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Aún no era grande

Aún no era grande

Estefanía Uribe Wolff


Uribe Wolff, Estefanía
Aún no era grande / Estefanía Uribe Wolff. -- Medellín : Sílaba
Editores, 2013.
60 p. ; 22 cm. -- (Mil y una sílabas ; 10)
ISBN 978-958-8794-08-2
1. Relatos colombianos 2. Narrativa colombiana I. Tít. II. Serie.
Co861.6 cd 21 ed.
A1404749

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

ISBN: 978-958-8794-08-2

Aún no era grande

© Estefanía Uribe
© Sílaba Editores
Editora: Lucía Donadío

Primera Edición: Medellín, Colombia, junio 2013


Editoras: Alejandra Toro y Lucía Donadío
Diseño carátula y diagramación: Magnolia Valencia
Fotografía carátula: Archivo familiar autora

Distribución y ventas: Sílaba Editores.


www.sílaba.com.co / silabaeditores@gmail.com.
Carrera 25A No. 38D sur-04. Medellín Cel. 313-649-0459

Printed and made in Colombia / Impreso y hecho en Colombia


por: Artes y Letras S.A.S.
Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los
titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la repro-
ducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.
A Juan, mi tío, y por supuesto,
a la doctora Irene
Contenido

Prólogo 11
Justina 13
11:11 19
El Coqueo 23
Pastillitas 27
Pastillitas II 31
Silvana 35
Hechizos 37
Estefanía 45
El silencio 51
Unos cuantos piquetitos 55


Prólogo

Constantino Villegas

Es un error pensar que la niñez es algo que todos dejamos


atrás. Ordinariamente se cree que la adultez es un fin en sí mis-
mo, un destino logrado con el paso del tiempo y la colección
de experiencias. Podríamos, mejor, ver la adultez como un mal
necesario, una pausa negligente entre las dos escenas más her-
mosas y espléndidas de la vida: la niñez y la vejez. El candor
que se tiene en el amanecer de la vida y la sabiduría del ocaso
constituyen las dos caras de un ser auténtico. Conocer a una
persona en cualquiera de esos momentos nos da una imagen
genuina de lo que ella en verdad es.
Estefanía Uribe nos presenta aquí una colección de cuentos
cuya trama es, en esencia, infantil. Y por infantil debemos en-
tender algo muy serio. Un universo cuyas leyes son maleables,
donde la magia es omnipresente y el tiempo es caprichoso. Un
lugar de amigos imaginarios pero no menos reales que las per-
sonas que nos rodean en la edad adulta. La fantasía es lícita y

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necesaria en la vida de un niño. Solo desde el reino de lo fan-
tástico podemos sintonizar con la infancia. Racionalizarla con
la mente adulta es un despropósito. Esto, lo entiende muy bien
Estefanía, y por eso su obra está cargada de ficción aunque de
una manera tan sutil y sorpresiva que podemos dar crédito a
todo cuanto dice, por inverosímil que nos pueda parecer.
Es natural que las memorias infantiles aparezcan modifica-
das por lo que la persona madura cree o quiere creer que vivió.
Estas modificaciones no son de ninguna manera una falsifi-
cación. Aparte de ser inevitables, nos revelan tenuemente el
carácter del autor. Una segunda lectura de El Principito (la pri-
mera es casi siempre patética, es decir, conmovedora) nos deja
intuir la oscura miseria en el carácter de Saint-Exupéry, rasgo
del cual no queda del todo exenta Estefanía. Pero ya el lector
sabrá formarse una imagen de ella a partir de sus páginas.
Algunos cuentos tratan de la vida adulta de Estefanía, de su
único amor verdadero, de sus nuevas pasiones –la gramática,
la literatura– y de sus experiencias vitales. Merecen mención
aparte las transformaciones que llegan con el uso de ciertas
sustancias que la mantienen viva. Aquí los relatos escapan de
un destino fácil: una historia clínica o un recetario farmacológi-
co impersonal. Estefanía, en cambio, nos cuenta lo que ocurre
con su cuerpo y con su mente bajo los efectos de un sinfín de
drogas y medicamentos; y aun cuando estos cuentos no están
inscritos en su infancia, la voz sigue siendo indiscutiblemente
ingenua, natural y mágica, como la de un niño que busca expli-
car un fenómeno curioso.

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Justina

De niña tenía tres amigos imaginarios: El Miamor, Rosita y


Angélica. Raro que Angélica llevara siempre un vestido rosa-
dito, mientras que Rosita, uno azul. El Miamor siempre estaba
de rojo.
Míralos, le decía a mi abuela. Le decía a todo el mundo, pero
nadie los veía.
Y tenía un Coqueo, un coqueo rosadito. El Coqueo era una
cobija pequeñita en forma de conejo que me regaló un amigo
de mi papá cuando nací. Mi mamá dijo “valiente maricada”, no
sabiendo del amor que nos íbamos a tener –del amor que aún
le tengo– ni de cómo me chocaba que me lo lavaran y perdiera
ese olor a mugre, mocos y lágrimas. Así lo puse, Coqueo,  pero
en un viaje a la finca de mi tía Gladys a Puerto Triunfo lo de-
jaron perder en una cantina. Objeto transicional, que llaman.
Con él me chupaba el dedo hasta que me dormía. Y chupé
dedo hasta los trece años (todavía tengo una cicatriz en mi
dedo gordo izquierdo que lo comprueba). Con él jugaba, tam-
bién, a que era torera de un torito de mi tamaño. Y, con unas
espaditas que había de adorno en la biblioteca, lo remataba.
Sangre rosada le salía, pero no se moría, y no se moría porque

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yo lo decretaba y lo necesitaba para jugar a la corrida cuando
quisiera.
Como Serrat, me gustaría decir “tenía un cielo azul y un
jardín de adoquines...”, pero no, porque había plantas, cuál
jardín de adoquines, y también un viñedo de uvas verdes en el
trópico medellinense  y matas gigantescas detrás de las cuales
creía esconderme de ellos junto a mi Coqueo. Pero un día mi
tío Juan se fue para La Guajira. Yo tenía cuatro años. El Mia-
mor, Rosita y Angélica se fueron con él. No los volví a ver. En
mi mar inmenso preguntaba si acaso me odiaban, o habían
partido para irse con niños más solos que, como yo, no tenían
amigos para jugar y se la pasaban todo el día con la abuelita.
Este era mi mar...
Pasábamos tardes enteras ahí, esperando al pirata Morgan,
peleando, alegando; ellos no se dejaban mandar. Seguro el
mar de La Guajira, harto más grande pero no más hermoso,
les llamó más la atención. Porque ese, que tiene flamencos y
que baña una arena muy bonita, no tenía la capacidad de ser
tan infinito como mi Bongo Rojo, en el que cabíamos todos,
todos, hasta mi abuela y mi abuelo y mis tíos y la lora esa que
me mordía, una que tenía mi mamá y que se llamaba Lora y
que, de los celos, se voló, ¡literalmente se voló! y nunca más,
para fortuna mía, regresó. Obvio, porque el océano, dicen, es
infinito, pero eso es mentira, pregúntenle a un geógrafo, a un
físico, a Galileo o qué sé yo. De hecho calculan que no habrá
mar, quién sabe para qué año. 
El problema, creo, fue que nació mi hermanita y a mí me
fueron creciendo los pies. Una vez no pude caber yo, no pudo
volver a caber nadie, ni siquiera Justina, que llegó por esos días

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presumiendo de que ya se le habían caído los dientes de leche
y le habían crecido los otros. Que había un personaje llamado
el Ratón Pérez que le daba a uno plata por cada diente que me-
tiera debajo de la almohada y que, si bien, como el Niño Dios,
algunos decían que eran los papás, a ella le constaba haber vis-
to tanto al Ratón como a Jesús cuando era niño, poniéndole los
regalos debajo de la almohada y debajo del árbol de Navidad.
Todo cuanto me decía Justina lo creía, por más inverosímil
que fuera. Me contó que mi Coqueo era un trapo con el que
limpiaban las mesas de una cantina, y esa tarde me hizo llorar.
¿Por qué está llorando?, me preguntó mi mamá y, como no le
contesté, me dio una pela. Entonces le dije: Justina me contó
que con el Coqueo limpian regueros de aguardiente, mocos de
borracho y no de niño y que ya ni siquiera es rosadito sino gris
y feo, que le cortaron las orejas, que le quitaron el borde de
satín y que ya ni siquiera era un conejo. ¿Y quién es Justina?
¡Pues mi amiga! A la que ya se le cayeron los dientes y puede
ver al Ratón Pérez y al Niño Dios. ¿Otro Miamor? No, Miamor
se fue con Rosita y Angélica para La Guajira, Justina es más
grande y cuenta cuentos de adultos como el del Coqueo. ¿Y
ella por qué sabe que se quedó en una cantina? Con el dedo en
mi boca le dije: pues porque es grande. 
Luego le conté a mi abuela que mi mamá me había pegado y
lo que Justina me contó de mi mejor amigo. Me sobó la cabeza
y una música empezó a sonar. ¡Era el carrito de los helados!
Dentro del carrito de los helados, me dijo una vez Justina, hay
unos duendes que trabajan con pedazos de hielo traídos del
Polo Norte para hacer los conos y los conos tienen sabores y
distintos colores que extraen del arco iris. Lo mismo las paletas.

