desaparecido
Cuentos
www.anecdotario.net
Gracias por leer, soy José Joaquín López (Guatemala, 1974) y soy el autor de
estas historias. Este documento contiene los relatos publicados en el 2016 en
www.anecdotario.net, mi página web.
Una llamada llegó exigiendo una colaboración para el Barrio, una pandilla
peligrosa. La voz que llamaba dijo los tres nombres de los hijos de Antonio,
quien sudó frío al escucharlos. Sabían a qué hora salían de casa, a qué hora
llegaban y además dijo que la Caty era una niña muy linda y que sería una pena
que alguien le hiciera daño. La misma voz dijo que conocían su pasado y que ni
pensara en hacer denuncia. Antonio conocía muy bien qué era lo que le esperaba
porque él mismo, hacía algunos años, hacía esas llamadas.
En su adolescencia Tono, como conocían a Antonio en su colonia, había sido
pandillero del Barrio. Era un tipo moderado, que nunca había matado a nadie y
en cambio había perdonado algunas vidas. Cuando estuvo en la cárcel por un
asalto a mano armada, era uno de los encargados de hacer llamadas para
extorsionar a la gente. Le pasaban una lista de teléfonos de casa o de celulares y
se pasaba todo el día llamando. Amenazaba con hacer daño, pero nunca se
cumplió la amenaza. No había necesidad, la gente con miedo hacía los pagos
requeridos. Una y otra vez.
Cuando salió de prisión decidió retirarse de la vida pandillera. Aunque se dice que
nadie sale de la pandilla, a algunos los dejan en paz. Al principio pareció que ese
era el caso de Tono. Se trasladó a vivir a otro lugar, escondía los pocos tatuajes
que tenía y consiguió un empleo como ayudante de bodega gracias a un familiar.
Pasó algún tiempo, conoció a una mujer con la que se casó y tuvo tres hijos. Dos
varones y una nena. A veces parecía que su pasado lo había perdonado y lo había
dejado hacer una vida.
Con el tiempo, Tono hizo negocio con el transporte de muebles. Compró su
propio camión y servía a varias fábricas que hacían envíos dentro y fuera de la
capital. Sus hijos crecían e iban a colegios privados. La más pequeña era Catalina,
que casi sin darse cuenta, estaba a punto de cumplir doce años.
Tono y su familia tenían las dificultades de cualquier hogar de clase media, pero
él y su esposa trabajaban duro y hasta habían logrado ahorrar un poco.
Pero esto no iba a durar para siempre. En una de las entregas que hacía se
encontró a un ex compañero del Barrio, que lo reconoció inmediatamente. El ex
compañero no hizo más que lanzar una mirada amenazante y darle un abrazo,
pero Tono sabía que estaba condenado. Dos semanas después del encuentro,
recibía la llamada. Lo habían estado vigilando y ahora le exigían dinero para no
hacerle daño. Al contrario que en su época de pandillero, estaba seguro de que no
saldría ileso.
Al día siguiente de la llamada por la mañana un niño tocó la puerta y le tiró a
Tono en la cara un celular, diciendo que debía contestar cuando lo llamaran. La
primera llamada llegó a los pocos minutos y le indicó que en una hora lo
llamarían para arreglar lo de la entrega del dinero.
Tono llamó un taxi y metió a toda su familia con la ropa que les dio tiempo a
meter en una maleta. Los envió a la casa de sus suegros y les dijo que todo iba a
estar bien. Caty era la que más lloraba y cuando se alejaba el taxi de la casa se
despedía de él con la mano derecha y lágrimas en los ojos, a través del vidrio
trasero.
Llegó la segunda llamada, le exigían una cantidad de dinero que no podía pagar.
Había tomado algunos tragos de ron para agarrar valor. Les respondió que si
querían el dinero tendrían que llegar a su casa por él. Y que tendrían que pelear.
Colgó y ya no volvió a responder el teléfono.
