Crecemos dentro de una sociedad configurada por diversas motivaciones, algunas naturales y
propias de las necesidades históricas, y otras absolutamente artificiales, alentadas por intereses y
modas que rigen por un tiempo el movimiento de las grandes masas.
Son, sobre todo, las necesidades artificiales o las que se tiñen de artificialidad las que más atan a
los hombres y las que le impiden cambiar en cualquier sentido.
Nos explicaremos: por ejemplo, el amar y sentirse amado es una necesidad natural para cualquier
ser humano, pero los consensos sociales de moda agregan al amor un conjunto de requisitos que
lo vuelven artificial y casi imposible de vivir. Además del sentido debe haber dentro del núcleo unos
bienes materiales y unas condiciones prestigiosas que cierran las puertas a una convivencia sana.
Pero el hombre mira lo que hacen todos los demás, y de la repetición de esos actos obtiene una
tranquilidad psicológica que le permite ubicarse dignamente dentro del conjunto. Lucha por adquirir
esas cosas entendidas como indispensables y, una vez que las tiene, no puede abandonarlas
porque pierde su propia estabilidad, desgraciadamente generada sobre soportes exteriores a uno
mismo.
De igual manera, las modas imponen determinados estilos de conducta, de lenguaje, de trato
humano, de opiniones y creencias que aseguran la “normalidad”, al menos por un tiempo. Hay que
estar al tanto para seguir esas corrientes impuestas y variar junto a ellas para no alejarse ni un
paso del rebaño.
De allí el miedo al cambio. Todo cambio, si es sustancial, supone destacarse para bien o para mal,
salir de lo comúnmente aceptado, arriesgarse a ser diferente y, por lo tanto, a perder algunos de
los preciados valores establecidos por la artificialidad. Es posible que desaparezca el falso afecto
de quienes poco y nada nos querían y el prestigio inestable de aferrarse apenas a una modalidad
pasajera.
Para nosotros, aspirantes a filósofos, amantes de la sabiduría, el primer y fundamental cambio que
debemos promover es el despertar de la conciencia. En cuanto ella emerge dentro de la masa
amorfa de nuestras necesidades e imposiciones físicas, psicológicas y mentales, suscita
simultáneamente un conjunto de cambios correlacionados.
Mientras se vive a ciegas, no importa adoptar una u otra costumbre y aferrarse a ella, pero la
conciencia activa obliga a recapacitar sobre muchos aspectos de la existencia que antes parecían
no tener ninguna importancia.
Los cambios que se propone el filósofo no responden a modas ni aceptaciones generalizadas; por
el contrario, son cambios ascensionales en que cada paso es un escalón de superación. Más que
de cambios, deberíamos hablar de las únicas y verdaderas adquisiciones que hacen al ser
humano, al margen de los otros cambios de fortuna material, al margen de la vida y de la muerte, al
margen de pasiones y opiniones.
¿Por qué, entonces, el miedo, cuando intelectualmente se sabe que estos especiales cambios solo
traerán bienes consigo y llevarán a un mayor desarrollo espiritual? Porque estos cambios hay que
hacerlos a solas, frente a frente con uno mismo, sin que valga de nada el beneplácito de los otros,
sin que importe el aplauso o la crítica de los demás. Porque estos cambios suponen algunas
pérdidas, claro está, pero son las pérdidas que darán paso a nuevos valores mucho más estables y
armonizadores. No conocemos a ningún héroe que no haya pasado por pruebas arriesgadas y lo
haya intentado todo hasta salir victorioso. Y porque, como decíamos al principio, hay quienes
temen incluso al éxito, sabiendo que una vez conseguido, habría que mantenerse a la altura de
ese éxito, sin permitirse caídas ni depresiones, pues el éxito interior tiene fuertes exigencias ante la
propia conciencia.
En nosotros está la elección: o el vulgar miedo al cambio de lo que cambia de todas maneras y nos
deja desamparados, o el valor del cambio definitivo que nos convierta en hombres y mujeres firmes
y seguros de sí mismos, caminando por la Vida y de frente hacia el Destino.