Un viejo amor por las artes plásticas -por supuesto, siempre como espectador, nunca
como protagonista-, nos ha llevado a pergeñar este artículo, en el cual trataremos de
exponer algunas ideas y experiencias sobre las relaciones entre el arte y el derecho.
Aclaramos que el motivo de nuestra preocupación, en esta oportunidad, son las artes
plásticas, o sea, la reproducción artística de las formas (incluso a través del arte no
figurativo o el informalismo), plasmada en la pintura y en la escultura, e incluyendo las
distintas subespecies de esos medios de expresión plástica, como el dibujo, la litografía o
el grabado (1).
Por supuesto, el concepto de artes plásticas se complica si tenemos en cuenta las más
recientes corrientes de las artes visuales, que escapan al concepto tradicional y que en
su mayoría están en una etapa puramente experimental (arte povera, arte ecológico,
performances, arte conceptual, video art. arte de sistemas, arte de ideas, etcétera). He
aquí, pues, un primer problema: la conceptualización de las artes plásticas. Aunque es
evidente que la mayoría de estas corrientes nuevas pueden ser objeto de la problemática
que más adelante expondremos.
En una primera proximación al tema, nuestra idea era preparar una ponencia sobre la
comercialización de las obras de arte, dentro del estudio de la contratación comercial
moderna (2). Pero al comenzar a desarrollarlo, nos dimos cuenta de las múltiples facetas
que para el derecho presenta la obra de arte y el artista creador, a tal punto que puede
tocar todas o casi todas las ramas del derecho.
Al principio fue el caos. Y de esa perplejidad ha nacido este trabajo, en el cual trataremos
de analizar los aspectos jurídicos de la obra de arte, desde distintos puntos de vista: el
derecho penal, el derecho comercial, el derecho civil, el derecho constitucional, el
derecho fiscal, el derecho aduanero, el derecho del trabajo, etcétera. Por supuesto, no
pretendemos proponer soluciones, sino caminos para el estudio de este tema, que
consideramos sumamente interesante. En primer lugar, porque la cantidad, calidad y
extensión de los problemas que se presentan es tal, que excederían en mucho las
posibilidades de un simple artículo, para necesitar de una monografía o de un libro. En
segundo término, porque esa diversidad y complejidad sobrepasan ampliamente nuestros
modestos conocimientos del derecho (de muchas ramas confesamos poseer una
ignorancia supina), como para emprender una empresa de tal magnitud.
Creemos sinceramente que el tema es interesantísimo y que debería ser materia de un
trabajo interdisciplinario. De modo, pues, que ésta es una simple aproximación al tema, y
una presentación de distintos problemas que la relación entre arte y derecho pueden
plantear, invitando a los estudiosos de la ciencia jurídica a profundizar en él.
Allí se trataron distintos problemas vinculados con la actividad delictual frente a la obra de
arte, en especial, la falsificación de las mismas, tema que estaba en el tapete (en
realidad, siempre lo está), pues hacía poco tiempo se había descubierto una importante
organización destinada a la falsificación de obras nacionales y extranjeras, que operaba
desde nuestro país. Pero la relación entre el arte y el delito no se reduce a la
reproducción ilegal de pinturas y esculturas, sino que abarca muchas variantes.
Trataremos de analizar algunas de ellas.
Antes de entrar de lleno en el tema, convendría aclarar que en la represión del delito
artístico existen muchos factores que conspiran en contra de su descubrimiento y
sanción. En primer lugar, la propia idiosincrasia de la víctima. Como señala Gaya Nuño,
"en el torneo de ambiciones, para conseguir arte de calidad y más que de calidad del
prestigio transmitido por su presunto autor, el comprador prefiere la vaga seguridad de
que posee la obra de un gran artista a la evidencia cruel de que ha sido timado
miserablemente, y si se le demuestra que efectivamente ha sido timado, no lo querrá
reconocer, y recuerdo el caso del buen señor que en tan grave trance, dictaminó para su
exclusivo consuelo: "Bueno, el cuadro será falso, pero a mí me gusta" " (3).
