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‘Antiautoayuda’ para 2015

En defensa del malestar para salvarnos de una vida muerta y de un planeta hostil. Basta de vivir en
“modo avión”
ELIANE BRUM 23 DIC 2014 - 21:04 CET

No estoy segura de que este año vaya a acabar. Tengo la creciente convicción de que
los años ya no acaban. Que no queda nada de ese tiempo de transición y el cambio del
calendario, como el de las agendas, es solo un convencionalismo más que, si alguna
vez tuvo sentido, se representa estos días como un hecho vacío. No como la
celebración de un nuevo pacto de vida, individual y colectivo, sí como una farsa. Y tal
vez, por lo menos en Brasil, podríamos afirmar que 2013 comenzó en junio, no en
enero, con las manifestaciones, y continúa hoy. Pero ese es tema para otro artículo
aún por escribir. Lo que me interesa aquí es que nuestros rituales de final y comienzo
de año son cada vez más falsos y no solo porque se los apropiara el mercado hace ya
tiempo. Hay algo más grande, más difícil de percibir, pero no por ello menos
dolorosamente evidente. Algo que presentimos pero que nos resulta difícil nombrar.
Algo que nos asusta, o por lo menos nos asusta a muchos. Y al asustarnos, en lugar de
despertarnos, nos anestesia. Tal vez para esta época de años tan acelerados que no
acaban nunca, lo más indicado sea no propósitos de año nuevo, ni manuales sobre
felicidad o éxito, sino antiautoayuda.
Cuando la gente dice sentirse mal, que le resulta cada vez mas difícil levantarse de la
cama por la mañana, que se pasa el día colérica o con ganas de llorar, que sufre de
ansiedad y que por la noche le cuesta dormir, no me parece que esté enferma o
exprese anomalía alguna. Al contrario. En este mundo, sentirse mal puede ser una
clara señal de excelente salud mental. El que está feliz y saltarín, como un borrego de
dibujos animados, es que tal vez tenga serios problemas. Por gente así deberían sonar
las sirenas y movilizarse los psiquiatras maníacos de la medicación, no dándoles
pastillas sino rodillazos tipo “despierta y entérate”. Es necesario desconectarse
totalmente de la realidad para no sentirse afectado por este mundo que ayudamos a
crear y que nos violenta. No creo que los felices y saltarines sean más reales que Papá
Noel y todos sus renos, pero si existiesen, serían los alienados mentales de nuestro
tiempo.
Miro a mi alrededor y no todos, pero casi, toman algún tipo de medicamento psíquico.
Para dormir, para despertar, para encontrarse menos ansioso, para llorar menos, para
conseguir trabajar, para ser “productivo”. “Para dar conta” (“para lograrlo”) es una
expresión muy usual aquí, pero ¿es que tenemos que lograr lo que no es posible
lograr? ¿Es que tenemos que resignarnos a vivir una vida que se nos escapa y a una
lógica que nos cosifica porque nos dejamos cosificar? ¿No será que “no lograr” es
justamente a lo que deberíamos prestar atención porque una parte aún viva de
nosotros grita que algo va muy mal en nuestro devenir como zombis? ¿No sería mejor
romper con todo en lugar de adaptarse a un tiempo cada vez más acelerado y a una
vida no humana por la que nos arrastramos con nuestros propios ojos muertos,
tomando pastillas para controlar el genio y tragándonos diagnósticos de patologías
cada vez más estrafalarias, consumiendo y tragando productos e imágenes, productos
e imágenes, productos e imágenes?
No hay respuesta. Y de haberla, no sería una respuesta sino un dogma. Pero si la
respuesta es un construcción de cada uno, tal vez en este momento sería también una
construcción colectiva, en la medida en que parece ser un fenómeno de masas. O para
quienes todo lo miden por su etiqueta sanitaria, uno de los signos de nuestra época,
estaríamos ante una pandemia de malestar. Quiero aquí defender el malestar. No
como si fuese un virus, un alienígena, un algo que no debería estar ahí y por lo tanto
fuera imperioso silenciarlo. Defiendo el malestar –el suyo, el mío, el nuestro– como
aquello que desde las cavernas nos mantiene vivos e hizo del Homo sapiens una
especie altamente adaptada, aunque destructiva y, en los últimos siglos, también
autodestructiva. El malestar es lo que nos avisa de que algo va mal y que hay que
cambiarlo. No como un acto fácil, una regla de autoayuda, sino como un cambio de
posición; algo que cuesta, que lleva tiempo y que exige nuestros mayores esfuerzos.
