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Osvaldo Lira SS. CC.

PENSAMIENTO Y MEDIDA DE JACQUES MARITAIN1


No es ningún secreto para los estudiosos el hecho de que, entre los actuales
seguidores de la filosofía escolástica, uno de los que, sin duda alguna goza de más sólido
prestigio y, sobre todo, de un influjo más acusado en sectores que de suyo caen fuera del
campo de la estricta especulación filosófica es Jacques Maritain. Desde hace más o menos
un cuarto de siglo, cuando su nombre logró traspasar las fronteras de su patria para cobrar
categoría internacional, han ido en continuo aumento los espíritus que, en cierto modo, han
decidido ajustar su labor de perfeccionamiento intelectual a las normas establecidas por el
filósofo francés. El que sintiendo, en efecto, cierta atracción por la filosofía, carece de las
aptitudes o de la decisión necesarias para establecer contacto íntimo con el propio Doctor
Angélico y con sus recios a la vez que fieles y profundos comentaristas; el teorizante
político que, en honesto afán de superación, desea ardientemente evadirse del juego grosero
de los partidos, sin atreverse, no obstante, a ir a buscar el qué hasta su misma fuente; el
dilettante en pintura, poesía o música; el espíritu, en fin, que se siente sin vocación alguna
de magisterio, afirma, decide y jura, sin vacilar, por Maritain, y en él ve la suprema
expresión del pensamiento católico tradicional en nuestros días. ¿Cuál ha sido la razón
última de un éxito tan deslumbrador? ¿Por qué entrañado motivo ha logrado un discípulo
riguroso de Santo Tomás lo que prácticamente ninguno de sus colegas había conseguido
hasta ahora; es decir, introducirse, no como vergonzante, sino como triunfador indiscutible,
en ambientes que parecían ya definitivamente reacios a dejarse modelar conforme a
principios en apariencias pasados de moda? El problema, como puede verse, no deja de ser
interesante; pero, antes de resolverlo, debemos necesariamente analizar la contribución
personal del filósofo francés al desarrollo interno del tomismo; en otras palabras, a la
actualización de sus posibilidades, prácticamente inagotables, de crecimiento y
perduración. Sólo así es cómo se llegará a fijar el máximo el máximo rigor posible la
importancia y calidad de su labor, para valorar, finalmente, su actuación humana toda
entera y decidir así, con desapasionada objetividad, cuándo podrá seguírsele con provecho
y cuando, por el contrario, será preciso dejarle sólo en su camino. Todo ello, naturalmente,
con la brevedad impuesta por los límites de estas páginas que son, no lo olvidemos, las de
un ensayo. Con este fin analizaremos, primero, las cualidades y defectos formales de su
obra, para descender luego hasta el estudio, dentro de ella, de algunos de sus puntos
concretos más destacados, terminando lo cual, cerraremos nuestro trabajo con una
apreciación práctica de conjunto, con una especie de fijación de normas prácticas relativas a
la conducta que debemos seguir respecto de él en aquellas cuestiones que, si bien de menor
trascendencia, resultan más candentes por obras y gracia de las actuales circunstancias
históricas.

I.- ANÁLISIS FORMAL DE LA OBRA DE MARITAIN

A) Razones fundamentales del éxito de Maritain

1
Revista Estudios, Santiago de Chile, 1947, n° 174 y 175, 1947 [Tomado de La vida en torno, Centro de
Estudios Bicentenario, Santiago de Chile, 2004].

1
Uno de los factores que ha contribuido en mayor escala a su triunfo es,
indiscutiblemente, su clara condición de escritor. Ya el viejo Léon Bloy descubría con
asombro en su ahijado -¡qué tiempos tan lejanos aquellos!- un estilo completamente distinto
de ese patois hyrcanien que, según él, usan de ordinario los filósofos y que ponía fuera de
sí al indomable luchador; un estilo cargado de nostalgias ultraterrenas. No sabemos a
ciencia cierta, aunque podemos presumirlo, lo que respecto de este punto hubiera pensado
hoy día el autor de La femme pauvre, ni si habría aprobado la actitud mantenida a lo largo
de estos diez últimos años por el que él mismo llevó hasta la pila bautismal en la parroquia
de Saint Jean l’ Evangeliste, el 11 de junio de 1906. Lo que sí es un hecho es que, con
sagaz intuición de pensador a la vez que con perfecto conocimiento de causa, ha sabido
Maritain establecer límites acertados y precisos entre los elementos circunstanciales y
perennes del tomismo, o sea entre sus medios de expresión, necesariamente sometidos por
su congénito carácter histórico al fluir de los tiempos, y su auténtica entraña espiritual,
permanente y absoluta como la verdad. Adoptando resueltamente una actitud en perfecta
consonancia con el espíritu innovador del propio Santo Tomás, ha sabido nuestro filósofo
mantener inalteradas - ¿demasiado inalteradas, tal vez?- las esencias tomistas al hacerlas
derivar por cauces expresivos propios de nuestra sensibilidad moderna. Maritain reemplaza
cada vez que puede la terminología medieval con locuciones que, diciendo lo mismo, lo
dicen de un modo más comprensible para nosotros. Es así, por ejemplo, cómo ha
convertido las expresiones species impressa o ratio formalis sub qua en las
correspondientes de determinante cognoscitivo y luz objetiva. Ahora bien, como es un
hecho que uno de los motivos principales por los que el tomismo aparece ante determinados
sectores en calidad de enemigo del pensamiento moderno consiste, evidentemente, en su
terminología bajo más de un aspecto anacrónica, es natural que el expediente de Maritain le
haya despejado en gran parte el terreno y le haya permitido penetrar en campos que hasta
no hace mucho tiempo se le presentaban, al igual de la esposa para el esposo de los
Cantares, como un huerto cerrado. No es eso sólo. Maritain sabe infundir también en sus
especulaciones incluso en las más abstrusas, un suave calor vital, una emoción auténtica sí
bien discreta y contenida, que desde largo tiempo atrás había venido siendo olvidada
completamente por los tomistas. Es que, para él, la doctrina de Santo Tomás no constituye
un puro objeto de conocimiento, sino que llega a cobrar, acreciéndose en su espíritu, todas
las características de una verdadera vivencia. Su conocida exclamación, que condensa en su
vibrar todo un programa de vida, de ¡ay de mí si no tomistizare!, transposición, al plano de
la especulación filosófica del grito paulino de ¡ay de mí si no evangelizare!, arroja una luz
más que suficiente sobre la profundidad de las resonancias despertadas en su alma por el
tomismo. Maritain no sólo conoce, sino que también ama a Santo Tomás y a su doctrina
prodigiosa, y ese amor hace brotar en su voluntad un afán evangelizador, un espíritu de
proselitismo que imprime a su enseñanza escrita -única que estamos en situación de
valorar- ciertas auténticas tonalidades afectivas que la tienen que hacer aparecer
extraordinariamente atractiva y simpática. No nos olvidemos de que el hombre no es
inteligencia pura, y que, en lógica consecuencia, agradece siempre cuando, en vez de
exigirle ese verdadero descoyuntamiento operativo que le supone, en cierto modo, el tercer
grado de abstracción, se provocan a juego, junto con sus facultades intelectivas, su
imaginación y su afectividad. Sin embargo, el mérito mayor de nuestro filósofo radica en
haber logrado armonizar sus impulsos proselitistas con un rigor científico de la mejor
calidad, de suerte que lo que él transmite con emocionado respeto constituye siempre, eso sí

2
que exclusivamente en lo que se refiere a la filosofía especulativa2, el auténtico mensaje de
Santo Tomás.
Existe todavía una tercera razón explicativa de su éxito: el hallarse su espíritu de
continuo sintonizado con las preocupaciones e inquietudes más genuinas de nuestra época.
No es Maritain uno de esos escolásticos adocenados que ante los frutos filosóficos, poéticos
o sociales en que viene resolviéndose la actividad intelectual de nuestros días dibuje en sus
labios un mohín desdeñoso y se encierre en la torre de marfil de una incomprensión
pueblerina, sino que, al contrario, desciende al campo, proyecta la luz tomista sobre el
gigantesco hervidero de la inteligencia moderna, contempla, analiza, compulsa, para
seleccionar luego e incorporar finalmente a su filosofía todos los elementos que allí hubiere
encontrado de buena ley. Es, pues, en cuanto a cierto aspecto de sus preocupaciones, un
espíritu moderno, por lo cual no nos puede ni debe causar extrañeza que sus coetáneos
tengan menos reparos, si es que tienen alguno, en establecer contacto con él que con otro
escolástico cualquiera, para tratar de resolver en común los problemas que apremian y traen
angustiados a los hombres de nuestros días. No hay duda, sin embargo, de que esta
flexibilidad espiritual de Maritain, manifestada en su comprensión aguda de los problemas
actuales, y, sobre todo, su convencimiento inquebrantable de que todos ellos pueden
resolverse, sin exceptuar uno solo, con la aplicación práctica de los principios
fundamentales de la filosofía tomista, brotan como de raíz propia de ese ya aludido matiz
vivencial que ha logrado adquirir en su espíritu la doctrina del Doctor Angélico. Porque es
evidente que, si una idea logra, además de ser conocida, despertar resonancias misteriosas
en el alma del que la conoce y, merced a ello, verse vivida integralmente por él, tiene que
concluir necesariamente por transformarse en lo que suelen llamar los modernos una idea-
fuerza; es decir, un principio entrañado de actividad que, bajo ese aspecto preciso, habrá de
resolverse en frutos tangibles y prácticos. Lo único que se conoce es lo que previamente se
es; de suerte que la perfección del modo de conocer habrá de aumentar o disminuir al
compás de la perfección del modo de ser. En este sentido Santo Tomás preludió con su
doctrina acerca de la conciencia psicológica las lucubraciones geniales de Giambattista
Vico.
Hay que confesar, en efecto, que en la empresa de poner a la filosofía escolástica en
contacto con la gran corriente de la ciencia moderna, Maritain ha conseguido resultados
mucho más positivos que Mercier, por ejemplo, y su grupo de colaboradores directos de la
escuela de Lovaina, gracias a que. si no desmerece frente a ellos en lo que se refiere a
preparación estrictamente científico-experimental, su formación y espíritu metafísicos son
decididamente superiores. El filósofo francés no pierde jamás de vista que el problema no
consiste en una simple componenda de igual a igual que ha de ajustarse entre el tomismo y
los grandes sistemas científicos de nuestro tiempo, sino en un verdadero juicio a que el gran
organismo filosófico medieval cita a la ciencia moderna. Demasiado sabe nuestro pensador
que es al sabio y no a mero científico a quien le corresponde ordenar -sapientis est
ordinare-, entendiendo por sabio solamente al que posee el habitus de referirlo todo a las
causas últimas. En lo referente a este punto sí que no se nota en su obra el menor

2
Restringimos el reconocimiento de su fidelidad a la doctrina tomista al solo campo de la filosofía
especulativa, porque, en lo que se refiere a los dominios del intelecto práctico considerado bajo su doble
aspecto moral y operativo, nuestro filósofo no constituye precisamente, según se verá más adelante, un
ejemplar de discípulo de Santo Tomás.