Además, encontramos una cierta desatención a los problemas del delito en el arte, por
parte de las autoridades encargadas de establecer los mecanismos de prevención y
sanción. Fritz Mendax expresa: "Lo más notable, en la historia de las falsificaciones, que
es poco menos que infinita, resulta al tiempo que hubo de transcurrir hasta que la policía
les hiciera frente con todo el poder de que está dotada" (4).
Pero el principal motivo, por lo menos en nuestro país, fue señalado por el panelista
Hendler en la mencionada mesa redonda: la insuficiencia de las normas del Código Penal
sobre la materia y las deficiencias que existen en la ley de protección de la propiedad
intelectual y artística para prevenir los delitos vinculados con el arte. Además señaló otro
factor: la ley protege la obra de arte como bien económico y en la medida que exista un
afán de lucro en el delincuente; pero el arte como tal, carecería de protección desde el
punto de vista penal (6).
Otro caso reciente es el de David Stein, falsificador convicto y confeso, que luego de
purgar su condena se dedica a vender públicamente obras falsas de pintores famosos,
pero colocándoles el rótulo "a la manera de..." (8). La permisión de esta manera sutil de
realizar y vender públicamente obras falsas puede inundar el mercado de obras espurias,
pues bastará borrarle los signos que se refieren "a la manera de...", para que una buena
falsificación (parece que Stein es un artista notable, que no copia sino que imita el estilo)
comience a circular en el torrente del mercado del arte. Y en este caso, sin poder
atribuirle al autor de los cuadros responsabilidad penal, pues él habría realizado y
comercializado la obra con aparente honestidad. Resulta evidente que esta anomalía
debería recibir un tratamiento legislativo especial, a fin de evitar el peligro que
anunciamos.
Recordaremos dos de esos casos, que hemos extractado de la obra "El arte de falsificar
el arte", de Frank Arnau, y que demuestran, especialmente, la fragilidad de los expertos
cuando a detectar falsedades los llaman.
En 1945, finalizada la segunda Guerra Mundial, Han Van Meegeren, pintor y comerciante
de arte holandés, es arrestado. Se lo acusaba de un grave delito, que podía llevarlo por
vida a la cárcel y hasta condenarlo al patíbulo: colaboración con el enemigo. Y ello, por
haber vendido al Mariscal Goering un cuadro de Vermeer de Delft, "Cristo y la mujer
adúltera", obra de la que hasta ese momento se había ignorado su existencia, a pesar de
que la producción del gran pintor de Delft había sido muy escasa y estaba bajo la
protección nacional de los monumentos.
La gravedad de la acusación llevó a Van Meegeren a confesar su verdad, buscando la
salvación a través de la condena por un delito menor. El había falsificado esa obra y otras
13 más de maestros holandeses. Por supuesto, nadie lo creyó, pensando que se trataba
de una mentira para salvarse de la pena mayor. Además, se contradecía con la opinión
de críticos y expertos, que habían proclamado la autenticidad de todas esas obras, entre
ellas otro Vermeer, "Los discípulos de Emaús", que estaba colgado en un museo
holandés.
Pero ante la suma de datos que aportó el falsario y una demostración que hizo en la
propia cárcel de su habilidad, pintando una obra antigua, no quedaron dudas. Fue
condenado a un año de cárcel. Su juicio, más que un proceso a un falsificador
excepcional, fue el juzgamiento a todo el mundo del arte y a la falibilidad de los expertos.
Incluso, aun después de su condena y casi inmediata muerte, la obra de Van Meegeren
siguió en el candelero y hasta se llegó a la paradoja de que el comprador de otro de los
Vermeer pintados por él, "La última cena", querelló a un crítico de arte, reclamando una
indemnización por haber sostenido que era falso.
