieron a Joaquín por última vez, había cerrado un
negocio importante.
Varias cosas buenas más pasaron esa tarde en que desapareció. Al mediodía el
tema del almuerzo fue Joaquín, su carácter reservado pero amable y su
desaparición. La versión que fue más aceptada fue la de que se había ido de luna
de miel con alguna novia, que no había nada de qué preocuparse. Intentamos
llamar a su celular, pero estaba desconectado. En redes sociales solo aparecía en
facebook, y su última publicación había sido en diciembre, con un saludo
navideño y bendiciones.
El fin de semana no supe nada más ni me interesó. Joaquín no era un tipo con el
que se pudiera hacer bromas o salir de tragos, ni le entusiasmaba ningún deporte.
Ese fin de semana me fui con mi novia al cine y la pasamos bien en su
apartamento. Le conté del caso pero tampoco le prestó mucha atención.
Dábamos por sentado que aparecería el lunes y el mundo seguiría igual.
Pero no apareció, ni llegó a la oficina el lunes. La familia ya había dado la alerta
de persona desaparecida a las autoridades y Gustavo, el gerente, pidió que en
nuestras redes sociales publicáramos sobre desaparición con su foto y sus datos.
El miércoles aún no teníamos noticias de él, y Gustavo me asignó las tareas más
importantes que hacía Joaquín, lo que me molestó un poco, pero bueno, la
situación era para preocuparse y ayudar, no para protestar.
Joaquín estaba encargado de enviar correos electrónicos y llamar a los clientes
como seguimiento del proceso de venta. No era poco el trabajo pero decidimos
que por el momento lo haríamos con los clientes más importantes, en tanto
apareciera. Pasó la semana entera y nadie tenía noticias del hombre. Lo
empezamos a dar por muerto, porque en este país así es como cerramos los casos
de desaparecidos.
La esposa de Joaquín llegó a recoger el pago de fin de mes. Gustavo no descontó
ningún día. Creo que le tenía aprecio por ser buen trabajador, de esos que
cumplen y no protestan. Ella pasó a saludarnos y a preguntarnos si no le
podíamos dar pistas o ideas de qué le pudiera haber pasado. Yo tenía acceso a su
cuenta de correo electrónico de la empresa, pero no veía nada que indicara algo
sospechoso.
Pasó un mes y luego otro. Yo ya estaba cansado de salir tarde y finalmente
Gustavo decidió contratar a otra persona, descartando el regreso. Como gesto
solidario, pagó a la esposa las prestaciones completas y le pidió nos informara en
cuanto apareciera. Él tenía su puesto en la empresa. Lo dijo más en tono de
condescendencia porque nadie creía que fuera a aparecer.
La empresa entró en una buena racha de ventas, yo ya estaba haciendo planes
para casarme y todo parecía ir bien. De tanto en tanto recordábamos a Joaquín,
pero creo que nadie, salvo Gustavo parecía preocupado. Luego me enteré de que
Gustavo había sufrido la desaparición de su hermano y que fue hallado muerto
en tiempo de guerra a mediados de los ochenta. A él le afectaba hablar del tema.
Pasaron los meses y finalmente en septiembre vi de nuevo a Joaquín caminando a
las cuatro de la tarde por la avenida central del centro histórico, con una sonrisa
calma, una playera de Los Beatles y un helado en la mano. Lo vi de lejos, apuré el
paso y crucé la acera para encontrarlo, pero se metió a un almacén y no pude
hallarlo. Llamé a Gustavo y él avisó a la esposa. Los esperé por el lugar donde lo
había visto, ella llevaba una foto y preguntamos en el almacén donde se me
perdió. Nos dijeron que entró al baño y salió después y caminó por donde había
venido. Pensamos que era posible que me hubiera visto y que se escondió y salió
en una distracción mía.
La esposa hizo una búsqueda por semanas en el centro histórico, pero no
encontró pistas fiables.
Pasaron más meses y ya estábamos en enero del siguiente año, en vísperas de la
desaparición de Joaquín. Nos inventamos muchas historias en ese tiempo, que se
aderezaban con la aparición que yo había visto. Algunos insinuaban que yo no lo
había visto, sino que había sido algún fantasma o algo así.