3
decaimiento. Siempre se descubre que es un genuino discípulo de Santo Tomas que va
avanzando con paso firme y sin desviarse del recto sendero a través de la maraña espesa de
las hipótesis contemporáneas referentes a los principios constitutivos últimos del mundo
físico o del moral, y no un simple investigador más que se contente al igual de tantos otros,
con catalogar y medir cuantitativamente resultados concretos. Cuando se estudia, por
ejemplo, al cardenal Mercies o a uno cualquiera de sus colaboradores o discípulos directos,
tales como, verbigracia, Desiderio Nys o monseñor Noel, no puede menos de confirmarse
nuestro aprecio por un filósofo tomista que, no obstante su formación initial de tipo
bergsoniano y agnóstico, ha sabido compenetrarse con la doctrina del Doctor Angélico
hasta el punto de que, en el inevitable juego de acciones y reacciones que se ponen siempre
en marcha cuando entran en contacto ideologías -y más que ideologías propiamente dichas,
actitudes vitales- diversas, sus convicciones especulativas han logrado conservarse
sustancialmente incontaminadas. En Maritain, a diferencia de lo que sucede con el cardenal
Mercier, no existe concesión alguna de tipo kantiano referente, v.gr., a la noción de la
verdad, hasta el punto de que, si algo pudiera enrostrársele en este sentido, sería más bien
cierta intransigencia, acaso excesiva, en lo que respecta a los principios.
Una última circunstancia favorable al éxito inusitado de nuestro filósofo lo
constituye el carácter de ensayos que ofrecen casi invariablemente sus trabajos. Excepción
hecha de La Philosophie bergsonienne, Le Docteur Angélique y los dos volúmenes
publicados de su curso de filosofía, que todavía, al través de más de veinte años, no ha
podido ver la luz, sus obras no consisten más que en simples colecciones de ensayos. Esta
circunstancia, que desde el punto de vista científico constituye un grave defecto. Según lo
demostraremos más adelante, le comunica singular ligereza y elegancia a la expresión. Es
un hecho que en el ensayo juega papel mucho más importante la cláusula metafórica,
siempre ondulante y de soñadora imprecisión que la rigurosa expresión científica.
Recuérdense ahora los dos ejemplos aducidos anteriormente a propósito de la
modernización de la terminología tradicional llevada a cabo por Maritain. Nada más
alejado, en realidad, que su estilo de aquel otro Aristóteles, considerado en su aspecto
exclusivamente intelectivo por el conde Maistre como la perfección suprema en el orden de
la expresión filosófica. En Maritain no solo los calificativos, sino que incluso los mismos
verbos, son metafóricos. Es natural, entonces, que cuente con mayores y más numerosas
complacencias en todos esos sectores que constituyen el vulgo o el nivel medio intelectual,
ya que se trata de evitar a los que leen, en la medida de lo posible, los ya aludidos
sinsabores inherentes a la abstracción abomni materia que dicen los escolásticos, sinsabores
que nacen de la disociación operativa entre cuerpo y espíritu, entre sensibilidad e
inteligencia, en beneficio, claro está, del espíritu y de la inteligencia, que impone
obligatoriamente a sus devotos la especulación metafísica. Dada la contextura psicológica
de la persona humana, cualquiera puede advertir cómo la expresión metafórica le torna
perfectamente connaturales aquellas mismas verdades que, manifestadas en la recia
austeridad de su carácter abstracto, podría y suelen, de ordinario, provocar a repulsión.

B) Deficiencias científicas de Maritain


Y henos aquí llegados insensiblemente a las sombras del cuadro.

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A pesar de todos sus méritos científicos y de su adhesión -queremos creer que
sincera- a la filosofía de Santo Tomás, es preciso reconocer que Maritain no ha logrado
realizar o dar cuerpo en sí propio al ideal de filósofo católico, entendiendo por filósofo
católico, no al simple hijo de la Iglesia que se dedica a la contemplación intelectual, sino al
que, a lo largo mismo de sus labores especulativas, va manifestando, sin soluciones
apreciables de continuidad, su condición de miembro del cuerpo místico de Jesucristo; o
sea, al que es filósofo católico por contraposición al que sólo es filósofo y católico. No es
que dudemos ni por un instante de la sinceridad de sus convicciones religiosas; al contrario,
estamos firmemente convencidos de que su conversión al catolicismo, realizada bajo el
influjo de esos dos espíritus privilegiados que fueron Léon Bloy y Humbert Clérissac, O.P.,
ha venido siendo, desde su instante inicial, absolutamente entrañada y de esas que no dejan
margen para posibles reticencias. Lo que sí creemos es que no ha sabido hacer arrancar
desde tan profundo como transparente manantial la corriente de su actividad filosófica. La
jerarquización rigurosa operada por él dentro del campo científico en provecho justiciero
del tomismo, no ha sabido prolongarla en lógico esfuerzo ascensional hasta el propio plano
de la vida sobrenatural. En resumen, el hecho es que es fácil descubrir en él cierta
disociación entre el cristiano y el metafísico. Por más que resulte extraño, es preciso decir
en voz alta que en Maritain se advierten marcados regustos de racionalismo. Y es en este
defecto fundamental donde tenemos que ir a buscar la raíz de todas esas actitudes suyas
concretas tan poco conformes con una concepción integralmente cristiana de la vida
individual y colectiva de la persona humana, y respecto de las cuales no puede caber más
actitud honesta que una repulsa tan indignada como categórica y definitiva.
Es que las circunstancias históricas ejercen poderoso influjo sobre el ser humano, el
cual, por muy destacado que se manifestare en lo relativo a sus cualidades espirituales, no
podrá sacudírselo nunca por completo de sus hombros. Lo único que en este sentido le es
hacedero es convertirlas, de obstáculo que eran, en instrumentos suyos, haciéndolas
cooperar a sus propósitos. Es decir, no contrariarlas ni mucho menos doblegarse ante ellas,
sino superarlas, tal como supera siempre toda actividad el punto desde el cual arranca. Pues
bien, esto, que le era absolutamente necesario, no lo ha logrado Maritain, por lo menos en
la amplitud que le exigía la empresa a que decidió entregarse en alas de una indiscutible
generosidad de corazón. Pertenece él, no lo olvidemos, a la nación que ha dado vida a dos
de los tres funestos progenitores del mundo moderno, y es natural que, al respirar esos
aires, su obra tenía necesariamente que adolecer, en cierta medida, de racionalismo. El
confidente de la reina Cristina y el autor del Contrato Social fructificaron declaradamente
como racionalistas, porque nacieron y se desarrollaron en ambientes propicios para tal
efecto, aunque en distintos campos de actividad, mientras que nuestro filósofo, venido al
mundo en épocas de crisis para la Razón, terminó, en realidad, por dar frutos híbridos,
porque el injerto tomista debía necesariamente, como todo injerto, beber los jugos de la
raíz, que en este caso y no obstante ciertos sedimentos de tipo intuicioncita, era de clara
estirpe cartesiana. Este compromiso, en efecto, puede descubrirse siempre al través de la
orientación que imprime indefectiblemente Maritain a sus actividades filosóficas, con tal de
que la analicemos, por supuesto, con mirada libre de prejuicios y la máxima objetividad
requerida, y no, como suele hacerse de ordinario, en nombre de resentimientos que, aun en
el caso de ser confesables, impiden el análisis sereno y exacto de la realidad que se presenta
a nuestros ojos. Quien no haya estudiado seriamente a Maritain -y estamos seguros de que
la inmensa mayoría de los que le consideran a modo de pontífice máximo en cuestiones

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políticas, o al contrario, como sembrador funesto de errores, no conocen ni son capaces de
comprender sus obras de filosofía especulativa- no tiene derecho a considerarlo ni como a
un genio ni como a un individuo poco honrado, porque no es ni lo uno ni lo otro. El
cerrilismo, sea que se presente con faz benévola u hostil, resulta siempre contraproducente
para sus adeptos3. Lo que debe emplearse con Maritain, como con cualquier escritor de
categoría, es el recurso tan simple como lógico de leer sus obras, y luego juzgarle con
conocimiento de causa, que es el único modo de juzgar que no peca contra la justicia.
Agréguese, en este caso, la circunstancia de que la filosofía práctica arranca siempre de la
especulativa, ya que no puede darse actividad racional alguna sin conocimiento previo del
fin.
En este racionalismo implícito radica el aspecto más ingrato de la obra de Maritain.
Lo hemos inscrito en el rubro o de sus deficiencias científicas, porque, aun cuando no
pertenece, estrictamente hablando, al orden del conocimiento especulativo per causas que
es la ciencia, influye de modo efectivo, respecto de ésta, en sus condiciones concretas de
desarrollo. Aunque conserve su misma estructura esencial, no puede decirse lo mismo de la
semilla crecida en estepas o parameras que de la que ha logrado terreno generoso para
resolverse en árbol. El tomismo, que constituye la única expresión genuina y adecuada de la
filosofía cristiana, no logra desarrollarse en el espíritu de Maritain con el vigor que podría
presumirse, dada la extraordinaria devoción manifestada por nuestro filósofo hacia el
Doctor Angélico en su calidad de sabio arquitecto y de doctor común, aspectos ambos bajo
los cuales lo estudia en el pequeño y admirable trabajo que le ha consagrado. En este
sentido, el espíritu del pensador francés viene a constituir para la simiente escolástica una
especie de paramera. Nisi granum frumenti... Allí no ha habido la maceración
imprescindible para que broten las ramas, flores y frutos. Su labor efectiva, que significa un
decidido progreso sobre las aportaciones de la escuela de Lovaina, por una parte, y, por
otra, sobre la actitud de repetición mecánica que se observa en esa multitud de manuales de
filosofía escolástica ad usum seminariorum que proliferan en nuestros días con increíble
abundancia, no puede, sin embargo, entrar en parangón, ni con mucho, con la de un
Cayetano, un Báñez, un Cano o un Juan de Santo Tomás. Lo cual no es debido tan sólo a
razones específicas de vigor intelectual, sino a esa especie de compromiso fundamental que
ha intentado realizar en su espíritu, de modo subconsciente, entre el racionalismo cartesiano
y la filosofía de Santo Tomás. De más está decir que en este caso se trata de un
racionalismo in actu exercito que entra en contacto con un tomismo in actu signato; dicho
en otras palabras, entre un racionalismo a que se siente inclinado por influjo de atavismos
nacionales y un tomismo no sólo vivido, sino que además ha llegado a cobrar para él
dimensiones de objeto de conocimiento intelectual especulativo. Situación falsa que, sin
lograr el adverarlo, le impide desenvolverse con libertad y le lleva a apreciaciones injustas,

3
No hay duda de que el cerrilismo ha sido la causa principal de la ineficacia demostrada hasta ahora por los
ataques dirigidos, con toda justicia, por otra parte, contra Maritain. Se ha llegado a hacer hincapié en su
matrimonio con una dama judía, en su descendencia, por línea materna, de Jules Ferry, e, incluso hasta sugerir
posibles vinculaciones masónicas todo lo cual ha servido para revelar la poca nobleza y aun villanía de gran
número de sus impugnadores. No hay derecho jamás para entretenimientos en vidas ajenas, sobre todo cuando
lo que resulta de allí son afirmaciones manifiestamente calumniosas, ni mucho menos para juzgar de las
intenciones, porque el secreto de las conciencias lo conoce sólo Dios. Por desgracia, la mayoría de los que han
atacado a Maritain se han movido generalmente en esos ambientes turbios, revelando al mismo tiempo una
ignorancia realmente inconcebible en el orden filosófico, ignorancia que, preciso es confesarlo, suele ser, a su
vez, la característica más saliente de muchísimos de sus defensores.