En 1927, un ex bailarín profesional, Otto Wacker, inauguró en Berlín una galería de arte,
donde expuso 30 obras de Vicente Van Gogh, con la indicación de que provenían de la
colección de un ex príncipe ruso. Las obras se vendieron sin dificultad, y al año siguiente
fueron incluidas en un Catálogo completo de la obra del genial pintor holandés, publicado
por el historiador de arte doctor Baart de la Faille. Pero pocos meses después, el
impertérrito catalogador declara públicamente que las 30 obras provenientes de la
Galería Wacker eran dudosas falsificaciones. Así, de la noche a la mañana, esos óleos
que habían recibido patente de intachables, se convierten en basura, iniciando una grave
polémica en el mundo del arte. Durante un tiempo el problema no pasó de una discusión
académica, con criterios que sostenían su autenticidad y otros que la negaban. Recién en
1931, se abre un proceso contra Wacker, por reincidencia en el fraude.
V. Robo y rescate
El robo de arte ha adquirido en los últimos años proporciones fabulosas. Sobre todo en
Europa, donde muchas obras, notables están totalmente desprotegidas, especialmente
en las iglesias. Además, la falta de registro de las obras hace muy difícil su localización y
recuperación. Este verdadero expolio puede obedecer a múltiples razones: puede tener
una etiología patológica, como el famoso caso del robo de la Gioconda, en el Louvre. O
tratarse de coleccionistas, también lindantes con lo enfermizo, que las hacen robar o las
adquieren de los ladrones, para gozar para sí una obra famosa, que no podrían adquirir
lícitamente; así, se ha hablado de miliunichescos personajes árabes, bañados en
petrodólares, que forman sus pinacotecas con estos métodos poco ortodoxos.
Además, depende del concepto de obscenidad que tiene cada sociedad y cada época. El
ejemplo de "Madame Bovary", acusada de obscena en el siglo pasado y que hoy parece
una novela rosa, es famoso. Osiris Chiérico se refiere a la actual "revolución erótica", "a
la que se hace pendular entre la exaltación y la condena, como si no hubiera sido una
presencia, un elemento nutricio permanente de la creación artística" (10).
Hace unos años se prohibió en Brasil la exhibición de unos dibujos de Pablo Picasso
sobre el amor, donde aparecían poses eróticas tratadas, según los censores, con
demasiado realismo, aun para un genio como Picasso. Los desnudos de Manet, "El
almuerzo campestre" y "Olimpya", que hoy se admiran en el Museo de los Impresionistas,
provocaron en su época un verdadero escándalo y motivaron su rechazo en el Salón
oficial y la formación de un Salón paralelo.
Una pintura o escultura puede excitar a la sensualidad del que la contempla, sin ser por
eso obscena, a tal punto puede jugar en esta materia la subjetividad de cada uno.
Podemos citar una experiencia personal: pocas obras existen tan bellas y menos
obscenas que la Venus de Milo; sin embargo, cuando la visitamos en la sala del Louvre
donde se exhibe entre sus admiradores se encontraba un joven que mirándola extasiado
se encontraba en una actitud obscena.
Hasta donde puede considerarse violatoria del pudor y llegar a la obscenidad una obra
plástica, al punto de calificarla como excitante de los institutos groseros y los bajos
apetitos sexuales, despertando la lascivia y lo lúbrico del contemplador. Y hasta dónde
puede atribuirse perversa intención de suscitar la lujuria por parte del artista, según el
concepto que sobre la obscenidad ha elaborado nuestra jurisprudencia.
Además, hasta qué punto el juez puede convertirse en árbitro de la moral, como se ha
dicho en un reciente trabajo sobre el tema (11), transformándose así en esteta o crítico de
arte.
Qué resolvería un juez si le tocara juzgar a Leonardo da Vinci por haber pintado un cisne
haciendo el amor con Leda, tema repetido en la gran historia del arte, pues también lo
pintó Miguel Angel, en obra desgraciadamente pérdida (12).
Pero existe otro problema, más vinculado al derecho civil y a la política del Estado: el
respeto integral a la obra de arte, por encima de su valor económico. Giula Kosice, en el
acto público que hemos citado, destacó que la conservación de la obra de arte es un
deber del Estado, que él debe cumplir y hacer cumplir a los particulares. Y citó Un caso
personal: la mutilación de una de sus hidroesculturas, existente en la Galería del Este, y
que fuera modificada de tal modo, que nada tiene que ver con su creación originaria. Y su
impotencia ante este hecho, que no tendría protección, por haber dejado de pertenecer la
obra a su creador. He aquí otro problema interesante, que tiene directa relación con el
derecho moral sobre la obra de arte. También Antonio Berni, con suma gracia, se refirió a
la destrucción de una obra suya existente en el Teatro del Pueblo, que le obligó a iniciar
un juicio, que terminó... pagando las costas.
