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Carnaval

La voz sonaba tan clara como los viejos altoparlantes del club Atlanta lo permitían.
Todos cantábamos, nos movíamos al ritmo y hacíamos caso a la canción: “siga,
siga, siga el baile, al compás del tamboril...”. Los rusos de la comisión directiva
habían roto el chanchito y se jugaron para la última noche de Carnaval. Pusieron en
el escenario a una típica desde las nueve, Adolfo Stray como número cómico y el
broche de oro era la figura del momento, Alberto Castillo. Después un grupo de jazz
cerraría con temas lentos, para que disfruten las parejas que se formaron durante
la velada.
En las instalaciones de la calle Humboldt se divertía todo Villa Crespo. La flor de la
colectividad estaba ahí y, cuando uno pasaba cerca de algunos viejos patriarcas, era
imposible no sentir el olor a arenque ahumado y sopa de pescado que salía de las
camisas transpiradas por el calor de febrero. Era divertido e invitaba a reírse con la
cara completa el verlos jugar al truco y gritar en idish. Corrían los años cincuenta y
se escuchaba muy poco el castellano en el barrio, lleno de inmigrantes llegados de
una Europa que los expulsó sin piedad. Muchos llevaban el estigma del horror de
los campos de concentración; se los distinguía enseguida, por la recelosa mirada de
miedo que tal vez los acompañaría hasta la muerte.
Para mí, la noche no había sido de las mejores. Mis amigos consiguieron pareja
muy rápido y yo me quedé dando vueltas por la pista. A las once ya acumulaba
varios vasos de moscato y empezaba a pensar que no le venía bien a ninguna rusita.
Me paraba frente a las mesas y, por más que las miraba, no daban señales como
para jugarme con algún cabezazo, y las pocas que me veían como un candidato eran
desalentadas por las madres de un codazo. Pucha con las viejas, se daban cuenta al
vuelo que era hijo de gallegos. Ni que me hubieran visto haciendo pis. No es para
justificarlas, pero solo a mí se me ocurre ir a ese baile disfrazado de cura.
Cuando el aburrimiento, casi transformado en desesperación, iba a llevarme a
tomar otra copa, la vi. Era, por lejos, la más linda del baile, vestida de blanco hasta
los pies; no solo estaba disfrazada de hada, lo era. Sus ojos negros, profundos, con
una mirada lánguida o quizás triste, me hechizaron para siempre. La tomé de la
cintura con miedo a quebrarla. Tuve que escucharla hablar para convencerme que
no tenía abrazada a una muñeca de porcelana. Me arremangué la sotana y la até a
la cintura, ella tomó el borde de su vestido y le sacamos lustre a los mosaicos de la
pista al compás de “Por cuatro días locos”. “¡Qué pinta! ¡Qué silueta! -cantaba Don
Alberto- ¡Qué porte! ¡Qué arrogancia! ¡Qué clase pa’bailar!...” y la noche ya era
nuestra. “Ahora una corrida, una vuelta, una sentada…” y hacían rueda para vernos
bailar. “¡Así se baila el tango, un tango de mi flor!”. La gente deliraba.
“¿Será mujer o junco, cuando hace una quebrada? ¿Tendrá resorte o cuerda para
mover los pies?”. Sarita era una estrella, era el Sol. Creo que me enamoré por
primera y última vez en mi vida. Al principio sus ojos me esquivaban, miraban
hacia los lados y ante cualquier movimiento brusco mío se sobresaltaba y temblaba
como una hoja, como si temiera que alguien la vigilara o quisiera borrar una parte
oscura y terrible de su vida. Me costó un poco hacerla entrar en confianza. Varios
chistes malos, muchas muecas y mi pésima imitación del Felipe de Sandrini lo
consiguieron. No paraba de reírse.
Y pasaron las horas. Y fui feliz. Y fuimos felices. Pasadas las tres, y después de
algunos temas de Glen Miller que bailamos con decencia para que los vigilantes de
la moral que nunca faltan no nos indicaran que estábamos muy apretados, me
ofrecí a acompañarla a la casa. Aceptó con la condición que la dejara a una cuadra.
Caminamos abrazados por Corrientes, sonriendo complicidades y dibujando ochos
como si la música todavía sonara. La dejé en la esquina de Jorge Newbery y ella
siguió por la vereda del cementerio hasta que la sombra de los árboles ocultó su
figura y ya no la vi más. Antes de despedirnos me contó su secreto. No pude hacer
otra cosa que abrazarla y besarla en la frente con lágrimas en los ojos. Pronto
estaría de nuevo en su lugar, ese lugar de cruces y muros definitivos, ese reino de
silencio donde moriría sin nacer nuestro pecado.
Ya pasaron cuarenta años y jamás nos olvidamos de aquel día. Nos juntamos una
vez por semana en la milonga del Tano Turdera, en el Abasto, para despuntar el
vicio. Yo me encuentro a escondidas con mi delicada hada blanca; mi dulce, eterno
e imposible amor. Me encuentro con Sarita, que no se llama Sarita y no es un
fantasma. Me encuentro con la hermana Consuelo, la chispeante superiora del
Convento de las Clarisas, ese que está en el barrio de Colegiales.

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