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cuyo principal defecto es la de ser incorregibles, ya que carecen de la necesaria dosis de
deliberación que, sola, le habría permitido modificarlas a su autor.
Otra de las deficiencias científicas de Maritain consiste, no por cierto en haberse
desviado del tomismo, sino, como ya lo acabamos de insinuar, en haberlo considerado
prácticamente como un organismo biológico llegado a la plenitud de su crecimiento, lo cual
no deja de ser curioso si se piensa en las repetidas ocasiones en que él mismo tiene buen
cuidado de advertirnos que la doctrina de Santo Tomás, lejos de constituir exclusivamente
un sistema, se nos debe aparecer, ante todo, bajo el más genuino de sus aspectos, que es el
de un organismo viviente sometido a continuo proceso de desarrollo. ¿De dónde proviene
en este caso la contraposición violenta entre el dicho y el hecho? ¿Por qué esa cautela de
Maritain para poner en práctica las líneas de conducta que en el terreno de la teoría
proclama como las únicas verdaderas? A este respecto, no hay más que dos respuestas
posibles: o bien, porque no quiso ser consecuente, o bien, porque no lo pudo. Y como
mientras no nos conste que no lo quiso no podemos suponerlo, porque, ahora como
siempre, estamos obligados a ajustarnos al gran principio de moral práctica de que nemo
malus nisi probetur, tenemos que suponer, en nombre de la caridad cristiana, cierta real
incapacidad de su parte para convertir en realidad unos propósitos que, de haberse llevado a
cabo, habrían significado para la doctrina del Doctor Angélico uno de los mayores
progresos conseguidos en nuestro tiempo. Porque la labor del verdadero filósofo no puede
consistir solamente en exponer y repetir las mismas verdades ya descubiertas por otros, sino
la mucho más importante y dificultosa de desarrollar y presentar bajo aspectos todavía
inéditos ciertos principios que, hallándose cobijados en su espíritu, no los ha podido
inventar sino al contacto de estímulos externos, uno de los cuales, y no por cierto el más
insignificante, lo constituye el sentido común colectivo. Pues bien, Maritain no ha logrado
realizar esa labor de cultivo intelectual, y si la ha realizado, no se ha visto coronada de un
éxito apreciable. Si comparamos, en efecto, las páginas todas del pensador francés con las
de aquel gran español que, mientras Descartes echaba las bases del mundo moderno,
comentaba las obras del Doctor Angélico en Alcalá de Henares -la expresión es casi
textualmente de nuestro pensador-, descubriremos asombrados que no avanza éste un solo
paso sobre Juan de Santo Tomas. Contra esa novedad suya en la exposición anotada ya más
atrás como una de las causas fundamentales de sus triunfos, milita una carencia completa
de audacia en la interpretación intrínseca de los grandes principios tomistas. La exégesis
maritainiana se muestra siempre periférica, no entrañada. Mucho más que el análisis
minucioso de la doctrina tomista en su intimidad misma, con lo cual podría ponerse de
manifiesto gran número de sus posibilidades intrínsecas, le place el contemplarla en sus
proyecciones y utilizarla como piedra de toque de los sistemas científicos modernos. Lo
cual, aunque está muy bien, no es lo más importante -hace oportebat facere et illa non
ommittere-, puesto que el campo de aplicación de una doctrina cualquiera se va acreciendo
ante nuestras miradas, a medida que nos vamos aproximando por nuestra parte a ese núcleo
suyo misterioso que es la intuición esencial en cuyo seno va a beber su razón de ser y su
vida.
Por eso, lo que en el conjunto de sus obras puede figurar como novedad -quitándole
al término toda acepción peyorativa-, no llega nunca a trascender del plano de lo accidental.
¿Qué podría presentar Maritain como aportación suya frente, por ejemplo, a problemas tan
hondos y apasionantes como la concordia del libre albedrío con la presciencia divina, que
provoca en la intelectualidad española de los siglos XVI y XVII la celebérrima controversia

7
De Auxiliis junto con la aparición de los dos grandes sistemas teológicos de la
predeterminación física y de la ciencia media? ¿O frente a las minuciosas investigaciones
de Vitoria relativas al derecho de conquista en tierras de infieles, cristalizadas en su
inmortal reelección De Indis? ¿O, en fin, frente a la labor prodigiosa de sistematización de
las fuentes de la teología llevada a cabo por Melchor Cano en esa creación suya definitiva
que es De Locis theologicis? Seguramente que se nos responderá, en descargo de nuestro
filósofo, que ahora estábamos moviéndonos en los dominios del genio y que no tenemos
derecho a exigir que todo el mundo lo sea. Conformes; pero es aquí, precisamente, adonde
queríamos llegar mediante un parangón que habrá de resultar un tanto desagradable para el
propio Maritain: a que no es éste un genio y que mal proceden los que, concediéndole
semejante categoría, llegan a perder de vista la modestia de la posición ocupada por él en el
gran mundo doctrinal de la Escolástica. Y si se nos insiste en que es más difícil ahora ser
original que hace cuatro siglos, responderemos, primero, con los nombres de Arintero,
Gardeil y Marín-Sola como prueba fehaciente de que también en los tiempos actuales se
pueden producir obras definitivas, y luego, que no existirá jamás en ninguna parte campo
filosófico acotado de tal suerte que impida entrar en él a los espíritus audaces e inquietos,
prudentemente audaces, reposadamente inquietos, que se hallen decididos a engrandecer el
campo visual del entendimiento humano.
En realidad, la única aportación de cierta importancia con que ha contribuido
Maritain al desarrollo de la filosofía escolástica es el haber fijado la posición exacta que, en
el proceso desindividualizador operado por el entendimiento humano en las realidades
concretovisibles, ocupa el segundo grado de abstracción, aquel que constituye en su especie
propia el mundo ideal de las matemáticas. Ante sus ojos, mundo de la materia inteligible no
se presenta con los caracteres de un simple término medio entre el del ente móvil y el del
ser trascendental o, en otras palabras, entre el de la física y el de la metafísica, sino también
como una realidad de tipo absolutamente diverso, como que es la de un simple ente de
razón. En este sentido, los ensayos -¡siempre ensayos!- noéticos que, junto con los dos
consagrados a San Juan de la Cruz, forman su libro Les dégres du savoir, pueden figurar
entre los frutos más sazonados de la especulación escolástica-tomista en nuestros días. Pero
es lo único de entre sus producciones que merece tal honor. Todo el resto de ellas no puede
ser considerado más que como muestras, muy afortunadas por cierto, del género expositivo.
Si es exacta la división establecida por Wilson entre el filósofo y el simple profesor de
filosofía, o aquella otra de José Bergamín entre comprender para saber y aprender para
repetir, es necesario afirmar sin ambages, aun a riesgo de provocar la indignación de todo el
conjunto de sus incondicionales, de todos aquellos que la escasa formación intelectual que
manifiestan la han adquirido sólo en revistas, que Maritain es un admirable profesor de
filosofa que ha aprendido las verdades fundamentales de la Escolástica para exponerlas -
léase repetirlas- con extraordinaria calidad pedagógica al mundo de nuestros días.
Por eso, aunque se las dé de avanzado -y efectivamente lo es, bajo ciertos aspectos,
en el mejor sentido de la palabra-, las audacias ajenas no pueden menos de producirle sorda
irritación. Basta ver, para convencemos de ello, las correcciones intentadas a ciertos giros
expresivos, novedosos pero absolutamente fieles al pensamiento tomista, del padre Gardeil,
en las cuales nuestro filósofo deja traslucir ese virus racionalista de que hablábamos más
atrás, al proclamar, con absoluto desconocimiento de la realidad más entrañada de las
cosas, que no puede darse conocimiento sin intencionalidad. Sería curioso oírle explicar
entonces, partiendo de tal suposición, la estructura ontológica del conocimiento divino, en

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el cual, la misma perfección del sujeto cognoscente, infinita así como es infinita también la
actividad desplegada en tal sentido, cierra toda entrada a cualquier tipo de intencionalidad.
O bien, descendidos ya al plano de lo creado, el conocimiento experimental, en su preciso
aspecto de experiencia, que los ángeles y el hombre logran adquirir de su propio concreto
sustancial. Algo parecido cabría decir en lo referente a su actitud sobre el objeto adecuado
de la filosofía moral cristiana, asunto en que la competencia magistral del Padre Ramírez le
demostró a nuestro pensador, a través de una polémica en que éste se condujo en forma
asaz grosera e intemperante con el ilustre dominico español, su incompatibilidad
fundamental con la doctrina de Santo Tomás4. Por último, queremos señalar también en
este párrafo la habilidad extraordinaria con que el pensador francés ha sorteado las
dificultades que ofrece de suyo el misterio de la poesía, y cómo, en vez de enfrentarse
resueltamente con él, ha preferido insistir en aspectos que no atañen a la razón formal
propia de la actividad creadora, sino más bien a las circunstancias concretas de su
desarrollo, tales como lo relativo al amor o a la magia en la creación poética, con
preocupaciones literarias no menos evidentes que las de Claudel, v.gr., en su Parabole
d'Animus et d'Anima, pero también con una no menos evidente y acusada despreocupación
científica.
La misma forma de ensayo -y con esta reflexión cerramos el apartado- a que ha
recurrido Maritain de modo sistemático para dar cuerpo a su pensamiento, le ha venido a
servir a las mil maravillas para encubrir su carencia de envergadura; porque si por una parte
contribuye a facilitar singularmente la expresión, por otra le libra de los compromisos
inherentes a la obra estructurada; en una palabra, al tratado. Es que en el tratado se
presentan de modo inevitable dos problemas fundamentales que resolver: uno, el más
importante, es el de la amplitud y hondura de la visión; el otro, subsidiario, en cierto modo,
del primero, es el de la composición, la cual, no obstante ese carácter suyo subordinado, no
deja de ofrecer, por su parte, arduas dificultades. Es preciso, en efecto, cuando se resuelve
la composición de un tratado, cerciorarse el que tal pretende de que su visión no habrá de
traicionarle, y luego, proceder a proporcionar y ajustar en armónico equilibrio todos y cada
uno de los elementos integrantes, de suerte que no vaya a originarse subrepticiamente
alguna proliferación celular excesiva que dé al traste con la organización y cohesión del
conjunto. En el ensayo, empero, podemos encontrar un expediente fácil y agradable a la vez
para dispensarnos de bucear hasta el fondo de los problemas, reemplazando la incursión en
profundidad, muy a menudo dificultosa, pero no por eso menos necesaria, ya que es la
única que nos ha de procurar la visión integral de ellos, por una serie de exploraciones
superficiales, cuyo resultado directo, no obstante el aspecto agradable bajo el cual no
dejarán nunca de presentarse a los lectores, será el de mantener confinado al espíritu
humano dentro del mismo estrecho sector de la realidad. Y eso es lo que acontece con
Maritain. No existe problema filosófico alguno de los que él haya abordado que no esté
tratado varias veces en sus obras, siempre de manera fragmentaria y, lo que resulta más
grave aún para su situación misma de pensador, bajo más o menos el mismo aspecto. Lo
cual, dejándonos de disimulos que solo pueden conducir a una mayor desorientación de los
espíritus, nos da motivos más que suficientes para negarle esa categoría de creador que con
tanto empeño pretenden conferirle o descubrir en él sus incondicionales admiradores.