Este comercio activo gira en nuestros tiempos alrededor del marchand, galerista o
comerciante de arte. El marchand de tipo moderno nace a fines del siglo pasado. Tal vez
el primero en destacarse haya sido Paul Durand-Ruel, que vio el porvenir del
impresionismo hacia 1870. Viene luego el famoso Ambroise Vollard, que ayuda a
consolidar la gloria de Cézanne en los últimos años del siglo XIX, y que ya en 1901
realiza la primera exposición de Picasso.
Estos nuevos señores del arte tienen una justificación histórica. En los tiempos modernos
desaparece el patrocinio público o privado. Los coleccionistas siguen comprando obras a
los artistas, pero ya no los dominan, como lo hacían las corporaciones, las cortes o los
grandes señores con sus palacios o castillos. Ya no hay Leonardos que malgasten su
genio y su tiempo organizando juegos y fiestas para el duque de Milán. Como dice
Herbert Read: "Las posiciones se han invertido de tal manera que el artista
contemporáneo debe formar el gusto y reclutar al público (a través del crítico de arte,
también fenómeno moderno) de cuyo patrocinio dependerá. El artista moderno depende
miserablemente de los medios de publicidad. Tal su humillación más profunda" (15). El
nexo entre el artista y el público es marchand, que se vuelve imprescindible, al punto que
al gran público se le hace casi imposible comprar arte si no es a través del galerista (16).
Por supuesto, ese comercio se rige por leyes propias, donde muchas veces pesa más lo
crematístico que lo artístico. Heniot lo analiza con la frialdad del economista: "Como el
mercado internacional bancario, en el mercado de obras de arte rige la ley de la oferta y
la demanda, y los valores están, por consiguiente, sujetos a subas y bajas. También hay
en ese mercado, valores sólidos y de especulación; valores de moda y pasados de moda;
valores locales y valores mundiales" (17), haciendo luego el panegírico del marchand, a
quien considera, por sus conocimientos, vinculaciones, experiencia e incluso, amor al
arte, el único capacitado para desempeñar el papel de protagonista en esa actividad
mercantil.
Claro está que no todos tienen una visión tan plácida del mercado del arte. Palos y de los
grandes se han dado contra ese comercio materialista, que suele dejar por el camino los
valores plásticos y la historia del arte, para dedicarse a especular con las obras como si
fueran jamones o tornillos. María Rosa González en un ácido libro nos hace conocer la
trastienda de las artes plásticas (18), explicando cómo junto con el clásico marchand
ingresan al ruedo artístico comerciantes clandestinos, falsos mecenas, coleccionistas
doblados en especuladores, financistas de obras artísticas que no distinguen un óleo de
un almanaque, y hasta "trust" de industriales o banqueros asociados a la prosperidad de
algún galerista o al progreso de un artista promisorio. Y también explica cómo se puede
formar la fama de un artista discreto, mediante el manejo de la publicidad y la sabia
introducción del aprendiz de genio en el mercado, a través de exposiciones, salones y
premios, a punto tal que Paul Guillaume, mercader de cuadros parisino, decía que sus
pintores tenían el talento que él les asignaba.
Ni tanto ni tan poco. Aquí cabría lo que dice Tomás de Iriarte en su fábula "El oso, la
mona y el cerdo": "si el sabio no aprueba, ¡malo! / si el necio aplaude, ¡peor!". Ni el
mercado del arte es ese paraíso regido armoniosamente por las leyes de la economía,
que pintan algunos, ni es la selva oscura que nos quieren hacer ver otros (19) El mercado
del arte es un mercado comercial, pero donde todavía, por lo menos en nuestro país,
existen honorables marchands que saben equilibrar arte y negocio, y donde, como en los
mercados de la antigüedad, la palabra empeñada, tanto de clientes como de galeristas,
vale más que un cheque certificado.