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Nada más que a los conos les echan pedazos de nube para que
sepan a leche, y todo eso que me contaba no se lo podía contar
a nadie porque, si lo hacía, dejaba de ser mi amiga. Quiero
heladito de fresa y una paleta de limón. La abuela me dijo que
eso no me cabía. Es que la paleta de limón es para Justina, que
es la que más le gusta. Me los compró.
Justina, ¿y el algodón de azúcar cómo lo hacen? Con nubes
de atardecer, de esas que se ven rosadas en el cielo, esas que
tu abuelo llama las del sol de los venados. Yo he visto que es
con azúcar y un polvito. Sí, ¿pero de dónde crees que se vuelve
así, como un algodón? Y yo abrí los ojos y la boca y pensé que
tenía razón. 
Ella era muy sabia. Yo había olvidado que ya no cabía en el
Bongo Rojo y la invité a que nos bañáramos. Al ver que solo
podía meter mis pies y que me era imposible acomodarme, me
puse a llorar. Entonces Justina, que solo me hablaba cuando le
daba la gana, me contó que todo venía del agua: el arco iris,
las nubes, el hielo del Polo Norte, mis tristezas (así les llama-
ba a las lágrimas), el aguardiente, los mocos, ¡todo! Cogió la
manguera, abrió el grifo y empezó a echar agua. Puso su dedo
en la boquilla y un arco iris chiquito, a mi alcance, al alcance
de las dos, empezó a salir de ahí. ¡Magia, magia! le dije asom-
brada, y ella me dijo que sí, que era magia, que aprendiera y le
mostrara a mi abuela y también a mi mamá y a mis tíos y a mi
papá cuando llegara de visita el sábado. Pero tenía que estar
haciendo sol. Y se fue. Antes logró advertirme: uno crece y ya
no puede jugar sin camisa y el cuerpo cambia y es muy doloro-
so. Duelen el pecho y el vientre y le dicen a uno que ya no es
niña sino mujer. No vaya a creer eso, usted es mujer desde que

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nace hasta que se muere, otra cosa es que se vuelva adolescen-
te, luego adulta, luego vieja. 
Al año me enfermé y ya Justina se había ido para siempre,
como los otros, pero para Bogotá. No era capaz de mover mis
pies, me dolían las falanges y aunque me dijeron que la en-
fermedad era en el corazón no entendía de qué manera podía
llegar el corazón hasta los pies. Tal vez ella sabía, como sabía
tantas cosas, pero nunca se apareció para explicarme. Pensaba
que ese dolor era porque estaba creciendo, como me lo había
advertido mi amiga. Ya tenía cinco años y uno crece a los cinco
años, pensaba yo. Sin embargo, aparte de que ya muchos de
los juguetes que tenía me quedaban pequeños, como mi Bongo
Rojo, y de que mucha de la ropa que me gustaba no me servía,
aún no era grande. Ni siquiera le llegaba a los hombros a mi
abuela, como me lo había imaginado. Si acaso, a la cintura.
Luego, cuando entré al colegio y nadie quería ser mi amigui-
to, vi a Justina en el patio de los de bachillerato. Le compré una
paleta de limón, como las que le gustaban, pero no me saludó,
tal vez no me reconoció y ni siquiera me recibió la paleta. Me
puse tan triste... y el problema es que no había mangueras cer-
quita para dibujar arco iris como ella me lo había enseñado.

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11:11

Al lado del río Cauca, entre Bolombolo y Concordia, quedaba


La Herradura. Ya no existe.
De niña iba todos los fines de semana con mis abuelos.
Alguno de los dos me enseñó que cada vez que viera una es-
trella fugaz podía pedir un deseo. Y en ese lugar del mun-
do las estrellas son tantas, tantas, que el cielo parece blanco
con manchas negras. Tal vez por eso todos los deseos se me
cumplían: quiero aprender a leer, quiero ser grande, quiero
que el abuelo me traiga confites de miel mañana que viaje a
Titiribí. Abajo, luciérnagas y cocuyos en un danzar extraño
parecían hacerle espejo a la bóveda celestial. Y entonces, a
cierta altura, era difícil saber si se trataba de estrellas fugaces,
de cocuyos o de luciérnagas. Quizá no fue a una estrella fugaz
sino a uno de esos bichitos que le pedí ser una mujer bonita,
casada y con hijos. Quizá por eso ninguno de esos deseos me
fue concedido. 
En Medellín no se ven las estrellas. A veces, dos o tres, y
esa filita que yo, chiquita, pensaba que eran los Reyes Magos.
Cuando el cielo se cubre de nubes, se tornan rojizas, anaranja-
das, de un color feo, como mugriento. Total, dejé de pedirles

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deseos a las estrellas y a las luciérnagas y a los cocuyos, porque
tampoco los hay, o si los hay, yo nunca los veo. 
Dos veces al día, cuando aparecieron los relojes digitales,
de esos a los que les titilan los dos punticos de la mitad entre
la hora y los minutos, tengo ciento veinte segundos para pedir
algo. Un deseo en la mañana y un deseo en la noche, cuando
el reloj marque las 11:11. Pero a veces me despierto después
o me da sueño antes. Quizá por eso siguen sin cumplirse las
cosas que anhelo y que les pido a las once y once cada que el
reloj del computador o del teléfono marcan las once y once. O
a veces es que me concentro al escribir o al pelear y de las once
y nueve paso a fijarme y son las once y catorce.
Más fácil era con las estrellas de aquella finca en la que vivió
León de Greiff y en la que un caballo, cruzando el río, mató a
Juancho Pizano de lo puro borracho que iba. O bueno, él se
cayó y el caballo no lo vio... De lo puro borracho que iba. En
realidad sé que la muerte de Juancho Pizano tuvo que ver con
un caballo y una borrachera, pero no recuerdo cómo fue. So-
lamente sé que al morir dejó a mi abuelo como heredero uni-
versal y por eso La Herradura fue de él hasta que las peleas de
gallos lo arruinaron. De León de Greiff supe que se aburría mu-
cho y no entiendo por qué. Tom Sawyer se hubiera divertido
más allá que en el Mississippi, lo juro. Pero es que los escritores
nos aburrimos fácil, y los poetas más porque todo les tiene que
parecer etéreo o algo así. No sé nada de poetas ni de poesía,
perdón. El caso es que él se aburría en la misma hamaca donde
dormía mi abuelo en las tardes. 
Y yo no quería ser escritora, sino enfermera o profesora, pero
pensaba que, como los senos y esas otras monstruosidades del