La casa sin sus hijos ni su esposa estaba triste. Tono entró a los dormitorios de
sus hijos y al observar su ropa se sintió desolado. Su pasado lo estaba alcanzando,
no lo había perdonado. Antes de la cárcel había intentado salirse de la pandilla
varias veces, pero sus intentos terminaban siempre en grandes palizas de las que
todavía tenía algunas cicatrices en el cuerpo.
Poco después de las seis de la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer, tocaron a
la puerta. Tono alistó un par de cuchillos y un revólver. Venían por él.
Somataban insistentemente la puerta. Cuando abrió la puerta, tres sujetos se
lanzaron sobre él; luchó por algunos instantes pero no pudo hacer casi nada y
rápido lo desarmaron. Los primeros golpes y puñaladas dolieron, pero después se
fue como adormeciendo, recordando algunos pasajes de su vida y a su hija Caty,
que le decía adiós con la mano derecha y lágrimas en los ojos desde la parte
trasera del taxi que se la llevaba.
El chat al mediodía
Se me antojó una cerveza y bajé a comprarla a la tienda. Era una noche templada,
con viento fresco. Estaba tranquilo el ambiente. El muchacho de la tienda estaba
contento, ayer había nacido su hijo. Me quedé ahí a tomarme la cerveza. La
vecina del apartamento de arriba bajó y llegó a la tienda. Vestía unos shorts que le
quedaban lindos. De repente se oyó un ruido como un choque o explosión y
salimos, temerosos, a ver qué pasaba. El vecino del apartamento del séptimo
nivel se había tirado de la azotea del edificio.
Mario, el vecino suicida, era un tipo depresivo. Pasaba meses sin casi salir de su
apartamento. Trabajaba desde su apartamento como informático en internet, así
que su aislamiento se hacía peor. El tipo parecía odiar a todo el mundo; cada
gesto amable que intenté con él fue recibido como si fuera una agresión. Por
alguna razón yo no llegué a odiarlo ni a compadecerlo, era un tipo enfermo que
probablemente no tenía cura.
No me sorprendió que se tirara, pero sí que sobreviviera. Cuando llegamos con la
vecina hasta donde había caído lo vimos quejarse, pero respiraba normal y por el
dolor se desmayó instantes después. Tenía una fractura expuesta de tibia y peroné
en la pierna izquierda. También se había quebrado la mano derecha. Pero estaba
vivo, muy a su pesar. Se lo llevó una ambulancia y ya nunca regresó al edificio.
Una mujer llegó a sacar sus cosas con un camión de mudanzas una semana
después.
Con la vecina de los shorts bonitos nos quedamos platicando en la tienda.
También se alegró ella de que el joven tendero fuera padre. Dalma se llamaba.
Era una mujer de unos treinta años, pelo negro largo y piernas bonitas. Solía usar
sandalias para mostrar unos pies bien cuidados.
—Gente que nace y gente que se quiere morir —dijo Dalma, de repente.
—Yo siento pena por el hombre. No se pudo morir, estará sufriendo —
respondí—. La vida le volvió a jugar mal.
—Tampoco fue muy listo que digamos, no eligió un método a prueba de fallas.
Yo hubiera llevado un arreglo con rosas amarillas a la funeraria.
—¿Por qué rosas amarillas?
—Sólo porque me gustan.
El tendero y recién estrenado padre sólo escuchaba. Aparte de la sorpresa del
evento a él lo único que le importaba y lo que lo tenía contento era su hijo, que
había pesado siete libras y media y se parecía a él. Salimos de la tienda. Le dije a
Dalma que nada mejor que el sexo para olvidar a la muerte y ella estuvo de
acuerdo. En lo que no estuvo de acuerdo fue en que el sexo fuera entre nosotros,
para mi mala suerte.
Cuando regresamos al edificio, subí al apartamento del suicida. Su puerta estaba
abierta, no sé si la dejó así o alguien entró. No pude soportar la curiosidad y
entré. Estaba desordenado todo, pero no estaba sucio. No había ninguna nota de
suicidio, ni alcohol, ni drogas. Su laptop estaba apagada, me senté en un sillón de
la sala y la encendí.