El 27 de enero del año siguiente a su desaparición, a las ocho de la mañana, con
su traje gris de siempre y sus lentes redondos, se presentaba Joaquín a la empresa,
ante el asombro de todo el personal. Entró directamente a la oficina de Gustavo,
mientras todos esperábamos atentos el resultado de la reunión. Joaquín salió
como que si nada y pasó a saludar a la oficina donde trabajaba como si nada
hubiese pasado. Se disculpó por haber faltado tanto tiempo sin aviso y además
preocuparnos, pero según dijo, eso era lo que tocaba que hacer.
Gustavo no lo aceptó de regreso en la empresa y le dijo que era una broma de
muy mal gusto ausentarse tanto tiempo y preocupar a tanta gente. Según nos
contó después, Joaquín no se inmutó y sólo atinó a disculparse y dijo entender
que ya hubiera espacio para él dentro de la empresa. Lo único que hizo fue pedir
una carta de recomendación como último favor que le pediría a la empresa.
No contó a nadie detalles de su desaparición, se limitó a decir que el no se había
perdido, al contrario, se había encontrado, de una forma espiritual.
Joaquín consiguió empleo un par de meses después en un edificio cercano a la
oficina. La mayoría de los compañeros lo miraba de forma rara y si se lo
encontraban por la calle evitaban saludarlo o cruzaban la calle. Después de algún
tiempo a mí me empezó a parecer fascinante que alguien se desconecte de su vida
un año y vuelva de lo más tranquilo, sin preocupaciones, sano y salvo, como si
nada hubiera pasado.
Procuraba entrar y salir de la oficina a una hora en que pudiera verlo y saludarlo.
Él seguía andando en bus como siempre y su rutina, su traje gris y sus lentes
redondos eran iguales. Dándose cuenta de mi curiosidad un día me invitó a un
café.
Morales, me dijo, porque así me llamaba en la oficina, le voy a contar algo porque
veo que usted no se quedará tranquilo si no lo hago, dijo mientras endulzaba su
café. La historia es sencilla, me desesperé de la vida que llevaba e hice una pausa.
Nadie lo entiende porque nadie lo hace, porque nadie se atreve. Me fui a un
pueblo de Alta Verapaz en donde todo es barato y ahí abundaron los ahorros que
tenía. Trabajaba como maestro ocasional ad honorem en una escuela, porque en
cualquier lado está mal visto que alguien no trabaje. Luego me cansé de esa vida y
llamé a mi mujer y le pedí posada, no le pedí que me perdonara si no quería, pero
debía volver y ver a mis hijos. Tal como lo presentía ella me pidió el divorcio
pero mis hijos me recibieron con alegría. Mi padre y mi madre me recibieron
como a un hijo pródigo y lloraron mucho al verme. Mi mujer también lloró
mucho, por todo lo que le hice pasar. Pero yo no tenía disculpa y lo comprendía.
No pido que me entienda, Morales, pero uno se cansa de vivir la vida en función
de los demás, en función del sistema, en función del trabajo, en función del
tráfico maldito de la ciudad. Correr a todos lados para ir a ninguna parte. Vivo
ahora solo para los fines de semana con mis hijos, y para colaborar en la
manutención. Pero quizás algún día me canse y me vuelva a ir como la otra vez, o
para siempre.
Dicho esto y asomando un dejo de tristeza por su rostro, se terminó el café, pidió
la cuenta y se marchó con un saludo cordial. Lo vi irse y perderse por las calles de
la ciudad.
Lo que importa es lo de adentro

La verdad es que la gente prefiere que le mientan. La gente no quiere la verdad,


prefiere la ilusión o la fatalidad porque entretienen más. Hay que mentir pero hay
que saber hacerlo bien. Les voy a contar la historia de cómo llegué a tener dinero
y ser respetado sin tener que trabajar tanto. La vida es aburrida, poco
emocionante. Mi juego siempre ha sido aprovecharme de eso, de que la gente
siempre le va a creer más a quien prometa más, a quien mienta más y a quien
mienta mejor.