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cuerpo, se daba naturalmente, al crecer. Un día uno amanecía
sabiendo poner inyecciones, suero, vacunas y que alguien le
daba a uno el uniforme blanco con todo y el gorro, así como
el uniforme del colegio, que quién sabe de dónde lo sacaban.
Me era muy difícil descifrar de dónde aparecían las cosas feas
como el uniforme del colegio. Ah, pero ni las estrellas tuvieron
el poder ni fueron capaces de sacarme de allá. Del colegio. Y
allá aunque uno pidiera ir al baño no lo dejaban. Uno se lo pe-
día a la Miss y la Miss no dejaba. ¿Qué iban a poder entonces
hacer algo las pobres estrellas, que no hablan ningún idioma
de los que hablamos en este planeta? Supongo que solo conce-
dían deseos pequeños, salvo el de volverse grande. Y ahora que
lo pienso, no fue culpa de las estrellas que terminara siempre
solterona. Fue porque muchas veces me pasaron por los pies el
trapeador y la escoba. Yo les advertía, pero se reían de mí.
Eventualmente, cuando alcanzo a ver que son las once y
once, se me cumplen cositas. Supongo que porque en Japón
es otra hora o porque el reloj de mi hermana tiene los minutos
adelantados. Tal vez porque a quien deseo está en Londres y
el deseo deba pedirlo a las once y once de allá, un once de
noviembre, pero ya se me pasó el año once.  Y bueno. A los
once años ya no deseaba ser grande sino quedarme chiquita.
No enana, sino niña. De ahí que a los relojes que no tienen ma-
necillas les pida con tanto fervor cosas tan difíciles de cumplir,
porque algo de inocencia infantil guardo, o será que en algo
tengo que creer. 
Recuerdo que cuando Juan regresó de vivir de París me trajo
un reloj de pulso con una noche de fondo. Era azul oscuro y el
minutero era Saturno o Júpiter, ¿cuál es el planeta de los ani-

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llos? Y el segundero una estrella fugaz. La hora era una media
luna. En la parte inferior del minutero, había un telescopio.
Total, ese reloj era un planetario de lo más bonito. Pero cuando
lo tuve no se me ocurrió que le pudiera pedir deseos. Y saber
que tenía una estrella con fugacidad por segundo en mi muñe-
ca, sin necesitar que fueran las once y once, de la noche o de la
mañana, ni aquí ni en Londres. 
Cuando me acuesto le rezo a Dios. De Él no espero nada. 

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El Coqueo

Y si creen que el amor no existe y así van diciendo que es una


reacción química en el cerebro, ¿por qué, después de tantos
años, llegué a esa cantina y lo reconocí? 
Ya Justina me lo había dicho cuando era niña. Al Coqueo lo
habían vuelto un trapo para limpiar regueros de borrachos: vó-
mito, aguardiente del que se derrama cuando se está sirviendo,
regueros de gaseosa y hasta orines. 
Pero el olfato, ese instinto primitivo, los olores y el recuerdo
de ellos quedaron plasmados en el cerebro, quizá donde se ge-
neran las reacciones químicas que producen el amor. 
Yo no recordaba en qué cantina se había perdido esa cobija
con la que me chupaba el dedito gordo de la mano izquierda,
rechazando la leche materna y el tetero. Odiaba la leche como
odio los frijoles, y creo que, como a los frijoles, odio aún la
leche porque me recuerda a mi mamá. Los frijoles, de solo ver-
los, me producen náuseas porque, comiéndolos, supe que mi
abuela tenía cáncer, y ese “tiene un cáncer de este tamaño en
el páncreas y no va a durar ni dos semanas” se lo oí a la señora
que me intentaba amamantar, sin éxito, cuando era bebé. Todo
el amor que yo pudiera sentir en la vida, en ese brevísimo lap-

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so que llevaba yo habitando el mundo, se reducía a mi abuela
Lucinés y a mi cobija rosada en forma de conejo. Nada más él y
ella eran capaces de darme sosiego y parar mi llanto. 
Aprendí a hablar cuando tenía nueve meses, y no por precoz
–o tal vez– pero creo que se debía a que siempre me hablaban
como si yo fuera adulta, sin concesiones, sin condescenden-
cia estúpida. Y mi primera palabra fue esa, Coqueo, no “ma”
ni “pa” ni “abuela”. Después aprendí a decir “clor” por flor y
“guau” por perro. Y así, hasta que logré elaborar una frase muy
compleja que en vez de estirar los brazos consistía en esto:
“abuelita, ¿la cargo yo?”, para pedirle que me cargara. Por eso
cuando supe que se iba a morir fui y vomité eso que estaba co-
miendo, los frijoles. En Antioquia dicen frisoles o fríjoles, pero
en México dicen frijoles y a estas alturas estoy más de ese lado
que de Antioquia. Luego me convertiría en una obsesiva de las
palabras, de las letras, de la manera de juntarlas y conjugar
los verbos, de sus significados y de quienes trabajan con ellas,
despreciando con las entrañas a los periodistas, que las maltra-
tan y que se creen escritores y no sé qué más. Tanto como a la
leche, la de vaca, la de cabra, la materna. 
También, con los años, encontré otro amor, otra obsesión,
otro embrujo: el alcohol. Me gusta su sabor, su olor, lo que
produce durante la borrachera y también, como buena maso-
quista que soy, el guayabo. Hubo un tiempo en el que incluso
les hablaba a las botellas y les contaba de mis cosas. Después
me las bebía. Pero ante todo, el tequila y los derivados del
agave. Es más, estoy segura de que en otra vida fui eso, una
planta de agave macho segada por un jimador allá en Jalisco a
la que luego procesaron, fermentaron y convirtieron en un te-

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quila del que habrían de beber el mismísimo Emiliano Zapata
brindando con Pancho Villa y que luego fue a dar a la casa de
Frida, donde Chavela Vargas se lo encontró y se lo tomó con
ella, Diego y Trotsky. Cada uno sentado en una tortuga, como
era costumbre en la casa de Coyoacán. Al menos un sorbo
tuvo que darle José Alfredo Jiménez, y bueno, por todas estas
cosas tan obvias e inobjetables, podemos concluir de dónde y
por qué amo tanto a México y no siento ningún tipo de amor
por Colombia.
Se puede, entonces, concluir también que todo amor es oral
y por eso el beso se da con la boca y durante el acto sexual los
amantes la utilizan todo el tiempo. E igual el odio, que produ-
ce náuseas y hace que por la boca se expulsen estos. Porque al
saber que la abuela moriría, que no era eterna como lo había
insinuado mi tío un día antes, vomité y vomité y vomité la ban-
deja paisa que me estaba comiendo, y creo que cada vez que
sufro ataques de pánico vomito un poquito de aquella comida
que estaba degustando esa noche de marzo de 2001. ¿Será que
de ahí me viene el odio al país?
Como sea, iba para Bogotá por carretera con un amigo. Te-
nía ganas de beber porque tenía sed y tenía guayabo, y enton-
ces paramos en esa cantina. Se me hizo conocida, como todas
las cantinas del mundo, pero esta me pareció que tenía algo en
particular. ¿Una piscina en tierra fría? Tal vez. Nos sentamos
en una mesa de esas que son de metal pero que tienen un en-
chapado de madera arriba, con borde plateado, con el cual uno
se raspa al rozar el codo. La mesa, medio gareta, hizo que, al
poner la cerveza luego de darle un sorbo, se derramara. Claro,
y mi temblor. 

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 Una señora gorda con delantal verde clarito y gorro de cafe-
tería llegó a limpiar el reguero. Empecé a llorar. Justina no ha-
bía mentido. Mi Coqueo, ahora sin orejas, sin los bordes de sa-
tín, ya no limpiaba ni mis tristezas, ni mis mocos, ni mis babas;
ya no era amigo y acompañante en las noches, sino un trapo
sucio al cual, en algunos lados, se le podía ver el rosadito con
el que yo lo conocí. Yo supe que era él porque mi llanto tiene la
particularidad de impregnar las cosas por siempre, con todo y
un olor característico. Y a pesar de que olía a cuanto jabón ha
existido, a límpido, incluso a semen, también olía como las lá-
grimas que estaba derramando. Detuve con mi mano la mano
que en círculos limpiaba la mesa, la de la señora. “Le compro
ese trapo”, le dije. Extrañada, me miró. “¿No ve que es un trapo
viejo, sucio, roto?”. “Señora, véndamelo, por favor”. “Eh, si así
es con una cerveza cómo será borracha... tome, lléveselo” y lo
soltó. Lo cogí, me monté al carro, empecé a chuparme el dedo
y me quedé dormida hasta que llegamos a Bogotá.