Exige que, por la mañana no solo nos levantemos, sino que nos despertemos.
Años atrás habría escrito, y de hecho lo escribí algunas veces, que el malestar de esta
época, que me parece diferente del malestar de otras épocas históricas, se produce
por diversas razones relacionadas con la modernidad y sus creaciones reales y
simbólicas; incluso por sus ilusiones potenciales y fantasías de superación de los
límites. Pero, en especial, por nuestra reducción de personas a consumidores, por el
sometimiento de nuestros cuerpos –y almas– al mercado, y por la condena de vivir en
un tiempo acelerado.
Sobre esta peculiaridad, la psicoanalista Maria Rita Kehl escribió un libro muy
interesante llamado El tiempo y el perro (O Tempo e o Cão, Editorial Boitempo), en el
que reflexiona de forma original sobre lo que las depresiones expresan de nuestro
mundo también como síntoma social. Al comienzo, cuenta la experiencia personal de
haber atropellado a un perro en la carretera, y experiencia, en este caso, no es una
palabra elegida al azar. Kehl vio al perro pero, a la velocidad que iba, no pudo parar ni
desviarse lo suficiente. Solo consiguió no matarlo. De inmediato, el animal,
tambaleándose camino del arcén, quedó atrás en el espejo retrovisor. Es lo que sucede
con nuestras vivencias a la velocidad que dicta esta época en la que el tiempo se ha
reducido a dinero; una brutalidad que permitimos, reproducimos y con la que
transigimos sin percibir cuánto de muerte hay en esa conversión.
Sobre la aceleración, la psicoanalista dice: “Poco nos damos cuenta de ella, de la banal
velocidad de la vida, hasta que algún mal encuentro revela su rostro mortífero.
Mortífero no solo contra la vida corpórea, en casos extremos, sino también contra la
delicadeza innegociable de la vida psíquica. (…) Su olvido (del perro) se sumaría a la
eliminación de miles de otras percepciones instantáneas sobre las que nos limitamos a
reaccionar rápidamente para en seguida, con igual rapidez, olvidarlas. (…) De aquel
mal encuentro, que podría haber acabado con la vida del perro, quedó una ligera
mancha oscura en mi parachoques. (…) El accidente en carretera me hizo reflexionar
respecto a la relación entre las depresiones y la experiencia del tiempo que, en la
actualidad, prácticamente se resume en la experiencia de la velocidad”. ¿Qué ocurre
dentro y fuera de nosotros con las manchas oscuras y la sangre dejada atrás? ¿No nos
rondan en esas noches en que hiperventilamos antes de tomarnos una pastilla?
¿Cómo vivir humanamente en un tiempo no humano? ¿Y cómo aceptamos estar
sometidos a la barbaridad de una vida no viva?
Hoy me parece que algo nuevo se impone, íntimamente relacionado con todo esto,
con una concreción aplastante y un sentido de urgencia exponencial en todas las
cuestiones de la existencia. Solo en ese sentido es algo fascinante. Ese algo es el
cambio climático: un hecho aún mucho más explícito en la mente de científicos y
ambientalistas que de la sociedad en general. La evidencia de que lo que posiblemente
sea el mayor desafío de toda la historia de la humanidad todavía no se haya convertido
en la mayor preocupación del llamado “ciudadano normal” es una muestra no de su
insignificancia en la vida cotidiana, sino, al contrario, la prueba de su enormidad en la
vida cotidiana. Es tan grande, que nos vuelve ciegos y sordos.
En una entrevista reciente, publicada aquí como Diálogos sobre el fin del mundo, el
antropólogo Eduardo Viveiros de Castro evoca al pensador alemán Günther Anders
(1902-1992) para explicar esa alienación. Anders afirmaba que el arma nuclear era la
prueba de que algo había sucedido con la humanidad desde el momento en el que se
mostró incapaz de imaginar los efectos de lo que se volvió capaz de hacer. Reproduzco
aquí esa parte de la entrevista: “Es una situación antiutópica. ¿Qué es un utópico? Un
utópico es una persona que puede imaginar un mundo mejor pero no consigue
realizarlo, no conoce los medios ni sabe cómo. Y nosotros vamos al contrario. Somos
capaces técnicamente de hacer cosas que no somos capaces siquiera de imaginar.