También es cierto que muchas veces los comerciantes crean famas artificiales, inflando a
algunos artistas por encima de sus reales valores, con el fin de elevar sus cotizaciones.
Es notorio el caso de Bernard Buffet, que con estos métodos llegó a tener precios de gran
maestro de la pintura moderna, para desinflarse luego, obligando a sus financistas a
comprar sus obras en los remates públicos, manteniendo sus precios pujando entre ellos
mismos, para evitar que sufrieran una caída estrepitosa, con desmedro de las obras que
habían acaparado. En nuestro ambiente, podemos citar a muchos artistas que creó
Romero Bres, a través del Instituto Di Tella, y que luego de una fama efímera derivaron
hacia otras actividades (diseños de ropa, decoración, etcétera).
Pero existen casos donde la visión del marchand, unida a la calidad del artista, hacen
posible que el público los conozca y que reciban las satisfacciones económicas que
merecen. Por ejemplo, Jacques Villon, gran pintor, que a los 70 años era prácticamente
desconocido para el gran público y que tenía toda la producción de su vida en su casa,
sin vender. El ojo avisor de un galerista que lo tomó a su cargo, le permitió en poco
tiempo alcanzar los premios y la consagración internacional, así como también la holgura
económica que antes se le había negado. En nuestro país, recordamos el caso de Adolfo
De Ferrari, artista insigne y maestro sin par, que había dedicado su vida a la enseñanza,
realizando muy pocas exposiciones de menguado éxito. La colaboración de una galería,
dirigida por un verdadero coleccionista, le permitió, en su vejez, lograr la consolidación en
el campo de las ventas, continuando su labor artística, que sólo interrumpió la muerte.
Y están los casos de galerías y marchands que luchan para imponer escuelas o
tendencias nuevas, con riesgo de sus fortunas, no siempre con éxito o con éxitos
fugaces. Y otros que tratan de rescatar artistas del olvido. Tal el caso de la Galería Drouin
de París, que organizó las primeras exposiciones de artistas fundamentales de la última
postguerra, como Fautrier, Dubuffet y Wols, sin realizar casi ninguna venta. O la Galería
Denise René, también de París, que trató de imponer el arte concreto, invitando incluso
artistas argentinos de esa línea. En la Argentina, Isidoro Grun fue un marchand que trató
de salvar del olvido, no siempre con éxito artistas como Fray Guillermo Butler, Pissarro y
Merediz. En EE.UU., la galería Art of This Century fue la pionera en el lanzamiento de los
expresionistas abstractos americanos (20).
Pero volvamos a la actualidad. Hoy en día muchos pintores contratan de otra forma,
fijando precio al centímetro de tela pintada (o "punto", como se denomina la unidad de
medida en la jerga de los galeristas). Y algunos pintan en forma industrial. Hemos
conocido pintores que en su taller tienen acumuladas cientos y cientos de obras, bastante
parecidas por cierto entre sí, acomodadas como si fueran libros en estantes especiales y
numeradas en libros comerciales, y que cuando venden o consignan sus telas, extienden
facturas como cualquier otro comerciante o industrial (y como los abogados, ahora).
Las galerías contratan con los artistas utilizando diversas modalidades, contratos en los
que la libertad convencional está en proporción inversa a la notoriedad del artista;
mientras menos notorio es, más se aproxima a un contrato de adhesión.
Otra modalidad es tomar en depósito o consignación las obras, mediante el pago de una
mensualidad convenida, que se considera como adelanto de las utilidades que se
obtengan en futuras ventas. Ello permite a los artistas noveles continuar su trabajo
artístico sin sobresaltos ni apremios económicos que los obligan a dedicarse a otras
actividades para vivir. Tal el caso de dos buenos artistas jóvenes, desgraciadamente
desaparecidos, Umberto Aimé y Carlos Corotto, que dejaron sus empleos como
bancarios, para dedicarse con éxito a pintar.