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Pastillitas

Hola, soy Azulita. ¿Azulita? Sisas, pero también me dicen


Stela, que es el apócope de mi nombre. ¿Cómo te llamas?
¿Quién eres? Hago que la gente que está enferma salga de sus
casas, me introduzco en las personas por la vía oral y de alguna
manera logran bañarse y volver a salir. Actúo con Zolo. ¿Y ese
quién es? Es su apócope.
Muy triste, en todo caso, especialmente para ella, haberse
dado cuenta de que necesitaba ayuda. Ya en enero andaba así.
Había logrado dejar todo, sumergiéndose en el alcohol, pero
un día, una vez que ya no aguantaba más, llamó a la otra, la
de piel blanca, blanca, blanca. El pelo también. Parece que a
ratos se lo toman el uno a la otra, pero la otra lo tiene negro,
negro, negro. 
¡Qué policromías tan feas! Azul, blanco y negro. Se aseme-
jan a un conjunto de juventudes fascistas del Mediterráneo.
¿Cuáles andaban de blanco? La verdad es que no me acuerdo,
pero eso no importa. Puede que fueran las de Hitler, hombre
que amó la paz como ningún otro, lo dijo en un discurso. No,
esas, creo, eran pardas, y en este intento de cuento pardo no
hay nada, salvo el apellido del candidato por el que votó para

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la presidencia de Colombia hace dos años. ¡Pero fue por el rojo!
Pues claro, pero se apellidaba del otro color.
Dos de mí y al pelo. Y otras dos de Zolo, más una que pare-
ce una bala, esa que la mantiene con vida, Ciclo. ¿Qué ciclo?
Dijeron que era como de ciencia ficción. Hoy en día todo in-
vento les parece de ciencia ficción, así sean médicos, así sean
científicos, dicen que son cosas como de ciencia ficción, pero
esta otra, que a eso se debería dedicar, a aprender a ficcionar,
toma pastillas así, de ciencia ficción, pero no sabe cómo hacer
un cuento.
Bonito fuera eso: tomar pastillas de ciencia ficción, futuris-
tas, y así, de la nada, volverse cuentista, ficcionista, pero pasa
que no, que esa Ciclo nada más afecta el sistema inmunológico
quitándole unas cuantas defensas y evitando que una presa
muy grande, la más grande del cuerpo, la rechace. 
Qué palabra tan fea esa para referirse a una parte tan vital
del cuerpo humano. ¿Sí, no cierto? Órgano, hígado, ¿pero pre-
sa? Y así aparece en los manuales. 
Aunque sí la mantiene presa. ¿Cómo? Es como un grillete
de 2 mg de alto control farmacéutico y de un precio ridículo
que no se lo costearían ni por fuera del país, ni de la ciudad.
¡Válgame! Sí, más el tratamiento del láser, muy costoso tam-
bién, porque da hiperirsutirmo (del que por sí ya sufría) y eso
le crecen las uñas, vello y pelo a la velocidad de la luz. Ni se
volvió a depilar las cejas porque parecen fortificadas con un
suplemento de calcio y el dolor de arrancárselas duele más que
hacerse un tatuaje o un pirsin. Y dice que así se parece a Frida,
pero se engaña, porque Frida era Frida y ella es ella y sufre mu-

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cho. Entonces sí se parece a Frida. No, porque el sufrimiento
de Frida era otro.  
Tanto tiempo escribiendo y desde que le dijeron que ese de
1914 no servía pa’ concurso no volvió a escribir cuentos, no
más este, tan bobo. 

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Pastillitas II

Tiemblo, es inevitable. Y no es miedo, ni es frío, ni es rabia,


ni angustia, ni desazón. Tiemblo porque sí, desde siempre, por
lo que me tomo en las mañanas y durante el día. Pastillas y
café: una para la gastritis, otra inmunosupresora, otra azulita
que no sé bien qué hace y otras dos blancas que me permiten
ser gente.
Me es difícil concebir la ontología a partir de... de pastilli-
tas, para qué rebuscar terminología médica. Si no me tomo la
primera, vomito; esa, la segunda, pues de esa dependo para
vivir. Y están las otras: la azulita y las blancas. Todas hacen
temblar.
Y temblando, porque de repente me entró la desazón y no
temblé por ella, cojo otra azul y otra blanca. Ya leí el tarot
y no me reconforta, ya bajé y hablé con la gente, ya hasta
comí.
Uno como resultado de unas pastillas. Uno como resultado
de la abstinencia. Uno como resultado de un día que empie-
za a las ocho de la mañana, en el que nada sucede, duran-
te el cual el tiempo se detiene hasta las doce de la noche, y
viene el insomnio. Otra pastilla, blanca, pero esta es redon-

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da y puede ingerirse de manera sublingual. Es dulce, como
mentolada.  Inicialmente era un anticonvulsivante que les
daban a los epilépticos y que, por fortuna y para sosiego de
tantos, descubrieron que calmaba. Sí, calma, y al otro día da
temblor. Como el tiempo, pensamientos y obsesiones se de-
tienen por un instante y todos los órganos con terminaciones
nerviosas se anestesian: el clítoris, por ejemplo, es como un
miembro fantasma, y creo que es lo que sienten las personas
mutiladas con sus pedazos faltantes. No hay lubricación y una
penetración duele mucho. ¿Cómo harán las señoras casadas?
¿Y las que tienen novio? Bueno, yo ni soy casada, ni tengo
novio. Punto a mi favor.
Y así, como miembros fantasma, quedan los recuerdos, los
tormentos que haya, como aplazados para la noche siguiente,
cuando asalta la zozobra y uno tiene que tomarse no solo esa,
sino las blancas y la azul, aunque no sean las dosis recomen-
dadas, aunque se exceda al doble, aunque ya se las haya toma-
do por la mañana,  porque quizá esa alegría pasajera del otro
día, aquel, el de optimismo y resignación, venga con ellas,
porque tal vez dentro de su composición esté algún recuerdo
feliz, porque es que uno no se quiere descompensar y es mejor
temblar mucho, caerse por las escaleras y sufrir un esguince,
pasar el día mareado a volver a ese estado de tristeza y melan-
colía tan terrible que lo aquejó hasta hace tan poco. Entonces,
uno dice que está bien mientras ingiere las pastillas pensando
y con fe absoluta en que esta cosita en el estómago pasará
y mañana, por gracia de Dios, volveremos a estar contentas
Estefanía y yo, esperanzadas, optimistas, sin vergüenzas y sin
culpas.

32
La blanca y redonda, dulce y mentolada, aún no me la tomo.
No quiero que me toque la parte del cerebro que compone es-
tas letras, ya escasas, porque decidí empezar a escribir más
en abstracto y menos de mí, cosa que no logro y entonces me
angustio y mejor no... no sé si publicar esto.

33
Silvana

Silvana, con uve, se cambió el nombre, aunque no del todo.


Solo la uve, y empezó a firmar Silbana porque le encanta silbar.
Lo hace todo el día, de manera inconsciente y, como en el co-
legio para señoritas recatadas la sacaban de clase por hacerlo,
aprendió a silbar con la boca cerrada, a duras penas abriendo
un orificio que nadie percibía entre los labios.
¿Por qué me habrán puesto Silvana? ¿Sabrían los que me es-
cogieron ese nombre de mi afición por soplar y, con esto, hacer
sonidos, sonatas, obras de arte? Nadie silba como silba Silba-
na, que se compró un pito de esos que traen un palito debajo,
de plástico anaranjado y con la boquilla verde. Ahí toca desde
el Angelus y el Ave María hasta La ley del monte.
Empuña las manos de una manera que al soplar saca soni-
dos. Y claro, también toca la flauta, la dulce, porque intentó
con la contralto pero eso de leer las partituras en clave de fa
no se le dio. Eso sí, a oído, cualquier instrumento de vien-
to, sin importar la clave o la partitura. Ah no, no, la flauta
traversa no, porque ella es encorvada y no le pareció que tu-
viera la elegancia para eso. Y, además, acá entre nos, jamás
supo hacerla sonar ni ponérsela en la barbilla de una manera