Llevaba una especie de diario en un documento de Word que tenía en el
escritorio de la laptop. Relataba que escuchaba voces, y que por momentos
parecía vivir una realidad alterna. La medicación no funcionaba, la esquizofrenia
estaba ganando la batalla. En una página aparecí yo, como el único imbécil que
intentaba ser amable. Escribía con impecable ortografía y buena redacción, pero
no era especialmente interesante para leer, salvo algunos detalles de las voces,
como que no las escuchaba con el oído sino las percibía dentro de su cabeza,
pero aún así eran muy claras.
Cuando ya me estaba aburriendo del diario del suicida, encontré una mención a
Dalma. Cuando ella se pasó a vivir al edificio le regaló un jarrón para que pusiera
flores y él lo había considerado un gesto noble de su parte. El jarrón estaba sobre
la mesa del comedor, que estaba limpia y sin nada más. Había en el jarrón tres
rosas amarillas. Tomé una, salí del apartamento, la dejé frente a la puerta de
Dalma y me fui a dormir.
El caso del profesor Méndez
Todo iba bien en el viaje a Pana hasta que se murió el Carlos. Se quedó dormido
en el carro boca arriba y por el exceso de mota y de cerveza se ahogó en su
propio vómito. Fue la primera vez que la muerte me tocó tan de cerca y por estas
fechas, cuando comienza a llover, me acuerdo y me pongo triste. Nunca se me va
a olvidar el viaje de madrugada de regreso con el Carlos, o su cuerpo quiero decir,
a la par mía y cómo, todavía borrachos, bromeábamos como si estuviera vivo.
Era nuestro primer año de universidad y habíamos ganado todas las clases del
primer semestre. El Carlos era el único del grupo que tenía carro así que lo
designamos como transporte oficial y nos fuimos para Panajachel un viernes al
mediodía. Hacía mucho calor. Pasamos a un Super 24 a comprar toda la cerveza
que pudimos y en el camino sonaban canciones de Los Kjarkas, Inti-illimani, Les
Luthiers y otro montón de grupos sudacas que nos gustaba escuchar.
Escuchábamos esa música porque el mismo Carlos nos la había compartido y
porque era una manera ingenua de ser rebeldes: todos los demás escuchaban sólo
grupos gringos o mexicanos. Algunos escuchaban música europea, pero todo era
siempre del hemisferio norte. Nosotros escuchábamos al sur.
El Carlos y yo habíamos tocado marimba en el colegio. Escuchar marimba
siendo joven también parece que es ser a la vez anticuado y rebelde. Pero nunca
le encontramos sentido a escuchar a aquellos grandes grupos que llenaban
estadios y que le gustaban a millones de personas. No tenía sentido creerte único
y que te gustara lo que a todos los demás.
Al llegar a Pana buscamos un hotel barato y salimos detrás de Carlos, armados
con un cuatro venezolano y una guitarra a conquistar la noche a orillas de lago de
Atitlán. El Carlos y yo tocábamos y el Arturo y el Javier se encargaban de
aplaudir al final y pasar por las mesas pidiendo dinero en los bares y restaurantes
en que nos dejaban tocar. En un par de bares nos invitaron a unas cervezas y en
uno de ellos unas gringas se pusieron a bailar con nosotros y se nos pegaron en
nuestras andanzas de bar en bar. No recuerdo noche más feliz que esa noche.
Una canción que el Carlos me enseñó esa vez era Pajarillo verde, una canción
venezolana. La cantaba tan bien que todo el mundo le pedía que la repitiera.
Jenny, la gringa más linda del grupo, ya se sabía la letra cuando regresamos al
hotel.
Pajarillo verde cómo no quieres que llore,
pajarillo verde cómo no voy a llorar,
ay, ay, ay, si una sola vida tengo,
pajarillo verde y me la quieren quitar.
El Carlos es uno de los músicos más talentosos que he conocido. Podía aprender
un nuevo ritmo en un par de horas y un nuevo instrumento en un par de días.
Antes de que lo conociera yo ya era un buen guitarrista.