Sabemos hacer la bomba atómica, pero no sabemos pensar la bomba atómica.
Gunther Anders utiliza una imagen interesante, la de que existe en biología esa idea de
la percepción de fenómenos subliminales, por debajo de la línea de percepción. Esa
cosa tan bajita que oyes pero que no sabes que has oído; o que ves pero que no sabes
que has visto; como pequeñas fluctuaciones de colores. Son fenómenos literalmente
subliminales, que están por debajo del límite de su percepción. Nosotros, según él,
ahora estamos creando algo que no existía, lo supraliminal. O sea, tan grande que no
consigues verlo ni imaginarlo. La crisis climática es una de esas cosas. ¿Cómo vas a
imaginar algo que depende de miles de parámetros, que es un transatlántico que
navega y tiene una masa inercial gigantesca? La gente se queda paralizada, padece una
especie de parálisis cognitiva”.
El hecho de alienarse –o como hacen algunos, llamarles “ecopelmas” a aquellos que
señalan lo obvio, mal chiste y además viejo– no impide el deterioro acelerado del
planeta ni el deterioro acelerado de la vida cotidiana e íntima de cada uno. Lo que
quiero decir es que, como todos nuestros gritos existenciales, el hecho de negarlos no
impide que hagan estragos dentro de nosotros mismos. Creo que el malestar
contemporáneo –o el nuevo malestar de la civilización– hoy está visceralmente ligado
a lo que pasa con el planeta. Y ninguna investigación del alma humana de este
momento histórico, en cualquier campo del conocimiento, debería dejar de analizar el
impacto del cambio climático en curso.
En cierto modo, en la percepción popular del término “clima”, refiriéndose al estado
del espíritu de un grupo o persona, hay también un “cambio climático”. Pese a que la
mayoría no consiga designar su malestar, me temo que la fiera sin nombre va a abrir
sus ojos dentro de nosotros en las noches oscuras, como un residuo de las pesadillas
que tenemos solo cuando estamos despiertos. Es ese bicho interior que presiente,
pese a tener miedo de sentir en el nivel más consciente y empuja hacia dentro, por
ignorancia y anestesia, todo lo que teme, en un esfuerzo casi conmovedor.Y la mayor
prueba, de nuevo, es la inmensidad de la negación, inclusive mediante el uso de
drogas compradas en farmacias y “autorizadas” por el médico, la gran autoridad de
este momento curioso en el que el concepto de enfermedad está alterado.
São Paulo es, en Brasil, el escaparate más impresionante de esa monumental
alienación. La mayor ciudad del país se está convirtiendo desde hace años, décadas, en
un escenario distópico en el que las personas evolucionan lentamente entre coches y
contaminación, acorraladas y cada vez más violentas en los mínimos actos del día a
día. En el último año, la sequía y la crisis del agua han acentuado y acelerado el
deterioro de la vida, pero ni el cambio climático ni todos los problemas
socioambientales relacionados con él han tenido impacto alguno, ni siquiera una
mínima relevancia, en las elecciones estatales y principalmente en las presidenciales.
Nada. La mayoría, incluyendo los gobernantes, no parecen percibir que la catástrofe
paulista, que afecta a la capital y a otras ciudades del interior, está ligada a la
devastación de la Amazonia. Ese llamado “mundo como lo conocemos” viniéndose
abajo y los zombis caminando por calles incompatibles con la vida sin que nadie se
sobresalte. A pesar de eso, me atrevo a creer, ni siquiera por un momento dejan de
angustiarse en su interior. La vida aún se resiste dentro de nosotros, incluso en
Zombilandia. Y ese malestar es lo que queda de humano en nuestros cuerpos.
De un científico, Antonio Nobre, es un texto fundamental. Leer “El futuro climático de
la Amazonia” no es una opción. Hágase un favor a sí mismo y reserve una hora o dos
del día, el tiempo que dura una película, entre en Internet y lea las 40 páginas escritas
en un lenguaje accesible que tiende puentes con diversos campos del conocimiento.