35
adecuada. Pero no le importó. No sé ahora qué piense al res-
pecto.
Un día, sentada en la sala de su casa, vio a su abuelo silban-
do. ¿Cómo haces eso?, le preguntó. Se llama silbar, le contestó.
Tenía cuatro años. ¿Me enseñas, abuelito? Pues claro, le volvió
a contestar. Y yo no sé él cómo hizo ni ella tampoco, pero de
una aprendió. Vaya, que no es fácil eso de enseñar a silbar, y
tampoco es que cualquiera aprenda, así, de una.
Tenía seis cuando vio a su tío tocando la flauta, la dulce.
¿Me enseñas? Pues claro, le respondió. Soltó el dibujo que es-
taba haciendo de una cometa roja que volaba por un sol amari-
llo y se sentó al lado. No se sopla únicamente, hay un truco que
es hacer con la lengua un t, t, t, t, por cada nota. A ver, esta,
la primera, la de arriba, es si, le sigue la, después sol. Las otras
las aprendemos después. Y después fue al otro día, cuando el
tío encontró a Silvana tocando el Sanjuanero, empleando el fa,
el mi, el re y el do y haciendo, como le dijo, t, t, t, a la par de
cada nota, de ahí que su flauta sonara mejor que la de todos
los niños.
Pero a Miss Rebeca no le pareció. Miss Rebeca la ponía a
tocar el triángulo, despreciando por completo sus capacidades,
entonces Silvana se orinaba en la silla, con el triángulo en la
mano, sin decirle “Miss, may I go to the bathroom, please?”
Pero era también porque le daba pena hablar en inglés (toda-
vía, a sus veintinueve, también).

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Hechizos

Y en fin, como al Coqueo, después de muchísimos años me


volví a encontrar a Justina.
No en una cantina, ni en el colegio, ni en la Universidad.
Tampoco limpiando mesas, como mi cobija (que quién sabe
qué otras cosas limpió). Escribía cuentos para niños, escribía
en la prensa y escribía novelas, y si bien no la reconocí por la
cara, sí por las cosas que decía. Por cómo pensaba e iba expli-
cando el mundo, ya no de los niños, sino de los grandes; el de
las mujeres, el de los libros, el del cine y otras cosas más. Vi
que tenía apellido, o más bien cuál era. Pero estaba viviendo
en España para entonces, ¿o en Estados Unidos? Ni modo de
mandarle paletas de limón. Se derretían.
De mi abuela heredé una biblioteca, dos bastones, una toa-
lla con la que le cerraron la boca al morir, una imagen de la
Virgen de Guadalupe y su libreta de teléfonos. De todo, sola-
mente me quedó la imagen de la virgen y su libreta. Ahí bus-
qué el número del heladero. Él tenía que saber dónde estaba
Justina porque Justina sabía todo de los helados: con qué los
hacían, quiénes, cómo. Supuse, entonces, que era la única que
se había podido subir a ese carrito de la fantasía y conocer to-

37
dos esos secretos. Y ni modo que sin el permiso del heladero.
Bueno, sí, sí se subió sin permiso de él, cuando lo llamé me lo
dijo. Se aprovechó de que una abuela le estaba limpiando a su
nieta tremendas goteras de helado de fresa del vestido y de la
cara, y se subió mientras el heladero auxiliaba a la señora y a
su nieta.
Ese día vio cuanto pasaba mientras se comía una paleta de
limón y me lo describió a mí. Pero el señor, que no se demoró
sacando el pañuelo para limpiarle las mejillas y el mentón a
la niña, entró y la vio. Como ningún niño en el mundo podía
saber la verdad de cómo se hacen los helados, le dijo a Justina
que le prometiera que se iba a inventar una historia que era la
siguiente: que los helados se hacen con leche y azúcar y sabo-
rizantes, así como las paletas se hacen con agua congelada y
anilina y ya. Pero a Justina le pareció tan boba y tan insolente
esa historia que mejor se volvió escritora y empezó a contar las
cosas como realmente no eran. No, como no eran realmente.
Algo así.
Y por eso, el día que me vio en el colegio, como había sido
infidente conmigo, se hizo la que no me reconoció. Para des-
quitarme, cuando reconocí su voz en sus letras, me hice la loca.
Hasta que vi (sí, vi) que dijo: “He dormido con algunos hom-
bres que tenían ideas. Después he repetido sus palabras sin
darles crédito, como si las hubiera oído en el sueño. Nunca se
me ocurrió que no me las hubieran regalado”. O sea que ella
dormía con el heladero, pensé. Dormía, y él le contaba cuen-
tos. Por eso lo busqué y él me la encontró. Como ya ella era
grande y yo también no me atreví a preguntarle qué quería
decir con dormir. Me limité a saber que de ahí sacaba muchas

38
historias, durmiendo con hombres que se las dictaban en sue-
ños. En cambio, los hombres para mí eran un sueño. Un sueño
en tanto no se me cumplía estar con los que me gustaban como
un sueño eran también ellos, fornidos y hermosos.
Y con el único que llegué a dormir se me convirtió en una
pesadilla, no porque fuera malo conmigo sino porque a ese, que
lo amo, jamás lo volveré a ver. Total, de los hombres no iba yo
a sacar idea alguna, salvo esa que me dijo un novio que tuve,
despierta: ¿Ves que vos sos maletona? No, bobo, ni cuenta me
he dado, le respondí. No, sí, yo sé, pero esa es una postura que
en realidad es metafísica, psicológica, psíquica, mental. A decir
verdad era muy redundante y se las daba de erudito, pero era
verdad. Y otra verdad, una sentencia, casi un axioma: ¿De qué
te preocupás si para mí sos un urinal? Sí, sí, donde meto el pipí
cuando lo necesito y del mismo modo lo saco.
Y así como cuando una vez siendo niña me pusieron a ser
Cuasimodo en el colegio mientras escogíamos quiénes ser des-
pués de que nos leyeran el cuento y el de Esmeralda y los de-
más personajes fueron ocupados por niñas más bonitas, a mí
me tocó ser Cuasimodo ese día y todos los que le siguieron,
hasta hoy, y hasta hoy, desde ese día, no soy otra cosa que un
urinal. Porque en mí las palabras negativas se vuelven senten-
cias o hechizos. Es como si quien las emitiera, al decirlas, se
convirtiera en hada maléfica o en bruja o algo así. “Usted es
muy fea” y es como que retrataran a Dorian Grey feo, inmedia-
tamente me vuelvo horrible sin que, a mi favor, haya una figu-
ra guardada en un clóset con una imagen que se va volviendo
bonita a medida que yo me voy desfigurando con palabras. Y
así, después de una enfermedad que me trataron con esteroi-

39
des, que tienen como efecto secundario hinchar los cachetes
y hacer crecer el vello facial y corporal, quedé bigotuda y con
las cejas juntas, como Frida, con quien me comparaban y para
entonces me daba rabia.
Ahora también me da rabia, pero porque la pobre Frida no
era tan cobarde ni tan mediocre. ¡Y pensar que Frida escribió
una vez: “Pies, ¿para qué os quiero si tengo alas para volar?”!
Y justo me trataron con esteroides una enfermedad que me
paralizó desde los tobillos hasta la punta de los dedos gordos
de ambos pies. Ella había nacido con columna bífida y yo ha-
bía sido maldecida con columna jorobada. Qué cosas. A ella
un tubo le atravesó desde el abdomen hasta la vagina y se le
enterró en una pierna, y a mí un tipo con falo me convirtió en
urinal. Quedó con una cicatriz en el vientre, como yo, cuando
la vida se me atravesó entera y me tuvieron que trasplantar el
hígado y el hombre que fue sueño se convirtió en pesadilla.
Ese, con el único que dormí. Dormí. Precisamente por eso es
pesadilla.
Para cuando Justina había vuelto a aparecer, la vida mía ya
estaba más truncada que la de la señora Kahlo Rivera o Rivera
Kahlo de Vargas y Trotsky y todos, de Frida dibujada con un
corsé de hierro y sin entrañas. Autorretratada. Las dos Fridas,
creo que se llama el cuadro. Yo no quise ir a ver eso en Méxi-
co porque, a ver, ¿para qué iba hasta Coyoacán, tan lejos de
donde yo estaba? ¿A recrear mi dolor? Si al ver un cuadro en
Internet me duele y me pongo a llorar. Me duelen los pies y la
columna y el alma y el vientre y los huesos. Mejor me fui para
la Villa de Guadalupe, lugar donde otros van y se martirizan
y se pelan las rodillas de caminar en ellas. Es un espectáculo