4
Es este el motivo de la cautela observada por nosotros en la nota 2.

9
II.- EXAMEN DE ALGUNOS PUNTOS CONCRETOS EN LA DOCTRINA DE
MARITAIN
Después de haber expuesto en rápida visión de conjunto las cualidades y defectos
más caracterizados de la obra de Maritain, nos corresponde ahora entrar en ciertas
consideraciones relativamente detalladas acerca de uno que otro punto concreto
fundamental de su doctrina. De otra suerte sólo podríamos obtener, como fruto directo de
nuestros esfuerzos anteriores, ciertos sucedáneos espurios de una auténtica valoración
filosófica suya. Las precauciones no están de más en este caso desde el momento que lo
que abunda más al tratarse de fijar las proporciones de un filósofo que, como el ilustre
pensador francés, no se ha limitado a vivir especulativamente en el ciclo elevadísimo de la
abstracción metafísica, sino que lleva realizadas numerosas incursiones doctrinales en los
terrenos de la práctica, es esa actitud pasional e injustificadamente agresiva que, al
obnubilar las miradas del espíritu, de suyo transparentes, impide por igual, respecto de una
obra cualquiera, la visión de sus valores positivos y de sus deficiencias. Con el agravante
además de que, en semejantes circunstancias, se concluye siempre por omitirse la
imprescindible ascensión intelectiva hasta los principios mismos generadores de
determinadas actitudes prácticas para no considerar a estas últimas sino segregadas de sus
razones suficientes propias, falseándolas, de ese modo, en las proyecciones externas de su
estructura ontológica. Esto es lo que ha sucedido en todas partes respecto del ilustre
escolástico francés. No se ha dado, en efecto, en los países cuyos elementos de raigambre
católica han sufrido en mayor o menor grado el influjo de su desorientada actitud política,
ningún análisis verdaderamente objetivo, desapasionado e integral de su obra filosófica
especulativa. Todo se ha reducido, por lo general, a ataques y defensas basadas sólo en
determinadas actitudes suyas de tipo político-doctrinario que constituyen, según fuere el
color del cristal con que se las mire, piedras de escándalo, o bien, al contrario, arquetipos de
virtud. Así, pues, bajo el impulso de esta convicción, nos hemos propuesto ahora fijar con
la mayor exactitud posible los perfiles de tres actitudes básicas suyas en el campo de la
filosofía exclusivamente especulativa: sus supuestos estéticos, su posición relativa al
problema del conocimiento y su concepción relativa al objeto adecuado de la filosofía
moral cristiana. Son estos tres, en efecto, los aspectos doctrinales de su obra en que su
pensamiento parece manifestarse con mayores visos de originalidad, de suerte que,
valorados en lo que son, nos darán la proporción exacta de su figura en el campo de la
filosofía.

B) Maritain y el problema del arte


Uno de los méritos más indiscutibles de Maritain consiste, desde luego, en el interés
extraordinario con que ha pretendido y logrado demostrar la inagotable fecundidad del
tomismo respecto de los problemas tan numerosos como delicados con que a cada paso nos
encontramos al frecuentar los dominios del arte y de la poesía. En vez de insistir
adocenadamente en los tópicos insustanciales y mezquinos con que nos brindan sin
excepción alguna los profesores y confeccionadores de textos de retórica, nuestro filósofo
prefiere, con muy buen acuerdo, buscar fundamento sólido a todos esos principios, que
contienen en sí grandes dosis de verdad. Así es como todo aquello va cobrando bajo su
influjo aspectos acentuadamente novedosos. De aquí proviene, claro está, que no
encontremos en ninguna de las obras suyas consagradas a la solución de los problemas

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estéticos aquella unidad en la variedad que los retóricos malgré eux empiristes señalan
como definición quintaesenciada de la belleza, ni la necia contraposición entre fondo y
forma a que tan aficionada se muestra la casta numerosa de los dilettanti, ni tampoco esa
facultad introducida subrepticiamente por ellos mismos en el alma humana, facultad que, si
llegamos a creerles, nada tendría que ver con la inteligencia, y a la cual han convenido en
llamar gusto. En cambio, sí que podemos ver allí cómo el arte, a semejanza de la prudencia,
con la cual se halla estrechamente emparentado, es una virtud no de la de imaginación, sino
del entendimiento, en su función normalizadora de objetos, o sea, para ceñirnos a la más
rigurosa terminología escolástica, del intelecto práctico en cuanto encaminado a procurar el
bien en la perfección del propio objeto, y cómo ese mismo arte no puede hallarse ligado
con las normas supremas de la ética; en otras palabras, cómo no es propiamente el arte, sino
el artista, quien puede y debe ser moral. Igual o análoga novedad podemos descubrir en las
reflexiones que hace nuestro filósofo acerca de la imposibilidad que existe, a pesar de las
apariencias, de identificar las disposiciones innatas del creador con el verdadero habitus
artístico, demostrando por el hecho mismo la necesidad imperiosa del trabajo racional,
consciente y deliberado, para llegar a ser auténtico poeta, o bien, en el paralelo,
admirablemente logrado, que establece entre la creatura poética y el concepto especulativo,
respecto de la misión, común a uno y otro de determinar actividades de tipo genéricamente
intelectivo. Pero sobre todo, merece mencionarse en su favor el hecho de que para
fundamentar con la debida solidez el proceso generador de la obra bella, no ha vacilado en
relacionarlo con aquel otro, infinitamente más perfecto, por cuyo medio el Padre de las
Luces está engendrando al Verbo como rocío antes de la aurora. Todas estas circunstancias
y otras de índole más o menos semejante están demostrando muy a las claras que nuestro
filósofo, fiel al programa que se impuso a sí mismo voluntariamente a raíz de su conversión
al catolicismo, no ha dejado esterilizarse su convencimiento inquebrantable de que el
tomismo no constituye una realidad de tipo exclusivamente arqueológico, como muchos se
complacen en creer, vinculada sin remedio a tiempos que jamás han de volver, sino un
organismo rebosante de vida, que, como tal, encierra fuerzas suficientes en su seno como
para asimilar todo ese mundo inmenso de la inteligencia moderna, con los mismos
resultados positivos con que llevó a efecto la asimilación del mundo medieval.
Sed contra... Porque, a pesar de méritos tan positivos, nos vemos obligados a
confesar, en nombre de la justicia, que sus deméritos son mucho más numerosos aún,
entrando en buena parte como causa de todos ellos ese giro de ensayo, de algo inacabado y
en agraz, que imprime, se diría que inevitablemente, a todos sus trabajos. Es evidente que, a
pesar de su raigambre tomista, Maritain encuentra más halagos en atraerse la benevolencia
de los ambientes poéticos de vanguardia que en exponer los principios estéticos de Santo
Tomás, apurándolos hasta sus más extremadas consecuencias. Con ello, naturalmente, ha
quedado su misión a medio cumplir, porque si, por una parte, ha señalado con agudeza,
según indicábamos, la insuficiencia de las disposiciones naturales para constituir por sí
solas al verdadero creador, no ha sabido, en cambio, situar dentro del panorama estético ese
fluido misterioso y sutilísimo que se llama inspiración. No es que la haya ignorado en su
existencia; es que la ha ignorado en sus valores de relación para con la técnica artesana y
con las ya mencionadas disposiciones innatas del artífice. No ha sabido ver Maritain que el
arte, es decir, la virtud o habitus artístico, no puede reducirse solamente a dirigir o
formalizar disposiciones naturales, sino que también actúa bajo la presión stricto sensu
inefable del ímpetu poético, hasta el punto de que en esta precisa circunstancia tenemos que

11
colocar la raíz de todas las diferencias que puedan existir entre la obra de un relojero o un
carpintero cualesquiera y la de un Velásquez o un Bach; prescindiendo, claro está, de lo que
en aquellas pudiera descubrirse además de la simple artesanía. Es cierto que Maritain las
establece, y sin disimular ni disminuir su intensidad; pero, no obstante sus esfuerzos, todas
ellas aparecen, por la razón antedicha, como afectadas de cierto inevitable carácter precario.
La única razón capaz de fundamentar sólidamente esa diversidad insubsanable que existe
entre la condición del simple artesano y la del verdadero artista, Maritain parece no haberla
descubierto, y por no haberla descubierto, en vez de captarla para enriquecer con ella sus
aportaciones a la estética tomista, la dejó pasar... Más claro: nuestro filósofo parece no
haber advertido hasta ahora que el único medio capaz de iluminar las innegables diferencias
existente entre las artes mecánicas y las que el sentir común ha denominado bellas, es el
plantear y resolver el problema de la individualización, incluso representativa, del arquetipo
o ejemplar que ha de prescindir la génesis de la obra bella o creatura poética por parte del
artífice.
Este problema, que constituye, sin duda alguna, el núcleo más entrañado de toda la
estética, es el que Maritain parece no haberlo siquiera sospechado. Por lo menos, esa es la
impresión que deja la lectura de sus obras. Y es claro que, en tales condiciones, lo único
que puede razonablemente pretender es deleitar al lector con reflexiones impregnadas de
sabor y perfume poéticos que han de ir envolviéndole y adormilándole, haciéndole
pretender de vista poco a poco las líneas esenciales del misterio de la poesía. Por eso el
filósofo francés se ve reducido, cuando llega el caso, a afirmar simplemente que si todas las
artes, o más bien, que si la actividad artística en sí considerada consiste en fabricar una
obra, algunas artes se caracterizan por hallarse de suyo encaminadas a la producción de una
obra bella. Esto es muy cierto, sin duda; pero también resulta del todo insuficiente, porque
si no se le complementa con las necesarias explicaciones, habrán de aparecer ante los
lectores como desprovistas de toda justificación. Es cierto que Maritain no rehúsa dar una
definición de la belleza en estrictos términos tomistas, ya que la presenta como el esplendor
de la forma -splendor forrnae-; pero lo que procedía en rigor, después de haberla
formulado, era precisar cuáles son las condiciones en que puede darse o no darse ese
esplendor, o, mejor aún, preguntarse a sí propio por qué la forma de la obra ella
resplandece, y no resplandece, en cambio, la del mero artefacto mecánico, ya que tanto el
poema como el mero artefacto, por el hecho mismo de ser entidades, deben hallarse
necesariamente dotados de forma. Tampoco se le ocurre explicar, siendo urgentísimo
hacerlo, cómo la belleza puede actuar al modo de una diferencia específica cualquiera,
segregando de entre las manifestaciones genéricas del habitus artístico cierta especie de
para hacerlas constituir, sublimándolas, el grupo de las bellas artes, cuando por su calidad
de trascendental -calidad confesada, con razón además, por el propio Maritain- le es
imposible, tan imposible como al propio ser diferenciar ninguna realidad. Estos problemas
y otros semejantes son de aquellos, como cualquiera lo puede echar de ver, en que viene a
entrar en juego la ontología toda entera, y por esta razón era mucho más apremiante el
resolverlos que evadirse recurriendo a disquisiciones o divagaciones prácticas acerca de si
Mozart, Beethoven o Schubert tuvieron o no tuvieron magia, o a comparaciones