Habremos regresado al hotel alrededor de las once de la noche y del grupo de
gringas sólo había quedado la Jenny, que se había enamorado del Carlos. Pajarillo
verde, canta otra vez, decía la Jenny, con sus grandes ojos verdes prendidos en el
Carlos. Alrededor de la una de la mañana ya estábamos bien borrachos y pedos y
el Javier ya se había ido a dormir. No me acuerdo quién llevó la mota, pero nos
pegó un poco bastante.
El Carlos se llevó a la Jenny a su carro y de ahí no regresó. Arturo fue el que
despertó a las cuatro de la mañana para ir a orinar y lo llegó a encontrar muerto
en el carro. Nos despertó a mí y a Javier y pensamos al principio que estaba
delirando y todavía borrachos y pedos fuimos a ver el cuerpo al carro. No había
señas de la Jenny. Tratamos inútilmente de darle reanimación cardiopulmonar,
pero era ya muy tarde.
El suceso nos espabiló un poco y no sé cómo llegamos a la conclusión de que lo
mejor era regresar a la capital y decir que había muerto cerca de su casa. Creo que
la borrachera nos impidió ver claro lo que estaba sucediendo. Ninguno lloró y
regresamos escuchando la misma música con que habíamos ido a Pana. Y cuando
sonó en el radio del carro Pajarillo verde, cantábamos todos, menos el Carlos.
Cantá pues Carlitos hombre, decíamos y reíamos, un poco por la peda, un poco
por los nervios.
Nos regresamos por la carretera de Godínez, temiendo que la policía o los
ladrones nos detuvieran, pero por suerte no sucedió nada. Llegando a San Lucas
había un puesto de registro de la policía, y sudamos frío, pero no nos pararon.
Empezó a llover una llovizna leve pero tupida que nos acompañó el resto del
camino.
Llegamos a la casa de Carlos y estuvimos como media hora decidiendo qué
íbamos a decirle al papá, que era un abogado con cara de pocos amigos. Yo toqué
el timbre de la casa y le dije lo que había pasado. Él respiró profundo después de
escucharme, y dijo que hicimos bien en haberlo llevado. Fue a verlo al carro y lo
abrazó muy fuerte. Lloró y gimió, no me podés hacer esto Carlitos, por qué, por
qué.
Hasta ahí entendimos lo que había pasado. El padre de Carlos nos pidió que nos
fuéramos, que él se iba a encargar de todo. Pedimos un taxi y ni Arturo ni Javier
ni yo hablamos nada durante el camino. De los tres yo fui el único que me atreví
a ir a la funeraria. Algunos compañeros del colegio me preguntaron qué había
pasado y yo me limitaba a decir que había muerto en su carro frente a su casa, no
se sabía cómo. No estuve mucho tiempo en la funeraria y procuré ver de lejos el
entierro, porque yo incomodaba, cómo no, a los papás de Carlos.
Yo seguí tocando música por algunos años más y a veces cuando la gente
respondía bien, volteaba a ver pensando que Carlos estaría ahí, pero nunca
estaba.
El encerrado
La primera vez que la abuela predijo la muerte de uno de mis tíos nadie le creyó.
El tío Luis era el más joven, deportista y de buen carácter. La abuela le dijo que
se sentía triste porque iba a morir de algo del corazón. El tío Luis se rió y le dijo,
madre, todos lo haremos. Sí hijo, pero vos te vas a morir en menos de dos
semanas, contestó la abuela.
El tío Luis murió a los diez días de la predicción de la abuela, por una bala
perdida que le dio justo en el corazón cuando iba manejando su bicicleta cerca de
su casa. Tenía 27 años. La predicción de la abuela se había cumplido y mi mamá y
los tíos se empezaron a preocupar. La abuela había tenido cuatro hijos, mi mamá,
la más grande; el tío Alberto, el siguiente; el tío Jorge y el tío Luis.