40
verdaderamente espantoso, pero de allá salió la herencia de mi
abuela. Y para ver a la Morenita durante unos segundos, a la
mera mera que se le apareció a Juan Diego en el Tepeyac, me
tocó hacer una fila inmensa. Pero yo había hecho una promesa,
y las promesas yo las cumplo. La vi, me bendije, le prendí una
vela y me peleé con un cura que me tiró agua bendita en medio
de un ambiente álgido y seco. Mientras, una amiga rezaba y
la otra les tomaba fotos a unos indios que se comunicaban en
náhuatl pero que rezaban en cristiano, o en español, que es el
idioma de Jesucristo por estos lados.
Y llegué a Colombia más maltrecha de lo que me fui, en un
vuelo desde Los Ángeles a Medellín con escala en Panamá y
después en una clínica de reposo. Porque hay una cosa que no
ha sabido diagnosticar la medicina y que se llama Colombia,
enfermedad de la cual mueren muchos acribillados, otros locos,
otros hastiados, otros de hambre. O sea, de Colombia. Algunos
sufren de patriotismo y otros de dolor de patria. Unos quieren
irse y otros quieren quedarse, no en el país sino con él. En fin,
y Justina lejos. Escribiendo precisamente –describiendo– sobre
esa enfermedad congénita de la que padecemos, obvio, todos
los que nacemos en este suelo, pero yo no me había enterado
de que estaba en esas. La extrañaba, como al Miamor, a Rosi-
ta y a Angélica y a mi abuela, a mi otra abuela y a mi abuelo,
a Paula, a Jimena, a Patricia, a Gloria y a Luz Mery. Pero la
cordura es una cosa que pega muy duro en los manicomios (y
afuera también) y allá vi cómo gritaban y celebraban porque
habían matado a un jefe guerrillero, desde el psiquiatra hasta
los pacientes más enfermos.
Porque chiquita me dijeron que era loca y un psiquiatra lo
confirmó recetándome Prozac. Porque, con apenas diez años,

41
mi mejor amiga estaba perdida por el mundo y yo vomitaba
todos los días de angustia y de soledad, y terminé diagnostica-
da con gastritis. Yo quería que estando tan loca como decían
que estaba, se me apareciera Gloria y jugara conmigo en los
recreos, o bien que Justina no se hubiera ido de Medellín ni
a Miss Luz Mery la hubieran cambiado de colegio. Nada. Solo
los piojos me acompañaban, porque ni mi hermana que, como
chutaba tan duro y era de la Selección Antioqueña de Fútbol,
era la capitana del equipo de kickball y siempre la ponían a
hacer jonrones. Sacaba el balón de la cancha del colegio y se
avergonzaba de mí como yo de ella cuando era bebé y no sabía
hablar. Los grandes me sacaban de las filas en las cafeterías,
cuando no era que me estrujaban hasta asfixiarme. Creo que
porque rezaba mucho y aún no sabía leer el reloj y entonces no
sabía cuándo eran las 11:11 y aparecía el gigante, que era mi
tío Álvaro, profesor de Cálculo en 11º y Trigonometría y Geo-
metría en 10º. Él era más alto que todos, y como era Mister, no
le tocaba hacer fila. Me tomaba de la mano, me llevaba hasta
el frente y me dejaba pedir lo que quisiera.
Si no es porque un día se me ocurrió meterme a la bibliote-
ca, que se mantenía vacía, no hubiera vuelto a encontrar a mi
amiga, la de los secretos de los helados, el arco iris y el algo-
dón de azúcar. Porque, o bien me metía a clases de glamour,
como se metieron tantas que estaban en mi situación, o seguía
el camino de mi abuela, que era el de la enseñanza, las letras
y el español. Y Justina es glamorosa, pero desde la escuela de
modelaje no hubiera encontrado, creo, gusto alguno por las co-
sas que luego me encontraron con ella. Además, no enseñaban
glamour o de glamour sino a hacer dietas. No aprendían a ser
sensuales sino flacas, cosa que se volvió lo mismo en esta ciu-

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dad. Y yo ni flaca ni sensual. Música, empezando a ser escrito-
ra. Gorda que empezaba a beber, maletona, orejona, bigotuda
y con las cejas juntas, me perforé la ceja derecha y la nariz, me
teñí el pelo de no sé cuántos colores y me hice un tatuaje. Mi
rebeldía empezó a ser llamada locura y fue cogiendo reconoci-
miento –muy pésimo– por toda la ciudad.
Cuando ya había dejado de tocar el violín y de leer partitu-
ras y la flauta, me quedé con las letras. Las que leía y las que
escribía. Así, de Fernando Soto Aparicio a Dante, de Dante a
Hesse, de Hesse a Saramago, de Saramago a una tal Marulanda
que estaba escribiendo en El Espectador los domingos. Era la
misma. Se llamaba igual y, como dije, explicaba igual las cosas.
No recuerdo bien las caras del Miamor, Rosita y Angélica, ni
tampoco podía reconocer la de ella. Pero sí sus palabras, todas,
una por una. No le quise decir lo de la paleta de limón para no
avergonzarla, ni contarle del heladero ni de nada. Ya otra vez
se perdió. Como los demás, supongo que se fue a La Guajira, a
un lugar sin Internet y a donde no llegan los carteros ni hay se-
ñal telefónica. La veo cada mes, cuando publica en una revista
que se llama Arcadia. Cuando quiero hablar con ella, busco sus
columnas o sus cuentos, y todo vuelve a tener sentido.

43
Estefanía

Una vez, en ese empeño de ser una escritora capaz de descri-


birlo todo con plena exactitud, quise estudiar sobre botánica y
otras cosas: para saber el nombre de las matas, de los pájaros,
de las frutas, flores y especies. Luego, leí un libro en el que
hablaban de animales y plantas que ni siquiera aparecían en el
diccionario. Para mí no eran más que nombres en latín o deri-
vados de este, menos una flor que se llamaba Estefanotis, tan
parecido a mi nombre, a como me puso mi abuela, a mí, que
crecí sin tocayas. Ah sí, estaba la princesa de
Mónaco, Estefanía, sin corona y sin trajes de princesa, borra-
cha, degenerada.
El mío es un nombre de nueve letras y de cinco sílabas. Tie-
ne un hiato al final. Creí por un tiempo que toda la ortografía
española estaba contenida en mi nombre, cuando empecé a
entender de gramática y esas cosas. Le metía una hache entre
la te y la e, eliminaba la primera letra y quedaba con la inicial
idéntica a la de mi mejor amiga. Me podía llamar en inglés.
Prescindía del hiato cambiándolo por una ye, lo que la gente
llama i griega. Y supe luego, cuando ya no me importaba no
tener tocayas de mi edad, cuando llamarse Estefanía era una