12
particularmente odiosas por su falta absoluta de serenidad y de justicia, entre los méritos
respectivos de Wagner y de Strawinsky5.
A Maritain se le ha escapado, pues, de las manos, como acabamos de insinuarlo, la
quintaesencia del misterio de la actividad creadora. Resulta realmente inconcebible que,
después de haber visto cómo el principal analogado de la poesía humana es el acto creador
divino, venga a abandonar completamente intactas las posibilidades inagotables ofrecidas
por el Verbo eterno en su calidad de causa arquetípica del universo entero, tanto del visible
como del invisible, para poder establecer con rigurosa exactitud las condiciones causales
del ejemplar humano, de aquel que determina al artífice a poner en juego sus posibilidades
formales. Porque ese es el camino que había que recorrer: el de iluminar la creación
humana con la luz imponderable de su razón suficiente que es la creación divina, para ir
analizando después, bajo esa misma luz, sus específicas condiciones existenciales Si
Maritain hubiese logrado una intuición penetrante del ser, habría advertido, en realidad,
cómo lo que constituye el acto puro en su calidad de creador puro consiste en el grado
infinito de su determinación intrínseca o esencial. No es que Dios sea creador puro por el
hecho de no necesitar de materia preexistente para llamar a las creaturas desde las sombras
de la nada hasta el mediodía de la existencia, sino al contrario; es decir que su propia
calidad de creador puro era lo que impedía entrar en el juego de su actividad eficacísima
cualquier materia preexistente. Por consiguiente, todo creador se halla, como creador,
determinado; pero la determinación que sobre todo ha de considerarse en este caso es la
determinación soberana de la existencia. Eso es lo que no ha visto en absoluto Maritain:
que la creación no es más que la proyección del yo personal del artífice al exterior, y que si
en el caso del ser humano se requiere materia preexistente para poder llevarla a cabo, ello
se debe únicamente a que el poeta no posee como connatural sí propia la determinación
existencial.
De este modo, las diferencias existentes entre el artífice y el artesano, favorables
todas ellas, por cierto, al artífice, no impiden en modo alguno, sino que, al contrario,
originan cierto estado de dependencia por parte del artesano respecto al artífice. Este último
actúa bajo la dirección de un arquetipo o ejemplar que, además de serle propio en cuanto a
realidad accidental entitativa, le es, asimismo, propio en el orden intencional representativo.
Y esto se debe a que es el propio poeta el que ha logrado individualizar dicho arquetipo
mediante el estado peculiar de inspiración, el cual, junto con ofrecer caracteres intelectivos,
llega a participar también del orden afectivo en cuanto significa ímpetu, ansias o anhelos de

5
No conocemos, en efecto, ningún juicio estético en que se manifieste de modo tan intenso ese rencor
inveterado que siente sistemáticamente el francés hacia todo lo alemán, como en ese paralelo establecido en
Art el Scolastique entre los dos grandes músicos supracitados. No es que vayamos a creer por un momento
que el ruso se halle desprovisto de méritos; nada de eso, sino que la posición en que le ha colocado Maritain
frente a Wagner es completamente falsa. Porque para cualquier espíritu desapasionado resulta ridículo hablar
de un gigantismo contrapuesto a la auténtica grandeza a propósito de Parsifal o del Anillo de los Nibelungos,
sin considerar cuáles fueron las razones, profundas todas ellas, que movieron al músico alemán a emplear ese
cúmulo de medios expresivos con que inició una revolución en la orquesta moderna. Compárese el juicio de
nuestro filósofo en este punto con el fin de una mentalidad tan lúcida como la de don Manuel de Falla, acerca
de las cualidades y defectos de la música wagneriana, y se verá cómo campea, frente a su obcecación
nacionalista, la ecuanimidad sagaz y agudísima del músico español. Mal le viene a Maritain tal actitud cuando
las influencias wagnerianas se notan patentes no sólo en aquel Camille Saint-Saens que tanto receló también
del gran músico germano, sino en Claudio de Francia, e incluso, aunque ya más diluidas, en el propio
Stravinsky de Petruchka o El pájaro de fuego.

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difusión. Pues bien, acerca de este punto Maritain ha practicado constantemente una εποχή
inquebrantable, lo cual resulta tanto más curioso cuanto que a los problemas estéticos ha
dedicado por lo menos cuatro de sus libros. Su falta de visión en este caso ha sido absoluta.
Esta es la razón por la cual su obra estética aparece afectada de cierta invencible
superficialidad, además de fragmentaria, deslavada y sin amplitud de horizontes. De aquí
proviene, naturalmente, también su carencia de agudeza crítica, la cual ha llegado a
convertirse tal vez en su característica más saliente respecto de este punto. Sus visiones
parciales, bastante exactas en su mayoría, sufrirían todas al verse integradas en una visión
sintética trascendente, porque la primera condición requerida para toda síntesis
verdaderamente viable es la de que sus elementos constitutivos ofrezcan características
formales aptas para poder coadunarse como materiales, es decir, como sustentáculo del
principio unificador. La crítica de Maritain se manifiesta casi siempre vacilante y, en más
de una ocasión, inconsecuente, fuera de que, en este plano como en todos los restantes de
su obra, se manifiesta siempre activa la pasión nacionalista que le impide juzgar las obras
que para él son extranjeras con la misma benevolencia que emplea para valorar aquellas
otras que han llegado a ver la luz dentro de las fronteras de su patria.
Así es como, privado de una verdadera aguja de marear, Maritain acentúa
exageradamente la misión e importancia del habitus artístico, cayendo, al fin de cuentas, en
un verdadero formalismo. Y es natural. Si se confronta, en efecto, la virtud fundamental del
entendimiento obrero exclusivamente con las disposiciones naturales del presunto poeta, es
evidente que, respecto de ellas, goza de absoluta primacía. Pero es que tal relación no es
exclusiva. Es que la virtud de arte debe también confrontarse con el estado de inspiración, o
sea con esas inefables condiciones subjetivas en que el creador, por causas que no es del
caso analizar aquí -no estamos, en efecto, escribiendo un tratado de estética, sino valorando
a Maritain-, logra cierta oscura conciencia de su yo concreto personal. Considerado de este
modo, es un hecho que la situación del habitus artístico cambia por completo junto con sus
valores de relación, porque en este caso hay que aplicar la doctrina hilemórfica a una forma
que desde el punto de vista entitativo se nos manifiesta necesariamente como un simple
accidente predicamental en el acto mismo de informar a una materia como el estado de
inspiración, que ofrece evidentes caracteres sustanciales6. Esta es la razón por la cual se
impone precisar con la más rigurosa exactitud todos los sentidos que pudieren ofrecer las
relaciones de la virtud artística cual la inspiración; en otras palabras, poner en máximo
relieve cómo toda la eficacia del arte arranca de la inspiración correspondiente, y cómo, en
consecuencia, determinados tipos de trances poéticos habrán de exigir individualizaciones
especiales e incluso especialísimas de la técnica artesana. Por eso, y Maritain tampoco
alcanza a ver que artes aparentemente informes se hallan, en realidad, dotados de forma
definida. Porque si en el orden de la pura causalidad determinante intrínseca el arte resulta
superior a la inspiración, como lo es el accidente respecto de la sustancia, en el orden de la
pura actualidad la inspiración resulta superior al arte, ya que lo determina, haciéndolo pasar
del simple poder actuar al hecho mismo de la actuación. Y es evidente que la determinación
de tipo formal aparece, imitativamente hablando, como inferior a la de tipo existencial,
puesto que el esse es superior a la forma.

6
La razón del carácter sustancial atribuido a la inspiración reside en que se trata de un tipo de conocimiento
experimental, en el cual, por consiguiente, la species impressa queda reemplazada en su función de
determinante cognoscitivo por la propia esencia concreta del alma.

14
De aquí proviene que nuestro filósofo pretenda resolver este problema delicado sólo
a fuerza de comparaciones: "la poesía es a la literatura como... etc.”. Según se echa de ver,
lo que se le ha escapado no es la existencia del problema, sino, simplemente, la manera de
resolverlo. Con metáforas y comparaciones no se puede hacer filosofía. La estética de
Maritain viene a constituir, en último término, un conjunto de divagaciones más o menos
poéticas sobre la poesía; pero no lo que siempre debió ser; es decir, una filosofía de la
poesía. En su desconocimiento de lo entrañado de la estética podemos descubrir, en fin, la
razón de ser de la incomprensión que manifiesta frente al arte reciamente antiabstracto y
popular en que ha resuelto siempre la mentalidad estética española en lo cual coincide, por
desgracia para él, con tantos espíritus superficiales como se manifestaron incomprensivos
frente a las esencias espirituales de España7. De aquí proviene, asimismo, su afición de
snob por las manifestaciones más extremadas del arte de vanguardia, afición que le impide
descubrir, por ejemplo, el complejo repulsivo de diabolismo que existe indudablemente en
la pintura de Marc Chagall. Maritain ha sabido aquilatar la imprescindible necesidad
histórica de las tendencias vanguardistas, las cuales vinieron a constituir, en realidad, un
verdadero elemento profiláctico dentro del mundo de la moderna actividad creadora; pero
no ha acabado jamás de comprender la necesidad absoluta, que se imponía de superarlas.
Por eso, como lo decíamos anteriormente y lo volvemos a decir ahora, su obra estética
permanecerá eternamente fragmentaria e inacabada. Por eso, en fin, tampoco podrá ser con-
siderado en estas cuestiones como maestro.

B) Maritain y el problema del conocimiento


El problema del conocimiento es uno de los que con mayor dedicación y empeño, a
la vez que con exacta apreciación de sus dificultades, ha tratado Maritain, y aunque a
primera vista pudiere parecer lo contrario, se ha mantenido siempre en este punto
rigurosamente sometido a los escolásticos medievales, en especial al Príncipe de todos
ellos, al Doctor de Aquino. Porque una de las características fundamentales del verdadero
escolástico ha de consistir, en efecto, en mantenerse siempre vigilante y alerta, avizorando
de continuo el horizonte intelectual para no perder contacto alguno con los movimientos
ideológicos ambientes, y es un hecho que si algún problema hubiere logrado cautivar
apasionadamente a las inteligencias de hoy en día, ese es, sin duda el problema de la
objetividad o trascendencia del conocimiento, por la sencilla razón de que las épocas de
decadencia son eminentemente críticas. Como era de esperarlo, Maritain va siguiendo uno a
uno en este punto los pasos de Santo Tomás, de suerte que leerle u oírle viene a equivaler,
en realidad, servata proportione, a leer u oír al propio Doctor Angélico.
Esta fidelidad, empero, como siempre que se trata de la actitud del pensador francés
frente al gran doctor medieval, consiste en cierta sumisión pasiva que si, por una parte, le
inclina a amoldar sus pasos a los de su gran antecesor y modelo, no logra, por otra,
infundirle en lo más mínimo ese empeño que debe caracterizar a todo auténtico filósofo de
penetrar con segura audacia en campos todavía inexplorados. Porque eso sí que es preciso
afirmarlo una y otra vez: que, en todo cuanto pueda referirse a la entraña misma del
7
Buena prueba de ello la tenemos en la acusación de pintoresquista (sic) que lanza contra todo el arte de De
Falla, anterior al Retablo de maese Pedro, sin parar mientes en que los elementos folklóricos contenidos en
esas obras no llegan a constituir, respecto de la universalidad del arte, un obstáculo mayor, por ejemplo, que
los elementos de tipo pasional contenidos en la obra beethoveniana.

