Los derechos humanos son garantías que todos y todas tenemos y gozamos para
vivir dignamente. Tienen características intrínsecas; son universales, nos
corresponden a todas y todas en cualquier parte donde nos encontremos, son
intransferibles.
La falta de interés y de voluntad política para que se atiendan con prioridad las
necesidades de esos niños y jóvenes nos tiene colocados en los primeros lugares
en el mundo en desigualdad. En más de 25 años no hemos cambiado. En América
Latina fuimos el único país que reportó crecimiento de la pobreza. De los 65 puntos
a observar en cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que ya fueron
evaluados y acordados otros, ¡sólo cumplimos seis!
Una reciente publicación realizada por una institución del Banco Mundial, “Los
olvidados, pobreza crónica en América Latina y el Caribe”, señaló que uno de cada
dos guatemaltecos ha sido “crónicamente pobre” o sea que ha estado debajo del
umbral de pobreza desde 2004. Seguimos reportando muertes por desnutrición
crónica e incremento de desnutrición aguda, secuela de la miseria; más de tres
millones están en riesgo por vivir en asentamientos o en lugares peligros,
seguramente la mayoría son jóvenes y niños.
Los centros correccionales están habitados por jóvenes en conflicto con la ley que
pertenecen a ese sector marginado; otro gran número está en las maras provocando
sufrimiento; hay otros miles de víctimas de trata de personas, un ilícito en donde
Guatemala también tiene un lugar privilegiado.
No pretendemos opacar esta celebración para la niñez afortunada, pero sería injusto
volver la vista a otro lado y olvidarnos de esas niñas y niños que ni saben que hay
un día dedicado a ellos, ni tienen algo que celebrar más que su existencia, que se
debe a la admirable resiliencia que los caracteriza.