Con el tío Luis iba yo a dar paseos en bicicleta en los bicitours que organizaba la
municipalidad. Jugábamos fútbol en el campo Marte y nos llevábamos bastante
bien. Lo extraño mucho todavía. Durante los primeros días después de su
muerte, estuve irracionalmente enojado con la abuela. ¿Por qué abuela?, le
pregunté un día. Y yo qué putas voy a saber, me respondió, con la sinceridad que
la caracterizaba.
Dos años después predijo la muerte del tío Jorge. Él no quiso escuchar nada, así
que fue Álvaro, su primer hijo, quien escuchó a la abuela. La muerte sería
provocada por algo de la cabeza. El pobre tío Jorge no salió de su casa en un
mes, pero cuando ya tenía decidido volver a la normalidad, se cayó mientras
colocaba una bombilla en el techo. Se dio con la cabeza en el suelo. Pasó algunos
días en el hospital, pero murió.
Después de estas dos predicciones mortales cumplidas, el tío Alberto y mi mamá
dejaron de visitar a la abuela. De parte de mi mamá yo visitaba a la abuela para
almorzar y de parte del tío Alberto llegaba mi prima Sandra. Pasaron otros tres
años hasta que llegó la siguiente predicción.
Esta vez le tocaba morir a mi mamá. Maldije a la abuela cuando me lo contó y no
conté nada en casa. Mi madre murió como dijo mi abuela, de algo del estómago.
Una inadvertida apendicitis se convirtió en peritonitis y murió en el hospital una
semana después de la predicción. No me pude despedir de ella porque murió en
la madrugada en el seguro social y no estaba permitido quedarse con ella. Nunca
estuve tan triste en la vida como esa vez y odié a la abuela, como si ella hubiese
sido quien mató a mi madre.
La abuela esperó pacientemente y me buscó tres meses después. Me invitó a su
casa y me contó cómo era que ella miraba la muerte. En el caso del tío Luis, soñó
que él se iba de viaje, feliz, a un nuevo lugar que no quedó claro en el sueño.
Luego, vio el símbolo de la muerte en algún lado y una carta con un as de
corazones. Su madre le había dicho que algunos en la familia podían ver la
muerte, pero por supuesto, no podían evitarla.
No quise que me contara más. Lloré sentado en la sala de su casa, con ella a la
par, por más de una hora, sin parar. Ella no lloraba, sólo me daba palmadas en la
espalda sin decir nada. Después de esa tarde volví a querer a la abuela y le pedí
que si miraba mi muerte en algún sueño que me contara. Ella prometió hacerlo.
Sin embargo su siguiente predicción no fue de muerte, sino de suerte. Le dijo a
mi prima Sandra que se iba a casar con un buen tipo en menos de un año y así
fue. El Tony se hizo amigo de la familia y era para nosotros un primo más.
La abuela me predijo que aunque me ofrecieran un buen trabajo después de
graduarme de la universidad, que esperara un año porque iba a venir una oferta
mucho mejor. Así sucedió. Unos amigos me rogaron para aceptar un par de
empleos que no se miraban mal, pero no acepté. Luego surgió una posibilidad en
una transnacional que pagaba bien y acepté, justo al año de la predicción de la
abuela. Me tocaba viajar por capacitaciones o nuevos mercados por varios países
de Latinoamérica.
Un día en que estaba de viaje por Costa Rica la abuela me llamó. Me dijo que se
iba a morir y que si podía que regresara. Como regresaba al siguiente día no tuve
que pedir permiso. La abuela murió una noche mientras dormía. No le contó a
nadie cómo sería su muerte.
Dos días antes me llamó y me ordenó visitarla inmediatamente. José, me dijo
muy seria, vos sos el que heredará los sueños. Podrás saber sobre algunas
muertes y cosas felices. Siempre debés contarlo. A tu tío Jorge le dio tiempo a
reconciliarse con su papá antes de morir. Fue a su tumba y le pidió perdón por
las cosas que había dicho y hecho. Ellos nunca se lograron llevar bien, así que era
un pendiente que tenía. Se fue tranquilo.
Vos vas a morir viejo y feliz, me dijo también.
El tráfico a casa