15
problema del conocimiento, Maritain no ha logrado avanzar un solo paso más allá del
límite alcanzado por los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII. Todo lo que
podríamos llamar su labor positiva en este asunto se reduce a bautizar con terminología
moderna -conocimiento ananoético, paranoético y dianoetico- ciertas realidades
intencionales representativas, maravillosamente perfiladas ya y plasmadas por los
escolásticos medievales y por sus dignos sucesores, los españoles de la Contrarreforma. Y
es esta la ocasión de observar, sin que pretendamos hilar demasiado delgado, que no deja
de resultar curiosa la predilección constante manifestada por Maritain hacia Juan de Santo
Tomás. Es éste, en efecto, de entre todos los grandes teólogos, el más fácil y llevadero de
seguir, porque más que la audacia, soberbia en su genial desenfado, de un Cayetano, un
Cano o un Bánez, resplandece en el teólogo de Alcalá de Henares un espíritu sistemático
verdaderamente excepcional, por cuya razón su obra no suele ofrecer las dificultades y
asperezas que salen al encuentro en la de los restantes teólogos supracitados, que, en su
legítima vehemencia por rematar a lo menos la obra gruesa, entonces aún inacabada, de la
gran construcción escolástica, van haciendo entrar problema tras problema en el campo de
acción de los principios. En Juan de Santo Tomás encuentra Maritain todo lo necesario para
llevar a cabo sus propósitos de expositor, de mero expositor del tomismo, si bien no llega a
reparar en que la sistematización realizada por el maestro complutense se yergue pletorica
de vida, lo cual está manifestando que, para haber rematado la síntesis, ha debido someter
los materiales a la piedra de toque de su visión personal; materiales que no son otros sino
las tesis doctrinales elaboradas por sus antecesores, gracias a lo cual, hablar de Juan de
Santo Tomás significa, indudablemente, referirse a uno de los más penetrantes espíritus de
la gran teología áurea española.
Hay un aspecto del problema del conocimiento que el ilustre pensador francés
apenas ha rozado en su esencia, lo cual es tanto más de extrañar cuanto que lo ha
aprovechado en innumerables ocasiones para precisar en su rigor las diferencias existentes,
por ejemplo, entre las dos virtudes del intelecto práctico que son el arte y la prudencia: el
conocimiento experimental. Con todo lo que ha hablado acerca de la experiencia y de la
connaturalidad, Maritain no ha logrado aún, por extraño fenómeno, formular una definición
esencial del conocimiento experimental o por connaturalidad. Decimos, naturalmente, una
definición esencial, por género próximo y diferencia específica, porque en lo referente a las
definiciones ex effectibus o a las descriptivas, se manifiesta de una inventiva extraordinaria
y que aun podríamos calificar de excesiva. Si se hubiera preocupado de prolongar más que
de repetir a los grandes escolásticos -pero de prolongar en su misma línea de su
investigación metafísica, no en lo que se refiere al aspecto puramente secundario de sus
relaciones con las ciencias particulares-, habría tratado sin duda alguna de integrar la
experiencia formalísima de esa realidad que es el conocimiento considerado en sí mismo
antes de su diferenciación en modalidades cuasi específicas. Sin exigirle la inclusión, en
dicha esencia formal, del conocimiento divino, podríamos desde luego preguntarnos por
qué no ha precisado con el rigor necesario el tipo de las diferencias que existen entre
conocimiento nocional y conocimiento experimental o por connaturalidad, ya que uno y
otro coinciden en numerosos caracteres comunes, y, sobre todo, porque no definió a cada
uno de ellos en función del otro. Porque si es cierto, en efecto, que en el caso del ser
humano ambos tipos de actividad cognoscitiva difieren en que uno de ellos -el nocional o
conceptual- puede resolverse u objetivarse adecuadamente en un concepto o verbo mental,
mientras que el otro -el de experiencia- debe considerar dicha posibilidad como del todo

16
inaccesible para él, no podemos perder de vista que uno y otro coinciden en arrancar de un
principio determinante que es intrínseco al propio sujeto cognoscente. Porque la diferencia
entre ambos comienza en el modo cómo el sujeto posee lo que los escolásticos llaman
species impressa, o sea, que en la experiencia, el sujeto cognoscente es físicamente el
objeto conocido, al paso que, en el conocimiento nocional, la coincidencia entitativa entre
sujeto y objeto queda limitada al solo plano de la representación. De lo cual se deduce que
en el conocimiento conceptual se da también cierto tipo de connaturalidad, cosa que nuestro
filósofo tampoco ha sabido explotar en provecho de sus investigaciones, por cuyo motivo
no ha llegado a captar la quintaesencia del conocimiento en sí considerado. Si es justo el
reproche que lanza contra Kant de haber confundido conocimiento y construcción, también
puede reprochársele al propio Maritain de haber confundido conocimiento y captación, en
vez de identificar al conocimiento con el modo de ser peculiar a los espíritus. De haber
entrevisto siquiera este aspecto del misterio cognoscitivo, se le habría abierto un sinnúmero
de perspectivas y muchas de sus actitudes las habría modificado. Pero el advertirlo le habría
equivalido a excederse de su condición de mero expositor y pregonero del tomismo, lo cual
habría significado para él -de fijarnos en las apariencias- hacerse infiel a su misión.
En realidad, si Maritain hubiera penetrado en el misterio del conocimiento llevando
no como armadura, sino como carne de su carne, el pensamiento noètico de Santo Tomás,
habría llegado inevitablemente a ciertas conclusiones con extremo novedosas acerca de este
punto. Desde luego, se le habría presentado con claridad más intensa el carácter de
autoposesión entitativa que, para el sujeto cognoscente, tiene por fuerza de ofrecer toda
actividad cognoscitiva, sin que eso le hubiera significado en modo alguno teñirse de
idealismo, porque afirmar la inmanencia respecto del sujeto cognoscente por parte del
objeto conocido no significa caer en el error idealista mientras no se establezca oposición
entre dicha inmanencia y su correspondiente trascendencia. El idealismo proclama como
base de toda noética viable la autoposesión de un sujeto cognoscente aséptico, virgen de
todo germen objetivo: mientras que el conceptualismo de Santo Tomás, respetuoso de los
datos espontáneos del sentido común, sólo llega a reconocerle al sujeto tal derecho en el
caso de haber caído previamente bajo el influjo determinante del objeto. De aquí puede
deducirse que las solas circunstancias favorables para que pueda verificarse una
autoposesión perfecta de este tipo las habremos de encontrar en la identificación no sólo
intencional, sino que también entitativa, física, entre el sujeto y el objeto, y que, por
análogo motivo la experiencia intelectiva puede ser considerada bajo ese aspecto como la
meta de todo conocimiento. En otras palabras: que bajo el aspecto de la inmanencia o
perfección de la actividad, el conocimiento exclusivamente nocional y la experiencia se
contraponen entre sí como lo imperfecto y lo perfecto, como lo relativo y lo absoluto8. Con
estas breves sugerencias, que no seguimos apurando, porque tampoco estamos escribiendo
una ontología del conocimiento, sino simplemente valorizando y fijando las verdaderas
proporciones de Maritain en el campo de la epistemología, puede echarse de ver cuánto
espacio queda aún por recorrer en el camino de la actualización de las posibilidades

8
Es esta la única manera de poder integrar el mundo del conocimiento en el mundo del ser, ajustando así el
orden filosófico al gran principio de Santo Tomás de que el conocer es un modo de ser; en buenas cuentas, el
modo de ser de los espíritus -puesto que la noción de conocimiento sólo se aplica en toda su plenitud a la
actividad intelectiva-, las únicas realidades que por el hecho de hallarse inmunes de toda posible sumisión al
imperio de la materia, y en, consecuencia, al de la extensión, logran conseguir la máxima condensación
entitativa, impregnándose más o menos perfectamente a sí mismos de sí mismos.

17
noéticas del tomismo y cómo habría sido mucho más útil realizarlo que limitarse a repetir, a
resumir, a reducir, en buenas cuentas, a proporciones escolares las especulaciones
profundas de Juan de Santo Tomás.
De aquí proviene que cuando nuestro filósofo quiere hacer partícipes a sus
semejantes de los resultados de sus investigaciones acerca de la naturaleza entrañada de la
intuición metafísica, deje completamente de lado el fundamento, de connaturalidad físico-
entitativa que ella supone entre sujeto y objeto; es decir, entre el ser humano cognoscente y
el ser trascendental. Todos sus esfuerzos van exclusivamente encaminados a demostrar que
dicha intuición es eidética y, además, conceptualizable tan sólo en el tercer grado de
abstracción. Esto es muy cierto, sin duda alguna; pero en honor de la verdad hay que
confesar que resulta del todo insuficiente, porque el calificativo de eidéticas debe también
aplicarse en estricta justicia a aquellas intuiciones que podríamos llamar objetivamente
específicas, o sea, a aquellas cuyo contenido se identifica con una cualquiera de las esencias
en que viene a resolverse el ser trascendental. Y, sin embargo, la distancia que media entre
ambos tipos de intuiciones es en cierto modo infinita. Esto se debe, precisamente, a que en
la base misma de la intuición eidética del ser se halla latente cierta profunda comunión
ontológica del hombre con el mundo, en virtud de la cual las esencias terminan por volverse
translúcidas y dejar entrever, en y por el individmm speciei, el individuum entis. Lo cual nos
conduce como de la mano a dejar establecido que la intuición eidética del ser no es
exclusivamente eidética, ya que supone cierta dosis de experiencia intelectiva. Se nos dirá
que no se ha mostrado el espíritu de Maritain tan ajeno a la conexión entre experiencia e
intuición del ser, puesto que en esa serie de conferencias metafísicas reunidas bajo el título
de Sept leçons sur l'etre alude claramente a ella. Eso es cierto; pero no debemos dejar de
señalar que el modo como se refiere el pensador francés a este problema es tan
extraordinariamente incidental, que demuestra más bien su ausencia completa de visión en
este punto. Lo más grave del caso es que, al prescindir del fermento de experiencia
implicado en la intuición eidética del ser, esta queda ipso facto equiparada a una cualquiera
de las intuiciones específicas, con lo cual se viene a caer en el error de equiparar un
concepto trascendental, como el del ser a los conceptos genéricos, al modo de Hegel. Las
consecuencias fluyen directas, siendo la más violenta la que resulta también la más
inevitable; es, a saber, la identificación del ser con la nada, ante la cual no retrocedió
temeroso el gran filósofo germánico. Quede muy en claro, sin embargo, que no hemos
pensado un solo instante en atribuir este error a Maritain: sólo hemos querido indicar
adonde puede conducir una omisión involuntaria en materias tan graves como la del
contenido del más elemental de nuestros conceptos.
Lo que resulta más curioso en este asunto es que, por otra parte, y sin establecer la
más mínima vinculación con lo anterior, ha consagrado sectores considerables de su obra
Les degrés du savoir al hecho de la toma de conciencia de sí misma por parte de la persona
humana. Según costumbre suya, se esmera en aducir ejemplos de poetas, siendo en este
caso de Juan Pablo Richter el que cuenta con sus preferencias. ¿Por qué, entonces, no
relaciona uno con otro los dos aspectos de la intuición del ser, en vez de presentarnos de
modo exclusivo esa exposición eternamente inconexa, eternamente fragmentaria? La
respuesta no puede ser más que una: porque la amplitud de su vuelo tiene que ajustarse a la
modestia de su envergadura. Es preciso no perder de vista que la visión integral de un
problema no podría verse jamás sustituida por una suma cualquiera de visiones parciales
más o menos numerosas, porque todo estado de fragmentación ofrece, incluso para cada