45
exclusividad, que venía del griego. O no sé, eso me dijo el pro-
fesor de griego y yo le quise creer. Significa la coronada, es de-
cir, princesa, me dijo. Ajá. Y por qué será que dicen princesas,
si a las reinas también las coronan. Y a reyes y príncipes. Yo no
le pregunté. Me llamaba princesa, tenía una tocaya que, según
él, era princesa y se llamaba Princesa. Luego Silvio, que vive en
Atenas, me dijo que Estefanía solamente significaba Estefanía.
Bueno, pues qué, la otra, la de Mónaco, es princesa, da lo mis-
mo, y de hecho así fue siempre, porque mi abuela me decía “Mi
princesita de Mónaco” y mi tía Cuca todavía me dice Princess. 
Mi abuelo se llamaba Reinaldo pero todos le decían Rey o
don Rey. Y él era el soberano de La Herradura, solamente que
en vez de corona tenía un sombrero de esos que usan ahora
los mafiosos pero que para entonces solamente los usaban los
campesinos y los ganaderos y los dueños de fincas como mi
abuelo. Los campesinos antioqueños. Porque aprendí que los
campesinos del Cauca son distintos, al igual que los del Norte.
Que unos usan otros sombreros, y que pueden ser negros o ser
indígenas y campesinos sin eximir lo uno o lo otro. Así, como
lo es todo en este país. Y hay indígenas negros que además son
campesinos. Me maravillé como una niña al saber eso. Una
persona puede  ser tanto y no poder tener nada por ser tantas
cosas: negro, indio indígena de la selva como le decía Mincha
a un tío mío cuando quería pelearle. Y campesino. Por ende,
quizá por tener tantos títulos, no les titulan las tierras, no sé.
Y encima, pobres, las hay mujeres. Hace como cinco años me
encontré una carta que le escribió mi abuelita a Cuca, que vi-
vía en Florencia para 1983. Es del 26 de enero, yo nací el 26
de febrero. “Ya va a nacer mi nieto. Ojalá que sea niño porque

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las mujeres sufrimos mucho”. Firma Lucinés Idárraga Pizano,
La Herradura, fecha tal. “Cristina llora mucho”, se queja. Y eso
que yo no nací indígena, ni negra, aunque mi papá, al nacer
mi hermana y verla rubia, la apodara a ella La Mona y a mí La
Morena. 
María tenía el pelo ondulado y hermoso, rubio, igual que
los Niños Jesuses que pintan por ahí. Se tocaba las pestañas y
hacía carrizo y lloraba y lloraba y luego lloraba porque decía
que no quería llorar más. Y nunca más, después de niña, se le
volvió a ver llorar. Ni cuando se murió la abuela. Solamente
una vez, cuando le dio el primer síndrome premenstrual. Y ya.
Lloró todo lo que iba a llorar en la vida y yo la odiaba por eso,
por su pelo, por su coqueteo con el carrizo y las pestañas, por
una vaca que le regaló mi abuelo, como a mí, pero que era más
“nueva”.
Teniendo el pelo negro me disfrazaban de china, de india,
de carioca, de Blancanieves, pero no de Cenicienta ni de las
otras princesas porque no, porque mi pelo era negro y liso. La
Morena era yo para mi papá y La Morena era la mula de mi
abuelo, el Rey, que no andaba a caballo sino en mula. En las
mañanas lo acompañaba al ordeñadero, que en realidad era
una caballeriza, y luego me daba dos o tres vueltas por la casa
vetusta, roja y blanca, y me dejaba en brazos de mi abuela para
volver a ser princesa. Me metía mi dedo gordo izquierdo a la
boca y empezaba a jugar con perros, gatos, palomas y alacra-
nes. Los alacranes me los metía a la boca. Una vez me picó uno
en la lengua y a un primo de mi abuelo se le ocurrió “curarme”
con aguardiente. ¡Amor a primera vista! O bueno, al primer
sorbo, como sea. Qué salida tan fácil esa. Ignoraba que hubiera

47
negros e indígenas fuera de la televisión. En la guardería no
estudiaba con ninguno, ni los veía en el Éxito, donde mi abuela
me presumía en el carrito de mercado. No tenía, pues, ni to-
cayas ni amigos negros ni amigos indios. Uno se disfrazaba de
eso, sí, los parodiaba, también, pero no los conocía salvo por
algunas películas que nos dejaban ver, y eran de adultos. 
Ahora que escribo esto, me aterro, me alejo del teclado, tomo
un sorbo de aguardiente, miro algunas páginas en internet y
regreso. Pensaba que los judíos no existían sino en la Biblia, un
cuento de hadas, como me decía mi abuelo, que no me contaba
de esos cuentos sino de guerrilleros y piratas, que son una mis-
ma cosa, solo que unos en el mar y otros en la tierra. Y de una
gente rarísima cuyas virtudes eran dar discursos y convencer
a multitudes. No eran, como los de los cuentos, ni monos, ni
bonitos. Yo veía las fotos y me espantaba. Qué protagonista tan
feo. En nada se parecían a los novios de las Barbies, ni a ningún
muñeco ni caricatura. Los chinos seguramente vivían en otro
planeta, como supongo que los árabes habitaban únicamente
en las líneas de Las mil y una noches.
Me dan ganas de esconderme detrás de esa planta que quise
describir al principio y que no sé cómo se llama. Es grande,
gigante, porque ahí cabía yo aun adolescente, con unos hue-
quitos en... es que en realidad era una hoja enorme con huecos,
como en forma de un racimo de uvas o una mora. Bien que
sabía esconderme en muchos lugares, pero cuando quería es-
conderme hasta de mí, me metía detrás de esa mata que había
en la casa de mis abuelos maternos. Una vez que me quedé ahí
dormida llamaron al Gaula. Pensaron que me habían secues-
trado. En realidad estaba soñando que tenía un novio, Juan

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Gabriel, con el que pasaba las tardes a la salida del colegio,
yacía en su cama en un apartamento de Conquistadores y fu-
mábamos marihuana. Era a imagen y semejanza de mi mamá,
porque me pegaba. Yo no había yacido nunca con nadie ni
tampoco había probado ninguna droga, pero eran cosas que
deseaba. También que me pegaran, creo. Luego aparecí y les
dije que estaba con él. No supe cómo fue que un primo mafioso
lo mató, porque seguíamos viéndonos a pesar de eso.
Sería que se había crecido el Miamor. Tal vez las mucha-
chas de una supuesta orgía eran Rosita y Angélica, tan perras
y tan crueles como cuando eran niñas. No supe a dónde se fue.
Desapareció y aparecieron hombres reales, peores, que yo no
podía imaginármelos porque uno solo experimenta las cruelda-
des y esas cosas cuando las vive. No había una telenovela que
abarcara a un personaje como tantos que me topé después, ni
un libro que los describiera. Claro que ninguno de ellos fue
mi novio. A mí nunca nadie me recogió a la salida del colegio
como Juan Gabriel, ni tampoco me llevó a beber aguardiente
porque estaba triste y ni siquiera alguno llegó a besarme du-
rante mi pubertad, que fue tan triste y aburrida, que me enseñó
a escribir y a oír rancheras para sentirme única. Claro que no,
porque a mí ningún hombre me ha recogido en una camioneta
Dodge RAM roja en mi casa, ni en ningún otro carro.

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El silencio

Me es muy difícil abstraer la imagen de Dios sin pensar en


Jesucristo ensangrentado y mártir. Bobo. Entonces me da ra-
bia porque me caen mal los mártires y los superhéroes. Me
cae mal Jesús, muy mal, aunque decir eso de inmediato me
traiga a la mente la imagen del demonio, no sé de cuál en
específico, y piense que caí en el más grave de los pecados.
El otro día lo reté, al Señor. Le dije: dame una prueba de tu
existencia y hacé que sueñe con vos. Y en el sueño se me apare-
ció el Diablo. No sé, no es que comprobara que Jesús existiera,
sino su contraparte. O tampoco. Ay, en fin. De ahí que cuando
pido –o rezo, oro– lo haga rogándoles a las once y once de la
mañana, cuando vea una estrella fugaz. Si el deseo es ya muy
hondo como, digamos, de pedir marido se trate, recurro a mi
abuela Betsabé porque ella un día me dijo “yo fui rica, rica. Tuve
fincas y plata y heredé fortunas, ¿y sabe qué? Lo mejor que me
pude comprar en la vida fue a su abuelo”. Ja, y mi abuela, que
se murió de noventa y cuatro o noventa y tres, como Chavela,
no quedó con nada. Ni con casa, ni con marido, ni con fincas,
ni fortunas. Días antes de su partida, vio a un hombre montado
a caballo en la sala de su casa. ¡Qué hermosura de hombre! me
dijo. ¿Quién? Pues Hernando, mija, que me lo compré.