En todos estos casos, las obligaciones del galerista se completan con el compromiso de
realizar la tarea de promoción o lanzamiento, catálogos, notas periodísticas, avisos, e
incluso asegurar al artista su participación en exposiciones colectivas, premios o
certámenes. A estas galerías dedicadas a descubrir nuevos genios se las denomina
galerías pilotos (21).
De cualquier manera, la contratación comercial moderna de las obras de arte dista mucho
de lo que fue hace unos siglos. En 1674, el pintor Elías van den Broech firmó un contrato
con el comerciante de arte Bartolomeus Floquet, por el cual aquél recibiría por un año
una indemnización de alojamiento de 39 guldens, debiendo ser alimentado y recibir un
salario anual de 120 guldens. Como contraprestación, debía ponerse diariamente a
disposición de su patrono, para pintarle los temas que éste le ordenara, y si se ausentaba
un día, o si se casaba, debía pagar al marchand una indemnización por daños y
perjuicios (22).
Vemos, pues, que en general se trata de contratos multifacéticos, atípicos, con algo de la
locación de obra, de la locación de servicios, de la compraventa y de la sociedad. Todo
ello mezclado con las relaciones entre el galerista, el marchand y el cliente comprador; el
crítico de arte, que regula el mercado, a veces no desinteresadamente; y con los medios
de publicidad. Como indica Lucie-Smith, "la gran mayoría de los artistas dependen de lo
que se ha dado en llamar el sistema galería de arte-crítico". Esto significa que los medios
por los que se hace una reputación en las primeras etapas, todavía descansa
principalmente en la exposición individual en una galería privada, acompañada por
comentarios favorables en los diarios y revistas de arte especializadas". Y agrega: "En
Norteamérica, en particular, un artista exitoso especialmente durante los años de
postguerra ha tendido a convertirse en un "producto", empaquetado y promovido como
tal" (23).
Ya hemos analizado brevemente las figuras del artista y del comerciante. Ahora nos toca
estudiar la relación del galerista con ese raro ejemplar de la fauna social que es el
coleccionista, tercer lado de este triángulo amoroso con el arte, y nervio motor de la
actividad de los otros dos.
Por supuesto que no todo el que compra una obra de arte es un coleccionista. Hay
quienes compran un cuadro para adornar una pared, o por prestigio social, o porque hace
juego con sus muebles, o para tapar una mancha de humedad. Pero el amante del arte
es potencialmente un coleccionista, que se realiza como tal en la medida que sus
posibilidades económicas se lo permite; y muchas veces, sin esas posibilidades,
sacrificando sus necesidades en pos de la obra de arte. En nuestro país existen casos
notables de personas humildes que llegaron a poseer importantes colecciones; claro que
cuando era más fácil adquirir las obras, sobre todo las nacionales. Adolfo De Ferrari nos
ha contado que en su juventud todos los plásticos se sentían contentos, no de vender sus
obras, sino de regalarlas, siempre que el donatario se dignara aceptarla y colgarla.
Tampoco todos los coleccionistas compran obras de arte por simple amor a éste. Los hay
que almacenan obras como podrían juntar monedas de oro o moneda extranjera, ya que
no hay duda que comprar arte es una excelente inversión. En realidad, en la mayoría de
los coleccionistas se unen, aunque sea inconscientemente, los dos aspectos: el estético y
el crematístico. Pocos pueden decir, como dijera Marcó del Pont cuando le preguntaron
por qué no compraba más cuadros: "Porque se me terminaron las paredes". Los más
siguen coleccionando y si se les terminan los lugares para colgarlos, los guardarán en un
depósito, o en un ropero, o atrás de un sillón (24).
(1) En el proyecto de ley modelo sobre derechos de autor, que prepararan la UNESCO y
la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (O. M. P. I.), se comprenden, entre
las obras protegidas, "las obras de dibujo, pintura, arquitectura, escultura, gravado,
litografía y tapicería" (art. 1º, VII). Dejaremos a un lado la arquitectura y la tapicería.