18
una de las partes integrantes del todo fragmentado, condiciones particularmente diversas
con relación al estado de coherencia, por cuyo motivo, para lograr una exacta visión de
conjunto, se hace siempre necesaria una luz más poderosa que, además de dejar ver las
líneas estructurales entrañadísimas de la realidad, permita descubrir en ellas sus valores de
relación. Y eso es lo que hasta ahora no ha podido conseguir Maritain. Del mismo modo
que en el plano del conocimiento creador no ha establecido el más mínimo contacto entre
las reglas técnicas y el espíritu vivificador de todas ellas que es la inspiración, tampoco en
ese caso del conocimiento especulativo ha dejado establecido algo que de un modo u otro
merezca el calificativo de relaciones entre experiencia y concepto, relaciones por cuyo
medio hubiere podido llegar a una consideración, y definición formalísima de la actividad
cognoscitiva. Se trata, como puede verse de dos defectos estrictamente paralelos. Y el
problema urge, porque todos aquellos filósofos de nuestros días que llegan hasta atribuir
cierta función cognoscitiva a la voluntad están enfocando y resolviendo erróneamente una y
otra vez una cuestión que dista mucho de ser un puro mito, como que es la de la experiencia
intelectiva. Ellos anotan, en realidad, cierto tipo de impresiones cognoscitivas que si, por
una parte, manifiestan inferioridad evidente en todo cuanto se refiera a claridad o
transparencia respecto de los conceptos, por otra, revelan e infunden, en cambio, una
seguridad que ni el más luminoso de los conceptos podría proporcionar, y faltos como se
hallan de armadura lógica, atribuyen a dichos fenómenos el carácter apetitivo. Lo más
grave del asunto es que tal manera de pensar ha invadido ya incluso ciertos sectores
escolásticos, cosa de que nuestro filósofo, tan preocupado ordinariamente de mantenerse al
día en sus informaciones, parece no haberse hasta ahora percatado9.
Viene siendo ahora, además, de que un filósofo como él, entregado por decisión de
su propia voluntad a la magnífica empresa de dar carta de ciudadanía al propio Santo
Tomás en la cultura del siglo XX, vaya descubriendo de una vez por todas que todo
conocimiento supone connaturalidad, o, más claramente aún, que todo conocimiento es, en
cierto sentido, conocimiento por connaturalidad, desde que, según lo demuestra el propio
Doctor de Aquino, el sujeto cognoscente se convierte, en el caso de no serlo todavía, en el
objeto conocido, lo cual equivale, naturalmente, a afirmar que uno y otro comulgan en la
posesión de una misma esencia; en otras palabras, que son connaturales entre sí. De donde
podemos deducir que cuando se habla de conocimiento por connaturalidad deberá tratarse
de cierta comunidad de esencia absolutamente especial entre sujeto y objeto. Pero como
respecto de este punto no existen más que dos posibilidades, una de tipo físico o entitativo
y otra de tipo intencional, no queda más remedio que aceptar para la experiencia la
connaturalidad entitativa, con lo cual puede llegarse sin la menor dificultad a conclusiones
tan interesantes como las dos siguientes, que, entre otras muchas, citamos por vía de
ejemplo: primera, que toda experiencia recae, como sobre su objeto adecuado, sobre el
propio yo concreto personal, y segunda, que toda experiencia plenamente tal no es de tipo
sensorial, sino de tipo intelectivo, porque es sólo el entendimiento, con exclusión completa
de todos los sentidos, quien puede captar esencias abstractas o concretas en su precisa
condición de esencias10. Quedan así perfectamente delimitados los dos tipos de

9
Hemos oído en efecto, a cierto escolástico enfocar un gran problema de filosofía de la cultura y resolverlo
partiendo, como de supuesto fundamental, de que existe un conocimiento, es decir, una actividad
cognoscitiva, desplegada formalmente por la voluntad.
10
Aquí no hacemos más que señalar ciertas rutas que se abrían ante el pensamiento de Maritain y que éste no
ha tentado siquiera recorrer. Su estudio detenido habrá de constituir el objeto central de una Ontología del

19
conocimiento de que hablábamos poco ha, con la ventaja, además, de que resulta
manifiesta, frente a la superioridad relativa por parte del conocimiento exclusivamente
conceptual en caso del sujeto, la superioridad absoluta de la experiencia, debida al hecho de
que, en ella, el sujeto cognoscente posee, a la vez, física y entitativamente al objeto
conocido, y de que en ella también se logra una inmanencia más completa de la actividad
desarrollada. Tan obvias resultan estas conclusiones, que causa verdadero asombro ver a
filósofos del prestigio de Maritain pasar indiferentes al lado de ellas, preocupado, más que
de corresponder a la confianza, excesiva desde luego, que tanta gente va depositando en su
ciencia y su cultura, de lucir sus innegables condiciones de escritor a propósito de
problemas de importancia capital para el desorientado clima histórico de nuestros días.
He aquí algunas de las numerosas reflexiones que acuden a la mente al leer las obras
de Maritain. Cuando se compara la calidad real de sus aportaciones epistemológicas, todas
ellas de tipo exclusivamente metodológico y lexicográfico, con las posibilidades
inagotables contenidas en los principios de Santo Tomás, y que todavía esperan, en su
mayoría, la debida actualización, uno no puede menos de asombrarse al ver que se pretende
atribuir categoría de gran filósofo a un pensador que, no obstante ciertos méritos efectivos,
no ha logrado trascender jamás, al fin de cuentas, los límites de una exposición escolar del
tomismo. Déjesele al pensador francés en el sitio que le corresponde; concédansele todas
las cualidades que constituyen al escritor brillante a la par que refinado, al ensayista ágil y
vivaz, al espíritu alerta que quiere, con muy buen acuerdo, mantenerse a todo precio en
contacto ininterrumpido con las manifestaciones intelectuales todas de los que,
espiritualmente incluso, son sus coetáneos; pero que, por favor, no se desquicien las cosas
atribuyéndosele cualidades de creador, porque jamás las ha tenido, fuera de que con ello se
incurre en el peligro de caer en servilismo intelectual, el peor de todos los servilismos,
porque es el que se haya en pugna declarada con aquella sentencia evangélica, tan olvidada
de los cristianos de hoy en día, de que sólo la Verdad nos hará libres.

B) Maritain y el objeto de la filosofía moral cristiana

Tal vez podrá causar cierta extrañeza al que haya penetrado ya los propósitos
perseguidos por nosotros en este trabajo la inclusión en él de un punto más bien práctico
que especulativo de la filosofía de Maritain. Sin embargo, corno la ética -natural o cristiana,
para el caso poco importa- coincide en uno de sus aspectos con las ciencias de la
especulación, hemos decidido dedicarle algunas páginas, eso sí que relativamente breves,
ya que toda disciplina moral, por muy teórica que se la suponga, se halla subordinada de
suyo a todo un correspondiente sistema de principios teóricos y especulativos respecto de
los cuales no puede declararse autónoma sin perder al instante todos los derechos que
pudiera haber adquirido para ser tomada en serio en su carácter de tal.
El Padre Ramírez, O.P., lanza sobre nuestro filósofo el reproche de haber
identificado el objeto formal quod de la filosofía moral cristiana con el de la teología

conocimiento que, Dios mediante, esperamos publicar antes de mucho tiempo; de suerte que dejamos para
entonces los desarrollos de todas las cuestiones que ahora sólo quedan insinuadas.

20
moral11, y, en efecto, el modo de expresarse de Maritain, desesperadamente lento y siempre
inclinado además a la vaguedad de la comparación o la metáfora, con desmedro del
verdadero rigor científico, ha dado pie más que suficiente para semejante acusación.
Cualquier espíritu amante de la exactitud científica tiene necesariamente que sentirse
indignado ante expresiones tales como un cortejo de armónicas concretas en relación con
los momentos dinámicos por los cuales la acción debe llegar a la existencia, o bien, ante el
hecho de que las distinciones entre una y otra, o sea entre filosofía y teología morales, se
vengan a establecer, de modo predominante, sino exclusivo, sobre la base del grado de
aproximación que se guarda con relación a la realidad concreta. Creemos honradamente
que la acusación del Padre Ramírez peque tal vez de excesiva si la referimos al
pensamiento mismo de Maritain; pero es un hecho que bajo el peso de la acusación del gran
maestro se ha visto aquél obligado a exponer sus puntos de vista con mayor claridad. Basta,
para advertirlo, comparar los textos relativos a este problema contenidos en su obra De la
Philosophie chrétienne con los otros mucho más rigurosos y explícitos que figuran en
Science et Sagesse. En todo caso, resulta curioso observar cómo en uno de los rarísimos
casos en que Maritain, excediéndose a sí mismo, se resuelve a ser algo más que un simple
expositor para pensar, al fin, por cuenta propia, brinde margen a correcciones que sólo se
dirigen a quienes, por la causa que fuere, no han alcanzado en modo alguno la plenitud en
el proceso de la creación doctrinal.
Es que nuestro pensador, al plantear y tratar de resolver el problema del objeto de la
filosofía moral cristiana, no logra llevar a plena luz el de la subalternación de la ética
filosófica a la ética teológica, y es aquí precisamente donde presenta amplio margen para
los ataques del ilustre dominico español. Maritain insiste, en lo referente a este problema,
en la subalternación quoad principia, dejando en la penumbra, pero en una penumbra muy
vecina ya a la sombra declarada, todo cuanto se refiere a la subalternación quoad
subjectum, que es precisamente la que Juan de Santo Tomás califica de propiissima. De
suerte que, para ajustarse a las directivas de su ángel tutelar, es sobre todo en la
subalternación quoad subjectum en la que debió haber insistido, a su vez, analizando
cuidadosamente cómo su calidad de cristiano agrega al ente humano cierta diferencia
accidental que lo contrae en cierto modo bajo el aspecto de la extensión lógica y que
constituye, a su vez, cierto principio de verdades cognoscibles, condiciones todas ellas que
el maestro de Alcalá señala como necesarias para que llegue a darse efectivamente la
subalternación que él considera la más propia de todas. Es esta misma subalternación la que
se relaciona con la razón formal del objeto como realidad entitativa, de suerte que, al
dejarla, tal vez impremeditadamente, en el olvido, se ha despreocupado ipso facto de
precisar las diferencias entre el sujeto de la filosofía moral, aun considerada en su tipo
integral cristiano, y la teología moral, que es precisamente lo que le achaca el Padre
Ramírez. Maritain debió haber advertido que el problema en cuestión no puede ser
estimado como una simple bagatela, primero, porque, si es cierto que la especificación
objetiva de las ciencias la da en última instancia lo que él llama la luz objetiva, en ciertos
casos dicha especificación comienza ya con la ratio formalis quae, o sea, con el aspecto
bajo el cual quiere el entendimiento considerar al objeto, y luego, porque en el caso que nos
ocupa la confusión o, si se prefiere, la insuficiente distinción entre las respectivas razones
formales quae de ambas disciplinas científicas puede acarrear como consecuencia fatal la
11
Ramírez (O.P), J. M.: De hominis beatitudine, volumen I, Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
Madrid, 1942, p. 46.