Eso lo saben muy bien los políticos, que prometen cualquier cosa con tal de
llegar al poder. Lo saben también la gente de márquetin, y lo usan a su favor. Lo
saben también los columnistas de prensa y los opinólogos de internet y de los
medios.
No estoy revelando ningún secreto, ni estoy juzgando a nadie. Con la mentira
muchos nos hacemos más cómoda la vida. El problema con mentir es que hay
que hacerlo bien, hacerlo creíble, estudiar a las personas de las que podemos
aprovecharnos y descartar a las que no están dispuestas a creer. Para llegar a
hacer grandes cosas se necesita esfuerzo mental y lo bueno es que la gente es
perezosa para pensar.
Permítame el lector que omita en el relato las alusiones a mi familia. Como única
revelación diré que estoy casado y que tengo dos hijos pequeños.
Cuando era adolescente descubrí que se podía engañar fácilmente a los
compañeros del colegio. Un día compré esencia de caramelo, la diluí un poco, le
eché un poco de alcohol y mojé algunas hojas de papel bond. Corté las hojas en
cuadritos y los vendí como droga. Fue divertido, hice algo de dinero y los que
masticaban el papel sentían efectos sedantes, ¡como si fuera una verdadera droga!
La bola de que yo vendía droga en papelitos corrió muy rápido y en menos de
una semana ya tenía clientes de otros colegios. Los clientes me enviaban mensajes
por medio de otros alumnos solicitando papel y yo se los vendía a la salida del
colegio. Hice buen dinero mientras duró, porque pronto me delataron con el
director y me expulsaron. Obviamente no pudieron demostrar que yo vendía
droga, porque no la vendía. No pasó a más. Recibí por supuesto una buena
regañada de mis papás, pero al poco tiempo se les olvidó. A mí papá le hizo
gracia que yo tuviera esos alcances. A mi mamá no tanto.
En el siguiente colegio ya no hice lo mismo. Comencé a vender baratijas a
precios caros, y funcionó bien. Ahí aprendí la gracia de mentir y de seguir siendo
respetable y hasta admirado. Lo que se vende no es el producto, se vende una
sensación, una aspiración. La vida de todo el mundo es aburrida e intrascendente,
así que hay que vender trascendencia e ilusión.
Cuando terminé el bachillerato y llegué a la universidad no estaba dispuesto a
estudiar. Quemarme las pestañas durante largas noches para terminar como un
funcionario o un empleado más no era mi ideal. En la universidad hice mi primer
negocio vendiendo los exámenes a los alumnos. Pero no a todos, a los que
pagaran más. Había que hacerse amigo de los conserjes, de algunos auxiliares y de
algunos catedráticos.
Está muy mal vista la corrupción, pero con un poco de ingeniería social y de
intercambio de favores la cosa era relativamente fácil. La gente se sorprendería al
saber cuántos alumnos cum laude se han beneficiado de conocer los exámenes con
anticipación. No todos los exámenes, no todos los cursos, no todos los alumnos,
pero digamos que no es tan difícil ser alumno destacado si sos medianamente
inteligente y si tenés dinero o contactos.
Después de un año me aburrió la universidad. La universidad no es más que un
montón de gente que quiere cambiar de nivel económico y se tragó la idea de que
estudiando lo va a lograr. Como algunos lo logran parece que es así, pero no. El
sistema es el capitalismo, así que manda quien tenga dinero, no importa de dónde
venga, importa que tenga, y mucho.
Cuando cumplí veinte hice mi primer esquema Ponzi. Lo estudié bien y diseñé
mi plan para salirme a tiempo. Me fui a México, compré una identificación falsa,
me hice de una sociedad anónima y contraté gente. Como yo era muy joven
puse como gerente a un ejecutivo venido a menos con apariencia respetable. El
esquema es fácil, inversiones con grandes retornos hacen caer a la gente
ambiciosa, porque hay que decirlo: la primera regla de la estafa es que no se
puede estafar a la gente honrada. La gente honrada sabe que cuando algo es muy
bueno para ser cierto, es muy bueno para ser cierto. No hay cuentos de hadas en
este mundo ni nadie es mago.