Hay tramos de gran belleza sobre la mayor selva tropical del planeta, un territorio real
y simbólico sobre el que el criterio oficial – en Brasil alimentado por la propaganda de
la dictadura cívico militar – basó una idea de explotación y nacionalismos que sigue
vigente hoy solo por absoluto desconocimiento. También es por culpa de nuestra
ignorancia por lo que el actual gobierno, reelegido para un mandato más, realiza en la
Amazonia su proyecto megalómano de grandes hidroeléctricas con escasa resistencia,
y que está causando ahora, en este mismo momento, un desastre ambiental de
proporciones inconmensurables en varios ríos amazónicos y el etnocidio de los
pueblos indígenas de la cuenca del Xingu.
Antonio Nobre muestra cómo una selva, con un papel insustituible en la regulación del
clima de Brasil y del planeta, en los últimos 40 años ha sufrido una deforestación de
762.979 kilómetros cuadrados: como tres Estados de São Paulo o dos Alemanias. O el
equivalente a más de 12 mil canchas de fútbol deforestados cada día, más de 500 por
hora, casi nueve por minuto. Sumando el área talada y el área degradada, alcanzamos
la aterradora estimación de que, hasta 2013, el 47% de la selva amazónica puede
haber sido afectada directamente por una actividad humana desestabilizadora del
clima. “La selva sobrevivió durante más de 50 millones de años a volcanes,
glaciaciones, meteoritos, deriva del continente”, escribe Nobre. “Pero en menos de 50
años está amenazada por la acción del hombre”. La Amazonia pone de relieve el
momento de la Historia en el que la humanidad dejó de temer la catástrofe, para
convertirse en catástrofe.
¿Cómo es posible que esté sucediendo aquí y ahora e importe a tan pocos? Si no
despertamos de nuestro sopor, nuestros hijos y nietos vivirán y morirán no con una
Amazonia transformada en sabana, sino en desierto, con una gigantesca repercusión
en el clima del planeta y en la vida de todas las especies. Para tener una idea de la
magnitud de lo que estamos haciendo, por acción u omisión, por alienación, anestesia
o automatismo, aquí van algunos datos: un árbol grande evapora más de mil litros de
agua al día. Cada 24 horas, la selva amazónica lanza a la atmosfera, por transpiración,
20 mil millones de toneladas de agua, o 20 billones de litros de agua. Para hacerse una
idea comparativa, el Río Amazonas desagua en el Océano Atlántico una cantidad
menor: 17 mil millones de toneladas de agua al día. No es preciso ser científico para
imaginar lo que le ocurriría al planeta sin la selva.
Nobre afirma que ya no basta con reducir a cero la deforestación. Hemos alcanzado tal
nivel de destrucción que es necesario regenerar la Amazonia. La selva no es el
“pulmón del mundo” sino mucho más que eso: es su corazón. No es una frase
sobrepasada y manida, sino un hecho científico. El mundo, no solo Brasil, necesita
comprometerse en esta lucha: el científico defiende que, si no queremos alcanzar el
punto de no retorno, deberíamos emprender – ya, ahora mismo – un esfuerzo de
guerra que comenzase con una guerra contra la ignorancia. Hacer una campaña tan
fuerte y eficaz como aquella contra el tabaco. Eso, claro está, si queremos seguir
viviendo.
En esta época de tanta conexión, en que la mayoría pasa casi todo el tiempo en vela
conectado a Internet, existe una desconexión mortal con la realidad del planeta y de
uno mismo. Como ciudadanos, la mayoría como mucho recicla su basura creyendo que
ya hace un enorme esfuerzo, pero no se informa ni participa de los debates y de las
decisiones de temas como el clima, la Amazonia y el medioambiente. En este y en
otros sentidos, es como vivir en el “modo avión” del móvil. Un estar por la mitad, lo
suficiente solo para cumplir con lo mínimo y no desvincularse por completo. Un
contacto sin contacto, un toque que no toca ni se deja tocar. Un vivir sin vida.
Es necesario sentir malestar. Sentirlo y no silenciarlo de las diversas maneras que
existen, incluida la medicación. O como dice la pensadora estadounidense Donna
Haraway: “Es necesario vivir con miedo y alegría”.
Solo el malestar puede salvarnos

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