(2) Con destino al Seminario, preparatorio de las Jornadas sobre la Contratación
Comercial Moderna, que organiza la Comisión de Derecho Comercial de la Asociación de
Abogados de Buenos Aires, seminario que se está desarrollando, y Jornadas que se
realizarán en 1981.
(3) GAYA NUÑO, Juan A., "El arte europeo en peligro", p. 141.
(4) MENDAX, Fritz, "El mundo de los falsificadores", p. 19.
(5) Puede consultarse la obra de CORRADINI, Juan, "El arte bajo la lupa".
(6) Puede consultarse un resumen de esa mesa redonda en el Boletín de la Asociación
de Abogados de Bs. As., de mayo de 1978.
(7) PEYREFITTE, Roger, "La vida increíble de Legrós".
(8) Revista del diario "La Nación", del 7/9/80.
(9) En el año 1977, como consecuencia de un pedido de Interpol, nuestra policía detuvo
una fuerte organización que había falsificado obras de Juan Gris, Dalí, Diego Rivera,
Matisse, Picasso, Modigliani y otros artistas famosos (ver Revista del diario "La Nación",
del 5/6/77, p. 10).
(10) CHIERICO, Osiris, "Arte, moral y erotismo", en Revista "Pluma y Pincel", 29/5/77, p.
12.
(11) Conf. BONARINO PERO, Abel, "La obscenidad en el campo del derecho penal
argentino", Rev. LA LEY, t. 1980-D, p. 883.
(12) Conf. PAPINI, Giovanni, "Vida de Miguel Angel en la vida de su tiempo", p. 238.
Según Papini, La Leda, de acuerdo con las copias existentes, es la obra más sensual
-más aun, libidinosa, agrega- de Miguel Angel, más que por el ávido Júpiter con forma de
cisnes, por la voluptuosa expresión del rostro de la amante. La obra fue llevada a Francia
por Antonio Mini y allí se perdió. O habrá caído en manos de un juez con pocas pulgas.
(13) PELLEGRINI, Aldo, "Nuevas tendencias en la pintura", p. 299.
(14) HENIOT, Enrique L., "El mercado del arte", p. 9.
(15) READ, Herbert, "Filosofía del arte moderno", p. 14.
(16) O al artista, pero con intervención del "intermediario" o "representante" sin el cual
resulta imposible acceder al taller del artista; y éstos suelen respetar fielmente esa
intermediación forzosa.
(17) HENIOT, ob. cit., p. 15.
(18) GONZALEZ, María Rosa, "Trastienda de las artes plásticas".
(19) Así, por ejemplo, GIMPEL, Jean, en su obra "Contra el arte y los artistas", arremete
contra todo y contra todos, en una actitud destructiva que no se sabe si es por amargura
natural o porque oponerse a todo suele ser un buen negocio, aparte de "vestir" mucho.
Así llega a considerar al arte en sí como una futilidad, comparando a los que se dedican a
su estudio con los bizantinos que en 1453 se dedicaban a discutir el sexo de los ángeles.
(20) Esa galería era dirigida por la millonaria y coleccionista norteamericana Peggy
Guggenheim, recientemente fallecida en Venecia. Recomendamos sinceramente la visita
de su casa en Venecia, situada entre la iglesia de La Salute y la Academia, convertida
actualmente en Museo público, no sólo por la calidad de (a pintura moderna que posee,
sino también por la señorial belleza de esa mansión.
(21) Conf. PELLEGRINI, Aldo, ob. cit., p. 301.
(22) Conf. GIMPEL, Jean, ob. cit., p. 83.
(23) LUCIE-SMITH, Edward, "Movimientos en el arte desde 1945", p. 14.
(24) GONZALEZ, María Rosa, nos da una poética visión del coleccionista puro: "Es el
coleccionista sincero. Adquiriendo el primer cuadro, no recuerda si por azar, tomó el gusto
por las bellas cosas y no puede pasarse sin ellas. La colección es su refugio; rodeado de
sus pinturas es de veras un hombre feliz, evadido de una tienda donde el que más o el
que menos se ha pasado la jornada jugando el juego ruin de la astucia" (ob. cit., p. 49).