Enviaba el dinero a Guatemala puntualmente, y un día, cuando ya los primeros
inversores comenzaron a sospechar, me vine de regreso a Guatemala con una
buena cantidad de dinero. A varios de mis ex empleados los arrestaron, pero
bueno, son los daños colaterales inevitables. Me la pasé de vacaciones dos meses
enteros en buenos hoteles y con buena compañía. El dinero o la apariencia de
dinero funciona muy bien. Al terminar mis vacaciones puse un restaurante caro e
hice contactos para lavar algo de dinero, no mucho, para ayudar a la causa de los
banqueros. Me asocié con gente respetable así que en ningún momento estuve en
peligro. No podés dejar que la ambición desmedida te pierda, hay que conservar
ciertos niveles para no arruinar el negocio a largo plazo.
Cuando tuve mi restaurante compré mi título universitario de abogado. Sólo hay
que saber leer las leyes que afectan tus actividades y ya está, ser abogado es más
cuestión de saber cómo funciona el sistema o de saber quién sabe cómo funciona
el sistema. No es la gran cosa. Es como ser escritor, sólo hay que inventarse un
montón de palabras que digan cosas más o menos lógicas. Es más difícil hacerse
pasar por médico o ingeniero, aunque todo es posible si hay dinero.
Durante varios años el negocio del restaurante fue bastante bien como negocio y
el extra del lavado de dinero más que bien. Pero entonces comenzaron a
perseguir a algunos de la red de la que yo formaba parte. Yo ya estaba preparado,
así que vendí a buen precio el restaurante, puse algunas cuentas a nombre de mi
mamá y me fui a Panamá mientras bajaba la marea. La pasé muy bien en Panamá.
Regresé después de tres años.
A pesar de darme mis lujos siempre he tratado de mantener una apariencia de
clasemediero y de hombre trabajador. El gran error de los nuevos ricos es querer
ser aceptado en los círculos exclusivos de las familias ricas y poderosas y ahí no
hay cabida para los advenedizos y peor aún para los desesperados por atención.
No me interesa la fama ni el reconocimiento social, yo ya sé que tengo y que sé
más que muchos por ahí, pero no necesito que se me den premios por eso. Por
eso ni siquiera tengo redes sociales.
Si alguien por ahí buscara en Google mi nombre no encontrará más que dos
notas de prensa, ya algo antiguas, en donde estoy en las páginas sociales como un
invitado a una inauguración de un negocio. Después de esas publicaciones
aumenté mis precauciones para no salir fotografiado con nadie. Una buena
táctica es ser el fotógrafo y no caer en eso de tomarse selfies en grupo.
Después de mi regreso de Panamá me aseguré de no estar en la lista de los
perseguidos, y efectivamente, no estaba. Puse un par de tiendas de accesorios de
celulares y de ropa para mantenerme entretenido y seguir ganando dinero y un
poco de respeto en los círculos en donde me conocían. Pero no era suficiente, así
que regresé al lavado de dinero y algunos otros negocios no tan lícitos, pero
siempre con gente respetable, y sólo en ciertos círculos. Si me miran por la calle
yo no suelo ostentar, no tengo carro del año y mi casa por fuera no es atractiva.
Lo que importa es lo de adentro.
San Junípero

En mi segundo año de universidad acepté un empleo como chofer de don


Andrés, para trabajar por las tardes. Él mismo me llamó y me entrevistó y me
contrató al instante. Me dijo, yo sé leer a la gente y sé que vos no me vas a robar
o dejar vendido porque tenés un sentido del deber bien arraigado. Acto seguido
me indicó cual iba a ser mi salario y me citó al siguiente día.
Me pareció un tipo raro al principio, pero era un trabajo relativamente fácil. Me
tocaba esperarlo en el carro afuera de los edificios o casas que visitaba y para el
caso cargaba mi celular con varios libros y un lector de feeds o de vez en cuando
me agarraba la furia tuitera y le echaba pestes al gobierno, a la oligarquía y a los
políticos viejos y jóvenes. Los políticos jóvenes son esos que no tienen
ideología y les gusta mucho el tuiter.
Claro, también me tocaba estudiar o hacer tareas en el carro. A veces don
Andrés me decía que me fuera a una cafetería o a algún comercial y me daba
dinero para comer algo. A los dos meses de trabajar ya me sabía un poco la rutina
y casi ni me tenía que indicar hacia dónde ir.