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Sí, bueno, a esa abuela le pido un marido, ella sabe muy
bien cómo es y para qué. Pero por eso procuro que no me va-
yan a barrer ni a trapear los pies, para que a ella le quede todo
eso más fácil. Otras cosas se las encargo a un exnovio que se
murió y que para cuando se murió me odiaba, pero como creo
que en vida me quedó debiendo demasiadas cosas, creo que
es apenas justo rogarle por las que pueda hacer ya allá. Y a mi
otra abuela, la de siempre... al abuelo Reinaldo solamente le
encargo las victorias políticas, últimamente tan escasas.
Pero a mi abuela Lucinés no, nada.
El otro día me la encontré en un sueño y pasó que no tenía
de qué hablarle. Yo la he extrañado desde que se murió y he
sentido, siempre, que la necesito, pero no tengo de qué hablar-
le, nada que pedirle.
Una vez, en La Herradura, armamos una mosca a lo
Frankenstein. Cogimos un abejorro, unas pilas y un bombillo
de navidad, de los pequeñitos. Una vez matamos al abejorro,
le quitamos el aguijón y le introdujimos ahí la lucecita. Las
pilas, si bien eran la fuente de toda vida en el planeta, incluso
de la vida humana, no las necesitamos. Voló alrededor de la
casona como el más grande de los cocuyos hasta que el foco
perdió su luz propia y con su fuerza y la de la gravedad empujó
al bicho de un tirón hasta el suelo. Volvió a morir. Lo aplasté
para sentirme poderosa, aunque no inmortal porque no creía
que la gente se muriera sino que las pilas se le acababan y era
cuestión de comprarle otras en el Éxito.
Nada, nada había en mi subconsciente, así que no entiendo
por qué mi mamá dice que cuando estaba recién nacida me da-

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ban pesadillas que me despertaban. ¿Y qué iba a soñar? ¿Que
mi abuela se moría? Bueno, tal vez, pero ese era y fue siempre
un miedo muy consciente, un pánico latente, el temor más an-
tiguo y original. Porque a ella, a mi abuela, la quise desde que,
al salir del vientre y habiéndome cortado el doctor el cordón
umbilical, me cargó y le sonreí. Nos amamos para siempre sin
jurarnos nada en lo absoluto, ni siquiera amor eterno e incon-
dicional. Simplemente nos quisimos.
Pero la soñé y no le pude hablar. Cosa rarísima, porque
si de alguien aprendí palabras y expresiones lingüísticas fue
de ella. Abuelita, ¿la cargo yo? Y ella me cargaba. Pasara lo
que pasara, llorara por lo que fuera, ella sabía siempre de qué
se trataba: quiere, necesita un Asawin, ¿qué más va a ser? O
sea, no era que siempre me doliera algo fuera del alma, sino
el alma mía muy allá en el fondo porque sabía que un día se
moriría, entonces me daba un analgésico. A los niños no se
les da Lexotan ni benzodiazepina alguna, salvo que estén muy
enfermitos de su cabeza, yo no sé. Y Prozac no había en ese
entonces y el Nandol era para el dolor específico que daba en
la cabeza de los adultos. Total, ella sabía que había un dolor
que me aquejaba y del que estuve consciente desde que la con-
ciencia se me formó. No había que verbalizar nada, ni estirar
las manos o señalar algo, ella ya sabía, como supe yo cuán-
do abría los ojos y tenía que llevarla al baño, una vez que se
quebró la cadera y después, cuando se enfermó y no se volvió
a curar y se murió de eso. Pensar que uno nace y ya se está
muriendo... y todos los que están ahí con uno también, a cada
instante, gente a la que uno va a querer hasta que también se
muera y a la que querrá aún muerta y con la que puede soñar

53
después de no haberla visto en muchísimos años y no saber
qué decirle, ni siquiera un saludo, algo. O tal vez era lo que
faltaba entre mi abuela y yo a lo largo de esta eternidad que
llaman vida, un silencio.

54
Unos cuantos piquetitos

Aparece Frida en una cama, dibujada por ella misma. Die-


go, con sombrero, la observa ensangrentada, en un dolor que
supongo,  asumo infinito. Así se llama el cuadro, Unos cuantos
piquetitos. Hay quienes me dicen que no pongo ni comillas ni
paréntesis ni mayúsculas cuando debo, como mi hermana, que
sabe ponerlos todos. Yo me basto de comas y puntos y puntos y
comas, signos de interrogación y admiración y a veces, si me da
la gana, pongo comillas, paréntesis, los abro y los cierro. Y el
dolor de Frida no es por la sangre que le escurre de su cuerpo
desnudo. Ella siente un dolor que va más allá de esa pintura y
de la sangre, de los piquetes. Vaya, nunca he sabido interpretar
el arte, pero sí el dolor, y por eso Frida es tan mía. 
Tatuajes. Los tatuajes son unos cuantos, infinitos, inconta-
bles o innumerables piquetitos. Yo los tengo por montones, y
son más de los que se me ven. Una mariposa que significa que
quería hacerme una mariposa encima de una Virgen de Gua-
dalupe mal hecha, un dragón chino que han reteñido ya no sé
cuántas veces y que significa que un día me quería hacer un
dragón chino. Y así, todos mis tatuajes. Eso en lo macroscó-
pico. En lo microscópico, decía, son unos cuantos piquetitos,
mis unos cuantos piquetitos, los que yo, por torpeza motriz, no

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he sabido plasmar en un lienzo y me ha tocado mandármelos
a rasgar en la piel. Al principio debí haber puesto tatuajes en
bastardilla o en negrilla, luego dos puntos en vez de un punto
seguido. Otra manera de piquetear, de joder. 
Cuando lloraba y se acercaban a quitarme las lágrimas les
decía, suplicando: no me quiten mis tristezas. Adoraba el lí-
quido que brotaba de mis ojos porque era la consumación y
demostración más pura de mis dolores; por eso no las llamaba
lágrimas, sino tristezas. Esas, que impregnaban de un olor mi
trapo rosado que perdí o perdieron en una cantina de un olor
que solamente mi olfato percibía. 
En cambio nunca lloré en el colegio, delante de mis com-
pañeros. Ellos no se merecían eso sino mis orines en las si-
llas del salón. Las profesoras todavía más. Mis orines, mis
desmanes, mi decadencia, pero no mis tristezas, nunca mis
lágrimas. Podían echarme a la caneca de la basura y honrar-
me al pintar con bigote y sombrero de charro una foto mía y
colgarla con un letrero de se busca en todos los baños y pa-
redes. Podían burlarse de lo que más me humillara y me do-
liera, pero nunca me vieron llorando... salvo aquella vez. 
La infancia se iba para todos por igual. Unos hablaban de pelos
en otros lugares del cuerpo y otras empezaban a aparecer con el
pecho abultado. Amenazaban con sangre, incluso. Sangre que
sale de uno mismo, de las mujeres, sangre que hacía que las ni-
ñas se volvieran mujeres. Que crecieran ellas, por chillonas, ¿yo
por qué? ¿Yo para qué iba a querer senos, si me gustaba quitar-
me la camisa para jugar lo que fuera cuando hacía calor?
Pero empezó a aparecer el deseo y la envidia, y me ente-
ré de que al muchacho que a mí me gustaba le gustaban las

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mujeres con senos. Igual, yo no quería que crecieran. De he-
cho, no me interesaba crecer porque ya había crecido lo su-
ficiente, de para arriba, con el pelo largo, como era debido. 
Años después, al ver a Frida en ese cuadro me supe yo. No me
vi ahí, ni sentí su dolor, sino el mío. Yo ya sangraba a pesar de
lo mucho que le recé a la Virgen para que no fuera así. Y el día
que lloré, que me vieron llorar, fui a hacerme mi primer ta-
tuaje, ese de la virgen que vino a tapar la mariposa. Punto por
punto, aguanté un martirio de siete horas justo en la columna,
el lugar del cuerpo que más le jodió la vida a Frida, que la in-
validó e hizo que sus yesos en forma de corsés fueran obras de
arte. La sangre me brotaba por la espalda baja y era de colores,
de muchos colores.
Es mejor derramar sangre que lágrimas. Aguantar unos
cuantos piquetitos.

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Se terminó de imprimir en la Editorial Artes y Letras S.A.S.
en junio de 2013. Para su elaboración se utilizó papel
Propalibros Beige de 90 gr. La fuente empleada fue Charter
Bt 12 puntos para textos y 16 puntos para títulos.

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