21
insuficiente distinción y luego la confusión del orden natural con el orden sobrenatural.
Teólogo de visión extraordinariamente profunda como es el Padre Ramírez, se explica que
haya insistido con tanta firmeza sobre un punto que tal vez para miradas superficiales no
habría ofrecido mayor importancia.
Resulta así como hecho averiguado que nuestro filósofo distingue, por una parte, la
filosofía moral cristiana de la filosofía moral puramente natural, y, por otra, entre aquélla y
la propia teología moral. Reconoce también, al mismo tiempo, que la filosofía moral
inadecuada o puramente natural se manifiesta incapaz de fundamentar en última instancia la
actividad consciente y libre de la naturaleza humana rescatada, en lo cual, indudablemente,
lleva razón. Pero todo esto no es obstáculo para hacer ver en justicia que, en lo que se
refiere al problema epistemológico de la subalternación de las diversas ramas del saber
moral, no ha procedido con el rigor científico necesario. Por lo demás, no deja de ser
curioso verificar cómo en un problema que, si es importante, no deja por eso de aparecer
subsidiario respecto de los grandes problemas de la filosofía especulativa, nuestro filósofo
insiste con tanto detenimiento y se muestra tan poco ágil a la vez que tan premioso en la
exposición. Se siente, en realidad, que en esta ocasión camina por cuenta propia y no bajo
esa sombra tutelar del ilustre escolástico de Alcalá de Henares, contra la cual, tal vez sin
quererlo, comete habitualmente pecado de injusticia, porque la hace pasar como su propia
personalidad, como la persona misma de Jacques Maritain.

III.- APRECIACIÓN EN CONJUNTO DE LA OBRA DE MARITAIN


Analizados ya con cierta detención él debe y el haber de nuestro pensador, cumple
ahora formular una opinión sobre su categoría y solvencia filosóficas tomando en cuenta el
conjunto de la obra. Antes, empero, debemos llamar la atención sobre cierto matiz impreso
consciente y deliberadamente a este trabajo, porque de esta manera es como mejor se habrá
de comprender el propósito que en él no ha animado.
Se habrá notado de seguro que en curso de estas páginas no se ha hecho la más
pequeña referencia a la actitud política de Maritain. Nos hemos referido, sí, a la aportación
suya en los campos de la ontología y de la noética, así como a sus investigaciones relativas
a la génesis, naturaleza y finalidad de la obra de arte; pero nos hemos mantenido en
absoluto silencio respecto de lo que le ha traído, junto con numerosos y ardientes
admiradores, el mayor acopio de enemigos: su visión de la vida nacional, considerada no ya
en sus diferentes proyecciones, sino en su intrínseca realidad absoluta. Pues bien, la
explicación de este silencio aparentemente extemporáneo queremos darla ahora. Se ha
tratado sencillamente en este ensayo de demostrar una opinión nuestra que, vacilante al
principio, ha ido tomando cada vez más cuerpo en nuestra mente, hasta llegar, por fin, a
adquirir caracteres de convicción definitiva: la de que los errores políticos cometidos y
corroborados con inquebrantable obstinación por Maritain durante los quince o veinte
últimos años de su vida se hallan muy lejos de constituir un fenómeno esporádico
cualquiera, sino que son la consecuencia implacablemente lógica de cierta debilidad
congenita para volver a pensar por cuenta propia, en función del propio yo concreto, pero
sin que por eso se llegue a faltar a la verdad, que en este caso es la verdad tomista, la
metafísica de Aristóteles y del Doctor Angélico. Y eso es lo que sus secuaces en el campo
de la política especulativa o práctica, para los cuales la quintaesencia del progreso en el arte

22
supremo de gobernar a los pueblos es la democracia, o, mejor, el democratismo liberal, no
pueden comprender. O sea, en buenas cuentas, que si Maritain resulta político funesto
además de equivocado, se debe a que primero se ha fallado en su intento de llegar hasta la
entraña más recóndita de las grandes verdades de la filosofía especulativa. Es más político,
en resumen, porque es superficial como filósofo. Aquí, como siempre, nos encontraremos
con que su desorientación en los dominios de la prudencia obedece en último término a la
flojedad de su intuición eidètica del ser, o dicho en otras palabras, a que no puede pretender
en justicia un puesto de primera línea entre esos ejemplares humanos excepcionales que
han sido, si bien no de manera exclusiva, los grandes filósofos. De suerte que cuando,
descendiendo al terreno de la práctica, advertimos los errores perniciosos en que desde hace
tantos años viene debatiéndose el filósofo francés con una buena fe digna de mejor causa,
no podríamos de ningún modo hablar de inconsecuencia a este propósito. Lo que pasaba es
que, sencillamente, no pertenece a la estirpe augusta de los metafísicos. Su vigor intelectual
no ha sido suficiente para permitirle adentrarse en el primero de los trascendentales con la
profundidad requerida por una empresa tan vasta y de consecuencias tan definitivas para la
humanidad moderna como la de conseguirle al Doctor Angélico carta de ciudadanía en la
cultura del siglo XX. Se requería, además de todas aquellas cualidades señaladas lealmente
por nosotros al iniciar las presentes reflexiones, una inteligencia capaz de conciliar la
claridad de aquella intuición metafísica, tantas veces denominada por nosotros en el curso
de estas páginas con el calificativo maritainiano de eidética, con la seguridad invencible
proporcionada por la verdadera experiencia del ser.
Se imponía, por consiguiente, para lograr nuestros propósitos, insistir en la
consideración exclusiva del aspecto teórico de la filosofía de Maritain. Desde el momento,
en efecto, que las actitudes práctico-vitales de un filósofo arrancan de una determinada
postura especulativa suya, resulta inútil atacar aquéllas sin tratar previamente de establecer,
dado que se demuestre su carácter de erróneas, la falsedad del punto de arranque. Por eso,
mientras no quede probado que el pensador francés en cuestión no puede constituir una
cumbre filosófica, será inútil insistir en sus errores prudenciales; allí estará siempre vigente
su prestigio de filósofo especulativo, que hará reverdecer una y otra vez su influencia en la
vida práctica, tal vez momentáneamente agostada por la violencia de ataques, sinceros a lo
mejor, pero, en todo caso, desprovistos de estrategia. De aquí proviene nuestro empeño en
derribar a Maritain de ese pedestal excesivamente subido en que le ha colocado la masa de
los dilettanti en cuestiones intelectuales. Desde luego, si hay figuras capitales en la
Escolástica moderna, no será a buen seguro, Maritain quien pudiera pretender aparecer
entre ellas, sino un Francisco Marín-Sola, un Mauricio de la Taille, un Juan González
Arintero, por ejemplo. Porque para lograrlo se requiere, por encima de todo, haber
conseguido ampliar y enriquecer los dominios internos de la especulación filosófica y no
haberse limitado a la mera exposición de problemas ya más de una vez planteados y
resueltos. Esto es lo que hemos pretendido y creemos haber logrado en nuestro trabajo.
Maritain no ha innovado nada sustancial ni de verdadera importancia, ni siquiera en
aquellos problemas en que parecía manifestarse más atrevido y audaz. Lo que pasa es que
la ignorancia es atrevida y que resulta extraordinariamente difícil convencer a los espíritus
indocumentados y superficiales de que no es a ellos a quienes corresponde formular
opinión definitiva en asuntos como el de la categoría intelectual de Maritain, sino a los que
se hallan familiarizados con los problemas fundamentales del entendimiento especulativo.
Se trata, en el caso de nuestro filósofo, de un expositor extraordinariamente ameno, dotado

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de condiciones innegables de gran escritor, poseedor de una extensa cultura, en la cual, no
obstante hallarse informado del movimiento de la ciencia contemporánea, se notan lagunas
considerables, y, en fin, con cierta afición a eludir la solución de algunos problemas a cuyo
planteamiento se vio tal vez forzado por la naturaleza de un ambiente al cual no quiso en
modo alguno permanecer extraño. Valga como muestra de lo que venimos diciendo la
desproporción existente en su material informativo no ya entre las manifestaciones
artísticas francesas y extranjeras, porque eso es inherente de suyo a todo espíritu francés,
sino entre las épocas clásicas y las modernas, en favor de estas últimas. Frente a citas
esporádicas de Dante, Cervantes o Shakespeare, su recurrencia sistemática a Baudelaire,
Claudel y otros autores modernos franceses o considerados por él como tales, resulta
realmente enojosa. Parece como si creyera que el recurrir a Durero, Velásquez o el Greco
significará el desconocimiento de los méritos innegables de Juan Gris o de Picasso.
Debemos convencernos firmemente de que el camino de la salvación no nos lo va a
señalar un espíritu que lleva su incomprensión hasta declarar a la democracia liberal la
expresión más auténtica del verdadero derecho natural y que se revuelve con manifiestas
muestras de desasosiego e incomodidad contra todo aquello que en la vida de una nación
significa reconocimiento explícito y público de la soberanía divina y del influjo de la
Providencia sobre la marcha de los pueblos hacia su destino histórico definitivo. De aquí
provienen sus expresiones torpes e injustas acerca de la realidad política española de los
Siglos de Oro, tildando, por ejemplo, a Felipe II de réplica tortuosa y atormentada de Sara
Luis. Para quien se enorgullezca, como nosotros, de su raíz hispánica, el caso de Maritain
sólo puede ofrecer muy pequeño interés, ya que entre él y nosotros se abre el abismo de la
oposición total de los respectivos conceptos de lo que debe ser la vida cristiana de una
nación. Por eso, nuestras miradas y nuestro corazón deben, sin rencor naturalmente pero
también sin pena, alejarse de un hombre que, ante la crisis más dolorosa y más atroz por
que han atravesado los valores espirituales primarios de la humanidad, permaneció
completamente ciego, tratando, además, con una buena fe muy semejante a la más absoluta
inconciencia, de comunicar su propia ceguera a hermanos suyos cristianos destinados por
Dios a la empresa de integrar aquellos valores en la propia realidad política de los pueblos.

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