Don Andrés era un tipo en sus sesentas que aparentaba menos edad y tenía
mucha energía. Por la mañana trabajaba en su casa e iba a un gimnasio cerca de la
misma, por lo que no necesitaba el carro. Pocas veces me pidió llegar por la
mañana. Solía tomar decisiones de rápidamente y decía que nunca se encariñaba
con un negocio. Era muy amable con todo el mundo y a todos les hacía sentir
que lo que estaban haciendo era lo más importante para él. Esa era su arma
secreta y eso hacía que todos quisieran quedar bien con él y complacerlo. Porque
exigente sí era.
Había un edificio en especial que visitaba tres veces por semana. Solía limpiarse la
cara con una toalla húmeda y se echaba más perfume para entrar y salía sonriente.
Una vez salió tan contento que me tuvo que contar lo que había ahí. Vos parecés
progre y además sos milenial, por lo que espero que lo que te voy a contar no
escandalice tus inocentes oídos, dijo, mirándome seriamente. Usted dele don
Andrés, que de aquí no pasa, prometí.
Resulta que en aquel edificio tenía un amante, hombre. Durante varios años
habían tenido una relación que por temporadas iba y venía. No era una relación
tormentosa, simplemente el otro se aburría y lo dejaba de llamar y él entendía. Sin
embargo siempre estuvo seguro de que él era la mejor compañía y que el
alejamiento puede evitar la monotonía. Los dramas son para las redes sociales y
para la tele, me decía. En las redes sociales parece que les dan más likes mientras
más dramático sea el drama, reía. Sí, don Andrés estaba al día de lo que pasaba
con el mundo, incluyéndome a mí y mis diatribas tuiteras sin sentido contra el
gobierno y los ricos.
Don Andrés era de San Junípero, un pueblo del departamento de El Progreso.
Cuando me contaba un poco de su vida solía decir que sí, que él había nacido de
familia pobre y había hecho dinero, pero que le molestaba que la gente
presumiera de eso. Si sabés leer a la gente y si arriesgás podés hacer dinero, no es
tan complicado. Aborrecía a los conferencistas que predicaban su éxito y
contaban historias de cómo un pobre triunfa contra todas las adversidades y se
hace rico y famoso. Hacer, tener y conservar el dinero no es para todo el mundo,
me decía. Es así como la música o el arte, no todo el mundo tiene oído o es
creativo.
Hace unos treinta años, decía don Andrés, solía ocultar mi lado gay. No era
bueno para los negocios. Hoy ya se avanzó un poco en eso, pero es mejor no irlo
contando por ahí, o a veces negarlo si es necesario para los negocios.
A su novio del edificio a donde íbamos tres veces por semana lo había conocido
hacía diez años. Le costó hacerlo salir del closet porque era un hombre casado y
con hijos, que además era bueno en los negocios. Pero siempre supo que era gay
y que además se atraían mutuamente, así que con paciencia lo sedujo y lo
convenció de tener algo.
Al principio logró que lo dejara visitarlo y disfrutar de su presencia, sin insinuar
nada. Hagamos algunos negocios, le propuso don Andrés. Él aceptó. Yo era el
hombre más feliz cuando logré que aceptara mi presencia, afirmaba. Sabía que
alguna vez lograría abrirse la puerta.
Cuando al fin tuvieron algo parecido a un noviazgo, el otro se asustó y se alejó
por un tiempo. Don Andrés no tuvo problema con eso, pero le dijo que tuviera
por seguro que algún día irían los dos de luna de miel a su finca en San Junípero y
que serían felices.
Trabajé para don Andrés un par de años hasta que lo dejó su novio. Se volvió
irascible y un día de tantos me despidió. No lo hizo de mala manera ni hubo
inconveniente con mi pago. Yo conseguí otro trabajo rápido porque él mismo
llamó a mi nuevo jefe, recomendándome. Le agradecí el gesto con un correo
electrónico que no contestó en su momento.
Seis meses después de haberme despedido y respondiendo a mi correo, me contó
que estaba de luna de miel en su finca de San Junípero, con la mejor compañía y
muy contento.

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